“Así
como no hay principio de la mente humana más natural que el
sentimiento de la virtud, del mismo modo no hay virtud más natural que
la
justicia.” (D. Hume,
Treatise)
Hay
dos partes en el Treatise cuyo análisis refuerza en positivo nuestra
tesis. Una de ella, su reflexión sobre las pasiones indirectas, ha
permitido a
Norton [51]
defender el objetivismo y cognitivismo de Hume en moral frente a su
escepticismo epistemológico. La otra, a la que aquí nos referiremos
aunque
someramente, es su larga reflexión sobre la justicia. Para Hume la
justicia es
una virtud; más aún, es la virtud por excelencia, la que hegemoniza su
filosofía moral [52] (y hace de
ella
fundamentalmente
una moral social; en rigor, lo que hoy llamaríamos una filosofía
política). De
ahí que su análisis de la justicia sea paradigmático de su tratamiento
general
de la moral.
En
su análisis de la conducta social Hume distingue entre la pasión
natural(contenido
del carácter) que
impone la "obligación natural" y es fuente de la virtud y del vicio;
la acción, quees
moralmente
indiferente: de ella se predica la virtud o el vicio de forma figurada,
como de
un signo; y el sentimiento del deber, que pone la "obligación moral".
La virtud pertenece al "motivo", o sea, al carácter de la persona.
Por tanto, no a la acción, que es un hecho ajeno al mérito("el primer
motivo
virtuoso que confiere
mérito a una acción no puede consistir en el respeto a la virtud de esa
acción,
sino que debe ser algún otro motivo o principio natural" [53],
ni al "sentimiento" de respeto que ésta provoca("Suponer que el mero
respeto a la
virtud de la acción pueda ser el motivo primero que produjo esa acción
es
razonar en círculo" [54].
El principio de moralidad de la acción es anterior y distinto a la
acción
misma y al sentimiento de respeto o "sentimiento de moralidad" que la
acción suscita: "...puede establecerse como máxima indudable que
ninguna acción puede ser virtuosa, o moralmente buena, a menos que
exista en la
naturaleza humana algún motivo que la produzca, que sea distinto al
sentimiento
de la moralidad de la acción" [55]
Como
bien dice Hume, no se trata de una "sutileza metafísica". Si
censuramos al padre que no atiende a sus hijos no es por el hecho de su
omisión, sino por el defecto de su carácter, de su mente, por carecer
del
afecto que se considera "natural" y "bueno". Esta carencia
puede ser suplida por un sentimiento de deber: el padre que carece del
afecto
natural y cree su deber cuidarse de sus hijos, suple dicha carencia
eficazmente. Por lo tanto, hay que distinguir entre el afecto natural y
el
sentimiento del deber. O sea, entre la obligación natural, que es una
fuerza
fáctica que empuja a quien la posee, y la obligación moral, que es un
sentimiento artificial asumido por los hombres al aceptar como bueno el
cuidado
de los hijos. En este esquema, Hume pone la virtud
en el afecto natural,
y el deber en el sentimiento moral. El deber, por
tanto, viene a ser un
sustituto o un complemento de la virtud: "Cuando un motivo o principio
de
virtud es común a la naturaleza humana, la persona que siente faltar en
su
corazón ese motivo puede odiarse a sí misma por ello y realizar la
acción sin
la existencia del motivo, basándose en un cierto sentido del deber y
con la
intención de adquirir con la práctica ese principio virtuoso, o al
menos
ocultarse a sí misma en lo posible la ausencia de dicho motivo" [56].
Y como la virtud en Hume no es sino el hábito, el carácter bien
educado,
se entiende que el sentimiento moral funciona como efecto y refuerzo de
la
costumbre.
De
todas formas, no hay una diferencia sustantiva entre moral y virtud; y
sería un error interpretar la virtud "natural" y la moral
"artificial". Es obvio que Hume considera el "sentimiento
moral" un artificio y que cuando afirma su esencia natural quiere decir
que la naturaleza humana está dotada de la capacidad abstracta de
llegar a
percibir lo moral. Pero al mismo tiempo acepta el carácter artificial
del
carácter(si fuera
"natural"
en sentido fuerte a nadie podría culpársele de sus carencias) ya que
los
sentimientos forman parte del mismo. El esquema
motivo-acción-sentimiento es
circular: éstos acaban fijándose en el carácter; o, lo que es
equivalente, el
carácter se educa, es fruto de la experiencia y de la vida; las
pasiones se
autorregulan, se equilibran e interfieren; los hábitos se fijan en
conductas;
en suma, la "segunda naturaleza", fluida pero consistente, garantiza
la moral. La justicia es una virtud "artificial" porque no pertenece
a la "primera naturaleza"; pero es naturalen tanto que pertenece a la
"segunda
naturaleza". Pues, como dice Hume, "así como no hay principio de la
mente humana más natural que el sentimiento de la virtud, del mismo
modo no hay
virtud más natural que la justicia" [57].
Es decir, que aunque las reglas de justicia sean "artificiales"
no son "caprichosas" ni arbitrarias, sino derivadas de principios
naturales(naturalmente
adquiridos) y de
hábitos que recogen la experiencia y la racionalidad intersubjetiva.
La
"objetividad", y sus límites, del sentimiento moral queda así
definitivamente establecida, en cuanto tiene como referente el
carácter, que es
un resultado social, un producto intersubjetivo. Hume se alinea con los
clásicos: con Platón, para quien la educación en contacto con la
belleza enseña
a amarla; con Aristóteles, para quien el carácter moral se educa en la
práctica
de la obediencia, en el cumplimiento de la ley, y sólo después se llega
a
conocer y amar la virtud. No obstante, a diferencia de ellos, los
contenidos
del "buen carácter" nunca serán para el escocés valores absolutos,
sino costumbres, fijación de la experiencia histórica. Por ello para
Hume la
moral tiene una genealogía; más aún, su gran aportación a la filosofía
moral
radica en sus esfuerzos por describir su génesis.
Efectivamente,
Hume ha mostrado su ingenio y finura a la hora de explicar
cómo surgen las reglas de moralidad, especialmente las de justicia. Ha
mostrado
cómo la "obligación natural" está directamente relacionada con el
origen de la justicia, con la instauración de ésta en tanto que
sentimiento
"artificial" en una "génesis natural"; ha descrito cómo el
mismo se hafijado
en la naturaleza
humana, adecuado a sus necesidades, a sus pasiones, a su interés; y ha
explicado que la "obligación moral", la moralidad de la justicia, es
decir, su aprobación, el sentimiento del deber de obedecerla, tiene su
origen
en esa "obligación natural", a través de la mediación de los hábitos
y la autorregulación de las pasiones. Los límites de esta reflexión nos
impiden
un análisis detallado de esta génesis, de cómo se ha llegado a atribuir
a
dichas reglas un valor moral y, en fin, de cómo se pasa de una
obligación
natural a una obligación moral. Pero no podemos ignorar esta vía
abierta por
Hume.
No
es difícil mostrar la necesidad objetiva de la sociedad -y la justicia
es su condición de posibilidad- para el hombre, una vez se define a
éste como
el ser natural más indigente, por darse en él la mayor desproporción
entre sus
limitados poderes y su infinito deseo. "Mediante la sociedad, todas sus
debilidades se ven compensadas, y, aunque en esa situación se
multipliquen por
momentos sus necesidades, con todo aumenta aún más su capacidad,
dejándole de
todo punto más satisfecho y feliz de lo que podría haber sido de
permanecer en
su condición salvaje y solitaria" [58].
Es, en cambio, un poco más complicado explicar razonablemente cómo
deviene subjetiva esa necesidad, es decir, cómo llega a ser deseada
antes de
ser conocida, antes incluso de que el hombre estuviera en posesión de
la
reflexión, que es una conquista tardía y social. Hume es riguroso con
sus
presupuestos: la "idea" de justicia es posterior a la
"impresión"(sentimiento)
de
justicia. Además, aunque aumente la dificultad, no recurre a la
hipótesis
cómoda de considerar natural el sentimiento, sino, como ya hemos dicho,
reitera
su artificiosidad: "las impresiones que dan lugar a este sentimiento de
justicia no son naturales a la mente humana, sino que se deben al
artificio y
la convención de los hombres" [59].
O
sea, el sentimiento de justicia ni es una cualidad natural originaria
de
la naturaleza humana, ni es un poder de la razón. Como él gusta de
decir:
"Afortunadamente, a las necesidades que tienen un remedio remoto y
oscuro
va unida otra necesidad cuyo remedio es más obvio y cercano, por lo que
puede
ser justamente considerada como el principio original y primero de la
sociedad
humana" [60].
La naturaleza humana, no entendida como entidad metafísica, sino como
"segunda naturaleza", antes de generar la razón, como un instrumento
más a su servicio, ya contaba con los medios de sobrevivencia. El
sentimiento
de justicia no está en el origen pero surge antes de generarse la
reflexión y,
en consecuencia, al margen de ella. Surge, pues, en la génesis de la
naturaleza
humana, como parte de esta misma génesis, y en este sentido como algo
"natural". Debemos subrayar que Hume opera con una idea de naturaleza
humana flexible, como realidad in fieri, en la que la experiencia se
fija y
autodetermina. No solo la "mente" es una tabula rasa; también la
naturaleza humana lo es. En rigor la mente no es para Hume otra cosa
que la
naturaleza humana.
En
esa naturaleza humana destacan dos dimensiones: las pasiones y los
hábitos. En la medida en que éstos son la experiencia fijada, podemos
decir que
dicha naturaleza humana se reduce al conjunto de impresiones: hábitos y
pasiones vienen a ser sendos sistemas de impresiones, respectivamente
de
sensación y de reflexión, con sus correspondientes leyes de asociación.
La
coherencia de Hume resalta en esta adecuación entre las estructuras de
sus
análisis epistemológico y moral de la naturaleza humana.
Es
muy interesante la teoría de las pasiones de Hume, unas veces
describiendo la dialéctica de las pasiones, cómo los efectos sociales
de una
pasión se metamorfosean en buenos o malos según las condiciones; otras,
explicando la mecánica de las pasiones, cómo entre ellas se asocian,
excitan e
interfieren. Del juego de las pasiones en circunstancias determinadas
surge la
justicia: "el origen de la justicia se encuentra únicamente en el
egoísmo
y la limitada generosidad de los hombres, junto con la escasa provisión
con que
la naturaleza ha subvenido a las necesidades de éstos" [61]
Pero
tal vez el aspecto más original, y menos estudiado, sea su esbozo de
una especie de teoría de la autorregulación de las pasiones, en la que
se
describe la necesidad que tienen de limitarse, de determinarse, para
satisfacerse. Hijas del interés, del deseo de posesión y de placer, en
tanto
que son infinitas y libres parecen condenar al hombre a la
insatisfacción si,
una vez más, la naturaleza no pusiera el remedio y las convirtiera en
pasiones
limitadas: "Por consiguiente, no existe ninguna pasión capaz de
controlar
nuestro deseo de interés, salvo esta misma afección, y conseguimos este
control
alterando su dirección. Ahora bien, basta la más pequeña reflexión para
que se
produzca necesariamente esa alteración, pues es evidente que la pasión
se
satisface mucho mejor restringiéndola que dejándola en libertad, como
también
lo es que, preservando la sociedad, nos es posible realizar progresos
mucho
mayores en la adquisición de bienes que reduciéndonos a la condición de
soledad
y abandono individuales, consecuencias de la violencia y del
libertinaje en
general" [62].
Es un pasaje magnífico, reforzado por su afirmación de que "lo mismo
da, en efecto, que la pasión por el interés propio sea considerada
viciosa o
virtuosa, dado que es ella misma la que por sí sola se restringe" [63].
Es la propia naturaleza la que, aunque no la posee en el origen, llega
a
conquistar para sí la justicia: llega a generar dicho sentimiento
moral. El
deseo de justicia no es originario, pero no es un producto de la razón
abstracta. Es una autodeterminación de la naturaleza humana en la que
interviene la experiencia, el conocimiento natural. Esta teoría le
permite a
Hume dar cuenta de la metamorfosis del amor propio en amor a la
justicia sin
que la pasión sea violentada por subordinación a un fin ajeno.
De
todas formas, el paso de la obligación natural al deber moral, al amor
a
la justicia, es un proceso más complejo en el que juegan un papel
central los
hábitos. La obligación natural rige la autorregulación de las pasiones:
"Una vez que los hombres han visto por experiencia que su egoísmo y su
limitada generosidad los incapacitan totalmente para vivir en sociedad
si esas
pasiones actúan a su arbitrio, y han observado al mismo tiempo que la
sociedad
es necesaria para satisfacer sus mismas pasiones, se ven naturalmente
inducidos
a someterse a la restricción de tales reglas, con el fin de que el
comercio y
el mutuo intercambio resulten más seguros y convenientes. Por tanto, en
un
principio se ven inducidos a imponerse y obedecer estas reglas, tanto
en
general como en cada caso particular, únicamente por respeto a su
interés.
Cuando la formación de la sociedad se encuentra en un primer estadio,
este
motivo es suficientemente poderoso y obligatorio" [64].
Pero luego, una vez nuestras pasiones se han modificado y adecuado a
sus
mejores condiciones de satisfacción, comienza la segunda fase(en el
orden lógico):
acostumbrado a cumplir
unas reglas, educado nuestro carácter en unos hábitos, reforzados
tantas veces
cuantas la disidencia deviene fracaso, la obligación natural se ve
fortalecida,
e incluso sustituida, por la obligación moral. La costumbre actúa como
un
principio de inercia, empujándonos a hacer lo mismo y facilitando
nuestra
acción: "La costumbre tiene dos efectos originales sobre la mente:
primero,
hace que ésta tenga mayor facilidad para realizar una acción o concebir
un
objeto; posteriormente, proporciona una tendencia o inclinación hacia
ello" [65].
Esto permite explicar que del deseo de posesión se pase al respeto a la
propiedad: "Pues una vez que los hombres llegan a darse cuenta de las
ventajas que resultan de la sociedad, gracias a su temprana educación
dentro de
ella, y han adquirido además una nueva afición por la compañía y la
conversación, cuando advierten que la principal perturbación de la
sociedad
viene originada por los bienes que llamamos externos... se afanan
entonces en
buscar remedio a la movilidad de estos bienes sumándolos en lo posible
al mismo
nivel que las ventajas constantes e inmutables de la mente y el cuerpo"
[66].
Así se genera el respeto a la posesión de los demás, es decir, la
propiedad, la primera regla de la justicia. "De este modo, el interés
por
uno mismo es el motivo originario del establecimiento de la justicia,
pero la
simpatía por el interés público es la fuente de la aprobación moral que
acompaña a la virtud" [67]
Es
el hábito, no la simpatía, la base de la moral y de su
intersubjetividad, según Hume. Por eso el carácter objetivo, cognitivo
y
"natural" de los sentimientos morales, en el sentido que hemos
precisado, se refuerza definitivamente con el reconocimiento que hace
Hume de
que los mismos pueden verse reforzados por el "artificio de los
políticos", que se esfuerzan en inculcar en los hombres el aprecio por
la
justicia y el aborrecimiento por la injusticia para, así, mejor
gobernar y
garantizar la paz. Hemos de reconocer que Hume matiza mucho este punto,
dejando
claro que el artificio refuerza un sentimiento
natural, pero nunca puede
ser su origen o razón suficiente: "Cualquier artificio de los políticos
puede ayudar a la naturaleza en la producción de los sentimientos que
ésta nos
sugiere, y en alguna ocasión puede incluso producir, por sí solo,
aprobación o
aprecio por una acción determinada. Pero es imposible que sea la única
causa de
la distinción que realizamos entre vicio y virtud. Si la naturaleza no
nos
ayudara en este respecto sería inútil que los políticos nos hablaran de
lo honroso
o deshonroso, de lo digno o de
lo censurable" [68]
Más
importancia da Hume a la educación: se puede inculcar en la mente de
los jóvenes sentimientos artificiales, como el del honor, la
reputación, tan
arraigados como los naturales. Estos sentimientos se refuerzan luego
por la
asociación establecida entre justicia y mérito e injusticia y demérito,
de modo
que serán favorables a la justicia.
La
interpretación de la filosofía moral de Hume que hemos resumido tiene
ciertas implicaciones prácticas, que Hume proyectó en su filosofía
política, y
que merecen ser tratadas más detenidamente. Entre las mismas destacamos:
a).
Una fundamentación suficiente de la moral, que evite el dogmatismo
exaltado y el escepticismo frívolo. Frente al naturalismo chato, el
intuicionismo crédulo, el emotivismo espurio y el nihilismo cínico, nos
ofrece
una filosofía moral con similar estatus al de la ciencia: sin
fundamento
absoluto, pero suficiente para guiar la vida práctica.
b).
Un rechazo implícito de la democracia del deseo [69].
La "autorregulación de las pasiones" apunta a una hegemonía de
las pasiones razonables, educadas, corregidas por el cálculo
utilitario, por la
experiencia y por cierta capacidad natural de simpatía, de benevolencia
y de
sentido común. El derecho del deseo puede ser injusto, e incluso
suicida.
c).
Un rechazo de la necesidad, y aún de la conveniencia, del
"contrato", o sea, de los derechos naturales, deberes y virtudes
abstractas [70].
Frente al contractualismo opondrá la consistencia de las instituciones,
de la costumbre consolidada, cuya existencia expresa su bondad y
razonabilidad.
Tal vez Burke abusó de Hume, en su oposición a la Revolución Francesa;
su
"conservadurismo" no nos parece asimilable al liberalismo del
escocés.
d).
Un rechazo del miedo como condición del orden social, es decir, de la
idea hobbesiana de que la obediencia a la ley requiere la constante
presencia
de la fuerza del Estado. Su teoría de las pasiones y de los hábitos le
permite
ser más optimista y creer que es posible el orden sin el miedo, a pesar
del
reinado del amor propio.
e).
Por último, un rechazo de la filosofía(racional) como lugar de
enunciación del bien y del
deber. "La
naturaleza sabia no deja nunca en manos de la razón cosas tan
importantes". Su apuesta por el sentido común en moral y por el
equilibrio
en política, pueden producir melancolía en los amantes de los
principios; pero
a los filósofos, al contrario que a los niños y a los poetas, no les
está
permitido ser ingenuos.
En
fin, digamos para terminar que el atractivo de la filosofía política y
moral de Hume queda muy oscurecido por la sospecha de que su sentido
común sólo
servía para su época. Hoy, instalados en lo efímero, cuando hasta las
teorías
son, como se ha dicho, de "préte-à-penser",
cuando se hace del deseo derecho, e incluso moral, no parece tener
sentido una
filosofía pensada en aquellos días en que los hombres sabían, como
Diderot,
amar sus "batas viejas".
3.
La propuesta ilustrada de Rousseau
3.1.
La
pérdida de las virtudes
“La
necesidad elevó los tronos; las ciencias y las artes los han
consolidado.” (J-J.
Rousseau,
Segundo Discurso)
Ya
hemos dicho en otro sitio [71]
que el Discurso sobre las ciencias y las artes es un grito de alarma
que
define una toma de posición, que abre una aventura filosófica a lo
desconocido.
