DAVID HUME, LA JUSTICIA TEMPLADA




CAPÍTULO I.
JUSTICIA Y EPISTEMOLOGÍA

“Pues nada es más cierto que el hecho de que la desesperación tiene sobre nosotros casi el mismo efecto que la alegría, y que tan pronto como conocemos la imposibilidad de satisfacer un deseo desaparece hasta el deseo mismo. Cuando vemos que hemos llegado al límite extremo de la razón humana nos detenemos satisfechos, aunque por lo general estemos perfectamente convencidos de nuestra ignorancia y nos demos cuenta de que nos es imposible dar razón de nuestros principios más universales y refinados más allá de la mera experiencia de su realidad; experiencia que es ya la razón del vulgo, por lo que en principio no hacía falta haber estudiado para describir los fenómenos más singulares y extraordinarios” (D. Hume, Treatise).

Nuestro propósito en este capítulo es poner en relación la epistemología y la filosofía política de Hume, y hacer extrapolaciones y reflexiones actuales desde esa puesta en relación. Pues, en definitiva, como acabamos de ver, Hume es una buena "ocasión" para teorizar sobre la dependencia de la filosofía práctica, y especialmente de la política, respecto a la epistemología.

La epistemología de Hume se expresa en dos problemática fundamentales. Por un lado, en su "escepticismo": sea considerado "pirrónico", mero "antidogmatismo" o "escepticismo peculiar". Por otro lado, en su "empirismo", en cuya peculiaridad se ha insistido poco debido a una historiografía linealista que ha interpretado al escocés como mera culminación de un proceso triádico: Locke, Berkeley y Hume. Para nosotros, su "escepticismo" deriva de su "empirismo". Por tanto, no se trata de un escepticismo filosófico, militante, a priori, construido en un diálogo racionalista con la tradición escéptica; se trata, por el contrario, de una autoconciencia, resultado de asumir lúcidamente los resultados de la aventura filosófica cuando, como esta exige, se supera la tendencia natural de los hombres a creer; cuando la razón apasionada del "entusiasmo" (fanatismo) cede su lugar a la pasión razonable [1] del filósofo; cuando, en fin, el empeño casi divino en sacar a los hombres de la caverna (de la ciudad) para llevarlos a la luz (al cielo), es sustituido por el más humano, pero no menos prometeico, de que los hombres iluminen las sombras, que son sus sombras, y así las dominen (o se dominen a sí mismos).

Analizaremos el escepticismo de Hume desde dos perspectiva, que como acabamos de decir creemos confluyentes. En primer lugar, en el apartado "Del empirismo al escepticismo", mostraremos cómo su escepticismo se origina de su empirismo, surgiendo de su propio proyecto filosófico fundamentador, que queda así sobre la marcha transformado. Después, en "Diálogo con el escepticismo", abordaremos el diálogo de Hume con el escepticismo, mediante el cual eleva a conciencia y conceptualiza su propia posición. Creemos que, de este modo, sentamos unas bases firmes para comprender la posición de Hume ante las grandes cuestiones políticas y, particularmente, respecto a la justicia.


1. Del empirismo al escepticismo.

1.1. Las dos filosofías.

En la sección I de su Enquiry Concerning Human Understandig [2], que trata "Of the Different Species of Philosophy", Hume distingue dos maneras de tratar la filosofía moral o "ciencia de la naturaleza humana": la filosofía fácil ("easy and obvious philosophy") y la filosofía rigurosa o metafísica ("accurate and abstruse philosophy"). La primera consideraría al hombre como nacido para la acción, siendo el gusto y el sentimiento las instancias a las que aquella se dirige y desde las que se determina. Es decir, los filósofos a ella dedicados parten del principio por el que el hombre es un ser activo y se proponen dirigir la acción de los hombres, conformar sus conductas, mediante su intervención en el gusto y el sentimiento ("taste and sentiment") de los mismos. Así, pintarán el fin perseguido, la virtud, con todos los colores y formas que puedan agradar a los hombres y despertar sus sentimientos:

“They make us feel the difference between vice and virtue; they excite and regulate our sentiments; and so they can but bend our hearst to love of probity ant true honours, they thimk, that they have fully attained the end of all theirs labours” [3].

Para los otros filósofos, los que cultivan la filosofía abstracta y rigurosa, el hombre es fundamentalmente un ser pensante, racional, y les interesa formar su entendimiento, dirigir su pensamiento. Se preocuparán, por tanto, de establecer los principios que rigen el entendimiento humano, sus límites y posibilidades, su campo de legitimidad y su fiabilidad. No obstante, esta intervención no renuncia del todo a un fin práctico:

“Though their speculations seems abstract, and even unintelligible to common readers, they aim at the approbation of the learned and the wise; and think themselves sufficiently compensated for the labour of their whole lives, if they can discover some hidden truths, which may contribute to the instruction of posterity” [4].

Las diferencias, pues, son notables y diversas. Hay diferencias en cuanto al lenguaje y en cuanto al método: una se sirve de la poesía, de la elocuencia, de la analogía y comparaciones, siendo por su sencillez y claridad accesible a todos; la otra se orienta a la ardua tarea de remontarse de los hechos a los principios, de las observaciones a las leyes, cada vez de mayor generalidad y abstracción, lo que la pone lejos del alcance de la mayoría de los hombres. Hay también diferencias respecto a la utilidad correspondiente:

“It enters more into common life; moulds the heart and affections; and, by touching those principles which actuate men, reforms theirs conduct, and brings them nearer to that model of perfection which it describes. On the contrary, the abstruse philosophy, being founded on a turn of mind, which cannot enter into business and action, vanishes whem the philosopher leaves the shade, and comes into open day; nor can its principles easily retain any infuence over our conduct and behavior” [5].

La imagen descrita resume toda una concepción de la filosofía. Había vivido en sus carnes la experiencia. El Treatise salió muerto de las prensas. Su vida acabó al salir al mercado, al irrumpir en la vida cotidiana, al traspasar las sombras de la imaginación donde se formó. En cambio sus ensayos morales y políticos tuvieron un inusitado éxito y una fuerte influencia. Aunque volveremos sobre este tema, digamos que así aprendió Hume esta tesis: la filosofía fácil era más práctica y proporcionaba fama al filósofo; la metafísica estaba condenada a no salir a la luz del día y a relegar a los filósofos al olvido: "The fame of Cicero flourishes at present; but that of Aristotle is utterly decayed. La Bruyere passes the seas, and still maintains his reputation: But the glory of Malebranche is confined to his own nation, and to his own age. An Addison, perhaps, will be sead with pleasure, when Locke shall be entirely forgotten" [6].

Puede parecernos extraños que Hume, tal vez el filósofo más crítico de la "metafísica" y quien, en su propia vida, se desplazó de ésta a la filosofía práctica, para acabar en la historia, aparezca aquí con un elogio, sea moderado, a la filosofía abstracta. No obstante, no es un descuido, sino una actitud reflexiva y configuradora de una de las más fecundas teses ilustradas, a saber, que el hombre no es mera res cogitans.

Efectivamente, para Hume el hombre es tanto un ser racional, como un ser activo y un ser social. O sea, para el hombre es tan importante la ciencia, el saber útil, como la compañía y los placeres que proporciona y como los negocios. Pensar, comunicarse y actuar no sólo son tres necesidades humanas, sino las tres dimensiones constitutivas de su naturaleza. Ser humano equivale, pues, a desarrollar esas tres potencialidades, a extenderlas y potenciarlas al máximo, deviniendo así máximamente humano: "It seems, them, that nature has pointed out a mixed kind of life as most suitable to human race, and secretly admonished them to allow none of these biases to draw too much, so as to incapacitate them for other occupations and entertainments" [7].

La naturaleza, sabia y sana, garantiza el equilibrio y la riqueza. Su ley es la de maximizar el bienestar y el placer en cantidad y en extensión, para lo cual cuida que ninguna facultad sea sacrificada a las otras, sino que todas quepan en el proceso de vida humano. El tono de su discurso expresa con fidelidad esta posición y este talante: "Indulge your passion for science, but let your science be human, and such as may have a direct reference to action and society. Abstruse thought and profound researches I prohibits, and will severely punish, by the endless uncertainty in which they involve your, and by the cold reception which your pretended discoveries shall meet with, when communicated. Be a philosopher, but, admidst all your philosophy, be still a man" [8].

Razón práctica, amor y amistad, bienestar y negocio, todo forma parte de una flexible y coherente imagen del hombre. La Naturaleza invita a su equilibrio y extensión, vigilando el secreto deseo del pensamiento abstracto y castigando a quien ose irrumpir en esos dominios con la melancolía. La filosofía abstracta, la metafísica, es para Hume una especie de desafío a la Naturaleza. Un desafío que ésta castiga haciendo irrumpir la sospecha en el filósofo y lanzando contra él las iras o el silencio del público.

No obstante, algo debe haber en esa filosofía que ejerce una atracción infinita, que logra arrastrar a los filósofos por encima de los obstáculos y resistencias que la Naturaleza pone. O, en otras palabras, algo debe haber en la naturaleza humana que le hace guardar un inconfesado amor por la metafísica. Porque una y otra vez los hombres se sienten atraídos a esa aventura, a pesar del fracaso de las anteriores, a pesar de la sospecha de que ese camino no lleva a ninguna parte.

Ese algo de la naturaleza humana que le lleva a amar lo por ella misma prohibido, lo que va contra ella (pues ella es la vida y tiende a la vida, a la seguridad y a la felicidad, mientras la metafísica la empuja a la muerte, al desasosiego, a la melancolía), es lo que determina secretamente a Hume a salir en su defensa. La constancia, la reiteración de la aventura metafísica es un hecho que, aunque decretado no razonable, parece como natural. Y como tal debe ser explicado.

Hemos de advertir que Hume no parece estar convencido de la utilidad de la teoría del conocimiento y la teoría de las pasiones (áreas a las que reduce lo que llama metafísica) para el resto de los discursos y prácticas. Y reconocerá que si la humanidad se contentara con simplemente preferir la filosofía fácil a la metafísica "sin lanzar sobre ésta su desprecio y censura" ("without throwing any blame or contempt on the latter"), no sería incorrecto aceptar tal opinión general y permitir a cada uno que disfrute en libertad sus gustos y sentimientos. Lo que ocurre es que eso no es así, que con frecuencia se va más lejos, "hasta el punto de rechazar todo razonamiento profundo o lo que vulgarmente se llama metafísica". Y esto no parece satisfacer a Hume, que siempre sospechará de cuanto suponga censura o control de una actividad humana que la historia ha revelado como constante y, por ello, natural.

Hume acumulará argumentos que ni a él mismo parecen satisfacer. Dirá que la metafísica ayuda al artista y al literato y, en general, a la "filosofía fácil": "Un artista está mejor preparado para triunfar en este esfuerzo si, además de un gusto delicado y una rápida aprehensión, posee un conocimiento preciso de la textura interna y las operaciones del entendimiento, del funcionamiento de las pasiones y de las diversas clases de sentimiento que distinguen vicio y virtud" [9]

Tesis de sentido común, pero no necesariamente verdadera, que hoy resultaría incluso sospechosa. Hume insiste en ella: "La pasión es siempre ventajosa para la belleza, y el razonamiento riguroso para el sentimiento refinado. Vanamente exaltaríamos el uno despreciando el otro" [10].

No es difícil generalizar y pasar a decir que el espíritu filosófico, al difundirse por el tejido social, beneficia a todos, al político, al jurista, etc., aportando capacidad de análisis, precisión, depuración y control de los propios principios y razonamientos... Y, en la exaltación reivindicativa, ¿por qué no derivar de la metafísica el máximo bien, la estabilidad del Estado?: "La estabilidad de los estados modernos respecto a los antiguos y el rigor de la filosofía moderna han avanzado, y continuarán probablemente avanzando, en forma proporcional" [11].

Como vemos, toda la utilidad de la metafísica sería mediata, es decir, a través de sus efectos en la filosofía fácil, en la ideología, en la conciencia social, en el sentido común. Aunque, en rigor, Hume dará entrada a otra utilidad, más directa e inmediata y, sin duda, de la que está más convencido: "Incluso si no se pudiera alcanzar otra ventaja de estos estudios que la satisfacción de una curiosidad inocente, aun así no se deberían despreciar, al tratarse de una vía de acceso a uno de los pocos placeres seguros e inocuos que han sido concedidos a la raza humana" [12].

Este texto es clarificador para precisar la idea humeana de la filosofía, que a nuestro parecer es plenamente ilustrada. No hay un rechazo de la influencia mediata de la filosofía, como educadora del espíritu. El ilustrado siempre entenderá que el ejercicio filosófico es una buena gimnasia, una buena propedéutica que iluminará las otras actividades. Pero el filósofo ilustrado renuncia a deducir los discursos prácticos de los principios filosóficos, renuncia a extraer de la metafísica los códigos o cánones de la belleza, la virtud, la justicia, etc. En el domino de lo práctico hay que dar cabida a la pasión, al genio, al pacto social, a los compromisos, que nada tienen que ver con la racionalidad abstracta.

Por tanto, la filosofía se justifica directamente a sí misma como ejercicio placentero: es un fin en sí mismo. Como efectos secundarios presupone cierta incidencia positiva en los otros ejercicios, pero sin prescribir una subordinación radical a los mismos, sino dejando que la influencia sea espontánea. El artista no crea más belleza porque posea su concepto, sino que dicha posesión, que presupone el ejercicio filosófico, ha ejercitado su espíritu y ha potenciado su capacidad de percepción y de expresión, riqueza que se manifestará en todas sus obras.

La filosofía, pues, queda definida como una práctica placentera. Más aún, como el placer más específicamente humano, en el que el hombre realmente deviene libre. Pues pensar libremente es pensar fuera de las coordenadas de necesidad, sin subordinación a utilidad alguna. De este modo la filosofía se acerca al arte y a las belles lettres, como expresión del hombre liberado, tal como señalaba d'Alembert en su Discours préliminaire.


1.2. El proyecto: la problemática del fundamento.

El Treatise, no podemos olvidarlo, es un "tratado de la naturaleza humana". Más aún, como reza el subtítulo, es una pretensión de aplicar al estudio del hombre el método experimental. Su proyecto, por tanto, es el de toda gran filosofía, el de toda filosofía sustantiva, a saber, orientar razonablemente la práctica humana. Que para ello tenga que escribir una "ciencia del hombre", y toda una "epistemología", e incluso abordar "cuestiones metafísicas", es aquí secundario: en otras épocas el proyecto, como hemos dicho, tomaría otros apoyos. Lo cierto es que el objetivo de Hume es el Libro III, la filosofía práctica, como muy bien ha señalado N. Kemp Smith [13].

