NIHILISMO Y CAPITALISMO




CAPITALISMO, INDIVIDUALISMO Y NIHILISMO

“Quien aquí toma la palabra no ha hecho, en cambio y hasta ahora, otra cosa que reflexionar como un filósofo y solitario por instinto, que encontró su provecho en permanecer aparte, al margen, en la paciencia, en la dilación, en el demorarse; como un espíritu arriesgado y experimentador que se ha extraviado al menos una vez en cada laberinto del porvenir; como un espíritu profético que mira atrás mientras narra lo que vendrá; como el primer consumado nihilista de Europa, pero que ya ha vivido en sí el nihilismo hasta el final -que lo tiene detrás de sí, por debajo de sí, fuera de sí...” [1].

Estamos en la última sesión del Seminario; como siempre, se nos ha quedado corto; y como siempre, el “orden de exposición”, establecido como es inevitable sobre el estado de la investigación, deviene estrecho para exponer la “idea” corregida o ampliada durante el mismo. Creo que es intrínseco a la docencia, que siendo el momento de exponer ordenadamente una idea exige e impone que al mismo tiempo sea transformación, reconstrucción, de esa idea. Al pensar, aunque sea exponiendo un programa de lo ya pensado, no se puede evitar construir sobre la marcha. Se descubren en los cursos aspectos que antes no entraron; en las lecturas y relecturas, en las discusiones con los alumnos, en las dificultades de exponer con coherencia y claridad lo que se pensaba que ya estaba definido y claro…. Por ejemplo, ejemplo, he aprendido que a Nietzsche ese “desorden” en la exposición, esa salida del guion, no sólo led parece perdonable, sino signo de rebeldía, de riqueza, de creatividad… No sé si me consuela, pero es una manera de pedir disculpas y de justificar las correcciones que sobre la marcha introduciré en el seminario.

Esta última Sesión de hoy, que debería afrontar directamente si el capitalismo nos arrastra a un modo de vida nihilista, la dividiré en dos reflexiones. En la primera haré una “recapitulación” de lo dicho, más sintético, pero reordenado y mejor orientado a la defensa de las tesis que pretendía argumentar, que he venido argumentando, y que ahora tengo más definidas y compactas. Me servirá, espero, para abordar “la solución final”, para establecer la relación entre capitalismo y nihilismo no desde la idea que tenía de éste antes de iniciar este seminario sino de la idea que tengo ahora, que es aquella misma pero clarificada, estructurada y tal vez más desarrollada; al menos más compleja y más fecunda, me parece.

En la segunda reflexión expondré mi interpretación de la relación entre nihilismo y capitalismo, que era y sigue siendo el objetivo, pero enfocada desde la perspectiva que ahora más me interesa, centrada en la concepción del nihilismo como “autoconsciencia de la imposibilidad del individuo”. En las otras sesiones, siempre siguiendo de cerca a Nietzsche, he enfocado el nihilismo en las perspectivas más convencionales, en la que el filósofo alemán insiste más: en su relación con la muerte de Dios, con la crisis de los valores morales, de la metafísica, de los ideales y de la historia. Es obvio que son los frentes que más apasionan a los filósofos; y es obvio que son hechos, fenómenos, genuinamente capitalistas, propios de la “modernidad”. En su forma radical, acabada, consumada, aparecen en la sociedad burguesa, forman parte de su cultura, de su modo de ser en el mundo; y ahí los ve, los encuentra, los siente, y los sitúa Nietzsche. Por tanto, si el nihilismo habita esos terrenos, el capitalismo es su hogar, es su progenitor. Forman parte del individuo en el capitalismo, lo constituyen, lo definen; vive en ellos, los sufre como la paloma al aire, que la frena y la permite volar.

Ahora bien, como he venido indicando, hay otros lugares, otros rincones del saber, donde el nihilismo aparece, en la consciencia de lo social, de la comunidad, cuando ésta (como “Dios”, los “valores morales” o los “ideales”, como cualquier categoría de la metafísica) se revela imposible, ficción, engaño. El individuo -el nihilismo es propio del individuo- también ahí, y por motivos y mecanismos semejantes, se encuentra perdido en el sinsentido, en “lo en vano”. Si era importante Dios, no lo es menos la comunidad; la consciencia de su imposibilidad, la autoconsciencia de que fuera no es nada, es para el individuo la experiencia tal vez más radical, -y más universal, menos elitista- del nihilismo.

Esta figura del nihilismo como consciencia de la ficción de la comunidad, apunta en la misma dirección, y creo que con la mayor fuerza, que las otras vías; todas confluyen en la autoconsciencia del del individuo de su imposibilidad, de la inutilidad de su voluntad de poder, de su condena a ser siempre un proyecto inútil. El individuo filósofo se sentirá perdido en el sinsentido y el “en vano” en un mundo sin Dios, sin principio, sin sujeto, sin causa, sin verdad, sin valores morales, sin ideales, sin Juicio Final…; lo comprendo, pero hay también muchos individuos humanos que sienten el “en vano” ante la cada vez más claramente imposible comunidad, y ante la cada aves más evidente ficción de la individualidad, fragmentada, dispersa y diseminada en las tecnologías, en las ontologías líquidas, del acontecimiento o la contingencia, en la racionalización que protocoliza y algoritmiza el cuerpo, el alma, el espíritu y el inconsciente. Creo que este nihilismo también llama a la puerta de Nietzsche, aunque los filósofos no lo escuchen atendiendo al viejo huésped de siempre que habita en los saberes.

Por eso intentaré centrar ahí mi segunda reflexión de esta sesión final, para reivindicarlo. No pretendo que las otras figuras, que en gran medida han estado presentes en las sesiones anteriores, queden relegadas; pero ahora le toca el turno a la figura olvidada. Trataré de mostrar que estaba presente en Nietzsche, que su antropología convertía el individuo en destino y, junto a sujeto de conocimiento, era también sujeto social; el conocimiento y la comunidad como dos trascendentales del ser humano, sus condiciones de posibilidad, sus determinaciones constituyentes.

En fin, los límites -siempre los límites- de las condiciones materiales de existencia me obligan a situar el problema en la primera parte del capitalismo, la sociedad burguesa; la otra época, la actual, inmediata, necesita distancia para ser conceptualizada; aunque tuviéramos abundantes nociones, experiencias tópicas suficientes, imaginación crítica desbordante e incluso “espíritu profético”, sigo pensando con Hegel que la hora del concepto es al atardecer. Además, no queremos en esta aventura separarnos de la mano de Nietzsche, y éste no pensó nuestra sociedad capitalista, pensó la sociedad burguesa; podemos aceptar, reconociendo su “espíritu profético”, que su oráculo alcanzaba varis décadas, que fue capaz de ver el camino a recorrer, pero sólo hasta que éste se pierde en el giro acentuado o en el cambio de rasante. Allí se acaba su visión, allí muere la sociedad burguesa y comienza esta otra, este capitalismo que pide a gritos un concepto. No alcanzaba más la mirada de Nietzsche, que tenía un límite, como la de Marx. Lo que seguía quedaba territorio de la imaginación, que cada uno resolvió a su manera, con sendos modelos de individuo humano: Nietzsche con su Übermensch, ajeno a la comunidad, y Marx con su Gemeinschaftsmann, constituido por la comunidad. El nihilismo del más allá, el nihilismo consumado y triunfante, que Nietzsche describe con acento épico:

El nihilismo perfecto. Sus síntomas: el gran desprecio, la gran compasión, la gran destrucción; su punto culminante: una doctrina que enseña precisamente a considerar la vida, -la que hace sentir náuseas, compasión y placer en la destrucción-, como absoluta y eterna” [2]

y que pudiera corresponder al capitalismo contemporáneo, lo dejamos para otra ocasión. Limitaremos nuestro análisis al nihilismo en el capitalismo que Nietzsche leía en la sociedad burguesa. Empecemos, pues.


1. Así fue o así pudo ser: el individuo en el reino del capital.

La preocupación de fondo que he traído a este seminario se puede concretar en preguntas como las siguientes: ¿Es el nihilismo la figura de consciencia, y del saber, propia del capitalismo? O, al menos, ¿es el capitalismo el orden social idóneo para el nihilismo? O en otras de este estilo, que en su conjunto giran en torno a la idea muy extendida de que el mundo del capital es frío, mecánico, desertizador de la existencia humana, que arrastra al individuo a una vida inesencial, mediante la enajenación de su alma y la maquinización de su cuerpo. Esas preguntas nos han llevado en las sesiones anteriores a una recuperación y reconstrucción del concepto nietzscheano, como si Nietzsche lo hubiera construido en un despacho, para posteriormente ver su cuadraba con nuestra imagen o experiencia actual del capitalismo. Ahora sería, pues, el momento de abordar de forma directa las respuestas a las preguntas. Pero, bien mirado, éstas se vuelven retóricas. Nietzsche no pensó el nihilismo en la pura abstracción, no construyó el concepto en el laboratorio y se fue a buscarlo por el mundo; lo descubrió cuando “llamaba a la puerta” de su casa, lo sintió y describió como fenómeno de su época, como modo de vida de la sociedad burguesa; lo descubrió, en definitiva, en el modo de existencia del hombre de aquel capitalismo, y en sí mismo, en un gesto de autoconsciencia. O sea, Nietzsche nos ha descrito el nihilismo como vida y saber del individuo capitalista y como destino de este individuo, del hombre. Y lo ha hecho sin mirar al capitalismo, como esencia oculta o enmascarada, mirando su fenómeno, a la sociedad burguesa, en tiempo real.

Que buscara el nihilismo en la historia, en formas de vida anteriores, respondía a una peculiaridad de la cultura occidental, en que el conocimiento ha pasado a entenderse como descripción de su génesis. De ahí que cualquier fenómeno relevante -la democracia o la tragedia, la religión y la filosofía, la literatura o el lenguaje, el arte o las leyes- ha de ser explicado desde su origen, a ser posible noble, casi siempre en Grecia. En consecuencia, conocida la relación del nihilismo con la racionalización y subjetivación del mundo, con la crisis de lo ético, noético y estético, con el dominio de lo práctico, lo económico y lo técnico, con el dominio del concepto sobre la metáfora, del ser sobre el devenir y del valor sobre el ser…; todo ello propio de la sociedad (capitalista) burguesa en que vivía, se comprende bien que situara a Sócrates, un ateniense que hablaba de muchas de esas cosas, en los orígenes del nihilismo; y, en particular, reconocida la relación del nihilismo con la crisis de la religión y la moral cristiana, de las metafísicas del ser y de la consciencia de la modernidad, del saber y del conocimiento revelados; declarado todo ello “mentiras” y “ficciones”, como ya había escrito en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, de obligada lectura; y vivida la desolación del sinsentido y la angustia del mero fluir…; vivido todo eso nada sorprende que buscara en Platón, en sus dos mundos, el origen épico, grandioso, emblemático del nihilismo.


1.1. (La ventana y la perspectiva). Pero en esa mirada hacia atrás no se buscaba conocer otro nihilismo, si lo hubo; se buscaba conocer mejor el presente, conocerlo desde su génesis. Y, curiosa y paradójicamente, se buscaba conocer “modo nihilista”, -con categorías, con las metáforas pálidas de los conceptos- lo que a finales del XIX se vivía, se sentía, en esa emblemática experiencia de lo “en vano” que se empezó a describir y se intentaba conceptualizar.

Sí, aquellas preguntas son retóricas porque el nihilismo del que habla Nietzsche es un fenómeno genuinamente capitalista, es el rostro del capitalismo; es lo que ve desde su ventana, desde su perspectiva. La muerte de Dios, la deconstrucción de las categorías metafísicas, la crítica del cristianismo y de los valores morales, la visión instrumental y no cognitiva de la ciencia, el carácter pragmático y no representacional del lenguaje… Todo eso, que Nietzsche recogía y contribuía a crear, pertenecía al debe o al haber de la modernidad, del capitalismo burgués. El nihilismo es la esencia de aquella sociedad burguesa, su imagen que aparece en las consciencias cuando éstas se detienen y se miran a sí mismas, en su momento de autoconsciencia. ¿Y qué ve Nietzsche al mirar bajo el fenómeno del capitalismo y que llama “nihilismo”? Luego lo veremos con sus ojos, en sus textos, pero antes me permitiréis exponer mi interpretación, sin pretensión de verdad. En síntesis extrema, creo que Nietzsche ve allí, en la sociedad burguesa europea (capítulo Alemania, apartado Sajonia), donde se exhibe el ser humano en su máxima exaltación, en su más fuerte voluntad de poder; en un orden social cuya esencia y razón de ser es el individualismo, donde todo se hacer por y para el individuo, donde éste es el rey; Nietzsche ve que está desnudo.

Esta es su gran visión del hombre: en su máxima potencia se revela su inevitable indigencia; canonizado y sacralizado, divinizado incluso, bajo tan ricas determinaciones se revela vacío. Todo ha sido inútil. Una larga historia ha sido inútil; definitivamente inútil, pues ha sido un largo camino de éxito, que al final revela su inutilidad y la ficción que lo hace posible. Ya no cabe otro intento, no cabe alternativa de valores. Si el rey es rey, ha llegado a rey, y está desnudo, todo ha sido, es y será siempre “en vano”. Está en la nada y nunca salió de la nada. El proyecto fue inútil. Es la última etapa, la del último hombre, y el final de esa etapa, el fin del hombre.

En general se reconoce la exaltación del individuo y su consagración como sujeto en el capitalismo, pues este orden económico y social vino de la mano de una representación individualista de la existencia humana y de su historia; en todas las esferas, el individuo aparece como sujeto. El capitalismo como reino del individualismo, pues, es una interpretación sólida, ampliamente compartida, incluso por pensadores muy distantes a Nietzsche; y también suele pensarse que las praderas del individualismo, aunque verdes, no tienen buenos pastos para la vida humana. El mismo Hegel había señalado como fuentes fundamentales de ese individualismo que inundaba la cultura occidental el cristianismo y la “sociedad civil” burguesa. Y aunque Hegel viera ambos procesos como momentos de la escisión de la identidad (cristianismo como ruptura de la bella unidad de la religión civil helénica, de la reconciliación entre el césar y los dioses; y sociedad civil como ruptura en el capitalismo burgués de las formas comunitarias de producción y de vida en la premodernidad [3]), momentos a superar en la reconciliación dialéctica, que darían paso al Estado racional, lo cierto es que la reconciliación, la superación de la es cisión, parece retrasarse siempre mientras la individualización arrasa la época. Nietzsche, con su pathos trágico, ve debilidad en esas fugas ilusorias, en esos relatos de esperanza; y cuando comprender que el individualismo no hace al individuo, en lugar de dar rodeos opta por mirar de frente a la Gorgona y resistir su mirada, aunque en sus ojos vea la inquietante figura del nihilismo. No puede hacer otra cosa, es la fórmula de su felicidad: “Un sí, un no, una línea recta, una meta” [4].

