DAVID HUME, LA JUSTICIA TEMPLADA




CAPÍTULO II
JUSTICIA Y MORALIDAD

“La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón” (D. Hume, <Treatise).

1. Entre la razón y el sentimiento.

Hume podría muy bien haber escrito: "Quisiera comenzar con una observación que puede resultar de alguna importancia. En todo sistema moral de los que hasta ahora conozco, he observado siempre que el autor sigue habitualmente el modo de hablar ordinario para establecer la existencia de Dios o realizar observaciones sobre los asuntos humanos; pero, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que las cópulas habituales de las proposiciones, es y no es, cambian su uso para conectar proposiciones que normalmente habrían de estarlo por quiero o no quiero. Este cambio apenas es perceptible, pero resulta, sin embargo, de vital importancia. En efecto, en cuanto que este quiero o no quiero expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que la misma fuera observada y explicada, y que simultáneamente se diera razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber, cómo es posible que esta nueva relación quiero/no quiero se sustituya por otra es/no es totalmente diferente. Como quiera que los autores no acostumbran a utilizar esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas usuales de moralidad, permitiéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón".

Ningún estudioso de Hume ni de la Ética en general ignora el famoso "is"/"ought" pasaje, que acabamos de traducir/falsificar, sustituyendo el "debe" por el "quiero", con el ánimo retórico de mostrar que queda bien, que tiene sentido, incluso que es sugestivo. Podría haberlo suscrito Hume; más aún, y esta es una de nuestras tesis en esta investigación, habría sido un texto más "humeano", más definidor de su posición, más orientada a denunciar el "sentimentalismo" (emotivismo clásico) que el "naturalismo" en moral.

Este famoso texto, que desde los Principia Ethica de Moore se ha divulgado como "falacia naturalista" [1], así manipulado pretende ejemplificar lo que llamamos "falacia emotivista" [2]. En muchos casos la superación de la "falacia naturalista" simplemente ha abierto el camino a la "falacia emotivista". El enterramiento definitivo del "debe" ha dado paso, solapadamente, el clandestino nacimiento del "quiero". Como si ambos fueran hijos de la misma impostura, la impotencia de la razón para poner el deber se usó como excusa para ceder su lugar al deseo. Se vio en Hume lo que se quería ver: la denuncia de la razón por su empeño en poner el "debe"; y se ocultó aquello que se quería ocultar: que la debilidad de la razón no llega hasta su entrega al "quiero".

No cae dentro de nuestros objetivos abordar la crítica de la filosofía moral emotivista; sólo pretendemos cuestionar inequívocamente a quienes buscan las fuentes de esa filosofía moral en los "British moralists" del siglo XVIII, sea en la "moral sense school", en la "moral sentiment theory", en la "common-sense moral theory", etc. [3]. El "sentimentalismo" de estas teorías no es "emotivista", sino fuertemente naturalista, cognitivista y hasta objetivista, en el sentido que estos términos tomaron en el empirismo moderno [4]. Y, en cualquier caso, la filosofía moral de Hume, claramente diferenciada de estas escuelas, es absolutamente ajena al emotivismo contemporáneo, con su concepción superficial y efímera del deseo.

Distinguiremos, pues, el emotivismo del sentimentalismo, utilizando este término para describir de forma genérica las doctrinas clásicas de Shaftesbury, Hutcheson o Adam Smith; consideramos, además, que estas diversas teorías ("moral sense school", "moral sentiment school", "common sense moral theory") ni son sentimentalistas ni son reducibles entre sí. Con el término "sentimentalismo" no denotamos una teoría, sino una familia de corrientes filosóficas que, de modos diversos e inconfundibles entre sí, coinciden en situar en el sentimiento la instancia de las distinciones morales. Para nuestro objetivo es indiferente que reduzcan el sentimiento al desnudo deseo (en línea con el "naturalismo natural" que lleva a Hobbes a diluir la moral en la vida [5]) o que individualicen, con metáforas estéticas y morales, ese bello y cándido sentimiento de lo moral (en línea con el "naturalismo humano" que lleva a Shaftesbury o a Rousseau a postular un "sentido" o una "conciencia" autónoma, diferenciada e irreductible). En concreto, nos es indiferente que el sentimiento se entienda descriptivamente, como el "yo apruebo" de Ayer [6]; con contenido y función persuasoria, como en Stevenson [7]; o con misión prescriptiva, como en Hare [8]. En todos los casos el sentimiento sirve de base al escepticismo, al subjetivismo o al irracionalismo en moral, cuando no a un neointuicionismo disfrazado de fenomenología. Para nuestro propósito, decimos, estas diferencias no son relevantes en cuanto perseguimos mostrar que la filosofía moral de Hume tiene fuertes dosis de objetivismo, de racionalismo y de cognitivismo, con los límites, sentidos y matices que iremos estableciendo; en suma, que nos ofrece una fundamentación suficiente de la moral, al igual que en epistemología nos ofreció una fundamentación suficiente de la creencia.

Nuestro propósito es mostrar que la moral humeana no es "sentimentalista" en ninguno de sus sentidos; el interés de esta tesis se deriva de que, en el escocés, la teoría de la justicia se fundamenta en la moral; por tanto, defenderemos que la concepción humeana de la justicia no se funda en el sentimiento. Tampoco en la razón, como argumentaremos; pero mientras que es común aceptar el distanciamiento del pensador escocés de cualquier moral racionalista, es frecuente dar por sentado su "sentimentalismo", a partir de un mal uso de sus escasas y desafortunadas referencias a la "simpatía".

A nuestro entender, no sólo sigue pendiente de precisar, después de siglos de debate, el lugar de Hume entre la razón y el sentimiento, sino que el mismo parece condenado al fracaso si no se plantea como "problema de Hume". Es decir, si en vez de abordarse como problema hermenéutico (nuestro), no se sitúa como problema filosófico (nuestro y de Hume). Argumentos para este cambio de perspectiva no faltan. El propio Hume lo expresa con lucidez en su Enquiry II, cuando al comienzo [9], tras describir las "disputas entre los hombres" y mostrar su pesimismo respecto al resultado de las mismas, por su fuerte contenido ideológico e irracional, dice: "Ha habido una controversia, comenzada no ha mucho, más digna de tenerse en cuenta, y relativa al fundamento general de la moral: si debe derivarse de la razón o del sentimiento; si llegamos a su conocimiento por una cadena deductiva e inductiva o por un sentimiento inmediato y un sentido íntimo más sutil; si, como todos los juicios sólidos sobre la verdad o la falsedad, debiera ser el mismo para todos los seres inteligentes y racionales, o si, como la percepción de la belleza y la fealdad, debe fundarse por entero en la estructura y constitución peculiares de la especie humana" [10].

Debemos tomarnos en serio este problema; queremos decir que no es posible describir e interpretar razonablemente la posición humeana sin comprender y reconstruir rigurosamente el problema filosófico de fundamentación de la moral a que se enfrenta, el cual, a su vez, nos impone la exigencia de pensar nuestra propia posición filosófica y hermenéutica. En otras palabras, el problema que plantea Hume no es su problema, sino nuestro problema, el eterno problema de la filosofía que, al decir su objeto, junto a la justificación de lo que dice ha de presentar la legitimidad de su decir.

Tenemos a nuestro favor que el mismo Hume nos dibuja el escenario y la topología. La "controversia" a la que se refiere, aunque tenga manifestaciones históricas que la activan, trasciende todo límite temporal y se revela como problema filosófico. Por un lado, "los filósofos antiguos", quienes aunque "con frecuencia afirman que la virtud no es otra cosa sino conformidad con la razón, parecen, sin embargo, considerar de modo general que la moral deriva de la existencia del gusto y del sentimiento" [11]. Por otro lado, "nuestro modernos investigadores", que no dejan de hablar de la belleza de la virtud y de la fealdad del vicio, pero que "por lo común han procurado dar cuenta de estas distinciones mediante razonamientos metafísicos y deducciones a partir de los principios más abstractos del entendimiento" [12]. Las dos posiciones que Hume describe, ambas impuras y confusas, apuntan a las dos posiciones arquetípicas en filosofía moral; pero también a dos posiciones ejemplares en filosofía. Su redescripción pasa por la clarificación de las posiciones históricas, siempre confusas, impuras y tal vez inconsistentes. Para Hume sería "el elegante lord Shaftesbury" [13] quien por primera vez arrojara luz a la distinción permitiendo una opción clara y coherente.

No es relevante aquí que Shaftesbury se adhiriera "a los principios de los antiguos" [14]; lo importante es que Hume ve la necesidad de clarificar el problema, de radicalizar y purificar las posiciones, consciente de que está en juego no sólo la fundamentación de la moral, sino la posibilidad misma de la filosofía. Porque, una vez purificadas las posiciones, unas vez devenidas arquetípicas, ¿qué pasaría si ambas fueran falaces? Hume lo sospecha. Por eso, tras resumir los argumentos de cada una de ellas [15], parece optar por una "síntesis": "Estos argumentos de ambas partes (y muchos más que podrían citarse) son tan plausibles que me inclino a sospechar que pudieran ser, tanto el uno como el otro, sólidos y satisfactorios, y que la razón y el sentimiento concurren en casi todas las determinaciones y conclusiones morales" [16]. Es probable, dice Hume, que la "sentencia final", la que define lo bueno y lo malo, el honor y la infamia, la virtud y el vicio, la aprobación y la censura, "dependa de algún sentido o sentimiento interno, que la naturaleza haya hecho universal para toda la especie" [17]; pero, en todo caso, a esa "sentencia final" se llega tras mucho razonamiento y deliberación, tras mucho análisis y comparación, tal que "hay fundamentos para concluir que la belleza moral participa mucho de la de esta última especie y exige la asistencia de nuestras facultades intelectuales para darle la adecuada influencia sobre la mente humana" [18].

