NIHILISMO Y CAPITALISMO




NIHILISMO, DE LA NOCIÓN AL CONCEPTO

“[...] Periclita la oposición entre el mundo que veneramos y el mundo que vivimos, que somos. Solamente falta eliminar, ya sea nuestras veneraciones ya sea a nosotros mismos. Lo último es el nihilismo. [...]”

El objetivo de este seminario es ver el grado actual de desarrollo del concepto y, en lo posible, dar pasos en su desarrollo [1]. Lo intentaremos mediante dos procedimientos. Por un lado, describiendo y ahondando en el concepto de los dos autores que a mi entender más han aportado -y han inducido aportar- al mismo, Nietzsche y Heidegger; un concepto de nihilismo construido como sospecha radical respecto a los valores morales y su base ontológica, sobre la autoconsciencia de que no son lo que eran; por otro, tratando de introducir en el concepto un elemento más, no desligado del anterior, pero que nos ofrece una figura nueva del nihilismo, que procede de la ruptura del vínculo comunitario, de su separación y oposición del ser humano a la comunidad. Esta perspectiva, aunque podemos encontrar en la historiografía algunas menciones y referencias a su presencia, me parece que no ha sido tomado en serio, o suficientemente en serio.

Ambas vías de acceso están muy relacionadas; al fin, confluyen en el sujeto de ambas, en el individuo; y no de modo accidental, sino esencial, pues tanto su saber, su concepción del mundo y de la vida, como la comunidad en que nace, sufre, ríe, añora y muere, son determinaciones esenciales de su ser individuo, de su identidad y su individualidad. Por eso daremos mucha importancia a ese fenómeno social de la individualización, que es el proceso de autoconstrucción determinada del ser humano. No en vano fue uno de los primeros grandes problemas filosóficos, el origen de las cosas, y en especial del ser humano; individuación que en la literatura clásica llamaban hybris, sugiriendo que ahí mismo donde nacía el hombre nacía su tragedia. Literatura oracular, que más que ver el futuro participaba en su construcción.

Creo que esta perspectiva ya la apuntaba Nietzsche, aunque su modo de expresión fragmentado y disperso y su irrenunciable encierro en una antropología individualista-vitalista no le permitieron pensar, o al menos exponer con claridad, la complejidad de la individuación, del devenir individuo, que en éxito por vivir y por ser iba fraguando su amenaza. Vio en la individuación la ley de la vida, la perfección del ser humano, y empeñado en reverenciarla dejó abandonado lo que a veces se le imponía: que el individuo arrastra por la vida su indigencia ontológica, que cuanto más individuo es y se siente, más se sumerge en la nada. Sí, yo creo que Nietzsche sabía que el nihilismo era la Némesis del individuo. Y ya se sabe, las Erinias se encargaban con tenacidad y eficiencia de que se cumplieran las leyes sagradas; y la hybris, en todas sus formas, era un desafío a los dioses.


1. El nombre y el concepto.

En esta primera sesión haremos algunos acercamientos al concepto tal como nos lo dejó Nietzsche; de hecho, tal como nos lo dejó en los fragmentos de la última parte de su vida, esos cuatro o cinco años de máxima lucidez que logró salvar del silencio de la tenebrosa oscuridad. Son unos textos que, acotados en el tiempo, ganan coherencia, por encima de su fragmentación. Sin duda alguna, como han establecido los “nietzscheólogos”, que aunque parezca raro los hay, para acercarnos a su concepto de nihilismo sus escritos entre 1885 y 1889 son los más idóneos. Como dice en uno de ellos, fue entonces cuando sabía la respuesta, cuando tenía lo que había buscado. Y, no podía ser de otro modo, los buscadores de respuestas, siempre nos cogemos de la mano de quien las tiene.

Habitualmente los estudios sobre el nihilismo se concretan en la interpretación que del mismo hicieran sus dos más destacados filósofos, Nietzsche y Heidegger. Ocasionalmente se hace referencia a algún otro, que lamentablemente hacen las veces de teloneros, sea Hamilton, Jacobi, Stirner, Jean Paul (Richter), Chernishevsky, Turgueniev o Dostoievski; digo “lamentablemente” porque los conceptos suelen ser obras de muchos, aunque su apellido sea el de muy pocos. Algún día habremos de abordad en serio esas figuras del nihilismo que nos ofrecen éstos y otros autores; en este curso eso no toca, sólo cabe una breve mención [2].

Suele decirse que la primera utilización filosófica de la palabra «nihilismo» proviene de E H. Jacobi, que aparece en una carta a Fichte, verdadera joya arqueológica cuya lectura recomiendo. Tal vez sí, tal vez le diera el nombre, lo bautizara, pero antes del bautismo ya hay vida, incluso antes de que se supiera de su existencia; pero no caigamos en la sacralización. Aceptemos que Jacobi le proporcionara el nombre; se lo agradecemos y en paz. De hecho, es cierto que, en una curiosa carta a Fichte, todo un ensayo filosófico, usa con inusitada frecuencia la palabra «nada»; y es cierto que en un momento se refiere al “nihilismo” como filosofía, con más precisión, califica al idealismo como nihilismo. Dice allí: “Verdaderamente, querido Fichte, no debe disgustarme, cuando usted, o quien sea, quieren llamar quimerismo a lo que yo opongo al Idealismo, al que acuso de nihilismo” [3]. El idealismo en sentido nietzscheano es sin duda nihilismo, está contagiado de nihilismo; en esta perspectiva valdría la pena analizar detenidamente este texto e incorporar a Jacobi a la historia de la elaboración del concepto, sin dejarlo a la puerta como ilustre pionero en el uso del término [4]. Él, como otros tantos filósofos, dieron importantes pasos en la construcción del concepto [5].

También hay coincidencia en considerar a unos cuantos escritores rusos, de la segunda mitad del XIX, pioneros en el uso del término y en su interpretación en clave socio-histórica. Efectivamente, la palabra «nihilismo» entró en circulación gracias a las obras del ruso Ivan Turgueniev, especialmente en su novela Padres e hijos (1862). Turgueniev usa el término para denominar la concepción filosófica positivista y pragmática, según la cual sólo lo sensible, sólo lo empírico y experimentable por uno mismo, puede ser considerado real y existente, y ninguna otra cosa más. Ve esa posición ontológica y axiológica como enfrentamiento, rechazo y negación de todo lo que esté fundado en la tradición y la autoridad o en cualquier otro tipo de validez. Y sociológicamente acerca el nihilismo al desgarramiento de la identidad de un pueblo, al desarraigo de las nuevas generaciones que rompen y se separan de la tradición.

Entre estos primeros evocadores del nihilismo, que contribuyeron a convertirlo en objeto de reflexión, a tomar consciencia del mismo, ocupa un puesto por derecho propio Dostoievski. Hay estudiosos que ponen a este escritor ruso al nivel de Nietzsche, pues uno en la literatura y otro en la filosofía abrieron dos grandes vías de acceso al concepto de nihilismo. Lo cierto es que Dostoievski estuvo preocupado por el problema del nihilismo, y podemos constatarlo en su discurso sobre Pushkin de 1880. En el mismo pretendía enfatizar la importancia que Pushkin tenía para la cultura rusa, e incluso para su identidad como pueblo; y muy especialmente su interés para la autoconsciencia, para detectar en el alma rusa ese elemento negativo, esa especie de instinto de muerte, que surge en las esferas intelectuales en los momentos excepcionales: “Pushkin, con su espíritu profundo, penetrante y altamente dotado, y partiendo de su corazón auténticamente ruso, ha sido el primero en descubrir y reconocer tal como es ese fenómeno significativo y patológico de nuestra intelectualidad, de esa sociedad nuestra desarraigada que se cree muy por encima del pueblo. Lo ha reconocido y ha sido capaz de poner plásticamente ante nuestros ojos el tipo de nuestro hombre ruso negativo: el hombre que no tiene sosiego y que no puede contentarse con nada de lo que existe, que no cree en su tierra natal ni en las fuerzas que surgen de ella, que en última instancia niega a Rusia y a sí mismo (o mejor dicho, a su clase social, a todo el estrato de la intelectualidad a la que él también pertenece y que se ha desprendido de la tierra de nuestro pueblo), que no quiere tener nada en común con sus compatriotas y que sufre sinceramente por todo esto. El Aleko y el Onegin de Pushkin han suscitado en nuestra literatura una serie de figuras similares” [6]. Curiosa esa percepción del hombre negativo surgiendo en la espesura del alma del pueblo, quebrando su paz y su identidad. Hombre negativo que se separa de la comunidad, que se entrega a la indeterminación, a la intemperie. Valdría la pena estudiar estos personajes [7].

En todo caso, resulta curioso que el tercer rostro del nihilismo, junto a los del saber y el deber, terreno propio de la filosofía, esenciales al individuo, aparezca el de la identidad social, el del reconocimiento, igualmente constitutivo del ser individual, más ligado a la literatura, a relatos histórico-sociológicos. En todo caso, ciertamente estos autores abrieron una riquísima vía de acceso al nihilismo en perspectiva sociológica, en el marco de la contradicción individuo/comunidad, que también nos gustaría rescatar algún día; mientras los filósofos seguían su propia ruta, pensando el nihilismo en relación con el accidentado devenir de la filosofía, de su fuerza y de sus límites, en su tarea de fundar el orden del ser y del pensar, con el que prescribir racionalmente la moral, el derecho y la política, estos novelistas perforaban el alma humana, la desvestían, revelaban sus más obscuros rincones, llenos de temores, pesadillas, pasiones irresistibles, deseos de rebelión, instintos de criminalidad…; ellos iban tejiendo con sus colores nativos esa figura nihilista de ser humano desplazado, desubicado, que se rebelaba contra la identidad que vivía como imposición de la comunidad, de sus ancestros, de sus padres. Esa figura del nihilismo, quiero decir, hay que incorporarla al concepto; no añadirla, como un muestrario o mosaico, sino incorporarla, para que se funda con las otras, para que de esas diversas materias primas surja un nuevo producto, resultante de experiencia diferenciadas y antagónicas.

Claro está, en esa historia por escribir del concepto de nihilismo, sin duda nos encontramos con un tramo ya escrito, o bastante delineado, que ha logrado imponerse como modelo paradigmático seguir o frente al que desmarcarse; es el tramo de Nietzsche y Heidegger, ya seguramente decisivo en la reconstrucción del concepto, que habrá de servir para el nihilismo del pasado y del futuro, para el filosófico y el sociológico. Se verá con el tiempo, pero parece indiscutible que buscar la reconstrucción del nihilismo como categoría ontológica que se desarrolla en la historia a través de una diversidad de figuras, de una pluralidad de expresiones, algunas de ellas representadas por los autores mencionados, exige partir de estos dos autores. Sus reflexiones y las que su lectura ha provocado, en gran medida establecen el estado de la cuestión; y, por tanto, también en gran medida constituyen el punto de partida obligado.

Los conceptos son móviles, como cualquier otro producto histórico; tienen un desarrollo, pasan por distintos momentos o grados de elaboración, incrementando y seleccionando su riqueza semántica, diversificando sus usos. Pensemos en el “trabajo”, en sus figuras a lo largo de la historia (la esclavitud, la servidumbre, el asalariado, el “on line”); pensemos la evolución de la “riqueza” en el capitalismo, que deja de identificarse con el lujo suntuario de la nobleza y pasa con la burguesía a constituirse en “capital” (primero como almacenes repletos de mercancía y la potencia productiva industrial, luego como acumulación de dinero, valor de cambio universal, y por fin como valor acumulado, sucesión acelerada de figuras del capital). Del mismo modo deberíamos estar abiertos a pensar el nihilismo bajo sus diferentes modos de aparición, en un concepto en que todas queden subsumidas. Un concepto en el que quepan los tipos nihilistas de Nietzsche y Heidegger, y por tanto ese nihilismo inconsciente de las metafísicas de Platón, el del cristianismo, o el de Kant; esos diversos nihilismos de las consciencias desgraciadas, de las vidas enajenadas, de los escépticos pirrónicos y cínicos, de los ateos y los terroristas, de las almas bellas y las almas líquidas … En definitiva, un concepto que nos permita pensar las mil maneras de perderse el hombre en la nada, de extraviarse en su inevitable búsqueda de ser; y que, de paso, nos permita también comprender esas titubeantes divisiones entre nihilismo psicológico y teórico, activo y pasivo o reactivo, entre el nihilismo como ilusión, decadencia y servidumbre y el nihilismo como ángel exterminador de los viejos valores nihilizantes y como constructor de una nueva moral donde no cabe la culpa, la consciencia desgraciada. Un concepto complejo, que no brotará puro, que necesariamente irá surgiendo del barro de la historia.

El pensamiento avanza a partir de nociones, de conceptos parciales y confusos, que sirven de “materia prima” para la construcción de formas más desarrolladas y ricas del concepto. Todos tenemos cierta idea o noción del nihilismo; hemos oído diversos usos del término. La noción que se ha generalizado del mismo es una idea escindida, fragmentada, plural y diversa, y escasamente satisfactoria; cuando no confusa y aun contradictoria. Confusión y contradicción que no nos sorprende, porque entre los contenidos de esa idea está el de considerarla naturalmente ilógica; el filósofo nihilista suele decir que no es ni necesita ser “lógico”, al contrario, que su lógica consiste en romper con la gramática. Pero esto son posiciones tan vanidosas como ingenuas; Nietzsche sabía distinguir muy bien entre el decir, lugar donde no se podía no cumplir con la gramática, y lo dicho, lugar de lo ilógico, de la contradicción. Su desprecio al filósofo metafísico viene de la ingenuidad de éste al creer que por que su decir es lógico ha de serlo lo dicho; porque el pensar se someta a la gramática la realidad es gramaticalmente correcta.

En todo caso, sea por lo que fuere, nos encontramos de partida con una tan excitante como incómoda polivalencia semántica del término “nihilismo”, usado con sentidos e intenciones diversa. Y hemos de partir de ahí, sin voluntad de buscar el mejor, el verdadero, o el genuinamente nietzscheano; más bien con voluntad de redefinirlo con la mayor riqueza de contenido posible. Entre esos sentidos encontramos caracterizaciones del nihilismo con descripciones tan diversas como las ya indicadas, como “el más siniestro de los huéspedes”, que ya se acerca, que llama a la puerta [8]; o como la figura triste del pesimismo, que agobia al hombre ante la pérdida del sentido, ante la experiencia de que “todo es en vano”, que no hay salida, que nada vale la pena [9]; a veces se le describe como figura cínica, afirmando que “el nihilista no cree en la necesidad de ser lógico” [10]; o como crisis de los valores morales [11], o como “signo de debilidad […], fuerza del espíritu cansada” [12]; o también como “signo del acrecentado poder del espíritu: nihilismo activo” [13].

Ciertamente, contamos con algunas referencias que gozan de un concepto un poco más elaborado, basado en éste o aquel fragmento: “¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos se desvalorizan. Falta la meta; falta la respuesta al ¿por qué? [14]. O bien se describe el nihilismo como ideal de la suprema potencia del espíritu, de la opulentísima vida: en parte destructor, en parte irónico [15]. Con aproximaciones que lo describen muy estrechamente ligado a la voluntad de poder y con funciones prácticas: “El nihilismo es el estado de espíritus y voluntades fuertes: a los cuales no les es posible permanecer meramente en la negación «del juicio», brota de su naturaleza la negación del acto. La aniquilación mediante el juicio secunda la aniquilación mediante la mano” [16]; y con talante más nostálgico, de paraíso perdido, identificado a la consciencia de “el «sinsentido del acontecer»”. Consciencia ésta que surge cuando se han perdido las representaciones del mundo que ponían el (falso) sentido. La describe Nietzsche llamando a su superación, a la rebelión contra la misma, pues también ella es contingente: “tal creencia [en el sin sentido] es la consecuencia del descubrimiento de la falsedad de las interpretaciones tradicionales, es una generalización del desánimo y de la debilidad, no es ninguna creencia necesaria” [17]. No se puede aceptar su necesidad sin entregar el alma, sin jugarse el ser. Y aunque ese gesto parezca humildad, reconocimiento de la finitud, es vanidad, es ingenuo endiosamiento, falsa modestia: “Inmodestia de la humanidad: ¡allí donde no ve el sentido, lo niega! Ese sinsentido expresa debilidad, desánimo, impotencia para imponer el sentido; consciencia de que el sentido es puesto, es falso” [18]. Es como el escéptico que pone su posición como universalmente verdadera; es el gesto de la finitud reconociéndose infinitamente finita; es ese juego del mentiroso que dice mentir siempre. Al ser humano, parece decirnos Nietzsche, no le está permitido ese privilegio de ser divino reconociendo su humanidad; su finitud le exige asumir que ni la verdad es siempre verdadera ni la mentira siempre engaño; su esencia consiste en ese devenir que no le permite descansar.