Esa conclusión, ese destino, estaba inscrito, -ahora lo comprendemos- inmanente, en su concepto de voluntad de poder. Aunque reconoció su “multiplicidad”, nunca las pensó como estructura de elementos sustantivos, con su autonomía dentro de las determinaciones dialécticas entre ellos, con hegemonía y subordinación variables. Para ello habría tenido que pensar esa estructura subsumida en la forma individuo: forma que, siendo efecto global del conjunto, pone límites a las hegemonías y jerarquías que se van recomponiendo; forma que, garantizando que el movimiento se dirige siempre a ser, lo saca de la abstracción y lo concreta en ser algo. Un “algo” móvil, en devenir, determinado por la “multiplicidad” de voluntades de poder y que garantiza la presencia social del individuo (en las artes, en la elaboración de la norma moral o política, en el trabajo, en los roles y estatus sociales, en los dispositivos del reconocimiento, en la autoconsciencia…); un “algo” que saca al individuo de la abstracción, del ensimismamiento, de un devenir como mero proceso de individuación permanente, de diferenciación, sin concesión alguna a la identidad y a lo común.

Marx también vio el capitalismo como reino del individualismo, y con su distinta posición de valor consideró que la individuación llevaba a la barbarie y, además, era imposible. Llevaba a la barbarie, porque para Marx el individuo individualizado niega su esencia comunitaria; esencia determinada desde fuera de su voluntad, por sus necesidades cuya existencia y satisfacción presupone la comunidad; y era imposible porque la vida humana es siempre vida social, hasta el punto que el mismo capitalismo, que diviniza el individuo, en su esencia, la producción, se basa en la división del trabajo, lo cual quiere decir que impone la socialización, la participación colectiva en los procesos. Pero, claro está, Marx ya partía de una posición de valor -y de su correspondiente ontología- en la que las “estructuras” técnicas y sociales no eran simples obstáculos que la voluntad de poder aspira a soportar, eludir, controlar o dominar, como en buena parte asume Nietzsche, sino creaciones sociales que, objetivadas y en su uso por el hombre, tenían su lógica, imponían sus límites y determinaciones. Cuando se dice que el individuo arrastra sobre sus espaldas la historia, la suya y la de la sociedad, en rigor se dice eso: que las creaciones de hoy nos condicionan el mañana. El individualismo, que ayer sirvió para estimular la producción, hoy se convierte en insoportable carga. Tal vez fuera necesario ese momento, como creía Marx, precisamente para mañana hacer posible la hegemonía de lo común (como Nietzsche en algunos momentos entiende la metafísica, nihilista, una desviación que algún día ayudará a descubrir no sólo su error, sino el error de ceder a la tentación de cualquier otra metafísica y la inutilidad del mismo, pues al fin se hundirá la ficción y aparecerá el nihilismo que siempre acecha).

En todo caso, Nietzsche optó por pensar desde esa voluntad de poder que indiferente, sin poder regularse y redirigirse, -y sin poder ser corregida o redirigida desde otra instancia-, persigue ciega la institución del individuo humano, apoyada más en el individuo (en la individuación) que en lo humano (en la creación). Y en esa marcha el capitalismo parece su luminosa Jerusalén; luego, cuando lo construye, resulta que se ha tirado el niño con el agua de la bañera, y del individuo sólo queda en negativo su silueta, su paradisiaca figura perdida, para recordarnos la inutilidad de la historia y su destino trágico, que ignorábamos.

Por tanto, si el nihilismo es el capitalismo burgués que Nietzsche siente, vive y sufre; si el nihilismo que describe es la imagen de aquella sociedad; por decirlo de forma provocadora, si la autoconsciencia del capitalismo es el nihilismo, nuestro interés ha de desplazarse a otras cuestiones. Por un lado, habremos de leer mejor aquellas imágenes, sus descripciones de aquella sociedad, de aquella cultura y de aquel individuo endiosado y vacío que las habitaba; y habremos de buscar por todas partes, pues si veía nihilismo en la vida pálida del burgués, desgarrada entre amor al individuo y a la ley, también veía nihilismo en el artista y el poeta, que cantaban al individuo románticas baladas de identidad; si veía nihilismo en la angustiosa racionalización de la vida, que sometía a rígidos algoritmos el alma y el espíritu, también en aquella especie de desbarrancadero de la unidimensionalidad, por el que rodaban lo valores cívicos y morales convertibles gracias al imperio del “equivalente universal”, el dinero.

Nietzsche veía estas cosas, pero las veía desde su atalaya del individuo como voluntad de poder, como voluntad de ser; veía los obstáculos, las negaciones, las fugas, los simulacros, todo aquello que le negaba ser lo que sentía que era, lo que pensaba que podía llegar a ser. Nos lo dice él mismo, que veía el mundo “como un filósofo y solitario por instinto”, “como un espíritu arriesgado y experimentador” que ha recorrido todos los rincones, “que se ha extraviado al menos una vez en cada laberinto del porvenir”; las veía con el privilegio de “un espíritu profético” y con una experiencia excepcional, la de ser el “primer consumado nihilista de Europa”. Estamos, pues, ante la mirada del testimonio inmediato, de quien “ya ha vivido en sí el nihilismo hasta el final -que lo tiene detrás de sí, por debajo de sí, fuera de sí”, de quien consigue que la realidad se le vuelva transparente. Y, con todos esos avales mira por su ventana y nos relata el espectáculo desolador de todo aquello que hacía imposible la consumación del individuo, proyecto encargado a la voluntad de poder, tan deseado que, como oráculo, había puesto como destino. Desde su perspectiva, el capitalismo era la última oportunidad del hombre para tomar consciencia (autoconsciencia) de la inutilidad de seguir persiguiendo su autodeterminación como individuo y, en gesto heroico, renunciar al empeño: dejar paso a otro modo de ser, ya no humano.

Tal vez su voluntad de poder no era tan transparente; tal vez le jugó una mala pasada. Al fin, su mirada a la consciencia, su autoconsciencia, era necesariamente selectiva; su voluntad de poder seleccionaba, iluminaba, afirmaba o negaba, aquellos aspectos que vivía como obstáculos en su camino al individuo. Simplificando mucho, creo que Nietzsche veía en su cultura especialmente dos excesos y una carencia: exceso de sujeto, exceso de sociedad y carencia o déficit de individuo. Sí, mucho culto al sujeto, mucha subjetividad, mucho subjetivismo, que aunque se presenten como reconocimiento y coronaciones del individuo inevitablemente lo disfrazan y ocultan, impiden su presencia y lo relegan al olvido. Sí, mucho culto a la sociedad, a los valores morales que la sustentan y a los relatos que la legitiman, a su necesidad para el hombre, al fin un “ser social”; a la superioridad de lo común sobre lo privado, que sacrifica al individuo. Incluso en el discurso liberal, que piensa la sociedad como instrumento al servicio del individuo, aparte de farsa oculta el precio de ese servicio: enajenar la propia voluntad de poder en esa palabra de voluntad general que gestionan los más, los inferiores, el rebaño.

En fin, carencia de individuo, no sólo asfixiado bajo el sujeto y silenciado por la sociedad, sino cosificado e instrumentalizado por los distritos saberes. Esa carencia es la mejor expresión del nihilismo. Éste es un fenómeno de la autoconsciencia, cuando ésta se sabe impotente e instrumentalizada, gestionada; en definitiva, cuando es débil. Y lo es cuando olvida la fórmula de la felicidad ya comentada: “Un sí, un no, una línea recta, una”. Cuando la voluntad de poder se ve obligada a estrategias de fuga, de enmascaramiento, para que el individuo pueda vivir y ser, saliéndose de la línea recta, recurriendo a soluciones pactadas, a compromisos, esa voluntad de poder es débil. Y esa debilidad la lleva al nihilismo: de inmediato, al nihilismo inconsciente de los saberes ficticios, a la entrega a la metafísica, a los valores morales, a los ideales…; en el camino, al nihilismo psicológico, que hace vano seguir en el engaño, que no se resiste la farsa; y en el final de esa línea curva, a pesar de todo, la meta: el nihilismo consumado, asumido. El nihilismo de quien sabe que ha llegado la hora del fin del hombre; de quien sabe que sólo queda una manera de ser. Con claridad: fin del hombre como proyecto de individuo. Fin del hombre como proyecto inútil.


1.2. (Individuo, voluntad de poder y nihilismo). Recuperemos el escenario de la anterior sesión. El nihilismo ha llamado a la puerta y nos tememos que ya ha entrado en la casa. Conocemos al viajero, siempre a espaldas del individuo, entorpeciendo o amenazando el largo e interminable devenir de éste hacia su incierto destino; huésped inseparable desde el su nacimiento hasta la huidiza figura del momento final; presente a la luz o en la sombra en esa larga hilera de tipos o modos de ser individuo en proceso, insatisfecho, nunca a la altura que le hace soñar su voluntad de poder. El recorrido ha llevado al ser humano, siempre deseoso de alcanzar su esencia móvil, (o sea, de llegar a ser lo que desea, lo que puede desear y desea), a lo que presume ser su última etapa, en el orden del capital, donde habría de decidirse si por fin consigue lo que sin saberlo ha perseguido siempre, librarse del nihilismo y del modo de ser humano. Como un oráculo trágico -todos los oráculos son trágicos- el infinito deseo de los humanos de vivir y de ser, dos modalidades cruzadas de su individualidad, le lleva a su negación; su inexorable tendencia a transcenderse, a superar su finitud, ha servido para llevarlo al abismo, a la necesidad de romper la cuerda y dar el salto hacia esa inquietante y seductora figura del Übermensch; el hombre en busca de su posesión de sí era un puente hacia el más allá, hacia lo no humano. Recorrió mil momentos y formas, sufrió mil metamorfosis para construirse y, no había escuchado al oráculo, descubrió que el suyo era el camino del antihumanismo, como sancionó Heidegger con escrupulosa diagnosis.

Estamos, pues, en la hora final, la más obscura. Atrás quedan esas figuras heroicas de tipos de individuo salidos en los escasos y efímeros momentos de luz en la larga y tenaz oscuridad de la historia. Como decía Voltaire, apenas Atenas, Roma, el Renacimiento y el Siglo de Luis IV. Esos tipos servían de modelo, de marcas atléticas a imitar, que proporcionaban confianza en el camino y esperanza en superarlas. Mostraban, en definitiva, que entre tinieblas la voluntad de poder iba logrando salir adelante.

La voluntad de poder, ya lo hemos visto, es el principio al que Nietzsche encomienda la construcción del individuo humano. La voluntad de poder asoma, se deja ver, en los logros de esas figuras de individuos fuertes, nobles, capaces de dominar, de dirigir, de crear, de imponer su voluntad, su ser, al mundo. Y también se deja ver en los individuos débiles, gregarios, propensos a la servidumbre voluntaria, a obedecer, a creer, a dejarse determinar por el mundo, a evadirse de lo real y vivir en la ficción; y también se deja ver en el resentimiento, esa sorda voluntad de venganza del débil frente al fuerte, que impone sus valores de rebaño a los individuos superiores. La voluntad de poder, por tanto, es constituyente del individuo, le acompaña como su piel, que fija sus límites y refleja sus formas.

Los individuos fueron constituidos por la voluntad de poder; mejor, se constituyeron a sí mismos con su voluntad de poder; su grandeza y su miseria va unida a la de su voluntad de poder; sus fines y valores, y la jerarquía entre ellos, expresan las relacione y jerarquía entre las diversas fuerzas constitutivas de la voluntad de poder como “multiplicidad”, uso del concepto nietzscheano que hemos enfatizado en sesiones anteriores. Por tanto, voluntad de poder débil, feneciente, va unida a tipos de individuos enfermizos, con espíritu de rebaño, nacidos para creer y obedecer; voluntad de poder fuerte, creadora, es propia de individuos superiores, nobleza y aristocracia de los valores, que aman la vida, que convierten su deseo insubordinado e inocente en regla de vida propia.

Ya hemos señalado algunas inconsecuencias en este concepto nietzscheano, que sin duda tiende a poner esa dicotomía entre voluntad de poder fuerte y débil como base de la distinción entre individuos superiores e inferiores. Al incluir el concepto nietzscheano una “multiplicidad” de voluntades de poder, entre ellas la voluntad de vivir, se aprecia su carencia de una ordenación de sus relaciones y de la dialéctica entre ellas. Esas carencias llevan, cuando aparecen contradicciones, a soluciones confusas e ideológicas. Por ejemplo, para Nietzsche el espíritu de rebaño (en la religión, en la metafísica, en la cultura, en el Estado…) es signo de voluntad de poder débil, aunque con ello salven la vida, la hagan soportable, puedan resistirla; prefiere quienes la arriesgan y la entregan en el altar de nobles, aristocráticos y heroicos valores. Y la prefiere porque “sabe” que el objetivo final no pasa por conservar al hombre; el destino del individuo pasa por comprender que su forma humana es su límite, y debe superarla, debe negarla, debe dejar paso a un individuo superior, más allá del hombre. En coherencia, las estrategias de la voluntad de poder de conservar la vida subordinando la individualidad en espera que tiempos mejores, es un engaño. Por eso son engaños los valores morales, que componen el vínculo social, que protege la vida de los individuos… degradando su individualidad.

La voluntad de poder como multiplicidad me parece un concepto potente; y lo sería más si lo consideramos como parte o momento abstracto del análisis, cuyos resultados habrá que unir, que sintetizar, con otras perspectivas. La historia de la constitución y desarrollo del individuo humano, o del ser humano como individuo, es sólo un rostro de la realidad; ver esa historia desde la perspectiva clásica idealista, del individuo persiguiendo su esencia constante, constituida por valores eternos, haciéndolos valer en el mundo, también aporta un rostro enriquecedor; ver la historia del individuo como racionalización continua, es otra variante nada despreciable; por supuesto, ver esa historia desde la perspectiva marxiana, en que el individuo sujeto pierde prestancia al pensarlo como mediado por su clase y por su relación con los medios de producción, es otra mirada hoy ineludible. Lo que quiero decir con ello es que la perspectiva nietzscheana de comprensión de la génesis del ser humano desde la voluntad de poder es una perspectiva fecunda, y más aún si no la absolutizamos, si no castramos al ser humano de dimensiones biológicas, psicológicas, antropológicas y sociales que sin duda lo constituyen.