¿Qué "síntesis" es esta? ¿Cómo conciliar razón y sentimiento sin mantenernos en la ambigüedad o en la subordinación encubierta? Esta sería la tarea de Hume, que aquí nos proponemos reconstruir. Anticipemos de todas formas que la misma implica un cambio radical en los presupuestos filosóficos y en la manera de ejercer la filosofía. Si el conflicto razón/sentimiento (o razón/experiencia) es definidor del discurso filosófico, la mediación no es posible; en consecuencia, la articulación de ambos elementos sólo puede darse poniendo en juego la filosofía que se constituye sobre esa oposición. Pero, ¿hay otra filosofía o se pone en juego el sentido mismo del discurso filosófico? Hume ha de dar respuesta a esta cuestión, y lo hace; de momento, trataremos de situar el problema filosófico en un marco histórico-filosófico general, para que adquiera todo su sentido.

Pero no perderemos de vista nuestro objetivo final, el de describir la otra fundamentación, distante por igual de la razón y del sentimiento, y en la que reside la originalidad de su propuesta. Es para comprender bien esta alternativa que debemos situarla en el marco que le es propio, el debate sobre la filosofía abierto por la "revolución científica", por el "pluricentrismo religioso" y por la "sociedad mercantil" al mismo tiempo.


2.Moral, empirismo y "Nueva Ciencia".

Incomprensiblemente sigue dominando una visión tópica y desenfocada de los "British moralists" [19], como si hubieran sido los protagonistas de una "crisis de la moral" y los iniciadores de una filosofía moral autónoma, liberada de la metafísica y de la realidad, e incluso de la naturaleza mala y de la razón. Desde luego, fueron los iniciadores de un nuevo discurso sobre la moral, pero no los responsables de la crisis de la moral clásica. Y este desenfoque ha determinado una dudosa valoración e interpretación de la originalidad y del sentido de su orientación.

Creemos que las claves de este problema se encuentran en haber interpretado estas filosofías (del "moral sense", del "moral sentiment", del "moral common sense") en estrecha relación con los efectos metafísicos, epistemológicos y psico-antropológicos del empirismo [20]. Esta perspectiva en sí no es incorrecta: el empirismo es el contexto filosófico que une a los "British moralists" con el horizonte metafísico y epistemológico de la nueva ciencia; pero cuando se usa una concepción desenfocada y parcial del empirismo, la mediación se convierte en obstáculo y proyecta sus carencias sobre lo mediado.

Creo que hay otros problemas hermenéuticos más particulares, aunque no menos importantes, y que no caben en esta reflexión. Por ejemplo, suele obviarse un análisis riguroso del uso de los términos "sense", "sentiment", "feeling" [21], lo cual genera perturbaciones dado que a la ambigüedad histórica de los mismos, poco fijados en el lenguaje filosófico, hay que añadir la frivolidad con que son usados por autores como Hume [22]. Si estas cosas no se tienen en cuenta, se acaba proyectando sobre el sentimiento el contenido "antifilosófico" de su herencia tradicional, resultando el "sentimiento" lo otro de la razón, de la objetividad, de la universalidad e incluso de la moral en sentido fuerte [23].


2.1. La "ciencia moderna" y la ética.

La época moderna expresa el triunfo de las ciencias naturales sobre las humanidades, y del método científico, observacional y experimentalista, sobre la analogía, la intuición y la cualidad. Pero toda ciencia lleva a cuestas, con más o menos conciencia, su "filosofía espontánea" [24]. En este caso se trata de una metafísica de inspiración cosmológica, mecanicista, que se representa el mundo como material y homogéneo, sin distinciones cualitativas, abierto, infinito, indeterminado, indiferente a la jerarquía y a la moral, en que el "Universo" es el fin del "Cosmos", y el mecanicismo es la alternativa al teleologismo [25]. Pero esa misma metafísica tiene sus efectos en la totalidad del saber, en el conjunto del árbol de las ciencias, particularmente en las disciplinas humanistas y, de modo muy especial, en la "filosofía práctica".

El dominio de cierta historiografía no ha facilitado la comprensión del problema de la Ética tras la denominada "Revolución Científica" [26]. Las declaraciones explícitas de los autores han ocultado el verdadero efecto de sus concepciones metafísicas y epistemológicas en la Ética. Así, un cierto desenfado, la ostentación de escepticismo y ateísmo, las críticas a todo valor absoluto y a toda fundamentación absoluta del valor, que encontramos en los ilustrados, ha inducido a ver en éstos un ataque frontal a la moral; en rigor, el comienzo de todos los males [27]. Y como el neopositivismo y los emotivistas no han dudado en confesarse deudores de Hume, se ha consagrado el tópico de ver en éste, y en el XVIII en general, la raíz de toda subjetivación, psico o socio-logización, e incluso lingüistización de la Ética. En cambio, como Descartes, Spinoza y Leibniz eran aparentemente más clásicos en sus actitudes ante la moral, han pasado desapercibidos en esta historia.

Si fuéramos capaces de liberarnos de esa tradición y, con rigor y prudencia, analizáramos el orden de las razones, los efectos teóricos que el cartesianismo, y el mecanicismo en general, tienen en la Ética -hayan sido o no estos efectos detectados y defendidos por los filósofos racionalistas del XVII-, seguramente extraeríamos conclusiones bien diversas. Constataríamos que, en rigor, el "asalto a la razón moral" está inscrito en la filosofía cartesiana, en su metafísica dualista, en su criterio de evidencia, en su reduccionismo ontológico. Y, constatado esto, tal vez comprenderíamos de otro modo el tratamiento de la Ética en la Ilustración. Se vería que su actitud general está lejos de ser antiética; al contrario, se comprendería que simplemente asumen, en el más agresivo de los casos, las exigencias impuestas a la reflexión ética por la nueva racionalidad instaurada. Además, se entendería que en el fondo no están decretando la adjudicación de la moralidad al campo de lo irracional y subjetivo -como, en rigor, exige el criterio cartesiano-, sino que están llevando a cabo un esfuerzo por salvar lo posible del naufragio. Un esfuerzo que, indudablemente, no puede conducir al origen, pues la filosofía, como aventura de la razón no admite el retorno; no pueden saltar sobre su época, ignorar las "razones de la razón moderna", recuperar la inocencia e ingenuidad perdidas; pero que, en todo caso, intenta aportar un fundamento nuevo, más débil pero suficiente, aceptable y resistente a la misma crítica de la razón.

Aunque no sea éste el lugar de abordar en extenso esta problemática [28], debemos enunciarla por ser un presupuesto de nuestro "andamiaje", por usar una metáfora rortyana. Presuponemos que el verdadero ataque contra la Ética se encuentra en el mecanicismo y la racionalidad instaurada por la Revolución Científica, en el núcleo del desafío cartesiano. La Ilustración, por tanto, es una respuesta al mismo, hecha en claves modernas, pero con la finalidad de recuperar la dignidad de la moral y la racionalidad de la Ética. Tal esfuerzo fue, a nivel práctico, sin duda, poco exitoso; tal vez no podía ser de otra manera; pero consideramos que este fracaso no debilita la legitimidad del proyecto teórico. En cualquier caso, las éticas ilustradas no están en la base del emotivismo, como la política ilustrada no está en la base de nuestras democracias, como la economía ilustrada no está en la base del capitalismo actual, como su ideología no está en la base de la Revolución Francesa, como su racionalidad no está en la base de la "razón instrumental", y un largo etcétera. El error común nace de tomar por verdadera la propia "conciencia de sí" de los ilustrados, que creyeron y difundieron la idea de que inauguraron una nueva época. Ellos no podían ver el sentido de su función; la historiografía, que sí podía, cometió el error, que advirtiera Marx, de interpretar una época por lo que sus agentes dicen de ella, en lugar de buscar las claves de la misma en lo que hacían y pensaban, y en las condiciones materiales y teóricas en las que actuaban y reflexionaban.

En concreto, pensamos que no se han valorado suficientemente los efectos de la Revolución Científica, de la "nueva ciencia", en el pensamiento moral. La nueva ciencia, el mecanicismo extendido por la tierra y los cielos, obligó a pensar un universo infinito, uniforme y homogéneo, indiferente en sus partes, desantropomorfizado, rompiendo con el cosmos cerrado, cualitativo, antropocéntrico y moral. Acabó también con la jerarquía natural intrínseca y con el telos de las cosas, con los lugares naturales, con las sustancias como sustrato y como cualidades, con todo lo que parecía garantizar el ser de las cosas. La nueva ciencia declaró oficialmente real a las relaciones matemáticas e irreal las cualidades secundarias (meros nombres de afecciones subjetivas); y, de forma oficiosa y sin estruendo, al romper el esquema escolástico de perfecta correspondencia hecho-valor, perfección ontológica/perfección moral, que garantizaba la objetividad de las cualidades morales, y reducir las "cualidades" a afecciones de la mente, extendía esta irrealidad a las distinciones axiológicas (bien, mal, vicio, virtud). Los libertinos [29] orquestaron la implicación; los moralistas [30] declararon el estado de alarma. El dualismo cartesiano hace verdaderos estragos: Hobbes [31] y Mandeville [32] reducen la moral al deseo, y éste a ímpetus, a impulsos motrices de la vida; Spinoza, ya se sabe, fracasó en su proyecto racionalista y hubo de reconocer que la evidencia de la verdad no garantiza el deseo de la misma [33]; Vico, en su distancia, intuía los desastres del "método de los modernos" en las humanidades (retórica, moral, derecho, historia) y se esforzaba en salvar lo salvable: "il verosimile", "il certo" [34]. Es en este contexto en el que, a nuestro juicio, debe situarse a los empiristas y a los "British moralists" [35]. Desde el mismo se comprende mejor la tesis que defendemos: es el racionalismo mecanicista el que condena lo moral a "cualidad secundaria", el que priva de fundamento y subjetiviza la moral y, en general, todas las disciplinas de la humanitas clásica.