Con esa y otras descripciones del nihilismo nos hemos podido formar una noción tal vez difusa y poco rigurosa, pero suficiente para iniciar el análisis y la reconstrucción del concepto. Y, por supuesto, hay autores que han avanzado ya en ese camino, como Heidegger, que nos habla y comenta los “cinco nombres del nihilismo” que encuentra en Nietzsche, cada uno de los cuales reenvía a un sentido, cada uno destacando un aspecto, como cinco caricaturas que superpuestas formarían su rostro. Esos cinco nombres son: 1) Muerte de Dios; 2) Transvaloración de todos los valores; 3) Voluntad de poder; 4) Eterno retorno; 5) Superhombre. A estos cinco añade un sexto, suyo propio, el nihilismo como metafísica, una metafísica pensada genuinamente como “olvido del ser”. Nótese que estos seis nombres refieren directamente a los rostros del nihilismo, no a sus causas, a sus orígenes, a sus efectos, como ocurría con las descripciones nietzscheanas; o sea, ayudan a centrar la atención en lo esencial.

Como ya he dicho, tenemos nociones, pero no concepto; al menos, un concepto suficientemente desarrollado, a la altura de los tiempos. Si el concepto -tal como yo lo entiendo- debe recoger las distintas experiencias, deberíamos rastrear la historia. Un recorrido exhaustivo nos desborda, de ahí que partamos de donde lo dejaron Nietzsche y Heidegger, tomemos su producto como materia prima y tratemos de reelaborarlo para que sea más comprensivo y adaptado a los tiempos. En ambos autores aparece el nihilismo con doble figura: como una forma o determinación de la consciencia (del pensar, del sentir, del conocer, del hacer, del esperar…) y como un horizonte o destino del movimiento de la historia (de la cultura, de la filosofía, de la técnica…). Ahondaremos en esa arcilla y moldearemos en lo posible su cuerpo. La perspectiva o idea que orientará nuestra tarea será la del nihilismo como tragedia del individuo humano de no poder vivir ser sí mismo, de no poder darse identidad y reconocerse, pues es devenir y no puede pensarse devenir; o sea, la idea de nihilismo como querer y no poder ser sí mismo, atrapado en la red de la voluntad que lo constituye y lo hace ser (ser uno) y que al mismo tiempo le impide ser (ser idéntico). En definitiva, el individuo humano como voluntad de poder es ser natural, pertenece al mundo en devenir, pero para ser ahí ha de pensar el mundo y pensarse a sí mismo como idea, como sujeto ajeno al devenir; esa escisión ontológica marca su evolución y el nihilismo tiene su lugar, y lugar de preferencia, en esa historia.

Como en nuestra intención está la de añadir a la perspectiva ontológica y moral una tercera, la social, prestaremos mucha atención a esa forma de individuación del ser humano en la sociedad, ese querer y no poder vivir su identidad, escindida en individual y común. Escisión que no es específica del capitalismo, aunque sea en ese orden de vida donde se ha manifestado con más radicalidad y ha forzado su reconocimiento. La referencia de Marx en Sobre la cuestión judía a esa vida escindida, a esa doble existencia del burgués, desgarrado entre la individualidad de lo privado, “existencia sin esencia”, y la universalidad de lo público, “esencia sin existencia”, es una señal de dirección obligatoria. Pero en nuestra perspectiva de análisis consideraremos que, aunque con desigual radicalismo de la contraposición, que incluso puede llegar a parecer inexistente (en esas representaciones de ciudades o culturas de identidad, sin duda idealizadas), la escisión existe, es constitutiva de lo humano pensado como proceso de individuación.


2. Nihilismo como forma de consciencia.

Partiré de la noción de nihilismo más común, como “fenómeno” antropológico, que aparece en la consciencia de los individuos (ya precisaremos si es un contenido, o una determinación de los contenidos, o de la forma misma de la consciencia); es un cierto estado de ánimo, cargado de pesimismo, que tiene lugar en la consciencia [19]. Esta noción está en línea con la consideración más habitual de Nietzsche, y creo que es concordante con la aportación de Heidegger. Es una concepción bien apoyada en uno de los fragmentos más útiles para esta construcción del concepto, el popularizado Fragmento 11[99], “Crítica del nihilismo” [20]. En él se considera el nihilismo un estado mental, del espíritu, que prefiero considerar de la consciencia [21].

El nihilismo aparece como fenómeno de la consciencia (pesimismo, lo “en vano”, lo “sin sentido”…), como un estado de desánimo, de impotencia; pero ese fenómeno que tiene lugar en la subjetividad, esa autoconsciencia, no tiene aquí su origen; para Nietzsche la consciencia no es un sujeto, es un lugar, un escenario; si se prefiere, un conjunto de escenas. Por tanto, lo que allí aparece es siempre un “síntoma” de algo exterior a ella; algo que ella sufre. Es un pathos. Creo que esta caracterización es apropiada para el nihilismo. Es su manifestación del individuo, de su estado general, de su ser, de su potencia o impotencia, en la consciencia. Como tal, la manifestación subjetiva, psicológica, apunta a otro lugar, o a otros lugares, a otros procesos de esa consciencia, a otros “saberes”, a otras determinaciones: sus categorías ontológicas, sus representaciones de la realidad, sus teorías sobre el mundo, el hombre y la vida, sus creencias morales y religiosas…, pero también el cuerpo, sus dispositivos fisiológicos, su salud, su fortaleza, forman parte de ese fenómeno que llamamos nihilismo subjetivo. Es en esa exterioridad donde el nihilismo nace y se desarrolla; es ahí, pues, adonde hemos de acceder. Esta manifestación del nihilismo la llama Nietzsche “nihilismo psicológico”, y a ella se refiere un numerosos fragmentos y pasajes de sus obras.

Uno de estos fragmentos, sin duda privilegiado, y al que Heidegger otorga la máxima importancia, es el fragmento 12, que habla de “el desmoronamiento de los valores cosmológicos” [22], es decir, del debilitamiento y entrada en sospecha de nuestras creencias y nuestros conocimientos y sentimientos respecto al mundo. Por ello lo tomaré como punto de partida y lo analizaré con cierto detenimiento.

Ese fragmento está dividido en dos reflexiones, desiguales. La primera, con más carga conceptual e informativa, versa sobre el surgimiento del “nihilismo psicológico”, que en los primeros contactos con el tema tiende con éxito a acaparar y monopolizar la figura completa del nihilismo, a absorber su concepto; pero que después se nos revelará como un aspecto, una fase, un momento o una perspectiva, como queramos caracterizarlo. Este nihilismo psicológico, con su rostro inquietante, obsesivo, depresivo, es una figura seductora, que ha arrancado bellas páginas a la literatura existencialista (Sartre, Camus, el teatro del absurdo…). Esta dimensión antropológica del nihilismo suele ser la puerta de entrada, el peristilo del templo, donde los visitantes sobrecogidos y anhelantes reciben el oráculo.

Pero, como digo, ese fenómeno psicológico apunta a otro lugar, apunta a sus fuentes; fuentes de donde mana, que lo engendran, y fuentes que determinan la manera de valorarlo y afrontarlo; por tanto, determinan la etiología del nihilismo. Por ejemplo, en Nietzsche ese nihilismo era dramático, incluso trágico, y forzaba salidas heroicas, incluso épicas; hoy me parece que ese rostro psicológico del nihilismo se ha vulgarizado y banalizado, no sólo se soporta bien, sino con sonrisas; a veces se confunde con el cinismo [23]. La tragedia ha desaparecido del paisaje; nos hemos acostumbrado a vivir sin dioses y sin necesidad de ultrahombre. Creo que el nihilismo en nuestros días es un agradable, o al menos soportable, compañero de viaje.

Pro vamos a lo nuestro. En el fragmento citado esa figura del nihilismo psicológico brota de tres manantiales, que en prosa son tres proyectos frustrados, tres esperanzas rotas, tres fracasos del individuo en su entrega a conseguir sus fines, a satisfacer su voluntad o sus necesidades. Esos tres fracasos refieren a: la búsqueda del sentido en la existencia, a la búsqueda de unidad en el mundo y a la huida a otro lugar fuera del mundo. Tres fracasos que el humano difícilmente soporta, piensa Nietzsche; tres fracasos que se revelarán como propios e intrínsecos al ser del hombre, de ahí la necesidad de comprenderlos; pero, al fin, tres fracasos que exigen o fuerzan salir de la “humanidad”, superarla, y dejar paso al Übermensch. Veamos su descripción con detenimiento. La primera fuente del nihilismo nos la describe así:

“El nihilismo como estado psicológico se producirá necesariamente en primer lugar cuando en todo acontecer hayamos buscado un «sentido» que no se encuentra en él: de manera que el buscador acaba perdiendo el coraje. Nihilismo es entonces el llegar a ser consciente del prolongado derroche de fuerza, el tormento del «en vano», la inseguridad, la falta de ocasión de reponerse de algún modo, incluso de tranquilizarse sobre cualquier cosa — la vergüenza ante sí mismo como si uno se hubiese engañado demasiado tiempo... Aquel sentido podría haber existido: el «cumplimiento» de un canon moral supremo en todo acontecer, el orden moral del mundo; o el incremento del amor y la armonía en las relaciones de los seres; o la aproximación a un estado universal de felicidad; o incluso la entrada en un estado universal de la nada — una meta sigue siendo siempre un sentido. Lo común a todos esos tipos de representación es que mediante el proceso mismo se debe alcanzar algo: — y entonces se advierte que con el devenir no se consigue nada, no se alcanza nada... Así pues, el desengaño sobre una supuesta finalidad del devenir como causa del nihilismo: sea en lo que respecta a una finalidad totalmente determinada, sea, de manera generalizada, la dilucidación de lo insuficiente de todas las hipótesis finalistas formuladas hasta ahora que se refieren a todo el «desarrollo» en su conjunto (-el ser humano ya no es colaborador, menos aún el centro del devenir) [24].

Por tanto, la primera decepción aparece como consciencia de que el devenir, en la naturaleza o en la historia, no conduce a ninguna parte, no tiene ningún destino; consciencia, pues, de la falta del sentido de las cosas, de la “tortura del en vano”; consciencia de que los fines que nos proponemos no se consiguen, y si se logran resulta que no son lo que eran; en definitiva, consciencia del absurdo de la existencia… En esa situación, la tentación es renunciar a las metas, que nos desgarran, entretienen y al fin muestran su engaño; renunciar a los objetivos, afrontar de cara la nada.

La segunda fuente del nihilismo es más abstracta. Surge cuando se constata que en el reino del devenir no hay orden ni unidad, que el alma no puede encontrar allí lo que necesita, no puede encontrar su modo de ser, que comporta, además de fines, coherencia, regularidad, orden, racionalidad. Aparece, pues, al hundirse la representación unitaria, total y ordenada del mundo, cuando el orden único, modo divino, se revela ficción, construcción del alma humana a su medida para satisfacerse y reconocerse; o sea, cuando se revela que la “totalidad” unitaria, ordenada y consistente es producida por el alma huma, en concreto, por su indigencia, ya que no puede vivir fuera del orden y la regularidad. (Es apolínea, no dionisíaca, diríamos). Lo describe a sí:

“El nihilismo como estado psicológico se produce, en segundo lugar, cuando se ha supuesto una totalidad, una sistematización, incluso una organización, en todo acontecer y bajo todo acontecer: de manera que el alma sedienta de admiración y veneración se regodea en la representación global de una forma suprema de dominio y de administración (— si es el alma de un lógico, la absoluta extracción correcta de consecuencias y la dialéctica real son ya suficientes para reconciliarse con todo... ). Una especie de unidad, una forma cualquiera de «monismo»: y, a consecuencia de esta creencia, el ser humano en profundo sentimiento de conexión y de dependencia de un todo que le supera infinitamente, un modus [modo] de la divinidad... «El bien de lo universal exige la entrega de lo individual»... pero he aquí que ¡no existe semejante entidad universal! En el fondo, el ser humano ha perdido la creencia en su propio valor, si a través de él no actúa una totalidad infinitamente valiosa: o sea, él ha concebido una totalidad semejante para poder creer en su propio valor” [25].

Como puede verse, se parte de una situación de felicidad o satisfacción, en que se creía en el orden y organización de esa totalidad, en la evidencia de su plan, respondiendo a una ley, en la perfecta racionalidad del todo y del movimiento de sus partes… El alma “sedienta de admiración y de gloria”, encontraría en ese orden supremo su plena satisfacción. El alma, según Nietzsche, parece querer, necesitar, orden, unidad y sistema, “monismo”, reducirlo todo a un principio; el alma humana aspira a esas bellas praderas de “conexión y dependencia”, y ve en ese todo unitario y ordenado un “modus de la divinidad”. Se nota la ironía de la frase que intercala en la descripción: “«El bien de la totalidad requiere la figura del individuo» …”. El alma se satisface con una representación del todo a imagen y semejanza suya, Dios a su imagen, a su medida.

Aún hay una tercera fuente del nihilismo psicológico, que aparece tras los dos fracasos anteriores. Si el devenir no tiene meta, finalidad alguna, y si entre los procesos no hay nada común, no hay unidad, el individuo busca y aún cree encontrar una salida: condenar el mundo del devenir por engañoso, inventar uno nuevo a su medida, declarar al primero aparente y elevar el imaginario a verdadero. Dicho y hecho, lo crea y se instala en él:

“El nihilismo como estado psicológico tiene todavía una tercera y última forma. Dadas estas dos visiones, que con el devenir no se debe conseguir nada y que bajo todo el devenir no impera ninguna gran unidad en la que al individuo le sea lícito sumergirse por completo como en un elemento de supremo valor: entonces no queda más escapatoria que condenar todo este mundo del devenir como engaño e inventar un mundo que se encuentre más allá de éste mismo como mundo verdadero. Pero tan pronto como el ser humano consigue averiguar que este mundo está construido a partir exclusivamente de necesidades psicológicas y que él no tiene en absoluto ningún derecho de llevar a cabo tales construcciones, surge entonces la última forma del nihilismo, que en sí encierra la increencia en un mundo metafísico, -pues esa forma se prohíbe la creencia en un mundo verdadero. En esta posición se admite la realidad del devenir como única realidad y uno se prohíbe toda especie de subterfugios que conduzcan a transmundos y a falsas divinidades - pero no se soporta este mundo que ya no se quiere negar... [26]

Como puede verse, el individuo se enfrenta al mundo y desarrolla dispositivos para vivir y ser en él; lo transforma y se transforma como puede, como mejor sabe en cada caso. En esa lucha por ser se va configurando un mecanismo eficiente, un subterfugio feliz, que resultaría ser una huida a la ficción. La consciencia sabe ese mecanismo, lo genera ella con su saber; pero prima facie no sabe que es huida, en realidad en ese momento no es fuga, es dominación, pues al individuo le va bien. Pero cuando la consciencia avanza y deviene autoconsciencia, acaba por desvelar y revelar su juego; se vuelve sobre sí, descubre que sus saberes son ficciones; descubre o produce el nuevo saber de que ella misma es una “falsa consciencia”. Y se acaba el encantamiento. Tan pronto como la consciencia descubre que esa alternativa es fruto de su indigencia, de sus necesidades psicológicas, sin nada que ver con el objeto, el autoengaño se disuelve; y se declara taxativamente que ese “nuevo mundo” de lo inteligible, creado por ella, no tiene derecho a la existencia.

Así surge la “tercera forma de nihilismo”, que impide creer en el mundo metafísico y en todo mundo verdadero, en cualquier otro que pueda construir la razón en la consciencia. Por tanto, se niega radicalmente el mundo metafísico; y en cuanto al mundo del devenir, aunque se acepta su realidad, su existencia real, se prohíbe convertirlo en “verdadero”, para no caer en nuevas ficciones; la consciencia se prohíbe a sí misma considerarlo “verdadero”; no se niega su existencia, pero no se soporta, pues no puede conocerse su verdad, pues cualquier conocimiento del mismo estaría mediado y contaminado de la ficción.