Por tanto, la voluntad de poder como multiplicidad es un buen principio para pensar la génesis del individuo humano; sus formas fuertes y débiles se expresan en los tipos de individuos que se constituyen, en sus luchas, en sus jerarquías. Podemos pensar que la historia del hombre es la historia de la derrota constante de la voluntad de poder, pues nunca llega a ser lo que “quiere ser”; ni puede llegar a esa satisfacción, pues ese “querer ser” no apunta a una esencia fija, sino a un objeto cambiante, constantemente revisado y renovado desde el movimiento de la voluntad de poder, y del reajuste de sus “voluntades” constitutivas. Y podemos también pensar la historia como el camino de la voluntad de poder, que va haciendo al andar, y preguntarnos si en el fondo y sin saberlo apunta a la tragedia, al final del hombre; y si ya hoy apunta ese final.

Quiero subrayar que lo que está en juego no es la vida empírica de los individuos; lo que está en juego en este escenario teórico es el concepto; siempre suele ser así en filosofía. Si hablamos de final del ser humano es en tanto que éste puede llegar a olvidarse de su misión, la de permanecer en el ser, la de reproducirse como ser humano; o sea, olvidarse de la misión de individualizarse por diferenciación, por acumulación de determinaciones. Del mismo modo que en su autodeterminación individualista se olvida -o debilita- su condición de ser comunitario, de modo semejante puede olvidarse olvidar o debilitar su voluntad de ser por la hegemonía de otras componentes. Recordemos que Nietzsche veía este peligro en Schopenhauer y en Buda, en esa imposible voluntad de nada: la voluntad, aunque sea de nada, es voluntad, no deja de ser voluntad. Y anular ésta, querer no querer, es tan imposible como el “dudar que pienso”, que servía de base al cogito cartesiano. Por tanto, lo que está en juego no es el individuo, sino esa peculiaridad de lo humano de infinita voluntad de diferenciación, de ser un mero proceso de individuación.

En fin, puesta la compleja relación entre voluntad de poder como multiplicidad, e individuo humano como individuación permanente, nos falta situar el nihilismo en esta genealogía. Dado que la voluntad de poder, sea débil o fuerte, participa en la creación del individuo -el mismo Nietzsche usa la distinción para diferenciar los individuos superiores de los inferiores, en unos domina la voluntad de crear y en otros la de creer lo que otros crean, pero ambas bajo la cobertura del título- creo que deberíamos entender el nihilismo como obra o efecto de la voluntad de poder. A Nietzsche no le gusta la substancialización de lo que es mero movimiento o flujo; personalmente pienso que se enriquecería el concepto si se pensara el “individuo” como forma subsuntiva de esa pluralidad de fuerzas combinadas y en oposición que incluye el nombre “voluntad de poder”, pero Nietzsche huye de cuanto le huela a sujeto; y el devenir sujeto del individuo, movimiento consagrado en el capitalismo, es uno de los signos del nihilismo.

Toda voluntad de poder se manifiesta en la consciencia como saber, como saber de la existencia de algo (de un objeto, de una pasión, de un instinto, de una duda…, todo se siente, se sabe en la consciencia). El nihilismo, por tanto, también es un saber, que aparece en esa figura de la consciencia que llamamos “autoconsciencia”, donde el saber tiene por objeto el saber, o sea, es sabe del saber, saber sobre el sentido, la finalidad, la solidez, el engaño, la ficción… que afecta a nuestros saberes, a nuestra consciencia de nosotros mismos y del mundo. Es como la duda, la crítica, el escepticismo, que de tanto en tanto afecta a nuestras creencias, pero en otra escala. El nihilismo es el saber que nuestras representaciones del mundo, de la vida, de la sociedad, de nosotros mismos, en tanto productos de la voluntad de poder, no son conocimientos, son instrumentos técnicos generados de la mano de la voluntad de poder en la construcción del individuo; son armas de intervención, de resistencia y dominación. Instrumentos técnicos y prácticos, útiles, pero sin pretensión de conocimiento; no son productos noéticos, conforme al concepto elaborado por la propia voluntad de poder en sus fugas metafísicas. El nihilismo nos aparece así como experiencia de vivir en el no saber, de una existencia fuera del ser, en la representación, en el no-ser.

En definitiva, el nihilismo es obra de la voluntad de poder no en tanto impotencia de ésta, sino en tanto oculta esta impotencia con una ficción consoladora. Ella creó la religión, la metafísica, los ideales, las reglas y valores morales, el derecho, el orden político…, creyendo que esas representaciones eran verdad, como lo exigía el principio de razón suficiente (incluido en la “multiplicidad”); y a partir de esas representaciones del mundo fundó y legitimó un modo de existencia, con reglas derivadas del ser (un “ser” fingido, puesto por su valor para el sujeto). Pues bien, en un momento de su historia constata la insuficiencia, la insatisfacción de esas reglas y representaciones; constata incluso que han devenido obstáculos, que ni sirven para ser lo que se quiere ser, ni dejan otras vías de acceso. Y aunque este hecho ya se había experimentado mil veces a lo largo de la historia, y se solucionaba con un cambio de las representaciones y las reglas (en la religión, la metafísica, la ciencia, la moral, el derecho…), ahora se revela más radical: no se trata ya de la falsedad o impotencia de una u otra representación sino de la consciencia de que la “representación”, como ficción, es siempre usurpación del lugar del ser. Ahora se sabe que la “representación” es una forma falsa de pensar y relacionarse con el mundo; por tanto, no se puede cambiar, es necesario algo más radical e inaccesible.

Esa es la experiencia del nihilismo: nada más y nada menos que la experiencia de que el modo humano de existencia (que supone el conocimiento del ser, la legitimidad metodológica de la racionalidad, la universalidad de los valores morales y cívicos, los ideales políticos y jurídicos, la dignidad del saber …) es una contingencia, un acontecimiento que nos ha hecho y nos hace vivir en el simulacro y la ficción. En definitivas, la autoconsciencia de que el modo humano de vivir sólo puede tener lugar en la ficción, que el hombre toca a su fin.

Pues bien, esta experiencia del nihilismo tiene lugar en el capitalismo, donde tras mil aventuras y metamorfosis ha llegado el hombre de la mano de la voluntad de poder. Un valle sin salida, sin retorno. Ya no caben salvamentos morales milagrosos, huidas metafísicas épicas, rebeliones poéticas triunfantes; ya sabe demasiado ese individuo para seguir alimentándose del resentimiento o del arte, para buscar refugio en la nobleza aristocrática o en el regazo de la inocencia. Nietzsche lo ha visto, lo ha vivido, lo ha sufrido, y aunque no nos lo contara sabía que el nihilismo no viajaba de la mano de Dios, ni del cristianismo, ni de la pálida figura del burgués, capaz de sacrificar la vida a la utilidad; creo que el filósofo alemán había mirado sus ojos de Gorgona y visto en ellos, confundidas, las imágenes del nihilismo y del individuo.

Ahora bien, Nietzsche, como Marx, sólo pudo ver el nihilismo y el individualismo del burgués; su ontología estaba llena de figuras del capitalismo; ni Nietzsche, ni Marx, pudieron ver las últimas metamorfosis del capitalismo, y por tanto del individuo, y del nihilismo. No pudieron ver el capitalismo “postburgués”, como no pudieron ver el saber de la “postverdad”, el fundamento “posmetafísico”, la sociedad “postindustrial”. Por ello, si no aquí sí en otro momento, habremos de añadir un “postfacio” a la historia habitual y plantear las preguntas sobre el individuo y el nihilismo “postcapitalista”. Y si he puesto en paralelo a Marx es porque, mirando al pasado, vieron dos rostros diferentes de la misma historia, pero mirando al inmediato futuro, los dos vieron lo mismo, la barbarie, y por eso tuvieron que imaginar el día después. Es muy propio del ser humano la voluntad de cerrar las historias, y dejar el post a la imaginación.


1.3. (El sujeto y el nihilismo). Bien, la voluntad de poder llevó “a ciegas” al hombre a las puertas del capitalismo. Este orden económico y social que ya lleva más de dos siglos como hegemónico llegó, -mejor, se construyó-, se afianzó y pasó a ser dominante porque ofrecía mejores condiciones de existencia al individuo que participó en su construcción. Por supuesto, un individuo instalado o atrapado en estructuras técnicas, sociales, económicas y culturales, un individuo encuadrado en clases, estamentos, naciones, etc.; pero que Nietzsche, por determinaciones metodológicas derivadas de su ontología, de su concepción del individuo como voluntad de poder, ha de aislarlo, situarlo en el centro de la escena en lucha contra los límites. Por tanto, si participa, lucha y sufre en la construcción de la sociedad capitalista -y lo hace a ciegas, sin el concepto, simplemente buscando su reproducción, llevado por su voluntad de poder, que incluye en su consciencia los saberes de la experiencia de la especie-, es porque intuye que por ahí pasa su camino de emancipación, que por ahí se llega a ser sí mismo; en definitiva, es porque ese modelo de comunidad parecía satisfacer más y mejor a esa “multiplicidad de voluntades” constituyentes del individuo. Bueno, si no satisfacía a todos los individuos, sí a una parte de ellos, la más poderosa, la dominante, la capacitada para crear y dirigir, nos diría Nietzsche, y que hoy reconocemos como la burguesía; y también a quienes, carentes de esta potencia, al menos eran capaces de creer, de obedecer, de dejarse guiar por los nuevos señores.

Para completar la escena habría que describir a los seres superiores del orden social en decadencia, conscientes de que perdían su posición privilegias, de que peligraban las reglas, valores y saberes que ellos habían impuesto, ofreciendo todo tipo de resistencia, y sintiendo el progreso como decadencia. Pero esa historia ya está escrita, y no es necesario resumirla; con esas cuatro pinceladas sólo pretendo mostrar que el capitalismo no llega a los pueblos y naciones de fuera, como invasiones godas, sojuzgando la cultura, la religión, los valores ayer superiores; en perspectiva nietzscheana -tratamos de comprender a Nietzsche- debemos pensar su llegada como creación interna, como lucha entre los tipos de individuos (aunque nos gusten más las clases), diferenciados por su voluntad de poder (forma sofisticada de decir “posición en la producción”), todos movidos por su determinación esencial de querer ser (unos de seguir siendo y otros de dejar de ser), unos buscando lo nuevo y otros reproduciendo lo viejo.

Quiero enfatizar que el capitalismo, -como toda cultura diferenciada, como todo orden social diferenciado-, requiere un individuo nuevo, un nuevo concepto de individuo; y si triunfó, si logró consolidarse, y manifiestamente lo hizo, es porque logró crearlo a su medida; es un orden social hecho a medida del individuo que se crea en su seno. Un par de hechos testimonian este proceso. El capitalismo, en el orden económico, se constituye sobre el “trabajo asalariado”; individuos libres que venden su fuerza de trabajo libremente en el mercado. Y esta forma de trabajo, de forma masiva, pasaba por destruir las estructuras de trabajo comunitarias y gremiales; sólo así se liberaba la fuerza de trabajo, arrancando al individuo de su adscripción cuasi “natural” a instituciones colectivas. El desarrollo del capitalismo necesitaba esa nueva figura de individuo, y la creó; un individuo que en el mismo acto perdió su relación con los medios de producción, quedó en posesión sólo de su fuerza de trabajo… Rompió sus adscripciones comunitarias y se vio condenado a otras nuevas, el contrato de compraventa de su fuerza de trabajo; se individualizó, pero como siempre su diferencia era engañosa, pues si ser “asalariado” le distinguía de ser siervo, gremialista, propietario…, no era para ser un individuo “particular” e irrepetible, sino para formar parte de una clase social… Pero sin duda era otro tipo de individuo, y se vivía, tal vez ilusoriamente, como avance respecto a las formas anteriores.

El otro factum que quiero destacar como ejemplo de la aparición de nuevos tipos de individuos en el capitalismo: la elevación a sujeto. El sujeto no es una figura atemporal; es una construcción histórica, es la figura paradigmática del individuo capitalista. Devenido “sujeto epistemológico” con Descartes, pronto se extendería el título a otros ámbitos de la práctica social: sujeto moral, sujeto de derechos, sujeto religioso, sujeto político, sujeto económico, sujeto metodológico… Puede notarse que el titulo de sujeto es el reconocimiento formal al “individuo” de su derecho a ser lo que quiera ser, a elegir las determinaciones con que construye su identidad. El más básico es el derecho del autor a su obra, que funda la propiedad privada capitalista (una forma de propiedad peculiar, fuertemente individualizada, en el límite sin mediación alguna); se trata del derecho de propiedad del individuo a su cuerpo, su alma y su espíritu, y por tanto a sus manos y a su cerebro, dice Locke, y a lo que produce con esas manos y esa inteligencia (elementos de su voluntad de poder). El capitalismo no puede subsistir sin ese individuo travestido en sujeto, consagrado sujeto; no importa que en realidad el sujeto sea una ficción, de las más hondas y peores, dice Nietzsche [5]; lo necesita como modelo, como ideal tipo, como valor y regla con efectos prácticos. El sujeto, la filosofía del sujeto, la metafísica del sujeto, es tal vez la forma moderna de nihilismo: la máxima individualización y la máxima potencia de la voluntad de poder instauran la mayor ficción: el sujeto humano consagrado demiurgo. Muerto Dios, viva el Sujeto, parece ser el lema.

De ahí que el individuo se metamorfosee en sujeto en el discurso socio político y jurídico. En el fragmento “Historia de la moralización y la desmoralización” señala “la preponderancia de los derechos del ego”, camuflados bajo “una perspectiva extremadamente altruista (“utilidad global de la humanidad”)” [6]. En orea ocasión, que plantea “Dónde hay que buscar las naturalezas más fuertes”, ve en los derechos del individuo una barrera insalvable, que acosa a los tipos superiores. “La destrucción y degeneración de las especies solitarias es mucho mayor y más terrible: tiene en su contra el instinto gregario, la tradición de los valores; sus instrumentos de defensa, sus instintos de protección, no son de antemano suficientemente fuertes, suficientemente seguros; hace falta un azar muy favorable para que prosperen. […] Los más fuertes tienen que ser sujetados con la mayor firmeza, controlados, encadenados, vigilados: así lo quiere el instinto gregario. Para ellos un régimen de autosojuzgamiento, de alejamiento ascético, o el «deber» en un trabajo desgastante en el que no se llega más a sí mismo” [7]. En fin, el individuo como sujeto político jurídico, como sujeto de derechos universales, con derecho a la igualdad de derechos, es un referente obsesivo de Nietzsche, que ve en el mismo el modo de dominación de los instintos superiores [8]. Parece obvio que el elemento más determinante del individuo en la sociedad capitalista lo constituye su carta de derechos; el capitalismo produce el individuo que necesita con el cincel de los derechos; toda su vida queda marcada por sus derechos; claro, y por la limitación y violación de los mismos. Los derechos pasaron a ser el ideal de la modernidad, y con el correr del tiempo se devaluaron las ideologías (todas ellas versiones del modo de los derechos) pero permaneció como única moral la de los derechos universales del hombre y del ciudadano. Esos valores quedaron inscritos en la voluntad de poder del individuo de nuestro tiempo; el capitalismo se configuró en forcejeo con ellos.