Desde nuestra perspectiva, Hume no lleva el escepticismo a la moral, actuando corrosivamente sobre la filosofía práctica; por el contrario, el "mal" ya estaba hecho y Hume, consciente de que la filosofía no tiene retorno, intentó sentar las bases de una nueva fundamentación. No llegó con el escepticismo a la crítica de la moral; simplemente, llegó a la moral después del baño escéptico, después del "desierto" nietzscheano. E hizo lo que pudo, lo que le permitió la coherencia, por salvar lo salvable. Queremos decir que el discurso de Hume no es el "discurso del escéptico", sino el "discurso después del escepticismo". La gran incógnita a descifrar es lo que designa el "después"; digamos, de momento, que el "después" no refiere a una "superación" en el sentido de restauración, reconversión o arrepentimiento, que haga del viaje escéptico un pecado a redimir; tampoco designa la definitiva permanencia de la negación, del mensaje esterilizador, como si el peregrinaje del "desierto" hubiera desertizado definitivamente el discurso, en cuyo caso, en rigor, no habría un "después". El "discurso después del escepticismo", por tanto, es distinto al precedente (al "discurso escéptico") y distinto al anterior a éste (al "discurso dogmático"). Sabemos al menos lo que no es; poco a poco iremos describiendo lo que es, lo cual no es una tarea diferente a la de comprender la filosofía humeana.


2.2. El empirismo y la ética.

Nuestra tesis se vería reforzada desde una justa y completa interpretación del empirismo. En esta corriente filosófica suele verse, de forma esquemática, a nivel epistemológico, la "reivindicación de la experiencia" frente a la especulación racionalista; y, en su perspectiva ontológica, la liquidación de la metafísica del ser o de la sustancia y su sustitución por la del sujeto o la conciencia. Esta caracterización es aceptable, aunque trivial y poco individualizadora: desde Descartes y Galileo ya se aspiraba a "leer en el gran libro del mundo" y la filosofía se había trasladado del "ser" al "percibir"; con más rigor, se hablaba del ser desde las condiciones del percibir. Lo que resulta desenfocado es ver la experiencia como ajena y aún contraria a la razón y, más aún, la obstinación en interpretar la crítica a la metafísica como declaración de un subjetivismo ontológico y gnoseológico.

Hay que ir más lejos en la interpretación y señalar que lo que realmente estaba en juego y dividía a los "modernos" era dónde establecer la división entre el "ser racional", abstracto, matemático, mero concepto o nombre, y el "ser sensible", concreto, empírico, mera imagen. Descartes instauró estos dos dominios, y aspiraba a ganar para la razón el mundo de lo inerte, para lo cual debía matematizarlo y privarlo de toda cualidad. Vico aceptó el reto, comenzando por reivindicar la legitimidad de lo verosímil, para acabar, gracias a su criterio del verum-factum, metiendo la historia (que incluía la moral y el derecho) en el reino del vero, igualando su verdad a la de las matemáticas.

Los "British moralists" ejemplifican modélicamente esta misma preocupación. El "moral sense" de Lord Shaftesbury [36] es una respuesta en claves empiristas al problema del conocimiento moral: un sentido específico para unas afecciones específicas. Los colores o sonidos, aun siendo "subjetivos" en tanto que no trascendentes, son "objetivos" en cuanto no caprichosos, arbitrarios o espontáneos; son conocimiento de la existencia de la cosa que es su causa, aunque no sean cualidades de la misma. En suma, lo moral, como los colores, se percibe como signo de un correlato objetivo. Hay una human nature ("a kind of intellectual instinct", "an instintive faculty"), como hay una animal nature, con sus afecciones y propensiones específicas. Es posible una percepción de los objetos morales, del mismo modo que es posible una percepción estética, ambas análogas a la percepción sensible. Esta era la posición de Shaftesbury, las cual, a nuestro juicio no es en modo alguno "emotivista" [37].

También el pensamiento de Hutcheson [38], que usa con más frecuencia el término "sentiment", está lejos de caer en el "sentimentalismo" o "emotivismo". El sentimiento moral no se deja reducir al deseo egoísta o hedonista; pero tampoco es la sede del alma bella y cándida, una instancia específica y autónoma de la naturaleza humana ajena a la razón y a la objetividad. Toda su filosofía gira en torno a dos tesis: primera, que el hombre es capaz del conocimiento moral, pero no por la razón, sino a través del sentimiento o estado afectivo, perceptible en la introspección, y que es signo de una realidad objetiva [39]; y, segunda, que el conocimiento moral del hombre está garantizado por ser producto de un moral sense instintivo y natural, semejante a los demás sentidos y especialmente homólogo al que percibe la belleza, y cuya garantía objetiva reside nada menos que en la benevolencia de Dios, que así nos ha creado [40]. Ambas tesis unidas permiten afirmar de forma inequívoca que Hutcheson no es ni subjetivista ni escéptico en moral [41].

Dejamos, por tanto, bien establecido que las escuelas del "moral sense" o "moral sentiment" no son "sentimentalistas" en el sentido del emotivismo moderno; es decir, que su subjetivación de la moral y de la estética no equivale a ponerlas como expresión del deseo o de las pasiones espurias, sino a una cierta "naturalización". De la misma manera que los sentidos, en la epistemología empirista, más que disputar a la razón su papel en la función cognitiva son puestos como refugio razonable ante las deficiencias de la razón, así el "sentido moral", al mismo tiempo que se aparta y enfrenta a la universalidad de la razón, aporta cierta consistencia a nuestras representaciones del mundo. En epistemología, de la verdad se pasaba a la certeza, entendida ésta como creencia razonable y apoyada; la estructura de la experiencia, si bien no es universal, no es individual y contingente. En moral, la evidencia racional de bien, el valor o el deber es sustituida por un sentimiento empírico del mismo garantizado por la estructura moral, que sin ser universal tampoco es individual, circunstancial o arbitraria.

¿Podemos alinear a Hume con la "moral sense school"? [42]. Si lo hiciéramos, de acuerdo con lo antes dicho, apoyaríamos nuestra tesis de que la filosofía político-moral de Hume debe interpretarse como esfuerzo fundamentador sustantivo, aunque innovador, y en modo alguno escéptico; pero, si bien sería un argumento favorable y sería fácil acumular semejanzas y afinidades de diversa índole, hemos de afirmar, y de asumir, la diferencia específica de la posición humeana y la problemática especial que presenta su filosofía moral; peculiaridad que, sin duda, es la fuente de su atractivo.

Esta diferencia viene determinada por la especificidad del empirismo humeano [43]. Ha sido Hume quien más radicalmente ha declarado la guerra a la sustancia, incluso a la sustancia espiritual; quien de forma inconfundible ha limitado el campo de conocimiento a las ideas en la mente, al dominio de la representación; quien ha sometido a dura crítica las pretensiones de la razón en el conocimiento y en la moral; quien ha puesto el sentimiento como lugar del vicio y de la virtud. Por tanto, Hume es el más sospechoso de sentimentalismo de todos los filósofos del XVIII.

Ahora bien, en línea con la interpretación que hemos hecho del empirismo, podríamos interpretar que el objetivo de Hume no era, precisamente, el de diluir las cosas en flujos de sensaciones, sino el de, aceptando la crisis de la sustancia como efecto inevitable de la nueva filosofía, buscar alguna forma de consistencia e identidad de lo real, en coherencia con los nuevos presupuestos, que eviten el vértigo escéptico y, sobre todo, que sea más adecuada al sentido común [44]. Por ejemplo, sustituir la consistencia sustancial del ser por la puesta por la simple "asociación de ideas", es debilitar el fundamento ontológico; pero si en lugar de este enfoque "antes del escepticismo" adoptamos el del "después del escepticismo", cuando se ha decretado que la sustancia no puede ser pensada, entonces la "asociación de ideas" se representa como una base razonablemente sólida para poder pensar y, sobre todo, para la vida práctica. Visto así, Hume sustituiría un fundamento definitivo y absoluto, pero ilusorio y falaz, por un fundamento débil, pero suficiente a nivel práctico.

Esta es la interpretación que defendemos, que nos parece correcta y ajustada al proyecto del escocés. Ahora bien, falta precisar el contenido, porque la filosofía del "moral sense", como acabamos de ver, también podría ser explicada como "fundamentación débil". Hume coincide con estas corrientes, además de en ciertos contenidos conceptuales, en la posición de rescatar un fundamento para la moral "después del escepticismo"; pero, a nuestro entender, Hume aportará una teoría genuina y fecunda, a pesar del lastre doctrinal impuesto por la historia. Anticipando nuestra tesis, creemos que la apuesta de Hume no es tanto por un fundamento "débil", que lo es, resultado de sustituir la ontología por la naturaleza humana, cuanto por un "no fundamento"; o, si se prefiere, por un fundamento no estable y acabado, no ontológico ni trascendental, sino práctico y social. Aquí está su diferencia y su originalidad.