Nótese que todo esto pasa en la consciencia, incluso esta autoexigencia de que, descubierto el simulacro, no se puede creer en nada; esa norma es una norma de esa consciencia humana, que sigue creyéndose sujeto, que sigue operando conforme a la verdad, que no puede vivir sin ésta. La salida de este estado, de este sufrimiento de su indigencia sustentado en la ilusión, ha de pasar por diluir la distinción realidad/ilusión, por identificar verdad e ilusión como creaciones “más allá del bien y del mal”; pero eso equivale a salir definitivamente del nihilismo, lo cual supone que el hombre haya dejado paso al superhombre.

La reflexión final que añade Nietzsche en este fundamental fragmento es muy elocuente. Dice que, mediante esos tres fracasos, el individuo “había alcanzado el sentimiento de la falta de valor”. Falta de valor de verdad de sus representaciones, de su saber, de sus contenidos, y falta de valor del mundo, de lo representado, ya que no pertenecían al ser sino que eran ficciones generadas por el sujeto. La consciencia ha de asumir esa falta de valor de su representación del mundo; y ha de asumir que su saber, producido por ella, en realidad no era una creación, sino una imposición, algo que se le impuso, algo a lo que se vio abocada a hacer, en definitivas, un pathos. En concreto, había intentado comprender la existencia con las categorías de fin, unidad y verdad, y se le revelaron imposibles, medros artificios:

“¿Qué ha ocurrido en el fondo? El sentimiento de la ausencia de valor se llegó a tener cuando se comprendió que no es lícito interpretar el carácter global de la existencia ni con el concepto de «fin», ni con el concepto de «unidad», ni con el concepto de «verdad». Con ello no se consigue ni se alcanza nada; en la multiplicidad del acontecer falta la unidad que lo abarque: el carácter de la existencia no es «verdadero», es falso..., uno no tiene ya simplemente razón alguna para imaginarse un mundo verdadero... En resumen: las categorías de «fin», «unidad», «ser», con las que nosotros hemos añadido un valor al mundo, nosotros mismos las retiramos de nuevo -y entonces el mundo parece carente de valor…” [27]

Por tanto, conclusión rotunda: no hay ningún fundamento para creer en la existencia de un mundo verdadero, en la verdad del mundo o de las cosas del mundo. Pero esas tres categorías ¿qué son?, si son ellas la base del problema, ¿por qué usar esas y no otras? Nietzsche entiende que son esas y no otras porque son las que necesita -o ha necesitado en su momento- el individuo, no son creaciones demiúrgicas, han sido producidas en esa lucha por la vida y por la existencia humana; no son creaciones libres e internas de un sujeto, sino resultado dialéctico, histórico, de su relación con el mundo y los otros. El individuo consideró “valores” esas categorías porque las necesitaba, eran las únicas adecuadas para su situación; en definitiva, porque con esas fue constituyendo su humanidad; son Constituyentes de su identidad. El individuo quiere, o ha querido hasta ahora, un mundo así, constituido con esos valores, porque ese individuo se ha ido constituyendo a sí mismo en su relación con el mundo, y en esa relación ha ido produciendo esos instrumentos, esas categorías, que se mostraron útiles para su vida; se ha constituido con ellas, adaptado a ellas, porque se le revelaban apropiados para su vida. Por eso los elevó a la categoría de “valores” fundamentales, apreciando que sin ellos el mundo no vale la pena, y la existencia en el mundo no vale la pena.

Por tanto, es la constitución misma del ser del hombre lo que está en juego en ese aparecer del nihilismo; es el individuo humano el que en su autoconsciencia se revela imposible cuando se siente ajeno, extranjero, en ese mundo creado por él a su imagen. A un nivel más profano encontramos una analogía que percibimos en nuestras carnes: hemos creado el mundo tecnológico, para satisfacer nuestras necesidades, conforme a nuestros valores; pero hemos ido cambiando nuestro ser y nuestros valores, adaptándolos a la tecnología. Y un buen día despertamos y decimos: este no es nuestro mundo. Pero ¿cómo prescindir de él sin prescindir de nosotros?

Es importante subrayar que el nihilismo psicológico aparece al final de ese recorrido, cuando se han explorado las alternativas y se han visto inútiles; cuando se han explorado incluso las huidas y deserciones. Su mensaje es que ese mundo, a nuestro pesar, y aunque nos cueste reconocerlo, - a Nietzsche le cuesta, lo esconde, pero lo afronta-, fue en su momento necesario. No fue un “error”, como él mismo a veces dice, y como solemos decir, para borrar culpas y dejar abierta alguna costana a la esperanza; fue necesario, tan necesario ayer como insufrible hoy para el hombre de ayer y de hoy. De eliminarlo ya se encargará la historia, pero en coherencia debemos pensar que con el “mundo” se lleva al mundo del hombre, o sea, se lleva al “hombre” de ese mundo. Por eso Nietzsche pensaba que el nuevo tiempo no podría ser ya del hombre, sino del superhombre. Eras coherente, pues el individuo “humano” si deviene imposible no es por “individuo” sino por “humano”; es decir, por inadecuación de la estructura de su consciencia, por su voluntad de poder; y en ese caso no estamos hablando ya en el horizonte de la “evolución”, sino de la desaparición de la especie, de un tipo de vida. Otra cosa es que realmente ese momento haya llegado o llegue con el nihilismo; al fin podría ocurrir que un día la autoconciencia descubriera que también el nihilismo es una interpretación…, y al hombre le quedaran aún formas de existencia por explorar.

Nietzsche imaginaba ese final, tenía derecho a imaginarlo, y daba un plazo de dos siglos de nihilismo para limpiar la vida; pasados esos dos siglos y visto lo visto también tenemos derecho a pensar que, como siempre, “el futuro no es lo que era”. El superhombre que soñara Nietzsche, el humanoide adaptado a los tiempos, que vive sin los viejos valores y las viejas verdades, y sobre todo sin culpas, sin preocuparse del pasado ni del futuro, en una inocente inmediatez infantil, ha resultado no ser un gigante épico sino un enano banal. Pero es un “error” asumible en el sueño, pues como el mismo Nietzsche decía, la evolución no está determinada ni condicionada desde el exterior, por ningún fin; la evolución ha de estar abierta al azar, a la sorpresa. Qué le vamos a hacer si los dioses son vencidos por los “Ulises”.

En fin, y así cerramos esta reflexión sobre el fragmento 11[99], de lectura obligatoria, Nietzsche se plantea de donde viene nuestra creencia en esas categorías, unidad, fin, ser, y por qué son tan necesarias; quiere saber si podemos negarlas o no, y qué efectos se derivan de ello. Es decir, se pregunta si podemos “desvalorizar” estas categorías y si, al hacerlo, desvalorizamos o no el mundo:

“Admitiendo que hemos reconocido hasta qué punto el mundo ya no puede ser interpretado con estas tres categorías, y que, después de este examen, el mundo empieza a no tener valor para nosotros, debemos preguntamos de dónde nace nuestra creencia en ellas. ¡Tratemos de averiguar si es posible negarlas! Cuando hayamos desvalorizado estas tres categorías, la demostración de su inaplicabilidad en todo no es razón suficiente para desvalorizar el universo. Resultado: la creencia en las categorías de la razón es la musa del nihilismo; hemos medido el valor del mundo por categorías que se refieren a un mundo puramente ficticio. Conclusión: todos los valores con los cuales hemos tratado hasta ahora de hacernos apreciable el mundo, primeramente, y con los cuales, después, incluso lo hemos desvalorizado al haberse mostrado estos inaplicables; todos estos valores, reconsiderados psicológicamente, son los resultados de determinadas perceptivas de utilidad, establecidas para conservar e incrementar la imagen de dominio humano, pero proyectadas falsamente en la esencia de las cosas. La ingenuidad hiperbólica del hombre sigue siendo, pues, considerarse a sí mismo como el sentido y la medida del valor de las cosas” [28].

No se extenderá en esta explicación, pero nos ofrece unas pinceladas útiles para entender otros fragmentos. Claro está, se trata de tres categorías de la razón; y, como dice Nietzsche, la creencia en ellas “es la musa de la razón”. Pero lo que se ha revelado ya es que, aunque aparecen como formas de la razón, tras ellas siempre se encuentra una psicología (unas necesidades o determinaciones psicológicas), si se prefiere, una biología que en silencio pone o fuerza los valores. Por eso aquí nos indica que hemos de considerar los valores no como creaciones de una subjetividad pura y abstracta, como el entendimiento o la razón, sino referidos a una psicología, o sea, como producciones de un cuerpo vivo en su relación con el mundo por su sobrevivencia. Y si lo interpretamos así, -desde referencias “fisiológicas”, dice algunas veces-, todos estos valores se nos revelarán como afectados de “utilidad”, como mecanismos relacionados con el dominio humano sobre el mundo; percepciones de utilidad “proyectadas falsamente en la esencia de las cosas”. O sea, percepción subjetivista del mundo, concepción del mundo a imagen y semejanza, e interés, del individuo. De ahí su burla de la inmortal “ingenuidad hiperbólica del hombre”, que se sigue considerando a través de los siglos como sentido y medida del valor de las cosas.


3. El lugar y el tiempo del nihilismo.

Acabamos de ver las tres “fuentes” inmediatas del nihilismo como estado de consciencia; dichas fuentes tendrán concreciones particulares en el estado de ánimo de cada individuo. Si queremos caminar hacia el concepto, hemos de superar la particularidad y buscar lo común. Es lo que pretendo con esta pregunta por el “lugar y el tiempo”, que ahora no busca los motivos particulares que han llevado a un individuo a posiciones nihilistas sino determinaciones generales y abstractas que nos permitan pensar el nihilismo en general. En este sentido, cabe distinguir dos planteamientos respecto al origen y el destino. Podemos interpretar la pregunta en clave histórica, de lugar y tiempo; y podemos hacerlo en clave lógica, de su fuente o causa que lo alimenta, la llamemos “error” con Nietzsche u “olvido” con Heidegger. Comenzaremos por plantear el origen y el destino del nihilismo en su relación con el pensar en general y con el modo de pensar filosófico; y después trataremos otros aspectos del nihilismo en relación con los tiempos históricos. Dejaremos el origen “lógico” para entregas sucesivas.


3.1. (El pensar, reino natural del nihilismo). Nietzsche hace diversas reflexiones sobre el origen del nihilismo, unas veces desde causas próximas y otras remotas. En general tiende a situarlo en el origen de la filosofía (Sócrates, Platón…), y Heidegger coincide en ello, identificando su origen con el de la metafísica. La cuestión importante aquí, a mi entender, es si pensamos el nihilismo ligado al saber filosófico o si postulamos que es intrínseco al saber en general; o sea, hemos de optar entre dos tiempos distintos.

La verdad es que hay muchas y muy buenas razones para creer que el nihilismo está presente en el saber, en el pensar, en la consciencia, desde su origen; por tanto, hay razones para no considerarlo algo contingente, que ocurre -con más o menos frecuencia- a éste o a aquel individuo o pueblo, sino algo común a todos, constitutivo de la pluralidad de consciencias, constitutivo de lo común de la especie. Entiendo que la consciencia, -que desarrollada como autoconsciencia deviene forma de su identidad-, es el fundamento de la individualidad (de su aparición como individuo vivo humano); la consciencia aparece y constituye el ser humano bajo la forma de saber (desde sus firmas más elementales, como sensación del mundo como eso diferente del yo). Pues bien, me inclino a considerar que el nihilismo está ahí, en el origen, como una determinación de la producción de ese saber que es la consciencia: como específicamente humano. No digo que sea parte del contenido, parte del saber, pues el nihilismo no es una representación del mundo, no es una filosofía o ideología, sino una determinación ontológica del individuo, de su consciencia, que afecta a su modo de ser; y la afecta tanto en su esfera pasiva (sus pasiones, sus sentimientos, su estado de ánimo…, en sus relaciones con el mundo) como en su esfera activa, (sus pensamientos, su producción de conceptos y representaciones de afectan a su actitud ante el mundo), a su intervención y su resistencia. Si aceptamos la “voluntad de poder” como principio constituyente del ser del hombre [29], entenderemos que el nihilismo sea una determinación de esa voluntad de poder, que interviene tanto en la transformación y dominio como en la resistencia y sumisión del individuo.

Podemos decir, por tanto, que forma parte constituyente del saber de la realidad, del saber de los entes, a lo largo de toda su historia, aunque no tuviera nombre, aunque no se sintiera ni se presintiera su presencia. Podemos decir, en definitiva, que estaba ahí, en la consciencia, en forma objetiva, en su en sí, antes de ser nombrado con este nombre, incluso antes de ser nombrado con cualquier otro; estaba ahí antes de ser descubierto, antes de hacer su aparición en la consciencia como objeto; antes de la autoconsciencia, de ese momento en que la consciencia, el saber, se mira a sí mismo y se conoce, se identifica, se sabe y así se individualiza.

Pensado así el nihilismo, como intrínseco al saber de los humanos, las dificultades de elaborar la historia de su concepto se remontan a nuestros límites para remontarnos a los orígenes, para ver allí sus formas primigenias, cosa que no está a nuestro alcance; carecemos de testimonios, y sus huellas fósiles están demacradas. En todo caso, la historia de la filosofía nos ofrece algunos elementos que podemos interpretar como formas protonihilistas, entre los sofistas, los escépticos, los cínicos… Pero todas nos llegarían a través de interpretaciones cargadas de mediaciones y anacronismos. Heidegger, con gran sutileza analítica, nos dice que el problema o la característica del nihilismo clásico era que no podía tomar consciencia de sí mismo. No ya, como diría Hegel, porque el conocimiento nace al atardecer, es siempre saber de lo pasado, sino también, como sugiere Heidegger, porque no se puede detectar la contaminación con instrumentos contaminados. Cierto, no se puede detectar y corregir un error de medida con instrumentos afectados de igual o superior error; la filosofía afectada de nihilismo, para él la metafísica, no podía tomar consciencia del carácter nihilista de su saber, pues uno de los efectos de esa enfermedad del nihilismo es el de ocultar esa presencia, invisibilizar su origen, disfrazar sus síntomas.

Podríamos decir, ocultos tras la ingenuidad, que ese problema se resuelve con instrumentos incontaminados; que lo imposible para la metafísica es posible para una filosofía no metafísica, no afectada de nihilismo. El problema está en que, como muy bien dice Nietzsche, el nihilismo es “el más incómodo [o inhóspito] de todos los huéspedes”. Su presencia no es estorbo, es siempre ocultación, deformación, negación, nihilización de lo real [30]. Una filosofía no nihilista no es una filosofía que ha nacido pura e incontaminada, obra del Espíritu Santo, sino una filosofía que se ha “liberado” de los efectos del nihilismo, que ha pasado por él, que lo ha sufrido, que lo ha experimentado -experiencia del no saber-, y que ha incorporado esa experiencia a su saber; y esa filosofía siempre viene después, constitutivamente ha de ser posterior, ha de seguir al pecado y a la redención; y, además, esa filosofía es producida con medios impuros, sucios, oxidados, como nacen las flores del fango de la tierra. Por tanto, como insistía Hegel, no podemos escapar a esa limitación: sólo conocemos al anochecer. Lo que equivale a decir que las luces de la ciudad nacen del barro de la historia. Sólo conocemos la existencia de una estrella siglos o milenios después de su muerte; sólo conocemos el “valor” de una mercancía cuando deja de ser mercancía, cuando sale del circuito de producción, cuando se vende para su consumo; sólo ahí aparece lo que llamamos “valor de cambio”. No es extraño que, aunque el nihilismo acompañara a la filosofía, o al pensamiento, en todo su recorrido histórico, su “descubrimiento” tuviera lugar milenios después. Aquellos admirados filósofos se murieron sin saber la carga que arrastraron durante su vida; mejor, sintieron la carga, pero ignoraban su nombre; nos pasa a muchos, no sabemos qué o quiénes nos hacen ser lo que somos.