Ahora bien, técnicamente el capitalismo es un modo diferenciado de producción; por tanto, parece que su llegada obedezca a la mera lucha por la vida, dada su incuestionable mayor potencia productiva; no obstante, el capitalismo acaba subvirtiendo el orden social e instaurando uno nuevo, con medios, instituciones y dispositivos (tecnológicos, metodológicos, políticos, sociales, administrativos, intelectuales…) que potencian la producción de bienes de vida, pero que también contiene relaciones sociales, subordinaciones, jerarquías, valores… diversos, todos ellos expresión de la variedad de formas y manifestaciones de la voluntad de poder de la clase dominante, y de la subalternas que se fían de su instinto. Por tanto, el capitalismo, - una civilización, una cultura, un modo particular de existencia humana-, no sólo llega de la mano de la voluntad de vivir, con ser importante, sino de la voluntad de poder -en el sentido que fijamos, como de empoderamiento, como voluntad de ser-, que incluye la vida junto a otros objetivos de ser.

Cuando la clase burguesa gestiona ese momento manifiesta su ser (su poder político y económico, pero también su gusto, su cultura, su sensibilidad, sus diversos fines y valoraciones); con ello manifiesta la voluntad de poder superior que la ha llevado a clase dominante; y el orden del capital, en su dimensión objetiva y subjetiva, como realidad y como ideología, responde a la lógica de la voluntad de poder en este momento de su historia. Hemos de tener esto en cuenta para poder relacionar el capitalismo con el nihilismo; si éste es obra de la voluntad de poder, obstáculo inevitable que se encuentra en su recorrido, hemos de conocer ésta en su momento capitalista, ver cómo inexorablemente lleva al individuo a asomarse al precipicio del nihilismo.

Por otro lado, no es ni mucho menos anecdótico que el nihilismo, como problema a diagnosticar y resolver, o como enigma a descifrar, haya aparecido precisamente en la modernidad, es decir, en la sociedad capitalista; concretamente en su primera fase, la etapa burguesa del capitalismo, con sus potentes ideologías, con sus poderosos relatos o filosofías de la historia, con su agitación religiosa y moral, con su revolución científica… En pleno dominio de lo humano sobre el mundo, en su figura sacralizada de individuos creadores, en la época del saber y la técnica, del saber instrumental, del saber tecnificado (axiomatizado, protocolizado, algoritmizado…), aparece el nihilismo en el horizonte. ¿Es mera contingencia o es la técnica la nueva forma de la metafísica, que tan a medida viene al nihilismo?


2. Los lugares sagrados del nihilismo capitalista.

Cuando Nietzsche hace de filósofo intenta pensar su época, su presente, su Lebenswelt; y a través de su ventana, su perspectiva, sólo le es dado ver un espectáculo de decadencia. La décadence, como gusta decir, viene a ser el traje de paseo del nihilismo, que se abandona en el ocaso. Nihilismo es aquí consciencia de la decadencia y de su inevitabilidad, decadencia creciente y generalizada de su sociedad. Aunque para Nietzsche la sociedad es sólo un medio, se trata de un medio necesario, imprescindible, en el largo proceso de devenir individuo; sin ella el individuo es impensable y en ella es imposible. En ese escenario trágico aparece la figura más trágica del nihilismo.


2.1. (Capitalismo y sociedad burguesa). La ventana, la perspectiva, siempre hace de filtro. Desde la suya apenas detecta los subterráneos (el mundo del trabajo, los medios y relaciones de producción) donde se fabrica esa sociedad; sólo ve la parte noble de la misma, la zona iluminada del mercado donde consumen sus vidas los individuos. Nietzsche no ve el capitalismo, ve la sociedad burguesa. Parece lógico que no vea la esencia -toda su vida luchando contra su hegemonía-, y sólo vea los fenómenos, más fieles al mundo del devenir que defiende su posición de valor; lo destacable es en ellos, por todas partes, sólo vea signos de la decadencia. Los encuentra en la filosofía, en la literatura, en la música, en la política, en todas las esferas de la vida, en todas las manifestaciones del ser humano. Y, como su centro de gravedad, ve la marca de la decadencia en el modo de ser del individuo, que se revela en su degradación, en su degeneración, en el debilitamiento de su voluntad de poder. En aquella sociedad convulsa, en profunda transformación, en que la burguesía por fin parece tomar las riendas, en la que los tipos nobles y aristocráticos de los decadentes principados van cediendo posiciones, (metamorfoseándose, aburguesándose), o simplemente retrocediendo vencidos, Nietzsche indefinición, difuminación de los perfiles de los individuos, crecimiento de los débiles y derrota de los fuertes. Ve lo que puede ver desde su ventana.

Una de las mejores imágenes de esta visión la encontramos en el desconcertante y a trechos lúcido fragmento “Por qué triunfan los débiles”, de la primavera del 1888; está escrito a borbotones, engendrado en una visión amarga, en una pesadilla que ha de verter al papel precipitadamente, para que no se evaporen sus rasgos. Un fragmento con trazos escalofriantes, con imágenes insufribles, pero también con momentos de gran lucidez. Tras un comienzo sueve que recoge el casting del relato, los enfermos y los débiles, (“los enfermos y los débiles tienen más simpatía [Mitgefühl], son «más humanos»”, “los enfermos y los débiles tienen más espíritu, son más alterables, múltiples, divertidos”), como un estallido deja caer su diagnóstico (los enfermos y los débiles son “más malignos” [9]), y se adentra implacable en descripciones escabrosas, pinceladas expresionistas de la realidad que muestran su desconcertante posición de valor ante ella: “sólo los enfermos han inventado la malignidad (una enfermiza precocidad frecuente en los raquíticos, los escrofulosos y los tuberculosos” [10].

Dejemos de lado estas desconcertantes expresiones, no son muy relevantes para nuestro actual objetivo [11], y pasemos a sus reflexiones sobre la decadencia. Nietzsche sabe que el hombre la conoce bien, le acompaña en su devenir, como mensajera del nihilismo. Sí, el ser humano la conoce muy bien, pues “durante casi la mitad de toda vida humana, el ser humano es décadent”. Expresa su finitud, su intrínseca debilidad, su instinto de muerte, su caminar siempre al filo del precipicio. Además, en la mitad de los humanos la debilidad se acentúa: “¡la mujer!, la mitad de la humanidad es débil, típicamente enferma, voluble, inconstante, -la mujer necesita la fuerza para agarrarse a ella” [12]. ¡Qué terrible ventana desde la que mira! Sabe que es la suya, que no tiene otra, que no puede cambiar de horizonte. Se reafirma en que su fuerza pasa por resistir la mirada de la Gorgona, por sufrir la visión del horror.

La debilidad es el mal. No la debilidad de la sociedad, de sus diversas estructuras, sino de los hombres que las habitan, que las crean, o que la sufren por impotencia para transformarlas o sustituirlas. Ésta es su perspectiva, no ve los individuos como formados o determinados por las estructuras sociales, sino como autores y avaladores de las mismas; éstas avanzan (evolución social) al ritmo que marcan los tipos de individuos, como ocurre en la evolución natural, que los darwinianos no entienden. La especie y la sociedad no tienen historia propia, usurpan la de sus individuos, cuya debilidad o fuerza marcan su belleza y su gloria. Y a través de su ventana en la Sajonia conservadora y aristocratizante que se resiste a la hegemonía burguesa, que a su modo representa la unidad impuesta por Bismarck, Nietzsche ve confusión, mucha confusión, paisaje propio de la debilidad, pues la niebla diluye los perfiles, borra el pathos, decrece las diferencias.

Todo lo que ve es la huella del debilitamiento del tipo de individuo, de su decadencia; en todas partes ve los signos. Los ve en la religión, esa maldita religión cristiana de igualitarios por resentimiento, que invierte y pervierte los valores: “una religión de los débiles que glorifica como divino ser débil, amar, ser humilde... o, mejor, que hace débiles a los fuertes, - que domina cuando consigue subyugar a los fuertes...” [13]. En un rincón de la escena, de forma clandestina, un cóctel tenebroso, mujer y religión unidas en su lucha contra los fuertes; la mujer y el sacerdote en la fiesta de la decadencia: “la mujer siempre ha conspirado en compañía de los tipos de la décadence, los sacerdotes, contra los «poderosos», los «fuertes», los hombres”. Y, junto a la mujer y la religión, como música de fondo, la propia civilización, su crecimiento, pues el progreso siempre “lleva consigo simultánea y necesariamente el aumento de los elementos mórbidos, de lo neurótico-psiquiátrico y de lo criminal...” [14]. Demasiado para no sentirse vencido, no sentir la angustia del “en vano”, no ver en el horizonte el demonio vestido de nihilismo.

En esa deriva nada ni nadie se salva; en ese escenario conviven enfermos, locos y criminales. Y con ellos el artista, una “especie intermedia”, un tipo de individuo aún no del todo maduro para el manicomio, pero exento de responsabilidad criminal por debilidad de su voluntad de poder, por su pusilanimidad social”; una vacilante que figura que ronda “lleno de curiosidad con sus antenas en ambas esferas”, sin encontrar su sitio, su camino, su misión. El artista, en todas sus figuras modernas, “pintor, músico, sobre todo romancier”, que ensimismada e inapropiadamente llama a su manera de ser “naturalisme”, divaga en la escena inseguro y ambivalente, pero en número cada vez más abundante, como advirtiendo de la deriva a ninguna parte: “Los locos, los criminales y los «naturalistas» aumentan: signos de una cultura que crece y se precipita hacia delante, -lo cual significa que los desperdicios, la basura, los materiales de desecho, ganan importancia” [15]. Los locos, los criminales, los artistas, -esa “especie intermedia”-, se reproducen y aumentan como desechos marginales de una cultura sin rumbo. Los “desechos”, la basura, es el rastro de esa cultura que se impone y que, sin sentido, sin finalidad, sólo podemos conocer por su rastro de cadáveres.

Para cerrar el cuadro, Nietzsche hace referencia a la pérdida de referentes sociales individualizadores, que borraron los contornos precisos de roles y estatus, de estamentos y genealogías; se refiere a ese proceso anómico -por asimilación, por mestizaje, por hibridación- como “batiburrillo social”, mezcolanza en la que no se sabe quién es quién. Burguesía que compra títulos, nobleza que hace de burguesía, transición pegajosa, sin guerra, sin guillotina, sin resistencias heroicas; pactos sin principios, contra los principios; en fin, homogeneización cultural, uniformización en los tipos de individuo, excesiva igualdad…, todo ello -ésta es la clave- “consecuencia de la revolución, de la instauración de la igualdad de derechos, de la superstición de la «igualdad de los seres humanos»” [16]. Ciertamente, Nietzsche ha de mirar desde su ventana, no tiene otra. Y desde esa perspectiva, en la que el valor lo pone la voluntad de poder, la fuerza del carácter de los individuos superiores, toda igualación social es derrota del individuo, debilidad del ser humano, retroceso. No hay otro criterio de valor, nos dice; por tanto, es obvio su diagnóstico: los hombres fuertes están siendo derrotados.

Como se ve, sin nombrarla aparece la sombra de la democracia, que avanza sobre los restos del estado liberal representativo,-a caballo de aquellos principados unidos en el “Imperio alemán” (1871), de Guillermo I, comandado de facto por Otto von Bismarck, integrados como “Estados”, algo así como monarquías constitucionales”-, que poco a poco hubo de abrir las compuertas a ese revoltijo de rabassaires, sans-culottes y proletarios que Nietzsche llama “batiburrillo”; la democracia, que solemos vivir como triunfo del individuo, en sus orígenes era vivida como amenaza del mismo, como freno de la individualización. Nietzsche fija esa imagen en la retina, y mantiene la democracia como homogeneizadora y despersonalizadora, siempre plebeya, siempre ahí retando al aristocratismo y la nobleza:

“En tal revoltijo los portadores de los instintos de declive (del ressentiment, de la insatisfacción, del impulso destructivo, del anarquismo y del nihilismo), incluyendo también los instintos de los esclavos, los instintos de la cobardía, de la astucia y de la canaille de clases sociales mantenidas durante mucho tiempo debajo, se mezclan introduciéndose en toda la sangre de todos los estamentos: dos, tres generaciones después, la raza se ha vuelto irreconocible - todo se ha hecho plebeyo” [17].

Ese es el espectáculo que llega a sus ojos desde su particular posición; un paisaje consolidado, en crecimiento, y con manifiesta potencia de autoreproducción. Esas condiciones de existencias producen y estimulan los instintos, la consciencia, las fuerzas, en definitiva, la voluntad de poder necesaria y capaz para reproducirse y avanzar en esa dirección, combatiendo y negando todos los obstáculos. De ahí sale como resultado “un instinto global contra la selección, contra el privilegio de toda especie”; ahí brota una fuerza “de un poder y seguridad, de una dureza, de una crueldad en la práctica que, de hecho, en seguida incluso los privilegiados se someten”. Una fuerza arrolladora, imparable, que persuade a los privilegiados -esas capas dirigentes ya hibridada entre nobleza y alta burguesía- de la inutilidad de sus privilegios, de que no tienen otra opción que rendirse al vulgo, que la entrega y sumisión de lo aristocrático a la canalla, la subordinación y aceptación de la hegemonía de la plebe. El final parece trágicamente escrito: si algunos de aquellos espíritus nobles y fuertes aspira aún a mantener algo de su poder, ha de ser mediante la “adulación de la plebe”, ha de conseguir que la plebe esté de su parte, ha de satisfacerla y someterse a ella [18].

Este regreso de la plebe, que Nietzsche vislumbra premonitoriamente de la crisis final de la sociedad aristocrática y el inevitable afianzamiento de la burguesa, es visto como el regreso de la barbarie, “della barbarie ritornata”, que decía Vico. No es avance, no es progreso, como se ve desde otras ventanas, -perspectiva burguesa, perspectiva obrera-, que enfocan los cambios económicos y políticos como criterio de valor; a los ojos de Nietzsche, que centran la mirada en el tipo de individuo, en el aumento o disminución de su voluntad de poder, el cambio en Alemania es retroceso, es el “regreso” de los viejos tipos humanos y los viejos valores. No importa que en la superficie sean de colores y texturas distintos, ya que en su esencia y en su función son los mismos, su esencia es la debilidad de la voluntad de poder y su función es la negación de lo superior.