Porque, una vez se niega el orden, ¿qué queda?. Tal vez otro
orden. Pero
¿con qué legitimidad?. Mientras veamos en Rousseau el símbolo de la
audacia, o
la ingenuidad, de rebelarse contra todo aquello que significaba la
ilustración,
se nos escapará algo del ginebrino. Su voz es más bien el grito del
desgarro
que la ilustración produce, lúgubre advertencia del elevado precio que
el
hombre debe pagar por devenir humano, que la sociedad debe pagar por
devenir
sociable.
¿Rebelión
contra la ciencia, contra la filosofía, contra las artes...en
nombre de la moral?. No y sí. No en abstracto, no objetivamente, en
cuanto son
expresión de lo que hay de divino en el hombre; sí en concreto,
subjetivamente,
en cuanto son formas de la alienación del espíritu. No es fácil,
ciertamente,
salir de la paradoja. El mismo Rousseau, aunque lo intenta, no logra
aclarar
definitivamente una posición descrita ambiguamente. Por otro lado, el
tono
retórico de la negación lo inunda todo y, o bien oculta la presencia de
la
afirmación, o bien enmascara su sentido, con lo que la presencia se
transmuta
en paradoja o ambigüedad.
Creemos
que captar la tensión entre la afirmación y la negación del saber
implica la recuperación de ese vacilante e inestable pensamiento
rousseauniano;
y también creemos que con ello se sientan las bases filosóficas para un
proceso
al lado negro del progreso, tanto más negro cuanto más oscurecida es su
presencia.
Las
palabras de Ovidio"Barbarus
hic ego sum quia non intelligor illis" [72]
con que encabeza el discurso no son accidentales, sino una advertencia
del
riesgo de ilusión: procesar a la filosofía, a las ciencias, al
progreso... ¿no
parece de bárbaros? [73].
Además, el proceso rousseauniano a la cultura es radical y sin
excepciones: absoluto. "El espíritu tiene sus necesidades, lo mismo que
el
cuerpo. Estas son los fundamentos de la sociedad, las otras son su
atavío. Mientras
que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de
los
hombres mancomunados, las ciencias, las letras y las artes, menos
despóticas y
más poderosas quizá, tienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de
hierro
de que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad
original
para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y
forman así lo
que se llama pueblos civilizados" [74]
Hay,
pues, un orden social
fundamentado en las necesidades del cuerpo: el bienestar y la seguridad
justifican el gobierno y las leyes. La sujeción que el orden social
provoca, la
limitación que conllevan, queda legitimada por sus efectos pragmáticos
en la
satisfacción de las necesidades del cuerpo. Y el precio que se cobra
queda
especialmente relativizado y casi despreciado en comparación con el
poder
injustificado e impune que reinaría en el estado de naturaleza, en la
ausencia
del orden social. Relegadas las necesidades del espíritu al estatus de
accesorios, de "atavíos", las ciencias, las artes y las letras
aparecen más poderosas bajo su forma humanizada
y cumplen su cruel papel de reproducir la servidumbre.
El
radicalismo del rechazo rousseauniano apunta a dos aspectos de esa
función del saber. En primer lugar su función enmascaradora, ocultadora
de la
realidad, con lo cual las cadenas de la servidumbre acaban siendo
deseadas.
Junto a ella, una función inversora de los valores, consiguiendo por
prestidigitación que el hombre ame lo que no puede amar sin dejar de
ser
hombre, es decir, consiguiendo la desnaturalización del
hombre. En
fin, una función reproductora, convirtiendo la contingencia en
naturaleza o
ley, la circunstancia en estado, la anomalía coyuntural y precaria en
conducta
regular. Por eso puede decir "La necesidad elevó los tronos; las
ciencias
y las artes los han consolidado" [75]
Pero
todas estas funciones apuntan a un mismo objetivo: el saber como gran
civilizador o socializador de los hombres. Conviene resaltar este rasgo
de la
rebelión rousseauniana: frente a la imagen prometeica del hombre, que
la Ilustración
hereda y ensalza, que busca el poder del saber para liberarse de la
Naturaleza
y de los Dioses, Rousseau nos ofrece el saber como servidumbre, la
humanización
como desnaturalización del hombre [76],
es decir, la humanidad como inhumana. Los príncipes, dice Rousseau, que
saben ese efecto de las artes, las usan hábilmente para la dominación:
"Los príncipes siempre ven con gusto cómo se extiende entre sus
súbditos
la afición a las artes agradables y a las superfluidades... Porque,
además de
que así los mantienen en esa estrechez de miras tan propia para la
servidumbre,
saben muy bien que todas las necesidades que el pueblo se crea son
otras tantas
cadenas con que se carga" [77]
El
saber como reproductor de la obediencia es el eje del Primer Discurso,
y
no sólo no queda oculto bajo las tonalidades moralistas que cubren sus
páginas,
sino que bajo la retórica se yergue como línea de reflexión hegemónica.
Por eso
el grito rousseauniano apunta de lleno al optimismo confiado de la
filosofía de
las luces y, en consecuencia, al ingenuo optimismo de la absolutización
de los
valores modernos.
Identificada
la servidumbre con la civilización, se comprenden mejor
algunas de las figuras tópicas que Rousseau utiliza. La servidumbre
expresa
debilidad; por tanto, la civilización es pintada como amaneramiento del
gusto
y, en general, como afeminamiento. Esta imagen destaca frente a la del
hombre
no civilizado, es decir, rebelde a la sumisión: "La fuerza y el vigor
del
cuerpo se hallarán bajo el atuendo rústico de un labrador, y no bajo el
oropel
del cortesano. No es menos ajeno el atavío a la virtud, que la fuerza y
el
vigor al alma. El hombre de bien es un atleta que se complace en
combatir
desnudo..." [78]
Como
se ve, fácilmente se pasa, por asociación, de la oposición
civilizado/rústico, delicadeza/fuerza física, a una caracterización
moral
vicio/virtud. Asociación fácil, que no sólo tenía a su favor la
tradición
cristiana, sino la poderosa influencia del estoicismo en los medios
ilustrados
y, en general, toda una representación de la historia en la que
Esparta/Atenas,
Roma republicana/Roma imperial, Griegos/Persas, Occidente/Oriente
simbolizaban
respectivamente la austeridad frente al lujo, la disciplina frente a la
relajación, el patriotismo frente al comercio, el mundo rural frente al
urbano,
la religión frente al placer [79]
Por
otro lado, una nueva asociación posibilita la introducción de otra
figura tópica: transparencia/máscara [80].
El mundo civilizado, lleno de rituales y convenciones, fácilmente es
asociado al enmascaramiento, a la ocultación. Además, al ser el mundo
del
comercio material y sentimental un mundo de competencia y de lucha,
fácilmente
se caracteriza dicho ritual como engañoso y perverso. Destaca vivamente
confrontado al mundo rústico, donde la simplicidad y la escasez de
intercambios
permiten la transparencia de las conciencias. El "arte de agradar" ha
sustituido a la "sinceridad", la "cortesía" a la
"espontaneidad", la "máscara" al "individuo", el
"parecer" al "ser": "La urbanidad exige siempre, la
conveniencia manda; se siguen siempre usos establecidos, jamás la
personal
inspiración. Ya no se atreve nadie a parecer lo que es; y en ese
perpetuo
cohibirse, los hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos
en las
mismas circunstancias harán todos las mismas cosas..." [81]
Nótese
cómo entre la crítica moral surge de nuevo la crítica política: el
problema de la ocultación del individuo, de la sustitución de la
sinceridad por
la urbanidad, se valora como problema social(sustitución de la
diferencia por la uniformidad),
en su vertiente
política: sustitución de los individuos libres por un rebaño de
personajes. La
civilización, pues, expresa el dominio de la incertidumbre en las
relaciones
sociales: "No más amistades sinceras; no más estimación auténtica; no
más
confianza bien fundada. Las sospechas, las sombras, los temores, la
frialdad,
la reserva, el odio, la traición se ocultarán siempre tras ese velo
uniforme y
pérfido de la cortesía, tras esa urbanidad tan poderosa que debemos a
las luces
de nuestro siglo" [82]
Es
manifiesto que Rousseau
está aquí
apuntando de lleno a la base filosófico-política del nuevo orden
social. Este
se basaba en la confianza en el interés y en la suficiencia de la
cortesía y la
diplomacia para dirimir sin convulsiones las diferencias comerciales o
pasionales. Sustituir la espada por la palabra era el signo del
progreso del
espíritu; esa hegemonía de la palabra sobre la fuerza consigue la paz
al precio
de la uniformidad, y la seguridad al precio de la incertidumbre. O sea,
liga a
los hombres sin unirlos, consigue la proximidad física a costa de su
distanciamiento definitivo.
Cierto
que no faltan caracterizaciones morales de esta situación, como
cuando dice: "Sonríen desdeñosos ante los viejos términos de patria y
religión y consagran sus talentos y su filosofía a destruir y envilecer
cuanto
hay de sacrosanto entre los hombres... Los políticos antiguos hablaban
constantemente de costumbre y de virtud; los nuestros no hablan más que
de
comercio y de dinero..." [83]
La
filosofía, dice Rousseau en una intuición profunda, debilita el
sentimiento religioso [84]
y patriótico, va contra las virtudes castrenses de austeridad y amor a
la
patria, aleja a los hombres entre sí y de los dioses, que si bien antes
estaban
en las montañas o el Olimpo y ahora residen en las ciudades, han sido
debidamente encerrados y aislados, consagrando así su distancia. Pero
los
efectos morales están subordinados a los sociales: la pérdida de la
religiosidad y el patriotismos son vistos por Rousseau como
desintegración del
cuerpo social, como atomización de la sociedad civil, como pérdida de
la
"facilidad de penetrarse recíprocamente", medio éste que el ginebrino
considera más idóneo para conseguir la seguridad que el utilizado en
esa
sociedad de lobos: el miedo.
3.2.
El progreso y la moral
“Hay
un medio de tornarnos gente honesta, a saber, proscribir la
ciencia y los sabios, quemar nuestras bibliotecas, cerrar nuestras
Academias,
nuestros Colegios, nuestras Universidades, y sumergirnos en toda la
barbarie de
los primeros siglos.” (J-J.
Rousseau,
"Prefacio" a
Narciso”)
Es
lógico que las críticas llovieran sobre Rousseau. Fueron muchas y
diversas, pero podríamos centrarlas en torno a tres grandes temas. De
hecho, ya
Rousseau en el "Prefacio" al Narciso resumía así las críticas que se
le habían hecho: "La ciencia no es buena para nada, y nunca hace otra
cosa
que el mal, porque es mala por naturaleza. No es menos inseparable del
vicio
que la ignorancia de la virtud. Todos los pueblos civilizados han sido
siempre
corruptos; todos los pueblos ignorantes han sido virtuosos. En una
palabra,
sólo hay vicio entre los sabios y hombres virtuosos entre aquellos que
no saben
nada. Por tanto, hay un medio de tornarnos gente honesta, a saber,
proscribir
la ciencia y los sabios, quemar nuestras bibliotecas, cerrar nuestras
Academias, nuestros Colegios, nuestras Universidades, y sumergirnos en
toda la
barbarie de los primeros siglos" [85]
Esta
crítica se centra en dos frentes. Por un lado, respecto a su
identificación del saber con el vicio y la ignorancia con la virtud;
por otro,
respecto a la alternativa social ante tal tesis, es decir, sobre si
hemos de
quemar los libros y las Universidades, cerrar los Colegios y
Academias... Otro
frente de críticas, tal vez el menos definido pero el más fecundo, se
refiere a
la contextualización histórica y social del saber. Los tres frentes
provocan en
Rousseau la necesidad de madurar su posición, matizarla y precisarla,
en todo
caso fundamentarla. Y, por tanto, además de forzar reflexiones útiles
para
definir los perfiles del ginebrino, llevarán a éste a un desplazamiento
del
tema hacia áreas cada vez más sociales y políticas, perdiendo relieve
el tema
del saber o adquiriendo su análisis tonalidades sociopolíticas, sin
duda más
fecundas. Nos detendremos, pues, en estos tres frentes de críticas,
basándonos
en dos textos ejemplares y arquetípicos al respecto: la Carta al rey de
Polonia
y el "Prefacio" al Narciso. Ambas son, en el fondo, una reformulación
del Primer Discurso.
Entre
las muchas cartas sobre el tema, tal vez su Respuesta
al Rey de Polonia
sea la más interesante. No podía faltar en ella el esfuerzo por
contextualizar
el saber, instado por las críticas del duque de Lorena, según las
cuales
Rousseau habría tomado por causa la ocasión, es decir, habría tomado
como causa
del vicio las ciencias y las artes en lugar del lujo y el ocio, que
suelen
darse unidos a aquellas. Rousseau no podía eludir la respuesta, y ésta
le abre
a lo social y a la historia.
De
hecho ya en el Discurso sobre las ciencias y las artes hay algunos
pasajes en que se contextualiza la relación ciencias-costumbres.
Efectivamente,
tras afirmar que las ciencias provienen de nuestras debilidades y
vicios...:
"La astronomía de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del
odio, de la lisonja; la geometría, de la avaricia; la física, de una
curiosidad
vana; y todas ellas, sin excluir la moral, del orgullo humano" [86],
se pregunta qué haríamos de las artes sin el lujo que las fomenta. Y
poco
después, hablando de los "daños aún peores de las letras y las artes"
dice: "Raramente va el lujo sin las ciencias y las artes, y jamás van
éstas sin él. Ya sé que nuestra filosofía, siempre fecunda en máximas
singulares, pretende, contra la experiencia de todos los siglos, que el
lujo funda
el esplendor de los estados; pero después de haber olvidado la
necesidad de las
leyes suntuarias ¿se atreverá también a negar la filosofía que las
buenas
costumbres son esenciales para la duración de los imperios y que el
lujo es
diametralmente opuesto a las buenas costumbres? [87]
Y
sigue Rousseau señalando la indisoluble unión de la filosofía, las
artes
y la ciencia respecto al lujo, no simplemente para reforzar el efecto
negativo
de aquellas en las costumbres, sino abriendo la reflexión a un plano
más
socioeconómico.
Como
el duque de Lorena critica a Rousseau que atribuya a las ciencias
efectos que, en rigor, pertenecen a las riquezas, a la molicie y al
lujo,
Rousseau, recordando que él ya había indicado que lujo y ciencias
siempre iban
juntos, se da cuenta de la necesidad de "ordenar esta genealogía". Y,
al hacerlo, amplia la reflexión a una esfera mucho más rica y concreta:
"La primera causa del mal es la desigualdad; de la desigualdad proceden
las riquezas, pues los conceptos de pobre y rico son relativos, y
dondequiera
que los hombres sean iguales no habrán ni ricos ni pobres. De las
riquezas
nacen el lujo y el ocio; del lujo provienen las bellas artes y el ocio
da
origen a las ciencias" [88]
Se
abre así el tema hacia el horizonte del Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres, donde la desigualdad se yergue como
concepto eje
de la reflexión, con lo que la simple crítica moralizante de la cultura
desemboca formalmente en el análisis económico e histórico de la
génesis de lo
social. La intuición rousseauniana de que la dedicación por parte de la
sociedad de un sector de su población al cultivo de las artes y las
ciencias
pasa por la producción de un excedente y la apropiación de éste por una
clase
social expresa su lucidez e indica la apertura de un nuyevo enfoque del
análisis social.
En
el "Prefacio" a este Segundo Discurso vuelve a retomar el
tema, mostrándonos que sus intuiciones comienzan a convertirse en
teorías.
Ciertamente, ahoraRousseau
matiza más,
y señala que la corrupción de las costumbres no pertenece únicamente a
la época
ilustrada, época del florecimiento de las ciencias, las artes y la
filosofía...
Con la extensión histórica de la corrupción general de las costumbres
se
debilita e individualiza el carácter perverso del saber, por un lado,
se
debilita y, por otro, se individualiza y especifica.
Efectivamente,
aunque Rousseau pueda constatar y decir queentre las causas de la
corrupción el saber
juega un papel de primer orden, lo que explica que en su época,
dominada por la
"cultura de las ciencias", tal corrupción fuera mayor, no
obstante,al no ser
la corrupción
propiedad de esta cultura y tener que reconocer que las causas de
corrupción
son muchas, se descarga al saber de su papel de aparentemente única
causa del
mal, tal como aparecía en el Primer Discurso: "Todo lo que facilita la
comunicación entre las diversas naciones lleva a unas, no las virtudes
de las
otras, sino sus crímenes, y altera en todas las costumbres que son
propias a su
clima y a la constitución de su gobierno. Las ciencias, pues, no han
producido
todo el mal, aunque han contribuido en una buena parte. Y el mal que
les
pertenece como propio es el de haber dado a nuestros vicios un color
agradable,
un cierto aire honesto que nos impide sentir horror de ellos" [89]
Las
cruzadas, el comercio, los descubrimientos, los viajes... son otras
tantas causas de ese intercambio del mal y de esa alteración del orden
natural,
que aquí aparece descrita con contenidos y tonos que nos recuerdan a
Montesquieu. Las ciencias, las artes y las letras quedan así incluidas,
entre
otros factores, en el progreso en general: es el progreso la causa de
la
degeneración de las costumbres. El proceso a las letras se desplaza
hacia el
proceso al progreso, o sea, la sociedad y la historia aparecen como
referencias
necesarias en su filosofía.
Podría
objetarse que, de todas formas, el saber sigue siendo el centro de
la reflexión de Rousseau en el "Prefacio". No es extraño que así sea,
pues Rousseau, aunque con carencias en la caracterización, ve una doble
función
del saber en el marco del progreso. Por un lado, como "cultura
de las ciencias", el
saber es elemento central del progreso. En cierto sentido la crítica a
la
"cultura de las ciencias" tiende a ser equivalente a la crítica al
progreso. Por otro lado, como filosofía o letras, podríamos decir, como
cultura literaria,
cumple una función específica.
Entre los diversos
factores del progreso el de la filosofía y las letras juega un papel
muy
específico, que parece ser el que más irrita a Rousseau, a saber, el de
dar
gato por liebre, el de convertir la necesidad en virtud, en suma, el de
hacer
soportable, y aún deseable, la corrupción. Es el papel perverso del saber.
En
Primer Discurso nos hablaba de su función enmascaradora al poner
guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de la sumisión y
desear la
esclavitud, ahora nos dice que ponen color agradable a nuestros vicios
y sentir
agradable a lo que debería causarnos horror. Por tanto, esta culpa
específica,
propia, individualizada, queda asignada de forma definitiva a la
"cultura
de las luces".
Cabe
también resaltar que la reflexión se hace cada vez más política [90].
Rousseau parece evitar conscientemente el planteamiento
individualizado,
prefiriendo hablar siempre de efectos en un pueblo, en un nación, en un
Estado... Esto se debe a una doble razón. En primer lugar, como
enseguida
veremos, él acepta que pueda haber hombres sabios y virtuosos, en los
que esa
sabiduría no es obstáculo para la virtud; pero en la nación, es decir,
en la
inmensa mayoría, el saber provoca el vicio. En segundo lugar, porque
Rousseau
tiende a hacer un planteamiento político, y no meramente moral. Esto se
ve
fácilmente cuando razonasobre
ese
carácter pernicioso del gusto por el estudio, diciendo que se debe al
ocio y al
deseo de distinción, que a un tiempo son su causa y su efecto. Ocio y
deseo de
distinción tienen sentido únicamente en la vida social, y, según
Rousseau, son
producto de una mala organización del Estado: "En un Estado bien
constituido, cada ciudadano tiene unos deberes que cumplir, y estas
importantes
tareas le son demasiado queridas para dejarle la opción de entregarse a
frívolas especulaciones. En un Estado bien constituido todos los
ciudadanos son
tan exactamente iguales, que ninguno puede ser preferido a los otros
como el
más sabio o como el más hábil, sino a lo sumo como el mejor: e incluso
esta
última distinción es peligrosa, porque provoca hipócritas..." [91]
Como
vemos, el análisis se desplaza al plano político: el del buen Estado.