Heidegger, en “El nihilismo europeo” [31], como si quisiera justificar su renuncia a esa ciclópea tarea de buscar el nihilismo a lo largo de la historia, que en todo caso culminaría en el concepto elaborado por Nietzsche, nos ofrece una curiosa salida. Nos viene a proponer que tomemos a Nietzsche, a su obra, a su decir, a su saber, como el nihilismo revelado; de tal modo que basta leer a Nietzsche para ver el nihilismo desarrollado; no hace falta buscar sus trozos y su génesis en la historia, donde aparece oscuro, enmascarado, desconocido, incluso sin decir. No hace falta la genealogía, en Nietzsche se revela su concepto de forma transparente, para captar su identidad, y además en modo relatado, “dicho”; allí se encuentra el concepto usado, en estado práctico, y descrito, nombrado, identificado. Efectivamente, frente a los diversos usos de “nihilismo” en la modernidad, Heidegger destaca la novedad del uso nietzscheano. Entiende que Nietzsche no es un pensador más, no es un sujeto pensante que aporta una versión filosófica nueva, -original y brillante, pero sólo una más-, un producto personalizado, “ni el invento ni la arbitrariedad de un extravagante que ha ido a la caza de quimeras”. Nietzsche, nos viene a decir, no es un pensador que hable y diga del nihilismo, sino un lugar del pensamiento actual donde el nihilismo “habla” (con la voz de Nietzsche) de sí mismo, donde se deja ver con sus gestos, sonidos y colores más actuales. Nietzsche es como la experiencia fundamental de un pensador, es decir, de uno de esos individuos que no tienen elección, sino que más bien tienen que llevar a la palabra lo que el ente es en cada caso en la historia de su ser, nos dice.

Me gusta este enfoque, a pesar del reverencialismo. Implica reconocer que el concepto, en este caso el concepto de nihilismo, se consuma y hace transparente al final de su historia, por acumulación de sus experiencias; e implica, por tanto, que no deberíamos clausurarlo, que esa historia que Nietzsche parece cerrar en rigor sigue abierta; por eso Heidegger la retoma y sigue adelante; y por eso nosotros estamos legitimados y obligados a seguir ese camino, a aprovechar en lo posible la imagen que nos proporciona Heidegger.

Conforme a ella, la aportación de Nietzsche al estudio del nihilismo sería doble. Por un lado, nos muestra, nos deja ver, hace transparente, -al escribir, al pensar, al actuar-, el nihilismo. No como nos lo deja ver la obra de Platón, cuyo nihilismo (objetivo, inconsciente) sólo se hace transparente muchos siglos, milenios, más tarde, y gracias a los ojos iluminadores de Nietzsche, tal que es éste quien lo hace visible en Platón a partir de entonces; no, al contrario, el nihilismo aparece en Nietzsche de otro modo, pues se nos muestra, se nos hace él mismo transparente (subjetiva, conscientemente) a nuestros ojos, de manera inmediata; se nos impone a su través el modo de ser nihilista, nos fuerza a reconocerlo. Por otro lado, la otra aportación de Nietzsche al tema sería que, al manifestar el nihilismo, o al dejar que éste se manifestara a través de su pensar y actuar, para facilitarnos la tarea nombra el nihilismo, lo identifica como nihilismo, acota así el concepto. Aunque Heidegger no llegue a decirlo, seguro que pensaba que ya era imposible disputar a Nietzsche el concepto, que era imposible decir que no era nihilismo lo que llamaba nihilismo; podía desarrollarse, sí, pero ya no se podía discutir su esencia. Así lo creía y así obró en consecuencia, tal que incluso cuando “corregía” a Nietzsche lo hacía bajo su manto y protección.


3.2. (La filosofía, reino privilegiado del nihilismo). Por tanto, si ayer no era posible acceder al concepto, hoy sí lo es; y hoy son abundantes las razones por las cuales asumir el presupuesto de que el nihilismo ha estado presente en la filosofía desde el origen de ésta. El concepto se ha ido desarrollando en el tiempo, y después de su eclosión en Nietzsche y Heidegger, y de la exégesis a que ha sido sometido en esa tradición, hay razones para pensarlo como inseparable compañero de viaje de la filosofía, como una especie de transcendental de ese modo del pensar. No puede haber filosofía sin que, en ella o en su alrededor, esté presente el nihilismo. Y entre los motivos que me empujan a mirar en esa dirección, en esa “perspectiva”, está sin duda el hecho de que quienes han afrontado su comprensión lo han situado en esos espacios en los que la filosofía ha fijado siempre la mirada, como sus grandes tareas de fondo, como preguntas y respuestas que justificaban su específico modo de pensar la realidad, de pensar el mundo. Me refiero a tópicos tan fundamentales como Dios, el ser, los valores morales, el saber, la verdad, el destino, la vida…, recurrentes en la reflexión sobre el nihilismo. Por lo tanto, el nihilismo tiene su hábitat preferido en el mundo de la filosofía, en la consciencia filosófica.

Como ya he insinuado, no tengo claro, aunque me inclino a creerlo, si la presencia del nihilismo se remonta más allá de la filosofía, si se remonta a la aparición del pensamiento, del saber, en definitiva, de la consciencia; o sea, me parece indudable que el nihilismo es una determinación del pensar (o saber) filosófico, una forma particular del pensar, y sólo me parece probable que sea una determinación del pensar (o saber) en general. En todo caso, como aquí me preocupa la presencia del nihilismo en la filosofía, podemos dejar en la indeterminación ese periodo del saber “prefilosófico”, al igual que la Física deja en el limbo ese micro tiempo, de millonésimas de segundo, que media entre el Big Bang y la aparición del universo (ese magma o sopa de cuásares, que dicen algunos). Hagamos abstracción de esa sopa de no-saber, esa oscura prehistoria del concepto, y asumamos metodológicamente, sólo para facilitar el análisis, la sincronía entre el nihilismo y la filosofía.

La filosofía es un modo de pensar; pero pensar es, subjetivamente, un modo de relacionarse con el mundo, de intervenir en el mundo; los pensamientos los producen los seres humanos en su lucha por ser: por sobrevivir, por conocerse, por hacerse a sí mismos. Esto puede parecernos música marxiana, pero también es nietzscheana. Cuando en el fragmento antes comentados enfatizábamos su idea de que pensar los valores referidos a la fisiología -anunciando la relación de la moral con el desarrollo del cuerpo en su proceso de vida- aludíamos a eso: a no aislar pensamiento y acción existencial, a no operar con los “dos mundos” platónicos, que Nietzsche en su exaltación llega a poner como estandarte universal del nihilismo.

Sí, la filosofía es un modo del pensar, y pensar también es, objetivamente, una modalidad más del movimiento del todo, de la sociedad y de su relación con la naturaleza, de lo vivo en su lucha por sobrevivir, del ser en su necesidad de constituirse. Dos miradas, subjetiva y objetiva; dos perspectivas, dos registros que se necesitan y se disputan la hegemonía; dos miradas que necesitan esa disputa, esa lucha, pues se alimentan de ella, se construyen en ella, sobreviven negándose una a la otra. Dos elementos que en las representaciones aparecen bajo diversas máscaras (sujeto/objeto, idea/cosa, todo/parte, público/privado, universal/particular, comunidad/individuo, ser/ ente…), cuya unidad y oposición constituye el todo. Un todo complejo, que aparece escindido, que lleva la contraposición en su seno; un todo que permanece en el fondo de sombras cuando las luces del escenario sólo iluminan la superficie, los fenómenos, la lucha por la vida de los opuestos, así cosificados, así elevados a sujetos-substancias en disputa exterior por el dominio. El todo se esconde tras los fenómenos que él posibilita, genera y substenta.

En cualquier caso, toda filosofía en tanto modo específico de pensar ha de resolver, entre otras muchas cuestiones fundamentales, las tres siguientes que me parecen relevantes al caso: la cuestión del ser, la cuestión del valor y la cuestión del saber. Tres cuestiones que, en tanto configuran una ontología, han de estar estrechamente conectadas, interdependientes, sobredeterminadas una por las otras, subsumidas en la forma constituida por sus relaciones. Estas tres cuestiones suelen ser puestas, al menos así parece, en tanto definen la posición del filósofo ante el mundo, su relación con éste; en tanto lo identifican a él y en tanto lo diferencian de los otros. Ahora bien, que sean “puestas”, que las veamos como posición (ontológica, de valor, política…) ante el mundo, no implica que sea la posición libre y consciente de un sujeto pensante ante ese mundo exterior a él; esa posición, cualquier posición, es un producto, afectado por numerosas mediaciones. Al menos así fue en el origen, hoy lo sabemos.

La tópica representación de ese escenario sujeto-mundo (sujeto/objeto) es una visión posterior, de unas ontologías concretas, producidas en el tiempo; en el origen, en esa franja de tiempo en que la filosofía comienza a aparecer dejando atrás el pensamiento mágico, no era este el escenario, no estaban tan perfilados y distinguidos sus personajes. Y seguramente este aspecto es muy significativo: el escenario filosófico, en el que el filósofo se pone ante el mundo, no es elegido. Al igual que el hombre primitivo no elegía el escenario de caza, ni los medios, ni siquiera los objetos, sino que se enfrentaba a la caza con lo que tenía a mano, así los primeros filósofos tomaron posición ante el mundo desde lo que eran, conforme a su esencia; como diría Heidegger siglos después, desde su “ser ahí” (Dasein), desde su ser en el mundo. Y ese modo de ser en el mundo, visto desde nuestro momento -no podemos verlo sino desde nuestro momento- se nos revela como una existencia en la que la Naturaleza era enormemente superior en potencia al Espíritu, al pensamiento y al arte. Nada que ver con la imagen que nos muestra e impone el escenario del capitalismo actual, en el que el individuo es, y se siente, capaz de destruir el planeta, de transformar el ADN de las especies, de dominar los seres (hasta su estructura subnuclear) e incluso el “ser”. Hoy el escenario permite, facilita, empuja, impone el individuo, su sacralización, su autodivinización; y en la representación filosófica ese coloso individuo aparece como “sujeto”, como principio de donde surgen las cosas, donde se sustentan, se decide lo que es y lo que no es, el ser y la nada.

Cierto, podemos encontrar esa voluntad de sujeto, ese considerarse y quererse sujeto, muy atrás en el tiempo; pero será en el capitalismo donde se consuma (y será también en el capitalismo donde se consuma el nihilismo, nos dice Nietzsche). Podemos poner esa voluntad o tendencia a la individualización más atrás, en el origen, y tal vez debamos hacerlo, pero teniendo en cuenta que su aparición no es su origen, que éste se remonta a antes del bautizo y de la identificación. Esa individualización, que sospechamos está muy en relación con el nihilismo, es tan antigua como el pensar filosófico; y tal vez tan antigua como el pensar del hombre, como el ser del hombre. En el infinito y más allá, que decía el matemático Cantor [32].


3.3. (El nihilismo como destino del individuo). En La voluntad de poder, en el “Prólogo” encontramos una interpretación clásica del nihilismo en perspectiva histórica. Allí nos dice Nietzsche que las “grandes cosas” exigen posiciones de valor a su altura: el nihilismo como una de ellas nos exige o bien guardar silencio, callar, o bien hablar del mismo “con grandeza”; y nos aclara el sentido de este término: “con grandeza, es decir cínicamente y con inocencia” [33]. Aquí “cínicamente” suena a provocador, quiere decir “más allá del bien y del mal”, quiere decir más allá de la propia voluntad de creer, desafiando a la propia voluntad de vivir, en ese sentido que Heidegger usa para decir que Nietzsche no es filósofo, sino “pensador” de su tiempo. El segundo termino lo aclara: cínicamente quiere decir con inocencia, sin consciencia, hablar con esa naturalidad que habla el trueno, la primavera, el viento del oeste…. Y sigue, hablando ya del nihilismo, una brillante reflexión que, aunque debería leerse de seguido, he divido en tres momentos para facilitar el análisis:

“Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Tal historia ya puede ser relatada hoy, porque la necesidad misma está actuando aquí. Tal futuro ya habla a través de un centenar de signos, tal destino se anuncia por todas partes; para esa música del futuro ya están afinados todos los oídos. Toda nuestra cultura europea se mueve desde hace ya largo tiempo, con una torturante tensión que crece de década en década, como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, precipitada, como una corriente que busca el final, que ya no reflexiona, que tiene miedo a reflexionar” [34].

Nos habla del nihilismo, de su “advenimiento”, de su entrada en escena, que ocupará dos siglos. Aún no ha pasado, pero ya se puede relatar, porque ya se siente, ya están apareciendo sus efectos: “la necesidad está actuando aquí” Ya tenemos los signos de ese futuro que está a la puerta, ya hay oído para esa música; ayer no, hoy sí. Porque la venimos oyendo, porque son hemos acostumbrado a ella “desde hace ya largo tiempo”; sus ondas nos llegan y nos estremecen, crece su intensidad década tras década, se acerca como “anunciando una catástrofe”. Es el torrente de la historia, que aunque no esté escrita tiene un cauce y sigue ese cauce, amenaza, tensiona: una corriente “inquieta, violenta, precipitada…, que busca el final”; un movimiento que ya no puede corregir el cauce, que “ya no reflexiona”, no se desviará, “que tiene miedo a reflexionar”. O sea, los dados están tirados, no hemos visto aún su resultado, pero éste ya es inapelable; caerán como han de caer, conforme a cómo han sido tirados. La suerte está echada, nos dice Nietzsche.

Ésta es una idea importante en Nietzsche: el futuro se juega en el pasado. El nihilismo de hoy se decidió ayer. Otra cosa es que podamos conocerlo en sus detalles. Como necesitamos saberlo, imaginarlo, y no está a nuestro alcance, estamos amenazados de ilusión. A veces pienso que el oráculo era de los dioses, por tanto, se cumplirá. El “error” de Nietzsche fue sacarlo de la ambigüedad e inconcreción y querer describirlo con precisión, querer determinarlo (concesión a Apolo a costa de Dioniso). Si no hubiera creado a “Zaratustra”… Pero lo creó, y ello le llevó a imaginar la superación del nihilismo en tonos épicos: el “superhombre” es más que un hombre, más incluso que un hombre superior, más que el último hombre. ¿Qué necesidad tenía de corregir y precisar el oráculo? Ese “ultrahombre”, en versión real -no imaginaria-, podría ser el habitante del mundo “post”: sin verdad, sin fin, sin causa, sin culpa… Claro que si ese es el superhombre posible, y Nietzsche hubiera sabido sus límites, no se habría apasionado por su llegada; incluso habría preferido seguir en el nihilismo, seguir con los hombres, sin ira ni esperanza, como aquel viejo monje que encontrara Zaratustra en su primer descenso, aquel de quien dijo aquello de “ese pobre loco no se ha enterado que Dios ha muerto”. Claro que lo sabía…

“Quien aquí toma la palabra no ha hecho, en cambio y hasta ahora, otra cosa que reflexionar como un filósofo y solitario por instinto, que encontró su provecho en permanecer aparte, al margen, en la paciencia, en la dilación, en el demorarse; como un espíritu arriesgado y experimentador que se ha extraviado al menos una vez en cada laberinto del porvenir; como un espíritu profético que mira atrás mientras narra lo que vendrá; como el primer consumado nihilista de Europa, pero que ya ha vivido en sí el nihilismo hasta el final -que lo tiene detrás de sí, por debajo de sí, fuera de sí...” [35].

En este pasaje no necesita comentarios, nos habla de él mismo, filósofo y solitario “por instinto”, que ha recorrido esa cultura desde los márgenes, sin entregarse a ella; prefirió mantenerse aparte, así esquivó el desmoronarse con ella. Pero a su modo la ha vivido, la ha sufrido, la ha experimentado, se “ha extraviado con ella… al menos una vez en cada laberinto del, porvenir”; la conoce, la sufre, pero no está contaminado. Por eso puede mirarla, mirar hacia atrás y leer allí lo que vendrá; leer en ella, en su pasado, su destino inexorable. Se considera “el primer consumado nihilista de Europa”; su crítica, su negación, ha llegado al fondo, incluso a los bajos fondos; ha extendido el nihilismo en sus cuatro dimensiones, incluida la interior. Ya ha vivido en su cuerpo y su alma el nihilismo “hasta el final”; se ha instalado en el nihilismo, lo habita, lo respira, lo crea.