Son imágenes de los débiles que empequeñecen a los fuertes. Se aprecia, en primer lugar, en la actitud de los líderes, con voluntad de agradar, que “se convierten en heraldos de los sentimientos con los que se entusiasma a las masas”; manejan bien la retórica y excitan bien las emociones, induciendo al culto a lo popular, a los otros, la “compasión”, “al profundo respeto por todo lo que [el pueblo] ha vivido sufriendo, humillado, despreciado y perseguido”. Nietzsche menciona a los “genios” que inspiran a las masas, como V. Hugo y R. Wagner, artistas que acompañan a la plebe en su ascenso, y que a su pesar debilitan los viejos valores de la comunidad y de la moral cristiana [19]. La distinción entre viejos y nuevos valores es también un efecto de la posición de valor.

En esa situación todo se remueve; un orden social colapsa y otro avanza y se instala; los tipos de individuos y las funciones se redistribuyen, unos tratan de ordenar lo nuevo y otros de retardarlo y conservar lo viejo. Pero en ese batiburrillo en movimiento “el centro de gravedad de los seres humanos se desplaza”; y en tales circunstancias se inclina siempre, necesariamente, hacia los más mediocres, nos dice Nietzsche: “contra el dominio de la plebe y de los excéntricos (ambos casi siempre unidos) la mediocridad se consolida como la garantía y la portadora del futuro” [20]. Con el triunfo de la mediocridad son derrotados los fuertes. Pero ¿quiénes son aquí los mediocres? Lamentablemente el fragmento tiene algunos cortes, si bien parece razonable pensar que aquí “mediocres” refiere a la clase burguesa en general, clase trabajadora, pueblo llano (y no a aquellas fracciones privilegiadas, nobles o burguesas ya hibridadas con la aristocracia, con estatus propio, que también dan signos de debilidad). De ahí unas vagas referencias a la relación de la “mediocritas” con el dinero; los nuevos tipos dirigentes aparecen ya determinados por el dinero, su estatus les viene del capital, que también debilita a los hasta ayer nobles.

Efectivamente, Nietzsche señala que los seres humanos superiores, excepcionales tendrán que optar entre enfrentarse a “un nuevo adversario”, poderoso, invencible, o ceder a “una nueva tentación”, la metamorfosis. Es decir, si deciden no vender su alma a la plebe, “no cantar canciones para agradar al instinto de los «desheredados»”, para salvar su vida “necesitarán ser «mediocres» y «sólidos»” [21]. Eso dice Nietzsche, “mediocres” y “sólidos”. Salvarán su estatus, pero como seres débiles, subordinados a la plebe a la que han de agradar; aunque la “mediocritas” sea aurea, y brille con el dinero, no puede comprar la virtù, no puede salvar al ser superior. Esa es la nueva sociedad burguesa, cada vez más democrática, que va construyendo el dominio de la mayoría, el dominio de los débiles.

Para concluir se pregunta por el pueblo, ese nuevo y temible protagonista que amenaza con arrasar los valores superiores, por ese batiburrillo; se pregunta: “¿qué ocurre con la “tercera fuerza”? Esa tercera fuerza es compleja y variada, pero expresa bien la nueva sociedad; a ella pertenecen las capas medias y pequeñoburguesa, “la artesanía, el comercio, la agricultura, la ciencia, una gran parte del arte…” Todo este mundo sólo puede mantenerse en “una mediocridad fuerte y sanamente consolidada”. La ciencia y el arte trabajan a su servicio; estos hombres, al fin burgueses, no pueden aspirar a nada mejor: pertenecen a “una especie intermedia de ser humano”, no tienen cabida entre las individualidades excepcionales, pues “en sus instintos no tiene nada de aristocrático y todavía tiene menos de anarquista” [22].

Nietzsche entiende bien la fuerza de esa burguesía, la fuerza de los valores de la “mediocritas”. Ve que tiene un instrumento a su servicio poderoso: “se mantiene en pie gracias al comercio, sobre todo al de dinero”. No mira al capital, no tiene acceso al escenario de la producción, mira sólo el paisaje social, las relaciones de intercambio, el mercado; y ahí ve la relevancia del dinero, que define estatus, que reta y vence la voluntad de poder, que la subordina y convierte en voluntad de tener, de poseer, de ser ahí, de vivir ahí, entre la riqueza, gestionando su distribución. Aunque no lo vea, pues su ontología le hace sombras, huele y siente la derrota de la voluntad de poder noble y sana de los grandes valores a manos de esa nueva voluntad de poder unidimensional centrada en un único valor, el valor de cambio. En ese mercado ampliado, que se extiende a todo tipo de objetos, a todos los valores de uso del cuerpo, del alma y del espíritu, todos convertibles en dinero, ve Nietzsche aparecer el nuevo individuo, una caricatura de lo que pudo ser, de lo que quiere ser.

El dinero genera un instinto de posesión potente y conservador, “el instinto del gran financiero va contra todo extremo, -por eso los judíos son de momento el poder más conservador en nuestra Europa tan amenazada e insegura” [23]. El dinero requiere paz, equilibrio, regularidad, todos ellos huertos de valores conservadores, ajenos y enemigos de aventuras y heroísmos:

“Ellos no pueden necesitar ni revoluciones, ni socialismo, ni militarismo: si quieren y necesitan tener poder incluso sobre el partido revolucionario, eso es solamente una consecuencia de lo anteriormente dicho y no está en contradicción con lo que hemos afirmado. Ellos tienen necesidad de provocar de vez en cuando miedo contra otras tendencias extremas -con el fin de mostrar que todo está en sus manos. Pero su instinto mismo es invariablemente conservador -y «mediocre»...” [24]

Esos nuevos valores son, en el fondo, los viejos valores de siempre, los que cargan la vida de lastres inútiles, los que dificultan o niegan al ser superior, los que empequeñecen al hombre. Nietzsche dice que la voluntad de poder de ese tipo de hombre, aunque tenga potencia, apunta siempre en una misma dirección, la posesión de dinero, que hace pequeño y pobre al ser humano. Por eso considera un adecuado premio honorífico para este tipo de hombre, para los mediocres, el título de “liberal”. Un individuo que se gusta a sí mismo liberal, es decir, se ve tolerante y móvil en su espejo encantado, ligero de propósitos y adhesiones, sin posición de valor fija, sin sacralizar los perfiles, los valores o las posiciones; flexible, maleable, conciliable, en definitiva, la figura invertida del ser humano superior.

Como conclusión se plantea la cuestión de la relación de estos valores liberales burgueses con la vida, de si la favorecen o la empobrecen. Conviene plantear si “esta metódica del predominio de los débiles y de los malparados” es “antibiológica” o va en “interés de la vida”; en definitiva, hay que buscar si existen razones para defender “la conservación del tipo «ser humano»”. Más aún, hay que plantear si, en el caso contrario, sin seguir este camino, “¿habría dejado de existir el ser humano? [25] Nietzsche no aborda la cuestión, se limita a dejar el guion de trabajo [26]. Ahora bien, es de las pocas veces que Nietzsche deja abierta una cuestión tan importante como ésta: lo habitual en él, fiel a su fórmula de la felicidad, “un sí, un no, una línea reta, una meta”, es que no tenga dudas de que el ser humano ha de tender siempre a ser fuerte, a imponer su determinación en vez de dejarse determinar; en cambio, ahora, plantea el problema y deja la respuesta abierta. Y la cuestión es, nada menos, la de decidir si la conversión en burgués mediocre de los hombres aristocráticos puede ser más exitosa en esa larga marcha hacia el individuo que la de resistir heroicamente la barbarie y dejar el ejemplo como semilla.

De forma lapidaria nos dice que los tipos fuertes “son razas derrochadoras”, dándonos a entender las dificultades que tienen para consolidarse y elevar su determinación a conquista de la especie. Ese modo de ser humano, pues, tiende a ser efímero, tiene dificultades con la “duración”, con la reproducción. De todos modos, dice de pasada que “La «duración» en sí no tendría ningún valor, ciertamente: bien podría preferirse una existencia de la especie que fuera más breve, pero más rica en valor” [27]. Por tanto, la cuestión parece abierta: la mayor duración que parece garantizar la clase débil y sus estrategias de sobrevivencia frente a la menor duración de la clase fuerte con su mayor densidad de existencia. Al fin, viene a decir Nietzsche, tal vez podría demostrarse que incluso con una duración más larga “se conseguiría una producción de valores más rica que en el caso de la existencia más breve”; tal vez el ser humano, en la figura de ese tipo burgués, pudiera lograr mayor acumulación de fuerza, y con ello conseguir un dominio sobre las cosas, sobre la sociedad y el mundo, muy superior. “Nos encontramos ante un problema de economía”, y se cierra el fragmento.

No creo necesario señalar que, bajo la retórica, la posición de Nietzsche sigue intacta: lo que deja abierta es la cuestión del dominio del ser humano sobre el mundo, sobre las cosas; cuestión importante, pues forma parte de la voluntad de poder, pero no la única ni la más esencial: también forma parte de ella, y lo es más, la autodeterminación, el hacerse a sí mismo. El ser humano fuerte no es el que domina el mundo, sino el que, por mediación de ese dominio, se autodetermina. “El quantum de poder que eres decide sobre el rango; el resto es cobardía” [28]. Creo que esa es la posición de Nietzsche, en base a la cual podemos sacar una consecuencia: el problema que ve en el ser humano burgués es que ese enorme poder de dominio sobre el mundo acabe atrapando, clausurando su ser en esa figura, deviniendo fase final, terminal, y no momento estratégico. Creo que Nietzsche sospecha que las estrategias pragmatistas son una máscara de la debilidad, un modo de obviar, de no asumir la sumisión y entrega, de no afrontar la derrota, la impotencia; de no reconocer, en fin, su radical inutilidad.


2.2. (El individualismo contra el individuo). Nietzsche ve la decadencia en todo su mundo, en todas las esferas, en todos los ámbitos. Uno de los más recurrentes es el de la moral. En un fragmento discreto centra la mirada en la ética, que en la modernidad pasa de cálida ética de las virtudes -que al menos en su versión renacentista, como virtù, Nietzsche añoraba- a fría ética del deber. Ve en el “tu debes”, presente en las máximas de su tiempo, la subordinación del individuo a la totalidad social, a la comunidad; percibe que todos los deberes son subordinaciones a los otros. ¿Quién dice “tu debes”? ¿Quién habla? Le parece obvio, los otros, el conjunto, la totalidad, el rebaño es quien fija esas reglas, quien impone la sumisión y la obediencia. Pero el rebaño no es un individuo, no tiene consciencia ni voluntad; ¿cómo puede imponer un fin? Cierto, el rebaño no quiere ni manda, pero de su seno sale el rugido común del instinto gregario, que insta, dirige, impone; el rebaño “habla”: “[…] en el supuesto de que la creencia en Dios ha desaparecido: se plantea de nuevo la pregunta: «¿quién habla?» -Mi respuesta, no desde la metafísica sino tomada de la fisiología animal: habla el instinto gregario” [29].

Perdido en el rebaño el individuo no acrecienta su voluntad de poder, sino que se debilita y degrada, dominada por la fuerza del instinto gregario, que también forma parte de ella. ¿Y qué dice la voz del rebaño a su voluntad? Dice siempre lo mismo, que el todo es lo importante, que el individuo ha de actuar “en el sentido del todo”, que el todo “odia a los que se separan”, a los que se individualizan ¿Y qué oculta esa voz? Esconde, silencia, que ese todo “quiere ser señor”. O sea, concluye Nietzsche, que el todo odia al individuo, a quien disputa el poder; y en su lucha la totalidad del rebaño “dirige contra ellos el odio de todos los individuos […]” [30]

La comunidad odia al individuo, lo sacrifica a ella, lo niega; éste es un axioma incorruptible del pensamiento de Nietzsche; el individuo en ella lleva una vida subordinada, subsidiaria, inesencial, en lenguaje nietzscheano “nihilista”. Y cuando el individuo toma consciencia de ello, de ese inexorable modo de ser social, de la imposibilidad de ser sí mismo en la comunidad, aparece y le inunda el nihilismo psicológico, tal como aparecía en su experiencia del carácter ficticio de la metafísica y de los valores, morales; tal como aparecía ante la muerte de Dios; y junto al psicológico, el otro, puesto por la consciencia de haber vivido en terreno enemigo, en la ficción de comunidad. Una vida inútil y, sobre todo, sin alternativa, no hay afuera donde ir; conciencia del “en vano” de querer ser comunidad.

Nótese que, desde la ontología nietzscheana, desde su concepto del individuo humano como voluntad de poder, este nihilismo de la comunidad no aparece inmediatamente, no se vive como ausencia e inaccesibilidad de lo universal; el individuo de la antropología nietzscheana no quiere la comunidad; se quiere a sí mismo, quiere ser individuo. Lo que ocurre es que, condenado a la existencia social, determinado a buscar su individualidad por mediación de la sociedad, la decadencia de ésta se vive como obstáculo definitivo en su finalidad. La imagen que describe el fragmento 14 [188] ampliamente citado, la toma de consciencia de Nietzsche mirando al individuo en su sociedad, revela que la individuación como principio llega a un punto en que deviene su contrario, se vuelve contra el individuo; su rechazo de la sociedad es porque obstaculiza e impide la consumación del individuo. Contra esa situación, que Nietzsche ve desde el único lugar que puede mirar, desde su perspectiva, reacciona con tanta firmeza como desesperación:

“Mi idea: faltan las metas, ¡y éstas tienen que ser individuos! Vemos el movimiento general: cada individuo es sacrificado y sirve como instrumento. Con salir a la calle se verá que no se encuentran más que «esclavos». ¿Hacia dónde? ¿Para qué? [….]” [31]

Es importante entender que, situada la mirada en la sociedad burguesa, y en particular en el tipo de individuo que impone su cultura individualista, Nietzsche tenga que ajustar cuentas con el propio “principio de individuación”, base de su antropología. Lo hace en diversas ocasiones, en muy diversos frentes; uno de ellos es el amplio debate contra los darwinianos por su manera de entender la evolución. Aquí me referiré sólo a uno de esos momentos en que, contra los biólogos del momento, reitera su posición de defensa del principio de la evolución como efecto de la voluntad de poder, y no la voluntad de vivir, que es sólo “una parte de aquella” [32]. Yo creo que, tal como hemos acotado el concepto de voluntad de poder, Nietzsche tiene buenos argumentos; otra cosa es el uso práctico que quiere hacer de su posición, las consecuencias que quiere defender.