Y surge la duda de si las ciencias y las artes serían corruptoras de
las
costumbres en un Estado bien ordenado, o si su existencia es signo del
mal
Estado. Lo que preocupa a Rousseau es muy simple: el "hombre
agradable" ha ganado el puesto al "hombres de bien", el deseo de
reconocimiento ha sustituido y despreciado los deberes del hombre y del
ciudadano [92].
Así, la filosofía ha perdido su destino y se ha pervertido. Ahora bien,
¿es el saber la causa de esta corrupción, o simplemente su uso concreto
en un
Estado mal ordenado?. El optimismo de Helvétius, confiando en usar la
pasión de
gloria, como las demás pasiones, al servicio del Estado, parece
contraponerse a
Rousseau, que ve esas pasiones como un producto de la corrupción, y no
como una
naturaleza a entretener.
Su
preocupación por la educación confirma esta tendencia de su discurso al
plano sociopolítico [93].
La considera otra causa de la corrupción: se enseñan las letras y no
los
deberes, lo que han hecho los otros y ni una palabra de lo que debemos
hacer...:"... y
nuestros niños son
precisamente educados como los antiguos atletas de los juegos públicos,
que,
destinando sus robustos miembros a un ejercicio inútil y superfluo, se
guardaban de emplearlos nunca en ningún trabajo provechoso" [94]
Esta
crítica a los contenidos de la educación de su tiempo toma ecos
actuales. Junto a tesis ya conocidas, como la que afirma que la
filosofía y las
bellas letras debilitan el cuerpo y el alma; o la que dice que el
trabajo de
laboratorio vuelve a los hombres delicados, de temperamento débil; o la
que sugiere
que el estudio de la máquina enerva el coraje, destruye la fuerza...
Junto a
estas ideas, digo, hay otras que suenan a nietzscheanas: A fuerza de
meditar
sobre las miserias de la humanidad somos incapaces de confiar en la
vida; el
exceso de previsión nos quita el coraje de vivir; la preocupación por
la
historia de los otros nos impide hacer la nuestra.
3.3.
Sabios
viciosos e ignorantes virtuosos
“El
gusto por las letras anuncia siempre en un pueblo un comienzo de
corrupción que dicho gusto acelera rápidamente.” (J-J. Rousseau,
"Prefacio" a
Narciso)
En
la Respuesta al
Rey de Polonia, Rousseau debe matizar su
valoración de las ciencias como fuente de perversión, que ha causado un
fuerte
impacto. ¿Parecía una audacia excesiva, cuando no extravagancia o
impostura,
condenar de raíz a poetas y pintores, músicos y filósofos, legisladores
y
dramaturgos. ¿Cómo meter en el mismo saco a todos ellos?. ¿Cómo
condenar la
obra de la razón, del espíritu, de aquello que hace al hombre divino?.
Rousseau
ha de precisar: "La ciencia es muy buena en sí, eso es evidente, y
habría
que haber renunciado sl buen sentido para decir lo contrario" [95]
Rousseau
dice más, dice que siendo Dios fuente de toda verdad,
"adquirir conocimientos y difundir sus luces es como participar de
algún
modo en la suprema inteligencia". Dice, incluso, que comparte el elogio
que su interlocutor ha hacho respecto a la utilidad que podrían
adquirir los
hombres de las artes y las ciencias. "Conque estamos perfectamente de
acuerdo en ese punto". Estas concesiones no afectan a sus tesis: al
contrario, las precisan. Porque, en el fondo, Rousseau intuye que están
hablando
de cosas distintas. Su interlocutor habla en nombre de la
ciencia-en-sí, y
Rousseau en el de la ciencia-para-los-hombres. Si se trata de lo
primero, todo
el mundo de acuerdo; pero, una vez establecido el acuerdo respecto a lo
en-sí,
hay que tener la valentía de seguir adelante y preguntarse: "¿Pero cómo
es
posible que las ciencias, cuya fuente es tan pura y cuyo fin tan
loable,
engendren tantas impiedades, tantas herejías, tantos errores, tantos
sistemas
absurdos, tantas contradicciones, tantas ineptitudes, tantas sátiras
despiadadas, tantas novelas lamentables, tantos versos licenciosos,
tantos
libros obscenos, y, en los que las cultivan, tanto orgullo, tanta
avaricia,
tanta malignidad, tantas intrigas, tantas mentiras, tantas envidias,
tantas
iniquidades, tantas calumnias, tantas adulaciones vergonzosas y
cobardes?" [96].
A un hecho de razón, a saber, la bondad ontológica o genealógica del
saber, por su ser-en-sí o por su origen, opone un hecho empírico, el
efecto del
saber en los hombres. Y debe concluir que "la ciencia, por hermosa y
sublime que sea, no está hecha para el hombre; que tiene éste el
espíritu
demasiado limitado para hacer en ella grandes progresos, y demasiadas
pasiones
en el corazón para que no haga de ella un mal empleo" [97]
Rousseau
deja bien claro que no está revisando a la baja su tesis del
Primer Discurso, pues no se trata de aceptar, con el príncipe de
Lorena, que
las ciencias se tornan nocivas cuando se abusa de ellas. Se trata de
añadir, no
sin ironía, que "...es verdad que se abusa mucho; más aún, se abusa
siempre" [98].
Un matiz esencial que subraya el sentido radical del Primer Discurso.
Rousseau no condena la ciencia en sí, es cierto, pero se limita a
condenar los
abusos: condena el uso. Y lo condena en base a que todo uso es, como
mínimo, un
grave riesgo de abuso. Rousseau ha sostenido, y cree haber demostrado,
que el
cultivo de las ciencias corrompe las costumbres de una nación. Sin duda
puede
haber un sabio virtuoso: pero son escasos, muy escasos. Por tanto, como
es un
hecho empírico(la
historia suministra
ejemplos) que puede vivirse sin artes, ciencias y filosofías, como
también es
constatable que tale pueblos han sido más virtuosos y felices, el
cultivo de
las ciencias y la filosofía es un riesgo innecesario.
De
todas formas, sale al paso de quienes le critican por hacer una
apología
de la ignorancia. Hay dos tipos de ignorancia, nos sugiere. Una,
"...feroz
y brutal que nace de un mal corazón y de un espíritu falso; una
ignorancia
criminal que se extiende hasta los deberes de la humanidad; que
multiplica los
vicios, degrada la razón, envilece el alma y hace a los hombres
semejantes a
las bestias" [99].
Rousseau comparte el rechazo de esa ignorancia. Pero hay otro tipo de
"...ignorancia razonable que consiste en limitar la curiosidad al
ámbito a
que alcanzan las facultades de que se está dotado; una ignorancia
modesta,
quenace de un vivo
amor a loa virtud y
que sólo inspira indiferencia respecto a a todas las cosas que no son
dignas de
llenar el corazón del hombre y que no contribuyen a hacerle mejor; una
dulce y
preciosa ignorancia, tesoro de un alma pura y contenta de sí, que cifra
su
ventura en recogerse en sí misma, en darse testimonio de su inocencia,
y que no
tiene necesidad de buscar una vana y falsa felicidad en la opinión que
puedan
tener los demás de sus saberes..." [100].
Parece, pues, evidente que la matización de Rousseau es una precisión
hermenéutica, no un retoque moderador del contenido de su crítica.
En
el "Prefacio"Rousseau
mantiene el mismo tono, y no parece renunciar al radicalismo usado en
el Primer
Discurso: "Comenzaré por los hechos y mostraré que las costumbres han
degenerado en todos los pueblos del mundo a medida que el gusto por el
estudio
y por las letras se ha extendido entre ellos" [101].
Y como sospecha que el mero paralelismo no implica relación de causa
efecto, afirma que también mostrará "la conexión necesaria". Por
tanto, no parece renunciar a nada. No obstante, en seguida añade una
matización
muy clarificadora, al señalar que la fuente de nuestros errores reside
en una
confusión, a saber, confundimos conocimientos vanos y engañosos con "la
inteligencia soberana que ve de una ojeada la verdad de todas las
cosas",
es decir, confundimos la ciencia en abstracto, la ciencia-en-sí, con
nuestros
conocimientos, la ciencia para nosotros: "La ciencia tomada de una
manera
abstracta merece toda nuestra admiración. La ciencia loca de los
hombres no es
digna más que de desprecio" [102]
Rousseau
no acusa a la ciencia en sí, sino a la ciencia del hombre, a los
conocimientos de los hombres. Y no se trata de una diferencia tipo
verdad/probabilidad, ni siquiera verdad/error, sino del tipo en sí/para
sí. En sí la ciencia es perfecta, pero para los
hombres
es una fuente de locuras y pasiones: "El gusto por las letras anuncia
siempre en un pueblo un comienzo de corrupción que dicho gusto acelera
rápidamente" [103]
Crítica,
pues, radical, que no se limita a los contenidos, cosa que
permitiría introducir la distinción entre buenos y malos. Su crítica no
se
orienta a sustituir la mala filosofía por la buena, la mala literatura
por la
buena. Es una crítica más de fondo, a saber: la filosofía y las bellas
letras
son socialmente, moralmente, malas: "El gusto por la filosofía relaja
todos los lazos de estima y benevolencia que unen a los hombres en
sociedad, y
tal vez sea éste el peor de los males que engendra" [104].
La filosofía, dice Rousseau, acaba por generar la indiferencia ante la
familia, la patria, la religión. La filosofía transforma a los hombres,
fuerza
su degeneración: "no es ni padre, ni ciudadano, ni hombre; es
filósofo" [105]
Frases
como "el filósofo desprecia a los hombres; el artista pronto se
hace despreciar por ellos, y ambos concurren, en fin, a volverlos
despreciables", dejan ver el carácter absoluto de la crítica de
Rousseau.
No hay, pues, concesión alguna: es una crítica al uso, o sea, a la
ciencia para
los hombres, mejor aún, para las naciones.
Valoración
que, conviene insistir en ello, sin dejar de ser moral es cada
vez más política. La crítica más cruel y explosiva de todas es que la
filosofía, las ciencias, las letras han cambiado la imagen de la
sociedad y lo
enfocan todo desde el punto de vista del interés: las leyes, el
comercio, los
lazos sociales tienen un sustento utilitarista. Confían en que cada uno
colaborará al bien común guiado por el interés propio. Y a Rousseau le
parece
una ingenuidad esperar que del comercio surja, en lugar del engaño, la
competencia, la violencia, etc..., el bien de todos. Una filosofía que
ha
confiado al interés la paz y hermandad entre los hombres, en lugar de
poner la
estima y la moral en su base, le parece una cruel frivolidad.
Y
Rousseau, que una y otra vez vuelve sobre el enfoque político, dirá:
"Otros han percibido el mal y yo he descubierto sus causas y hago ver
especialmente una cosa muy consoladora y muy útil al mostrar que todos
estos
vicios no pertenecen tanto al hombre como al hombre mal gobernado" [106]
Concluye, pues, quela
ciencia no
está hecha para el hombre en general: "Confieso que hay algunos genios
sublimes que saben penetrar a través de los velos que envuelven la
verdad,
algunas almas privilegiadas capaces de resistir a la tentación de la
vanidad, a
los celos y a las otras pasiones que engendra el gusto por las
letras..." [107]
Esos
pocos privilegiados pueden, por el bien de todos, dedicarse al
estudio, pero "como excepción que confirma la regla". El resto de los
hombres... deben dedicarse a actuar
y a pensar, no a reflexionar.
La distinción es
pertinente.
La "reflexión" designa las ciencias y las letras; el
"pensamiento" apunta al sentido común. Recordemos que distinguía dos
tipos de ignorancia. Ahora lo entendemos: la primera es ausencia de
pensamiento
y reflexión, la segunda, simplemente ausencia de reflexión.
Toda
la moral rousseauniana gira en torno al tema de la "bondad
natural" [108].
Efectivamente, la "bonté originelle" es afirmada en su Lettre
à M. de Beaumont; en el Segundo
Discurso se afirma que "el
hombre es naturalmente bueno" [109].
La "pitié naturelle" también se afirma en diversos lugares de
sus obras. Pero, para comprender bien su sentido en Rousseau, hay que
proyectarla sobre la misma idea en Hobbes y Spinoza. Son estos autores,
con
escasas diferencias, quienes habían establecido las bases del discurso
político
moderno. El mismo se apoyaba en una idea del "estado de naturaleza"
basada en tres rasgos:(1)
Rechazo de la
idea de una sociabilidad natural del hombre, oponiéndose así claramente
a la
idea dominante desde Aristóteles del hombre como "animal político" [110];(2) Ausencia total de la
razón en
ese estado, es decir, que los hombres en el estado de naturaleza están
movidos
por sus pasiones; los dictámenes de la razón son posteriores, tienen
por objeto
poner fin al estado de naturaleza mediante un pacto [111]:
y(3)
Reconocimiento de la
supervivencia como único móvil de ese estado [112]
Hay,
sin duda [113]
una coincidencia de Hobbes y Spinoza con Rousseau en el tema de la no
sociabilidad natural. En el caso de Hobbes y Spinoza, esa tesis les
lleva a
mantener una constante tensión, oposición, entre el individuo y el
ciudadano.
La necesidad del pacto, de la vida social, radica en una carencia, no
en una
inclinación: de ahí que la irrupción de la razón signifique salida del
estado
de naturaleza e instauración del orden civil. En el fondo, de esta
manera se
fundamenta el orden civil de forma más sólida; pero dicho orden queda
afectado
de artificialidad. Los hombres instauran la sociedad porque les es
útil. Así se
pasa del homo homini lupus al homo homini deus [114].
Sólo cuando el hombre comprende que no se basta a sí mismo, que no
puede
lograr por sí sólo la sobrevivencia, la seguridad, la felicidad,
reconocerá que
"nada es más útil al hombre que el propio hombre" [115]
Por
tanto, la razón entra en escena cuando el estado de naturaleza es
insostenible, y como rechazo de sus miserias y carencias. Esta ausente
en el
origen, pero aparece cuando y en la medida en que es deseada: aparece
como
salvación. No ocurre lo mismo en Rousseau, que valora su aparición
innecesaria
y, sobre todo, ve su aparición como el inicio de la degeneración de la
naturaleza humana.
Algo
parecido ocurre con el otro presupuesto, el que sostiene que el único
fin en el estado de naturaleza es la conservación.
3.4.
La
pérdida de la moral: camino sin retorno
“¡Qué
dulce sería vivir en nuestra sociedad si la continencia externa fuera
siempre imagen de las disposiciones del alma; si la decencia fuera la
virtud;
si nuestras máximas fueran reglas; si la verdadera filosofía no se
pudiera
separar de la dignidad de filósofo! Pero tantas cualidades rara vez van
juntas
y la virtud no se manifiesta con tanta pompa.” (J-J- Rousseau,
Discurso
sobre las
ciencias y las artes).
En
fin, pasemos al tercer punto. ¿Qué hacer con el saber?. ¿Que- mar las
bibliotecas, cerrar las Academias....?. En rigor, éste parece ser el
resultado
más coherente con su crítica. No obstante, Rousseau cree que, con ello,
sólo se
conseguiría volver a sumir a Europa en la barbarie y las costumbres
nada
ganarían con ello. Punto importante, que le sirve para establecer una
fecunda
tesis en su Respuesta al rey de Polonia: "Voy a enunciar, no sin dolor,
una verdad grande y fatal: No hay más que un paso entre el saber y la
ignorancia,
y la alternativa entre ambos es frecuente en las naciones; pero no se
ha visto
nunca ningún pueblo que, una vez corrompido, retorne a la virtud. En
vano
pretenderías destruir las fuentes del mal; en vano retiraríais los
alimentos de
la vanidad, del ocio y del lujo, y no menos en vano devolveríais a los
hombres
a esa igualdad primigenia, conservadora de toda inocencia y fuente de
toda
virtud; una vez pervertidos, sus corazones lo estarán para siempre; ya
que no
hay remedio, como no sea alguna gran revolución casi tan de temer como
el mal
mismo que podría curar, y que es abominable desear no menos que
imposible
resulta imposible de prever" [116]
Con
la metáfora de "ofrezcamos algún pasto a los tigres para que no
devoren a nuestros hijos" ejemplifica su alternativa: no es posible el
regreso, al menos no es aconsejable; sólo queda entretener las
pasiones,
aprovechar los propios rituales, jugar con las convenciones. Degenerado
el
hombre por la ilustración, la inocencia no es recuperable. Y en
cualquier caso
"la ilustración del malvado no es tan de temer como su brutal
estulticia". Por tanto, si ya no es posible la política más perfecta,
cabe
hacer lo que Solón: ofrecer la mejor política de las tolerables.
En
el "Prefacio" al Narcisotambién se
plantea la
cuestión de ¿qué hacer
con un pueblo corrompido?. ¿Conviene destruir la cultura de las
ciencias y las
letras, o conservarlas?. Rousseau, con la misma claridad, opta por
conservarlas. Sus argumentos son idénticos a los de la Respuesta:
primero,
porque un pueblo vicioso no puede nunca recuperar la virtud: "no se
trata
de volver buenos a quienes ya no lo son, sino de conservar buenos a los
que aún
lo son" [117].
Segundo, porque un pueblo corrompido hasta "cierto punto"
tendrá desde gente degenerada irrecuperable, a gente aún no muy
degradada,
salvable de males peores: "es así que las artes y las ciencias, tras
haber
hecho aflorar los vicios, son necesarias para impedir que se conviertan
en
crímenes... ellas destruyen la virtud, pero dejan de dicha virtud un
simulacro
público que siempre es una bella cosa. Introducen en su lugar la
urbanidad y
cortesía, y el temor a parecer malos es sustituido por el temor a
parecer
ridículos" [118]
. Por tanto, que sigan las Bibliotecas, los Colegios y las
Universidades.
El orden social, como mínimo, evita el crimen. Perdida la virtud,
salvemos al
menos la razón.
3.5.
El
peligro del naturalismo
“(Las
ciencias y las artes) introducen en su lugar(de la moralidad) la
urbanidad y la cortesía,
y el temor a aparecer malos es sustituido por el temor a aparecer
ridículos.” (J-J.
.Rousseau,
Segundo Discurso)
Nada
más comenzar el primer capítulo de El Contrato Social, Rousseau
plantea la motivación de este texto, que en realidad es la motivación
básica de
la filosofía política: "El hombre nació libre, y en todas partes se le
encuentra encadenado. Hay quien se cree el amo de los demás, cuando en
verdad
no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo ha podido acontecer este
cambio?
Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarlo? Voy a intentar resolver esta
cuestión" [119]
Podría
sorprender el "lo ignoro", ya que Rousseau había descrito
el paso de la libertad natural a la servidumbre en el Segundo Discurso [120].
