CONTRADICCIÓN Y SUBSUNCIÓN




II. ENSAYO SOBRE LA CONTRADICCIÓN

PARTE 2ª: LA BÚSQUEDA ALTHUSSERIANA

DE LA CONTRADICCIÓN MARXIANA


Como ya hemos expuesto, Althusser afronta críticamente el tópico, arraigado en la tradición marxista, de definir la posición filosófica de Marx respecto a la de Hegel en la matriz de la inversión. Para ello seguirá muy de cerca el “Epílogo” de 1873, y las metáforas que allí usa Marx y que han servido de apoyo al debate sobre la inversión. De ahí que nos hayamos detenido en el análisis y valoración del mismo, para así tener una perspectiva apropiada en la comprensión de la vía althusseriana.

Tras recordarnos que en su artículo sobre el joven Marx [1] había abordado el equívoco del concepto de “inversión”, ahora se propone ir más lejos en su crítica, y afirma que la conocida cita de Marx, en que éste relata que “la dialéctica, en Hegel, estaba cabeza abajo; es preciso invertirla para descubrir el núcleo racional encubierto en la envoltura mística”, debe reinterpretarse, pues esa fórmula de la inversión sólo “es indicativa, aún más metafórica, que plantea tantos problemas como los que resuelve” [2].

La idea que vertebra su reflexión es que la fórmula de la inversión, sea expresada en la metáfora de “poner la dialéctica sobre sus pies”, sea pensada no menos metafóricamente como descubrimiento, distinción y extracción del “núcleo racional” oculto y sepultado en su “envoltura mistificada” -fórmulas ambas auspiciadas por los ya comentados pasajes del texto marxiano-, u otras análogas, como la de la “almendra”, que ya usara Hegel [3], ha de ser valorada críticamente, reinterpretada y, finalmente, rechazada. Considera, con buenas razones, que las expresiones metafóricas de la inversión y del modelo analítico núcleo-envoltura deben ser traducidos a conceptos. Y con esta actitud irreprochable, y paradójicamente no exenta de exquisito aroma hegeliano, se entrega a esta genuina tarea de la filosofía de construir el concepto de la diferencia. Entremos, pues, de lleno es su recorrido.


1. Buscando a Marx fuera de Hegel: inversión y oposición.

Observa el pensador francés, apoyándose en alusiones al Marx de La ideología alemana, que es del todo imposible “invertir” a Hegel, que carece de sentido la pretensión de una “inversión de su filosofía especulativa”; imposible y sin sentido invertir una filosofía en general, y, por si fueran motivos insuficientes, añade que sería una tarea estéril, pues una inversión cuando es posible no transmuta su objeto, sólo lo “invierte”; la inversión del idealismo lleva sólo a un idealismo invertido, no a otra cosa, no a un materialismo. El término “inversión” es ambiguo, genera confusión; da lugar a más problema de los que resuelve.

Esta consciencia althusseriana de la ambigüedad del concepto “inversión”, de los límites del uso metafórico del mismo, es muy importante, pues directa y simultáneamente remite a los dos objetivos teórico que la vía de la inversión no resuelve: ni consigue una formulación bien determinada del materialismo de Marx, de su dialéctica materialista, ya que la inversión en sí misma es improductiva, ni consigue una salida de la red idealista-subjetivista de Hegel, librarse del abrazo pegajoso de la filosofía hegeliana, que amenaza con subsumir cuanto entre en su contacto. Dos objetivos que refieren a dos tareas que, cada una a su modo, apuntan a lo que debería ser, y en el proyecto althusseriano es, el verdadero e irrenunciable objeto de la crítica filosófica, que no es tanto el esclarecimiento de la posibilidad o no de la inversión, (y nosotros añadiríamos: ni siquiera el esclarecimiento de la distinción Hegel-Marx), cuanto el establecimiento de la especificidad del materialismo marxiano, ese “materialismo histórico” cuya ontología no está bien definida.