Hume, rehuyendo cualquier subterfugio o falacia, acepta las consecuencias del dualismo cartesiano y lleva al límite sus implicaciones: la razón no puede hacer nada por fundamentar los juicios empíricos ni los juicios morales. Quien aspire a esa fundamentación, a la ciencia en el sentido clásico de saber universal y necesario, racionalmente fundado, está condenado a la "melancolía". Pero -y es éste el aspecto que nosotros queremos destacar- esa pasión de absoluto no responde a una necesidad de la vida práctica: la "naturaleza" se ha encargado de no dejar en manos de la veleidad de la razón aquellas cosas importantes para la vida. La creencia, como veíamos, sustituye eficazmente a la evidencia racional [45]. Respecto al uso de la "ciencia" todo seguirá igual; el cambio se da en nuestra conciencia, en nuestra manera de vivir y relacionarnos con nuestras propias representaciones del mundo. Vemos la ciencia como creencia y no como verdad, pero esto es indiferente cara a su uso práctico. Y si lo trasladamos al plano de la moral, el sentimiento, en todo homólogo a la creencia, sustituirá con éxito a la intuición racional [46]. El sentimiento moral es una forma de creer en la bondad de una acción. La misma naturaleza que nos obliga a creer en la existencia de ciertas cosas, aunque sea racionalmente imposible de demostrar, nos obliga a sentir el deber de cumplir ciertas normas o hábitos, cuya necesidad tampoco está al alcance de la razón. Pero, en uno y otro caso, la creencia y el sentimiento se nos imponen, son compartidos, resumen una experiencia histórica, son la experiencia consolidada en "verdades" y "normas" [47], en hábitos que resumen las formas exitosas de relacionarse el hombre con el mundo.

En resumen, si vemos el empirismo como posición filosófica en la que, asumidos los efectos de la nueva ciencia (especialmente los relativos a la devaluación ontológica del mundo, al escepticismo respecto al mundo empírico y al subjetivismo en lo moral), se intenta mostrar que las cosas siguen siendo cosas, aunque su ser y su identidad se base en un fundamento débil como las leyes de asociación; que el conocimiento de las cosas sigue siendo conocimiento, sin el sello de la necesidad y la universalidad racionales, pero con la consistencia de la articulación de las ideas propia de la experiencia; entonces podremos entender que en la proyección de esta filosofía a lo moral se renuncia a un fundamento absoluto de la virtud y el bien morales, pero se busca un fundamento con suficiente consistencia para que la melancolía filosófica no afecte a la vida práctica. El sentimiento humeano tiene grandes dosis de objetividad, de experiencia, de conocimiento, porque no es innato, sino artificial [48]. Y si él lo llama "natural" es en tanto que no es producto de la "razón abstracta", sino incorporado a la naturaleza humana de forma natural. Los hábitos son en Hume una auténtica "segunda naturaleza", la verdadera y específicamente humana, resultado de la dialéctica de las pasiones, de la autoregulación de las pasiones y del conocimiento empírico. Nos empujan a creer y a sentir de forma determinada: no con fuerza absoluta, pero sí suficiente para garantizar una vida práctica que no sea puro capricho, arbitrariedad, o delirio.

De todas formas, el "empirismo" de Hume no es una posición fundamentadora, como su naturalismo no es una posición ontológica, sino que está determinada por su comprensión del escepticismo [49]. Su crítica a los sentidos y a los sentimientos, en cuanto instancia de fundamentación, no son menos duras que sus críticas a la razón. Hume busca el "no fundamento" aunque lo haga en proyecto, como el del Treatise, que caracteriza como un cambio de fundamento, una sustitución de la metafísica por la teoría de la naturaleza del hombre. Tras la "melancolía" a que se ve abocado al final del Libro I, "embarrancado en los escollos y escapado con grandes apuros del naufragio" [50]; y, sobre todo, cuando confiesa sentirse "asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse en sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres y dejado en absoluto abandono y desconsuelo" [51]; tras esa conciencia de que ha roto con el discurso filosófico, ¿qué sentido tiene seguir?

Hay que leer con detenimiento esta célebre "conclusión de este libro" [52]; hay que leerlo como fin del proyecto fundamentador. Se proponía un cambio de fundamento filosófico y se ha visto abocado a la crisis del fundamento: "¿con qué confianza puedo aventurarme a tan audaces empresas cuando, además de estas innumerables debilidades que me son propias, encuentro muchas otras comunes a la naturaleza humana?" [53]. Si era precisamente la naturaleza humana el nuevo fundamento, ¿qué hacer cuando ésta se ha diluido, ha revelado su inconsistencia ontológica? "¿Cómo estar seguro de que al abandonar todas las opiniones establecidas estoy siguiendo la verdad?" [54]. Sospechoso el entendimiento, pero sospechosa la experiencia, que no me informa más que de "conjunciones de objetos". Por tanto, "¿Cómo no nos vamos a sentir defraudados cuando acabamos por comprender que esta conexión, vínculo, fuerza, yacen simplemente en nosotros mismos, que no consisten en otra cosa que en la determinación de la mente, adquirida por la costumbre, y que esta determinación es quien nos lleva a pasar de un objeto a su acompañante habitual?" [55]. Y cómo no sumirse en la melancolía al comprender que "cuando el entendimiento actúa por sí solo y de acuerdo con sus principios más generales, se autodestruye por completo y no deja ni el más mínimo grado de evidencia en ninguna proposición"? [56]. ¿Cómo no asustarse al comprender que así "quedaría enteramente suprimida toda ciencia y toda filosofía"? ¿Cómo no estar perplejo cuando se sabe que ni siquiera es posible optar por la duda, que no nos está permitido inhibirnos, que se nos prohíbe el silencio, en fin "que hemos de elegir entre una razón falsa o ninguna razón en absoluto" [57]?

Hume ha comprendido la gravedad del problema; y, lo más sorprendente, ha descubierto su trivialidad. Porque, en definitiva, en el escenario dramático del naufragio filosófico surge espontánea y sonora la risa de la vida: "He aquí, pues, que me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos" [58]. O sea, en la vida diaria los hombres se entienden, viven liberados del dramatismo y las paradojas del fundamento; es en el discurso filosófico donde los hombres se enfrentan, donde se sufre el aislamiento y el rechazo. Aunque no lo dice, parece haber intuido la solución: ¿por qué no trasladar el modelo de la vida cotidiana a la filosofía? Allí los hombres crean, comparten, creen, corrigen, cambian sin sobresaltos ni exclusiones; allí la verdad es la creencia compartida, el bien la acción consentida, la justicia los hábitos aceptados. Allí no hay otro fundamento que la acción humana, la deliberación, el acuerdo, el progresivo reajustamiento. ¿No es ése un buen modelo para la filosofía?

Hume así lo cree. Por eso, páginas más adelante, tras constatar que hay "muchos honrados caballeros que, dedicados a sus quehaceres domésticos o divertidos en esparcimientos corrientes, han llevado sus pensamientos muy poco más allá de los objetos diariamente presentes a sus sentidos" [59], dirá que no se propone hacer de ellos filósofos ni que "ayuden en estas investigaciones", pues "estas personas harán muy bien continuando en su situación actual" [60]. En cambio, a Hume le gustaría acercar a los filósofos a esta manera de hacer de la gente corriente, "insuflar en nuestros fundadores de sistemas un poco de esta grosera mixtura terrestre, ingrediente que por lo general les es muy necesario, y que podría servir para templar esas ígneas partículas de que están compuestos" [61]. Esa "grosera mixtura terrestre" serviría, si no para establecer lo verdadero, "porque esto es quizá pedir demasiado", sí para fijar lo "satisfactorio para la mente humana" [62]. Hume, de este modo, parece haber advertido que la solución de la filosofía, llegado el momento de la melancolía tras la travesía escéptica, pasa por renunciar a sus ambiciones metafísicas, efecto de las "ígneas partículas", y aceptar como fundamento de la verdad, el bien, la justicia o la belleza el mismo que permite a los hombres ponerse de acuerdo en el uso de esos términos: la deliberación, la experiencia común, los problemas compartidos, los acuerdos razonables.


3. Las debilidades de la "razón ética".

Abandonemos el contexto y vayamos a los textos. Comencemos por el Treatise, donde Hume se muestra más "sentimentalista" [63]. Sin quitar importancia al tratamiento del tema en la Enquiry II, estamos convencidos de la mayor fecundidad del Treatise. En el mismo se hayan pasajes tan famosos como el "is/ought", donde se describe de forma explícita la "falacia naturalista", para muchos el punto de arranque de una ética autónoma, antinaturalista, y que Warnock [64] relativiza; o el llamado por Flew "great divide", que Kemp Smith [65] sacraliza como declaración antiracionalista. Pero también encontramos, aunque de forma más discreta e indirecta, un rechazo de la "falacia sentimentalista". La sustitución del "es" por el "quiero", sea como disolución del deber en el deseo perverso, sea como identificación con el amor bello, equivale a la sumisión del ser a la subjetividad. En el Treatise, pues, encontramos cuanto necesitamos: una dura crítica a la razón, una aparentemente apuesta por el sentimiento y una larga reflexión sobre la justicia, que nos será muy útil.

Es conveniente subrayar que buena parte de la polémica sobre la filosofía moral de Hume se centra, junto a algunas citas ad hoc, en unos cuantos pasajes muy breves. En primer lugar, en la Parte I del Libro III, las dos breves secciones dedicadas a "De la virtud y el vicio en general" [66], son lugares emblemáticos; en segundo lugar, las tres secciones de la Parte III del Libro II, genéricamente dedicada a "De la voluntad y las pasiones directas" [67], que se dedican a mostrar la impotencia de la razón para determinar la voluntad.