En realidad cumple una función eminentemente retórica. No obstante, no
olvidemos que la "filosofía de la historia" que recoge este texto es
puesta por Rousseau como una novela, como un discurso literario en el
que la
imaginación sustituye a la razón y a la experiencia allí donde éstas no
llegan.
Por otro lado, aunque en el Segundo Discurso nos relata las posibles
causas que
motivaron ese "prodigio" o "perversión" de la naturaleza
humana, no dejan de ser causas empíricas, determinaciones materiales:
la razón
última, el por qué la perfectibilidad del hombre tomó ese rumbo y no
otro, la
necesidad absoluta, continuaba siendo para Rousseau un enigma.
El
objeto del Contrato Social no es el cambio de la libertad a la
sumisión,
del estado de naturaleza al estado civil. Se trata más bien de que,
aceptado
ese cambio, e incluso dado cuenta de la necesidad técnica, producto de
las
causas próximas, quedaba pendiente su legitimidad. De la "filosofía de
la
historia" como esfuerzo por representarse el cambio en su lógica
interna y
su necesidad histórica [121],
se pasa a la "filosofía política" como esfuerzo por establecer
la legitimidad de los productos de ese cambio, como la sumisión, la
autoridad
de la ley, el poder del soberano.
Esta
tarea de búsqueda de la legitimación, es decir, de fundamentación
filosófica de las relaciones sociales, es abordada por Rousseau en un
marco
preciso, definido por las coordenadas de utilidad y justicia. Es decir,
la
legitimidad no puede derivar exclusivamente de la ley de
autoconservación, pero
tampoco olvidar la vida elevándose a mera especulación: "Procuraré
siempre
en esta indagación unir lo que el derecho permite con lo que el interés
prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen en
conflicto" [122]
En
el Segundo Discurso había señalado como principios de la naturaleza
humana el deseo de conservación, la pasión de libertad y el sentimiento
de
piedad. De esos tres principios el primero ofrece un fundamento
utilitario de
la vida social, el tercero define la justicia y el segundo es un
presupuesto de
ambos, ya que la libertad es tanto condición de la felicidad como
exigencia de
la moralidad y, en consecuencia, de la justicia. En este sentido, el
proyecto
rousseauniano en el Contrato continúa el del Segundo Discurso y es
coherente
con el mismo.
No
es fácil la articulación de utilidad y justicia [123].
A lo largo de la historia cada una ha propiciado una familia de teorías
rivales, asumiendo de forma excluyente alguno de estos principios,
configurando
una especie de campos de fuerzas a los que difícilmente podía
sustraerse el
discurso. En el fondo, desde Platón el problema del fundamento del
gobierno
estaba planteado en la siguiente alternativa: o una opción que pasaba
por utilitarista,
y que reducía toda institución jurídica o política a mera convención,
reduciendo todo rasgo moral a interés, recurriendo a los datos
positivos como
argumentación de la necesidad de lo histórico y resaltando la fuerza
como
origen de toda relación social; o bien una opción iusnaturalista, que
reclamaba
una naturaleza humana racional, libre y moral, que exigía desde ésta
las
condiciones de una buena sociedad para una buena vida, que tendía a ver
los
hechos como desviaciones o aproximaciones y la fuerza como obstáculo a
la vida
humana.
Ciertamente,
a lo largo de los tiempos se habían acumulado matizaciones y
distinciones, generando una tupida topografía de escuelas. Rousseau,
con
lucidez y sin dejarse de enredar en las particularidades, sabe detectar
el
peligro común a muchas de ellas, peligro que acerca a Grocio, Hobbes o
Aristóteles. El peligro común reside en el "naturalismo", o sea, en
la tendencia a fundamentar el orden social en la naturaleza
humana [124].
Unas veces entendiendo como "naturaleza humana" una esencia
racional, abstracta, condensación de principios y derechos hegemónicos
en cada
época; otras, como en Hobbes, viendo la "naturaleza humana" en su
dimensión biológica, que aunque antisocial arrastra paradójicamente a
la
sociedad. En cualquier caso, como determinación metafísica o como
determinación
física, se trata de apoyar las relaciones sociales en una instancia
natural que
al mismo tiempo las explica y las legitima. Con más o menos precisión y
mejor o
peor acierto, Rousseau piensa que esos discursos fácilmente se vuelven
positivistas, tan respetuosos de los hechos que acaban invistiéndolos
de
autoridad. Y eso constituye un serio peligro: "Su forma más constante
de
razonar consiste en establecer siempre el derecho por el hecho. Tal vez
exista
un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos" [125]
Por
ejemplo, frente a la reflexión hobbesiana tendente a explicar el orden
social como efecto de la fuerza, nada objeta; pero frente al intento de
tomar
la explicación por legitimación, no duda en la respuesta: "Mientras un
pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; pero tan pronto
como
puede sacudirse el yugo, y se lo sacude, hace todavía mejor; pues
recobrando su
libertad con el mismo derecho que se la arrebataran, o está justificado
el
recobrarla o no lo estaba el habérsela quitado" [126]
La
fuerza no puede explicar la sumisión, pues se trata de sumisión
voluntaria, vivida como deber. En línea con su Segundo Discurso, dirá
que
"El más fuerte no lo es bastante para ser siempre el amo si no
transforma
su fuerza en derecho y la obediencia en deber... La fuerza es un poder
físico;
no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza
es un
acto de necesidad, no de voluntad; es, a lo sumo, un acto de prudencia.
¿En qué
sentido podrá ser un deber?" [127]
Como
bien dice Rousseau, si hay que obedecer por la fuerza huelga hacerlo
por deber, y en cuanto uno es forzado a obedecer ya no hay obligación
moral que
valga. ¿Qué sentido tendría la máxima "obedeced a los poderes"?. Si
se entiende como mandato de sometimiento a la fuerza, puede ser un
consejo
prudente y útil, pero estéril: nunca jamás podrá ser violado. Dado que
la
fuerza no genera derecho, habrá que entender dicha máxima como
"obediencia
a los poderes legítimos". Y de eso se trata de establecer esa
legitimidad.
En
el caso de Grocio, muy diferente a Hobbes, emergen problemas
semejantes.
Hablando de la esclavitud, Grocio juega con la analogía entre individuo
y
pueblo: si un hombre puede enajenar sus derechos y establecer vínculos
de
dependencia, de vasallaje o esclavitud, con un amo, ¿por qué no pensar
lo mismo
de un pueblo respecto a un monarca?. La experiencia y la razón parecen
estar a
favor de Grocio: no es difícil encontrar en la historia pruebas de
pueblos
sometidos y, por otro lado, la "libertad" como atributo irrenunciable
del hombre parece exigir el derecho de éste a establecer cualquier
pacto,
incluso el de su enajenación.
Rousseau
comienza por distinguir entre una enajenación como darse
gratuitamente y otra como venderse a cambio de algo. Respecto a ésta
dirá que
"un hombre que se hace esclavo de otro no se da, se vende; se vende al
menos por su subsistencia. Pero un pueblo ¿a cambio de qué se vende?" [128].
El pueblo no puede venderse, pues de nadie recibe la subsistencia; al
contrario, del pueblo la reciben todos. ¿A cambio de la tranquilidad y
la paz?.
Rousseau se pregunta si eso es una ganancia: "¿Qué ganan, si esta
tranquilidad misma es una de sus miserias?".
Respecto
a la primera considera que un hombre no se da gratuitamente a
nadie, que tal acto es impensable como humano, es decir, que si tal
acto
proviniera de un hombre expresaría que dicho hombre ha dejado de serlo.
Y
respecto a un pueblo: "Decir que un hombre se da gratuitamente es decir
una cosa absurda e inconcebible: un acto semejante es ilegítimo y nulo
sólo por
el hecho de que quien lo realiza no está en sus cabales. Decir eso
mismo de
todo un pueblo es suponer un pueblo de locos, y la locura no da
derechos" [129].
Rousseau volverá sobre este argumento, insistiendo en que un acto
contra
natura no genera derecho, sino que destruye la naturaleza de la que
procede.
También
le parece sospechoso el naturalismo de Aristóteles. Este había
establecido como natural la sociabilidad del hombre, tesis que pasa a
la
tradición y se apoya fuertemente en la analogía de la familia como
primera
célula social. Rousseau dirá al respecto: "La más antigua de todas las
sociedades y la única natural es la familia. Así y todo, los hijos no
permanecen vinculados al padre más que el tiempo en que precisan de él
para
subsistir. En cuanto esta necesidad cesa, el lazo natural se deshace.
Una vez
libres los hijos de la obediencia que deben al padre, y exento el padre
de los
cuidados que debe a los hijos, recobran todos igualmente su
independencia. Si
luego continúan unidos, no es ya natural, sino voluntariamente, y la
familia
misma se mantiene sólo por convención" [130].
O sea, hasta la familia es una convención, más allá de los vínculos de
necesidad de sobrevivencia.
Por
otro lado, Rousseau ve en ese naturalismo el fundamento de la
esclavitud. Bajo el pretexto de la descripción de los hechos se toma a
éstos
como causas cuando en realidad son simple efecto: "Aristóteles tenía
razón, pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la
esclavitud
nace para la esclavitud; nada es más cierto. Los esclavos todo lo
pierden en
sus cadenas, hasta el deseo de librarse de ellas; aman su servidumbre
como los
compañeros de Ulises amaban su embrutecimiento. Si hay, pues, esclavos
por
naturaleza es porque los ha habido contra naturaleza. La fuerza hizo
los
primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado" [131]
La
alternativa de Rousseau es nítida: el orden social, en todas sus
instituciones, procede de laconvención.
Así, el primer problema de la filosofía política consiste en remontarse
a la
primera convención, que es el origen del Estado.
3.6.
Pacto
social y libertad moral
“la
libertad moral es la única que hace al hombre dueño de sí mismo,
pues el impulso exclusivo del apetito es esclavitud y la obediencia a
la ley
que uno se ha prescrito es libertad.” (J.J. Rousseau,
El
Contrato Social).
Aunque
aceptáramos con Grocio que un pueblo puede darse un rey, dice
Rousseau, de todos modos antes, previamente, debería ser un pueblo.
Esta
reflexión no es trivial. Rousseau considera que si no fuera así, no se
trataría
de un pueblo, sino de un agregado de individuos. Y resulta impensable
que un
agregado de individuos pueda llevar a cabo un acto unánime; pues, de
otra
forma, los disidentes no quedarían obligados a la ley, lo cual es un
sinsentido. La ley obliga a todo el pueblo: nadie puede eximirse. Por
tanto,
"antes de examinar el acto en virtud del cual un pueblo elige un rey,
sería oportuno examinar el acto en virtud del cual un pueblo es tal
pueblo.
Pues al ser este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero
fundamento de la sociedad" [132]
Rousseau
se adhiere a la teoría del doble pacto, de unión y de
subordinación, pero dando al primero un nuevo sentido: no es de simple
unión
comercial, de intercambio y cooperación sino de constitución de un ser
artificial superior. Es una exigencia del "pacto social", para poder
dar legitimidad a éste. Sin pueblo no hay legalidad, ni moralidad; sin
sujeto
no tiene sentido la obligación.
El
"pacto social" debe ser reconstruido conceptualmente. Se
presupone que es un artificio que sustituye al estado de naturaleza:
luego debe
pensarse que intenta solucionar problemas que en dicho estado
amenazaban la
subsistencia del género humano, problemas no solubles por las fuerzas
particulares que cada individuo ponía para su autoconservación. Ahora
bien,
sería absurdo imaginar nuevas fuerzas, pues el hombre no puede
engendrarlas a
su antojo. Por tanto, habrá que pensar el pacto como una agregación,
una suma
de fuerzas concertadas y orientadas a un móvil común.
Por
otro lado, cada hombre particular no puede renunciar en ese pacto a su
fuerza y a su libertad, los dos elementos de sobrevivencia en el estado
de
naturaleza. Tal renuncia supondría un perjuicio personal y un descuido
de su
sobrevivencia. Tenemos, por tanto, los dos requisitos del pacto: de un
lado,
debe constituir una agregación de fuerzas articuladas y orientadas a un
objetivo común, y, de otro, debe respetar la fuerza y la libertad de
cada uno
de los individuos que lo signan. Se trata, pues, de "Encontrar una
forma
de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la
persona y los
bienes de cada asociado, y en virtud de la cual cada uno, uniéndose a
todos, no
obedezca empero más que a sí mismo y quede tan libre como antes" [133]
Rousseau
advierte que las cláusulas del contrato están fuertemente
determinadas por la naturaleza del acto: cualquier modificación las
convertiría
en algo vano y nulo. O sea, no se puede pactar cualquier cosa: los
contenidos
de este pacto, aunque no se hayan enunciado formalmente, son siempre
los mismos
en cualquier lugar y tiempo; y su violación supone la vuelta al estado
de
naturaleza, es decir, la recuperación de la libertad natural y la
pérdida de la
libertad convencional por la que se había cambiado la primera.
El
contenido del pacto se reduce, en el fondo, al siguiente: "La
enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la
comunidad" [134]
Así formulado podría pensarse que Rousseau defiende la disolución del
individuo en el todo social. Pero no es exactamente así. El da tres
razones en
apoyo de este contenido. Primera, que al darse cada uno por entero
todos tienen
la misma condición, con lo cual nadie tendrá interés en hacerla onerosa
para
los demás. Segunda, la unión es más perfecta si se hace sin reservas,
ya que si
se mantiene una esfera privada, sobre la que lo público no tiene
derecho
alguno, cualquier conflicto entre esa esfera privada y la esfera
pública
plantea un grave problema, dado que no hay un árbitro o juez común,
"...y
siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería
serlo en
todo, el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se tornaría
necesariamente tiránica o vana" [135].
Y
Tercera
razón, que al darse cada cual a todos no se da a nadie, pues cada
asociado tiene sobre él el mismo derecho que él tiene sobre cada
asociado, con
lo que "se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza
para
conservar lo que se tiene".
La
formulación del pacto podría ser ésta: "Cada
uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo
la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos
corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo" [136].
No se trata de un mero pacto de cooperación externa, de intercambio: es
un pacto constituyente, es decir, la creación de un ente,
con un cuerpo moral y político, una persona jurídica, dotada
de tantos miembros como tiene la asamblea, con un yo
común, con una voluntad,
con vida propia: "Esta
persona pública que así se constituye con la unión de todas las demás
tomaba en
otro tiempo el nombre de Ciudad, y ahora toma el de República o cuerpo
político, el cual es llamado por sus miembros Estado cuando es pasivo,
Soberano
cuando es activo y Poder cuando se le compara con sus semejantes" [137]
El
pacto rousseauniano no es entre particulares: es entre lo público, que
se genera en el pacto, y los particulares. Cada individuo se desdobla
en
miembro del Soberano y miembro del Estado. El pacto es, pues, consigo
mismo,
pero en dos posiciones diferentes: como particular y como miembro del
Soberano,
del universal. Como dice Rousseau, el Soberano no se obliga consigo
mismo:
"es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el Soberano se
imponga una ley que no pueda infringir" [138].
Rousseau radicaliza la independencia del Soberano y llega a decirque ni
siquiera el
contrato social puede ser
una ley obligatoria para el Soberano. El único límite que le pone es en
su
relación con otros Estados. En tal relación es un "individuo" más, un
particular, y está sometido a los compromisos. No obstante, entre esos
compromisos no puede darse nadea que vaya contra el contenido del pacto
social
que lo ha creado: "Violar el acto merced al cual existe sería
aniquilarse,
y lo que nada es, nada produce" [139]
Internamente,
el poder del Soberano es infinito. Como está formado de los
particulares, no puede tener interés contrario al de éstos: "por
consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía
para los
súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera lesionar a todos sus
miembros, y luego veremos que no puede lesionar a ninguno en
particular" [140].
El Soberano, por serlo, "es siempre lo que debe ser". No ocurre
igual con los particulares, quienes no dejan de tener su voluntad
particular,
diferente a la voluntad general. Fácilmente aspiran a disfrutar de los
derechos
de ciudadanos sin cumplir con los deberes de súbdito, fácilmente piensa
que,
siendo el Estado un ente de razón, puede privarse de cumplir las
obligaciones
sin dañarlo seriamente.
Por
ello el pacto entraña el compromiso de cumplimiento, la obligatoriedad:
quien se resista será obligado por el cuerpo entero: obligado a ser
libre [141].
Pues, como dice Rousseau, es dándose a la Patria como uno se libera de
las demás dependencias personales.
Rousseau
no elude una valoración "utilitaria" del pacto social.
Por un lado, hay una elevación moral, un acceso a la racionalidad. Como
él
dice, al sustituir "el instinto por la justicia" el hombre accede a
la moralidad, que antes desconocía. Pierde unas ventajas, pero gana
otras:
"...sus sentimientos se ennoblecen, y a tal punto elévase su alma
entera
que si los abusos de esta nueva condición no le degradasen con
frecuencia,
haciéndole caer por debajo de lo que antes tenía, debería bendecir sin
tregua
el venturoso instante en que la abandonó para siempre y en que, de un
animal
estúpido y limitado, se transformó en ser inteligente y en hombre" [142]
El
hombre pierde su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto
le apetece y puede conseguir. A cambio gana la libertad civil y la
propiedad de
todo cuanto posee. La libertad natural sólo está limitada por la fuerza
de los
otros; la libertad civil, por la voluntad general. La posesión es el
efecto de
la fuerza; la propiedad, de un reconocimiento e un título positivo.
Pero,
además, el hombre gana la libertad moral: "única que hace al hombre
dueño
de sí mismo, pues el impulso exclusivo del apetito es esclavitud y la
obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad" [143].
En consecuencia, la política rousseauniana está claramente al servicio
de
un ideal moral. Como en los clásicos, no había posibilidad de separar
Ética y
Política.
4.
La
propuesta ilustrada kantiana
4.1.
Ética y
Metafísica .
“Su
misión real (del
filósofo
ético) es la de aclarar y poner en plena luz el ideal de su época y de
su
pueblo. Su función es, por decirlo así, la de servir de órgano visible
de la
conciencia popular.” (G.
Morente,
La filosofía de Kant)
En
la Crítica de la Razón Pura Kant había analizado el papel que la
filosofía tradicional atribuía a la Metafísica, a saber, el de culminar
la
experiencia científica mediante el conocimiento de los entes absolutos,
de las
cosas en sí. De esta forma se cerraría el sistema del mundo y se
eliminaría del
mismo toda contingencia. Pero, como es sabido, el análisis kantiano
conduce a
la conclusión de que tal papel no estaba al alcance de la "razón
pura": lo extrasensible no estaba al alcance del entendimiento. De
todas
formas, la metafísica no pierde del todo su sentido, aunque sea
transformando
su función: las cosas en sí se convierten en ideas, que por ser
extraempíricos
no están al alcance del conocimiento, pero que intervienen en el mismo,
como "pensamientos
reguladores" de la actividad cognoscitiva de los hombres. Como dice
García
Morente, "las ideas no son nociones de algo, sino nociones para algo" [144].