1.1. La consigna queda clara: acceder a Marx sin recurrir a la inversión. Ahora bien, la vía althusseriana no sólo es difícil de seguir, sino complicada de describir. Caminar en entornos marxianos sin el fantasma de Hegel no es habitual; nunca es fácil burlar a los fantasmas. Las dos tareas que asume Althusser, la positiva de describirnos el materialismo de Marx, la especificidad de su dialéctica materialista, y la negativa de librarse del subjetivismo, que en su versión idealista remite a Hegel, son retos un tanto heroicos para los filósofos, pues implican recorridos llenos de efectos ilusorios. Pero ambas tareas, conocimiento y crítica, han de estar presentes en el trabajo teórico, como él mismo nos dice: “Un trabajo que cumple dos funciones: “no sólo elabora el concepto específico o conocimiento de esa solución práctica, sino que, además, destruye realmente, a través de una crítica radical (llegando hasta su raíz teórica), las confusiones, ilusiones o aproximaciones ideológicas que puedan existir. Este simple "enunciado" teórico implica, por lo tanto, al mismo tiempo, la producción de un conocimiento y la crítica de una ilusión” [4].

La primera de esas tareas, la principal, el objetivo final y definitivo, en concreto, el proyecto de pensar el materialismo marxiano, debería llevarnos a un nuevo método en gran medida indiferente a las cuestiones de la inversión; vía que consiste en buscar en los propios textos de Marx el método, la lógica y los objetivos presentes y activos en la producción del “materialismo”, del discurso materialista. Ese camino debería hacer posible, mediante el trabajo analítico, extraer de esas creaciones literarias –con más concreción, de esas producciones conceptuales– la materia prima y los medios de producción teóricos con que fueron elaborados, o sea, los principios, supuestos y categorías que, sin dejar de ser en sí mismo productos, aquí actuaron de medios de producción. Cabe enfatizar que, para el filósofo parisino, este método de rescate de los fundamentos del marxismo se propone como la oposición y negación del juego esencia/fenómeno, que identifica al enemigo en tanto lleva en sus entrañas la marca de Hegel.

La segunda tarea, –que no debiera sobrepasar los límites de su carácter instrumental y disputar la hegemonía a la anterior–, la tarea crítica de liberarse, de salir de la densa red subjetivista de la filosofía hegeliana, una conditio sine qua non del acceso a las categorías ontológicas del marxismo, nos anuncia la conveniencia, e incluso la necesidad, de renunciar a los dispositivos teóricos con que habitualmente abordamos la cuestión; nos lo anuncia aunque Althusser no tematice el problema, lo cual le lleva a no tomar las precauciones necesarias para evitar las sutiles formas de contagio del mal que se combate. Quiero decir que ese proyecto althusseriano nos obliga a pensar con radicalidad el dualismo y sus inexorables efectos idealistas; o, si se prefiere, nos obliga a pensar radicalmente el idealismo y ver que el dualismo ontológico es la condición de existencia del idealismo, algo así como las condiciones materiales de vida para la reproducción de la ideología. Por tanto, salir de la matriz dualista en la que solemos abordar el análisis, salir de esa poderosa fuerza gravitatoria tan presente que la ignoramos, ha de ser una exigencia de profilaxis permanente; la reificación, remolino que nos retiene en el dualismo, es el sello de identidad de las ontologías esencialistas, pero también de las dialécticas que inevitablemente nacen en su ecosistema.

Para enfatizar la necesidad de esta constante militancia antidualista baste recordar que distinciones tan consagradas como la que transporta el esquema hermenéutico de la forma materialismo vs. idealismo, que parece enunciar y justificar los más relevantes combates filosóficos, nacen y reproducen el dualismo; y que cuando Althusser usa todos sus recursos para liberar definitivamente a Marx de Hegel no está exento de ese mal de alturas ontológicas que en sus mil versiones se manifiesta el dualismo. De ahí mi insistencia en que sí, que es necesario velar las armas como Don Quijote, en nuestro caso velar las categorías. Se trata de eludir el dualismo, ontología que bajo su apariencia engañosa de confrontar dos representaciones contrapuestas del mundo en realidad esconde su esencia de hábil y simuladora manifestación del subjetivismo. El dualismo aparece como condición del reconocimiento de la diferencia y la oposición, por tanto, como condición de la dialéctica; aparece vestido de pluralidad y confrontación, presupuesto de la lucha, diluyendo la idea clásica de que la dialéctica, que es enfrentamiento, lucha a muerte, infinita voluntad de negación, pero también unidad e identidad; unidad de opuestos, relación ontológica escurridiza e incluso fantasmagórica.