El carácter selectivo de los textos consagrados por la crítica es una deficiencia a superar por dos razones. Primera, porque Hume no es muy cuidadoso con sus expresiones y el sentido de su filosofía no debe extraerse de sus expresiones más brillantes; segunda, porque, dejando de lado textos como "De los efectos de la costumbre" [68], o todo su largo análisis de las pasiones indirectas, se renuncia a una comprensión ponderada, equilibrada y global. De todas formas, incluso los textos tópicos pueden leerse de forma menos sesgada, lo que permite ver en ellos al menos dos tipos de tensiones. Una tensión entre su tesis y su argumentación, tal que su tesis toma a veces acento sentimentalista, al sustituir la razón por el sentimiento como instrumento del conocimiento moral, mientras que el argumento de la misma ofrece un exquisito, e incluso sofisticado, aspecto racionalista. Aunque aquí no será abordada, pues queda bien ejemplificada en todo el análisis del "principio de la copia" del capítulo anterior, esta tensión sirve para mostrar el talante de Hume y ayuda a valorar algunas de sus expresiones retóricas. Argumentos como "La razón es absolutamente inactiva; un principio activo nunca puede ser fundado en uno inactivo; como es obvio que la moral influye en nuestras acciones y afecciones y, por tanto, es activa, se sigue que la moral nunca podrá derivarse de la razón" [69]; o como estos otros derivados de la "gran división": "La verdad y el error no admiten grados, mientras que lo moral (virtud, vicio, culpa) es cuantificable; por tanto, la moral no es racional"; o bien: "como nuestras pasiones y deseos son cuestiones de hecho, realidades originales, es imposible que puedan ser consideradas verdaderas o falsas, conformes o contrarias a la razón" [70]; o "Las acciones pueden ser laudables o censurables, pero no razonables o irrazonables" [71]; en todos ellos es en base a una argumentación exquisitamente racional que se enuncia la impotencia de la razón. Tal vez no podía ser de otra manera, como él mismo expresa en el Libro I, al decir que "La razón escéptica y la dogmática son de la misma clase, aunque contrarias en sus operaciones y tendencia, de modo que cuando la última es poderosa se encuentra con un enemigo de igual fuerza en la primera (...)" [72].

El racionalismo de Hume a este nivel es más obvio si se considera el Libro I del Treatise, cuyo texto se monta en su totalidad sobre el principio según el cual sólo es lo que puede ser percibido, y es en la forma en que puede ser percibido. Este principio es exquisitamente racionalista, literalmente cartesiano, si bien Hume tiene una idea de "percepción" (imagen en la mente) muy distinta a la de Descartes (concepto o forma del pensar) [73].

La segunda tensión aludida se manifiesta dentro de la misma tesis, en la vacilación o forcejeo entre la razón y el deseo disputándose la hegemonía [74]. Por muchas veces que Hume declare los límites prácticos de la razón frente a la pasión, otras tantas reconoce el papel de aquella en la constitución del "moral sense" y del "moral sentiment". Si enuncia la "gran división", también declara "artificiales" -lo que implica de algún modo su origen racional- a la mayoría de las virtudes; si declara a la razón esclava de las pasiones, también establece el efecto de los hábitos, condensación de la experiencia histórica, en las pasiones. Esta tensión -aunque sin olvidar la otra- centrará nuestro análisis.

Un momento álgido del antiracionalismo moral de Hume se expresa en la doble tesis, formulada en la sección "De los motivos que influyen en la voluntad" [75]. En esta doble tesis se ha visto una ruptura radical y dramática entre la razón pura y la razón práctica, la más radical negación de la visión clásica del hombre moral como lucha entre la razón y la pasión al declarar que no hay ni puede haber tal lucha porque la razón y la pasión, cual atributos spinozianos, no se tocan. Esa doble tesis queda formulada en los siguientes términos: "la razón no puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad" y "la razón no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad" [76].

A nuestro juicio, equivale a decir que la moralidad no puede ser inculcada, ni siquiera con muchas y buenas leyes y maestros, si antes no hay una inclinación natural a ser influenciado; o, en otras palabras, que la razón no puede violentar la naturaleza, que la verdad no mueve el deseo, que el conocimiento del bien no garantiza la vida moral. Ciertamente, esto implica poner un límite a la razón, pero no su rechazo; porque ¿qué razones puede tener la razón que vayan contra la naturaleza de las cosas? Implica, en el fondo, aceptar con Kant que la razón es canon y sofocar su deseo de devenir organon. Este límite a la pasión metafísica, en cambio, centrándose en dos focos de argumentación, el del great divide y el slave passage, ha sido interpretado como el símbolo del más claro y duro antiracionalismo humeano.

La primera tesis, de la incapacidad de la razón para mover a la acción, se interpreta como la definitiva separación del dominio de las ideas y sus relaciones, objeto de la razón, respecto al dominio de la acción, reino de la voluntad. Y se recurre al apoyo del famoso pasaje en el que Hume divide el reino de las ideas del reino de los hechos: "El entendimiento se ejerce de dos formas diferentes, según juzgue por demostración o por probabilidad; es decir, según considere las relaciones abstractas entre nuestras ideas o sus relaciones con los objetos de los que sólo la experiencia nos proporciona información" [77].

Ahora bien, este famoso pasaje, que establece la distinción humeana entre relations of ideas y matters of facts, sólo implica que estas dos actividades del entendimiento, la comparación de ideas y la inferencia de la existencia, no afectan a la voluntad [78]. Pero en modo alguno son las únicas formas de conocimiento: junto al conocimiento filosófico, obra de la razón, Hume pone siempre el conocimiento natural o experiencia que, como en Aristóteles, no es simplemente un paso en el camino de la ciencia, sino un nivel legítimo con suficiente eficiencia práctica.

Hemos de reconocer que la limitación que Hume pone es importante y firme, dejando muy clara la distinción entre la causa real del deseo y la causa ocasional del mismo o de su intensidad: "(...) es evidente que el impulso no surge de la razón, sino que es únicamente dirigido por ella. De donde surge la aversión o inclinación hacia un objeto es de la perspectiva de dolor o placer" [79]. Pero, aun siendo importante esta limitación, no es más que el límite a la pasión metafísica.

La razón nunca puede ser origen, en sentido fuerte, causal, de un deseo; este es el límite que Hume pone en coherencia con su tesis de que las pasiones y los sentimientos son impresiones. Es decir, que de la misma manera que en el Libro I defendía que no estaba al alcance del entendimiento crear ninguna impresión, siendo su papel la combinación de las mismas, ahora, ante los sentimientos morales, aplica la misma tesis: niega a la razón su pretensión de organon, pero le reconoce su papel de canon. E incluso parece ampliar el poder de la razón, dado que puede determinar la intensidad e incluso dar ocasión al mismo, ya que no se desea o rechaza aquello cuya existencia es desconocida, o lo que se cree imposible, y se desea de distinta forma según los objetos se crean cercanos, asequibles o inexistentes. Podríamos decir, de forma gráfica, que en la filosofía moral de Hume la razón pierde la soberanía pero conserva el poder.

La segunda tesis, o de la impotencia de la razón para frenar una pasión, lleva directamente al famoso "slave passage", que tanto ruido filosófico ha causado y que literalmente dice: "La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas" [80]. En su interpretación habitual parece significar la sanción del subjetivismo egoísta, pues se trataría simplemente de sustituir la razón por un pariente próximo, un moral sense, un sentido específicamente humano, capaz de aprehender, de intuir, el bien y el mal como se intuye la belleza o las relaciones matemáticas. Pero puede interpretarse como subjetivismo cínico: destitución de la razón y subordinación de sus artes y su poder a las pasiones, que en contexto habían de ser la "malas pasiones".

El "slave passage" ha sido interpretado de mil maneras, pero, a nuestro juicio, con tan afortunada expresión Hume pretendía subrayar que la pasión, como la creencia, ambas importantes para la vida práctica, no está al albur de las veleidades de la razón, estando garantizada por la naturaleza humana, por lo cual es estéril toda pretensión de cambiarla. El papel de la razón es el de dirigir unos impulsos ya dados: éste es su límite, ésta es su "esclavitud". En línea con lo antes dicho, se trata de separar la moral de la metafísica, como se hizo con la ciencia, no de separar la moral del conocimiento; se trata de delimitar el ámbito de la intervención de la razón en la vida práctica: la razón no puede (¿qué más quisiéramos?, parece pensar) generar pasiones, aunque sí dar ocasión, favorecer su surgimiento; la razón no puede eliminar las pasiones, pero sí dirigirlas, excitarlas o calmarlas. Su campo de actuación no es nada desdeñable. Incluso, para ser rigurosos, deberíamos ampliarlo, tal como hemos aludido; porque el mismo Hume reconoce que mediante los juicios de existencia y los juicios de estrategia, unas veces verdaderos, otras falsos, la razón puede manipular fuertemente las pasiones: "En el momento mismo en que percibimos la falsedad de una suposición o la insuficiencia de los medios, nuestras pasiones se someten a nuestra razón sin oposición alguna" [81]. Hume es recurrente en esta idea, consciente de su importancia para sus objetivos: "Ya se ha señalado que, en sentido estricto y filosófico, la razón puede tener influencia sobre nuestra conducta únicamente de dos maneras: excitando una pasión al informarnos de la existencia de algo que resulta un objeto adecuado para aquélla, o descubriendo la conexión de causas y efectos, de modo que nos proporcione los medios de satisfacer una pasión" [82].

Ciertamente, siempre se pone un límite: la razón carece de fuerza creadora, es "pasiva". La idea de dulce no da dulzura, la de color no tiene color y la de placer no da placer. ¡Qué más quisiéramos!, dice Hume. Pensar, humanamente al menos, no es crear. Sólo las impresiones,- y el sentimiento es una impresión-, están vivas, tienen fuerza, determinan la acción. En la esfera del conocimiento, la razón es incapaz de crear una impresión y su poder se extiende a la manipulación de las ideas; en la esfera de la moral, incapaz de generar una pasión, el poder de la razón consiste en la manipulación de los deseos. Esta es su "esclavitud"; o su "señorío".

En contra de la interpretación dominante, el límite que Hume pone a la razón no es moralmente relevante; se trata, en rigor, de un límite ontológico: no puede crear el deseo, pues no puede crear las impresiones, al ser el suyo el dominio de las ideas. Pero puede contribuir poderosamente a su surgimiento y excitación, o a su debilitamiento y extinción, ofreciendo representaciones del mundo y estrategias y resultados previsibles. Lo que nunca podrá conseguir es que la naturaleza incumpla su ley, que pueda desearse el dolor o despreciarse el placer. Si lo consiguiera, sería una razón perversa que incumple su tarea de servir (que no es necesariamente seguir) al deseo [83]. Porque, en definitiva, "Las acciones pueden ser laudables o censurables, pero no razonables o irrazonables" [84].