Ahora bien, el camino elegido, fruto del método empleado, no es neutral. Los dos primeros libros del Treatise, que son el fundamento del proyecto, ponen la determinación del mismo, invirtiendo o, al menos, desviando o desvirtuando su objetivo inicial. Este objetivo inicial se expresa con claridad en la "Introducción". A pesar de la retórica humeana, que le lleva a iniciar el texto con "Nada hay que resulte más corriente y natural en aquéllos que pretenden descubrir algo nuevo en el mundo de la filosofía y las ciencias que el alabar implícitamente sus propios sistemas desacreditando a todos los que les han precedido" [14], el escocés no escapa a este vicio: su "Introducción" es una justificación de su proyecto en base al lamentable estado de los saberes, al "poco fundamento que tienen incluso los sistemas que han obtenido el mayor crédito" [15]. Su descripción de la situación, con recurso a metáforas y bellos efectos literarios, no deja lugar a dudas: "Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma" [16]. Hume también habla de la "condición imperfecta de las ciencias", con descripciones no menos efectistas: "Se multiplican las disputas, como si todo fuera incierto; y estas disputas se sostienen con el mayor ardor, como si todo fuera cierto. En medio de este bullicio no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia (...). No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada, quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército" [17].

De tal situación sólo puede nacer el prejuicio contra la filosofía y la ciencia, y el consecuente rechazo: pues, se viene a pensar, si no podemos salir de la ilusión, que al menos ésta sea algo más natural y entretenida. Tal solución es la que parece exigir una alternativa, la que justifica una nueva reflexión filosófica. Una filosofía que, si no más fácil, pues "tendría por mala señal que se la encontrara obvia y fácil de entender" [18], sí al menos más razonable y útil.

Este, pues, es el proyecto: un proyecto de fundamentación filosófica de la moral y la política; como se ve, nada original, sino coincidente con el tópico de todo filósofo que el escocés denuncia de entrada. Es cierto que podemos decir en su descarga que desde el principio parece moderar su optimismo respecto a los resultados, invitando a aceptar cierta cohabitación con la ignorancia respecto a "la mayor parte de los problemas"; pero, no obstante, cierto optimismo respira su confianza en la propuesta.

Esta alternativa pasa por un cambio en el fundamento, en el orden del saber: se pretende la sustitución de la "metafísica" por la "ciencia del hombre". Este cambio, en sí mismo, no es original del escocés, sino que hay que encuadrarlo en la revolución filosófica que triunfa con la modernidad. Efectivamente, en el fondo se trata del "giro copernicano" que Kant instaurara definitivamente: el ser deja su lugar privilegiado al decir; por tanto, el objeto cede su puesto fundamentador al sujeto. La consecuencia es obvia: la metafísica ve usurpada su corona por la ciencia del hombre.

No podía ser de otra manera. La primacía de la metafísica le venía de la creencia profunda en la primacía del ser; o, si se quiere decir de otra manera, el triunfo y reinado de la metafísica fue posible por su éxito en imponer el dominio del ser. De este modo, la tipología jerárquica de los seres, de los objetos, determinaba una ordenación jerárquica de las ciencias, de los saberes de esos objetos. La eminencia de las ciencias era una determinación de la dignidad de su objeto: cada cual su método, cada cual sus límites, cada cual su dignidad, en función de la cualidad del ser que tenía por objeto. Arriba, la Teología y la Metafísica; abajo, las ciencias empíricas particulares que miran a seres cambiantes y contingentes.

Bacon, en The Advancing of Learning, ya había esbozado lo que los ilustrados impusieron en l´Encyclopédie: un orden del saber nuevo en base a las facultades del sujeto, del hombre, con que dichos saberes eran realizados. La memoria, la imaginación y la razón dividen el campo en conocimientos históricos, artístico-literarios y racionales o científico-filosóficos. La dignidad y el método de los mismos se establece ahora en base únicamente a la peculiaridad de la facultad: la diferencia deja de ser ontológico-moral para ser meramente metodológico-descriptiva. El orden y dignidad de las ciencias depende ahora, en todo caso, de la dignidad de las facultades mentales de los hombres.

La propuesta humeana, por tanto, responde a esta nueva perspectiva. No ya la moral, la política y la estética, en las cuales parece obvia la dependencia, sino las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural, que parecen menos subordinadas a la subjetividad humana, "son juzgadas según las capacidades y facultades de los hombres" [19]. Los efectos que este desplazamiento tendrá en la filosofía moral y política parecen obvios: del referente exterior como instancia de fundamentación, se pasará a poner en su lugar la naturaleza humana, pensada coherentemente como resultado de un proceso de praxis y adaptación social a lo colectivo.

Ahora bien, Hume confía en este cambio de fundamento, al que considera "el único expediente en que podemos confiar para tener éxito en nuestras investigaciones filosóficas" [20]. Más aún, con metáforas de estrategias bélicas, considerar que tal alternativa equivale a "marchar directamente hacia la capital", siendo la "capital" el centro de las ciencias, y confiando en que, conquistada ésta, "podremos esperar una victoria fácil en todas partes" [21]. El precio, pues, que hay que pagar por la certeza en cualquier ámbito de las ciencias es el previo conocimiento de la "ciencia del hombre": "Por eso, al intentar explicar los principios de la naturaleza humana proponemos, de hecho, un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias pueden basarse con seguridad" [22].

Hasta aquí, pues, nos perece demostrado que Hume tiene confianza en su proyecto como proyecto filosófico positivo, de fundamentación del saber, aunque sea con un cambio de fundamento; su declaración de que "la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás" [23] es contundente al respecto. Con ello está en línea con el proyecto ilustrado, que desde Hobbes a Diderot tiende, con mayor o menor coherencia y conciencia, a sustituir el "ser" por el "sujeto", lo absoluto por el hombre, como referente legitimador. Ahora bien, el problema resurge a la hora de plantearse la evidencia de esa "ciencia del hombre". Si ella es el fundamento de las demás, ¿de dónde le viene su legitimidad?

Hume nos ofrece una respuesta inmediata: "es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación" [24]. También aquí Hume parece en línea con la modernidad, que en líneas generales pensará el cambio de fundamento como paso de la metafísica (el ser) a la epistemología (el pensar). Lo que ocurre es que nos sorprende que para Hume sea tan claro; la verdad es que la opción es problemática. De todas formas, de momento nos interesa resaltar lo siguiente: Hume opta por la opción epistemológica como fundamento único y suficiente de la ciencia del hombre (y del saber en general). Y esta opción epistemológica por la "experiencia y la observación" es, aparentemente, una apuesta por la metodología moderna, cuya eficacia no duda. Reclamar "experimentos cuidadosos y exactos", recomendar la "observación de los efectos particulares", en suma, exigir "no ir más allá de la experiencia" [25], es simplemente reivindicar para la "ciencia de la mente", para la "ciencia del hombre", el mismo método que para la "filosofía natural".

La opción epistemológica que Hume adopta, y que le parece tan obviamente clara, implica un límite a la posibilidad misma de fundamentación. Dicho límite se concreta en "no buscar los principios últimos", en renunciar de entrada a lo absoluto; y se manifiesta en una actitud netamente antidogmática: "evitar el error de imponer a todo el mundo las propias conjeturas como si fueran los más ciertos principios" [26]. Tal límite no es un defecto de la ciencia del hombre, sino "un defecto común a todas las ciencias y artes a que nos podamos dedicar" [27]; una determinación, en definitiva, del fundamento nuevo que ha adoptado, al implicar no ir más allá de la experiencia.

Aceptar este límite es posible sin desgarro: como ya hemos dicho, la naturaleza humana no puede desear lo imposible; además, aceptar este límite no es debilitar la filosofía, sino ennoblecerla al humanizarla, pues si es cierto, como cree Hume, que "los progresos en la razón y la filosofía sólo pueden deberse a la tierra de la tolerancia y la libertad" [28], nada más digno de la razón y la filosofía que la fidelidad a sus orígenes, es decir, que asumir entre sus objetivos la reproducción de las condiciones de su nacimiento, que servir al mantenimiento y expansión de la tolerancia y la libertad.

Pero Hume no permanecerá fiel a los límites de su proyecto, porque éste se le derrumbará en el proceso mismo de legitimación. El nuevo fundamento epistemológico exigía establecer los límites de lo que se puede decir, que son los límites del poder del entendimiento; pues bien, cuando Hume emprende la tarea de fijar los límites, descubre que el entendimiento es frágil y que su decir corre siempre el riesgo de la arbitrariedad. Entonces, y sólo entonces, Hume ha de rehacer su reflexión, abandonando definitivamente la "vía del fundamento", sea este metafísico o epistemológico, y buscando una reflexión legítima sin fundamento; o, si se prefiere, un fundamento autoreferencial y constantemente revisado, sin más estabilidad -como las conjeturas popperianas- que su vigencia, su relativa eficacia, su aún no haber sido falsado [29].


1.3. El "principio de la copia" y el "principio de individuación".

No es sorprendente que en la Sección I de l Parte I del Treatise, es decir, de entrada, establezca la "proposición general" que aquí llamaremos, como ya es convencional, "principio de la copia": "Todas nuestras ideas simples, en su primera aparición, se derivan de impresiones simples a las que corresponden y representan exactamente" [30]. El principio se aplica sólo entre impresiones e ideas simples, no así entre impresiones e ideas complejas. En estas últimas se reconoce la posibilidad de la artificiosidad y, por tanto, de la ficción. Ahora bien, el principio de la copia se ha formulado en esos términos gracias a dos presupuestos metodológicos, que comentamos seguidamente.

El primero es una presupuesto peligroso, que podemos nombrar "desafío humeano". Consiste éste en un reto curioso del escocés: ante la imposibilidad práctica de comprobar que todas las infinitas ideas simples tengan su impresión correspondiente, Hume desafía a quien lo ponga en duda a que encuentre un solo ejemplo en contra. "Si no responde a este desafío -y es seguro que no podrá hacerlo- no tendremos dificultad en establecer nuestra conclusión partiendo a la vez de su silencio y de nuestras observaciones" [31].

Un principio así formulado puede ser entendido de diversas maneras. Puede entenderse como una inducción, pues cuenta a su favor con una larga experiencia. Puede también verse como una conjetura, pues es totalmente racional por su forma, aunque su contenido es indudablemente empírico, y por ello Hume invita a falsarlo. Pero creemos que es preferible entenderlo como criterio: no es un principio desde el cual deducir proposiciones, sino un auténtico criterio de demarcación o significación. Sirve y está puesto para determinar qué son ideas y qué son sólo palabras (ficciones).

El "desafío" puede parecer falaz. Definidas las ideas como "copias", toda idea sin copia es ficción, no idea; pero, ¿por qué habrían de ser las ideas sólo copias? Para la posición epistemológica empirista de Hume es obvio: pero es sólo una posición. Y si, como tal, tiene unos principios internamente incuestionables, de los mismos no se derivan razones para aceptarlos. Parece como si Hume ofreciera una versión práctica del principio de demostración por reducción al absurdo: la certeza de una proposición se decide por la imposibilidad de cualquier proposición diferente, en particular las contrarias.

El segundo presupuesto en que se basa el principio de la copia está en la cita apenas esbozado, pero lo desarrollará posteriormente. Lo llamaremos principio de individuación [32]. Se trata de su concepción de las percepciones complejas como "agregado" de percepciones simples, siendo éstas, por tanto, independientes, diferentes y distinguibles. Esta relación entre "distinguibilidad" e "independencia" pasará a ser entre "distinguibilidad" y "existencia independiente"; el "ser percibido distintamente" un objeto le otorga a éste una "existencia independiente" de los otros.

Este presupuesto es importante, pues con el mismo Hume traza su universo ontológico: un universo de entidades individuales diferentes, radicalmente distintas, irreductibles a unidades superiores o géneros. De ahí que recurra al mismo en los momentos más importantes de la reflexión. Por ejemplo, al reflexionar sobre las "ideas abstractas" [33].

Efectivamente, tras hacer suyo el planteamiento de Berkeley [34], plantea el tema de forma concreta y directa, como en él es habitual: "La idea abstracta de un hombre representa a hombres de todos los tamaños y cualidades, lo que lleva a la conclusión de que esa idea no puede hacer tal cosa más que: o representando simultáneamente todos los tamaños y cualidades posibles, o no representando ninguno en absoluto. Ahora bien, como se ha visto que es absurdo defender la primera proposición -en cuanto que implica una capacidad infinita de la mente-, se ha inferido corrientemente la validez de la segunda, suponiendo que nuestras ideas abstractas no representan grado particular alguno, ni de cantidad ni de cualidad" [35].

Es decir, defiende que toda idea de la mente es concreta, incluyendo grados precisos y determinados de calidad y cantidad; la mente no puede formarse noción alguna de cantidad o cualidad sin gradación. Confiesa su propósito de probar, en primer lugar, la imposibilidad de "concebir una cantidad o cualidad sin hacerse una noción precisa de grado"; y, en segundo lugar, la posibilidad de la mente, aunque no sea infinita, de formarse simultáneamente "una noción de todos los grados posibles de cantidad y cualidad" [36], aunque sea de manera imperfecta.

Para demostrar, pues, estos dos aspectos, esenciales en su crítica de las ideas abstractas, Hume recurre al "principio de individuación". Así, dirá: "Hemos observado que todo objeto diferente es distinguible, y que todo objeto distinguible es separable por el pensamiento y la imaginación. Podemos añadir que estas proposiciones son igualmente verdaderas en su conversa: todo objeto separable es también distinguible y todo objeto distinguible es también diferente" [37].

Le parece a Hume que es imposible "separar" lo que no es distinguible, ni "distinguir" lo que no es diferente. Por tanto, una vez aceptado el principio de individuación, se cuenta con una buen instrumento para valorar las ideas abstractas. En efecto, para establecer si la abstracción implica separación, basta con comprobar si lo que abstraemos es distinguible y diferente de lo no abstraído. Y como "es evidente a primera vista que la longitud precisa de una línea no es diferente ni distinguible de la línea misma (...), estas ideas no admiten separación, de la misma manera que no admiten distinción ni diferencia" [38]. Las ideas abstractas en la mente, si están en la mente, es decir, si no son meras palabras, tienen siempre un cierto grado de cantidad y de cualidad.

No es, pues, separable lo que no es distinguible; ni distinguible lo que no es diferente. La diferencia, pues, es puesta en el origen, determinando una ontología de átomos-percepciones radicalmente irreductible. Queda bien determinado el campo de seres posibles: percepciones y átomos distinguibles. El argumento de Hume es, formalmente, idéntico al cartesiano: el ser viene dado por el percibir; aunque aquí la percepción es entendida de forma muy diferente a la cartesiana.

La abstracción es ilegítima porque la longitud, en cuanto percibida o presente en la mente, no es distinguible de la línea misma en buen empirismo; como el color no es perceptible sin grado, sin matiz, sin concreción cuantitativa y cualitativa. Las percepciones del empirismo, las imágenes, tienen siempre figura, tamaño, tono, aunque sea de forma difuminada. Y si alguien lo pone en duda, de nuevo el desafío: que pruebe que es capaz de imaginarse un caballo sin color o sin dimensiones. La abstracción es ilegítima simplemente porque es imposible para la imaginación, porque en rigor no es una operación de ésta. Ninguna idea general es real; sólo son palabras. Palabras que la razón pude usar en representación extensiva de un conjunto, pero que la imaginación sólo se representa con una imagen concreta y particular que hace de signo de todas las del conjunto.