“No se equivoque nadie, pues, sobre el sentido del título con que quiere ser evocado este evangelio del futuro: «La voluntad de poder Ensayo de una transvaloración de todos los valores». Con tal fórmula se expresa un contramovimiento por lo que respecta al principio y a la tarea: un movimiento que en algún futuro reemplazará ese consumado nihilismo, si bien lo presupone lógica y psicológicamente, si bien absolutamente sólo puede proceder de él y a partir de él. Pues, ¿por qué es necesario en adelante el advenimiento del nihilismo? Porque nuestros mismos valores tradicionales son los que tienen en él su última consecuencia; porque el nihilismo es la lógica de nuestros grandes valores e ideales llevada al extremo -porque ante todo tenemos que vivir el nihilismo para descubrir el auténtico valor de aquellos valores... Tendremos necesidad, en algún momento, de nuevos valores...” [36].

Es el momento culminante de esta reflexión, donde plantea la necesidad y posibilidad del nihilismo. Refiere esa superación al libro que preparaba, y que no lograría editar; su voluntad de poder no resistió al tiempo. El título evoca un programa, “un evangelio del futuro”, La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores. Había puesto mucha fe e ilusiones en este texto. Aquí nos dice que se trata de un “contramovimiento”, tanto respecto al principio como respecto a la tarea. Respecto a la tarea: porque se trata de sustituir al nihilismo, una figura de consciencia, por otra opuesta, unos valores por otros contrarios. Respecto al “principio”: porque es una negación radical del principio, de todo principio, de toda esencia. Es el nihilismo (sin principio) el que acabará con el nihilismo (de los pseudoprincipios); es el nihilismo consumado el que se extenderá y superará, tal que el nuevo “presupone lógica y psicológicamente” el anterior. O sea, el libro pretende recoger y expandir una doctrina que proviene necesariamente del nihilismo, que surge de él, que se alimenta de él, y que se usa contra él, para consumarlo y superarlo. Por eso, porque el nihilismo actual expresa la imposibilidad del hombre, condenado a la neurosis del hámster en su rueda sin ir a ninguna parte, como el hombre es un “proyecto inútil”, como diría Sartre, es necesario acabar con esa agonía del hombre en su nihilismo, de sus resistencia al nihilismo, y dirigir la mirada al advenimiento triunfante del nihilismo; por eso llama a abrirle la puerta, activarlo, extenderlo: porque el nihilismo es derrota del hombre, es la consecuencia lógica de nuestra consciencia anterior, de nuestros valores tradicionales, en definitiva, del ser humano. Sólo viviendo el nihilismo podremos saber y valorar el auténtico valor de esos valores tradicionales; sólo así tendremos definitivamente necesidad de nuevos valores. Hay que pasar por ellos, como él ha pasado. Padre pastor protestante hijo de pastor, nieto de pastor… Madre hija de pastor… Estudios de teología… Contacto con el aire fresco del Pireo… ¿Quién mejor que Primo Levi para hablar de los campos…? ¿Quién mejor que Nietzsche para hablar del nihilismo?


3.4. (El nihilismo que llama a la puerta). Veamos ahora un fragmento en el que Nietzsche apunta a orígenes concretos del nihilismo; ahora no le preocupa su gestación, su estado larvado durante siglos, su hibernación en la metafísica, sino el instante en que comienza a hacerse presente en público, cuando aparece en escena, cuando sale de las sombras y reclama atención. Cuando llama a la puerta, para que aquellos que se esconden no puedan ignorarlo más: o le abren o le cierran la entrada, ya no es posible, apartar la mirada, escaparse a su reto. No es posible dar la espalda al más inquietante de todos los huéspedes.

Comienza el fragmento diciéndonos que “El nihilismo está ante la puerta: ¿de dónde nos viene éste, el más siniestro de todos los huéspedes?” [37]. Es Nietzsche quien se hace la pregunta por el origen, por el lugar de procedencia; y es él mismo quien nos da la respuesta. Nos lo resume en ocho puntos, algunos densos y otros meros apartados de un guion para el cajón. Recojo los más relevantes.

“1. Punto de partida: es un error aludir como causa del nihilismo a «calamidades sociales», a «degeneraciones fisiológicas» o incluso a la corrupción. Éstas siempre permiten interpretaciones totalmente diferentes. Al contrario, el nihilismo se enraíza en una interpretación muy determinada, en la cristiano-moral. Es la época más honesta y compasiva. La pobreza, la pobreza espiritual, física, intelectual, no es en sí totalmente capaz de producir el nihilismo, es decir: el rechazo radical del valor, del sentido, de la deseabilidad” [38].

Así, nos dice que no busquemos en cualquier parte, y sobre todo en el exterior de la consciencia (en las calamidades sociales, en las determinaciones fisiológicas, en la degeneración o corrupción…), que las causas del nihilismo tienen un lugar de nacimiento muy concreto: “el nihilismo se enraíza en una interpretación muy determinada, en la cristiano-moral”. Ese es su lugar sagrado. Tiende a pensar el nihilismo como “nihilismo europeo”, y en estos límites la moral dominante es la cristiana. En ella, en su función, se encuentra el enigma, en su interior hemos de descifrarlo. En los alrededores sólo encontraremos confusión, diversidad de interpretaciones. La “pobreza”, de cualquier género, intelectual, física, moral, no explica por sí misma el nihilismo. Esa pobreza ha existido en otros momentos y lugares, y no ha conducido al nihilismo; al contrario, ha recurrido a fórmulas mágicas para ahuyentarlo. Por tanto, nos insiste, ha de buscarse en el interior, en la moral cristiana que conformado nuestras vidas e ideas a lo largo de los siglos. Moral que ahora se resquebraja, debilita y retrocede de la mano de la teología, de la metafísica que la soportó, que la fundamentó y legitimó; disuelto el ser se difumina el valor, se quiebra el orden oficial de fundamentación, ontología-moral-política. Todo ese mundo se hunde bajo nuestros pies.

“2. La decadencia del cristianismo, víctima de su moral (que le es inseparable) que se revuelve contra el Dios cristiano. El sentido de la veracidad, altamente desarrollado por medio del cristianismo, se convierte en repugnancia ante la falsedad y la mendacidad de toda interpretación cristiana del mundo y de la historia. Retroceso desde «Dios es la verdad» hasta la creencia fanática «todo es falso». Budismo de la acción...” [39]

El cristianismo, como religión o como teología, si se quiere, como filosofía, incluye una moral; tota concepción del ser incluye una concepción del valor. Nietzsche siempre piensa que se busca y se encuentra la ontología para fundar la moral, aunque luego se finja un orden de fundamentación inverso; en cualquier caso, son inseparables. Ahora bien, lo que afecta de modo inmediato al proceso de vida son los valores éticos, las reglas cívicas y morales; y al fallar pierden credibilidad, se vuelven estériles, se devalúan, y con ellas arrastran a la filosofía, aquí la religión, el cristianismo. ¿Por qué se pierde la fe en unos valores morales en los que antes se creía ciegamente? La respuesta que nos da Nietzsche es curiosa, tratando de mostrar que todo ocurre por necesidad; nos dice que el cristianismo, entre sus valores, y sus reglas, ha enfatizado la verdad, la voluntad de verdad como deber insobornable. Ese sentido de veracidad hace que no puedan cerrarse los ojos ante las anomalías y contradicciones entre las reglas morales que organizan la vida y la voluntad de vivir, la voluntad de poder. Rebelada su inadecuación, pasan a ser no queridas, y luego a ser rechazadas. Y si se rechazan las reglas se juega en ello el orden ontológico en que se legitimaban, la totalidad de la representación cristiana del mundo, con Dios en su cima. El “todo es falso” es la condena y muerte de “Dios es la verdad”; y si ya Dios no es la verdad y el fundamento, “Dios ha muerto”.

“3. El escepticismo en la moral es lo decisivo. La decadencia de la interpretación moral del mundo, que ya no tiene ninguna sanción después que ha intentado refugiarse en un más allá, termina en nihilismo. «Todo carece de sentido» (la inviabilidad de Una interpretación del mundo, a la cual se ha consagrado una fuerza enorme, despierta la sospecha de que todas las interpretaciones del mundo son falsas)»” [40].

Así se desencadena el proceso: decae la moral, se hunde el sistema categorial y el nihilismo aparece en el horizonte, se impone a la consciencia. No hay salida, no hay otro lugar en el mundo, otras reglas; de hecho, si las del cristianismo tuvieron que elegir el más allá es porque aquí no encontraban la positividad de construir su ciudad. Si ahora se desvela que el más allá es un engaño, ya no hay esperanza alguna: ni aquí ni más allá, ni hoy ni mañana.

Siempre podremos sospechar que Nietzsche tira la toalla al primer embate; pero, pensémoslo bien, él viene de un gran recorrido, ha pasado por todos los lugares y sufrido todos los fracasos, conoce todos los nihilismos; él recoge en su consciencia todas las experiencias de la humanidad. Conoce incluso el nihilismo budista, “anhelo de la nada”; sabe de ese “budismo hindú”, cuyo nihilismo sólo tenía una norma propiamente moral (huir de la existencia) y un único valor moral (“existencia como castigo”). Existencia como error, “error como castigo” [41]. Conocía los esfuerzos de la filosofía de Spinoza, Schelling, Hegel, para superar el «Dios moral»; conocía los esfuerzos estériles de “los ideales populares” que buscaban la superación del nihilismo en las figuras de “el sabio, el santo, el poeta”. Sabía todos los recorridos y disfraces del nihilismo para sortear el “antagonismo de «verdadero», «bello» y «bueno»” [42]. Llevaba todas sus cicatrices en su alma. Por ello puede decir que no hay salida, que todo intento de escapar lleva de nuevo al origen, que todo intento es ya mero entretenimiento, viaje vacío de objetivo y esperanza.

En Nietzsche el hombre, y su consciencia, se van haciendo en el proceso del tiempo. El “europeo” (como anteayer el “ateniense”), es un producto, entre otras cosas, de la moral cristiana, y de la concepción del mundo cristiano. Si se derrumba, no tiene solución para él, no hay otro lugar. Esa pretensión de cambiar de camisa, de “reinventarnos”, como se dice hoy, no es alternativa para el hombre. Un mundo sin valores morales y sin ontologías teórica y práctica, es un mundo imposible para el hombre, un mundo donde no puede vivir como ser humano, donde ese individuo particular entre los otros seres vivos que llamamos “homo” literalmente sobra. Por eso no tiene salida. Si hay salida del nihilismo no puede ser humana, habrá de ser llevada a cabo por otro ser, otro tipo de individuo; un ser que no está forjado en el pathos moral. Eso quiere decir su “más allá del bien y del mal”; es territorio exterior a lo humano.

Eso es lo que pensaba Nietzsche; es lo que podía pensar, dentro de sus límites. Ignoro si hoy, con otro capitalismo, y con otra voluntad de poder, en definitiva, con individuos con otra estructura de deseos y valores, tiene sentido pensar una salida humana al nihilismo; no un nihilismo humanizado, sino un hombre nihilizado, capaz de vivir sin verdad, sin ideal, sin moral. No lo sé, tal vez al final del recorrido del curso tengamos una idea más elaborada. Lo que sí me parece ya claro es que, siglo y medio después, el nihilismo se ha extendido mucho, avanza incansable, aunque la figura del Übermensch que debía acompañarle se retrasa, no crece, parece entretenida en imitaciones y sucedáneos; los nuevos habitantes del nihilismo no son héroes, sino más bien “caco-hombres” que viven con alegría y desparpajo el uso de recambios de prête à porter, o de valores reciclados; individuos cuyo yo va ligero de equipaje y increíble capacidad de mutar, de “reinventarse”. Pero Nietzsche no vivía en nuestro capitalismo “trans” y “post”; vivía en otro, no lejano en tiempo pero sí en historia; vivía en un capitalismo burgués, nacional, individualista y “moral”, rasgos todos desaparecidos, sustituidos; eran los momentos en que el nihilismo estaba a la puerta, llamaba a la puerta, se presentía su avance, e inquietaba; hoy lo tenemos a la mesa como un invitado simpático. Nuestra voluntad de poder parece haberse hecho más fuerte.

En fin, el origen del nihilismo queda identificado: es la moral, que nacida para vivir encierra en sus entrañas un secreto contra la vida; secreto que un día se revelará, que la vida forzará a salir a la luz. Se entiende que su preocupación se centre ahí, en la alternativa entre: “juicios morales”, que imponen un sentido (artificioso, arbitrario, ficticio) a la vida que llega ahogar ésta, o asumir al “absurdo” de la existencia, insoportable para el hombre (para el “hombre europeo") occidental, cuya identidad, individualidad ha sido forjada en la fragua de una consciencia moral; una consciencia que ha impuesto el valor al ser, que ha sometido éste, que ya no le resiste si no es bajo su subsunción en la forma de valor. [43].

Para cerrar este apartado, fijémonos ahora en el movimiento, en la lógica de su desarrollo, en la lógica del devenir del nihilismo. Tomemos el fragmento 2[200] y leámoslo con detenimiento para percibir la ontología que le subyace, que suele aparecer de tanto en tanto y que no suele deslumbrar porque Nietzsche la combate. El fragmento dice: “Ciertamente ya no somos cristianos: nos hemos emancipado del cristianismo no porque hayamos vivido muy lejos de él, sino muy cerca de él; mejor dicho, porque hemos crecido a partir de él. Es nuestra devoción misma más severa y exigente la que hoy nos prohíbe ser aún cristianos” [44]. O sea, es el cristianismo el que nos lleva a ser anticristianos; es su regla de amor a la verdad, que ayer nos salvaba del nihilismo, la que hoy nos lanza a su desierto.

Si yo ahora tuviera la ocurrencia de decir que Nietzsche pone en escena la ontología materialista, dialéctica y práxica de Marx, provocaría al menos sonrisas paternalistas y compasivas. Por tanto, no lo diré así. Lo diré de otra manera, invitando a recordar cuando Marx nos dice que el socialismo nace de las entrañas del capitalismo, que son las contradicciones de aquél las que generan las fuerzas que habrán de enfrentarse y ante las que sucumbirá. Cuando esta génesis inmanente se hace sin sujetos, sin fines transcendentes, en los límites de la lucha por la vida y por el poder…. ¿no se ve parecido? Me conformo con haberlo expuesto como sospecha y como mera insinuación; renuncio a establecerlo como tesis [45].

Somos anticristianos por ser cristianos, o anticapitalistas por haber nacido, vivido y creído en el capitalismo. Son sus principios, los principios del cristianismo, dice Nietzsche, los que nos exigen dejar de ser cristianos. Cuando aparece el cristianismo, arraiga y se desarrolla porque es adecuado a la voluntad de vivir, o de poder, de la gente; satisface sus deseos y esperanzas, les aporta seguridad y sentido. Y se ven bien, se gustan, se sienten que son como deben ser, que conectan con la esencia. Su moral es útil, propiamente “humana”, de seres humanos, e incluso bella. Pero, en su devenir, en su movimiento dialéctico, el cristianismo como toda moral deja de ver sus conexiones con la “inmoralidad”. Enfatizo el término porque no significa que la moral cristiana sea inmoral en sentido convencional, o sea, contraria o contradictoria consigo misma; aquí “inmoral” significa que procede de ámbitos exteriores a la consciencia, a la vida misma de los individuos, que surgió en otro mundo, exterior a la moralidad… Hoy sentimos que va contra la vida; ayer era una bella ficción que nos daba fuerza para vivir y esperar; hoy ese bálsamo ha perdido su poder. Por eso, sin ira, hemos de dejarlo en el desbarrancadero de la historia.


4. Nihilismo: individuación e hybris.

He insinuado la conveniencia de poner la individuación como fuente del nihilismo, de contarla entre sus determinaciones; ahora intentaré ahondar un poco en su contenido y justificar su importancia en incluirla en el concepto de nihilismo. La individuación también se remonta al menos a los orígenes del pensamiento filosófico. El nacer y el morir, el ciclo del hombre, de la naturaleza, de la sociedad, estuvo como problema desde el principio de los tiempos históricos. No sólo interesó a la filosofía su descripción y su explicación, la puesta en relación del individuo con el todo de donde surge, frente al que se constituye y al que al final regresa; también le interesó desde el comienzo comprender el sentido y establecer la valoración del proceso mismo, de su dialéctica.