En definitiva, sin un potente baño antidualista es difícil acceder a territorios dialécticos; en cierto sentido dialectizar el pensamiento, la producción teórica, es una lucha constante contra el dualismo que se filtra por la cosificación que parece desprenderse del lenguaje. Lo vemos en la tradición marxista, que huyendo aterrorizados de los ecos idealistas hegelianos se han mantenido fieles al “idealismo invertido", el idealismo de la materia; el idealismo siempre se reproduce alimentando el dualismo; por eso podemos identificarlo como reproductor del dualismo. Hasta Moisés supo ver que la adoración al Becerro de Oro era una forma de religión, pues alimentaba la religiosidad. A la inversa, mantener el dualismo, la oposición exterior, es reproducir el idealismo, reproducir la visión unilateral y sesgada de la realidad; es permanecer prisionero del enemigo, al modo como, según Marx, había quedado Proudhon “prisionero inconsciente de la economía burguesa”.

Comparto sin reserva con el pensador francés que eso de invertir a Hegel ni se entiende, ni se puede, ni tiene sentido intentarlo. “No se puede ni se necesita invertir a Hegel para llegar a Marx”, nos dice incansable; intentarlo desde el dualismo, añadimos nosotros, –no hay otro modo de invertir sino desde el dualismo, convirtiendo éste en fortín de la diferencia–, es una ingenua manera de ponerse al servicio de lo imposible, o sea, de malgastar la productividad del pensamiento. Ahora bien, esta regla es universal, afecta a la “inversión” pero también a la “oposición”, vía por la cual se desliza el pensador francés.

El proyecto althusseriano de rescatar en positivo, de forma constructiva, a Marx del contagio hegeliano, y de forma más general del idealismo, exige haber realizado esta otra tarea crítica, negativa, emancipadora del dualismo, y tener presentes y activos sus resultados. Para definir el “materialismo” marxiano no basta con liberarse de Hegel, –imposible por la inversión e improbable por otros túneles–, hay que liberarse de cualquier resto idealista en la ontología, y el dualismo es la inagotable fuente de sus figuras; para definir el “materialismo” marxiano hay que dejar de ser materialista a la vieja usanza, como guerrero en el seno del combate  dualista entre materialismo e idealismo; hay que salir de esa lucha, abandonarla, salir de su servidumbre y en especial de la ilusión que genera: la fantasía de defender la verdad frente al error, el bien contra el mal, la emancipación frente a la dominación. Si de la “inversión” de Hegel no sale Marx, sino Hegel cabeza abajo, como fina e irónicamente dice Althusser, de la “oposición”, que en buena parte esconde una cadena de inversiones disimuladas, sale un Hegel mirando atrás. El “antiidealismo” está tan unido al idealismo como el antiteísmo a Dios. El amo del capítulo cuarto de la Fenomenología del espíritu no es señor porque se declare amo del siervo; deviene realmente señor cuando es reconocido como tal por sus pares, por aquellos a quienes no ha vencido ni puede vencer. La libertad no se consigue en la guerra, sea cual fuere el bando que se ocupe; a la libertad se accede sólo fuera de la guerra, cuando desde la frontera se ve su inutilidad y se comprende su engaño.

Sí, hay que escapar al idealismo, para liberar definitivamente al pensamiento de su sombra; para ello hay que dejar de pensarlo como lo inverso o lo opuesto al materialismo, y pensar ambos como productos de la esencia profunda idealista que anida en la matriz dualista. Ahora bien, no lo conseguimos sin eludir el subjetivismo, del cual el idealismo es sólo una de sus figuras. Además, distanciados del subjetivismo nos habremos librado también de su otra figura emblemática, la del materialismo militante, el materialismo como verdad y realidad frente al error y la ilusión intrínsecas al idealismo. Y, en fin, abandonadas las dos figuras del subjetivismo, el idealismo y el materialismo militantes, habremos salido de su dominio, de su campo de combate, donde los contendientes a su pesar se identifican, el universo del dualismo.