Su idea, como digo, es consistente y coherente: quitar todo protagonismo de la evolución a la especie y dárselo a los individuos; y no como conjunto, no al número, -eso es sólo un “medio”- sino como individuos particulares, peculiares, superiores [33]. Pero en este caso añade: “la vida no es adaptación de condiciones internas a condiciones externas sino voluntad de poder que, desde el interior, somete e incorpora a sí cada vez más «exterior»” [34]. Es un principio exquisitamente coherente con su concepto de voluntad de poder; la realidad exterior, natural o social, es obstáculo, resistencia a que la voluntad de poder (con su estructura múltiple interna) cumpla su función de crear “individuos” (no haría falta añadir “superiores”, pues la perfección va en el concepto). Y lo consigue no por adaptación, estrategia de su debilidad, sino por dominio y apropiación, asimilación, del exterior.

Esos biólogos que ponen el principio en la especie caen en el error de los moralistas, a quienes mimetizan: el error de considerar que lo otro, lo exterior al individuo, es superior a éste y, por tanto, debe subordinarse a ello. Creen que tiene más valor en sí el altruismo, el control y rechazo del deseo de dominio, el pacifismo, el igualitarismo, menosprecio a las jerarquías y estamentos, el desapego a lo útil… Los biólogos, en esta línea, llegan a considerar que los individuos se sacrifican por las ventajas de la especie, “a costa de su propia ventaja”. Llegan a explicar el instinto sexual como esa subordinación y servicio del individuo a la especie, en lugar de entender que “engendrar es el auténtico logro del individuo y por consiguiente su interés supremo, su suprema exteriorización de poder”. Frente a ellos Nietzsche llama la atención sobre la experiencia constante “de individuos que perecen en provecho de unos pocos que continúan el desarrollo”. Y la conclusión final:

“El fenómeno fundamental: innumerables individuos sacrificados en beneficio de unos pocos, como modo de hacerlos posible. -No hay que dejarse engañar: lo mismo sucede con los pueblos y las razas: forman el «cuerpo» para engendrar valiosos individuos singulares que continúan el gran proceso. […]” [35].

La idea nietzscheana de los fuerte o superiores, coherente con su antropología, es que sobreviven y avanzan contra todos, contra el todo social y contra el todo de la especie; y que esos todos se mantienen, sostienen y avanzan no por sí mismos, sino por esos pocos individuos superiores. De ahí que ambos tipos de evolución humana, el social y el natural, se juegan en la misma partida; de ahí que el problema inmediato a resolver es qué cantidad de inferiores se han de sacrificar para hacer posible la vida superior de los fuertes, sin la cual no hay futuro para nadie [36]. Como dice frecuentemente, el problema político no es cuestión de fijar la libertad y sus límites, sino el poder de los fuertes y el sacrificio de los débiles.

En esa perspectiva, la política de la sociedad burguesa -en su forma liberal o bismarckiana, ambas criticadas sin piedad por Nietzsche- apenas tiene elementos salvables. Ve síntomas de decadencia muy preocupantes en la creciente influencia de los partidos y organizaciones políticas, según él volcadas en la expansión del individualismo por toda la sociedad. Nietzsche caracteriza el individualismo de su época por el tipo de individuo que, consciente o inconscientemente, contribuye a forjar y extender; o sea, con más precisión, por la voluntad de poder que carga ese individuo. En esta perspectiva le parece que el individualismo es poco individualizador y promueve un individuo extraño. Lo califica de una especie humilde, modesta, e incluso “inconsciente” de la voluntad de poder; una catalogación obviamente irónica, nada elogiosa. Le parece que esta ideología, esta forma de consciencia, hace que el individuo crea que con ella “se ha liberado suficiente de un predominio de la sociedad” [37]. Sentirse individualista, llamarse individualista, le legitima y halaga, pues le lleva a oponerse a ese predominio de lo común que amenaza la vida social; pero esta rebelión, esta resistencia, la lleva a cabo de una manera curiosa:

“No se opone como persona, sino simplemente como individuo; representa a todos los individuos frente a la colectividad. Es decir: se pone instintivamente como igual a todo individuo; lo que consigue en la lucha no lo consigue como persona sino como individuo en contra de la colectividad” [38].

Lo que quiere decir “instintivamente” es que se opone de manera espontánea y gregaria, no por mediación de su consciencia, no reconociéndose diferente o único, sino identificándose inconscientemente como igual a todos los demás. No se opone a lo común, al todo social, como persona, como individuo individuado, concreto y determinado; se opone como mero miembro de una especie o conjunto; lo que busca y consigue no es para él, sino para todo el conjunto.

¿Qué busca Nietzsche con esta distinción? Lo entendemos mejor en la siguiente cita, en su interpretación del socialismo, al que se refiere en múltiples ocasiones, siempre con recelo:

“El socialismo es meramente un medio de agitación del individualista: éste comprende que, para alcanzar algo, hay que organizarse en una acción colectiva, en un «poder». Pero lo que quiere no es la sociedad como fin del individuo sino la sociedad como medio para hacer posibles muchos individuos” [39].

Lo llama “instinto de los socialistas”, que forma parte de su voluntad de poder, y considera que se engañan con esa “prédica moral altruista al servicio del egoísmo individual”, muy propia del siglo diecinueve. Posición que no considera exclusiva del socialismo, sino compartida por el anarquismo, un mero “medio de agitación del socialismo”. Dice que el anarquismo con esa agitación individualista “provoca temor”, y “con el temor comienza a fascinar y a aterrorizar”. Atrae en especial a los más osados, valientes, audaces, “incluso en espíritu”.

En todo caso, insiste: “A pesar de todo: el individualismo es el estadio más modesto de la voluntad de poder”. Algo es algo. Es un primero paso, una fase, pero “una vez que se ha alcanzado una cierta independencia, se quiere más”. Por tanto, a partir de ahí sigue o se reanuda la individuación, se avanza en el camino… Bueno, se avanza o se camina en círculo. Nietzsche nos recuerda que, desde el individualismo, los avances en la individualización se llevan a cabo por “la separación según el grado de fuerza”, por la agrupación de los iguales en partidos, organizaciones civiles, asociaciones culturales. Nietzsche dice: “el individuo no se pone ya sin más como igual (a todos), sino que busca a sus iguales, -se distingue de otros” [40]. Se ve ahí esa tragedia de la individualización que siempre avanza mediante la diferencia, pero ésta en todo el proceso es inexorablemente un universal concreto, que ejerce inclusión y exclusión; y, al final, en el límite, descubre que los indiscernibles se escapan.

De todos modos, el proceso social nunca se llega al final. Nietzsche nos relata que a ese individualismo inicial, abstracto, le sigue otra fase, otra forma de consciencia; otro modo de ser individuo. Ahora se agrupan los afines entre sí, en grupos; constituyen órganos de poder, colectivos, con identidad interna. Y sigue el proceso: “entre esos centros de poder surgen roces, guerras, conocimiento de las fuerzas de ambos lados, equilibrio, acercamiento, fijación de un intercambio de prestaciones. Al final: una jerarquía” [41]. O sea, el “individualismo” es un modo de individuación, de crear individuos, de baja calidad, una “especie modesta”, poco consciente, que a su pesar trabaja para otro: para otras formas de agrupación e igualación, contrarias al individuo. El individualismo sólo individualiza en la ficción.

También la democracia, como forma política creado por y para el individuo, nos revela la misma situación: los individuos quedan en ella suplantado por “sujetos” homogéneos e indiferenciados, todos con los mismos derechos y deberes, con las mismas reglas y procedimientos, caminando al mismo paso. Por eso la democracia es también para Nietzsche un signo de decadencia. El rechazo nietzscheano de la comunidad se extiende a la forma moderna de la misma, la democracia, que enfoca como sumisión de los individuos al conjunto, de lo particular a lo universal, con el resultado indeleble de sacrificio de los individuos superiores: “Error fundamental: ¡poner las metas en el rebaño y no en individuos singulares! ¡El rebaño es el medio, nada más! Pero ahora se intenta comprender al rebaño como individuo y otorgarle un rango superior a éste, -¡el más profundo de los malentendidos!!!” [42]. Expresadas con más vehemencia y con más retórica son los mismos temores y los mismos rechazos que ya habían expresado J. St. Mill en Sobre la libertad (1859) y Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835-1840): la democracia iguala a la baja, oculta, oscurece, obstaculiza, debilita y extingue la distinción y la excelencia, se impone y subordina a los seres superiores; la democracia es la tiranía de la mayoría sobre el individuo. Nietzsche mantiene ese desprecio, pero con más agitación, pues ve su inexorable marcha. La democracia iguala, y todo lo que iguala es obstáculo, “vuelve gregario”; pues pone a la cabeza de la jerarquía lo común, “los sentimientos compartidos, a los que considera el aspecto más valioso de nuestra naturaleza” [43]

De todas formas, donde se aprecia con más claridad el rechazo de Nietzsche a la comunidad, en su figura del orden político liberal democrático que se estaba configurando, es en “Del nuevo ídolo”, un texto recogido en Así habló Zaratustra. Echa mano de su potencia retórica, que es mucha, para hacer del Estado un retrato definitivo. “En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados” [44]. Es la fase final de los principados alemanes, devenidos Estados subsumidos en la constitución unitaria del Imperio alemán desde 1871. Final del viejo orden aristocrático, comienzo “formal” del orden burgués, aunque con figuras simbólicas de poder aristocrático.

“¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.» ¡Es mentira!” [45]

Cualquier síntesis de este texto lo empobrece; es preferible su lectura completa, pues no tiene desperdicio. Hasta cierto punto el Estado es otro nombre del nihilismo, el nihilismo más absoluto e insoslayable, pues donde hay Estado ya no hay individuo: “Donde todavía hay pueblo, éste no comprende al Estado y lo odia, considerándolo mal de ojo y pecado contra las costumbres y los derechos”. Es ese “estado exterior”, como la “norma moral exterior”, todo exterior, todo carga sobre el individuo, haciendo pesada su marcha, imponiéndole el camino y el ritmo.

“Esta señal os doy: cada pueblo habla su lengua propia del bien y del mal: el vecino no la entiende. Cada pueblo se ha inventado su lenguaje propio en costumbres y derechos. Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente y posea lo que posea, lo ha robado. Falso es todo en él; con dientes robados muerde, ese mordedor. Falsas son incluso sus entrañas. Confusión de lenguas del bien y del mal: esta señal os doy como señal del Estado. ¡En verdad, voluntad de muerte es lo que esa señal indica! ¡En verdad, hace señas a los predicadores de la muerte!” [46]

El Estado es la nihilización del pueblo, de sus leyes, de su lengua; es la homogenización de la Prusia y de su Sajonia bajo la constitución del Imperio, es la uniformización -la desindividualización- de los individuos. Es comprensible que diga “¡para los superfluos fue inventado el Estado!”, pero no para los individuos substantivos, forjados en moldes propios; es para los “demasiados” pero no para los “pocos”. El Estado necesita lo igual, nació para construir lo igual; por eso busca incluir, deglutir, a todos, sin respetar rango o lugar:

“«En la tierra no hay ninguna cosa más grande que yo: yo soy el dedo ordenador de Dios», así ruge el monstruo. ¡Y no sólo quienes tienen orejas largas y vista corta se postran de rodillas! ¡Ay, también en vosotros, los de alma grande, susurra él sus sombrías mentiras! ¡Ay, él adivina cuáles son los corazones ricos, que con gusto se prodigan!” [47]

Busca a todos, incluso a los “vencedores del viejo Dios”, que encuentra cansados y solos; busca con anhelo a los fuertes, a los que se han librado de Dios “¡Héroes y hombres de honor quisiera colocar en torno a sí el nuevo ídolo!”. Espera encontrarlos cansados y sufriendo el vacío de la pérdida del gran Ídolo, tal vez débiles ante la tentación de sustituirlo por otro: “¡Os habéis fatigado en la lucha, y ahora vuestra fatiga continúa prestando culto al nuevo ídolo!” El Estado quiere a los fuertes arrodillados ante él, no le gustan los siervos, sino los señores prostrados a su servicio: “¡Ese frío monstruo gusta de calentarse al sol de buenas conciencias!”. Los fuertes servirán de reclamo a los “demasiados”, si se postran los nombres los inferiores entregarán sus cuerpos y sus almas al monstruo.

“Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos: Estado, al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde el lento suicidio de todos se llama «la vida». ¡Ved, pues, a esos superfluos! Roban para sí las obras de los inventores y los tesoros de los sabios: cultura llaman a su latrocinio ¡y todo se convierte para ellos en enfermedad y molestia! ¡Ved, pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vomitan su bilis y lo llaman periódico. Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse. ¡Ved, pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, mucho dinero, ¡esos insolventes! ¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer ¡que la felicidad se sienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono y también a menudo el trono se sienta en el fango. Dementes son para mí todos ellos, y monos trepadores y fanáticos. Su ídolo, el frío monstruo, me huele mal: mal me huelen todos ellos juntos, esos idólatras” [48].

Nietzsche, en misión redentora, llama a abandonar ese lugar de mal olor, a ese ídolo que exige sacrificios humanos. Promete que hay otros lugares, que “aún está la tierra a disposición de las almas grandes”, que hay espacios puros “para eremitas solitarios (…) donde sopla el perfume de mares silenciosos”; promete que “aún hay una vida libre a disposición de las almas grandes”. Promete, pues, que aún hay salvación para el hombre, basta salir del Estado, basta abandonar ese camino engañoso. Aunque, en el fondo, Nietzsche sabe que si el hombre puede salir del Estado no hay otro lugar donde ir; su salida es el fin, el paso a un más allá del hombre. Creo que puede percibirse este mensaje leyendo detenidamente sus últimas palabras:

“En verdad, quien poco posee, tanto menos es poseído: ¡alabada sea la pequeña pobreza! Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible. Allí donde el Estado acaba, ¡miradme allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre? Así habló Zaratustra” [49]

Leed la cita hasta el final, hasta “Así habló Zaratustra”. No era Nietzsche quien hablaba, era Zaratustra. Él sí conocía el más allá, y sabía el precio a pagar por el hombre: dejar paso al superhombre.

Donde habla Nietzsche es lugares como “La gran política”, donde dice “Yo traigo la guerra” [50]. No la guerra entre los pueblos, como hace “la abominable política de intereses de las dinastías europeas”, que con el veneno del egoísmo como principio enfrenta a los pueblos, a unos contra otros, como si fuera su deber. Tampoco quiere la guerra entre los estamentos, pues ya no tenemos estamentos, que necesitan clases superiores e inferiores: desaparecidas las superiores, no pueden existir las inferiores. Las que ahora están por encima en la sociedad no es lo superior, “está fisiológicamente condenado”, carece de la necesaria voluntad de poder. Además, “se ha vuelto tan empobrecido en sus instintos, tan inseguro, que proclama sin escrúpulos el principio opuesto de una especie superior de seres humanos” [51]. Está encima y niega lo superior, odia lo superior.