4.1. (Nihilismo e individuación). Comencemos por el principio (del tiempo y del ser), cuando el nihilismo (psicológico) parece estar ausente, impensado. Intentemos situarnos en el origen del pensar filosófico, cuando los seres humanos comienzan a salir de la inocencia, cuando no se problematizan la identidad entre mundo sensible y representación, entre ser y verdad; cuando tímidamente el saber comienza a ir más allá de la percepción. Los filósofos observan ese mundo, siempre en devenir, siempre cambiante, y comienzan a ir un paso más allá, buscan el principio de donde la pluralidad surge, buscan tras las cosas el daimon que las mueve Nietzsche conoce muy bien esa época, y bebe de ella.

Aristóteles dijo que casi todos los primeros filósofos al pensar la naturaleza creyeron que todas las cosas materiales procedían de algún principio u origen material, que llamaban arjé [46]. Un principio eterno, a partir del cual surgen las cosas finitas, que sufrirán la decadencia y regresarán al origen. Y esa eternidad establece su superioridad, su eminencia ontológica sobre las partes individualizadas. Para aquellos primeros pensadores la perfección del ser se medía por su duración, y ésta venía dada por su potencia de ser sí mismos y por sí mismos, por su capacidad de autarquía, y adquiría su máxima excelencia en la eternidad. La autarquía devendría expresión del bien, el máximo valor; aquella autarquía, aquella fuerza, era capacidad de ser, de autoproducirse; era potencia de permanecer en el ser, de mantener su identidad. “Ser” era el máximo “valor”; las cosas valen en tanto son; las propiedades de las cosas, las ideas de las mismas, son valores en tanto potencian su capacidad de ser.  No son lo que valen, sino que valen lo que son. En ese origen imaginario el nihilismo es invisible, imperceptible y, en el límite ausente. No debería sorprendernos, pues en gran medida el auriga del nihilismo es quien gestiona la relación entre el carro y los caballos, entre el ser y los valores. Cuando éstos rompen su conexión y subordinación con el carro, y vuelan solos y desenganchados, sin duda ganan libertad, velocidad, autonomía, pero han perdido la carga; son libres porque han perdido el carro. Son libres porque no son nada; o son otra cosa.

En los primeros filósofos el principio es superior a las cosas porque permanece, porque no cambia, porque no se corrompe. Esa permanencia en el ser no procede de su absoluta quietud e inmovilidad; si así fuera, no sería principio de nada, no sería ser, no se podría decir nada de él, sería indecible, sería nada; si decimos que es, es en la medida en que podemos decir que es algo. Pero ese algo no puede ser una cosa determinada, un ente; en consecuencia, si decimos que el ser es, si lo consideramos un ser que no es un ente, es porque lo consideramos ser sólo en tanto que da el ser a las cosas, en tanto es principio de ellas; es ser no en tanto que cosa sino en tanto principio de las cosas. En definitiva, en tanto tiene un movimiento interno, en tanto se mueve internamente generando las cosas. No cambia porque no pierde nada, porque esas cosas no se van del ser, son diferenciaciones o modo en su seno; porque siguen en su red y acaban volviendo a su indistinción en el mismo.

Ni que decir tiene que estos sofisticados pensamientos no son los que eran; ellos no lo decían así; pero los filósofos posteriores leyeron eso en sus metáforas, descifraron así sus signos. Aquí lo que nos interesa es sólo este aspecto: en los orígenes de la filosofía ya estaba el problema de la relación entre el todo y las partes o individuos que provenían de él y lo constituían; ya se veían los individuos en proceso de individuación desde un todo, que pone el origen y el destino, el sentido de ese proceso de ser sí mismo de los individuos. Y ese problema es una figura del nihilismo, como veremos.

Difieren esos sabios, según Aristóteles, al establecer si ese principio contiene un sólo elemento (para Tales el agua, para Anaximandro lo indeterminado o ápeiron, para Anaxímenes el agua) o varios, en los “pluralistas” [47]. Pero todos lo ven como fondo de cuanto es; todos lo ven como substancia de donde todo sale y como sujeto origen de su propio movimiento; lo ven como todo animado. Así Tales pone en el principio una inteligencia que lo gobierna todo, que está presente en todas las cosas que salen de él; cada cosa tiene su daimon, que pone su movimiento.

Pues bien, entre estas representaciones del todo, de la naturaleza, de los primeros filósofos me parece especialmente sugestiva la de Anaximandro: "De allí de donde todas las cosas proceden, hacia allí tienden en su destrucción, según la necesidad; de este modo las cosas expían sus culpas y reparan las injusticias cometidas contra el todo según el orden del tiempo" [48]. Tiene el accidental atractivo de que conservamos un fragmento de su pensamiento, y no las habituales menciones o descripciones de los doxógrafos. Se trata de un breve fragmento, con apenas dos párrafos. En el primero se describe el todo en su movimiento, su dialéctica interna. Viene a decir: “de allí de donde todo procede, allí todo regresa”, traducen unos; “A partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí también se produce la destrucción”, versionan otros. Ese es el todo, el ir y venir, el nacer y morir, la dialéctica identidad-individuación-identidad. El todo no es un momento abstracto, retenido en el análisis, sin individuos; tampoco es el otro momento, la pluralidad de individuos, que reduce el todo a conjunto sin substancia, a vacío nombre de lo plural. El todo es ese movimiento dialéctico de salir y entrar, de nacer y morir, que se impone poderoso a la consciencia.

En ese mismo párrafo se incluye una precisión, y aquí todos los traductores coinciden: “por razón de necesidad”. El movimiento, ese movimiento de creación y destrucción permanente, de surgimiento del ser (diferenciación) y de regreso al no ser (indiferenciación), se presenta al filósofo como necesario; la necesidad, la lógica de ese movimiento, pertenecer al todo, pertenece al ser del todo, a su modo de ser. Ese movimiento es en el todo, pero no del todo, que como tal no se mueve, no tendría donde ir; no crece ni se corrompe, carece de referencia que permita pensar su movimiento; es un movimiento (relativo) propiamente de las partes, de las individualidades que surgen por necesidad del principio. El mundo del devenir, como las olas en el mar, tiene lugar en la superficie; en el fondo domina la inmovilidad infinita [49].

Descrito así el ser como totalidad, como todo en movimiento necesario (en la superficie) de las partes, en el segundo párrafo del fragmento se pone su razón de ser, el sentido de ese movimiento que en nuestro imaginario representa Sísifo: trabajo infinito de redención imposible. Efectivamente, “de este modo las cosas expían sus culpas y reparan las injusticias cometidas contra el todo según el orden del tiempo”. Expían sus culpas, especialmente frente al todo, de donde proceden, que les dio el ser, y reparan los efectos con su regreso; pero también con la igualación final en el todo retribuyen la injusticia que unas se infringen a las otras en la individualización.

Ese movimiento de la vida es de redención: la individuación es separación de la unidad, ruptura con ella, abandono de la identidad, desafío a su poder; por tanto, genera culpa, hace necesaria la retribución; culpa entre ellas, entre las partes, en su lucha por diferenciarse, por su ciega lucha por la existencia individual; y culpa de cada una con el todo, al que ofenden con su deserción, con su abandono de la unidad e identidad en la casa común. Esa individuación, esa diferenciación del ser, -el ser como diferenciación, como individuo-, era ruptura con lo común, es injusticia; y va contra la justicia intrínseca a la vida en común, pues la separación niega la eterna identidad. Y en la injusticia la culpa se paga con la retribución, dando a cada uno lo suyo, devolviendo al todo su unidad, su infinita igualdad de lo común, su eterna paz en la identidad; y a las partes la igualdad que rompieron en su individuación. Se paga con la muerte, con la corrupción del ser individual, con el regreso a casa de los entes.

Así, en el origen de la filosofía lo necesario es susceptible de culpa; hoy nos parece intolerable, y buena parte del pensamiento filosófico se ha movido con el objetivo de superar ese obstáculo, de establecer su desconexión, de establecer la incompatibilidad entre necesidad e injusticia, entre necesidad y culpa. Y ha logrado fijar esa norma en la consciencia de tal manera que, una vez logrado, podemos ver nuestra diferencia con la representación del mundo de los presocráticos. Para nosotros esa identidad es impensable, nuestra lógica (una lógica puesta ad hoc para hacer impensable esa identidad) lo impide; los griegos clásicos, que en los orígenes de la filosofía no exigían al ser los límites del pensar, asumían eso que hoy llamaríamos “contradicción”. Pensaban con naturalidad la identidad entre necesidad y culpa: aunque la fuerza de individuación perteneciera al todo, aunque ese movimiento dialéctico fuera suyo, la filosofía en el origen no lo veía culpable de la diferenciación que imponía, y veía justicia en su venganza al negar la fuga de la existencia individual. ¿No es ése el paisaje de la tragedia? No se trata tanto de dos fuerzas, determinaciones, antagónicas, que operan en el individuo, lo desgarran y arrastran a la nada; se trata más bien de la aparición de la indisoluble identidad entre lo necesario y la culpa. Cumplen inexorablemente su destino y espían su culpa por cumplirlo, como si hubieran podido burlar el oráculo, o rebelarse contra los dioses.

Con metáforas diferentes, siempre se expresa la misma idea de justicia como forma de una totalidad, como la regla que articula y preside el funcionamiento de los elementos de un todo garantizando así su perfección, es decir, su independencia y su perduración. La justicia no se refiere a las relaciones entre individuos aislados, sino a las articulaciones de éstos con la totalidad. La justicia es la regla que subordina la función y los fines de las partes a la perfección y el fin del todo. Ese todo fue el "cosmos" en los presocráticos; pero pronto se exportaría a la "polis" y al "hombre", sin variar su significado, como regla que articula, unifica, aprovecha y dirige las potencias de los particulares hacia el bien, la autosuficiencia, la perduración en el ser, del conjunto.

La cultura griega es una cultura de la identidad; todo como comunidad, dominio del todo sobre las partes. Esto se ve en cualquier aspecto de su vida. La suya es una religión civil, instalada en prácticas sociales; no en vano los dioses viven entre los hombres; cada uno en su parte, formando el todo, pero no ajenos los unos a los otros. En su estética domina la composición, la armonía, la simetría, el equilibrio. La belleza no es suma de cosas bellas, es relación armónica y equilibrada de sus elementos; cada “cosa” en su sitio, pues no son propiamente cosas, que puedan verse como “individuos” distintos, sino que son “elementos de un todo”; su belleza le viene de su pertenencia a, y de su participación en, la belleza del todo, de la unidad.

También su literatura de ese periodo “clásico” respondía a esa hegemonía del todo. El Prometeo encadenado de Esquilo pone en escena el terrible precio a pagar por haber inducido a los hombres, seres inferiores y efímeros, a ser sí mismos, a salirse de la tutela de aquel Zeus tirano. Esquilo enfatiza que, aun reconocido por los demás dioses, Prometeo no escapará a su destino. Todo el género de la tragedia responde a esta problemática. La Antígona de Sófocles nos ofrece en vivos trazos el desgarro del individuo ante la imposibilidad de servir a dos figuras del todo, necesidad de optar entre cumplir las leyes santas de la tradición que mandan enterrar a los muertos o las leyes sagradas de la comunidad política, de la polis, que por mediación de Creonte prohíbe enterrar al hermano. No es el enfrentamiento del individuo “Antígona” a la ley la clave de la tragedia; es el desagarro insoportable de dos figuras de la ley enfrentadas, cada una de una totalidad sagrada. No podemos detenernos en estas bellas obras, aunque una lectura de las mismas en esta perspectiva promete ser muy enriquecedoras; pero sí quiero decir unas palabras sobre Las Eumenides de Esquilo, que me parece emblemática.

En ella se relata que Orestes mató a su madre Clitemnestra, que había matado a su esposo Agamenón, que a su vez había matado a su hija Ifigenia… Se refugia en el templo de Apolo, en Delfos, bajo su protección. Pero las Erinias rugen..., quieren sangre conforme a las leyes; nadie tiene derecho a salirse de las leyes. Al fin se acepta un juicio, con “jurado”, bajo la custodia de Atenea. El jurado empata, decide Atenea, presionada por las Erinias cada vez más furiosas. Atenea salva a Orestes con el siguiente argumento: lleva sangre de Agamenón, su padre, y las leyes protegen su venganza. Silencia que Ifigenia también llevaba sangre de Clitemnestra, su madre, lo que le autorizaba y aun exigía la venganza de matar a Agamenón…. Es igual, lo relevante es que el individuo no puede distinguirse, diferenciarse, pensar y actuar fuera de las leyes. Aquí Orestes no es salvado por su individualidad, que pone en peligro la guerra entre los dioses (pues las Erinias, personificaciones de la venganza, son divinidades ctónicas, del inframundo, nacidas de la sangre vertida del pene de Urano sobre Gea, cuando lo castró su hijo Cronos); para salvarlo Atenea ha de encontrar su identidad con las leyes que protegen la unidad del todo.

En fin, en la crisis del mundo griego clásico, que se manifiesta como crisis de las polis, de su bella unidad, aparecerá, crecerá y al fin dominará el fraccionamiento, la individualización. Las escuelas socráticas (estoicos, epicúreos, cínicos…), son todas ellas formas de la individuación, individuos que buscan solución a su vida individual en relación con la de un todo cada vez más débil, lejano e indiferente; son, pues, figuras protonihilistas. No obstante, quiero destacar que en ellas, la totalidad ausente, se encuentra presente bajo la nostalgia, la tristeza, esa característica consciencia de la carencia, de la pérdida, junto a rasgos que apuntan a cierta ética de la redención… El estoico con su idealización de una ciudadanía universal, contrapunto ilusorio a la pérdida de la pertenencia a una polis, o el cínico que necesita exhibir su nihilista aceptación de la inexorable soledad, (que necesita ser reconocido como cínico, que necesita a la comunidad para su exhibición de individualidad), son dos formas de expresar que lo perdido sigue teniendo presencia.

En la filosofía también encontramos esta problemática. Dos lugares áureos nos los ofrece Platón, en su el diseño de la ciudad en la República y en su descripción de las escenas de la prisión de Sócrates en espera de su muerte.  Platón es tal vez el mejor exponente de la hegemonía de la totalidad. Cuando, tras describir la ciudad, incluyendo aquellas dos prescripciones del “comunismo platónico” que afectaba a los gobernantes (no poseer riquezas y comunidad de mujeres e hijos), los discípulos plantaron a “Sócrates” que esas reglas no harían felices a las clases privilegiadas, Platón les contestaba con el principio de siempre: no describo la ciudad para que sean felices los individuos o las clases, sino la ciudad toda entera. La belleza de un rostro no se logra de unir los ojos, la boca, la nariz… más perfecta; sino de la composición, de la adecuada combinación de los mismos. Ya en el Critón, diálogo donde describe la muerte de Sócrates, había puesto en boca del maestro, cuando se negó a huir de Atenas para salvarse de la cicuta: “¿Adónde iría yo?”  Claro, ¿adónde iría Sócrates, un ateniense, sin dejar de ser Sócrates? Fuera sería un meteco, o en todo caso sería otro ser, con otro pathos, otras leyes, otra esencia.


4.2. (Nihilismo como redención de la hybris) Permitidme, a riesgo de alguna repetición, insistir un poco más en la importancia del fragmento de Anaximandro para el tema del nihilismo que aquí nos ocupa; reconozco que siento una especial admiración por este fragmento, escrito en los momentos de inauguración de la filosofía. Es una experiencia entrañable imaginarnos un filósofo que miraba y veía que los seres, todos los seres, tal vez también las ideas, nacían, se desarrollaban, se distanciaban de su origen, regresaban e inexorablemente y morían; aparecían, se distinguían y volvían a su arjé, a confundirse con su principio. Ese era el espectáculo del mundo mirado de lejos, cuando la mirada abstrae lo esencial. Viene a decirnos el filósofo de Mileto, en clave cosmológica, que de allí de donde todas las cosas proceden, allí todas vuelven por razón de necesidad, para lavar sus culpas con la justicia. Si del plano cosmológico pasamos al social, podemos leer que donde nace el individuo desgajándose del todo de la comunidad allí aparece la culpa y la injusticia, y la necesidad de redención, que impone la justicia del todo, que es la igualdad en lo común.