Por si es necesario reforzar esta reflexión, unas páginas más adelante Hume retoma la formulación cartesiana (con su uso específico de los términos) en un tema confluyente. Nos dice: "Es un principio universalmente admitido en filosofía que toda cosa de la naturaleza es individual, y que es por completo absurdo el suponer que un triángulo realmente existente no tenga una proporción determinada de lados y ángulos. Por tanto lo que es absurdo de hecho y en la realidad debe también serlo en la idea, dado que nada de lo cual podemos formarnos una idea clara y distinta es absurdo e imposible" [39]. Nada imaginable con claridad y distinción, quiere decir Hume, es absurdo ni imposible. Si en Descartes el pensamiento racional marcaba los límites del ser posible, en Hume la imaginación marca los límites del ser empírico, representable. La tarea es eliminar la imaginación confusa, la de las ficciones e ilusiones que, como los sueños de la razón de Goya, acostumbra a producir monstruos. Como vemos, más que una "fundamentación antropológica" lo que Hume lleva a cabo es una "fundamentación epistemológica".

Hume retoma el tema al tratar "de la infinita divisibilidad de nuestras ideas de espacio y tiempo" [40]. Hume intenta defender la tesis de que la imaginación tiene un mínimum, es decir "una idea de la que no podemos concebir una subdivisión ulterior ni puede disminuirse sin ser completamente aniquilada" [41]. El tema de la infinita divisibilidad de los seres tiene una larga historiografía [42]. Ahora bien, desde el "criterio de evidencia" humeano el problema parece disolverse. Como dice el escocés, podemos hablar de la milésima y de la diezmilésima parte de un grano de arena, pero la imagen que podemos formarnos de ellos no difiere en absoluto, es la misma en cada caso. Llegado un límite, cualquier representación -en su lenguaje, cualquier "idea"- de una parte o subparte no difiere de la de ese mínimum sensible. Y así, dado que: "Lo que consta de partes es analizable o distinguible en ellas, y lo que es distinguible es separable" [43], la idea de un grano mínimo de arena no es distinguible ni separable en otras varias. Y lo mismo ocurre si, en lugar de las "ideas de la imaginación", tomamos las "impresiones de los sentidos". También aquí hay siempre un mínimum [44]. Sea cual sea la validez de esta reflexión metafísica de Hume, destaca el hecho de su recurso al principio de individuación como criterio de decisión de un debate.

Casi en todos los momentos culminantes, especialmente en aquellos en que se dirimen las viejas cuestiones metafísicas, Hume echa mano de su "criterio de individuación". Por ejemplo, vuelve a recurrir al mismo al tratar de "las ideas de existencia y de existencia externa" [45]. En este caso parte de la tesis de que no hay impresión o idea "que no sea concebida como existente" [46], de donde concluye que, por tanto, o bien la idea de existencia debe derivarse de una impresión distinta ligada a toda percepción, o bien debe ser idéntica a la idea percibida. ¿Qué alternativa elegir?

Parece claro al escocés que no existe una impresión distinta que acompañe a cada impresión o idea. Y, en virtud del "principio de la copia", no puede haber una idea de la existencia distinta de las demás ideas: "aunque recordemos que toda impresión e idea son consideradas como existentes, la idea de existencia no se derivará de ninguna impresión particular" [47]. La idea de existencia, pues, es para Hume la misma cosa que la idea de lo concebido como existente. Si se tratara de una idea diferente, sería distinguible y separable y, por tanto, no derivada de ninguna otra. Como no es perceptible separadamente, no puede ser distinta a las ideas a las que acompaña.

Al reflexionar sobre la existencia externa, igualmente, Hume considera que sólo puede captarse en la misma acción de percibir los objetos externos: "Podemos observar que es universalmente admitido por los filósofos -además de ser de suyo totalmente obvio- que nada hay realmente presente en la mente sino sus percepciones, sean impresiones o ideas, y que los objetos externos nos son conocidos solamente por las percepciones que ocasionan. Odiar, amar, pensar, sentir, ver: todo esto no es otra cosa que percibir.

Ahora bien: dado que nada hay presente a la mente sino las percepciones, y que todas las ideas se derivan de algo que con anterioridad se hallaba ya ante la mente, se sigue que nos es imposible concebir o formar una idea de algo que sea específicamente distinto a las ideas e impresiones. Dirijamos nuestra atención fuera de nosotros cuanto nos sea posible; llevemos nuestra imaginación a los cielos, o a los más extremos límites del universo: nunca daremos realmente un paso fuera de nosotros mismos, ni podremos concebir otra clase de existencia que la de las percepciones manifiestas dentro de esos estrechos límites. Este es el universo de la imaginación, y no tenemos más ideas que las allí presentes" [48]. En conclusión, una vez más la imposibilidad de "distinguir", de percibir separadamente, la idea de existencia objetiva de los cuerpos decide la cuestión. La mente sólo se percibe a sí misma; su universo es la imaginación.

Incluso en temas tan humeanos como el de su crítica a la causalidad universal [49], el escocés echa mano del principio de individuación. Como es sabido, Hume inicia el tema comentando la máxima clásica de la filosofía por la cual "todo lo que empieza a existir debe tener una causa de su existencia". Comenta la facilidad con que esta máxima es aceptada, suponiéndosela intuitiva, obvia, indudable de forma seria. No obstante, nos dice, la "certeza intuitiva" no está tan clara, sino todo lo contrario; y también es dudosa su demostrabilidad. Hume arguye, con rigor racional, que "nunca podremos demostrar la necesidad de una causa para toda nueva existencia, o nueva modificación de la existencia, sin demostrar al mismo tiempo la imposibilidad de que una cosa pueda empezar a existir sin principio generativo" [50]. Efectivamente, la necesidad racional de un supuesto exige que cualquier otro supuesto que pudiera dar cuenta del hecho fuera absurdo o contradictorio. Y el supuesto de que las cosas pueden venir a la existencia sin causa es inusual, e incluso extravagante, si se quiere; pero no absurdo ni contradictorio.

Más aún, es imposible demostrar la imposibilidad de este supuesto de la existencia sin causa: "como todas las ideas distintas son separables entre sí, y las ideas de causa y efecto son evidentemente distintas, nos resulta fácil concebir cualquier objeto como no existente en este momento, y existente en el siguiente, sin unirle la idea distinta de causa o principio productivo. Por tanto, la imaginación puede hacer una clara separación entre la idea de causa y la de comienzo de existencia. Y, por consiguiente, es de tal modo posible la separación real de los objetos, que ello no implica contradicción ni absurdo alguno, por lo que dicha separación no puede ser refutada por ningún razonamiento efectuado en base a meras ideas; y sin esto es imposible demostrar la necesidad de una causa" [51].

Tampoco aquí abordaremos la crítica de Hume a las diversas formulaciones históricas del principio de causalidad, a pesar de ser sumamente sugestivas y centrales en su pensamiento. Nos basta haber mostrado que aquí, como en todos los grandes frentes de su crítica, el principio de individuación le sirve como apoyo imprescindible.

Vuelve al mismo recurso argumental cuando, analizando los mecanismos de la mente por los que se llega a la ficción de la "conexión necesaria", se plantea si la inferencia de la relación causal o "conexión necesaria" a partir de la "conjunción constante" es obra de la razón o de la imaginación. Hume ya ha lanzado la gran sospecha de que "es posible que en última instancia se vea que la conexión necesaria depende de la inferencia, en lugar de depender la inferencia de la conexión necesaria" [52]. La "conjunción constante" es un hecho, una idea empíricamente contrastada; y la "conexión necesaria" es una "inferencia". Pero no queda claro si la lleva a cabo el entendimiento, la razón, como exigencia racional, como hipótesis necesaria; o si, por el contrario, tiene su cauce en la imaginación, en cierta asociación y relación de percepciones.

Pues bien, Hume de nuevo recurre al principio de individuación, recordándonos que "formar una idea clara de algo es un argumento innegable de su posibilidad, y constituye por sí solo una refutación de cualquier pretendida demostración en contrario" [53]. Y, en base al mismo, dirá que inferir de la experiencia la necesidad es arbitrario, pues siempre es posible concebir un cambio en el curso de la naturaleza, lo que prueba que tal cambio no es absolutamente imposible. Por tanto, no es imposible -aunque fuera extravagante- concebir que un día el sol salga por occidente. En el orden racional, todo lo pensable -lo distinguible, aquello de lo que se tiene una idea clara y distinta- es posible; y, si es posible, no es absurdo. No hay pues, necesidad en la naturaleza; no hay conexión necesaria inferirle de la experiencia.

Cuando aborda el tema de la transmisión del movimiento en el choque, tema tópico de la crítica humeana, vuelve a utilizar el principio de individuación en su auxilio. En efecto, criticando a los filósofos que consideran posible demostrar racionalmente la comunicación del movimiento a partir de la percepción del choque, dice: "En efecto, si una inferencia tal pudiera hacerse simplemente partiendo de las ideas del cuerpo, movimiento y choque, ello equivaldría a una demostración e implicaría la imposibilidad absoluta de suponer su contrario. Según esto, todo efecto distinto a la comunicación del movimiento implica una contradicción formal: es imposible no sólo que pueda existir, sino que pueda ser siquiera concebido. Pero podemos convencernos bien pronto de lo contrario, haciéndonos una clara y consistente idea del movimiento de un cuerpo hacia el otro, y de su reposo inmediatamente después del contacto, o de su regreso por la misma línea en que vino, o de su aniquilación, o de su movimiento circular y elíptico; en suma, podemos hacernos una idea clara de un infinito número de cambios a los que puede sentirse sometido el cuerpo" [54].

Como vemos, una y otra vez Hume recurre al principio de individuación como argumento o criterio determinante del ser, de su existencia, límites y cualidades. La epistemología, las posibilidades del discurso, marcan las posibilidades del ser; el "esse est percipi" berkeleyano queda así definitivamente implantado. Y al entenderse la percepción como afección en la imaginación, en la mente, el escocés está abriendo el camino, tal vez sin ser totalmente consciente de ello, hacia una fundamentación de la realidad en la conciencia humana.


1.4. Conocimiento, probabilidad, imaginación.

Ya es conocida la ambigüedad con la que Hume utiliza el concepto "imaginación". Unas veces parece referirse a cualquier proceso mental, la mente como espectáculo de imágenes; otras veces se refiere a un proceso específico y peculiar de la misma, distinto a la memoria, locura, etc.; en fin, no faltan ocasiones en que parece usarse de forma equivalente a pensamiento natural, contrapuesto al pensamiento filosófico. Si Hume hubiera usado los términos con que indistintamente la designa, "imagination" y "fancy", de forma selectiva, es decir, el primero para designar de forma genérica la mente como espectáculo natural de imágenes, o bien el fenómeno de asociación natural de las imágenes, y "fancy" para referirse a lo que nosotros llamamos "fantasía", nos habría ahorrado muchos problemas. De todas formas, hemos de cargar con la ambigüedad, e intentar aclararla.

En la Sección III del Libro I nos describe la imaginación por oposición a la memoria. Una y otra son puestas como "maneras de aparecer las ideas en la mente". Si la mente es la escena (ni siquiera el escenario), en ella unas veces las impresiones originales reaparecen vivas y fuertes, con más intensidad, y otras veces débiles, diluidas y tenues. A esta diferencia en el grado de la cualidad se une otra: la fuerza de la asociación entre ellas. En la memoria, además de ser generalmente más vivas e intensas, las ideas se asocian en un orden fijo e inalterable, rígida reproducción del orden de las impresiones de las que son copias, mientras que en la imaginación dicha asociación es más flexible, menos necesaria e inalterable.

Hume resaltará la memoria en su función de conservadora del orden: "La función primordial de la memoria no es preservar las ideas simples, sino su orden y posición" [55]; mientras que en la imaginación resalta su libertad para "trastocar y alterar el orden de sus ideas" [56]. La imaginación es libertad y liberación: "Dondequiera que la imaginación perciba una diferencia entre las ideas será capaz de producir fácilmente una separación entre ambas" [57].

Si la memoria es el espectáculo escénico de guion rígido, la imaginación es puesta como espectáculo improvisado y espontáneo. No obstante, advierte Hume, bien miradas las cosas permiten descubrir bajo el desorden y la espontaneidad ciertas regularidades, ciertas leyes. Es una libertad limitada por unas leyes de asociación, que así la convierten de libertad o puro no ser (recordemos que el ser pertenece al lenguaje, a lo decible, es decir, a lo ordenado, a lo sometido a ley) en naturaleza, en fenómeno natural reglado.

Las ideas complejas constituyen un ejemplo explícito de esta regularidad y de su causa: las "cualidades asociativas" de las ideas, sus "simpatías" o fuerzas de atracción-repulsión mutuas. Sin ese vínculo el espectáculo sería puro desorden, vértigo continuo, absoluta libertad, es decir, algo indescriptible, indecible.

Cada fenómeno de la mente se especifica por el grado de libertad (o de orden) y por la peculiaridad de las leyes de su asociación. Hume insinúa que incluso los sueños tienen su orden; y también, por supuesto, la locura. Tal vez el vértigo exprese el mayor grado de libertad; pero, como tal, escapa a lo natural y representable. La imaginación, por su parte, presenta un orden suficiente, si bien no es necesario y puede cambiarse: "Si las ideas estuvieran completamente desligadas e inconexas, sólo el azar podría unirlas; sería imposible que las mismas ideas simples se unieran regularmente en ideas complejas -como suelen hacerlo- si no existiese algún lazo de unión entre ellas, sin alguna cualidad asociativa por la que una idea lleva naturalmente a otra. "Este principio unificador de las ideas no debe ser considerado como una conexión inseparable, pues esto ha sido ya excluido de la imaginación; tampoco podemos concluir que sin ésta no podría unir la mente dos ideas, porque nada hay más libre que esa facultad; tenemos que mirarlo más bien como una fuerza suave que normalmente prevalece y es causa, entre otras cosas, de que convengan tanto los lenguajes entre sí" [58].

Nótese cómo Hume huye de cuanto suponga establecer necesidad en la naturaleza. Frente a la libertad, como ausencia de orden, se pone la naturaleza, como lugar de la ley. Pero ésta ley expresa nada más que unas regularidades o constancias empíricamente comprobadas, no una relación necesaria e insobornable. Hume persigue eliminar de la naturaleza la necesidad, que le parece una noción metafísica, sustituyéndola por las fuerzas suaves del hábito, las simpatías, las "cualidades asociativas", etc.

Las tres cualidades asociativas que Hume señala son semejanza, contigüidad en espacio y tiempo y causa-efecto. Le primera es intrínseca a las ideas: la asociación se impone a la mente por la similitud de efectos y operaciones que se producen en la aparición en ella de las ideas. La contigüidad no es intrínseca, pero genera la asociación debido a la similitud de disposición que produce en la mente: "Es igualmente evidente que como los sentidos, al cambiar de objeto, están obligados a hacerlo de un modo regular, tomando a los objetos tal como se hallan contiguos unos a otros, la imaginación debe adquirir, gracias a una larga costumbre, el mismo método del pensamiento, recorriendo las distintas partes del espacio y el tiempo al concebir sus objetos" [59].