Son como ideales, prototipos o modelos, como fines últimos propuestos
al
hombre, o a la cultura humana, para su desenvolvimiento [145]
La
primera conclusión que hay que extraer, y que es la que guía la Crítica
de la razón práctica, es que si las "ideas" son modelos, y dado que
éstos sólo sirven para ser reproducidos, es decir, para guiar la
acción, no
intervienen en el conocimiento mismo, sino en el proceso de conocer, en
la
práctica teórica. Y, en definitiva, las "ideas" tendrán su lugar
privilegiado en aquellas actividades del pensamiento humano
relacionadas con la
práctica: la Estética y la Ética. O sea, que en rigor Kant pone la
Moral allí
donde acaba la Lógica. La Metafísica, que sería la culminación del
conocimiento, lo culmina abriendo un nuevo campo: el de la reflexión
ética [146]
En
rigor, la Metafísica siempre pretendía dos objetivos: el de culminar el
conocimiento teórico, cerrando el sistema, y el de dirigir la práctica
humana.
La Revolución Científica y sus efectos en la filosofía determinaron que
poco a
poco la metafísica fuera liberada de la primera exigencia: la
fundamentación de
las ciencias renunció a la Metafísica. La matemática y la física
parecían
autosuficientes; más aún, la Metafísica fue declarada una rémora y una
impureza
inadmisible: era preferible quedarse sin fundamento, flotar sobre el
relativismo, a recaer en el cinturón absoluto de la metafísica. A ésta,
pues le
quedaba, de forma residual, la segunda función: la de fundamentar la
moral. La
Ética no había alcanzado su autonomía, su emancipación, y parecía
requerir de
la metafísica.
Ahora
bien, el cartesianismo había sentado un criterio de verdad que
parecía satisfactorio; Newton había desplegado un modelo de
inteligibilidad
convincente. Con ello no sólo las ciencias, al menos las
físico-matemáticas,
quedaban fundamentadas, sino que de rechazo se condenaba a la moral al
reino de
lo oscuro, de la imaginación, de la incertidumbre, de la arbitrariedad.
es
decir, se había lanzado un fuerte reto sobre la Ética: el "desafío
cartesiano", al que anteriormente nos hemos referido.
Más
aún, desde Galileo la ciencia había asumido la tarea de distinguir
entre certeza moral y certeza teórica, y había optado por ésta,
asumiendo la
urgente tarea de eliminar todo residuo moral en sus conceptos, métodos
o
criterios, como exigencia de conocimiento y de eficacia. Se expulsó de
la
Física lo cualitativo, los lugares naturales, las perfecciones y
valoraciones,
las esencias, las virtudes, en fin, toda aquella moralidad con que el
mundo
clásico había pensado el "cosmos", y que era inaceptable en el nuevo
universo infinito, cuantitativo, relacional, indeterminado,
indiferente,
ontológicamente homogéneo.
El
mecanicismo exigía la más absoluta profilaxis moral. Y cumplió con
rigor, rapidez y eficacia esa tarea en las ciencias de la
naturaleza(aunque de modo desigual).
No obstante, como
nueva racionalidad, aspiraba naturalmente a expandirse y dominar todo
el campo
del conocimiento: es decir, exigía prolongar su función en el dominio
del
conocimiento moral, exigía definir un criterio de certeza moral
coherente con
las nuevas exigencias. Es decir, aspiraba a acabar con la idea de que
la Ética
necesitaba un fundamento metafísico, al igual que había extirpado esa
creencia
en el dominio de las ciencias. El "desafío cartesiano" es el de una
Ética sin metafísica.
La
alternativa, pues, era la siguiente: o aceptar el conocimiento moral
como simple "verosimilitud", como de segundo orden, rechazado por el
criterio de evidencia científico; o buscar una fundamentación que no
eche mano
de la Metafísica. Este era el reto de la ciencia moderna, y éstos eran
los
límites en que debía asumirse. Exigía, de forma incondicional, el
rechazo de la
metafísica como verdad teórica, como fundamento científico; exigía
autonomía de
la Ética, autosuficiencia epistemológica. O eso, o renunciar a toda
legitimidad
como conocimiento. Y este fue el reto que aceptó Kant: fundamentar la
moral...
pero en el seno de unas condiciones puestas por el nuevo paradigma de
inteligibilidad.
Para
ello echó mano de las "ideas", como residuos salvables del
naufragio de la metafísica [147].
La Dialéctica Trascendental, al despojarlas de referente, al eliminar
su
función cognitiva, había salvado su "certeza": una certeza
gnoseológica, pues ya no son conceptos; sino una "certeza ideal". Es
decir, las "ideas", al ser modelos que regulan el pensamiento o la
acción, son "idealmente ciertas". Existen, pero no son reales: tienen
una existencia ideal, como regla o modelo que determina el pensamiento.
La
acción nunca realiza la idea: toda realización de una idea es
imperfecta,
existiendo un abismo entre ella y el modelo. Pero la idea sigue
existiendo en
su mundo ideal, en su ser ideal, actuando sobre lo real [148]
Una
primera conclusión es que, dada su idealidad, su forma de existencia,
sería gratuito exigir de la idea el mismo tipo de verdad o certeza que
de los
hechos de experiencia; tan gratuito como exigir que lo real se muestre
como
fiel reproducción de su canon o regla. Las "ideas", en cierto modo,
son como datos: hay que aceptarlos en su forma y su función.
Una
segunda conclusión es que las reglas o normas morales pueden
considerarse como "ideas", como principios o modelos ideales de
conducta, a los que ajustamos nuestra vida. Por tanto, la moral
consistirá en
el inventario de esas reglas o ideas que, en su totalidad, definen un
modelo
acabado y perfecto de vida humana. Y la Ética será la disciplina que
determina
esas reglas, que las deduce y sistematiza: la Ética es el conocimiento
del
ideal moral.
Kant,
definido así su cometido, debe afrontar un doble problema: ¿Puede la
Ética cumplir esa tarea de definir y fijar el ideal moral?. Y, si
puede, ¿debe
hacerlo?. Es decir, cumple al filósofo ético oficiar de moralista.
Si
contemplamos la historia de la filosofía, o la experiencia diaria,
parece que así ha sido: cada filósofo ha ofrecido un modelo de vida
como el más
digno y bueno. Pero, por ello mismo, cada uno ha ofrecido ideales
diferentes y
aún contrapuestos. El deleite de los cirenaicos, el placer razonable de
los
epicúreos, la resignación de los estoicos, la obediencia a la ley
divina del
cristianismo, la perfección de Leibniz, la utilidad de Bentham, la
rebeldía de
Nietzsche, la renuncia de Schopenhauer... son "valores" difíciles de
encajar en un modelo. Y, por otro lado, difíciles de jerarquizar, pues
cada uno
cuenta con serios argumentos. Ante este espectáculo, Kant debía pensar
que
ofrecer un modelo más sería algo estéril y pretender el modelo
definitivo sería
algo pretencioso.
Por
otro lado, Kant no podía ya obviar las reflexiones de Hume, de
D'Holbach, de Helvétius, que había puesto de relieve cómo, en realidad,
los
pueblos tenían sus morales, ajenas a las propuestas por los filósofos,
adecuadas a sus tiempos y formas de vida, y con grandes coincidencias
entre sí.
Y no podía saltarse las exigencias metodológicas que aconsejaban partir
de la
experiencia. Por tanto, optó por dar por sentada la existencia de la
moralidad
en los pueblos y en los hombres y creyó que su tarea era la de extraer
de la
conciencia colectiva el principio moral, el ideal que la anima.
Kant
aceptaba así un principio cientificista: es estéril y gratuito
prescribir al hombre un ideal moral; sólo es razonable describirlo. Y
es
razonable que Kant lo asumiera, dado el concepto que tenía de las
"ideas". Si éstas, en tanto que ideal moral, habían de ser modelos
propuestos a la experiencia, aun aceptando que nunca podrían
realizarse, debían
verse como posibles. Esto quiere decir que, para ser eficaz, práctico,
el ideal
moral debía ser vivido no como un nuevo y alternativo ideal moral, cuya
legitimidad no se comprendería, sino como expresión ideal de la
conciencia
moral colectiva. Es decir, Kant pensaba que la conciencia moral era ya
una
realización del ideal; una realización, como tal, imperfecta y
mejorable. Y ahí
tomaba su sentido la tarea filosófica de la Ética formulando el ideal:
ayudaría
a ver a un tiempo que dicho ideal no es extraño ni inasequible, sino
que ya se
apunta hacia él, ya está asumido como tal en la conciencia, y que la
conciencia, aun siendo concreción del ideal, puede y debe ser mejorada.
El
filósofo ético, pues, no es "moralista" en el sentido de
proponer sus modelos de moralidad; es filósofo, es decir, que va a la
zaga de
la conciencia colectiva. Como dice G. Morente, "su misión real es la de
aclarar y poner en plena luz el ideal de su época y de su pueblo. Su
función
es, por decirlo así, la de servir de órgano visible de la conciencia
popular" [149]
Somos
conscientes de que ésta no es la visión más frecuente de la ética
kantiana; pero una comprensión global del proyecto kantiano la avala.
Todo el
análisis de Kant, incluido el de los juicios, las categorías, las
formas de
razonamiento, responde a la misma metodología: la tarea de la filosofía
es
analítica, es iluminar lo que ya es, dar razón de sus condiciones de
posibilidad. La verdad y la evidencia científica no podría demostrarlas
la
filosofía si no hubiera ya unas ciencias que son obviamente verdaderas
y
evidentes, tal que la filosofía puede extraer de ellas las condiciones
de esa
verdad y evidencia y proponerlas para uso práctico. El mismo método
aplica a la
moral: si no existiera ésta, ¿quién se atrevería a hablar de su
necesidad?. Su
necesidad se revela en su existencia, en su constancia. El filósofo no
puede
legítimamente diseñar modelos arbitrarios de moralidad y proponerlos;
más aún,
ni siquiera tal cosa es posible, pues cada filosofía, como máximo,
expresa un
aspecto de la moralidad de su época, pero nunca su totalidad. La moral
tiene un
desarrollo complejo, pues los ideales se sustituyen de pueblo en
pueblo,
aportando cada uno sus contenidos propios. El ideal del futuro es
inimaginable:
surgirá y se fraguaráen
la vida, con la
lucha, con la confrontación, con la adecuación. Nadie crea un ideal
moral; si
acaso, sólo pequeñas aportaciones. Ni es necesario pues, como dice
Kant, el
entendimiento común no necesita de ninguna Ética para saber lo que debe
hacer,
para saber lo que es noble y bueno.
Siendo
así, ¿qué papel compete a la Ética?. ¿Sólo la tarea de expresar
conceptualmente ese ideal que fácticamente ya existe en la conciencia
colectiva? La verdad es que a la Ética le corresponde el papel general
de la Filosofía
en este campo: es decir, determinar las condiciones que hacen posible
el ideal
moral. Kant es rigurosamente fiel a sus presupuestos. Lo mismo que la
filosofía
no tiene por objeto el conocimiento de la naturaleza, ni encontrar
verdades,
sino establecer las condiciones que hacen posible las mismas, que
hacen, por
ejemplo, que un teorema matemático sea un teorema, la Ética no tiene
por objeto
descubrir o proponer un ideal moral, sino las condiciones que lo hacen
posible
y los rasgos que lo constituyen. No es su función establecer reglas
morales,
sino indicar que és una regla moral.
Hasta
la ilustración, y especialmente con Kant, no se distingue con
claridad entre la función del filósofo y la el moralista. Todos los
filósofos,
desde Platón, han considerado que el objeto de la Ética era dictar
Leyes. Kant
considera que las mismas ya están dadas en la conciencia. La tarea de
la Ética
es la de determinar qué condiciones debe reunir un código de leyes para
que
puedan legítimamente ser consideradas morales.
Kant
puede hacer esto porque ha convertido la Ética en autónoma. Cuando la
práctica se hacía derivar de la teoría, bastaba el conocimiento para
justificar
la regla de acción. Tras aparecer la ruptura y tomar conciencia que hay
un
abismo insondable entre el conocimiento y el deseo -abismo que, hemos
de
advertirlo, fue brillantemente formulado por Hume en el famoso pasaje
del
"es/debe", pero ya estaba advertido y conceptualizado en Descartes,
Spinoza y Hobbes- la Ética quedaba cuestionada. Sólo su status de
autonomía
podía abrirle un nuevo panorama.
4.2.
Que tu
voluntad sea siempre pura
“Nada
cabe pensar, ni en el mundo ni fuera de él, que pudiera ser
considerado como bueno sin limitación salvo la buena voluntad.” (I. Kant
,Fundamentación de la
metafísica de las
costumbres)
Hemos
dicho que Kant toma como un dato la conciencia moral, y que no se
propone ni crear una nueva conciencia moral, ni modificar la existente,
sino
simplemente determinar su ley. La primera frase de su Fundamentación de
la
metafísica de las costumbres es ejemplar: "Nada cabe pensar, ni en el
mundo ni fuera de él, que pudiera ser considerado como bueno sin
limitación
salvo la buena voluntad". La voluntad moral o "buena voluntad"
tiene un valor absoluto, incondicionado. Esto significa que la
valoración de la
conducta humana se refiere a la "disposición" o constitución de su
voluntad. Ni la acción, ni las consecuencias, afectan a la valoración
moral. Su
"racionalidad", o su "legalidad", es decir, su ajustamiento
externo a la moralidad, no influirán para nada en su bondad, en su
"moralidad".
El
papel que Kant atribuye a la buena voluntad se deriva del carácter del
"ideal". Este no es un hecho del que se pueda partir. Su realidad
consiste en un deber ser. El conocimiento práctico es, pues,
conocimiento de lo
que debe ser. Por tanto, la "idea", contenido de ese ideal, no se
presenta a la conciencia como algo para ser conocido, sino como algo
para ser
realizado. Es decir, no se presenta a la dimensión de la conciencia que
conoce,
al entendimiento, sino a la dimensión de la conciencia que quiere, a la
voluntad. Las ideas son a la voluntad como las cosas reales al
entendimiento.
El entendimiento conoce la realidad física, la voluntad quiere el ideal.
Hay
que tener en cuenta que la voluntad para Kant es conciencia, es
pensamiento(no
debe confundirse con el deseo). Por lo
tanto, el querer es una forma del pensar: es pensar algo como
propósito. Es
razón, es concepción de una representación: aunque ése algo aparece
representado como modelo que debe ser realizado, aparece como idea. La
voluntad, pues, es razón práctica, porque es razón, pensamiento que
debe ser
realizado [150].
La "razón práctica" es la razón, es un "uso" de la
razón, a saber, cuando no piensa lo que es sino lo que debe ser.
La
forma de la razón teórica era el juicio, como síntesis entre el sujeto
y
el predicado, concretada en el es.
La
forma de la razón práctica es otro juicio, otra síntesis, cuya cópula
es el deber ser; no es un juicio
descriptivo,
sino imperativo. Ahora bien, a semejanza de los juicios teóricos, hay
variedad
de imperativos. En especial, los más relevantes son los hipotéticos(que
a su vez
pueden ser problemáticos, cuando su
fin es sólo posiblemente deseado, y asertóricos,
cuando su fin es
necesariamente deseado), y los categóricos(el
fin es absoluto, sin
condiciones) [151]
Los
imperativos hipotéticos
problemáticos no son morales: son, en realidad, expresión de
la
racionalidad técnica o instrumental, de adecuación de los medios a los
fines.
Los imperativos hipotéticos asertóricos
tampoco son morales para Kant, aunque sí lo sean en otras
Éticas(Aristóteles, Hume,
Bentham...). Constituyen
la racionalidad prudencial o arte de vivir bien. En fin, los imperativos categóricos absorben
propiamente la moralidad.
No
hay duda alguna respecto a que los imperativos categóricos kantianos
son
absolutos e incondicionales. El problema puede surgir ante el
reconocimiento
por Kant de que los ideales morales son históricos. La solución pasa
por
reconocer que esta contingencia tiende a reducirse, dado que se tiende
inexorablemente a la uniformidad cultural y moral(neta visión
ilustrada). Hoy podría ya
hablarse de universalidad de la moral. Aunque Kant comparte esta idea,
no le
satisface la explicación: supondría relativizar el imperativo. Para
impedirlo
resalta la la condición impuesta: todo imperativo moral ha de ser
considerado
como fin último y supremo del hombre. Por tanto, aunque la historia
cambie el
contenido de los imperativos, siempre tendrán una forma común.
El
precio que Kant paga a la universalidad del imperativo es grande, dado
que su metodología le exige reconocer la diversidad histórica de la
conciencia
moral, y reconocerla como "moral", es decir, no como errónea. El
precio es el de vaciar de contenido la moral. Y, con ello, impide que
la Ética
ofrezca preceptos morales concretos, normas para la conducta. La
moralidad no
consistirá en la materialidad de la acción, el acto no deriva su
moralidad de
su adecuación al precepto, sino de la forma como éste se vive en la
conciencia:
su adecuación al imperativo categórico, es decir, es moral el acto que
se hace
por pura adhesión al precepto, por cumplimiento del deber, siendo este
cumplimiento el fin último. En resumen, lo moral no es el acto, sino la
voluntad que se determina: la moralidad está en el sujeto, no en el
objeto o en
la acción. Lo moral es la "disposición del ánimo" del agente. Kant
dice que la moralidad reside en la "máxima de la acción", y no en la
acción misma [152].
La máxima es el motivo que mueve a la voluntad a querer y a hacer la
acción.
Así
llegamos a una conclusión interesante: el objetivo de la moralidad no
es la realización del ideal, es decir, la realización de un modelo de
conducta.
Si no, no se explicaría la existencia de ideales diversos en la
historia. El
verdadero motivo es la autodeterminación de la voluntad. El ideal actúa
como
reclamo histórico, o como subproducto del acceso a la autonomía moral.
Cumplirlo, seguir fielmente sus preceptos, no es necesariamente moral:
la
moralidad viene de considerar dicho ideal fin último. De ahí su célebre
tesis
de que nada hay en el mundo que sea absolutamente bueno sino la "buena
voluntad".
Así
se entiende que la bondad moral es simplemente la certeza moral, el
absoluto convencimiento de la necesidad de obrar de una determinada
manera, del
deber de cumplir con una determinada norma. La moralidad de una persona
no
procede de que realice determinados actos, de que cumpla determinadas
reglas;
al contrario, dichos actos y reglas son morales si son realizados por
una
persona que es previamente moral. Y ser previamente moral quiere decir
que
actúa siempre convencido de que es su deber obrar así, de que sería el
deber de
cualquier otro, en la misma situación, obrar así. Por tanto, el
imperativo
categórico, que expresa la forma de la moralidad, puede ser formulado
así por
Kant: "Obra de tal modo que puedas siempre querer que la máxima de tu
acción sea una ley universal". No prescribe nada material concreto;
prescribe
sólo la forma de la moralidad, la máxima que ha de guiar la acción.
Esta
máxima es la conducción de la "buena voluntad", que actúa
por cumplimiento del deber, sin subordinación a ningún fin
trascendente, sea
éste egoísta, utilitarista, social o teológico. La máxima exige que la
voluntad
no se determine a sí misma por fines empíricos y, en compensación, que
se
determine a obrar por conocimiento del deber, por acatamiento al ideal.
Nadie,
en rigor, puede exigir a otro que haga algo porque le conviene, pues
nadie sabe
mejor que el propio agente qué le conviene, nadie puede garantizar que
la misma
acción convenga a todos por igual.