4.Las insuficiencias del "sentimiento".

Su tarea negativa, su larga crítica al racionalismo ético, es completada con un breve capítulo dedicado al sentimiento moral. Aunque es en las primeras páginas de la Sección II del Libro III del Treatise donde se encuentran los mejores textos de apoyo de quienes sostienen el "sentimentalismo" de Hume [85], nosotros partiremos de unas reflexiones de la Sección I que ponen un puente entre su crítica a la razón y su apuesta por el sentimiento importante para clarificar el sentido de éste. Efectivamente, la impotencia moral de la razón debe verse en sus dos tipos de actuación: en su relacionar ideas y en su inferir hechos. Es obvio que el sentimiento es un hecho; pero, según Hume, no es objeto del entendimiento. Hume es muy expeditivo: el análisis empirista de una acción nunca permite descubrir, entre sus cualidades, el vicio, la virtud, la justicia: "Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de desaprobación que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto" [86].

Para Hume todo el mundo está "en nosotros mismos", todos los hechos son representación. Lo moral es una cuestión de hecho como lo físico, sin más distinción ontológica que la existente entre las "impresiones de reflexión" y las "impresiones de sensación". Por eso dirá: "De esta forma, cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos, colores, calor y frio, que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino percepciones en la mente" [87].

La analogía entre los sentimientos y los colores o sonidos, con frecuencia usada como apoyo del "sentimentalismo" humeano, puede ser usada para reforzar nuestra tesis: " el vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos, colores, calor y frio, que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino percepciones en la mente" [88]. Aunque Hume usa la analogía para mostrar el carácter subjetivo de las cualidades, es sólo en el sentido de negar su trascendencia, y en absoluto porque las considere espontáneas, caprichosas o personales. Los colores y sonidos son "objetivos" en diversos sentidos: porque tienen un correlato causal, pues son respuestas de nuestra naturaleza a unos estímulos, aunque no sean semejantes a los mismos; porque son comunes e intersubjetivos (como prueba la simpatía); en fin, porque los sentidos se educan. Esta es la gran tesis de la ilustración, que aparece en los famosos temas del ciego de nacimiento, del sordomudo de Diderot o del "hombre estatua" de Condillac. Se educa el oído, el tacto, el ojo, el sentido de la belleza y el moral. ¿No era éste el programa de Rousseau en el Emilio? En resumen, la analogía con las "cualidades secundarias" no suponen una radicalización del subjetivismo moral, sino que implican un fundamento moral nuevo: el que Hume anunciara en las primeras páginas del Treatise, al decirnos que sustituiría el fundamento metafísico por otro basado en el autor, en el hombre, en la naturaleza humana [89].

Al afirmar que los sentimientos morales están en nosotros y no en el objeto, y especialmente al igualarlos a las demás cosas reales, cuyas cualidades son nuestras sensaciones, Hume manifiesta que su posición ante lo moral es plenamente coincidente con su posición ontológica y epistemológica general. Lejos de ver en ello argumentos para el "sentimentalismo", es decir, para el subjetivismo como relativismo oportunista, como actualismo arbitrario, como escepticismo cínico, deberíamos ver un caso particular del cambio de fundamentación de las ciencias que persigue [90]. Una fundamentación que, por ser nueva, no puede valorarse desde los criterios de la vieja, desde los cuales parecería insuficiente, falsa o peligrosa; una fundamentación que establece como su propio límite el orden de la vida práctica.

La argumentación humeana en favor del sentimiento se condensa en la fórmula: "La moral es más propiamente sentida que juzgada" [91]. Esta tesis, que a nuestro entender debería valorarse como muy moderada ("más propiamente"), no es así interpretada [92], un poco por las sombras de los prejuicios respecto a su "antirracionalismo" y otro poco por la larga tradición en que la pasión se ha visto como el obstáculo de la moral. Digamos de entrada que Hume formula su tesis como una mera conclusión de una argumentación racional: si vicio y virtud, reflexiona, no son descubiertos por la sola razón, deberán serlo por medio de una impresión o sentimiento que la virtud ocasiona. Es decir, sobre el supuesto de que la moral ha de tener uno u otro fundamento, y habiendo mostrado en la sección anterior que la razón no puede fundar la moral, concluye que ha de hacerlo el sentimiento. Pero la "reducción al absurdo" sólo es válida si el universo de posibilidades acotados lo es; y no es el caso de Hume, que opera con dos posibles fundamentos, y sólo dos, lo que es arbitrario; y, además, que supone que la moral ha de tener fundamento, lo cual no es evidente.

Entrar a fondo en la cuestión requiere distinguir dos problemas. El primero, determinar la objetividad de los sentimientos, y subsiguientemente, si Hume reduce lo moral a sentimiento, o si, como en la "moral sense school", el sentimiento es un signo de un correlato objetivo; el segundo, establecer la especificidad y la autonomía del sentimiento moral, o sea, si se trata de un tipo de sentimiento diferenciado, o si es una cualidad entre otras que algunos o todos los sentimientos pueden o no tener.

La primera cuestión es compleja, porque el análisis filológico en un autor un tanto descuidado como Hume no es concluyente. Dice que el sentimiento "arising from virtue" es agradable y que el "proceeding from vice" es desagradable [93]. Esto nos permitiría apoyar una tesis objetivista: el "arising" y el "proceeding" parecen distinguir el sentimiento, o afecto subjetivo, de su origen o correlato, la virtud o el vicio. Aunque no podría decirse que fueran "objetos físicos", ni siquiera "cualidades trascendentes", podrían pensarse como aspectos o situaciones del mundo humano que sirven de ocasión o causa de sentimientos específicos. Estos sentimientos nos advierten del correlato, como los colores nos advierten de un objeto que los causa, aunque como tales no tengan más realidad que la percepción. Pero, en otros momentos, incluso en las mismas páginas, Hume parece resistirse a dar cualquier correlato objetivo al sentimiento moral. Pasajes como éste: "Tener el sentimiento de la virtud no consiste sino en sentir una satisfacción determinada al contemplar un carácter. Es el sentimiento mismo lo que constituye nuestra alabanza o admiración" [94], nos llevan a pensar que, en rigor, Hume es coherente con su epistemología empirista en la que no es posible ir más allá de la representación, aunque el lenguaje le traicione. Por tanto, lo moral es el sentimiento, no el "objeto" que lo produce.

La segunda cuestión nos ayuda a clarificar la primera. Al decir que al "contemplar un carácter" se produce el "sentimiento moral", no se afirma que lo moral sea objetivo, o sea, que el "carácter" sea moral; ni siquiera se afirma que este carácter sea trascendente al sujeto; se afirma únicamente la no reductibilidad del carácter contemplado al sentimiento moral. Es decir, al contemplar, por ejemplo, una acción, o una idea de una acción o de una pasión, que son hechos en la mente del sujeto (no trascendentes, pero objetivos en tanto no voluntarios) y en sí ajenos a la moral, en determinadas condiciones se siente, además del hecho, y además del placer o dolor que le acompañe, un sentimiento moral que no corresponde a ninguna cualidad particular del hecho, pero que no tendría lugar sin el mismo. Hume identifica los sentimientos del bien y del mal con "un particular dolor o placer" [95]. No son sentimientos distintos, en cuanto no tienen objetos diferenciados; son distintos en cuanto el sentimiento moral añade un plus al sentimiento neutro, a la pura sensación [96]. En consecuencia, si antes decíamos que lo moral es un sentimiento, ahora podemos decir que no hay una modalidad de sentimientos morales, sino una manera de sentir o cualidad añadida o a algunos sentimientos de algunos sujetos en determinadas circunstancias.

Este plus, que se añadiría a lo que Condillac llama las dos dimensiones de la afección, la gnoseológica y la hedonista, no tiene su casa en el objeto sino en la situación, en unas determinadas circunstancias. La idea o la acción de apropiación ilimitada de bienes no es en sí ni buena ni mala; y, en general, es una idea placentera. Pero en determinadas condiciones, cuando va unida a la privación de bienes necesarios para los otros, la misma idea nos produce desagrado. Ese sentimiento "particular", que es distinto al desagrado puntual que sentiríamos al ser nosotros los privados de lo necesario, es para Hume expresión de lo moral. O sea, el sentimiento moral añade la aprobación/rechazo al sentimiento natural. Cosa que se entiende mejor si se tiene presente que, para Hume, la aprobación es a su vez un sentimiento, pues para un empirista consecuente juzgar es una forma del sentir. Pero un sentimiento cuyo objeto es otro sentimiento y que está fuertemente determinado por las condiciones del primero.

Así individuado lo moral, no como un tipo particular de sentimientos, sino como los mismos sentimientos cuando son sentidos de determinada manera y en determinadas situaciones, no parece lógico seguir pensando en los sentimientos morales como algo espontáneo, peculiar, autónomo, propio de un sujeto moral, o de una facultad o sentido morales. Parece más razonable indagar, como sugería el propio Hume, en las "condiciones" o circunstancias que determinan que un placer o dolor comunes y vulgares sean identificables como morales, o sea, las condiciones que determinan su aprobación o reprobación. La cuestión queda así planteada: "por qué una acción o sentimiento nos proporciona cierta satisfacción o desagrado cuando la examinamos o consideramos?" [97].

Es indudable que Hume liga virtud/vicio a placer/dolor y a aprobación/rechazo, en una secuencia sin aparente distinción ontológica: como nombres de lo mismo. "Nuestra aprobación se halla implícita en el placer inmediato que nos proporcionan" [98]. Pero no toda aprobación ni todo sentimiento placentero son morales, pues en tal caso, como él mismo dice, los objetos inanimados serían morales: "lo mismo puede proporcionar satisfacción un objeto inanimado que el carácter o los sentimientos de otra persona. Pero es el modo diferente de sentir la satisfacción lo que evita que nuestros sentimientos al respecto puedan confundirse; y es también esto lo que nos lleva a atribuir virtud al uno y no al otro. No todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter o acciones pertenece a esa clase peculiar que nos impulsa a alabar o condenar" [99].