Por tanto, cuando Hume dice que la mente asocia las ideas no está suponiendo un ejercicio de libertad de la misma; al contrario, se esfuerza por mostrar que las reglas de asociación que la mente parece usar son simples tendencias generadas en ella por el hábito. Esta tesis tendrá relevantes efectos prácticos, pues abandona la metafísica idea cartesiana del sujeto para ver en éste un producto de sí mismo: sus disposiciones, sus tendencias, sus gustos, sentimientos u opiniones serán, al fin, resultado de su vida.

Es obvio que se da una cierta ambigüedad, al filo de su ambiguo uso de la idea de imaginación. Unas veces ésta lo es todo, escenario y representación, o representación sin escenario, simple escena; otras veces la imaginación es el espectáculo, la escena que se da en el escenario de la mente, pero en la que ésta participa con sus hábitos, propiciando así no pocas "ficciones". Es decir, unas veces Hume nos ofrece un universo ontológico pluralista, de ideas simples combinándose y disociándose según leyes de asociación que radican en la naturaleza de las ideas, haciendo las veces de la atracción newtoniana en los átomos: "Hay aquí una especie de atracción, que se encontrará tiene en el mundo mental efectos tan extraordinarios como en el natural, y que se revela en formas tan múltiples como variadas. Sus efectos son visibles por todas partes, aunque sus causas sean en su mayor parte desconocidas y deban reducirse a las cualidades originarias de la naturaleza humana, -cualidades que yo no pretendo explicar" [60]. Es la posición naturalista, que se limita a describir el espectáculo observado, sin preguntarse por la "causa última" de esa atracción, pregunta que, como decía Newton, no es propia de físicos sino de metafísicos. Pero otras veces Hume parece insistir en la disposición que la imaginación genera en la mente, la cual revierte y altera el orden natural de la misma imaginación. Así, cuando explica cómo en el proceso de pensamiento las palabras acaban adquiriendo un automatismo tal que "no unimos una idea distinta y perfecta a cada término que usamos", a pesar de lo cual la mente capta las contradicciones entre las ideas a través de las palabras [61].


1.5. La innecesaria "conexión necesaria".

Para Hume el campo del conocimiento lo agotan las ideas; las ideas en la mente constituyen el horizonte del conocimiento posible. Pero, en rigor, la mente no conoce las ideas, sino por sus relaciones. El conocimiento es siempre conocimiento de relaciones entre las ideas. Y, entre todas las relaciones posibles, Hume se centra en la causalidad por ser ésta la más atractiva y cuestionable de todas las relaciones: su atractivo reside en que es la única que permite conocer más allá de lo inmediatamente presente, trascender la inmediatez de los sentidos; su riesgo, su cuestionabilidad, yace precisamente en ese ir más allá de la impresión. Al superar la percepción, la intuición, e iniciar el camino de la demostración o razonamiento, se superan los límites de la experiencia y aparece la sospecha sobre los resultados: "Parece, según esto, que de las tres relaciones que no dependen de meras ideas, la única que puede ser llevada más allá de nuestros sentidos y que nos informa de existencias y objetos que no podemos ver o sentir es la causalidad. Por consiguiente, intentaremos explicar plenamente esta relación antes de abandonar el tema del entendimiento" [62].

La teoría humeana de la causalidad debe enmarcarse en su concepción del conocimiento como comparación de ideas, como percepción de relaciones entre las ideas [63]. Como las ideas pueden ser separadas, combinadas y comparadas por la imaginación de mil maneras distintas, la mente humana sería el escenario de la locura, del vértigo, del caos de sensaciones. No es así, en opinión de Hume, porque en esas operaciones la imaginación se guía por "algunos principios universales que le hacen, en cierto modo, conforme consigo misma en todo tiempo y lugar" [64]. Por tanto, el libre y espontáneo juego de la imaginación, que constituye el conocimiento natural, implica un orden; y este orden son las leyes de la imaginación natural, o "leyes de asociación": "Si las ideas estuvieran completamente desligadas e inconexas, sólo el azar podría unirlas; sería imposible que las mismas ideas simples se unieran regularmente en ideas complejas -como suelen hacerlo- si no existiera algún lazo de unión entre ellas, sin alguna cualidad asociativa por la que una idea lleva naturalmente a otra" [65]. Este lazo de unión no es una "conexión inseparable", pues en tal caso la imaginación no sería libertad; pero sí es una "fuerza suave que normalmente prevalece". Esta fuerza la pone la naturaleza, que así impone su ley de que unas ideas son más fácil de unirse entre sí que otras; y lo hace poniendo en las ideas unas "cualidades asociativas" intrínsecas. Estas cualidades, que determinan otras tantas leyes de asociación o fuerzas suaves de combinación son: semejanza, contigüidad en espacio y tiempo y conexión causa-efecto [66].

Las mismas configuran el dominio del conocimiento natural [67]. En éste las relaciones entre ideas son naturales, es decir, en base a cualidades asociativas de las mismas. Pero también es posible otro tipo de combinación y comparación, al margen de las cualidades de las ideas, como mera "unión arbitraria de dos ideas en la fantasía". En tal caso, hay mil criterios o perspectivas de comparación. Los objetos pueden compararse entre sí en base a interminables cualidades, a infinitos grados de éstas, a la ausencia o la presencia, etc. Pero todos esos casos pueden reducirse a "siete grupos generales", según Hume, "que cabe considerar como principios de toda relación filosófica" [68].

Tenemos, por tanto, dos tipos de asociaciones de ideas, naturales y filosóficas, que configuran dos formas de conocimiento, natural y filosófico [69]. Los siete tipos que resumen todas las formas de relaciones o comparaciones filosóficas entre las ideas son: semejanza, identidad, espacio-tiempo, cantidad o número, grado de la cualidad, contradicción y conexión causa-efecto), que resumen las infinitas formas posibles de combinar-comparar las ideas en el pensamiento [70]. Aunque tres son coincidentes con el conocimiento natural, no deben confundirse: en el primer caso la asociación es un proceso espontáneo; en el segundo se trata de un proceso controlado, consciente y metódico.

De las relaciones filosóficas hay cuatro que se establecen en base a las cualidades intrínsecas de las ideas, por lo cual son objeto de conocimiento cierto. Estas son: semejanza, contradicción, grados de la cualidad y proporción en la cantidad o número; son propias de las matemáticas. Las otras tres -identidad, espacio-tiempo y causa-efecto-, en cambio, son relaciones que se establecen en base a la experiencia, no por razonamientos abstractos o reflexión; son fundamentales en las ciencias empíricas.

Hume viene a decir que el conocimiento es siempre comparación de ideas en la mente, percepción de semejanzas y diferencias entre las mismas. E incluso hay razones para pensar que el escocés se inclinaba por una noción del conocimiento como percepción de la diferencia, siendo la semejanza una idea negativa, como mera ausencia de diferencia. "Ausencia" en la percepción, en la imaginación, que la razón siempre negará, y que llevará a contradicciones entre el "sentido común" y la "razón filosófica". De todas formas, hasta donde nos es conocido, el filósofo escocés en ningún momento sienta esta tesis; por tanto, debemos supone la "semejanza" como una relación positiva.

Estas cuatro relaciones son, como decimos, el "fundamento de la ciencia" [71]. Agotan el dominio de la intuición, que Hume, siguiendo a Descartes, parece distinguir del dominio de la demostración. La distinción es importante en cuanto que permite extender el escepticismo a la aritmética y la geometría. En efecto, éstas quedan como ciencias posibles por tener como objeto estas cuatro relaciones que son susceptibles de conocimiento cierto; pero en la medida en que recurren a la demostración, aunque sea entendida como mera sucesión de intuiciones, cualquier teorema de la cadena deductiva queda afectado de sospecha al haber intervenido el factor humano.

Las otras tres relaciones filosóficas están en la base de nuestros conocimientos empíricos. Se comprende, por tanto, la importancia de las mismas. Pero, por otro lado, las relaciones de identidad y de espacio-tiempo son poco conflictivas, pues se trata de percepciones inmediatas, que exigen la presencia simultánea en la mente de los dos objetos, o de un objeto en sus dos momentos; es decir, no van más allá de lo percibido, no implican el razonamiento, sino sólo la percepción, sólo la intuición. Otra cosa es inferir la identidad de un objeto a lo largo del tiempo, o la constancia de una relación espacio-temporal entre dos objetos; en tal caso se va más allá de la percepción, y sólo puede darse con la ayuda de otra idea, la de causa- efecto. De este modo, la idea de causa-efecto, que es esencial para afirmar la identidad de las cosas a lo largo del tiempo, o las relaciones objetivas constantes entre las mismas, se convierte para Hume en la clave de todo razonamiento, y en el objeto preferido de su análisis.

Hume aborda el análisis de la relación de causalidad por su lugar preferido: aplicando el "principio de la copia", es decir, buscando la impresión cuya imagen es la idea de causalidad. Porque, como bien dice, "el examen de la impresión confiere claridad a la idea, como el examen de ésta confiere similar claridad a todos nuestros razonamientos" [72]. Aplicando este método de indagación va descartando posibilidades. Así, la causalidad no es una "cualidad particular de los objetos", pues como todo ente puede ser considerado como causa o como efecto, debería de tratarse de una cualidad universal, común a todos los entes, cosa negada por el principio de la copia [73]. En consecuencia, si no es una cualidad de las cosas debería de ser una relación entre ellas, cualquier relación presente entre todas las parejas de ideas asociadas. Se observa que todas las ideas asociadas en relación causa-efecto tienen de común la relación de contigüidad en espacio y en tiempo. "Por tanto, puede considerarse que la relación de contigüidad es esencial a la de causalidad o, al menos, puede suponerse tal cosa" [74]. Esta relación de contigüidad parece comúnmente aceptada.

También se observa, aunque es una interpretación menos aceptada, que las ideas asociadas bajo la relación causa-efecto tienen en generalmente en común la "prioridad del tiempo de la causa con relación al efecto" [75]. En fin, una tercera idea asociada generalmente a la de causalidad es la de conexión necesaria entre la causa y el efecto, "que tiene, dice Hume, mucha más importancia que cualquiera de las dos mencionadas" [76]. En efecto, la mera vecindad espacio-temporal no nos impone la idea de causa, si no media la de "conexión necesaria".

Por tanto, analizando las cualidades de cada objeto, no encontramos entre ellas la de "causa" o la de "efecto" como pertenecientes al mismo; analizando las relaciones de espacio (contigüidad) y de tiempo (prioridad, sucesión) entre ambos, no se consigue dar completamente cuenta de la relación causal, cuya idea exige más que la coexistencia espacio-temporal. Por tanto, la conexión necesaria se convierte en la esencia de la causalidad, con lo cual se agudizan los problemas ya que no encontramos ninguna impresión de esa "conexión necesaria" que parece ser la esencia de la causalidad.

Hume, en consecuencia, se plantea la alternativa de aceptar que se trate de una idea sin impresión (imposible por el principio de la copia) o de una mera palabra sin contenido, sin idea. Pero antes de optar y acabar así el análisis, intenta un nuevo recorrido, tal vez no con el ánimo de obtener mejor resultado sino con el de hacer más rotunda su conclusión. El rodeo que inicia el análisis no es irrelevante, sino que supone una ocasión para someter a crítica dos principios básicos de la filosofía: el de causalidad universal y el de la constancia, uniformidad y homogeneidad en la relación causa-efecto. Y se plantea dos cuestiones: "¿Por qué razón afirmamos que es necesario que toda cosa cuya existencia tiene un comienzo deba tener también una causa? (...) ¿Por qué concluimos que tales causas particulares deben tener necesariamente tales efectos particulares?" [77]. La respuesta a estas preguntas le llevan a la crítica de la filosofía tradicional; al mismo tiempo que, en otra pregunta, traza los dos objetivos de su investigación filosófica: "¿Cuál es la naturaleza de la inferencia que hacemos de unas a otros, y de la creencia por la que confiamos en esa inferencia?" [78].


1.6. La impensable causalidad.

Tenemos, pues, dos preguntas críticas, que ponen en cuestión la teoría de la causalidad en la filosofía tradicional, y dos preguntas programáticas, que definen una nueva metodología filosófica, en la que no cuenta tanto la legitimidad de la "inferencia" o la racionalidad de la "creencia" sino la explicación de cómo una y otra son posibles. El nuevo programa de investigación abierto por Hume da la espalda a la búsqueda de la verdad o del razonamiento correcto para preocuparse por la descripción de los mecanismos que hacen posible, y tal vez necesario, que el entendimiento humano se deslice hacia la ficción o se consuele con la ilusión.

Veamos por separado las dos cuestiones. La primera, como hemos dicho, afecta a la base racional del principio de causalidad o, si se prefiere, a su verdad; la segunda, en cambio, se preocupa por nuestra aceptación del mismo, por los mecanismos que nos llevan a la creencia en su verdad, en suma, por su certeza.

Que "todo lo que empieza a existir debe tener una causa de su existencia" es un principio rara vez cuestionado en filosofía desde su época griega. Pero, aunque suele aceptarse sin discusión, como algo intuitivo, sin preocuparse de dar prueba alguna de su validez, lo cierto es -dice Hume- que si aplicamos a esta máxima el criterio de evidencia, es decir, el "principio de la copia" las cosas se complican considerablemente; en tal caso lo que aparece es poco o nada de certeza intuitiva y mucho de sospecha [79]. Porque, efectivamente, no se trata de una idea que responda fácil e inmediatamente al "principio de la copia", a algo de lo que podamos tener experiencia. Por otro lado, como todo conocimiento racional cierto se funda en la comparación de ideas según sus relaciones intrínsecas (semejanza, contradicción, proporciones en cantidad o número y grados de la cualidad), y no estando estas relaciones implicadas en el principio de causalidad universal, no es intuitivamente cierto.

Hume es consciente de que la validez de este argumento depende de su teoría del conocimiento y, en especial, de su criterio de evidencia. Pero, como siempre en estos casos, desafía a quienes no crean así a que aporten ellos pruebas convincentes en contra [80]. Así zanja la primera cuestión: el principio de causalidad no es una máxima intuitivamente cierta.

Se trata, ahora, de mostrar que tampoco es cierto demostrativamente. Su posición es nítida: "Nunca podremos demostrar la necesidad de una causa para toda nueva existencia, o nueva modificación de la existencia, sin mostrar al mismo tiempo la imposibilidad de que una cosa pueda empezar a existir sin principio generativo; y si no puede probarse esta última proposición deberemos perder toda esperanza de probar en algún caso la primera" [81]. El argumento parece irreprochable: la necesidad de la causa sólo es racionalmente aceptable si la no necesidad de la misma es absurda o contradictoria. Hume aplica una y otra vez el argumento de reducción al absurdo, de exquisito origen racionalista.