Creo que es ahí, fuera del dualismo, donde la filosofía aparece como nuevo materialismo, donde estrena nueva ontología. Ese nuevo materialismo, que llamaríamos dialéctico si no fuera por los ecos átonos que arrastra el término desde el Diamat, no es el materialismo de la materia, “atómico”, “mecanicista”, grosero, que desde la nueva categoría se nos revela como mera figura exótica del idealismo invertido; desde el materialismo dialectizado, que iremos describiendo, tanto el materialismo como el idealismo, las dos figuras clásicas, cómplices del dualismo, sus elementos constituyentes, se nos revelan como espejos elaborados por los sujetos para pensarse y amarse a sí mismo desde su enfrentamiento y negación del otro.

No debiéramos pasar por alto esta idea, sin pensarla a fondo; y aunque sospecho que la exposición esquemática y programática que acabo de hacer pueda inyectar escepticismo, no puedo detenerme en una mejor y más argumentada descripción. Bien mirado el subjetivismo se presenta como la base ontológica del dualismo, y por tanto como la fuente del idealismo. Como se aprecia en la literatura, incluso en las filosofías que subordinan o reducen la consciencia a la existencia, que se sitúan en la distinción y oposición sujeto/objeto, el verdadero sujeto está oculto bajo su obra por mediación de sus personajes, disperso y diseminado en los cuerpos de todos ellos; se observa con transparencia cuando el autor, incapaz de controlar su fatuidad, se identifica explícitamente con uno de ellos, se manifiesta como autor encarnado en actor, como sujeto objetivado, sea en una figura concreta de protagonista sea en una de reparto.

No obstante, aunque no sea momento oportuno de una exposición más consistente, vale la pena mencionarla y tenerla presente, pues será la perspectiva hermenéutica que adoptaré, y que en su finalidad coindice con la de Althusser, a saber, con su pretensión de elaborar el concepto marxiano de materialismo –que le servirá de fundamento para identificar la peculiaridad de la categoría de la contradicción, y con ésta de su dialéctica y su filosofía en general– fuera de la vía de la inversión. Y vale la pena mencionarla y decir algunas cosas de la misma porque facilitará al lector comprender y valorar no sólo la justeza de mis elogios y críticas al filósofo parisino, sino también el sentido de las mismas, que no es otro que el avanzar en el camino que el pensador francés nos abrió. Mientras él se ve arrastrado hacia el dualismo en buena parte por su obsesión en separar a Hegel y a Marx, por mi parte, y liberado de esa necesidad de apartarlo de sus fantasmas al haber rechazado la matriz dualista y estar mejor protegidos contra las ilusiones del subjetivismo, creo que podré avanzar más –así lo espero– en la elaboración de una ontología de raíz marxiana , y en particular de su concepto de materialismo, que como tal y entre otras cosas nos permita pensar nuestra realidad y sus momentos anteriores de donde procede; o sea, un concepto que contenga sus momentos anteriores, sea el de Engels, sea el de Althusser.

Por ejemplo, si para el pensador francés hay que olvidarse de la inversión y de su referente, el idealismo de Hegel, tal como lo exige el materialismo, para mí, convencido igualmente de que ésa no es una buena vía, no la satanizo ni la ignoro. Una ontología que piensa el movimiento del mundo como producción y no como reacción, ha de pensar el ser como devenir, y ha de partir siempre de la materia prima y los medios de producción para dar razón del producto. En ese sentido, creo que hemos de seguir de cerca la evolución de los términos, desde su prehistoria, aunque sepamos que sólo el conocimiento del hombre permite acceder al del mono, y no a la inversa. Los recorridos filosóficos, como la vía de la “inversión”, no son tanto verdaderos o falsos cuanto ensayos y errores con que se construye la experiencia y el saber; con ellos conocemos la historia de las categorías, y el mundo cuyo ser representan. Conocer esa historia es también el modo de aprender a usarlas.