Se trata de modos diferentes de sentir lo mismo. No todo sentimiento placentero y deseado es virtuoso, ni todo sentimiento doloroso y rechazado es vicioso. Podemos odiar el valor en enemigo, pero no podemos considerarlo malo. Quien decide la moralidad de los sentimientos, dado que no hay una naturaleza específica de los sentimientos morales, son condiciones externas a éstos: "Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual le denominamos moralmente bueno o malo" [100].

Hume abre así un fecundo camino. No hay "cosas" morales; ni siquiera hay sentimientos ontológicamente morales; hay sentimientos que, en determinadas condiciones, son morales. Las "condiciones", por tanto, suponen la ruptura con todo referente absoluto o metafísico. La moralidad está así inequívocamente ligada a las circunstancias.

Nos parece obvio, en cualquier caso, que aquí no hay lugar para el subjetivismo y la moral del deseo: el sentimiento moral requiere unas condiciones objetivadoras. Hume no aborda sistemáticamente el análisis de estas condiciones, pero nos ha dejado importantes indicaciones que convendría sistematizar y desarrollar. Unas veces señala a las cualidades de la "naturaleza humana" (y hemos de tener presente que para filósofo escocés la naturaleza humana no es ni la prehumana (cuasi animal) de Hobbes, reducida al ser psicobiológico, ni la superhumana (cuasi divina) de Aristóteles, reducida al ser racional, sino el hombre en tanto que ha asimilado y fijado las costumbres, los hábitos, la cultura históricamente determinada; otras veces se refiere a condiciones más puntuales, como el "desinterés", el punto de vista general, etc.; en ocasiones alude más bien al método de establecer lo moral, al silencio de las pasiones que se logra con el distanciamiento. Aunque no hemos llevado a cabo una investigación exhaustiva, creemos poder afirmar que las referencias son suficientes para afirmar que Hume abrió una fecunda "vía de fundamentación" moral nada frágil.

Lo que sí queda definitivamente establecido es que si nos preguntáramos de qué principio se deriva el "placer o dolor distintivo del bien y del mal" [101], Hume ofrece dos rotundas respuestas. Primera, que "es absurdo imaginar que estos sentimientos hayan sido producidos en cada caso particular por una cualidad original y una constitución primaria" [102]; es decir, se renuncia a todo referente metafísico exterior al hombre. Segunda, que "es imposible que el carácter de lo natural o no natural pueda delimitar en ningún caso el vicio y la virtud" [103], o sea, que la moral no es una cuestión natural. Y Hume se considera muy satisfecho que haber llegado a estas conclusiones -de momento negativas-, porque permiten desligar la reflexión moral de "la necesidad de buscar relaciones y cualidades incomprensibles que no existieron jamás en la naturaleza ni tampoco fueron concebidas en nuestra imaginación de un modo claro y distinto" [104].

An el "Apéndice I" de la Enquiry II, Hume retoma el problema de fijar los respectivos roles de la razón y el sentimiento en la "alabanza o la censura" morales. De entrada, concede a la razón una "participación notable" [105], en base a un argumento nuevo: que "un fundamento principal de la alabanza moral está en la utilidad de una cualidad o acción", y la razón es el instrumento que nos señala "las consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su posesor" [106]. El mayor recurso a la utilidad, por tanto, hace ganar relieve a la función de la razón en la moral.

Lo destacable es el cambio del lugar de la reflexión; ya abordaremos la problemática relación de Hume con el utilitarismo; ahora simplemente queremos destacar que la irrupción de la "utilidad" como "fundamento principal" de la moral reestructura el discurso, con efectos evidentes. De entrada, notamos una cierta reivindicación del papel -aunque instrumental- de la razón en la decisión mora; pero, sobre todo, queremos resaltar que Hume piensa la utilidad en términos de "utilidad social".

Efectivamente, tomar la utilidad como fundamento de la moral no elimina las controversias, especialmente en el caso de las "virtudes sociales, como la justicia: "si cada uno de los casos de justicia fuera útil, como los de la benevolencia, a la sociedad, la situación sería más simple y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero como los casos individuales de la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata tendencia, y como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de la regla general y de la concurrencia y combinación de varias personas en la misma conducta equitativa, el caso aquí se vuelve más intrincado y complejo" [107]. Por tanto, Hume se ve obligado a conceder más importancia a la razón. El problema de la "justicia", al contrario que las "virtudes naturales", se resiste con más claridad a la concepción sentimentalista.

Hume, ciertamente, sigue fiel a los principios filosóficos que ha establecido en el Treatise; por tanto, la razón por sí sola es impotente "para producir ninguna censura o aprobación moral" [108]. La razón es capaz de decidir la utilidad o nocividad de las cosas, y de proponerlas o negarlas como fines; pero si la propuesta no excita el deseo, será vano su esfuerzo. Con claridad Hume reafirma sus tesis: la razón no tiene fuerza para imponer a la naturaleza humana un fin que vaya contra su tendencia natural. "Hace falta un sentimiento, para dar preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas" [109].

Pero, ¿qué sentimiento?, ¿cuál es su origen? Se trata del sentimiento de "simpatía", que ahora Hume describe como "sentimiento por la felicidad del género humano y un resentimiento por su miseria" [110]. El orden parece ser el siguiente: la razón marca los fines posibles; el sentimiento elige; la razón define la estrategia adecuada. De este modo parece haber solucionado la articulación entre la razón y el sentimiento en su función práctica. Ahora bien, ¿cuál es el origen de ese sentimiento? ¿Es una cualidad de la naturaleza humana, como un "sentido moral"?

La verdad es que el "desplazamiento utilitario" de Hume en la Enquiry II le facilita la respuesta que parecía andar buscando. Efectivamente, mantener que la moralidad es determinada por el sentimiento cuando la virtud se define como "cualquier acción mental o cualidad que dé al espectador un sentimiento placentero de aprobación" [111], supone romper con el "moral sense". Esta posición, efectivamente, y nos vale la analogía de los colores que usaba el mismo Hume, suponía cierta objetividad naturalista de lo moral, fuera como cualidad de los objetos morales o como forma de la subjetividad. Por eso Hume insistía en que lo moral no era algo ontológicamente sustantivo; ni siquiera el sentimiento moral era un tipo de sentimiento; lo moral era un "plus" que sólo acertaba a describir con alguna metáfora. Ahora, puesta la moralidad en la utilidad social, puede dar una respuesta: lo moral no es un tipo de acciones, cualidades o caracteres, sino dichas acciones, cualidades o caracteres en unas "circunstancias" determinadas. La moralidad pasa así a ligarse fuertemente con las circunstancias. "En las decisiones morales todas las circunstancias y relaciones deben ser conocidas previamente; y la mente, por la comparación del todo, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura" [112]. Es la diferencia entre "un error de hecho y otro de derecho".

Euclides, dice Hume, aunque ha explicado las cualidades del círculo, no ha dicho una palabra sobre su belleza. ¿Por qué? "Porque la belleza no es una cualidad del círculo. (...) Es sólo el efecto que esa figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hacen susceptible de tales sentimientos" [113]. Ni en el círculo ni en los sentidos encontraríamos la "belleza" de la figura. Sin una "mente inteligente" no hay belleza ni en el círculo, ni en las columnas de Paladio y Perrault. Una mente cualquiera sería incapaz de percibir la belleza. "Hasta que aparece uno de esos espectadores (de mente inteligente) nada hay, sino una figura de dimensiones y proporciones determinadas: su elegancia y belleza surge solamente de los sentimientos" [114].

Si la belleza, como la moral, no está ni en el objeto ni en el sujeto -en rigor, no hay objeto ni sujeto-, el "sentimiento" de que habla Hume no es la percepción de un sentido, sino el estado de la mente. No se puede comprender los crímenes de Verres o Catilina, nos dice, si al leer a Cicerón no se siente indignación, ira, desprecio; sólo percibimos el crimen en cuanto lo odiamos o rechazamos. La moral, por tanto, es un estado de conciencia, no una percepción de una cualidad o relación objetiva por el intelecto o por algún sentido; la moral, así, se disuelve en las circunstancias. El "sentimentalismo" de Hume, en consecuencia, a través de la "utilidad social" se abre a una concepción de la moral como conciencia compartida de aprobación y rechazo.


5. La sabiduría de la pasión.

En los apartados anteriores hemos aludido de pasada al concepto humeano de justicia como virtud, así como a su génesis; en el capítulo siguiente nos ocuparemos de las "leyes de la justicia" y de su génesis. Sin duda alguna ambos procesos sólo son separables a efectos del análisis; pero conceptualmente la justicia como virtud y la justicia como norma (jurídica o moral) son perfectamente distinguibles. Ahora bien, la unión de ambos es posibilitada en gran parte por la teoría humeana de la autoregulación de las pasiones, que comentamos en este apartado.

El interés de esta teoría no es ajeno al atractivo escenario que el escocés ha elegido para fundar el orden político, que contribuye a dar un fuerte dramatismo al proyecto. Se trata, fundamentalmente, de justificar la obediencia, de establecer el origen de la ley. ¿Quién la pone? En el esquema clásico no había problema alguno: la razón las ponía y las imponía a la pasión [115].