Y sigue argumentando: "Ahora bien: podemos convencernos de que es absolutamente imposible probar de forma demostrativa la última proposición, considerando que, como todas las ideas distintas son separables entre sí, y las de causa y efecto son evidentemente distintas, nos resulta fácil concebir cualquier objeto como no existente en este momento, y existente en el siguiente, sin unirle la idea distinta de causa o principio productivo. Por tanto, la imaginación puede hacer una clara separación entre la idea de causa y la de comienzo de existencia. Y, por consiguiente, es de tal modo posible la separación real de estos objetos, que ello no implica contradicción ni absurdo alguno, por lo que dicha separación no puede ser refutada por ningún razonamiento efectuado en base a meras ideas; y sin esto es imposible demostrar la necesidad de una causa" [82].

Si reconstruimos la argumentación podremos resaltar, al tiempo que la coherencia del discurso humeano, la ironía de un empirista usando una argumentación racionalista. Se trata de mostrar que el principio de causalidad no es demostrable racionalmente; es decir, que no puede deducirse del mero análisis de las ideas. Pues en este análisis rige el principio de individuación: todo lo que es debe poder ser pensado; lo que es distinto y separado debe poder ser pensado como distinto y separado. Es decir, el pensar, sus formas y límites acota el campo del ser.

Ahora bien, la idea de "causa" y la idea de "comienzo de existencia" no serían pensables separadamente para un racionalista; pero, para Hume, en quien pensar es imaginar, no ocurre así. La imaginación puede concebir separadas dichas ideas. Por tanto, en base al principio de individuación, que en su formulación abstracta es común al racionalismo y al empirismo, puede concluir que, por ser ideas distintas, tienen existencia separada, es decir, no se exigen la una a la otra: "De acuerdo con ello, mediante un examen adecuado encontraremos que toda demostración que haya sido presentada en favor de la necesidad de una causa es falaz y sofística" [83]. De forma hábil Hume se pone en terreno del enemigo, acepta su principio fundamental de la determinación del ser por el pensar y, jugando con la ambigüedad de la "percepción", utilizable tanto para operaciones de la "res cogitans" cartesiana como de la "fancy" humeana, disuelve todo argumento en favor de la causa.

Efectivamente, el argumento es de exquisito gusto racionalista, y particularmente cartesiano. Como en el filósofo francés, la "evidencia" de una idea o teoría surge cuando es imposible pensar que no es así, es decir, que sea de otra manera. La "evidencia racional" exige demostrar la necesidad de que algo sea así, y esa necesidad quiere decir que hay razón suficiente para que sea así y, al mismo tiempo, sea imposible ser de otra manera. Por eso, mientras sea posible pensar otra hipótesis, como la de que algo pueda comenzar a existir sin principio generativo alguno (se trata sólo de una exigencia lógica, de poder pensarlo, es decir, que no sea contradictorio ni absurdo), no aparecerá la evidencia del principio de causalidad universal.

Hume sabe que demostrar la imposibilidad de demostrar el principio de causalidad no es lo mismo que demostrar la posibilidad de la ausencia de causalidad. En ningún modo está proponiendo otro sistema filosófico, en el que se diera un mundo sin causalidad; simplemente está mostrando que el principio de causalidad en el que se basan todas las filosofías no es racionalmente -ni intuitiva ni demostrativamente- demostrable.

En rigor, basta con que no sea imposible la concepción de un origen de las cosas sin causalidad, con que no sea demostrable su imposibilidad, para que valga como prueba contra la evidencia o racionalidad de la causalidad universal. Pero Hume va más lejos, y pretende demostrar la indemostrabilidad de la imposibilidad de un origen de la existencia sin principio generativo que la cause. Para ello recurre al principio de individuación. Como las ideas de "causa" y de "efecto" son distintas, son separables; por tanto, es posible concebir (tener su idea) cualquier objeto como no existente antes y existente ahora sin que incluya entre sus cualidades la idea de causa o de efecto. Si la "causa" no es la "existencia", si es distinta, entonces es distinguible, es decir, es separable: luego puede tenerse la idea de "existencia" de algo sin asociarla necesariamente a la idea de "causa".

El argumento de Hume parece riguroso, impecable, una vez se aceptan los presupuestos de su filosofía. Ciertamente, estos principios son discutibles; pero aquí nos preocupa únicamente la coherencia de su razonamiento con los mismos.

Hume da un rápido repaso a diversas teorías de la causalidad de diversos filósofos. Hobbes [84] había abordado el tema en términos parecidos al de Hume. Reconocía que la posibilidad o no de concebir un comienzo de la existencia sin causalidad dependía de que pudiera ser pensado un mundo sin causalidad. Al intentar pensarlo, dice Hobbes, uno se da cuenta de que, en tal caso, no habría razón alguna para que el ser que viene a la existencia lo hiciera en un tiempo y lugar en vez de en otro; esta indeterminación, esta falta de razón suficiente, implicaría la no existencia [85]. La respuesta de Hume es simplemente genial: "¿hay más dificultad en suponer que el tiempo y el lugar estén determinados sin causa, que en suponer que la existencia esté determinada de esta manera?" [86]. Hume lúcidamente ha visto que la pregunta por el "cuándo" y por el "dónde" son otras dos formas de preguntarse por la "causa", como la pregunta por la "existencia": "el absurdo de uno de los supuestos no puede ser nunca prueba del otro, dado que ambos se encuentran en igual plano y deben establecerse o caer en virtud del mismo razonamiento" [87].

La segunda crítica la dirige a Clarke, a su tesis de que "es necesario que algo haya existido eternamente" [88]. La tesis le parece a Clarke "absolutamente innegable", evidente, tanto que ningún ateo la habría negado. No obstante, a pesar de su evidencia, se empeña en demostrarla. Para ello viene a decir que, ya que es obvio que ahora existe algo, es necesario que algo haya existido siempre, pues de lo contrario habría que aceptar que las cosas provienen de la nada, lo que es obviamente absurdo.

Es fácil comprender la sonrisa que esbozaría Hume. El escocés diría que, entonces, lo realmente evidente es que algo existe ahora, en lo que estaría de acuerdo. Y deducir de aquí la existencia eterna de algo, por no aceptar el absurdo de la existencia sin causa, es una falacia, pues se apoya en la necesidad de la causa, precisamente el principio en cuestión.

Pero el argumento de Clarke va más lejos. Viene a decir que afirmar que una cosa es producida y no tiene causa, es como decir que es consecuencia sin ser consecuencia de nada. A esta teoría de la "causa sui" de Clarke contesta Hume, con finura, que no es lo mismo afirmar que una cosa es su propia causa que afirmar que no tiene causa; en el primer caso, en el fondo, se sigue usando el principio de causalidad como fundamento del argumento, cuando es el tema a demostrar.

En el fondo los detalles de la polémica no son relevantes para nuestro objetivo. Lo que nos interesa resaltar es que Hume encuentra una falacia común: demuestran la necesidad racional de la causa (sea o no de forma convincente) partiendo de la aceptación del principio de causalidad. De este modo quedan enredados en el sofisma. Pues si se afirma que es absurdo pensar un origen sin causa porque tal cosa implica quedarnos con un mundo sin causalidad, o sin explicación causal, o sin algún elemento derivado de tal supuesto de causalidad, ciertamente se permanece en el sofisma.

Con su "victoria" sobre los filósofos de la causalidad ha dejado claro que dicho principio no es justificable racionalmente. La primera cuestión planteada queda, pues, así resuelta. Queda, no obstante, por probar si un principio así puede o no tener su origen en la experiencia: "Dado que no es del conocimiento (intuitivo) o de un razonamiento científico de donde derivamos la opinión de la necesidad de que toda nueva producción tenga causa, esa opinión deberá surgir necesariamente de la observación y la experiencia" [89]. En consecuencia, la tarea inmediata ha de consistir en describir cómo la experiencia genera tal principio. En definitiva, y generalizando el problema, se trata de explicar cómo y por qué hacemos inferencias, concluimos de causas particulares efectos particulares.

Hume describe el problema señalando los tres elementos de todo argumento causa-efecto: una impresión original o, al menos, una copia de esa impresión, una idea, y una idea de la existencia. Estos dos elementos configuran tres problemáticas: "Primero: la impresión original. Segundo: la transición a la idea de la causa o el efecto conectados. Tercero: la naturaleza y cualidades de esa idea" [90].

La impresión original, origen de la inferencia causal, es de suyo problemática en cuanto a su origen. Como dice Hume, "Por lo que respecta a las impresiones procedentes de los sentidos, su causa última es en mi opinión perfectamente inexplicable por la razón humana. Nunca se podrá decidir con certeza si surgen inmediatamente del objeto, si son producidas por el poder creador de la mente, o si se derivan del autor de nuestro ser" [91]. Es decir, el problema del origen de las impresiones queda así definitivamente zanjado como inexplicable: ninguna de las teoría vigentes, la de Hobbes y Locke, la de Descartes y Leibniz o la de Berkeley, son satisfactorias ni conclusivas. De todas formas, es un problema menor respecto al objetivo aquí planteado: el de la inferencia. La posibilidad y legitimidad de la misma no dependen del carácter de las impresiones de que se partes, sean éstas "verdaderas o falsas", representen "correctamente" a la naturaleza o sean "meras ilusiones" de los sentidos. Lo importante para Hume no es el status ontológico o epistemológico de las impresiones, sino el principio que afirma que en nuestras inferencias causales siempre partimos de una percepción (impresión de los sentidos o idea de la memoria) en la que se cree espontáneamente.

Hume parece insistir en que se trata de ideas de la memoria, que aquí diferencia de las ideas de la imaginación, en el sentido de mera fantasía [92], sin más diferencia que la "superior fuerza y vivacidad". Esta superior vivacidad y fuerza de las impresiones de los sentidos y las ideas de la memoria respecto a las ideas de la imaginación permiten a Hume una interesante conclusión: esa fuerza y vivacidad constituyen la creencia y, en rigor, son el origen del juicio: "en este sentido creer es sentir una inmediata impresión de los sentidos, o una repetición de esa impresión en la memoria. No es sino la fuerza y vivacidad de la percepción lo que constituye el primer acto del juicio y pone las bases de ese razonamiento, construido sobre él, cuando inferimos la relación de causa y efecto" [93].

La fuerza de las impresiones y de las ideas de la memoria fundan la creencia en su verdad, en su realidad; por tanto, son el primer paso hacia la inferencia, hacia el juicio. La inferencia de una idea a otra (de la causa al efecto, o viceversa), no se hace mediante el análisis de ambas ideas, mediante la comparación entre ambas: no hay objeto que, examinado en sí mismo, cuente entre sus cualidades la de ser causa de otro, la de exigir y hacer necesario la existencia del otro [94]. La inferencia tampoco se realiza por intuición de una relación especial entre ambas ideas. "Por consiguiente, sólo por experiencia podemos inferir la existencia de un objeto de la del otro" [95].

Se trata ahora de describir la experiencia: "La naturaleza de la experiencia consiste en esto: recordamos haber tenido ejemplos frecuentes de la existencia de una especie de objetos; recordamos también que los individuos pertenecientes a otra especie de objetos han acompañado siempre a los primeros, y que han existido según un orden regular de contigüidad y sucesión con ellos. De este modo recordamos haber visto esta especie de objetos que denominamos llama, y haber sentido esa especie de sensación que denominamos calor. Y de la misma manera recordamos mentalmente su conjunción constante en todos los casos pasados. Sin más preámbulos llamamos a los unos causa y a los otros efecto, e inferimos la existencia de unos de la de los otros" [96].

Hume parece encontrar de este modo lo que buscaba: la relación de "conjunción contante", que acompaña a las de "contigüidad" y "sucesión", que por sí mismas eran insuficientes para explicar la génesis de la relación causal. Ahora bien, la conjunción constante, que implica que "objetos parecidos se disponen siempre en relaciones parecidas de contigüidad y sucesión", implica sólo eso, y nada más; es decir, en modo alguno implica necesidad. Lo único conseguido es la multiplicación -por la memoria- de los casos de contigüidad y sucesión que nos presentaron los sentidos [97]. Y, como reconoce Hume, ni siquiera la repetición al infinito de una impresión nos permite pasar a una idea nueva como la de "conexión necesaria".

O sea, en rigor no hemos avanzado nada. Estamos en la misma situación, en que la razón niega la posibilidad de derivar la necesidad de la experiencia mientras el conocimiento natural constantemente ejerce esa operación ilegítima. Por tanto, y dado que la contraposición es insalvable, pues ni el conocimiento natural, la imaginación, los mecanismos espontáneos de la mente, dejarán de funcionar así, ni la razón sustituirá sus exigencias, hay que concluir, primero, que la exigencia filosófica de fundamentación racional del conocimiento es inviable; segundo, que la tarea de la filosofía, incapacitada para la fundamentación racional, debe ser la de explicar los mecanismos de la imaginación, es decir, la de ofrecer una descripción verosímil del proceso mental de la inferencia. Porque, sospecha Hume, "es posible que en última instancia se vea que la conexión necesaria depende de la inferencia, en lugar de depender la inferencia de la conexión necesaria" [98].

La razón legitima su tesis de la imposibilidad de la inferencia sobre el supuesto de que ésta sólo es posible si se prueba la necesidad del vínculo, es decir, sobre la hipótesis metafísica de la "conexión necesaria". Tenemos, pues, una situación de las que gustan al escocés: la razón con sus exigencias irrenunciables enfrentadas a la realidad empírica. Efectivamente, por un lado tenemos al conocimiento natural, que opera infiriendo de forma espontánea y ajeno a las exigencias y escrúpulos de la filosofía; por otro lado, la filosofía aspirando al conocimiento racional, para lo cual no vacila en recurrir a hipótesis metafísicas arbitrarias, como la de conexión necesaria o "concatenación universal"; por último, la razón analítica que encuentra la operación del conocimiento natural sin fundamento, envuelta en la ilusión, y la del conocimiento filosófico, que para salvarse de lo inevitable, del escepticismo, recurre a hipótesis extravagantes, falaz y ficticia. Ante tal situación -que, como decimos, es la preferida por Hume para fijar su posición- el escocés se alza rechazando al mismo tiempo la ficción innecesaria de la razón dogmática del filósofo y la existencialmente imposible suspensión del juicio de la razón escéptica, tratando de comprender la necesidad de la ilusión del conocimiento natural. Es decir, y aunque parezca retórico, trata de comprender la necesidad de que el conocimiento natural opere fingiendo el vínculo de necesidad entre causa y efecto. Y, al mismo tiempo, la no necesidad de que el conocimiento filosófico finja una necesidad universal.

Es importante comprender esta actitud de Hume. Comprender la necesidad de que el conocimiento natural finja la necesidad en el orden natural equivale a aceptar que dicho conocimiento no es arbitrario ni gratuito, aunque no sea objetivo ni absoluto. En cambio, negar la legitimidad de esa ficción en el conocimiento filosófico, equivale a oponerse a una ilusión arbitraria e innecesaria. El conocimiento natural, viene a defender Hume, puede y debe ser aceptado como legítimo (o sea, como práctico) y como necesario (es decir, como inevitable para el hombre), pues su función no es alcanzar la verdad, sino determinar la vida; en cambio, el conocimiento filosófico, cuyo sentido le viene de su pretensión de verdad, no se justifica de ningún modo sino con la conquista de ésta, tal que en el mismo las ficciones expresan su miseria.