Aprovechemos el símil del trabajo como producción de objetos materiales para iluminar la dialéctica como producción de objetos teóricos; aprovechémoslo particularmente para mostrar que en ambos hay algo así como un elemento “natural” (aunque producido, un “natural relativo”) respecto al cual todas sus formas históricas son modificaciones. El trabajo produce mercancías como valor de cambio, sin duda, pero también con valor de uso, como medios de vida, que es su función tendencialmente “natural”. El análisis nos exige ese esfuerzo de distinción, y ello va en línea con una experiencia histórica que no puede ser controvertida por especulaciones: del mismo modo que la tecnología y las formas de trabajo de la sociedad capitalista, con los ajustes que sea necesario, seguirán funcionando en una sociedad socialista, porque bajo su función productora de valor los procesos de trabajos realizan su función productora de bienes de vida (y podemos y debemos intentar liberarnos de aquella aunque sea sin conseguirlo, pero ni podemos ni debemos pretender liberarnos de ésta), así también las categorías y formas de conocimiento de una época, o de una forma de sociedad, seguirán vigentes en la fase histórica o modo de sociedad que la suceda, pues aunque el saber indudablemente cumple una función ideológica, necesaria para la reproducción del orden social hegemónico, también cumple una función de conocimiento, que el futuro o la nueva sociedad necesitará seguir usando, bajo una nueva función ideológica, bajo una nueva subsunción, con todas las metamorfosis que requiera su reproducción como saber.


1.2. Tratemos de acercarnos a la problemática de la inversión desde la perspectiva que la afronta Althusser, una perspectiva crítica de la misma, especialmente de la representación y el uso que de ella ha hecho la tradición marxista. Reconocemos, una vez más, que la perspectiva de la inversión, fuertemente arraigada en la historiografía, tiene a su favor algunos textos del propio Marx (en rigor, las expresiones metafóricas de los mismos), como los incansablemente citados sobre la distinción y oposición metodológica, o sobre el núcleo racional y la envoltura mística, etc. Althusser se refiere con insistencia a aquella metáfora que usara Marx en su “Epílogo” a la segunda edición de El Capital cuando, tras declararse discípulo de Hegel y de reconocerle el mérito de haber sido “el primero en exponer de la manera más completa y más consciente las formas generales de su movimiento”, reafirmaba su idea de que en Hegel la dialéctica ha sufrido mistificación, que en su obra se encontraba “cabeza abajo” y que, por tanto, y así llegamos a la frase sagrada: “Es preciso invertirla (umstülpen) para descubrir el núcleo (Kern) racional encubierto en la envoltura mística (mystische Hülle) [5]. Toma esta cita como un mandato: el problema está ahí, en el centro de la dialéctica, y Marx lo expresa con una metáfora. Es lógico que sea de ahí, de esos textos, de donde arranca Althusser, quien toma esas citas tópicas para intentar mostrar que sólo desde una lectura de superficie pueden usarse para legitimar la filosofía marxiana como inversión materialista de la hegeliana. Althusser interpreta el texto como la orden de descifrar los signos, de traducir la metáfora a concepto.

Pero esos textos de la traficación marxista, por ambiguos y metafóricos, han sido obstáculos para el conocimiento, generando debates en gran medida estériles. Althusser se hace eco de uno de ellos, que revela el nivel de ambigüedad en los conceptos: se debate sobre la inversión sin tener claro el objeto a invertir, si se trata de la filosofía hegeliana en general, el sistema, o una parte de ella, su núcleo. Al menos en este punto el filósofo parisino es claro y expeditivo, y aporta una solución radical y justificada: “No se trata de una inversión general de Hegel, de una inversión de la filosofía especulativa como tal” [6], nos dice. Acota el problema en el núcleo, en la dialéctica. Pero ¿la dialéctica es el núcleo o tiene núcleo? Ni esta cuestión parece clara: “cuando Marx escribe que es necesario "descubrir el núcleo racional encubierto en la envoltura mística", podría creerse que el núcleo racional es la dialéctica misma, y la envoltura mística la filosofía especulativa… Es, por lo demás, lo que Engels dice en los términos que la tradición ha consagrado, cuando distingue el método del sistema” [7]. Como digo, el camino está lleno de confusiones.

Ya he manifestado mi convicción de que no parece pensable una inversión de la filosofía hegeliana en su totalidad; mucho más impensable parece una inversión dialéctica de la filosofía, pues la dialéctica sabe –sabe mucho de ello, es su alimento– de la negación, y poco o nada de la inversión, que en su concepto es refractaria a la negación; lo invertido no es negado ni en su substancia ni en ninguno de sus aspectos esenciales; por eso sigue siendo lo mismo… pero invertido; no podía ser de otra manera, pues el elemento original y el invertido son en realidad uno y el mismo, dirija al cielo su cabeza o sus pies. Ahora bien, llevando el problema de la inversión a su lugar filosófico, o sea, poniéndolo en el límite, lo más impensable, la pura parodia del pensamiento, sería la inversión dialéctica de la dialéctica. No es extraño que el profesor francés, con su finura analítica y su lucidez filosófica se ría de quienes consideran que basta colgar a Hegel por los pies para tener cogido a Marx.