¿Qué guerra trae, pues?, ¿qué guerra viene? La explicación de Nietzsche es sutil y precisa: la guerra entre los dos principios que se disputan la voluntad de poder, que han estado ahí siempre, en el seno de las figuras sociales contingentes:

“Yo traigo la guerra que se introduce a través de todos estos azares absurdos que son el pueblo, la clase, la raza, la profesión, la educación, la formación: una guerra como entre ascenso y declive, entre voluntad de vida y sed de venganza contra la vida, entre probidad y pérfida mendacidad...” [52]

Esa lucha de los opuestos se da en todas partes, en todos los elementos, en todos los rincones de la vida social, incluidas “las clases superiores”. Éstas no tienen en sus manos decidir libremente por la mentira o la verdad; deciden por la mentira porque tienen que hacerlo, pues “no está en las propias manos mantener íntegro el cuerpo de malos instintos”. Es una ficción ya insostenible hablar de “voluntad libre”; uno opta según es, “uno afirma lo que es y uno niega lo que no es”. No es decisión libre, arbitraria, ni dirigida por el conocimiento. Hay que abandonar el referente ontoepistemológico y sustituirlo por el fisiológico: “Después de haber dado a la humanidad durante dos milenios un tratamiento totalmente contrario al sentido fisiológico, es necesario, en efecto, que la decadencia, la contradictoriedad de los instintos, haya conseguido la preponderancia” [53].

Y cierra llamando la atención respecto a que sólo hacía unos vente años que la política se había preocupado “con rigor, con seriedad, con probidad, de todas las cuestiones de primera importancia, sobre la alimentación, el vestido, la dieta, la salud, la procreación…”. Incluso se permite fijar tes principios para la “gran política”. Primero: poner la fisiología como ama y señora de todas las otras cuestiones; “crear un poder suficientemente fuerte para criar a la humanidad como un todo superior, con implacable dureza frente a lo degenerado y parasitario en la vida, -frente a lo que corrompe, envenena, calumnia, lleva a la ruina... y ve en la aniquilación de la vida el distintivo de una especie superior de almas”. Segundo principio: “guerra a muerte contra el vicio”, considerando vicioso cuanto va contra la naturaleza. (“El sacerdote cristiano es la especie más viciosa de ser humano: pues él enseña la contranaturaleza”). Tercer principio, lo que se sigue de los dos anteriores.

Sí da escalofrío el abandono crónico de la fisiología, desplazada por la moral, da temor y temblor convertirla en “señora y ama” de la gran política. Escalofrío o temblor, parece aludir al nihilismo al que se llega cuando nuestra autoconsciencia nos obliga a afrontar la arbitrariedad de nuestros juicios, a reconocer que toda acción está más allá del bien y del mal, que es “inmoral” como dice a veces, en el sentido de que no está determinada por la moral, aunque sea convencional o artificio, sino que responde a lo fisiológico. Sí, da escalofrío que el principio hermenéutico nietzscheano del individuo como voluntad de poder no le deje otra salida que, como al pastor, morder a fondo la cabeza de serpiente.


2.3. (El individuo, su cenit y su ocaso). El orden del capital pivota sobre el individuo; un individuo particular, con rostro propio, pero que parece culminación de su historia. Su triunfo “personal”, su personalización de la máxima potencia de la voluntad de poder, su culminación de ese fin o pasión de ser más, la ha encarnado el individuo de los tiempos del capital, en su excelsa figura de sujeto del derecho a la igualdad de derechos. No obstante, en el último medio siglo, cuando el derecho a los derechos parece reuniversalizarse, añadiendo a la primera universalización, “derechos iguales para todos”, otra no menos ambiciosa, “derecho de todos a todo”, el individuo parece mostrar signos de cansancio, de retroceso, que se corresponde con incremento inquietante del gregarismo. Hay quienes piensan que asistimos al ocaso del último ídolo, al fin del individuo humano, del formato humano del individuo. Como si ya hubiera cumplido su función, ejerciendo de autor y protagonista del capitalismo, por fin parece dar síntomas de agotamiento, parece declinar su estrella. El individuo, como creación eterna de la voluntad de poder, parece haberse acercado a su límite; todo el movimiento de la voluntad de poder, toda su acción, toda su fuerza, sus éxitos y fracasos, han girado siempre en torno a construir, reconstruir, defender, reproducir esa especial figura de la existencia que es el individuo; “especial”, pues en cierto modo es ella la que da el ser a las cosas, la que les hace ser lo que son [54]. Como hemos visto, para consagrar al individuo se disolvió la comunidad, convertida en sociedad, en “Estado” -“el más frío de los monstruos fríos”-, y descubierta la ficción no tenemos comunidad ni individuo. Tal vez tenía razón H. Arendt cuando indicaba que el individualismo, el individuo solitario, acababa buscando refugio y calor en el gregarismo; la máxima individualización en esta dimensión social nos lleva al nihilismo, sea cual fuere la forma que tome éste.

Sí, tenemos esas sensaciones, pero aún nos falta el concepto; de momento son intuiciones. Algo se acaba, se habla de la “erosión del ser”, de la realidad “líquida”, de la diseminación del sentido y de la existencia…, de la enajenación del cuerpo, alma y espíritu en los automatismos de la tecnología, en la protocolización de la ciencia, en la algoritmatización de la subjetividad…; hablamos de estas cosas como destino sin sentido e irreversible, frente al cual todo es en vano, pero carecemos del concepto. Y aún lo necesitamos, pues aún estamos instalados en el tipo humano, aún no hemos pasado al puente como discípulos de Zaratustra. Sentimos, sufrimos nuestro presente y no nos reconocemos en él. Es como si hubiéramos sido arrastrados a un universo que extrañamos pero que tampoco nos hace temblar, como si lo hubiéramos estado esperando, aunque no es como lo soñábamos. Ya todo nuestro presente lo vemos “post”, y que no tengamos un modo más firme de nombrar el presente nos revela que el ocaso sólo está anunciando su llegada. Devenido sujeto, devenido “rey”, el individuo ha quemado su chance; el hombre es ya no es proyecto, es residuo a extinguir. Sólo le queda negarse en esa figura triste y pesada del último hombre, o negarse en la figura danzarina y jovial del trans-hombre.

Claro que esa alternativa poética es la que nos ofrece Nietzsche, a quien gusta las contraposiciones fuertes. Si miramos el presente, tal vez por nuestra debilidad y pesantez, nos cuesta trabajo leer en el mundo la llegada del nihilismo consumado. No vemos sus síntomas: “el gran desprecio, la gran compasión, la gran destrucción”; y mucho menos podemos oír su llamada; “una doctrina que enseña precisamente a considerar la vida, -la que hace sentir náuseas, compasión y placer en la destrucción-, como absoluta y eterna” [55]. Claro, tal vez Nietzsche tenía razón al decir “no es mi problema qué reemplazará al ser humano: sino qué tipo de humano se debe elegir, se debe querer, se debe criar como tipo más valioso…” [56]. El ya estaba al otro lado. Nosotros, en cambio, estamos al lado de acá, donde habita el hombre. Y no podemos evitar seguir sometiendo a valoración y elección lo que él ya ha valorado y elegido; a preguntarnos sobre lo que él ya ha respondido. Por eso leemos sus textos, para que nos ayude. Y hay uno que es muy útil, “El superhumano”, donde nos dice que la evolución no siempre va a más y mejor:

“La humanidad no representa una evolución hacia algo mejor; o más fuerte; o más alto; en el sentido en que hoy se cree eso: el europeo del siglo XIX está, en su valor, muy por debajo del europeo del Renacimiento; una evolución posterior no es sin más, por una necesidad cualquiera, una elevación, una intensificación, un fortalecimiento […]” [57]

Cada momento tiene su voluntad de poder, su posición de valor, que decido lo mejor y lo peor, lo que fortalece y debilita. Por eso nos dice que “en los más diversos lugares de la tierra y brotando de las más diversas culturas”, puede darse la aparición de esa especie de “superhumano”, gracias al crecimiento “continuo de casos singulares, con los cuales un tipo superior hace de hecho la presentación de sí mismo”. Son casos afortunados, que pueden surgir en cualquier cultura; son casos de grandes que “han sido posibles siempre y serán acaso posibles siempre”. Logros de individuos, pero también de “estirpes, generaciones, pueblos enteros” que en determinadas circunstancias han tenido “un golpe de suerte...” [58]; superioridad particular, inimitable, irrepetible. Pero, como si recordara que sin el referente de la individuación desaparecía toda posibilidad de valoración, viene a decirnos que, dejando al margen los casos excepcionales y fortuitos, lo habitual es que haya cierta homogeneidad entre los seres superiores de las distintas épocas: “Desde los tiempos más antiguos, adivinables por nosotros, de la cultura india, egipcia y china hasta hoy el tipo superior de ser humano es mucho más homogéneo de lo que se piensa...” [59]. De todos modos, la humanidad no es un sujeto con un movimiento; por ellos “la juventud, la vejez, la decadencia” no se dan en ella como un todo; sus partes siguen sus propios ritmos, siguen sus tiempos, no son sincrónicas; y la parte que nos interesa es la nuestra, la europea; nos interesa su nivel de envejecimiento. “Si alguna vez resulta posible trazar a través de la historia líneas isócronas de cultura, quedará gentilmente puesto cabeza abajo el concepto moderno de progreso: -e incluso el índice por el cual se lo mide, el democratismo” [60].

Es, pues, en el capitalismo donde debemos situar la mirada, y Nietzsche lo hace con dos figuras emblemáticas: la del “último hombre” y la del post o trans hombre. En el Zaratustra, texto de excepcional optimismo, Nietzsche escenifica esa última llamada al hombre, amenazado por el nihilismo. Nos dice de él que “es algo que debe ser superado”, que es “una irrisión o una vergüenza dolorosa” a los ojos del superhombre; en definitiva, que debe dejar paso a lo superior. No obstante, aún le propone devenir o encaminarse al superhombre, que describe como recuperación del “sentido de la tierra”, “ese mar en el que puede sumergirse vuestro gran desprecio”; “¡él es ese rayo, él es esa demencia!” [61]

En esas mismas páginas del “Prólogo”, Zaratustra quiere convertir a los hombres, salvarlos, con una nueva posición de valor. Dice que ama “a los grandes despreciadores, pues ellos son los grandes veneradores y flechas del anhelo hacia la otra orilla”; ama a quienes “para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas, sino que se sacrifican a la tierra, para que ésta llegue alguna vez a ser del superhombre”; ama “a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el superhombre”. Ama a quien quiere “su propio ocaso” [62]. No, no ama al hombre, ama a los individuos que decidan abandonar el tipo humano para que ocupe su lugar el formato “Über”. Por eso describe al último hombre, tipo con voluntad de poder debilitada, que ha perdido todas sus posibilidades de ser individuo, para mostrar que la única opción es el Übermensch. Zaratustra le habla así. Con una descripción memorable:

"Es tiempo de que el hombre fije su propia meta. Es tiempo de que el hombre plante la semilla de su más alta esperanza. Todavía es bastante fértil su terreno para ello. Mas algún día ese terreno será pobre y yermo, y de él no podrá ya brotar ningún árbol elevado. ¡Ay! ¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar! Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina. Yo os digo: vosotros tenéis todavía caos dentro de vosotros.
¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ya a luz ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo. ¡Mirad! Yo os muestro el último hombre. “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?”, -así pregunta el último hombre, y parpadea. La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive” [63].

Los últimos hombres ríen y se burlan, “Nosotros hemos inventado la felicidad”. Son felices, “han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor”; viven en las ciudades, “la gente ama incluso al vecino y se restriega contra él, pues necesita calor”. Se protegen, se ayudan: “Enfermar y desconfiar considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado”. Tienen lo que necesitan, “un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable”. Pasan el tiempo trabajando, “pues el trabajo es un entretenimiento”, les ayuda a soportar la vida. Trabajo leve, no excesivo, que daña, pues “procura que el entretenimiento no canse”. El secreto de su felicidad es el abandono del deseo de lo grande, la conquista del orden, la huida de los fracasos: “La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo rebaño!” Nietzsche sentencia con un final rotundo, son uniformes incluso en los deseos: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio”. Están contentos de ser iguales y alinearse con la razón y la norma: “En otro tiempo todo el mundo desvariaba”. Ahora todos son inteligentes, saben de donde vienen, lo que han pasado, y no se dejan convencer. A veces discuten, pero poco y con reglas, y pronto se reconcilian, pues “ello estropea el estómago”. ¿Qué más pueden pedir? Son ascetas y racionales con los placeres, adoran la vida saludable: “La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud”. Pueden decir y repetir incansables: “Nosotros hemos inventado la felicidad” [64]. Nadie les mueve de su convicción; han llegado a ella arrastrándose por la vida.

Zaratustra se entristeció, no entendía que le gritaran “¡Danos ese último hombre, oh, Zaratustra, -gritaban- haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!”. Y es extraño que no lo entendiera, pues si Dios había muerto, ¿por qué el hombre había de adorar al superhombre? ¿Creía Zaratustra que el hombre podía metamorfosearse en superhombre? No, de ningún modo; les pedía que dejaran paso, que abandonaran la escena. Pero esos sacrificios no se pueden pedir al hombre, aunque sepa que es el último. No, no era boca para aquellos oídos”.

Hay aspectos de ese último hombre que vemos en nuestra escena social, pero tengo la impresión de que ya domina otro tipo, el modelo “post”. No sabría decir si es ya un tipo Über o un humano resistente que disputa al destino su final. Esta es la open question que dejamos para otra ocasión. Tengo en todo caso la intuición de que el hombre nihilista, si se trata de esto, no parece configurado con el modelo poético nietzscheano, excesivamente épico, tal vez contagio humano, que nos gusta idealizar. El nihilismo consumado, perfecto, no puede constituir un individuo. El nihilista según el concepto puesto en marcha por Nietzsche ha de superar todas las determinaciones del individuo, puestas por su voluntad de poder; ha de superar incluso la propia voluntad de poder, que ya no tiene individuo que construir. La voluntad de poder es el principio del individuo humano, y se juega la existencia con éste. El ser nihilista ha de acercarse a la indeterminación, sin meta, sin línea, sin sí y sin no. Y tal vez aplicando al concepto las exigencias con que lo delineó Nietzsche nos encontráramos que el modelo resultando no es el que predica Zaratustra, sino que se acerca más a ese individuo sin atributos, a esa existencia sin esencia, a esa subjetividad contingente, a esa diseminación del deseo, que de forma fragmentaria y sin concepto comienza a describirnos el pensamiento contemporáneo.