Podría
objetarse que, de este modo, cada uno determinaría su voluntad de
forma particular. Ciertamente, es el riesgo que corre toda Ética
formal, y Kant
parece asumirlo. Y lo asume porque acepta la imposibilidad de
fundamentación
material -sea naturalista o teológica- de la Ética. Pero, sobre todo,
lo asume
porque, como ilustrado, lo importante no es la forma en que cada uno
determine
su voluntad, sino el hecho de que cada uno asuma el deber de
autodeterminarse.
Este es, a nuestro entender, el núcleo del mensaje kantiano. Cuando
Diderot, en
el artículo "philosophe" de la Encyclopédie
defiende que lo propio del filósofo -es decir, del hombre que ha
llegado a la
mayoría de edad, que ha asumido su tarea de ser racional- no es
conocer, sino
pensar "por sí mismo", está formulando el mismo ideal de la
ilustración. El objetivo del hombre es devenir racional, o sea, ejercer
su
razón; por tanto, su autodeterminación es su deber como hombre.
Pero,
para comprender mejor la confianza en este ideal de
autodeterminación, hay que tener en cuenta que los ilustrados en
general han
sustituido la Providencia por una "Razón astuta" o una "mano
oculta" que garantiza que el resultado final de esa autodeterminación
no
sea el caos, sino el bien de todos. Este supuesto optimista no sólo se
aplica
en el terreno de la acción social y económica, con Mandeville o A.
Smith, por
ejemplo; se aplica con los ilustrados confiando al "Progreso" la
solución y compensación de los males que sus condiciones de posibilidad
exigen,
como el estímulo de las pasiones, la competencia, el menoscabo de las
ideas
patrióticas y de los sentimientos religiosos... Y creemos, en fin, que
también
se aplica en moral, en la perspectiva abierta por Kant. Este confía en
que el
ejercicio de la autodeterminación no sólo es la condición de humanidad,
sino
también la condición de paz y solidaridad. Esto se comprende
perfectamente
viendo cómo, al fin, Kant lleva el problema de la moral a la historia:
sólo
allí puede resolverse, como veremos en el apartado siguiente.
En
apoyo de esta interpretación podríamos resaltar la escasa importancia
que Kant otorga a los contenidos de los ideales morales concretos,
siempre
contingentes y variables. Porque, como hemos dicho, su cumplimiento no
es la
moralidad; en el fondo son las ocasiones para ejercer la moralidad, es
decir,
para la autodeterminación de la voluntad, al dar ocasión a que ésta los
asuma
como ideales a cumplir.
Es
decir, los ideales morales varían en sus contenidos, y podrán ser
valorados empíricamente, socialmente, considerándolos mejores o peores,
e
incluso buenos y malos. Pero por encima de esta función positiva
cumplen otra
moral, y desde este punto de vista todos son iguales: todos se ponen
ante los
hombres para que estos adopten ante ellos una posición, para que
ejerzan su
tarea más esencialmente humana, la de la autodeterminación. Los ideales
históricos varían, pero no su exigencia de buena voluntad, de voluntad
pura, es
decir, de ser perseguidos como fin último. Así, al querer limpiamente,
moralmente, al ideal, sin saberlo estamos queriendo la autonomía de
nuestra
voluntad, estamos creando su autonomía.
Por
tanto, los ideales morales históricos, al margen de sus contenidos
empíricos se identifican en su función de dar ocasión a que los hombres
devengan un conjunto de voluntades puras, es decir, una comunidad de
hombres
libres. Se comprende así que Kant ofrezca también esta otra fórmula del
imperativo: "Obra de tal modo que emplees la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un
fin y
nunca sólo como un medio". Cuando el hombre comprende la
autodeterminación
de su voluntad como su fin último, comprende que es un fin en sí mismo,
que la
máxima moral simplemente le exige ser hombre y vivir como hombre. Por
tanto,
comprende que también éste es el fin de los demás, y que ser hombre
implica
tratar a los demás como hombres, y no como cosas.
4.3.
La libertad,
esencia de la moralidad
“La
fe en el sentido de la historia, en el progreso moral, es un
deber.” (E. Weil,
Kant et le problème de la
politique)
Ya
antes hemos aludido a este tema. La voluntad autónoma, como fin moral,
nos introduce directamente en él. Y, en rigor, es aquí donde se aclaran
las
posibles oscuridades de la reflexión kantiana. Porque, visto en
perspectiva, la
filosofía de Kant es antes que nada una "filosofía de la libertad".
Esto quiere decir que su filosofía tiene un objetivo fijo e
irrenunciable:
establecer las condiciones de posibilidad del hombre libre, o sea,
establecer
cómo debemos pensar el mundo para que en el mismo el hombre sea
necesariamente
un ser libre.
Ya
en su Crítica de la razón pura se deja ver con claridad este problema:
para que el hombre, en su actividad pensante, fuera libre, debía
convertirlo en
autor del mundo(se
entiende, del mundo
representado, del mundo empírico, del mundo fenoménico). Ahora, en el
dominio
práctico, aborda la misma tarea. Por eso ha eliminado los imperativos
hipotéticos de la moral: en ellos el hombre no es libre, ya que sus
decisiones
quedan subordinadas a las condiciones de la acción: los fines y los
medios con
que se cuenta de partida. El hombre no es libre si debe buscar la
felicidad, la
salvación, ni siquiera la verdad. Ningún fin que sea perseguido
necesariamente
ayuda a la libertad del hombre; ningún ideal que le sea impuesto
externamente consagra
su libertad. La libertad del hombre sólo es posible en la medida en
éste es
causa sui, es decir, que actúa sin más finalidad o determinación que la
de su
naturaleza: que sólo le exige ser sí mismo.
Obviamente,
hay que determinar en qué márgenes puede ser el hombre causa
sui. Como ser empírico, no escapa a la necesidad. Por tanto,
consideradas las
acciones humanas como hechos físicos, no escapan a la causalidad, no
pueden ser
ni libres ni indiferentes. Carece, pues, de libertad física. Por otro
lado,
tampoco la libertad psicológica parece propia del hombre. Aunque
aceptáramos
que sus acciones no pueden ser explicada por relaciones mecánicas, sino
que
interviene la razón, el resultado sería equivalente: serían efectos de
una
cadena de razonamientos. Por tanto, no hay "voluntad libre" en el
hombre empírico, tanto si miramos a su experiencia externa como a la
interna a
la hora de explicar sus acciones.
Podríamos
pensar que la libertad reina en el mundo de la metafísica, en el
de los seres inteligibles; en ese reino ajeno al espacio y al tiempo,
ajeno a
la causalidad. Esto permitiría decir que el hombre actúa de acuerdo con
su ser,
es decir, libremente, sin más determinación que la de su propia
esencia. Sería
libre, aunque no arbitrario; no podría ir en contra de su ley, pero esa
ley es
su ley, y por tanto no es una determinación. Claro que, esta libertad
metafísica es ajena a Kant, que ha negado este tipo de conocimiento.
Recordemos
que la cosa en sí de Kant no indica la existencia de un mundo de seres
con sus
esencias, sus leyes, es decir, cognoscibles. La "cosa en sí"
significa simplemente que en el conocimiento humano, empírico, tiene un
límite.
Un límite variable, que la ciencia siempre trata de sobrepasar; pero
eterno,
pues, el conocimiento siempre queda relativo, nunca accede a lo
absoluto.
Pero
esos límites también indican que, si bien el conocimiento siempre
permanece relativo, al mismo tiempo siempre aspira a crecer, aspira a
lo
absoluto. La "cosa en sí" como "idea" expresa ese ideal de
absoluto, de perfección, de completitud. El error de la metafísica fue
tomar el
ideal por cosa, y quererlo conocer, cuando se trata de reglas que
invitan a
actuar.
Si,
pus, no hay libertad física, ni psicológica, ni metafísica, no queda
otra libertad que la moral. ¿Qué quiere decir "libertad moral"?. En
primer lugar quiere decir que la libertad no es un hecho, y por tanto
objeto de
conocimiento, como se pretendía en los casos anteriores. No es un hecho
cosmológico, ni psicológico, ni metafísico: no es una cosa, no es una
realidad.
La libertad es una "idea": una noción para ordenar y organizar lo
real. Por tanto, irrealizable; por tsanto, modelo o fin a perseguir.
El
uso teórico de la razón aspira a someter todos los hechos físicos y
psicológicos, el mundo empírico, a causas; el uso práctico de la razón
aspira a
someter todas las acciones humanas, la vida moral, a libertad. En ambos
casos
la tarea es infinita, pues ni el conocimiento ni la moral pueden
alcanzar lo
absoluto. Por tanto, la moralidad queda como modelo más o menos
vislumbrado por
la humanidad para orientar sus esfuerzos hacia él, consiguiendo así el
perfeccionamiento humano. La moralidad, por tanto, se concreta en la
libertad;
y ésta, en un fin inalcanzable, que regula la vida por medio de ideales
históricos que se proponen como fines.
De
este modo Kant viene a decir que la moralidad no es cosa de los
hombres,
sino de los pueblos, pues la realización de la misma trasciende los
límites
humanos: sólo parece asequible desde el punto de vista de la historia
de la humanidad,
cuya infinitud permite la esperanza. Y esa esperanza hace que tenga
sentido que
cada hombre asuma su papel en el largo camino de la humanidad hacia la
libertad. En definitiva, Kant no tenía otra salida que llevar el tema
de la
moralidad a la Filosofía de la Historia, de la que a continuación nos
ocupamos.
4.4.
Ética y Filosofía de la Historia
“Poco
imaginan los hombres...que, al perseguir cada cual su propia
intención según su parecer y a menudo en contra de los otros, siguen
sin
advertirlo -como un hilo conductor- la intención de la Naturaleza, que
les es
desconocida, y trabajan en pro de la misma, siendo así que, de
conocerla, les
importaría bien poco.”(I.
Kant,
Ideas para una Historia Universal)
El
papel Kant atribuye al filósofo en la moral le lleva a confiar a la
historia la realización del ideal. Por eso concedemos un papel muy
importante a
su Filosofía de la Historia. La "historia" es para Kant el lugar de
realización de la moralidad. Sin menospreciar su tarea analítica, con
textos
tan brillantes como la Fundamentación de
la metafísica de las costumbres, la Crítica
de la razón práctica, o la Metafísica
de las costumbres, aquí prestaremos atención únicamente a
esos escritos
breves que condensan su concepción de la historia. Lo hacemos porque
los
consideramos textos de filosofía moral, porque son textos en la linea
de la
concepción de Kant que acabamos de exponer, porque son menos tratados
que los
tópicos temas de los imperativos, o de la autonomía de la moral, y, en
fin,
porque los grandes temas, y especialmente el de la libertad, que está
en el
centro de la moral kantiana, nos parece más comprensible en esta
perspectiva de
la filosofía de la historia.
Aunque
no escribiera ningún
tratado
específico, la Filosofía de la Historia era esencial en su sistema; más
aún,
era condición de su filosofía práctica. Toda Política, y en buena
medida las
Éticas, suponen una concepción del hombre y/o una concepción de la
historia. En
el caso kantiano la concepción del hombre exige y está subordinada a su
concepción de la historia. O, si se prefiere, recurrió a una Filosofía
de la
Historia apropiada para una idea de hombre y de humanidad, a su vez
apropiada
para una Política, a su vez apropiada para una idea Ética, a su vez
coherente
con su Crítica de la razón Pura [153]
El
opúsculo más centrado y coherente de los escritos por Kant sobre el
tema
es Ideas para una historia universal desde el punto de vista
cosmopolita(1784). Algunos lo
consideran como una
respuesta anticipada a Herder, cuyo manuscrito de las Ideas para una
filosofía
de la historia de la humanidad(1785)
conoció, al menos parcialmente, antes de ser publicado. Por su parte La
paz
perpetua(1795)
constituye un trabajo
netamente complementario de las Ideas. Juntos resumen su visión de la
historia
y su posición política
Otras
dos piezas de Filosofía de la Historia, de menor interés especulativo
pero útiles cara a individualizar la posición de Kant frente a la de
Herder,
son las dos recensiones críticas a los dos primeros volúmenes de las
Ideas de
éste [154].
De un interés muy relativo son los opúsculos El comienzo verosímil de
la
historia humana (1786), en la que interpreta un texto del Génesis, y
Replanteamiento de la cuestión de si el género humano se halla en
continuo
progreso hacia lo mejor(1797).
Poco
aportan, excepto algunas matizaciones, a su idea de la historia.
Suelen
incluirse en sus textos de Filosofía de la Historia, a veces con
dudosas razones, otros trabajos de desigual valor. Por ejemplo, es de
escaso
interés a este respecto En torno al tópico: "Tal vez eso sea correcto
en
teoría, pero no sirve para la práctica" (1793), o los escritos sobre la
relación teoría-práctica en el Derecho Político, en la Moral en general
y en el
Derecho Internacional. Algo más interesante es ¿Qué es la
ilustración?(1784), cuya celebridad se
debe, sin duda, a
condensar el mensaje de la polémica ilustrada, y no a su nivel
especulativo.
Por
supuesto, hay otras obras de Kant, sean individualizadas, sean
secciones de textos sistemáticos, que recogen reflexiones útiles para
matizar
la reflexión kantiana sobre la historia. Así, la 2ª parte de El
conflicto de
las facultades(1798)
en las que se
encuentran referencias interesantes; o el ensayo El fin de todas las
cosas(1794), que
propiamente cae dentro de la
filosofía de la religión; o Definición de la raza humana.
Decía
E. Weil [155],
interpretando a Kant, que "la fe en el sentido de la historia, en el
progreso moral, es un deber".Creemos que es una acertada manera de
interpretar a
Kant, y así
diferenciarlo de la corriente romántica y hegeliana y, en general, de
cualquier
filosofía de la historia metafísica, es decir, teológica. Kant elabora
una
concepción de la historia que no fuerza a la esperanza, sino al
compromiso; que
no implica una solución contemplativa, sino una intervención práctica.
Una
concepción en la que sólo caben dos posiciones del hombre: o lo ponía
en la
situación ideal o próxima a la misma, es decir, bajo el reinado de la
"autonomía de la voluntad": y en tal caso el hombre se encuentra
sólo, sin destino, con el deber de creárselo; o lo ponía en cualquier
etapa
hacia el ideal: y en tal caso ante el deber de perseguirlo. Siempre,
por tanto,
domina su visión ilustrada y práctica de la existencia humana.
¿Por
qué es un deber esa creencia en el sentido de la historia, es decir,
en que ésta tiende al progreso moral?. Nos atrevemos a establecer dos
respuestas complementarias. Primera, frecuentemente citada, porque sin
esa
creencia la historia sería ininteligible(exigencia epistemológica) y,
además, la humanidad
no tendría
sentido(exigencia
práctica) ni en
claves laicas(con
Dios muerto, ¿qué
hacer sin la moral?) ni en claves teológicas(con Dios vivo, ¿qué hacer
sin posibilidad de
redención?) [156].
Segunda, menos extendida, porque esa creencia induce a una conducta
humana que asegura la realización del fin; de este modo, la hipótesis
resulta
ser un artificio para, al creer en ella, crear una realidad conforme a
ella.
Esta
interpretación es coherente con toda la filosofía kantiana, con su
constante tendencia a forzar al hombre a situarse en el centro, en el
lugar del
sol, a asumir su tarea de demiurgo: poner luz, orden y sentido en la
naturaleza, en la acción, en la historia. Más aún: construir la
realidad y ser
consciente de su papel creador. La "revolución copernicana de Kant"
se refleja en la filosofía de la historia, en oposición a cualquier
contagio
positivista, a cualquier sumisión del sujeto al objeto, del pensamiento
al
mundo. El hombre debe decidir libremente su punto de vista, sin
someterse a
ninguna determinación. ¿Qué criterio debe hegemonizar su decisión?. El
mismo
que el del imperativo categórico: el que fuerza a reconocer y buscar la
autonomía de la voluntad, el que exige tratar a los hombres como fines
en sí, y
no como cosas. Es decir, el que atribuya al hombre más perfección. Si
todo está
en sus manos, ¿por qué rebajar el fin?.
Fichte
decía que la elección entre idealismo y materialismo dependía del
tipo de hombre que se era. También era cierta la inversa: el tipo de
hombre que
se devenía dependía de la opción materialista o idealista. Pero su
máxima
enfatizaba que en el origen estaba la opción. ¿Por qué esa exigencia de
la
decisión en el origen?. No es fácil comprenderlo, a no ser que
interpretemos
–cosa que me parece correcta- que con esa exigencia Fichte ejecutaba su
opción
por el idealismo. Pues, efectivamente, si hubiera aceptado la inversa,
según la
cual se elige en función de lo que se es, con ello estaría optando por
el
materialismo; y si hubiera optado por la vía de la ontología
dialéctica, no
habría escapado del punto de vista especulativo o ecléctico.
Kant
también asume su posición: opta por una concepción de la Historia
"desde un punto de vista cosmopolita". Es decir, la Historia como un
arma de intervención en la historia(destacar sólo lo que cada Estado ha
proporcionado
al género humano;
considerar digno de ser recordado sólo lo que contribuye a la
prosperidad de
todo el género humano) [157].
Y, del mismo modo, opta por una concepción de la historia que permita
al
hombre pensarse y hacerse bueno.
Hemos
de reconocer una cierta ambigüedad en el uso kantiano del
teleologismo. Unas veces parece que Kant se acerca a posiciones
"teológicas"(tipo
biologista,
como la de Herder, tipo providencialista, como la de Vico) acentuando
la
finalidad de la naturaleza como determinación fuerte, con tintes
metafísicos:
"... las acciones humanas se hayan determinadas conforme a Leyes
Universales de la naturaleza, al igual que cualquier otro
acontecimiento
natural" [158].
Y también: "Poco imaginan los hombres(en tanto que individuos e incluso
como
pueblos) que, al perseguir cada cual su propia intención según su
parecer y a
menudo en contra de los otros, siguen sin advertirlo -como un hilo
conductor-
la intención de la Naturaleza, que les es desconocida, y trabajan en
pro de la
misma, siendo así que, de conocerla, les importaría bien poco" [159]
Otras
veces subraya el uso hermenéutico de la doctrina, como simple
hipótesis razonable que dé sentido a las cosas. Señala que es difícil
creer en
un "plan" de la Naturaleza, dado que los hombres no se comportan de
modo "meramente instintivo -como animales- ni tampoco como ciudadanos
racionales del mundo, según un plan globalmente concertado" y le parece
que el teatro del mundo más bien "ha sido urdido por una locura y una
vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán
destructivo asimismo pueriles". No obstante, nos dice, no hay otro
remedio
que suponer una "intención de la naturaleza" que permita pensar la
historia, si no como un plan de las criaturas, sí como un plan de la
Naturaleza. Como Kepler y como Newton, que pusieron orden en el cosmos,
Kant
considera que hay que poner orden en la cosmópolis.
Por
tanto, esta ambigüedad de su posición entre atribuir un claro y neto
finalismo a la Naturaleza o bien usar el finalismo como hipótesis
hermenéutica,
no es problemática. Es obvio que, en relación con el pensamiento global
de
Kant, es ésta última tesis la que nos parece adecuada. Más relevante
nos
parece, como hemos dicho, reflexionar dicho uso hermenéutico en
relación
coherente con una filosofía trascendental que, a imagen del
heliocentrismo
copernicano, no sólo ha establecido un antropocentrismo epistemológico
y
práctico, al poner al hombre como sujeto epistemológico y moral, sino
que ha
depositado en si naturaleza la posibilidad de hacerse a sí mismo y de
hacer la
humanidad en la historia.