La inversión dialéctica es, como hemos dicho, la metáfora para nombrar la transubstanciación de fondo que subyace bajo la superficie inocua de la inversión, evitando causar alarma o vértigo; consiste en liberarla de su determinación idealista y transubstanciarla bajo una determinación materialista, proceso no asequible a la mente humana normal. Nótese que hay un problema de fondo, un problema nada esotérico, a saber, el de liberar la dialéctica del idealismo; no en el sentido que suele entenderse, liberarla de la ontología idealista; hay que liberarla también del materialismo, de la ontología materialista; ha de ser una liberación ambos, pues en rigor no hay dos ontologías, idealista y materialista , sino una sola, la ontología dualista, con dos expresiones , construida cada una frente a la otra, desde la otra, por inversión u oposición.

Veamos ahora la vía que ha elegido Althusser para pensar la inversión. De entrada, hemos de constatar su cambio de universo de reflexión, que pasa de la totalidad filosófica o sistema a la totalidad metodológica o dialéctica; abandona la extendida tendencia a situar la inversión en el escenario global de la filosofía hegeliana como totalidad y nos arrastra al ámbito particular y local de inversión de su método, la dialéctica; es decir, no se deja llevar por las citas célebres enfoca la dialéctica como el campo de acción de la inversión. En consecuencia, deja un tanto al lado el presupuesto, tópico en la tradición marxista desde Engels, de la escisión de la filosofía hegeliana en el sistema y el método; en definitiva, pone entre paréntesis la contradicción entre sistema idealista, cubierta sobrepuesta mistificada, y método materialista, dialéctica como núcleo racional, en la perspectiva que abriera Engels. En consecuencia, circunscribe la problemática de la inversión, la localiza en un dominio más estrecho, el de la dialéctica; y, dentro del mismo, acota el sancta sanctorum de ésta, su lugar sagrado, la contradicción. Con este doble desplazamiento, de concentración, logra abrir un espacio de reflexión novedoso.

Creo que Althusser apunta bien, en la buena dirección, pero sus avances son insuficientes, no podemos tomarlos por definitivos; esa insuficiencia proviene de su antihegelianismo, que es una manifestación del subjetivismo y que le lleva a oponer de principio ambas dialécticas, en lugar de verlas en su genuina relación dialéctica, como contradicción, única forma de pensar a un tiempo su identidad y su diferencia u oposición. La dialéctica en el pensamiento de Hegel es la dialéctica sirviendo al hegelianismo, como la de Marx es la dialéctica sirviendo al marxismo, pero cada una a su ritmo y con sus efectos propios. La hegeliana es “hegeliana” en Hegel; allí toma su forma determinada, su ritmo, debido a su acoplamiento a un sistema y a unas cargas de mistificaciones particulares; es hegeliana por su condición particular de servidumbre, por estar subordinada a una forma filosófica hegeliana, de modo análogo a como la marxiana es concreción de las determinaciones del marxismo. Ocurre con la dialéctica algo semejante a lo que ocurre con cualquier otra categoría, como la del trabajo, que siempre existen en formas concretas y determinadas: lo apreciamos en la condición del trabajo en el capitalismo, que siendo trabajo obrero por sus actores es trabajo capitalista porque reproduce el capital.