Recordemos que, durante siglos, para la filosofía, para el pensamiento, conocer el ser del hombre era conocer su ser social, característica que aún cuenta, pero difuminada; y conocer su ser social era conocer su origen, su genealogía, a partir de esa sociedad; era preguntar por su ascendencia, por su estirpe, por su casa. Como digo, hoy aún funciona esa determinación del ser humano, pero con rasgos cada vez más etéreos. El desarrollo de la filosofía ha tendido a poner la mirada en el individuo, a encontrar en esa figura su ser, debilitando o silenciando su herencia ontológica, social, pero en sus orígenes pesaban más los universales intermedios: la Ciudad, el Oikos, la Nación, el “Estado”, el Gremio

En el fragmento de Anaximandro, en su representación del todo, apreciamos ya que el movimiento eterno, el eterno devenir, se da entre esas dos formas de aparecer el todo, sus dos formas de ser: como principio único y como totalidad de las cosas; cambio inmanente, devenir que no sale de la unidad del todo. Como pensador, su mirada es seducida por la fuerza del todo único, del todo como unidad, como lo Uno, con identidad absoluta. Pero como filósofo, que aspira a pensar el ser, a pensar el ser de ese todo, hace que la unidad de lo Uno sea unidad de una unión, unidad de dos formas de presentarse ese todo; la unidad de una pluralidad de aspectos, que encierra distinciones. El pensamiento, pues, va apropiándose de ese todo reduciéndolo a totalidad, a conjunto articulado de aspectos analíticamente diferenciables, de categorías. Ve el todo de unidad absoluta como totalidad que subsume la unidad de principio y la pluralidad de sus manifestaciones; como unidad de substancia y modos. Ve su intrínseco estar en el ser, su eterno permanecer en el ser, como constante tendencia a ser, como movimiento para reproducirse como ser; y ve este movimiento desdoblado, tanto si se piensa como principio (que exige el regreso como reparación de la culpa por el desafío a su unidad), cuanto si se piensa como pluralidad, como totalidad de individuos, cada uno inexorablemente lanzado a su determinación de permanecer en el ser. El pensamiento avanza reduciendo el todo a totalidad, a todo pensado, todo construido en el pensamiento. Esto e inexorable. Si esto es metafísica, si es ficción, si es nihilismo, no escapamos al mismo.

Este proceso, que cabalga a caballo de la filosofía, es inevitable. El todo como lo absoluto no puede ser pensado sin reducirlo a totalidad. Nadie lo comprendió antes que Anaximandro, quien con envidiable lucidez lo llamó “ápeiron”, lo indeterminado. Y lo indeterminado es impensable en tanto consideremos que pensar, decir el ser de las cosas, lo que algo es, equivale a diferenciarlo, a aplicarle determinaciones, a convertirlo en una cosa, un ente. Considerar ese todo absoluto como principio es ya determinarlo, es convertirlo en un casi ente, por muy general que sea. Lo absoluto, en cualquiera de sus formas, no es pensable; si pensar es decir lo que es, no es pensable porque no es decible; no se puede decir nada de él, pues sólo se dicen sus determinaciones y carece de ellas. Lo ápeiron es lo indeterminado, lo que no es; y todo sale de él introduciendo las determinaciones, con lo cual de todo absoluto lo convertimos en totalidad en movimiento. Del todo salen las cosas, los seres determinados, los seres individualizados; del todo sale incluso ese todo en general, el todo como totalidad, ese “ente en su totalidad” que dice Heidegger, que es un modo de ser (un ente), que es tiene determinaciones, distinciones. Ese ente general alude al todo como proceso de diferenciación e indiferenciación, con sus determinaciones, con sus momentos, con su lógica; ese todo ya no es absoluto, sino determinado; ese todo ya es algo, ya es un ser.

Anaximandro, como griego, como filósofo que piensa en su ser ahí, en su contexto, a la hora de concretar la distinción que inexorablemente introduce el pensamiento entre esas dos formas del todo (como principio y como pluralidad o conjunto de cosas), tiende a otorgar una ligera primacía ontológica al todo como principio, que en la distinción analítica refiere a la permanencia, a su ser inamovible e imperecedero; en consecuencia la pluralidad de las cosas se presenta a sus ojos como formas de ser más débiles, precafrias, fugaces, sujetas al devenir, condenadas al perecer. En definitiva, aunque el devenir es del todo e interno al todo, en el espejo de la representación se desdobla ya, muy suavemente, casi insinuado, en las dos imágenes que la historia de la filosofía radicalizará y confrontará como dos mundos: la del ser en su inamovible eternidad y autosuficiencia y la del ente como movimiento, como constante ser y dejar de ser, efímera presencia contingente e impensable.

Y es así, nos dice Anaximandro, por razón de necesidad y por razón de justicia. La necesidad puede verse como inscrita en el modo de ser del todo, en su dialéctica, en su juego de creación y muerte, diferenciación y regreso a la identidad; la necesidad rige el nacimiento de los individuos desde el todo, contra el todo, como luchas por romper y ser cada uno un todo, un individuo; la necesidad pertenece a la idea de ese todo como proceso de autoproducción, fuente y destino del movimiento, como la viera Spinoza en aquella idea de substancia única, Deus sive Natura, que en el pensamiento, para poder aprehenderla, se desdoblaba em natura naturans y natura naturata, en poder constituyente y poder constituido, en principio que crea, alimenta y sustenta las cosas, los modos, y totalidad de estos modos, que en su tendencia inexorable a perseverar en el ser, marca de su ser, encuentran su muerte pero dan la vida, la reproducción, la perseveración en su ser, al todo. La necesidad, por tanto, está inscrita en el todo de Anaximandro, en su dialéctica interior.

Pero Anaximandro, además de ver necesidad en el juego del devenir, también ve justicia. Parece que el todo hace justicia, como si la escisión, la individualización que surge de su seno no fuera suya, fuera contra él [50]. El todo-principio pone la justicia y la aplica al todo-pluralidad, a los individuos, todos ellos afectados por la culpa de la individuación, todos ellos afectados literalmente de pecado original: la individuación como primer pecado, pero también y especialmente como pecado en su origen. El pecado reside en el haber nacido, en aparecer, o sea, en venir al ser diferenciado, necesariamente particular, necesariamente individual, abandonando el no-ser que se gozaba en la existencia común e indistinta en el todo. Ahí reside la culpa, en la propia esencia del ser, en su devenir ser, en su distinción.

El filósofo, que habla y ha de hablar del ser, de su realidad, de su verdad, de lo que realmente es, sabe que todo ser del que se pueda hablar es un ser determinado, es resultado de la determinación; resultado del hablar. Aunque faltaban años para que Spinoza, una vez más Spinoza, enseñara a los filósofos que toda determinación es una negación, que por tanto el ser que construía con el no-ser, Anaximandro ya se había encontrado con esa realidad. Él lo llama culpa, la culpa de la individuación, la culpa de devenir individuo, la culpa de ser individuo; es, pues, la culpa de la determinación la que separa a los seres, a los entes, a los individuos, entre ellos y del principio donde existen en común. En un espacio un poco menos abstracto, en la relación entre la comunidad y los individuos, podemos ver la manifestación de este problema, su complejidad, los cientos de “soluciones” que se ha dado al mismo, la difícil cuestión de fijar la “justicia”; pero también la generalizada idea de que la injusticia y la culpa tienen lugar en esa relación.

La culpa, la injusticia, está en la determinación, en la individuación como determinación del ser. Al fin, un individuo resulta de determinar un trozo indistinto de la sociedad; un modo resulta de aplicar determinaciones a la substancia; las cosas salen del todo, de su existencia indistinta e indeterminada en el todo, dice Anaximandro, se separan, distinguen, alejan de la indistinción y se constituyen determinándose. Lo sabemos, llama ápeiron, lo indeterminado, a ese todo principio del ser, de la vida; lo indeterminado es la arjé, el principio de todas las cosas, de allí nacen y de allí se sustentan. El nacimiento de éstas, su devenir al ser, no es otra cosa que abandonar el reino de lo indeterminado y pasar al de la determinación, abandonar lo común y devenir individuo; es simplemente una negación de lo ápeiron, es una simple y necesaria negación de la indeterminación. Lo ápeiron, como indeterminado, propiamente no es; si nos empeñamos en considerarlo ser, habremos de decir que no es nada, que es no-ser; ni siquiera podríamos decir que es la nada, pues con este término, aunque se use como conjunto vacío, aludimos a una (extravagante) forma de ser. Lo ápeiron, como indeterminado, es algo que no es. El lenguaje, dirá Nietzsche, nos impide pensar, ata nuestro pensar, lo limita, nos empuja a la metafísica. Tenía razón, pero ni él mismo guardó silencio.

Quiero destacar que esa descripción de la aparición del ser en el fragmento de Anaximandro en el fondo apunta a la aparición de la contradicción, de la lucha, entre el individuo y el todo, entre los diversos individuos. Máxima individuación máxima lucha, máxima fragmentación, máxima destrucción de la unidad original de lo ápeiron. Máxima injusticia, que es desorden, que es parcialidad, dominio de una parte sobre el todo, arbitrariedad o dominio de unas sobre las otras. La contradicción en sí misma lleva al caos y la aniquilación, lleva a la nada; el acto de devenir un ser particular, un ente, encierra la nihilización del Ser; el nacimiento oculta su entrega a la muerte. La muerte del individuo, sin duda, por entrar en la órbita de la finitud, pero también la del todo si éste no logra que esa muerte sea un regreso, que esa destrucción del individuo restablezca la justicia, condición de posibilidad de la eternidad del todo.

La contradicción, por tanto, es autodestructora, es perversamente suicida; tan necesaria -¡es la única manera de ser!, el ser de lo ápeiron, indeterminado, no puede ser dicho, el lenguaje se resiste a ello- como absurda. Por eso Anaximandro añade a lo ápeiron, a la arjé, al ser que no puede ser dicho, el orden exterior de la justicia. Lo ápeiron está subsumido en el orden del tiempo, su dialéctica de nacimiento y muerte queda encerrada en la lucha injusticia/justicia, la Diké tiene su Némesis que sanciona, limita, corrige y restablece la desmesura de la individualización, la hybris. La hybris [51] es el pecado de la individuación, su exceso, su demasía; aparece en el individuo, es el Dioniso de Nietzsche, que rompiendo los límites, violando sus determinaciones, le hace regresar a su origen. Esto a veces no se aprecia: Dioniso trabaja al servicio del todo, fuerza ese regreso, logra salir de la individuación, del ensimismamiento, y transcenderse a lo común. Es como si el todo contara con dos celosos guardianes: Dioniso, que radicalizando la individuación, rompiendo sus límites, llevando la hybris al exceso y la demasía, reintegra al individuo a lo común, aunque sea por momentos; y Némesis, que no vigila los límites del individuo, sino las fronteras del todo, la justicia de lo común; a quien sale de ella, Némesis impone el retorno, garantiza el regreso definitivo; cuida así y garantiza el eterno retorno, única manera de hacer posible el nacimiento del ser y la supremacía del todo. Ambas fuerzas, en distintos ámbitos, controlan que lo ápeiron no se agote, que no pierda su substancia y su potencia de ser; ambas fuerzas contribuyen a que lo ápeiron no quede disuelto en mera pluralidad de individuos, en una colección sin substancia; en consecuencia, ambos guardianes garantizan que lo ápeiron se mantenga en su ser, se mantenga como causa sui. En definitiva, así se consigue esa representación del todo como contradicción, como unidad de opuestos, como movimiento de vida y muerte en el ser, entre dos momentos de su existencia. Un movimiento, quiero enfatizarlo, subsumido en un orden, “en el orden del tiempo”, que pone los límites a la contradicción, que garantiza su devenir, presencia de la negación, y su persistencia, evitando su aniquilación. Esa forma en que queda subsumida la vida es la forma de la Diké, que con su brazo armado, la Némesis, hace efectiva la coexistencia guerrera entre el ser y la nada.

En fin, el todo en movimiento, en devenir, era el absoluto: mero nombre sin concepto, ser impensable. Ante el filósofo, ese todo deviene totalidad, el todo representado bajo la determinación, subsumido en las categorías, diferenciados sus aspectos o momentos. En esa totalidad se captaban tres momentos, que en el análisis se separan, se objetivan (se convierten en objeto del pensar) y, como si fuera una exigencia de nuestro pensamiento, expresión de su límite, se substancializan y cosifican. Aparecen de este modo tres componentes que intervienen en el espectáculo: el ser en el momento inicial, que acabamos imaginando como anterior al movimiento; el ser ya en el proceso de creación, en la acción creadora de la pluralidad, las cosas, los individuos; el ser como conjunto de individualidades constituidas, fijadas, separadas, con finalidad propia, con voluntad propia, con fuerza propia para perseverar en el ser. Si lo traducimos al ámbito social, bajo la figura del poder: el poder del pueblo, indefinido, imprevisible, como “multitud”; el poder constituyente (ya sometido a determinaciones, a una lógica, a unos procedimientos) y el poder constituido. Los tres en desarrollo desigual y combinado, los tres como expresión colectiva de la voluntad de poder de los individuos.


4.3. (Cristianismo y capitalismo: individuación y nihilismo). Para cerrar esta reflexión expondré de forma sintética el devenir de la individualización. La filosofía ya lo ha hecho: toda la historia parece ser un proceso de construcción y hegemonía del sujeto (individual). Podremos encontrar momentos en que esta figura ha sido cuestionada, pero desde que Protágoras formulara “el hombre es la medida de todas las cosas”, la corriente dominante ha sido hacer valer el lema, convertirlo en verdad sea como sea. Los momentos (escépticos) de duda, de sospecha, de desánimo, precursores del nihilismo, sólo han servido para dar profundidad al avance del saber, para recordarle que ha de seguir adelante.

Pues bien, el individualismo recibió un primer y definitivo impulso en el cristianismo, cuya teología expresa el triunfo radical, absoluto, de la individualización. En ella Dios y el individuo aparecen cara a cara; éste ha de rendir cuentas personalmente. Culpa y salvación son individualizadas; en el Juicio Final no se juzga a los pueblos ni a las naciones, se juzga a los individuos, uno a uno. Esto es tanto más importante cuanto que la misma idea se trasladó a la esfera civil: en ella la justicia poco a poco pasará a ser individualizada, no diferenciada por clases, por pueblos, hecha por los “pares” y para los “pares”, sino para todos, igual para todos. Costará, pero esta idea de culpa, juicio y sanción individualizados se irá afianzando. El capitalismo la hará suya, y la pondrá como un reconocimiento más del individualismo.

Ahora bien, a pesar de la sacralización del individuo en el cristianismo, siguió presente la idea de “pueblo de Dios”, pueblo elegido; aunque en el correr del tiempo se expandiera al universo cristiano. La totalidad no estaba del todo ausente. De hecho, en el catolicismo tomó mucha fuerza la Iglesia, (ekklesia), originariamente asamblea de creyentes, pueblo cristiano. Siempre ha estado vivo, a veces mera nostalgia, esa idea del cristianismo como comunidad, como viuda en común. Y es evidente que, en su doctrina, a pesar de esa teología que impone una ontología individualista, que pone como dogma el trato individualizado de Dios hacia los hombres, está llena de normas y consejos comunitarios. Incluso es obvio que muchos de los problemas prácticos, de desarrollo social, del cristianismo, tienen que ver con el problema teórico de la relación entre el todo y sus elementos, con el problema de la individuación.

Para muchos hoy el cristianismo sigue siendo vida en comunidad; pero en “comunidad de cristinos”. Ya San Agustín teorizó las “dos ciudades”, sobre el principio de “Dar al César…”. Y no deja de ser curioso que en la vida civil son más cuidadosos de la comunidad los cristianos de la Reforma, que en teología son más radicalmente individualistas, al proponer una relación Dios-Individuo sin mediaciones, sin pactos ni reglas, sin mérito, sin autoredención posible… No podemos entrar en estas cuestiones, pero quiero subrayar: primero, que profundizar en el tema de la individuación nos ayudaría a comprender nuestra consciencia actual y su desarrollo; segundo, que nos ayudaría a comprender mejor el nihilismo, y la manera de vivirlo. La sensibilidad nietzscheana hacia el mismo es difícil entenderla sin su contexto familiar, lleno de pastores cristianos luteranos.