Volvamos al problema. Sabemos ya que la transición de una idea a la otra se basa en la experiencia, en el recuerdo de su "conjunción constante". Aún cabe una nueva pregunta: ¿quién obliga a la mente a llevar a cabo la transición? Podía sospecharse que la razón, en cuyo caso se admite el principio de que "casos de los que no hemos tenido experiencia deben ser semejantes a aquellos en que sí la hemos tenido, pues la naturaleza sigue siempre el mismo curso" [99]. Tal hipótesis de la "uniformidad de la naturaleza" no resiste la crítica humeana: el principio de individuación vuelve a ser demoledor. Es obvio que podemos imaginar un cambio en el orden de la naturaleza: nuestra mente es capaz de representársela con leyes invertidas. Por tanto, "ello prueba suficientemente que tal cambio no es absolutamente imposible". Y si no es imposible concebirlo, es posible que sea o llegue a ser; y, en consecuencia, su opuesto no es necesario, sea o no más verosímil. Pues "formar una idea clara de algo es un argumento innegable de su posibilidad, y constituye por sí solo una refutación de cualquier pretendida demostración en contrario" [100].

Si rebajamos el nivel de exigencia y nos quedamos sólo con los conocimientos probables, no ganamos mucho. Una inferencia probable se apoya, igualmente, en la hipótesis de que "existe semejanza entre objetos de los que hemos tenido experiencia y objetos no experimentados" [101]. Ahora bien, esta hipótesis, para no caer en petición de principio, deduciéndose de los principios que quiere fundamentar, habría de ser intuitiva.

En conclusión, no hay otra solución que reconocer la impotencia de la razón para fundar la inferencia causal: "Así, no solamente fracasa nuestra razón en el descubrimiento de la conexión última de causas y efectos, sino que incluso después de que la experiencia nos haya informado de la conexión constante, nuestra razón es incapaz de convencernos de que tengamos que extender esa experiencia más allá de los casos particulares observados. Suponemos que debe haber, pero nunca podremos probarlo, una semejanza entre los objetos experimentados y los que están más allá de nuestra experiencia actual" [102].

Ahora bien, si la mente pasa una y otra vez de la causa al efecto y viceversa, aunque sea sin razón para ello, es por algo, no por azar o gratuidad, negadas en la misma regularidad de esas inferencias. Si no actúa sometida a los principios de la razón, lo hace sometida a las cualidades de las ideas y a los hábitos o disposiciones que éstas han determinado en ella. "Por tanto, cuando la mente pasa de la idea o impresión de un objeto a la idea de otro, o creencia en él, no está determinada por la razón, sino por ciertos principios que asocian las ideas de estos objetos y las unen en la imaginación. Si las ideas no tuvieran más unión en la fantasía que la que los objetos parecen tener en el entendimiento, jamás podríamos realizar una inferencia de las causas a los efectos ni basar nuestra creencia en ningún hecho. Por tanto, la inferencia depende exclusivamente de la unión de ideas" [103].

En conclusión, la asociación de ideas en la imaginación es un poco más libre que lo que permiten las reglas del entendimiento. Sometidas al rigorismo de éstas nunca sería posible hacer inferencia causal alguna; peor aún, tal vez no habría otra salida que la "suspensión del juicio". Pero la imaginación, que actúa en el conocimiento natural, soluciona esos problemas, supera esos límites y provoca la creencia y el juicio donde la razón sólo puede poner la duda o el silencio. Así, la causalidad, relación filosófica, es también una relación natural, y gracias a ello, a estar regida por la asociación de ideas, podemos hacer inferencias: "No tenemos otra noción de causa y efecto que la de ciertos objetos siempre unidos entre sí, y observados como inseparables en todos los casos pasados. Y no podemos penetrar en la razón de esa conjunción, sino que observamos tal sólo la cosa misma, hallando en todo momento que es por esa conjunción constante por lo que los objetos se unen en la imaginación. Cuando nos es presente la impresión de un objeto, nos formamos inmediatamente una idea de su acompañante habitual y, en consecuencia, podemos establecer como elemento de la definición de opinión o creencia que es una idea relacionada o asociada con una impresión presente" [104].


1.7. De la verdad a la creencia.

De la misma manera que la idea de existencia de un objeto no añade nada nuevo a la idea de éste, lo mismo ocurre con la creencia en la existencia de dicho objeto: "Es evidente que todos los razonamientos de causas o efectos desembocan en conclusiones concernientes a cuestiones de hecho, esto es, concernientes a la existencia de objetos o de sus cualidades. Es también evidente que la idea de existencia no se diferencia en nada de la idea de un objeto y que, cuando concebimos una cosa como existente después de haberla concebido sin más no hacemos en realidad adición o alteración alguna de nuestra idea primera. (...) Más aún, no me conformo con afirmar que la concepción de la existencia de un objeto no supone adición alguna a la simple aprehensión, sino que sostengo también que la creencia de que algo existe no añade nuevas ideas a las componentes de la idea del objeto. No aumenta ni disminuye la idea que tengo de Dios cuando pienso en El, cuando lo pienso como existente o cuando creo en su existencia" [105].

Pensar en algo como existente, y creer en ese algo, no son cosas distintas a tener su idea. Y, por otro lado, tener la idea de algo no implica ni su existencia ni nuestra creencia en ello. Podemos tener la idea de que "César murió en su cama" en ambos casos, es decir, creyendo o no creyendo en ella. Ahora bien, en el primer caso, mi creencia no añade nada nuevo a la idea, de donde surge la pregunta esencial: "¿en qué consiste la diferencia entre creer una proposición y no creerla?" [106].

Al respecto conviene distinguir entre las proposiciones formalmente verdaderas (tanto las intuitivas como las demostrativas), cuya evidencia se impone a la mente, que no puede dejar de asentirlas, de creer en ellas, y las proposiciones fácticas, en particular las inferencias causales. Es en este último caso donde sigue válida la pregunta sobre la diferencia entre la incredibilidad y la credibilidad de una proposición o idea. Ahora bien, si éstas no son cualidades diferenciadas (que serían "distinguibles"), lo único razonable parece ser considerarlas "modos" de concebir la idea.

¿En qué consiste esa modalidad? La respuesta adecuada será la de una pregunta así formulada: ¿en qué modo puede ser concebida una idea tal que, sin añadir ni quitar de ella ninguna cualidad, produzca en su percepción algunas diferencias? Hume, para contestar, toma el ejemplo de la relación entre impresiones e ideas-copias: ésta no añade ni quita a aquélla ninguna cualidad, pero, en cambio, no se confunde con ella, variando en "fuerza" y "vivacidad". De este modo entra en conflicto con toda la teoría tradicional que, distinguiendo entre tres actos del entendimiento -aprehensión, juicio y razonamiento- como tres momentos sucesivos y tres operaciones diferenciadas, ponía el tema de la verdad en el segundo peldaño, en el juicio. Hume, en cambio, se esfuerza en mostrar que hay juicios que no son unión de ideas y razonamientos o inferencias que no necesitan dos juicios: "Ya consideremos un solo objeto o varios, ya fijemos nuestra atención en estos objetos o pasemos de ellos a otros distintos: en cualquier forma u orden en que los estudiemos, el acto de la mente se limita a ser una aprehensión simple. La única diferencia notable a este respecto se produce cuando unimos la creencia a la concepción y nos persuadimos de la verdad de lo que concebimos. Nunca ha sido explicado hasta ahora este acto de la mente por filósofo alguno, por lo que me siento en libertad de proponer una hipótesis relativa a dicho acto, a saber: que es tan sólo una aprehensión fuerte y firme de una idea, y tal que en cierta medida se acerque a una impresión inmediata" [107].

Juzgar es sentir, dirán Condillac y Helvétius, causando las iras de Rousseau, para quien, al fin y al cabo, también juzgar era sentir, pero en el sentido de "sentimiento" y no ya de mera "sensación". Para Hume, con una concepción de la mente tal que ésta fundamentalmente sólo capta lo que en ella ocurre, no con una "res cogitans" que tiene la especial esencia de pensar, juzgar es siempre un acto de aprehensión de una relación, de una identidad o una diferencia, con la peculiaridad de que, cuando se cree en él, es sentido con mayor fuerza. De la misma manera que se nos impone la impresión de los sentidos, y no así la "ficción" débil e imprecisa de las ideas de la imaginación, así la creencia es un "modo de sentir" una idea o proposición. Y aunque el escocés es consciente de que su análisis no es suficientemente nítido [108], confía en que cada uno lo entenderemos por nuestra experiencia. Su ejemplo es muy elocuente: "Se encontrará también que la definición de creencia se adecúa por completo al sentir y experiencia de cada uno. No hay nada más evidente que el hecho de que las ideas a que asentimos son más fuertes, firmes y vivaces que los vagos ensueños de quien hace castillos en el aire. Es claro que cuando dos personas comienzan a leer un libro, tomándolo la una por obra de ficción y la otra por historia real, ambas reciben las mismas ideas y en el mismo orden; pero ni la incredulidad del primer lector ni la credulidad del segundo impiden que ambos atribuyan al autor del libro exactamente el mismo sentido. las palabras del autor producen las mismas ideas en los lectores, aunque su testimonio no tenga la misma influencia sobre ellos (...)" [109].

Hume da así espesor a la mente, que por un lado es imaginación, proceso de imágenes externamente determinado, como la escritura de lo otro en nuestra subjetividad; pero, al mismo tiempo, es reconocimiento o rechazo, afirmación o negación, lectura crítica, imaginación sentida, espectáculo en el que nos prendemos, acabando por ser sus víctimas para poder ser su dueño.

Pero, si la creencia es "una idea vivaz relacionada con una impresión presente", ¿ cuál es la causa de esa vivacidad? La respuesta es obvia: la costumbre, que no es otra cosa que la experiencia reiterada y activadora, de modo que ha llegado a constituirse como disposición: "La costumbre actúa antes de que nos dé tiempo a reflexionar. Los objetos parecen de tal modo inseparables que no tardamos ni un instante en pasar del uno al otro. Pero como esta transición se debe a la experiencia, y no a una conexión necesaria entre las ideas, tenemos necesariamente que reconocer que la experiencia puede producir una creencia y un juicio de causas y efectos mediante una operación secreta y sin que nosotros pensemos en ella. Y esto suprime toda duda -si es que quedaba alguna- para afirmar que la mente acepta completamente, y por razonamiento, el principio de que casos de los que hemos tenido experiencia deben ser necesariamente semejantes a aquéllos en que sí la hemos tenido" [110].

Una "operación secreta", es decir, una acción mecánica sin más razón que su propio automatismo. Después vendrá la razón filosófica a justificar dicho automatismo introduciendo el "principio de homogeneidad de la naturaleza", o el "principio de semejanza entre los efectos y sus causas", o el "principio de analogía", etc.; pero lo cierto es que no está autorizada a poner tales principios, y que su credibilidad no le viene de su fuerza racional sino del hábito, al que camufla y reproduce.

Aceptado que la creencia no es sino "la concepción más intensa y vivaz de una idea", podría pensarse que se basa tanto en la semejanza y la contigüidad como en la causalidad, pues las tres relaciones tienen el efecto de avivar nuestras ideas. Sin embargo, no es así: sólo se deriva de la causalidad, según Hume. Y ello porque sólo esta relación produce la idea de realidad.

El primer paso es, sin duda, la fuerza, la vivacidad, que acerca las ideas a las impresiones y les hace ser sentidas como reales, a diferencia de las otras ideas de la imaginación, que en su tenuidad más parecen ficciones: "Es evidente que cuando algo presente a la memoria excita la mente con una vivacidad tal que lo asemeja a una impresión inmediata, deberá convertirse en punto importante en todas las operaciones de la mente y distinguirse con facilidad de las meras ficciones de la imaginación. De estas impresiones o ideas de la memoria formamos una especie de sistema comprehensivo de todo lo recordado como presente a nuestra percepción interna o a nuestros sentidos. Llamaremos realidad a cada individuo de ese sistema conectado con las impresiones presentes" [111].

Pero esto es sólo el comienzo. Junto a este sistema de percepciones vividas como reales hay otro asociado por las costumbres, o sea, por la relación causa-efecto, que también es regular en su orden, fijo, por lo que queda incluido en el campo de lo real. Hume dice que: "El primero de estos sistemas constituye el objeto de la memoria y de los sentidos; el segundo, del juicio" [112]. El primer sistema es limitado; el segundo lo amplía, multiplica el número de los seres, lo extiende en el espacio y en el tiempo más allá de nuestra memoria y de nuestros sentidos, aunque sin rebasar nunca la experiencia, gracias a la apropiación de los sentidos y la memoria de los otros hombres: "Por medio de tal principio, reproduzco el universo en mi imaginación y fijo mi atención sobre la parte de éste que me plazca, me formo una idea de Roma, ciudad que ni veo ni recuerdo, pero que está unida a impresiones que recuerdo haber recibido en la conversación y en los libros de viajeros e historiadores" [113]. Y unimos esa idea a unas formas políticas y religiosas, a unas costumbres y culturas, a unos orígenes y cambios sociales.

Por tanto, la vivacidad no genera la creencia. Un poeta puede acumular vivas ideas sobre los Campos Elíseos, pero no conseguirá añadir la creencia en los mismos. La relación causal, en cambio, es necesaria y suficiente para persuadirnos de la existencia real, al tiempo que esta persuasión es condición muy favorable para hacer más vivos los efectos de la semejanza y la contigüidad. O sea, no es tanto la fuerza y vivacidad momentánea con que una idea es sentida, sino su constancia, su fijeza, su repetición, su orden, lo que genera la creencia. Si bien en situaciones extraordinarias (poesía, locura) la imaginación puede provocar creencias, nunca lo consigue con la fuerza y fijeza del razonamiento causal.


2. Diálogo con el escepticismo.

2.1. El problema hermenéutico.

El escepticismo de Hume, si atendemos a la historiografía, es problemático [114]. Textos como el siguiente, que suelen estar en el centro de las interminables discusiones, permiten tanto defender un Hume escéptico como antiescéptico o como peculiarmente escéptico: "Según esto, el escéptico sigue razonando y creyendo hasta cuando asegura que no puede defender su razón mediante la razón; y por la misma regla, se ve obligado a asentir al principio concerniente a la existencia de los cuerpos, aunque no pueda pretender sostener la veracidad de tal principio con argumento filosófico alguno. La naturaleza no le ha dejado a este respecto opción alguna, pensando sin duda que se trataba de un asunto demasiado importante para confiarlo a nuestros inseguros razonamientos y especulaciones. Podemos muy bien preguntarnos qué causas nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos, pero es inútil que nos preguntemos si hay o no cuerpos. Este es un punto que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamientos" [115].

Como decíamos, esta ambigüedad de los textos de Hume se refleja en la historiografía. Dos estudios recientes, bien documentados y con potencia argumentativa son los de Fogelin y Norton. El de Fogelin [116] recurre a una interesante distinción entre escepticismo "antecedente" y "consecuente"; Norton [117] establece la distinción entre la moral y la metafísica humeana. Ambos casos, pues, expresan la complejidad del problema, que lleva a los autores a establecer distinciones y destacar peculiaridades.