Quiero decir, en definitiva, que no sabemos ver ese nihilismo que, en el fondo, se nos presenta como figura del hombre liberado de todos los atributos, de todos los límites y determinaciones. Lo que vemos desde nuestra ventana -al fin perspectiva, interpretación- es una figura con otros síntomas, una especie de individuos que parecen habituarse a vivir en una atmósfera sin oxígeno. Sí, parece que han superado el formato humano, que viven en la inmediatez, asumen con indiferencia su fluidez, viajan con indiferencia entre los valores y el tiempo, cambian de ser, y de querer ser, acelerados como las mercancías por la dinámica imparable del ciclo del capital, que cuanto más rápido gira más “suda”. Pero esa no es la figura que predicaba Zaratustra, no es la figura que veía o soñaba Nietzsche. Tal vez sea verdad que el futuro nunca es lo que era; el “ser superior” de ayer no es el de hoy; el trans-hombre de ayer, cargado de las poderosas determinaciones de su voluntad de poder, no es el post-hombre de hoy, móvil, libre, siempre ligero de equipaje; ni el camello ni el león, el niño es su figura. O sea, tal vez el capitalismo contemporáneo ya es nihilismo capitalista. Pero, insisto, son balbuceos, no tenemos aún la perspectiva, y por tanto el concepto, de este tipo humano del capitalismo de enésima generación. De momento nos basta tener en cuenta que el individuo del capitalismo, en cualquiera de sus fases, es una figura del ser humano, obra de la voluntad de poder en formato capitalista, adaptada en cada momento a las condiciones de existencia en el capitalismo.

Claro que podemos mirar desde otra ventana, desde la orilla opuesta a la nietzscheana, y veríamos casi las mismas cosas pero con otro orden y sentido; sería otra interpretación. Veríamos, por ejemplo, el capitalismo como un ecosistema, que en consecuencia ha de producir los elementos necesarios para su reproducción; que el capitalismo, para reproducirse, necesita entre otras cosas un tipo de individuo y lo crea, le va en ello la sobrevivencia; que el tipo de individuo que crea es, precisamente, el individuo que necesita y ama al capital (vive del mismo, es asalariado, no puede producir fuera del capital), que lo ha ido sufriendo y alimentando con su voluntad de poder determinada (subsumida); que si el capital de ayer necesitaba productores (y voluntades de poder fuertes y resilientes) el de hoy necesita consumidores (y voluntades de poder dúctiles y maleables). Veríamos cosas como esas, casi las mismas pero en un relato diferente.

No obstante, estamos en la perspectiva nietzscheana, la única desde donde se observa el nihilismo, y aquí las cosas no se mueven dirigidas por las estructuras, sino por la voluntad de poder. Nuestro punto de partida fue una idea de individuo como “multiplicidad de voluntades de poder”; que su vida es el juego de articulaciones contradictorias de éstas; que en cada momento el individuo es “resultado” de ese juego, pero también es la “forma”, la figura, bajo la que están subsumidas esas fuerzas, esas tendencias, esos movimientos. En fin, recordemos que la estructura resultante, su forma, tiende a ser la adecuada a la forma social dominante (en nuestro caso a la forma capital), como Nietzsche reconocía al señalar “la voluntad de agradar a la plebe”, que aparecía y debilitaba a los seres superiores, desplazándolos a los cálidos lugares de la “mediocritas”.

Desde esta ventana, quien domina la escena es esa voluntad de poder que tiene como destino construir el individuo humano, por lo cual no es mera voluntad de vivir, sino voluntad de ser; y en ese viaje a su destino acaba construyendo el capitalismo, orden adecuado, donde la voluntad de poder crece poderosa y el individuo es coronado sujeto, que le hace sentirse creador y dueño de la verdad, del derecho, del futuro, del valor y del ser. En el límite, incluso dueño del querer, de la voluntad. Sólo entonces, en el éxtasis de su autoconsciencia de demiurgo, puede al mirarse a sí mismo ver que está solo; es tan señor de su ser que, como el coronel de García Márquez, “no tiene quien le escriba”. Coronel de la nada. Mira alrededor y se ha quedado sin mundo, sin realidad, pues todo es una creación suya, una ficción para verse bello en su espejo encantado; ha tirado el niño con el agua de la bañera; quería apoderarse del ser, de la totalidad, para no someterse a sus límites, y lo ha conseguido coinvirtiéndola en ficción, irrealizándola, convirtiéndola en nada. Ahora es señor, pero señor de la nada. Es rey, pero desnudo. Ése parece ser el nihilismo que vive entre nosotros, o en el que vivimos.


J.M.Bermudo (2022)




[1] FP. 11 [411] y (VP. Pref. 4).

[2] FP. 11 [149]

[3] Para evitar confusiones, Hegel llama “sociedad civil” a un momento del desarrollo de la comunidad de vida (recordad: familia, sociedad civil, estado); un momento que se corresponde con la hegemonía de la clase burguesa, y en el que la comunidad sufre la escisión entre lo público (esfera del Estado) y lo privado (esfera de la familia y la economía, la oikonomía. Por eso Hegel llama a ese momento fase del “Estado exterior”, es decir, esfera pública separada de la esfera privada de la familia y el trabajo; exterioridad que se sufre como ajena, impuesta, y se sufre si acaso como mal menor (semejante a la exterioridad de la moralidad kantiana, respecto al propio deseo en el individuo). Y a diferencia de Hegel, que con su dialéctica podía reducir la contradicción a momento, y prometía la superación, la reconciliación, Kant congelaba las contradicciones, las eternizaba, negando la paz al sujeto. Nietzsche, con otros matices, niega también la ilusión de reconciliación, ve la contradicción en clave romántica, trágica. Y ahí se encuentran algunas claves del nihilismo como destino del hombre.

[4] Dice Nietzsche: “Fórmula de mi felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta…” (Anticristo. Madrid, Alianza, 1990, 27-28)

[5] El “sujeto” es un objetivo a batir de Nietzsche, tanto en su figura ontoepistemológica como en la moral, la jurídica o la política. En clave de la teoría del conocimiento, no tiene duda: “No hay ni «espíritu», ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad: todas ficciones que [empíricamente] son inutilizables” (FP. 14 [22] [5]. El sujeto es la categoría metafísica que hace posible las otras: “[…] A) La necesidad no es un hecho, sino una interpretación. B) Si se comprende que el 'sujeto' no es algo que actúe, sino sólo una ficción, entonces se siguen muchas cosas. […] Si no creemos más en el sujeto agente, entonces cae también la creencia en cosas agentes, en la acción recíproca, en la causa y el efecto entre esos fenómenos que llamamos cosas. […] Cae en fin también la cosa en sí: porque ésta es en el fondo la concepción de un 'sujeto en sí'. Pero nosotros hemos entendido que el sujeto es una ficción. La contraposición entre 'cosa en sí' y 'apariencia' es insostenible, pero con ella cae también el concepto de 'apariencia'. C) Si renunciamos al sujeto agente, entonces también al objeto sobre el que actúa […]. D) Si abandonamos los conceptos de 'sujeto' y 'objeto', renunciamos también al de 'sustancia' ... y por tanto también a las distintas modificaciones de este último, por ejemplo 'materia', 'espíritu' y otros seres hipotéticos, 'eternidad e inmutabilidad de las cosas', etc. Nos hemos desembarazado de la materialidad” (9[91]). Nietzsche insiste incansable, la categoría de sujeto funda la metafísica y el saber científico: “La remisión de un efecto a una causa es remisión a un sujeto. Todos los cambios son considerados como provocados por sujetos” (FP. 1 [39]); “el concepto «cambio» presupone ya el sujeto, el alma como substancia” (FP. 1 [43]). La explicación más completa y brillante nos la ofrece en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

[6] FP. 10 [57]

[7] FP. 10 [61]

[8] Sería interesante una lectura exhaustiva del tratamiento nietzscheano de los derechos. Recojo dos fragmentos que insinúan lo mucho y variado que está en juego: “Cristianismo, revolución, abolición de la esclavitud, igualdad de derechos, filantropía, amor a la paz, justicia, verdad: todas estas grandes palabras sólo tienen valor en la lucha, como estandartes: no como realidades, sino como palabras fastuosas para algo completamente diferente (¡e incluso opuesto!” (FP. 11 [135]); “Al trabajador se le ha hecho apto para el servicio militar: se le han dado los derechos de voto y de asociación: se ha hecho todo para corromper los instintos en que hubiera podido fundarse un chinismo obrero: de manera que el trabajador siente ya hoy su existencia como una situación menesterosa (dicho en términos morales, como una injusticia...) y la deja sentir... Pero ¿qué es lo que se quiere?, volvemos a preguntar. Si se quiere una determinada meta, se han de querer también los medios: si se quieren esclavos, -¡y de ellos se tiene necesidad! -no se los ha de educar para señores” (FP. 11 [60]). Sí, valdría la pena explorar el nihilismo desde el desarrollo de la igualdad de derechos, analizar y valorar el “tipo de individuo que imponen.

[9] Sería ingenua una lectura literal de Nietzsche. Para ver en perspectiva cómo valora la enfermedad, basta este pasaje: “Estimo al hombre por el quantum de poder y de plenitud de su voluntad: no por su debilitamiento y extinción: considero una filosofía que enseña la negación de la voluntad como una doctrina de denigración y difamación. Estimo el poder de una voluntad según el grado de resistencia, dolor, tortura que soporta y sabe transformar en su provecho; según esta medida tiene que estar lejos de mí recriminarle a la existencia su carácter maligno y doloroso, sino que abrigo la esperanza de que un día será más maligna y dolorosa que hasta ahora” (FP. 10 [118]).

[10] FP. 14 [188]

[11] “-esprit: propiedad de razas tardías (judíos, franceses, chinos) Los antisemitas no perdonan a los judíos que éstos tengan «espíritu»; -y dinero: el antisemitismo, un nombre para los «malparados». El loco y el santo -las dos especies más interesantes del ser humano... en estrecho parentesco, el «genio», los grandes «aventureros y criminales»...” 14 [188]

[12] FP. 14 [188]

[13] FP. 14 [188]

[14] FP. 14 [188]

[15] FP. 14 [188]

[16] FP. 14 [188]

[17] FP. 14 [188]

[18] Es transparente el fragmento “Cómo también los «señores» pueden volverse cristianos”, donde dice: “Está en el instinto de una comunidad (tribu, estirpe, rebaño, colectividad) sentir como en sí valiosos los estados y los deseos a los que debe su conservación, (por ejemplo, obediencia, reciprocidad, consideración, mesura, compasión), y por lo tanto reprimir todo lo que los obstaculiza o contradice. Está igualmente en el instinto de los dominadores (ya sean individuos o estamentos) patrocinar y destacar las virtudes por las que los sometidos resultan manejables y sumisos (estados y afectos que pueden ser lo más extraños posible respecto de los propios). El instinto gregario y el instinto de los dominadores coinciden en la alabanza de un cierto número de propiedades y estados: pero por razones diferentes, el primero por egoísmo inmediato, el segundo por egoísmo mediato. […] (FP. 10 [188])

[19] FP. 14 [188]

[20] FP. 14 [188]

[21] FP. 14 [188]

[22] FP. 14 [188]

[23] FP. 14 [188]

[24] FP. 14 [188]

[25] FP. 14 [188]

[26] “La intensificación del tipo ¿funesta para la conservación de la especie? ¿por qué? las experiencias de la historia: las razas fuertes se diezman recíprocamente: guerra, ansias de poder, aventura; su existencia es costosa, breve, -se extenúan entre ellas; -los afectos fuertes: el derroche, -no se capitaliza más fuerza... la perturbación mental, por la tensión excesiva, -se presentan períodos de profunda distensión e indolencia, todas las grandes épocas se pagan... los fuertes son posteriormente más débiles, más desprovistos de voluntad, más absurdos que los medianamente débiles” (14 [188])

[27] FP. 14 [188

[28] FP. 11 [36]

[29] FP. 7 [6]

[30] FP. 7 [6]

[31] FP. 7 [6]

[32] En el mismo fragmento, “La voluntad de poder bajo el punto de vista psicológico”, en que menosprecia la “voluntad” de la psicología, mera “universalización injustificada… que no existe en absoluto”; y el uso que de la voluntad hace Schopenhauer, “es una mera palabra vacía lo que él llama 'voluntad'”, Nietzsche establece esta distinción sumamente relevante: “Menos aún tiene que ver [la voluntad de poder] con una 'voluntad de vivir': puesto que la vida no es más que un caso particular de la voluntad de poder, ... es completamente arbitrario afirmar que todo aspira a traspasar en esta forma de la voluntad de poder” (FP. 14 [121]).

[33] FP. 7 [9]

[34] FP.7 [9]

[35] FP.7 [9]

[36] “Mis pensamientos no giran alrededor del grado de libertad que hay que conceder a uno, a otro o a todos, sino alrededor del grado de poder que uno u otro debe ejercer sobre otros o sobre todos, o bien en qué medida un sacrificio de libertad, incluso una esclavitud, proporciona la base para producir un tipo superior. Pensado en su forma más abarcadora: ¿cómo se podría sacrificar el desarrollo de la humanidad para contribuir a que exista una especie superior a la del hombre?” (FP. 7 [6]).

[37] FP. 10 [82]

[38] FP. 10 [82]

[39] FP. 10 [82]

[40] FP. 10 [82]

[41] FP. 10 [82]

[42] FP. 5 [108]

[43] FP. 5 [108]

[44] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza Editorial, 1992, 82.

[45] Ibid. 82.

[46] Ibid. 82-83.

[47] Ibid. 83.

[48] Ibid. 83-84.

[49] Ibid. 84-85.

[50] FP. 25 [1]

[51] FP. 25 [1]

[52] FP. 25 [1]

[53] FP. 25 [1]

[54] Decía Heidegger, y tenía sentido, que sólo el hombre se pregunta por el ser; si llegara al silencio, no habría pregunta, no habría respuesta, el ser no se dejaría ver ni escuchar; sería su final. Incluso desaparecería el nihilismo. Igual tenía algo de razón.

[55] FP. 11 [149]

[56] FP. 11 [413]

[57] FP. 11 [413]

[58] FP. 11 [413]

[59] FP. 11 [413]

[60] FP. 11 [413]

[61] Ver Así habló Zaratustra, “Prólogo”, 3, 4 y 5.

[62] Ibid., 4.

[63] Ibid., 5

[64] Ibid., 5.