En fin, para acabar, simplemente señalar que el ciclo lo cierra el capitalismo, sin duda expresión definitiva del triunfo de la subjetividad individual. Marx ya teorizó su necesidad, la necesidad de los “derechos” de los individuos, e incluso la necesidad de la “igualdad” de los mismos: contrato de trabajo entre dos individuos “iguales” (en su individualidad); derechos (universales) de los individuos (particulares). Incluso la propiedad, fundamento del sistema, se piensa como derecho del autor a su obra, derecho al cuerpo y al alma propios, y a lo producido con ellos, al producto de su cerebro y sus manos.

Como volveremos sobre este tema, no me extenderé más. Simplemente llamar la atención sobre su densidad y extensión. Afecta a los nombres. La comunidad ha devenido sociedad, pensada ésta como asociación de individuos, pacto entre individuos, para sus intereses mutuos; pactos y fines que marcan sus límites, sus funciones. El “todo” político deviene instrumental” y subordinado. El bien “común” ha devenido “bien del conjunto”, de todos los individuos, o de la mayoría… Su superioridad ya no es ontológica, sólo cuantitativa: bien de muchos más, “máxima felicidad para el mayor número”, formuló Bentham.

La misma democracia, que en sus orígenes modernos coqueteó con el ideal de “voluntad general”, de facto asume que es “voluntad de la mayoría”. Y aunque se simule al hablar de la “representación nacional” o “representación del pueblo”, fuera de los escenarios retóricos se asume que cada uno representa a los suyos, a su audiencia, a la que ha de cuidar. El todo sociopolítico en el capitalismo ha perdido toda su substancia: se reescribe en cada ocasión, es efímero, mero acuerdo puntual y revisable…. Nada de leyes santas de la tradición: el derecho natural desplazó mal histórico. El todo aquí es construido por los individuos, a su servicio y a su medida, como quien se construye una casa.

Pero… Sí, como siempre, hay anomalías, disidencias, trazas o huellas que perviven bajo las sombras y el silencio. En el trabajo, individualizado, pervive la socialización. Y se deja ver cada vez más fuerte, como si amenazara nueva época. Es la socialización creciente. Socialización de la producción, de la distribución, del consumo… Lenta y enmascarada, pero persistente y en avance. Hay que tenerla en cuenta. Ya no puede ignorarse, hay que cuidarla y construirla.

Por otro lado, en nuestras entrañas seguimos manteniendo -en la nostalgia, como paraíso perdido- esas trazas de la comunidad de la que venimos. Añoramos y consideramos superior -verbalmente, en el ocio…- la totalidad en sus múltiples figuras: el pueblo, la nación, lo común, lo público… El “egoísmo” universal extendido no es del todo aceptado en la consciencia; no nos vemos guapos en el espejo de nuestro egoísmo, con ese traje; necesitamos cosmética.

En fin, para acabar, la individualización forma parte de nuestra autoconsciencia; e interviene poderosamente en ella, en nuestro reconocimiento, en nuestra aceptación de nosotros mismos y del mundo. Parece que nuestra estructura como seres humanos, la estructura de nuestra consciencia, pivotara sobre estos cuatro pilares: verdad, valor moral, historia y comunidad. Ellos configuran nuestra identidad, nuestra imagen de nosotros mismos; por tanto, ellos determinan nuestra autoconsciencia, nuestra aceptación o rechazo de esa consciencia que somos; nuestra satisfacción o insatisfacción, nuestra esperanza en reformarla y mejorarla o nuestra inevitable impotencia y renuncia a ello; en fin, nuestra entrega a esa condición, a ese pathos, que venimos llamando nihilismo. Pues, al fin, los cuatro son rostros de lo mismo: rostros del saber que somos, con sus luces y sus sombras.


J.M.Bermudo (2022)




[2] Un acercamiento los primeros usos del término nos lo ofrece F. Volpi, El Nihilismo. Madrid, Siruela, 2007.

[3] “Carta de Jacobi a Fichte sobre el nihilismo”, en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 12, 235-263. Servido de Publicaciones UCM, Madrid, 1995, 256 (Traducción, presentación y notas de Vicente Serrano).

[4] Ver al respecto J. L. Villacañas, Nihilismo, especulación y cristianismo en F.H. Jacobi. Barcelona, Anthropos, 1989.

[5] Quienes gustan rastrear las ideas y las palabras casi siempre suelen encontrar antecedentes. Por ejemplo, el término «nihilismo» también fue empleado profusamente por Jean Paul (Richter) en su Vorschule der Ästhetik, par. 1 y 2. Lo suele usar en clave estética, para caracterizar la poesía romántica, al romanticismo sería una especie de “nihilismo poético”.

[6] F. M. Dostoievski, Discurso sobre Pushkin. La Plata (Argentina), Terramar ediciones, 2005.

[7] Es curiosa esta observación de Nietzsche sobre el alma rusa: «Los hombres malvados no tienen canciones.»- ¿Cómo es que los rusos las tienen? «La música rusa saca a la luz, con una simplicidad conmovedora, el alma del mujik, del pueblo bajo. Nada habla más a mi corazón que las suaves melodías de esa música, todas las cuales son melodías tristes. Yo cambiaría la felicidad de Occidente entero por la forma rusa de estar triste. - Mas ¿cómo es que las clases dominantes de Rusia no están representadas en su música? ¿Basta con decir "los hombres malvados no tienen canciones"?»

[8] FP. 2 [27]. Nietzsche, El Nihilismo: Escritos póstumos, 2 [109]. Barcelona, Península, 2002 (Traducción de Gonçal Mayos). Citaremos frecuentemente de esta traducción.

[9] FP. 11 [123].

[10] FP. 11 [123].

[11] FP. 2 [127].

[12] FP. 9 [35].

[13] FP. 9 [35].

[14] FP. 9 [35].

[15] FP. 9 [39].

[16] FP. 11 [123].

[17] FP. 2 [109].

[18] FP. 2 [109].

[19] Recordemos la “Crisis de la consciencia europea en el siglo XVI”, de Paul Hazard, que nos permite ver que este tipo de crisis son tan abundantes como el ser humano. Lo interesante es que Nietzsche habla de su tiempo: de autoconsciencia, no de consciencia de otros. Recordemos también la de O. Spengler, “La decadencia de occidente”. Curioso, siempre “occidente”, siempre “Europa”.

[20] Recogido en La voluntad de poder, Fragmento 12. Es un fragmento con redacción final en 1888

[21] Permitidme una aclaración en este punto. Hay muchas maneras de hablar de la consciencia, como si fuera un almacén de fenómenos diversos tales como las pasiones, los sentimientos, los instintos, los valores, el pensamiento…. Yo prefiero pensarla como Hegel, como “saber”, como sophia. Prefiero considerar esos contenidos como formas de saber, como modos de ser o aparecer las cosas en la consciencia. La pasión o el instinto es un saber, un saber en sí, diría Hegel, que aún no es saber para sí. Pero es saber que está ahí, formando parte de la consciencia. Creo que esta representación nos dará más juego en la construcción del concepto de nihilismo, como iremos viendo; y creo que, a pesar del rechazo nietzscheano a Hegel, esta perspectiva hermenéutica está en lo fundamental en línea con la suya, y que incluso la enriquece, aumenta su potencia. Especialmente si entendemos el “saber” no como producción o producto de un sujeto, que solemos llamar espíritu, entendimiento, razón o cualquier otra facultad; sino que entendemos el “saber” como una afección, un efecto de la relación entre el mundo y el individuo vivo humano. Por decirlo de forma rotunda: el saber como un pathos (carácter), como algo que surge, que se padece, que se soporta, que se lleva consigo; un conjunto de procesos o fenómenos que constituyen una dimensión de la vida, que abstraemos en el análisis y que llamamos consciencia. Este concepto es importante. Nietzsche dice con frecuencia que el nihilismo es enfermedad, debilidad…, en el pensar, en el sentir, en el querer, en el poder…. Pero otras veces dirá que el nihilismo es fuerza, opulencia, potencia… Por eso insisto en ver el nihilismo como pathos; que no se reduce a lo enfermizo –“pathologia”-, sino que tiene una semántica más amplia, que se identifica con toda determinación del modo de ser. Como decía Hume, sólo sentimos lo determinado, lo limitado; lo infinito no cabe en nuestra consciencia; y hoy más que nunca sabemos, desde Spinoza, que pensar es determinar; y con Kant, que pensar es legislar….

[22] En los Fragmentos Póstumos, 11[99], lo nombra “Crítica del nihilismo”. Aquí seguimos la edición del profesor Diego Sánchez Meca (Madrid, Tecnos, 2008, 2ª edic.)

[23] Ver Jorge Álvarez, “Cinismo, nihilismo, capitalismo”, en www.fronterad.com; también el libro de Alfredo Gómez Müller, Nihilismo y capitalismo. Bogotá. Ediciones Desde Abajo, 2016.

[24] FP. 11 [99]. Aquí citamos de F. Nietzsche. Fragmentos Póstumos (1885-1889). Madrid, Tecnos, 2008, 2ª edic. (A cargo del Prof. Diego Sánchez Meca).

[25] FP. 11 [99].

[26] FP. 11 [99].

[27] FP. 11 [99].

[28] FP. 11 [99]. Traducción de G. Mayos citada.

[29] Como argumentaremos en la Sesión 3.

[30] “El ascenso del nihilismo. El nihilismo no es sólo una tendencia hacia consideraciones sobre lo “¡en vano!”, ni es sólo la creencia de que todo merece perecer: cosa en la que se ponen las manos, cosa que se condena a perecer… Esto es, si se quiere, ilógico, pero el nihilista no cree en la necesidad de ser lógico… Es el estado de los espíritus y de las voluntades fuertes: y a éstos no les es posible mantenerse en el no “del juicio”: -el no de la acción procede de la naturaleza. A la a-nihilación [Ver-Nichtsung] por el juicio, la secunda la a-niquilación [Ver-Nichtung] por las manos” (11[123]).

[31] M. Heidegger, “El nihilismo europeo”, en Nietzsche II. Barcelona, Ediciones Destino, 2000.

[32] No deja de ser curioso que Georg Cantor, alemán de origen ruso, autor de ésta célebre expresión, “To infinity and beyond”, la pronunciara como alumno denunciando a Aristóteles y a dos mil quinientos años de ciencia. Se revelaba con ese infinito pensado como lejano lugar borroso, asequible a la intuición.

[33] FP. 11 [411] y (VP Pref 4).

[34] FP. 11 [411] y (VP Pref 4).

[35] FP. 11 [411] y (VP Pref 4).

[36] FP. 11 [411] y (VP Pref 4).

[37] FP. 2 [127].

[38] FP. 2 [127] y (VP. Libro I, NE, “Acerca del plan”).

[39] FP. 2 [127] y (VP. Libro I, “Acerca del plan”).

[40] FP. 2 [127].

[41] FP. 2 [127].

[42] FP. 2 [127].

[43] Los cuatro puntos restantes son mero guion: “5. Las consecuencias nihilistas de la actual ciencia natural (juntamente con sus intentos de escapar hacia el más allá). De sus esfuerzos resulta finalmente una autodestrucción, un volverse contra sí, una anticientificidad. Desde Copérnico el hombre rueda fuera del centro hacia X. 6. Las consecuencias nihilistas de la manera de pensar política y económica, donde todos los «principios» acaban perteneciendo a la comedia: el hálito de la mediocridad, de la mezquindad, de la insinceridad, etc. El nacionalismo, el anarquismo, etc. Castigo. Falta la clase y el hombre liberadores, los justificadores. 7. Las consecuencias nihilistas del saber histórico y de los «historiadores prácticos», es decir, de los románticos. La posición del arte: falta absoluta de originalidad de su posición en el mundo moderno. Su oscurecimiento. El pretendido olimpismo de Goethe”. 8. El arte y la preparación del nihilismo. Romanticismo (conclusión de los Nibelungos de Wagner)” (2[127]).

[44] FP. 2 [200].

[45] Nietzsche critica con frecuencia la “dialéctica”, pero se refiere a la dialéctica como arte de decir, o como arte de investigar; se refiere al uso de la misma por Platón, mediante la cual impone su interpretación como verdad; se refiere a la dialéctica socrática, que impone la verdad como silenciamiento del otro. En cambio, sin tematizarla, sin conceptualizarla, de vez en cuando recurre a la ontología dialéctica, tanto poniendo la oposición, la lucha, en el origen del movimiento, de la producción de lo real, como haciendo nacer los opuestos de la misma fuente. El caso más emblemático sería la moral, manifestación de la voluntad de poder y aliada del nihilismo. Pero también en otros varios contextos. Por ejemplo, hablando del egoísmo, dice que nunca se encierra, comienza y acaba, en el individuo, sino que siempre va más allá; debido a ello no hay “egoísmo lícito”, egoísmo moralmente indiferente”; siempre tiene efectos en los demás. Y añade: “Constantemente se favorece el propio yo a costa de los otros”; y, además, “la vida vive siempre a expensas de otra vida”. La oposición, la lucha forma parte del ser; cada ente nace de esa lucha, nace y crece del otro, por mediación del otro. Y concluye: “Quien no comprende esto, no ha hecho en sí mismo el primer paso hacia la sinceridad” (FP. 2 [205]).

[46] Aristóteles, Met. I 3, 983b.

[47] Aristóteles consideraba que todos los físicos suponen para lo infinito una naturaleza distinta de los llamados elementos, como el agua, el aire o lo intermedio entre ambos (Física, 4, 203-16).

[48] Y el pitagórico Filolao nos describe igualmente de la justicia como unidad y equilibrio de las partes en una totalidad: "La armonía, que es la justicia, se genera a partir de los contrarios; la armonía, que es la justicia, consiste en la unificación de las cosas diferentes y en el consenso de las cosas que disienten".

[49] “Eterno y no envejece, inmortal e indestructible”. Ver Fragmentos de los Presocráticos . De Tales a Demócrito. Madrid, Alianza Editorial, Clásicos de Grecia y Roma, 2008 56. (Introducción, traducción y notas de Alberto Bernabé).

[50] Spinoza no lo vería así, lo vería más bien como una exhibición de su poder, en la línea de las representaciones teológicas de la creación del mundo, en que éste en su devenir, sólo persigue la gloria de su creador.

[51]Hybris”, he insistido en ello, es exceso, desmesura, todo lo contrario a esa idea de virtud, que se consolidaría en el tiempo, como proporción y medida, como pan metron, como “aurea mediocritas”. Es vanidad, es orgullo individual, distanciamiento de la totalidad. Heráclito decía: “El Sol no traspasará sus medidas, pues si no las Erinias, asistentes de la Diké, lo descubrirán [51]. Hasta Heródoto, tan observador y prudente, compartía este desprecio del pensamiento helénico por la excesiva diferencia, pecado contra el cosmos y contra la polis, ambos pensados como todos ordenados y armoniosos. Podemos apreciarlo en estas consideraciones a propósito de estrategias de militares: “No hallo cosa más recomendable que una resolución bien deliberada, la cual, aun cuando experimente alguna contrariedad, no por eso deja de ser sana y buena igualmente; sería tan sólo que pudo más la fortuna que la razón. Pero, si ayuda la fortuna a quien tomó una resolución imprudente, lo que logra éste es dar con un buen hallazgo, sin que deje por ello ser verdad que fue mala su resolución. ¿No echáis de ver, por otra parte, cómo fulmina Dios contra los brutos descomunales a quienes no deja ensoberbecer, y de los pequeños no pasa cuidado? ¿No echáis de ver tampoco cómo lanza sus rayos contra las grandes fábricas y los elevados árboles? Ello es que sólo se complace Dios en abatir a lo encumbrado: y de este modo suele quedar desecho un gran ejército por otro pequeño, siempre que ofendido Dios y mirándolo con mal de ojo, le infunde miedo o truena sobre su cabeza, accidentes todos que vienen a dar con él miserablemente en el suelo. No permite Dios que nadie se encumbre en su competencia; él sólo es grande de suyo, él sólo quiere parecerlo” (Heródoto, Los nueve libros de la Historia. Editorial del Cardo, Biblioteca virtual universal, 2010. Libro VIII. Polimnia, X, 315. [http://www.biblioteca.org.ar/]).