No es “materialista” tomar las diferentes dialécticas cosificadas, como esencias cerradas y opuestas, en relación de exterioridad; hay que mostrarlas en su identidad y su diferencia, en su devenir una la otra, en sus producir y negar una la otra. Si el trabajo cumple una doble función, una en cuanto a su esencia, que podemos llamar “natural”, la de producir y víveres, y otra en cuanto a su condición, a su determinación capitalista, la de producir valor, del mismo modo la dialéctica tiene, en cuanto a su esencia, la función de producir conocimiento, y en cuanto a su condición o determinación, hegeliana o marxista, la de producir una visión del mundo, hegeliana o marxista. Decir que una produce conocimiento y otra ideología, una verdad y otra ilusión, sólo es posible desde el subjetivismo, que presupone el dualismo. La esencia abstracta propia de cada categoría ni el trabajo ni la dialéctica la pierden cuando cambien su condición y tomen formas concretas, cuando cambien de amo, cuando queden subsumidas bajo otras determinaciones de otras formas hegemónicas de filosofía o de producción; sus funciones “naturales”, correspondientes a su esencia, no desaparecen, aunque dicha esencia está siempre oculta, siempre usurpada por la función condicional dominante, siempre subordinada a esta. Como la materia en el hilemorfismo aristotélico, siempre en la sombra, pero siempre allí, prestando el cuerpo a la forma para que ésta tenga existencia y, a la vez, afirme la existencia ausente de su anfitrión. Y esa es la ontología que la subsunción nos permite representar; la ontología a la que Althusser apunta, sin llegar a conceptualizar por su “olvido” de la subsunción, que implica que su propuesta quede insuficiente.

La metáfora del melocotón, del núcleo racional y la envoltura mística, que tanto gusta al pensador francés, lleva a pensar la inversión de manera atípica, como “extracción”. Ciertamente, más que inversión aquí habría “extracción” o abstracción de uno de los elementos de la filosofía hegeliana, para hacer ver que el mismo elemento cambia de función y esencia según la totalidad en que se encuentra. Me gusta ese desplazamiento, y lo valoro muy positivamente; la extracción permite avanzar en la crítica a la inversión, y ese es el camino de salida del fangal en que se ha enredado la tradición marxista. Yo sólo añadiría a esta idea althusseriana que ese proceso puede ser recorrido con más solvencia recurriendo a conceptos marxianos como el de subsunción.

Althusser nos dice, reflexionando críticamente sobre esta modalidad de la inversión que pretende aislar la dialéctica y curarla, que se trata de una “inversión con extracción”; y la analiza para mostrar el poco recorrido de esa hermenéutica, fundada en la distinción entre el método y la filosofía especulativa, en sus dos versiones: la que ve el mal en el cuerpo, que ahoga al alma, y la que ve al alma contagiada. Respecto a la primera, la más optimista, dice: “Pero cuando Marx escribe que es necesario "descubrir el núcleo racional encubierto en la envoltura mística", podría creerse que el “núcleo racional” es la dialéctica misma, y la envoltura mística la filosofía especulativa…” [8]. Ciertamente, aquí no hay lugar para la inversión; aquí nos la ahorramos. Se trataría de una “extracción” pura y dura, una emancipación del núcleo, sano y aromático, de una cáscara seca o enferma. Hecha la extracción, no hay nada que invertir: lo extraído es el “núcleo racional”, sólo hay que injertarlo en otra pulpa. Tiene, pues, razón Althusser, en esa perspectiva la dialéctica no necesita tratamiento, vale para Marx la de Hegel; y tiene razón al sugerir que esa distinción entre método y sistema, como núcleo racional y envoltura mística, exigida e impuesta en el análisis, induce una deriva subjetivista (idealista, dualista) que lleva a la substantivación de ambas partes, del núcleo y de la envoltura, como si tuvieran existencia propia, como si pudieran ser pensados en sí mismos; induce, pues, a entrar por la ventana al reino del dualismo. Y esa substantivación, que aparece en el pensamiento marxista, con profesión de fe antiidealista, tendríamos que pensarla como manifestación o ejemplo de esos excesos metodológicos que derivan hacia el idealismo, como ya comentamos en páginas anteriores; excesos y derivas dualistas que no caben, necesito insistir una vez más en ello, en la perspectiva de una ontología de la subsunción, que estoy proponiendo.

En cualquier caso, como bien dice el pensador francés, aquí estaríamos ante una inversión con extracción optimista; la otra forma, la que ya percibe la enfermedad en el núcleo, en la dialéctica, requiere más cuidados. La terapia de extracción-inversión exige extraer primero la dialéctica, una parte de la totalidad filosófica, y después invertirla, transformarla en otra, quedando lista para su aplicación a otro cuerpo filosófico. Esta técnica de extracción-inversión es la más referida, pues responde a la interpretación engelsiana en su Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, basada en la consagrada distinción, ya comentada, entre el método y el sistema. En su descripción general parece tener sentido: separamos analíticamente dialéctica y sistema, el motor y el chasis, extraemos la dialéctica (el núcleo), nos desprendemos del sistema (la envoltura mística) desguazando el chasis y, por fin, le damos a la dialéctica su toque final de “inversión materialista” trasplantándolo a un chasis nuevo. Et voilà!