La verdad es que el Treatise, desde su publicación, fue denunciado como escéptico [118]. Entre los críticos figuraban autores tan ilustres y bien documentados como Thomas Reid, que parece pensar contra Hume en obras como An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense (1764) o Essays on Intellectual Powers of Man (1785) [119].

La tesis del escepticismo de Hume, a través de mil metamorfosis, se prolonga hasta nuestros días. En un libro tan brillante como el de Richard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature) [120], se resalta el escepticismo humeano en base a la tesis de éste por la cual "nada conocemos sino nuestras propias ideas", tesis que no tendría inconveniente en aceptar ni el mismísimo Descartes. Y la misma se mantiene incluso en quienes se esfuerzan en definir el escepticismo de Hume como peculiar, como Richard H. Popkin [121].

De todas formas, una tradición más reciente, pero sólida, ha cuestionado esta interpretación escéptica del escocés. En ella se alinearían autores tan prestigiosos en los estudios humeanos como Norman Kemp Smith [122], Barry Stroud [123] o Nicholas Capaldi [124]. Un análisis pormenorizado de las actitudes tomadas ante el escepticismo de Hume serviría más para conocer la filosofía contemporánea que para esclarecer la posición del escocés. Christopher Hookway [125] tiene razón al afirmar que buena parte de los problemas hermenéuticos provienen de la relación, o confusión, entre "escepticismo" y "naturalismo". Nos sugiere la conveniencia de distinguir el escepticismo como filosofía del escepticismo intrínsecamente ligado y derivado de la metodología empírica moderna [126].

Esta distinción, que nos parece importante para el esclarecimiento del problema, es compatible con la tesis de Robert J. Fogelin, que distingue dos formas de escepticismo: "antecedente" y "consecuente". El primero tendría su mejor expresión en el método cartesiano, y se caracterizaría por extender la duda tan lejos como sea posible antes de dar un paso en nuestros conocimientos científicos o filosóficos; sería, pues, un escepticismo propedéutico, requisito del moderno método científico; el "consecuente" sería el resultado de la aplicación del método científico, que determinaría la relación con las ideas. Fogelin se apoya en el Abstract [127] del Treatise, donde Hume define su proyecto como una "anatomía de la naturaleza humana" en los límites estrictos de la experiencia. En el mismo se expresa la pretensión de un sistema, que comprendería la lógica, la moral y la política, y donde ni siquiera la lógica se entiende en términos escépticos: "El fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonar y la naturaleza de nuestras ideas" [128].

El escepticismo de Hume, por tanto, según Fogelin no es de "principio", no es filosófico; sería una consecuencia del método científico empírico; sería un "escepticismo consecuente", en terminología de Fogelin. Un escepticismo derivado de su "ciencia de la naturaleza humana" y, más particularmente, de su método empírico. Tenemos, pues, una alternativa: o un Hume filosóficamente escéptico que sigue una metodología y una concepción del hombre coherentemente con ese escepticismo antecedente; o un Hume científico empirista, experimental, de la naturaleza humana, y por tanto filosóficamente escéptico consecuente, es decir, derivado del método, de la ciencia. A favor de esta segunda tesis hay un hecho relevante: Hume no monta su filosofía en una confrontación con el escepticismo tradicional. Más bien al contrario, encuentra en la naturaleza humana la única esperanza contra el pirronismo. Hume piensa que la filosofía nos volvería a todos pirronianos si la naturaleza no fuera suficientemente fuerte para resistirlo. Es precisamente su teoría de la naturaleza humana, su conocimiento empírico de la misma, la que le lleva a reconocer, al mismo tiempo, el problema y la solución: que la filosofía es impotente para fundamentar la certeza y que la naturaleza presta su fuerza para garantizar la creencia necesaria en la vida práctica.

Compartimos en su formulación general la idea de Fogelin, que interpretamos en el sentido de negar la militancia escéptica de Hume y afirmar su pensamiento como escepticismo post-escéptico, es decir, como la conciencia de quien ha llevado a cabo la travesía escéptica y acepta como incognoscible lo que no se puede conocer. El escepticismo post-escéptico es la posición filosófica de quien, admitiendo la imposibilidad de todo fundamento fuerte y la esterilidad de seguir debatiendo en pro o en contra del mismo, opta por pensar en los límites de los poderes humanos; en otras palabras, quien tras la nostalgia ante el fracaso del proyecto de fundamentación metafísica lo acepta como liberación y lo sustituye por una fundamentación política.

Ch. Hookway sostiene dos líneas de diferenciación entre Hume y Pirrón, que nos parecen fecundas. Por un lado, Hume consideraría la investigación filosófica como consustancial a nuestra naturaleza; es decir, "naturalmente" reflexionamos sobre nuestra actividad cognitiva, buscando clarificar el apoyo racional de nuestras opiniones. Así, en los Diálogos sobre la religión natural, describe como natural el pensamiento filosófico: "Desde nuestra primera infancia hacemos continuos avances en la construcción de principios de conducta y razonamiento cada vez más generales; y a medida que adquirimos mayor experiencia y contamos con una razón más fuerte, convertimos a nuestros principios en más generales y comprensivos. Y lo que llamamos filosofía no es sino una operación del mismo tipo más metódica y regular. Filosofar sobre tales objetos no es esencialmente diferente a razonar en la vida ordinaria, y solamente podemos esperar mayor estabilidad, si no mayor verdad, de nuestra filosofía sobre la base de su más exacto y riguroso método de proceder" [129].

Por otro lado, Ch. Hookway destaca que la idea de Hume del valor y naturaleza de la filosofía surge de una especie de historia natural de las teorías filosóficas [130]. Ciertamente, Hume distingue tres grados: "Si examinamos este asunto podemos observar una gradación de tres opiniones derivadas unas de otras, según que quienes las formulan van adquiriendo nuevos grados de razón y conocimiento. Estas opciones son las del vulgo, la de una falsa filosofía y la de la verdadera" [131]. Y Hookway interpreta que el escocés pretende mostrar que "la filosofía verdadera se acerca más a las concepciones del vulgo que a las de un conocimiento erróneamente planteado" [132].

Si leemos con detenimiento el texto que sigue, comprenderemos la "peculiaridad" del escepticismo de Hume. Lo que hace es, precisamente, describir la mente como un campo fenoménico: "Dada su forma común y descuidada de pensar, a los hombres les resulta natural imaginar que perciben una conexión entre objetos que han encontrado constantemente unidos entre sí, y como la costumbre ha hecho que se difícil separar las ideas, se inclinan a figurarse que una separación tal es de suyo algo imposible y absurdo. Pero los filósofos, que hacen abstracción de los efectos de la costumbre y comparan las ideas de los objetos, se dan cuenta enseguida de la falsedad de estas concepciones vulgares y descubren que no existe ninguna conexión conocida entre objetos. Todo objeto diferente les parece enteramente distinto y separado de los demás, y advierten que no se debe a la contemplación de la naturaleza y cualidades de los objetos el que infiramos uno del otro, sino que hacemos esto solamente cuando en varios casos observamos que se encuentran en conjunción constante" [133].

Vemos, por tanto, que el pensamiento vulgar, natural, espontáneo, es para nuestro autor algo así como un fenómeno incontrolado de asociación de ideas en base a leyes naturales. La costumbre en la percepción generaría inclinaciones, tendencias de la mente. Por el contrario, la filosofía sería una rebelión contra la costumbre, contra la experiencia o, mejor, contra la naturaleza.

Ahora bien, aunque la filosofía sea suficientemente lúcida para "librarse del error vulgar de que existe una conexión natural y perceptible entre las distintas cualidades sensibles y acciones de la materia", no lo es, no es "suficientemente razonable", para renunciar a toda conexión y ahorrarse el buscar "esta conexión en la materia o en las causas" [134]. Estos filósofos no se atreven a concluir que "no tenemos idea alguna de poder o actividad que esté separada de la mente y pertenezca a las causas" [135].

Más aún, como dice Hume: "Si hubieran llegado a la conclusión correcta, habrían regresado a la situación en que se encuentra el vulgo, y habrían mirado todas estas disquisiciones con despego e indiferencia. En la actualidad parecen hallarse en una muy lamentable condición, de la que los poetas no nos han dado sino un pálido reflejo cuando describen los tormentos de Sísifo y de Tántalo. ¿Cómo, en efecto, imaginarse tortura mayor que la de buscar ansiosamente lo que en todo momento se nos escapa, buscándolo además en un lugar en que es imposible que pueda nunca existir?" [136].

Tal vez el secreto de toda la filosofía de Hume resida en una frase que nos ofrece en la "Introducción" al Treatise. Allí, después de señalar la confusión en el campo del saber, de hacer público su proyecto reformista de fundamentar el sistema de las ciencias y de hacerlo no sobre el árbol clásico (metafísica-física-moral, precedidos de la lógica como canon) sino sobre la "ciencia de la naturaleza humana", pues "no hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre"; tras confesar su adhesión al sistema de racionalidad newtoniano al declarar su intención de someterse al método de la "filosofía experimental", es decir, buscando siempre principios generales y simples, un cuerpo deductivo con el mínimo número de axiomas, y, al mismo tiempo, sin rebasar los límites de la experiencia, o sea, sin aspirar a las "causas últimas"...; después de todo eso Hume dice: "Pues nada es más cierto que el hecho de que la desesperación tiene sobre nosotros casi el mismo efecto que la alegría, y que tan pronto como conocemos la imposibilidad de satisfacer un deseo desaparece hasta el deseo mismo. Cuando vemos que hemos llegado al límite extremo de la razón humana nos detenemos satisfechos, aunque por lo general estemos perfectamente convencidos de nuestra ignorancia y nos demos cuenta de que nos es imposible dar razón de nuestros principios más universales y refinados más allá de la mera experiencia de su realidad; experiencia que es ya la razón del vulgo, por lo que en principio no hacía falta haber estudiado para describir los fenómenos más singulares y extraordinarios" [137].

Dicho en otras palabras, la naturaleza humana impide al hombre desear lo imposible. Desde esta perspectiva, descubrir los límites de la razón no es ya una tarea de debilitamiento maligno de su autoridad, ni una humillación o un castigo a su arrogancia para exigirle sometimiento a la fe, al poder, a la tradición, en definitiva, a una autoridad externa; en modo alguno se trata ya de someterle a su amo; por el contrario, consiste sólo en una especie de terapia emocional, pues al mostrar la imposibilidad del acceso de la razón a lo absoluto, junto a los esfuerzos estériles por conseguir lo inalcanzable quedan eliminados los desgarros de las conciencias lúcidas y las ilusiones sucedáneas de la verdad. Más aún, de acuerdo con la tesis humeana, quedan eliminados los deseos de absoluto, tal que la crítica no conduce necesariamente a la "melancolía" sino a la serena tranquilidad de quien se ha liberado de una trágica pasión.

Por ello puede decirse que Hume, si no la inaugura, al menos define de forma definitiva una nueva conciencia filosófica. Si tradicionalmente había dominado en la filosofía occidental una conciencia trágica, ya que simultáneamente la filosofía ponía lo absoluto como su objetivo y la razón humana como limitada, conciencia trágica sublimada en mil esperanzas o soluciones imaginarias, con Hume se asienta una forma de conciencia filosófica sin escisiones ni éxtasis, sin desgarros ni ilusiones, al reducirlo todo, la razón y los objetivos, a escala humana. Se renuncia a lo absoluto sin melancolía, al mostrar que lo absoluto es ficción; se renuncia a la verdad sin vértigo, al poner de relieve que la verdad es ilusión innecesaria; en fin, el hombre renuncia a ser divino sin envilecimiento, al reconocer que Dios es un proyecto humano desacertado. Pero ¿cómo puede el hombre, la razón humana, renunciar a todo eso? Sólo en la medida en que, por un lado, sea cierto el principio humeano de que la naturaleza humana está hecha de tal forma que no puede desear lo imposible; por otro, sólo en la medida en que sea eficaz la filosofía en cuanto a mostrar y convencer de la imposibilidad del conocimiento absoluto, del saber universal y necesario, tal como es descrito en la tradición filosófica.

Si releemos la cita señalada encontraremos en ella insinuada la trama de su reflexión, es decir, la tensión entre la "experiencia" o "razón del vulgo" (que en otros momentos llama "imaginación", o "conocimiento natural", término que aquí usaremos de forma preferente) y la "razón" en sentido fuerte, la que opera en "nuestros principios más refinados". Tensión constante que pone en juego la legitimidad práctica del "pensamiento racional", es decir, el sentido de la reflexión filosófica, pues ésta o bien conduce a ninguna parte (a ninguna fundamentación) o conduce a la legitimación de una creencia que, bien analizada, no supera en fuerza ,ni puede superar, la del conocimiento natural, la del "vulgo". Sólo las ficciones permiten caer en la ilusión de verdad absoluta, de fundamentación racional. Cuando se renuncia a ellas, cuando se evitan mediante la crítica, se descubre que no hay más razones para creer en el conocimiento natural que en el racional, en el del vulgo que en el de los filósofos. En otras palabras, quien entienda la filosofía como fundamentación absoluta de la creencia, pierde el tiempo, tanto porque no lo puede conseguir como porque para eso no vale la pena haber iniciado el camino de la duda; si lo que se quiere es "creer", la vía no es la del filósofo, sino la del vulgo.

Hume desde el principio pone en juego tanto la legitimidad de la razón teórica como la de la razón práctica. No obstante, ni su intención ni sus propuestas apuntan a cuestionar la dignidad de la filosofía; ni, por tanto, de la razón; al contrario, hay momentos en su misma "Introducción" en que embellece el oficio de filósofo de forma vibrante y llega a poner en relación de dependencia irrevocable la razón, la filosofía, respecto a la tolerancia y la libertad. Si algo podemos lamentar es que la relación no sea recíproca. Porque, siguiendo al escocés, si la filosofía es hija de la libertad y la tolerancia, ¿a qué mejores dueños podría servir? Y, en la misma línea de pensamiento, ¿qué mayor perversión que, hijas de la libertad y la tolerancia, ser dogmáticas?

La filosofía del escocés es militante del antidogmatismo. De ahí que no sólo sean las filosofías dogmáticas manifiestas el objetivo de su crítica, sino toda forma de aparecer, sea encubierto o enmascarado, del dogmatismo. Incluso su presencia en el "escepticismo", cuando éste se convierte en escuela, en secta, en sistema, en posición filosófica, es objeto de su crítica.

Esto le lleva a una concepción muy peculiar de la filosofía, que se pone de relieve a través de su visión de la "Historia de la filosofía". Esta aparece como descripción de la palestra de la lucha filosófica, como conciencia envolvente universal, que engloba las conciencias filosóficas, sus formas, sus límites, sus conflictos. En ella se representan las batallas filosóficas, que son siempre confrontaciones entre un "uso dogmático" y otro "uso escéptico" de la razón. Dichas confrontaciones se dan en cada autor, en cada escuela, entre escuelas. Los filósofos, las sectas, las épocas, son como sustratos de esas luchas: son dogmáticos o escépticos según en ellos domine más o menos uno u otro uso de la razón. Pero insistiendo en que es posible, y frecuente, un "uso dogmático" de la razón entre los escépticos.