Su bondad era inmanente (la razón, esencia del hombre, es por naturaleza buena) y su posibilidad metafísica era un postulado (aunque se reconocieran dificultades fácticas). Pero para un empirista de talante "post-escéptico" como Hume [116], que ha asumido la debilidad y limitada fiabilidad de la razón y ha establecido su absoluta impotencia para determinar el deseo; más aún, que ha optado por una metodología basada exclusivamente en la genealogía del deseo como fundamento de la moral y el orden político, esta cuestión era fundamental; en rigor, era la prueba de fuego a su coherencia. Y, la verdad, sea o no satisfactoria -pues adolece de dispersión y asistematicidad- lo cierto es que su solución es ingeniosa y filosóficamente atractiva.

Como decimos, el pensador escocés no se lo puso fácil; preguntarse, tras definir al hombre como sujeto de pasiones egoístas y hedonistas, por qué produce la ley para someterse a ella, parece si más no una impostura. Si el hombre naturalmente se rige por su interés, si éste es la fuente de la moralidad (el inevitable circuito biológico pone la legitimidad moral), si lo bueno y lo justo son sentimientos, ¿cómo justificar su limitación?

Estamos ante una teoría importante de Hume: las pasiones deben autorestringirse, autodeterminarse, para generar la sociedad. Con mayor claridad, puesto que la sociedad no es fin último de ninguna pasión: deben autodeterminarse para satisfacerse. Y como la sociedad es un medio necesario para satisfacer importantes deseos de los hombres, las pasiones se autodeterminan para hacer posible la sociedad [117].

Bien mirado, pues, la justicia es una pasión autolimitada de posesión infinita. Hume se representa al hombre dominado por una insaciable pasión de posesión que, para saciarse, debe autolimitarse, consolidando así la estabilidad de la posesión, primera regla de la sociedad. Autodeterminada la pasión de posesión, "queda poco o nada por hacer para asegurar una perfecta armonía y concordia" [118]. Las demás pasiones no son relevantes; la envidia y la venganza son discontinuas y localizadas; la vanidad no es grave y, además, tiene sus efectos sociales positivos; el gran problema es el control del deseo de posesión, pasión infinita que oscurece a todas las otras y pone constantemente en juego la vida social: "Solamente el ansia de adquirir bienes y posesiones para nosotros y nuestros amigos más cercanos resulta insaciable, perpetua, universal y directamente destructora de la sociedad" [119].

Esa pasión, que está en la base de la sociedad, es su amenaza. El conflicto, la solución a la contradicción, descansa en su idea de pasión autolimitada, que permite pensar el nacimiento de la sociedad como un simple efecto de la regulación del interés. Pasión omnipotente, no controlable por ninguna otra instancia que no sea ella misma: "Por consiguiente, no existe ninguna pasión capaz de controlar nuestro deseo de interés, salvo esta misma afección, y conseguimos este control alterando su dirección. Ahora bien, basta la más pequeña reflexión para que se produzca necesariamente esa alteración, pues es evidente que la pasión se satisface mucho mejor restringiéndola que dejándola en libertad, como también lo es que, preservando la sociedad, nos es posible realizar progresos mucho mayores en la adquisición de bienes que reduciéndonos a la condición de soledad y abandono individuales, consecuencias de la violencia y el libertinaje general" [120].

Texto espléndido, en el que se hace surgir la sociedad desde un proceso regido por la dialéctica de la pasión del interés. La teoría de la autoregulación de las pasiones es absolutamente coherente con el esfuerzo de Hume por explicar la vida humana, incluida su dimensión moral, como un proceso de construcción social, en el que los artificios están naturalmente determinados y provocados. La posibilidad misma de la autoregulación radica en el hecho de que "la pasión se satisface mucho mejor restringiéndola que dejándola en libertad" [121], de la misma manera que la adquisición de bienes es en cantidad, calidad y estabilidad más posible en sociedad que en la soledad individual. Las pasiones, en sí infinitas, son insaciables; por tanto, la insatisfacción las acompaña inexorablemente; y, en consecuencia, la ausencia de placer. Esta contradicción interna de la pasión explica la autolimitación: negación de su infinitud para ser realmente placentera.

La autodeterminación de la pasión elimina también el problema de si el estado de naturaleza era virtuoso o vicioso [122]. Tal problema surgía cuando la sociedad nacía de un pacto mediado por la razón para negar la naturaleza: entonces cobraba relieve si tal pacto era el final o el principio del vicio o la virtud. En el cuadro tradicional de la oposición entre razón y pasión tenía su sentido el debate sobre la bondad o maldad de la naturaleza humana; ahora se acaba con cualquier representación teológica, mítica o moralizante de la sociedad como lugar de ascesis, de humanización, de perfección o de pecado; no hay problema de bondad o maldad, ya que ahora, al tratarse de un proceso de la pasión, "Lo mismo da, en efecto, que la pasión por el interés propio sea considerada viciosa o virtuosa, dado que es ella misma la que por sí sola se restringe. Así, pues, si es virtuosa, los hombres entran en sociedad gracias a su virtud, y si es viciosa, el efecto es el mismo" [123].

Se puede apreciar con claridad el interés de Hume en subrayar que es la propia naturaleza la que, aunque no la posee en el origen, llega a conquistar para sí la justicia, llega a generar dicho sentimiento moral. El deseo de justicia no es originario, pero tampoco es un producto de la razón abstracta. Es una autodeterminación de la naturaleza humana en la que interviene la experiencia, el conocimiento natural. Esta teoría le permite a Hume dar cuenta de la metamorfosis del amor propio en amor a la justicia sin que la pasión sea violentada por subordinación a un fin ajeno.

De todas formas, el paso de la obligación natural al amor a la justicia (virtud) o al sentimiento del deber (moral), es un proceso más complejo en el que juegan un papel central los hábitos. La obligación natural rige la autoregulación de las pasiones: "Una vez que los hombres han visto por experiencia que su egoísmo y su limitada generosidad los incapacitan totalmente para vivir en sociedad si esas pasiones actúan a su arbitrio, y han observado al mismo tiempo que la sociedad es necesaria para satisfacer sus mismas pasiones, se ven naturalmente inducidos a someterse a la restricción de tales reglas, con el fin de que el comercio y el mutuo intercambio resulten más seguros y convenientes. Por tanto, en un principio se ven inducidos a imponerse y obedecer estas reglas, tanto en general como en cada caso particular, únicamente por respeto a su interés. Cuando la formación de la sociedad se encuentra en un primer estadio, este motivo es suficientemente poderoso y obligatorio" [124]. Pero luego, una vez nuestras pasiones se han modificado y adecuado a sus mejores condiciones de satisfacción, comienza la segunda fase (en el orden lógico): acostumbrado a cumplir unas reglas, educado nuestro carácter en unos hábitos, reforzados tantas veces cuantas la disidencia deviene fracaso, la obligación natural se ve fortalecida, e incluso sustituida, por la obligación moral.

La costumbre actúa como un principio de inercia, empujándonos a hacer lo mismo y facilitando nuestra acción: "La costumbre tiene dos efectos originales sobre la mente: primero, hace que ésta tenga mayor facilidad para realizar una acción o concebir un objeto; posteriormente, proporciona una tendencia o inclinación hacia ello" [125]. Esto permite explicar que del deseo de posesión se pase al respeto a la propiedad: "Pues una vez que los hombres llegan a darse cuenta de las ventajas que resultan de la sociedad, gracias a su temprana educación dentro de ella, y han adquirido además una nueva afición por la compañía y la conversación, cuando advierten que la principal perturbación de la sociedad viene originada por los bienes que llamamos externos (...) se afanan entonces en buscar remedio a la movilidad de estos bienes sumándolos en lo posible al mismo nivel que las ventajas constantes e inmutables de la mente y el cuerpo" [126]. Así se genera el respeto a la posesión de los demás, es decir, la propiedad, la primera regla de la justicia. “De este modo, el interés por uno mismo es el motivo originario del establecimiento de la justicia, pero la simpatía por el interés público es la fuente de la aprobación moral que acompaña a la virtud" [127].

Es el hábito, no la simpatía, la base de la moral y de su intersubjetividad, según Hume. Por eso el carácter objetivo, cognitivo y "natural" de los sentimientos morales, en el sentido que hemos precisado, se refuerza definitivamente con el reconocimiento que hace Hume de que los mismos pueden verse reforzados por el "artificio de los políticos", que se esfuerzan en inculcar en los hombres el aprecio por la justicia y el aborrecimiento por la injusticia para, así, mejor gobernar y garantizar la paz.

Hemos de reconocer que Hume matiza mucho este punto, dejando claro que el artificio refuerza un sentimiento natural, pero nunca puede ser su origen o razón suficiente: "Cualquier artificio de los políticos puede ayudar a la naturaleza en la producción de los sentimientos que ésta nos sugiere, y en alguna ocasión puede incluso producir, por sí solo, aprobación o aprecio por una acción determinada. Pero es imposible que sea la única causa de la distinción que realizamos entre vicio y virtud. Si la naturaleza no nos ayudara en este respecto sería inútil que los políticos nos hablaran de lo honroso o deshonroso, de lo digno o de lo censurable" [128].

Más importancia da Hume a la educación [129]: se puede inculcar en la mente de los jóvenes sentimientos artificiales, como el del honor, la reputación, tan arraigados como los naturales. Estos sentimientos se refuerzan luego por la asociación establecida entre justicia y mérito e injusticia y demérito, de modo que serán favorables a la justicia.

Esta teoría de la autolimitación de las pasiones es básica, a nuestro entender, en la teoría humeana. No sólo porque permite pensar la posibilidad de la virtud y confiar en un orden político no basado estrictamente en la fuerza o confiado ingenuamente al deber moral; también es importante porque articula las concepciones humeanas de la virtud y de la moral y porque ofrece un fundamento a las respectivas explicaciones humeanas de la génesis (social) de las leyes de la justicia y de la génesis (humana) de la virtud de la justicia. Como mostraremos en nuestras reflexiones siguientes, esta teoría ayuda a dar coherencia a la reflexión moral y política del escocés.


J.M.Bermudo