La
originalidad de Kant, pues, está en haber sabido ligar un teologismo
natural de la historia [160]
, con claros efectos deterministas, consoladores o pesimistas, con una
teoría ilustrada del hombre "mayor de edad", destinado a construirse
su mundo(como
representación), su
moral(como acción
de su voluntad
autónoma), su libertad(como
acción
histórica). Podría, como los ilustrados, haber renunciado a todo
teleologismo,
situando al sujeto ante la más absoluta indeterminación, declarándolo
autor de
un progreso indefinido, de una sociedad abierta... Pero, tal vez porque
de este
modo no encontraba razones para creer y confiar en el "progreso moral",
recurrió al teleologismo como una astuta argucia para decidir la acción
humana:
Tal vez creía Kant que, creyendo en la posibilidad, y aún en la
necesidad, de
llegar a ser buenos, los hombres se disponía más fácilmente a serlo, a
luchar
por serlo, y gracias a esa lucha, y sólo a ella, lo conseguían, hacían
real lo
que sólo era imaginario; tal vez pensaba que, sin tal creencia, y con
la
experiencia histórica, había más motivos para creer que nada tiene
sentido y,
por tanto, al renunciar a todo objetivo moral, hacer imposible el
progreso
humano.
4.5.
Ética,
Historia y teleología de la Naturaleza
“En
el hombre(como
única
criatura racional sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que
tienden
al uso de su razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie,
mas no
en el individuo.”(I.
Kant,
Ideas para una Historia Universal)
Toda
la Filosofía de la Historia kantiana gira en torno al teleologismo de
la Naturaleza. O, para ser más exactos, al sentido o uso particular que
Kant
hacía del mismo. Es de sobra conocido que Kant abordó en extenso el
problema en
la segunda parte de su Critica del Juicio. Allí dejó bien claro el
carácter
hermenéutico de la doctrina teleológica, es decir, que no pretendía ser
una
teoría científica, descriptiva, ni una metafísica. Se trataba,
simplemente, de
un punto de vista para comprender la Naturaleza, para que ésta tuviera
sentido.
Y, por extensión, y tal vez de forma más necesaria, lo extendía a la
historia.
O
sea, el problema no es el de decidir si el "teleologismo" en
Kant ha de ser considerado como una inducción desde la observación de
los
fenómenos naturales, es decir, como un concepto teórico, un concepto de
la
"razón pura"; o bien debe ser considerado como instrumento para dar
sentido a la vida, para guiar la conducta. En suma, como "idea
reguladora". Esto es tan obvio que no vale la pena insistir. El
teleologismo es un recurso hermenéutico. Ahora bien, desde esta opción
se nos
aparece otro aspecto del problema, no de menor interés: establecer la
función y
el sentido de ese recurso hermenéutico. En particular, decidir si el
teleologismo
es un refugio, una consolación de filósofo para evitar la locura o el
suicidio(intelectual)
que supone
afrontar de forma desnuda la sangre, la irracionalidad, la opresión, el
fanatismo... del espectáculo de la historia; o bien si, por el
contrario, es un
recurso hermenéutico cuyo fin último es el compromiso idealista del
filósofo(el
compromiso por la
libertad).
Esta
es la cuestión central en la Filosofía de la Historia de Kant. Las
concepciones teleológicas de la naturaleza y de la Historia a lo largo
de la
historia de la Filosofía no escaseaban. Desde el neoplatonismo al
cristianismo
agustiniano, pasando por todas las "teodiceas", son buena muestra de
ello. De todas formas, Kant contaba con dos, presentes en su época, y
en cierto
modo ambas ejemplares: el providencialismo de Vico y el bionaturalismo
de
Herder. Ambas eran concepciones filosóficas fuertes, es decir,
metafísicas,
aunque en versiones espiritualistas y biologistas. Y ambas eran
opciones
ejemplares de lo que Kant no quería hacer. Kant, sin la menor duda,
tenía una
concepción más "moderna", más instrumentalista, de las teorías; para
él el teleologismo era un punto de vista, una hipótesis que explicaba
satisfactoriamente los hechos de experiencia, como la copernicana, como
la
newtoniana. Además, el teleologismo kantiano completa su sentido con su
teoría
de las "ideas" como reguladoras de la práctica.
Ciertamente,
si esa doctrina se entiende como conocimiento, científico o
metafísico, induce en el hombre una actitud pasiva, contemplativa, al
tiempo
que el optimismo o el pesimismo, según el final previsto. Ahora bien,
si el
teleologismo es una posición hermenéutica, una herramienta del
entendimiento
para dirigir la práctica(sea
ésta la
práctica teórica: dar sentido a los hechos, poner orden en los
fenómenos...;
sea la acción práctica: orientar la conducta, regir la vida...), su
función es
obviamente diferente. De ahí el interés que subrayamos.
El
teleologismo, de entrada, supone que la Naturaleza tiene un
"plan" y "poder" para cumplirlo. Eso quiere decir que en la
naturaleza no hay nada arbitrario, es decir, que ha dotado a cada ser
natural
de unas disposiciones determinadas, de un fin concreto, al tiempo que
de unas
capacidades u órganos suficientes para satisfacer esas disposiciones.
Ahora
bien -y aquí enraíza la peculiaridad del teleologismo kantiano-, la
suficiencia de la Naturaleza no parece conciliarse con la historia. O
sea, la
historia más bien expresa la carencia natural. La historia es progreso,
y por
tanto libertad, mientras que la naturaleza es ley, o sea, necesidad.
Hablar de
"historia de la naturaleza" es, o mera metáfora, o contradictorio.
¿Por qué, entonces, extender el teleologismo a la historia?. ¿Por qué
no dejar
ésta como el lugar de la libertad, de la indeterminación, del progreso
abierto?.
Tal
vez porque, para Kant, los hechos "históricos", es decir, las
acciones humanas, eran aún menos comprensibles que los hechos naturales
sin
recurrir a un "plan". Y como tal "plan" no podía provenir
de la razón humana, débil, variable, caprichosa, no vio otra salida que
confiar
el "plan" a la naturaleza. Bien mirado hizo lo que Hume: dada la
debilidad de la razón, confió en la "naturaleza", es decir, en la
pasión. ¿Qué otro remedio?. Y si bien podía parecer sorprendente poner
la historia
como obra de la pasión, los obstáculos se allanan cuando dicha pasión
cumple un
"plan", es decir, sirve a la Razón. Kant, en este sentido, lo tenía
mucho más fácil que Hume, pues, fiel al leibnizianismo, sabía bajo los
fenómenos naturales residía siempre, como en-sí o noúmeno, la mente.
Esto
se expone con claridad en los dos primeros principios de las Ideas. El
primer principio afirma que
"Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a
desarrollarse alguna vez completamente y con arreglo a un fin" [161].
Es un presupuesto, un principio que hay que asumir, pues pensar en la
posibilidad de un órgano que no deba ser utilizado, o de una
disposición que no
puede ser cumplida, es una "contradicción dentro de la doctrina
teleológica de la Naturaleza".
Claro
que podríamos renunciar al teleologismo de la Naturaleza. Pero,
entonces, ¿qué nos queda?. Donde es posible la arbitrariedad, donde no
hay
leyes, nada tiene sentido, no es pensable. Se refuerza así la tesis de
que el
teleologismo no es para Kant un "concepto" descriptivo, sino una
"idea" reguladora de la práctica(incluso de la práctica teórica).
Aceptado,
pues, que nada natural es inútil o arbitrario, se establece el segundo principio dice: "En el
hombre(como única
criatura racional
sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que tienden al uso de
su
razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie, más no en el
individuo" [162].
Vemos, por tanto, que el hombre es una excepción, como si la Naturaleza
fuera impotente en él. Es el único ser natural que no cuenta con las
capacidades de satisfacer sus disposiciones: no está dotado para, en su
ciclo
vital, conseguir ser autónomo, ser moral, ser racional. Se pone de
relieve la
concepción dualista kantiana del hombre: esta carencia, esta
excepcionalidad,
afecta sólo al "uso de la razón"; el resto de órganos y disposiciones
naturales cumplen su finalidad en su ciclo individual.
En
resumen, el hombre como ser natural está suficientemente dotado para
cumplir su fin; el hombre como ser racional, en cambio, es indigente.
La
Naturaleza no lo ha tratado bien. Aunque Kant prefiere decir que la
naturaleza
lo ha dejado en libertad; o sea, le ha confiado el trabajo de, por sí
mismo,
conseguir las capacidades y poderes necesarios para cumplir su fin.
Como mínimo
habremos de decir que la Naturaleza nos ha escatimado su generosidad.
Estamos
ante el famoso tema de la "perfectibilidad" de la
naturaleza humana, en su más genuina versión rousseauniana. La
perfectibilidad,
como virtud, como valor, implica la baja determinación natural. Ya lo
decía
Rousseau: la paloma morirá antes de comer carne; el hombre comerá
cualquier
cosa...
Ahora
bien, podía pensarse, y más desde el dualismo kantiano, que así se da
entrada al protagonismo de la razón: donde la naturaleza cede, la razón
toma el
mando. Esto implicaría una filosofía monista(biológica o idealista,
herderiana o schelingiana)
en la que la razón es
una creación natural, o la naturaleza una creación de la Idea. Pero en
Kant no
es así: la razón es lo otro de la Naturaleza; más aún, la presencia de
la razón
implica y expresa la carencia de la Naturaleza. De ahí que, en el
fondo, su
expansión del teleologismo de la Naturaleza a la historia es paradójico
y con
efectos inquietantes.
Porque,
en efecto, la primera consecuencia, que ya le criticara Herder, es
la sustitución del "individuo" por la "especie" como sujeto
de la historia. Puesto que el "plan" no es de la Razón, hay que
confiar en el de la Naturaleza. Ahora bien, para no aceptar el fracaso
de ésta
en el hombre hay que sustituir a éste por la especie, aunque sea al
precio de
que el fin del hombre quede diluido en el de la especie. Más aún: el
fin del
hombre como ser natural(la
felicidad,
la vida) quede irremisiblemente subordinado al fin del hombre como ser
racional, o sea, a la especie(la
moralidad, la libertad).
Como
vemos, cuando la naturaleza "renuncia" en su
"plan" a determinar al hombre, dotándole en cambio de razón, es
decir, de un instrumento de autodeterminación, lo condena a una
aventura infinita.
Porque la razón es la capacidad del hombre para ampliar las reglas y
formas del
uso de su cuerpo, la capacidad para mejorar la administración del
cuerpo. Y esa
empresa es infinita. Y requiere tanteos, entrenamiento, experiencia. La
vida
humana es un espacio insuficiente. La naturaleza habría debido: a) o
bien haber
fijado las funciones de su cuerpo sin margen de variaciones; b) o bien
dotarle
de una vida casi eterna. En ninguno de los casos sería un hombre. No
hay otro
remedio que pensar que uno de estos supuestos: a) o bien que no hay
teleologismo(a lo
que hemos
renunciado); b) o bien que la Naturaleza ha puesto la especie como
sujeto de
sus fines.
Para
no considerar superfluas y carentes de finalidad la mayor parte de las
potencialidades humanas(cosa
que haría
sospechar de la "sabiduría de la naturaleza" y dejaría la vida sin
sentido), hay que suponer el teleologismo de la especie. Aunque sea al
riesgo
de poner al hombre como instrumento de la especie, trabajando para
ella,
condenado a una vida inacabada...
Nótese
que aquí reside la necesidad de la historia. Si cada individuo
consiguiera actualizar todas sus disposiciones racionales, no habría
historia:
sólo repetición, como en la vida animal. La historia es una necesidad
de la
razón, como órgano natural, para cumplir su fin. La naturaleza,
"responsable" del teleologismo, cubre así la deficiencia originaria,
o su ingratitud con el hombre.
Por
tanto, podría pensarse que la historia es fruto de una carencia de la
Naturaleza. Y no sería erróneo. Herder decía que el hombre deviene
animal
racional, es decir, "contemplativo"(o sea, que ve de lejos) por devenir
bípedo. Kant le
contesta que, al
contrario, deviene bípedo por ser racional: ser bípedo es antinatural,
es
biológicamente pernicioso.... Por tanto, obliga a pensar que en el
origen ya
estaba el germen de la racionalidad, es decir, la anomalía, la
"rebelión
contra la Naturaleza".
En
resumen, o pensamos que el teleologismo de la Naturaleza tiene por base
la "especie", con lo cual es completo, ya que la afrenta al individuo
humano cae dentro de la "astucia de la Naturaleza"; o bien pensamos
que el teleologismo de la especie es una creación de la razón, para
corregir
unas carencias de la Naturaleza. En cualquiera de los casos, siempre
destaca lo
principal: que la filosofía kantiana tiende a poner al hombre dueño de
su
destino, y que la versión kantiana del teleologismo persigue que el
hombre,
conscientemente o no, opte por hacer su vida, por hacerse a sí mismo,
por esa
"mayoría de edad" que repitiera en ¿Qué es la ilustración?.
4.6.
La
insociable sociabilidad
“El
hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que le
conviene a su especie y quiere discordia.” (I. Kant,
Ideas
para una
Historia
Universal).
Aceptado
el teleologismo, por las razones apuntadas, había que elegir
entre: o bien una forma blanda, evolucionista, del mismo, al modo de
las
epifanías; o bien una forma dura, dialéctica, donde el conflicto, el
antagonismo, la escasez, la muerte... son los protagonistas; o bien,
por
último, quedarse con la aporía ilustrada de la eterna lucha,
incansable, entre
las luces y las sombras, confiando más o menos en el "progreso", pero
viéndolo siempre como victoria y no definitiva. Kant se inclinó por la
segunda
opción, si bien, en coherencia con otros aspectos de su filosofía,
contaminado
por la tercera opción, la ilustrada.
Opta
por el antagonismo, por la guerra, como vía y método del teleologismo,
aunque, como hemos dicho, no hay necesidad lógica. Por tanto, se trata
de otra
opción fundamental, otro principio de su Filosofía de la Historia. Una
opción
de corte ilustrado, como el Cándido de Voltaire. ¿Cómo ver la historia
humana
sino como sangre, irracionalidad, despotismo, sombras...?. Es
comprensible que,
para seguir manteniendo la esperanza, o al menos para hacer "como si"
la esperanza persistiera, la solución más seductora fuera la de darle
un
sentido: ponerlo como vía hacia la libertad, como medio. ¿Absurdo?.
!Tanto como
los cañones de la paz!. Pero, o eso, o la desesperación. Además, estaba
la
carta escondida: tan absurda creencia podía inducir una práctica
precisamente
orientada a eliminar la continuidad del absurdo.
El
cuarto principio que Kant
recoge en la Idea dice: "El
medio del que se sirve la naturaleza para llevar a cabo el desarrollo
de todas
sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la
sociedad, en la
medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un
orden
legal de aquellas disposiciones" [163].
Se trata del famoso tema de "la insociable sociabilidad" de los
hombres. Kant ha introducido el conflicto en la propia naturaleza
humana:
pasiones opuestas que, para satisfacerse, deben autolimitarse(es la
tesis humeana). Y
lo ha asumido
descarnadamente, en proporción a la dureza de la experiencia; es decir,
ha
asumido que la luz no puede con las sombras, que la razón es impotente,
ella
sola, ante la pasión, que el egoísmo triunfa necesariamente sobre la
moralidad...
Por tanto, no queda otro remido que confiar en que las fuerzas del mal
se
neutralicen entre sí, se destruyan, arranquen sus raíces, se perviertan
y
acaben orientadas al bien.
El
teleologismo permite pensar que la naturaleza se encarga de realizar
todas las disposiciones del hombre. Y lo hace dotando al hombre de las
correspondientes "capacidades". La disposición a la animalidad: se
caracteriza por un egoísmo instintivo, físico, sin mediar la razón.
Sirve para
conservar la existencia y la de la especie, construyendo sociedades
primarias y
naturales. Le corresponde la "capacidad técnica": dominio de la
Naturaleza.
La
disposición a la humanidad: "egoísmo comparativo", por
mediación de la razón. El hombre, además de vivir, quiere vivir bien,
ser
feliz. Compara y lucha por no ser inferior a otro. Al conseguirlo,
sigue
luchando por mantenerlo, por asegurarlo, por superarlo. La igualación
es
siempre inestable: el antagonismo la desequilibra. Le corresponde la
"capacidad pragmática"(prudencia, sagacidad, disimulo...): dominio
sobre
los hombres para
satisfacer su egoísmo. Esta capacidad está al servicio del individuo.
La
disposición a la personalidad: hace que el hombre sea un ser moral,
además de social, capaz de responsabilidad. Ahora bien, sólo es
responsable quien
es libre: libre de la coacción de los otros, libre de la determinación
natural,
libre de la lógica... ¿Cómo librarse de la propia naturaleza? ¿Cómo
superar la
determinación natural?. Kant recurre al "carácter": es decir, aquello
no heredado, sino conquistado; lo que el hombre hace de sí mismo en
virtud de
su libre voluntad. Ser persona es tener un carácter... Le corresponde
la
"capacidad moral", que le permite renunciar al egoísmo y considerar a
los hombres como fines.
Ahora
bien, para cumplir esos fines, entre sí contradictorios, para
realizar esas disposiciones, los hombres llegarán a clamar por la ley,
a amar
el derecho, a instaurar una sociedad y, en ella, cultivarse,
civilizarse y
moralizarse. Por tanto, la moralidad, como meta final del hombre,
requiere la
historia, es decir, la historia de la irracionalidad humana. O, si se
prefiere
en expresión optimista, la historia del devenir racional del hombre La
historia
es expresión o manifestación de la miseria humana, de su egoísmo, de su
pasión,
de su antagonismo. Aunque, al mismo tiempo, es el lugar y la condición
de
posibilidad de la moralización. Es el conflicto, y sólo el conflicto,
el que
empuja a los hombres desde la originaria "libertad sin ley" a la
libertad regulada, a la sociedad, al Estado. Es la guerra, y sólo la
guerra, la
que empuja a los pueblos, originariamente en relación de "libertad
salvaje
y sin ley", a la constitución de una "confederación". La
moralidad, la paz final como su condición, es fruto de la discordia y
la
guerra.
La
"insociable sociabilidad" del hombre le hace a un tiempo
necesitar y odiar la vida social. Tendencia a la sociedad: empujado por
la
Naturaleza para realizar sus disposiciones. Tendencia a la soledad y el
aislamiento: por su deseo de dominarlo y doblegarlo todo, por su deseo
de
libertad, por su deseo de vencer toda resistencia. Y esta resistencia,
estos
obstáculos, son precisamente la condición del progreso. Como el aire
para la
paloma, es a un tiempo su freno y su sostén: "...esta resistencia es
aquello que despierta todas las fuerzas del hombre y le hace vencer su
inclinación a la pereza, impulsándole por medio de la ambición, el afán
de
dominio o la codicia, a procurarse una posición entre sus congéneres, a
los que
no puede soportar, pero de los que tampoco es capaz de prescindir" [164]
De
esta forma se funda la gran esperanza, que requiere, como diría
Rousseau, poner guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro, mucha
imaginación para ver verde la sangre de la historia, mucha pasión para
llenar
de luz las sombras de la barbarie y de la irracionalidad humanas:
"Demos,
pues, gracias a la Naturaleza por la incompatibilidad, por la envidiosa
vanidad
que nos hace rivalizar, por el anhelo insaciable de acaparar o incluso
de
dominar!. Cosas sin las que todas las excelentes disposiciones
naturales
dormitarían eternamente en el seno de la humanidad sin llegar a
desarrollarse
jamás. El hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que
le
conviene a su especie y quiere discordia" [165]
4.7.