Esta posición de Hume determinó que su filosofía fuera "sospechosa". Toda filosofía que, en lugar de hablar sobre el mundo, vuelva su mirada sobre la conciencia enunciadora, se vuelve sospechosa. Las filosofías tradicionales ocultaban siempre la conciencia tras su obra, tras su discurso, tras sus pensamientos: eran éstos los que, en todo caso, podían ser valorados, juzgados, analizados o combatidos, pero dejando en paz la "conciencia" que los engendraba. Hume, como luego Marx y Freud, abrirían sendas vías de sospecha, rompiendo el velo y ofreciendo trazos desnudos de la conciencia, de la mente, en su funcionamiento, en sus dependencias y ficciones. Hume, como Marx y Freud, forzaron a la razón a verse a sí misma en su juego, en sus hábitos, sumisiones y sublimaciones internos.


2.1. El "post-escepticismo" de Hume.

Es el momento de valorar el escepticismo humeano. A lo largo de nuestra "reconstrucción" de algunos núcleos centrales de su teoría hemos ido apuntando lo que a nuestro entender es el aspecto más importante para la filosofía práctica, a saber, desplazar la vía del fundamento de la ontología a la epistemología y de ésta a la antropología; de este modo, y desde una concepción de la naturaleza humana desustancializada, no se queda en el "giro copernicano", poniendo como fundamento un sujeto pensante -sustancial o trascendental-, sino que deja abierta la única puerta de la vida social, como prácticas, sentimientos, hábitos, ideas compartidas. Aprovecharemos ahora para, recogiendo esa idea, destacar los efectos del viaje escéptico de Hume.

El escepticismo de Hume deriva de su concepción de la naturaleza humana [138]; en rigor, se deriva de su "empirismo" en tanto que, a diferencia de otros empirismos, como el de Hobbes o el de Locke, viene determinado por su idea de la naturaleza humana. En efecto, el "subjetivismo" de un empirismo de los sentidos no es equivalente al empirismo de nuestro autor, para quien los "sentidos" se educan socialmente, la "mente" no tiene leyes propias sino que las adquiere en el hábito, y hasta el gusto y los deseos son productos sociales.

Podemos verlo en uno de los temas considerados como tópicos de su escepticismo, su análisis de la causalidad, ya que su crítica a ésta impide cualquier teoría realista y objetivista del conocimiento. Esta supone las ideas como efectos de las cosas al tiempo que una "conexión necesaria" entre ambas; Hume, en cambio, se aparta de forma radical. Pero se basa en razones no sólo epistemológicas, sino también antropológicas. El "principio de la copia" junto a su descripción-explicación del funcionamiento de la mente humana, a través del hábito, le permiten mostrar la ilusión de la creencia en la "conexión necesaria". Esto, por tanto, puede ser tenido por argumento en favor del escepticismo; pero, bien mirado, se deriva de su teoría de la naturaleza humana. "Nuestros juicios concernientes a causas y efectos se derivan del hábito y de la experiencia; y una vez estamos acostumbrados a ver un objeto unido a otro, pasa nuestra imaginación del primero al segundo mediante una transición natural que es previa a la reflexión y no puede ser evitada por ella. Ahora bien, la naturaleza de la costumbre no consiste tan sólo en que ésta actúa con toda su fuerza cuando están presentes objetos exactamente idénticos a aquellos a los que estamos acostumbrados, sino también en que actúa, en un grado inferior, cuando descubrimos otros similares; y aunque el hábito pierde algo de su fuerza en cada diferencia, raramente resulta destruido por completo si algunas circunstancias importantes continúan siendo idénticas" [139].

O sea, la imaginación, y no la razón, apoyada en el hábito, es la base de buena parte de nuestras inducciones o inferencias. Los fundamentos de la inducción no son, pues, racionales. Y si la inducción es sospechosa de ilusión, lo mismo ocurre con la deducción: siempre, de modo inevitable, tras un proceso deductivo cabe la sospecha de que hayamos errado en algún paso; además, la sospecha sobre las premisas. Todo ello nos lleva a un regreso al infinito: "En efecto, ¿con qué confianza puedo aventurarme a tan audaces empresas, cuando además de etas innumerables debilidades que me son propias encuentro muchas otras comunes a la naturaleza humana? ¿Cómo puedo estar seguro de que al abandonar todas las opiniones establecidas estoy siguiendo la verdad, y con qué criterio la distinguiré aun si se diera el caso de que la fortuna me pusiera tras sus pasos? Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento: lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente a los objetos desde la perspectiva en que se me muestran" [140].

La experiencia, según Hume, es el primer principio: nos informa de las conjunciones de objetos en el pasado. El hábito es el segundo principio: determina a la mente a esperar lo mismo para el futuro. Y la imaginación, determinada por ambos conjuntamente, es el tercer principio: aviva más unas ideas que otras. Resultado: la mente asiente más a unos argumentos que a otros. Y así se genera la ilusión de existencia, de necesidad, etc. Como vemos, los tres principios señalados son de naturaleza antropológica.

El tema se plantea en la larga extensión que dedica a dos secciones, respectivamente "Del escepticismo con respecto a la razón" [141] y "Del escepticismo respecto a los sentidos" [142]. En la primera, Hume caracteriza la razón antropológicamente, como "una especie de causa, cuyo efecto natural es la verdad, pero de una índole tal que puede verse frecuentemente obstaculizada por la irrupción de otras causas, así como por la inconstancia de nuestros poderes mentales" [143]. La razón no es una facultad intelectual, una "res cogitans", que actúe al margen de la naturaleza humana; por el contrario, es un elemento de esta naturaleza, pensada como sistema de fuerzas (pasiones, inclinaciones, disposiciones, hábitos) que se equilibran, obstaculizan o apoyan. Como la razón no piensa fuera de la vida, como su aprobación (su verdad) no escapa a las determinaciones globales de la naturaleza, "todo conocimiento se degrada de este modo en probabilidad" [144].

El conocimiento, por ser humano, es decir, producto del entendimiento humano, es siempre impuro e imperfecto si se valora desde lo divino. Y es así necesariamente. Hume lo subraya con una fuerza demoledora: "Habiendo encontrado de este modo que en toda probabilidad hay que añadir a la incertidumbre original, inherente al asunto, una nueva incertidumbre derivada de la debilidad de la facultad judicativa, y habiendo ajustado entre sí estas dos incertidumbres, nuestra razón nos obliga ahora a añadir una nueva duda derivada de la posibilidad de error que hay en nuestra estimación de la veracidad y fidelidad de nuestras facultades" [145]. El círculo de la incertidumbre es infernal, pues ni siquiera la conciencia del error, su apreciación y consecuente compensación, nos libra de ella, ya que esa ponderación del error es a su vez susceptible de error, por ser obra del instrumento, de la razón. Si nuestro discurso sobre el mundo es sospechoso, por ser un discurso de un entendimiento sospechoso, ¿cómo corregir la sospecha? ¿Con el mismo entendimiento? "Cuando reflexiono sobre la falibilidad natural de mi juicio, confío todavía menos en mis opiniones que cuando me limito a considerar los objetos sobre los que razono; y cuando voy aún más allá, y vuelvo mi mirada hacia cada estimación sucesiva que hago de mis facultades, todas las reglas de la lógica sufren una disminución continua, con lo que al final se extingue por completo toda creencia y evidencia" [146].

Hume sabe que el vértigo de la incertidumbre pretende corregirse puliendo y controlando los discursos con metadiscursos de órdenes crecientes; pero como esos metadiscursos son, en rigor, reflexiones sobre un discurso anterior sospechoso hecho con el mismo entendimiento sospechoso, el camino es infinito y, en rigor, de incertidumbre creciente. La solución en la que se acaba, el salto al "entendimiento divino", al "ojo de Dios", desde donde decir un discurso fundamentador y fundante, le parece a Hume una ficción. Por tanto, ¿qué otro camino queda que el refugio en el escepticismo?

Si creemos a Hume, queda otro, pues rechaza explícitamente ser confundido con los escépticos. De ese viaje escéptico, junto al juego de la razón, junto a su incapacidad para mostrar la evidencia, para dotar la creencia de un fundamento fuerte o absoluto, ha descubierto otra cosa: que para la vida - para la creencia en la verdad, en la virtud, en la justicia- es suficiente con la tendencia natural a creer, que "la naturaleza, por medio de una absoluta e incontrolable necesidad, nos ha determinado a realizar juicios exactamente igual que a respirar y a sentir" [147]. Y, como afirmará después, esa misma absoluta e incontrolable fuerza de la naturaleza nos lleva a ser justos, a ser fieles, a ser leales, es decir, la naturaleza nos empuja hacia la virtud.

El "escepticismo post-escéptico", por tanto, consiste en aceptar que, tras el empeño en ser dioses, queda la posibilidad de ser hombres; que tras la renuncia a la "evidencia" divina, queda la confianza en la naturaleza humana. Una naturaleza que, por no estar metafísicamente dada, no sería nunca fundamento absoluto; y que, por eso precisamente, puede ser un fundamento. Como dice Hume, hay que aceptar "que todos nuestros razonamientos concernientes a causas y afectos no se derivan sino de la costumbre, y que la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa" [148].

Desde el punto de vista práctico, viene a decir Hume, lo importante es creer. La aventura cognitiva de la razón es, en definitiva, un esfuerzo por recuperar la creencia cuando la duda, inicio de la filosofía, ha roto la fe en el "conocimiento natural". Descubierto el juego de la razón, el carácter ilusorio de la evidencia que descubre, sólo queda la melancolía para quienes olvidan que, antes y durante el ejercicio de la razón, la naturaleza garantiza esos mínimos de creencia suficientes para vivir. "Hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de los argumentos escépticos, evitando así que tengan in influjo considerable sobre el entendimiento. Si tuviéramos que aguardar primero a su completa autodestrucción, ello no podría suceder hasta que hubieran subvertido toda convicción y destruido por completo la razón humana" [149].

Como dice Hume en la sección dedicada a "Del escepticismo con respecto a los sentidos" [150], "el escéptico sigue razonando y creyendo hasta cuando asegura que no puede defender su razón mediante la razón" [151]. La naturaleza opera bajo la actividad de la razón; la vida actúa por debajo de la filosofía; los hombres creen en la existencia de los cuerpos mientras se preguntan por dicha existencia. Por eso la filosofía debería abandonar, según, Hume, su pretensión imposible de fundamentar las creencias -cosa que no consigue, a no ser ilusoria, fanática y afilosóficamente- y dedicarse a algo más útil, como conocer por qué llegamos a creer en la existencia de los cuerpos, o en la justicia, o en la verdad [152].

No entraremos en la crítica a la percepción sensible, entre otras cosas porque ya en los apartados anteriores hemos abordado diversos aspectos de la misma. En todo caso, insistir en que su orientación es uniforme y coherente, tendente a dibujar una separación radical entre la filosofía especulativa y la política, siendo aquella el reino de los principios absolutos impensables y ésta la de las posibilidades naturales razonables.

En la famosa "Conclusión" nos deja ver Hume esta separación y, en definitiva, la clave de su nueva posición. Tras su perplejidad al tener que elegir "entre una razón falsa o ninguna razón en absoluto" [153]; tras su consecuente angustia al sentirse empujado al escepticismo, como reconoce al decir: "el examen intenso de estas contradicciones e imperfecciones múltiples de la razón humana me ha excitado, y ha calentado mi cabeza de tal modo que estoy dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento, y no puedo considerar ninguna opinión ni siquiera como más probable o verosímil" [154]; tras todo eso Hume nos describe su consolación y, en definitiva, su conciencia "post-escéptica": "Pero por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para ese propósito, y me cura de esa melancolía y de ese delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción (...). Yo como, juego una partida de chanquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no siento ganas de profundizar más en ellas" [155].

Hume, con sinceridad, describe esa escisión entre la filosofía y la vida; incluso bajo la tormenta más desgarrada de la visión filosófica trágica, el hombre puede vivir normalmente, compartir con los demás el discurso, las creencias, los sentimientos. Más aún, no sólo es posibilidad, sino necesidad: "me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos" [156]. Esa experiencia del distanciamiento entre el orden natural y el filosófico, esa conciencia de la esterilidad práctica de la filosofía especulativa, le llevan a descubrir una máxima práctica esencial: "Si tengo que ser estúpido, como con certeza lo son todos los que razonan o creen en algo, que mis tonterías sean por lo menos algo natural y agradable" [157]; o, con otras palabras: "que siempre que luche contra mi inclinación tenga una buena razón para resistirme a ella" [158].

Porque, en rigor, Hume sabe que la tentación de la filosofía es invencible cuando ha filtrado su droga en el alma humana. Aunque sea en momentos especiales, "cuando tenga ganas de ensoñaciones en mi habitación", o "durante un solitario paseo por la orilla de un río", no podrá vencerse la tentación de la reflexión filosófica sobre las lecturas, conversaciones, problemas o asuntos públicos. Porque "no puedo dejar de sentir curiosidad por conocer los principios del bien y del mal morales, la naturaleza y fundamento del gobierno y la causa de las distintas pasiones e inclinaciones que actúan sobre mí y me gobiernan" [159]. La filosofía no sirve para dirigir la vida, pero sirve para la vida. Enganchado en sus redes, uno no se siente tranquilo de creer o no crear, de aprobar o rechazar, de afirmar o negar, de considerar una cosa bella o fea, verdadera o falsa, cuerda o loca. "Por consiguiente, dado que es casi imposible que, como hacen las bestias, la mente humana se limite a ese estrecho círculo de objetos de que versan la conversación y la acción cotidianas, lo único que tenemos que hacer es deliberar sobre la elección de nuestra guía, y preferir la más segura y agradable. Y, en este respecto, me atrevo a recomendar la filosofía, y no tengo reparo alguno en preferirla a la superstición de cualquier clase o denominación" [160].

El círculo está cerrado; Hume justifica así, tras su viaje escéptico, la necesidad natural de la filosofía. Sin duda alguna, será ya "otra" filosofía; liberada de fundamentalismos, sólo propiciará "sentimiento serenos y moderados"; liberada de la verdad, procurará creencias razonables; liberada del preceptismo moral, fomentará virtudes y hábitos cívicos. El "escéptico post-escéptico", el "verdadero escéptico", que dice Hume, "desconfiará lo mismo de sus dudas filosóficas que de sus convicciones, y no rechazará nunca por razón de ninguna de ellas cualquier satisfacción inocente que se le ofrezca" [161]. Esta es la idea clave de su filosofía práctica: aceptar que no hay principio filosófico justificable si va contra las "satisfacciones inocentes", contra las "costumbres virtuosas", que una sociedad sana, razonable, libre de fundamentalismos y entusiasmos consagra como apropiados para su paz y colaboración.


J.M.Bermudo