La sociedad y el Estado
“Esta
necesidad que constriñe al hombre -tan apasionado por la
libertad sin ataduras- a ingresar en ese estado de coerción, es en
verdad la
mayor de todas.” (I.
Kant,
Ideas para una Historia Universal)
Ya
lo hemos visto: el fin del hombre -o, mejor, el de su especie-se cumple
con la vida social y, en su fase más perfecta, con la sociedad civil
como
condición. Esta es la condición indispensable para el desarrollo de las
disposiciones naturales de la humanidad. De esta forma, la moralidad se
cumple
gracias al Estado, y éste se instaura en el proceso de la historia, en
su
última y más civilizada fase.
Kant
lo formula en su quinto
principio, señalando, precisamente, que la instauración de la
sociedad
civil es el mayor problema de la especie. Es tal por ser la condición
de la
vida moral, es decir, condición del fin último; con él la historia
culmina,
acaba. Se entiende, la historia de la especie, de la razón, que es de
la que
aquí se habla. Porque, ciertamente, cada hombre deberá hacer su
recorrido:
ahora con la posibilidad de que cada uno recorra el ciclo completo y
alcance la
autonomía moral.
Esa
autonomía -que no es simplemente libertad, o poder de elección, sino
capacidad de autogobernarse, es el final de la historia y exige del
reinado del
Derecho. ¿Cuál es la función de la sociedad civil?. Por decirlo en una
sola
frase: administrar el derecho. Por tanto, el hombre es llevado a la
sociedad
civil, a través de sus egoísmos e intereses, cumpliendo el "plan de la
naturaleza". Comienza aceptando y sometiéndose a la ley por interés, y
acaba cumpliéndolo por deber moral. Así, el derecho, comienza siendo
coacción,
violencia, pero acaba siendo expresión de la voluntad general.
En
el tercer principio Kant había
dicho que la Naturaleza ha querido que el hombre construyera y
consiguiera por
sí mismo todo aquello que necesita para ser hombre, exceptuando la pura
sobrevivencia animal. Comentando el principio llega a decir: "Se diría
que
a la Naturaleza no le ha importado en absoluto que el hombre viva bien,
sino
que se vaya abriendo camino para hacerse digno, por medio de su
comportamiento,
de la vida y del bienestar" [166]
Por
tanto, la naturaleza condena al hombre a ser moral -o, mejor, a
realizar la moralidad en la especie- aunque sea a costa de su
felicidad. Ahora,
comentando el quinto principio dice
que esa misma Naturaleza una vez más niega al individuo y lo condena a
disolverse en la sociedad civil, por ser ésta la condición de la vida
moral:
"Esta necesidad que constriñe al hombre -tan apasionado por la libertad
sin ataduras- a ingresar en ese estado de coerción, es en verdad la
mayor de
todas" [167]
La
célebre imagen del árbol, que en la selva crece recto, buscando aire y
sol por encima de sí, mientras en aislamiento se retuerce y atrofia y
extiende
caprichosamente sus ramas curvadas en libertad, es contundente: la
soledad es
perversión, es decir, negación absoluta de la posibilidad de
perfeccionarse, de
cumplir su fin.
La
solución pasa por el Estado, que es una institución privilegiada de la
historia: conciliación de opuestos. Tiene un origen empírico, necesario
y
natural: antagonismo y pacto necesario, que pone fin a la libertad sin
ley. O
sea, se basa en el poder. Pero, al mismo tiempo, se sustenta en una
aspiración
ética: el derecho. El Estado representa a un tiempo la posibilidad de
superar
los antagonismos, evitando la destrucción. O sea, tiene una dimensión
utilitaria. No obstante, superada esta fase toma fines éticos: por
ejemplo,
impide que se degrade al prójimo, asume la justicia, toma a los hombres
como
fines en sí mismos.
Se
comprende que la sociedad civil sea el problema mayor; y, por tanto, el
último en ser resuelto por la especie humana(sexto
principio).
Pues el
hombre quiere una ley..., pero que ate a los otros y mantenga su
libertad.
¿Quién ha de ser el juez, si es hombre y, como tal, no puede saltar
sobre su
naturaleza egoísta?. Un jefe supremo justo por sí mismo y, al mismo
tiempo,
hombre, es una contradicción en los términos. Por tanto, la cosa es
difícil:
"Por eso esta tarea es la más difícil de todas y su solución perfecta
es
poco menos que imposible: a partir de una madera tan retorcida como de
la que
está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto. La
Naturaleza
sólo nos ha impuesto la aproximación a una Idea" [168]
4.8.
La paz
perpetua
“El
estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en
donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante
amenaza
de romperlas. Por tanto, la paz es algo que debe ser instaurado.” (I.
Kant,
Ideas
para una Historia Universal)
Instaurar
el Estado -se entiende, un Estado que administre el derecho, es
decir, la justicia- es una cuestión difícil; tan difícil, que no será
posible
una constitución perfecta si antes no se establece un nuevo orden
internacional. La paz es el fin definitivo de la guerra, o mejor, la
imposibilidad de la guerra. Pero esta imposibilidad exige eliminar la
posibilidad misma de los antagonismos internos y externos, la luchas
entre los
hombres y entre los pueblos, o sea, exige la hegemonía simultánea del
derecho
civil y del derecho internacional.
Ahora
bien, esa imposibilidad de la guerra se consigue, según Kant, a
través de la guerra: "La Naturaleza ha utilizado por lo tanto
nuevamente
la incompatibilidad de la hombres, cifrada ahora en la incompatibilidad
de las
grandes sociedades y cuerpos políticos de esta clase de criaturas, como
un
medio para descubrir en su inevitable antagonismo un estado de paz y
seguridad;
es decir, que a través de las guerras y sus exagerados e incesantes
preparativos, mediante la indigencia que por esta causa ha de acabar
experimentando internamente todo estado incluso en tiempos de paz, la
naturaleza les arrastra, primero, a intentos fallidos, pero finalmente,
tras
muchas devastaciones, tropiezos e incluso la total conjunción interna
de sus
fuerzas, a lo que la razón podría haberles indicado sin necesidad de
tantas y
tan penosas experiencias" [169]
Queda
así justificada la larga marcha hacia la libertad: "Así, pues,
toda guerra supone un intento(ciertamente no en la intención de los
hombres, pero
sí en la intención
de la naturaleza) de promover nuevas relaciones entre los estados y,
mediante
la destrucción o cuando menos desmembramiento de todos ellos,
configurar nuevos
cuerpos políticos, los cuales, al no poder subsistir tampoco en sí
mismos o
junto a otros, tienen que padecer nuevas revoluciones análogas a las
anteriores..." [170]
Como
se ve, la humanidad ha de pasar por un infinito baño de sangre antes
de, y para acceder a, la moralidad. De esta manera, la belleza moral
del fin
legitima, dulcifica e incluso ennoblece los medios. La guerra, la
sangre, la
irracionalidad, el fanatismo, las sombras de la historia... adquieren
sentido,
son iluminadas. El Cándido de
Voltaire, pensando en Leibniz, podría reescribirse pensando en Kant.
No
obstante, hay que reconocer que Kant, a diferencia del
"idealismo" que le siguió, no puso tal trayectoria como absolutamente
necesaria. Simplemente afirmó que lo que la Razón no consigue de forma
dulce y
pacífica, y con libertad y ley, lo consigue la naturaleza a su manera.
Y la
manera de la Naturaleza es la necesidad y la fuerza. Su mensaje podría
leerse
así: ya que estamos condenados a la moralidad, ¿por qué no vamos a ella
sin
pagar el baño de sangre?.
En
La paz perpetua (1795) se aborda en extenso
el tema, sin
olvidar "detalles" muy significativos y de plena actualidad. Así, en
el 3º de los "Artículos preliminares" dice: "Los ejércitos
permanentes -miles perpetuus- deben
desaparecer por completo con el tiempo". Dice que son "una incesante
amenaza de guerra para los demás Estados, puesto que están siempre
dispuestos y
preparados para combatir". Denuncia la "carrera armamentística",
los efectos económicos y sociales de la misma, que convierten la paz en
una
situación intolerable: "Añádase a esto que tener gentes a sueldo para
que
mueran o maten parece que implica un uso del hombre como mera máquina
en manos
de otro -el estado-; lo cual no concuerda bien con los derechos de la
Humanidad
en nuestra propia persona". Y añade: "Muy otra consideración merecen,
en cambio, los ejercicios militares que periódicamente realizan los
ciudadanos
por su propia voluntad, para prepararse a defender a su patria contra
los
ataques del enemigo exterior".
Detalles
importantes, sin duda, como los referentes a ciertas reglas de la
guerra, necesarios para que tras las mismas sea posible la paz. Por
ejemplo, el
artículo 6º, aprovechable al cien por cien: "Ningún Estado que esté en
guerra con otro debe permitirse el uso de hostilidades que
imposibiliten la
recíproca confianza en la paz futura; tales son, por ejemplo, el empleo
en el
Estado enemigo de asesinos(percussores),
envenenadores (venefici),
el quebrantamiento de
capitulaciones, la incitación a la traición, etc." [171]
Volviendo
al nivel general, hemos de resaltar que para Kant la paz no es un
"estado de naturaleza": "el estado de naturaleza es más bien la
guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan
sido
rotas, existe la constante amenaza de romperlas". Y concluye: "Por
tanto, la paz es algo que debe ser instaurado".
¿Qué
quiere decir?. Sencillamente, que no romper las hostilidades, es
decir, la mera ausencia de guerra, no es equivalente a la paz. Esta no
es un
estado espontaneo; la seguridad, que es su base, sólo es posible por la
imposibilidad de la misma. Y esta imposibilidad no surge
espontáneamente. Se
trata, por tanto, de algo positivo, que requiere no la inhibición o la
inacción, sino la acción, el compromiso. La paz es una institución
social: una
conquista, una producción de los hombres.
Es
sorprendente el hobbesianismo que a veces muestra Kant. Hay pasajes [172]
en que señala que la paz es algo espontaneo sólo en el Estado civil y
legal, es decir, en una situación en la que "cada uno da a todos los
demás
las necesarias garantías". es decir, el pacto social pone las
condiciones
de posibilidad de la paz. El estado de naturaleza es una amenaza
latente,
porque supone la ausencia de "seguridad". La paz perpetua requiere la
eliminación total y absoluta del estado de naturaleza mediante tres
constituciones
o pactos, o formas del derecho: Derecho político(ius
civitatis), u hombres reunidos en un pueblo; Derecho de
gentes(ius
gentium), o Estados reunidos en una confederación; Derecho
cosmopolita(ius
cosmopoliticum), u Hombres y Estados unidos como ciudadanos
de un estado
universal.
Kant
pone tres fundamentos de la "constitución republicana":
libertad como hombres, dependencia como súbditos(de una misma
legislación) y igualdad como
ciudadanos. Distingue entre constitución republicana y democrática. La
"constitución republicana" no hace referencia a las personas que
ejercen el poder(forma imperii)(autocracia,
aristocracia, democracia), sino a la forma de ejercerlo(forma
regiminis): republicana o despotismo). Ahora bien, el
"republicanismo" viene a ser el liberalismo con la división de
poderes. La democracia es, para Kant, necesariamente despotismo:
"porque
forma un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre uno y hasta
contra uno
-si no da su consentimiento; todos, por tanto, deciden, sin ser en
realidad
todos, lo cual es una contradicción de la voluntad general consigo
misma y con
la libertad"(p.105).
4.9.
El
Derecho, garantía de la paz
“He
aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes
universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos,
en su
interior, se inclina siempre a eludir la ley.” (I. Kant,
Ideas
para una Historia Universal)
Kant
dice que la encontramos "en ese gran artista llamado
Naturaleza" [173].
Recurre al finalismo de la Naturaleza, que introduce en los conflictos
humanos, a su pesar, "armonía y concordia". Unas veces la llamaos
"azar", otras "providencia". No podemos conocerla, ni
inferirla...pero "podemos y debemos pensarla".
Indicios
no faltan. La Naturaleza ha distribuido a los hombres por el
mundo; se ha valido de la guerra para que ocupen todo el planeta,
incluso las
zonas más inhóspitas; se ha valido de la guerra para que establezcan
pactos y
relaciones más o menos legales. Pero no es suficiente: se trata de
mostrar que
la naturaleza obliga a hacer al hombre aquello que el hombre debiera
hacer
según leyes de la libertad; es decir, le obliga a ser moral. O sea, la
naturaleza le obligara por coacción a lo que debiera hacer por
imperativo de su
razón práctica, a saber, establecer las tres dimensiones del derecho
público:
derecho político, derecho de gentes y derecho de ciudadanía mundial.
Además,
debe hacerlo sin violar su libertad.
¿Cómo
lo consigue? Los enemigos vecinos fuerzan a un pueblo a organizarse
como potencia, es decir, a convertirse en un estado, asumiendo el
derecho
político. ¿Establecerán la constitución republicana?. No: "es muy
difícil
de establecer, y más aún de conservar, hasta el punto de que muchos
dicen que
la república es un estado de ángeles, y que los hombres, son sus
tendencias
egoístas, son incapaces de vivir en una constitución de forma tan
sublime" [174].
Pero
la naturaleza ayuda: usará los egoísmos. Como resulta que sólo de una
buena organización política interna depende que los antagonismos no
generen la
autodestrucción, acabaran prefiriendo la buena."...el hombre, aun
siendo malo, queda obligado a ser
un buen
ciudadano. El problema del establecimiento de un Estado tiene siempre
solución,
por muy extraño que parezca, aun cuando se trate de un pueblo de
demonios;
basta con que estos posean entendimiento". Tal vez este sea el fallo de
Kant: pensar en la universalidad del entendimiento. O, con mayor
precisión,
pensar que todos tienen entendimiento de mercader... Nos dice: "He aquí
una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes
universales para
su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior,
se
inclina siempre a eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una
constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean
opuestos
y hostiles unos a otros, queden contenidos, y el resultado público de
la
conducta de esos seres sea el mismo exactamente que si no tuvieran
malos
instintos" [175]
No
es un problema moral, sino natural, casi mecánico: debe tener solución.
Los hombres pueden acercarse al derecho aunque sin pasar por la
moralidad. Como
dice Kant, no es la moralidad la que lleva al Estado, sino éste el que
"puede contribuir a educar moralmente a un pueblo". La Naturaleza se
vale de los instintos para conducir a la moral. "Lo que en este punto
no
haga el hombre, lo hará ella, pero a costa de mayores dolores y
molestias.
Algo
similar pasa con el "derecho de gentes". Todo Estado desea
la paz perpetua, pero desea conseguirla conquistando al mundo entero.
Pero
"la naturaleza quiere otra cosa". Usa las diferencias de idiomas y
religiones para separarlos. Estas diferenciasaportan "siempre en su
seno un germen de odio y un
pretexto de
guerras". El conflicto, pues, está presente. Ahora bien, el interés,
una
vez más, lleva al entendimiento, a "inteligencias de paz", que no se
fundan en el "cementerio de la libertad", como ocurre en el
despotismo, sino en el equilibrio y la noble competencia. La
naturaleza, pus,
consigue la paz por otra vía: no por el imperio único y despótico, sino
por la
asunción del derecho de gentes.
La
naturaleza no acaba aquí: quiere juntar a los pueblos, pero en
federación. El comercio acaba venciendo a la guerra: "De todos los
poderes
subordinados a la fuerza del Estado, es el poder del dinero el que
inspira más
confianza, y por eso los estado se ven obligados -no ciertamente por
motivos
morales- a fomentar la paz, y cuando la guerra inminente amenaza al
mundo,
procuran evitarla con arreglos y componendas, como si estuvieran en
constante
alianza para ese fin pacífico" [176].
La Naturaleza fuerza federaciones para el comercio, para la paz. Así
garantiza la paz perpetua: usando y administrando las inclinaciones de
los
hombres: "Desde luego, esa garantía no es suficiente para poder
vaticinar
con teórica seguridad el porvenir; pero en sentido práctico, moral, es
suficiente para obligarnos a trabajar todos por conseguir ese fin, que
no es
una mera ilusión" [177].
Texto ejemplar, que pone de manifiesto el verdadero sentido que Kant da
al "finalismo" de la Naturaleza.
4.10.
El
"ideal" en Kant
“Todavía
queda otro pequeño motivo a tener en cuenta para intentar
esta Filosofía de la Historia: encauzar tanto la ambición de los jefes
de
estado como la de sus servidores hacia el único medio que les puede
hacer
conquistar un recuerdo glorioso en la posteridad.” (I. Kant
,
Ideas para una Historia Universal)
Como
acabamos de decir, la historia real no es para Kant absolutamente
necesaria, por una doble razón: de un lado, porque la naturaleza
interviene
para cubrir la impotencia de la Razón, y sólo en esa medida; de otro,
porque la
"necesidad" en Kant pertenece a la representación. El noveno
principio plantea esta cuestión
de la finalidad como una característica del "punto de vista" del
historiador; es decir, no como "concepto" que describa la historia,
sino como "idea" que regule la Historia.
En
el citado noveno mismo Kan dice que el intento filosófico de elaborar
tal Historia Universal, es decir, considerándola desde el "plan de la
naturaleza" dirigido a la "perfecta integración civil de la especie
humana", es un intento que tiene que ser considerado "como posible y
hasta como elemento propiciador de esa intención de la naturaleza". El
giro es genial: ahora el "plan" aparece como artificio del hombre
para justificar su idealismo, es decir, su intervencionismo. Lejos de
inspirar
el entreguismo de una conciencia de sí heterodeterminada, aparece como
un
"manifiesto" esperanzado hacia la libertad y la autonomía de la
voluntad, hacia la humanización, al tiempo que -al ser declarado "punto
de
vista", y no "metafísica"- permite instar y confiar en la propia
acción.
El
mensaje viene a ser: si nos creemos tal "plan", y consideramos
razonable activarlo, porque va en favor nuestro, acabaremos realizando
el plan,
haciéndolo real. Si no nos lo creemos, si no lo asumimos, ¿qué más da
si existe
o no?. Fuera de nuestra conciencia, de nuestra representación, ¿qué
sentido
tiene hablar de existencia?. Si nos lo creemos y, por tanto, nos
ponemos a su
servicio, entonces es real; y, en consecuencia, al cumplirlo, al
realizarlo,
manifestamos su realidad. Es, pues, un plan trascendental. Es condición
de
posibilidad de la historia y de la Historia: de ésta, porque pone
orden; de
aquella, porque genera su acción.
Los
filósofos, así, han cumplido. Bueno, no del todo: "Todavía queda
otro pequeño motivo a tener en cuenta para intentar esta Filosofía de
la
Historia: encauzar tanto la ambición de los jefes de estado como la de
sus
servidores hacia el único medio que les puede hacer conquistar un
recuerdo
glorioso en la posteridad" [178]
J.M.Bermudo