Sin embargo, nos advierte Althusser con sagacidad, los dos momentos analíticos no corresponden a dos momentos históricos de lo real; Marx no distingue dos momentos en el devenir: “el descortezamiento del núcleo y la inversión de la dialéctica se producen en un mismo acto” [9]. Enuncia así una tesis lúcida y fundamental en el análisis de la cuestión: no son dos actos, dos praxis, en dos tiempos, como si las partes pudieran tener existencia propia. Esa interpretación enmascararía el regreso al dualismo, que no es propio de Marx. Una cosa es la exigencia analítica de la abstracción, de la separación de las partes, y otra muy distinta la distinción ontológica esencialista y reificante de las mismas, admitiendo implícitamente que pueden escindirse y separarse, quedarnos con una parte y conocer ésta en sí y para sí. La abstracción metodológica, la separación analítica, es un momento de un proceso de conocimiento que, necesariamente, no puede detenerse ahí, ha de pasar por la síntesis, por la reconstrucción conceptual de la unidad. Por tanto, tiene razón Althusser, la extracción y la inversión tendrían que hacerse en el mismo acto; y ello manifiesta de otro modo su imposibilidad, el sinsentido de ese método; y, si se prefiere, los límites de las metáforas.

Pero, entonces, si esa no es la vía correcta de acceder a Marx tras sus metáforas, aunque la formulara con argumentos Engels, podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Quién tiene razón, Engels o Althusser? En cierto sentido tiene razón Engels, pues simplemente indica metafóricamente una vía analítica que tiene su lógica, pues marca una separación de tareas que en sí misma es pensable. Pero su descripción es tan sincrética que genera sospechas. Es un poco, y perdonadme el hipérbaton, como si en un trasplante de corazón se programaran dos sesiones, con dos equipos incomunicados, en dos días y lugares diferentes: uno lo extrae a su criterio y el otro lo sustituye (invierte) al día siguiente al suyo. Así, como si ambas operaciones pudieran hacerse de forma independiente e inconexa; como si en la abstracción analítica de cada parte no tuvieran que estar presente las otras, cumpliendo con el principio de la presencia mínima necesaria de las otras partes y del todo. Althusser, por su parte, también tiene razón al recordarnos que, sea cual sea la magia del análisis, al final los aspectos distinguidos han de articularse, las cosas analizadas han de estar unidas en la cosa real; que una cosa es la necesaria abstracción analítica y otra la imposible separación de los de momentos del ser, su escisión en dos o más procesos, como si cada uno de ellos, por separado, no afectara a la totalidad. En definitiva, que ambas acciones han de pertenecer a un sólo y el mismo acto, lo cual cree imposible.

Pues bien, ante el dilema, de nuevo propongo la subsunción como hermenéutica que nos permite pensar la extracción y la inversión en el mismo acto; o, con más precisión, que nos permite conseguir el resultado que se espera de la extracción y la inversión en un mismo acto, sin extracción ni inversión, por el simple cambio de hegemonía de una forma subsuntiva por otra. Efectivamente, el cambio de subsunción permite conseguir lo que se persigue con la “extracción”, a saber, liberar el núcleo racional de su sumisión y subordinación a la envoltura mística; y conseguir permite conseguir lo que se espera de la “inversión”, a saber, que la dialéctica funcione de forma materialista en vez de idealista. Y nótese que hablo de cambio, sin plantear si es progreso en el conocimiento o no, y sin la mínima referencia a la verdad. Esas cosas son de otro rango; aquí sólo cuenta la búsqueda de una ontología que permita pensar con conceptos en vez de mantenernos en metáforas que aluden a lo impensable.

Althusser resalta que la extracción de la dialéctica no parece que pueda ir acompañada de una inversión. Y argumenta al respecto que ya es difícil pensar la extracción de forma aislada, que implica tratar la dialéctica como lógica formal, y no como ontología, que es lo propio, como para añadir además la cuestión de la inversión impensable. Ciertamente, la extracción sólo tiene sentido bajo el supuesto de que el núcleo racional, la dialéctica, es una mera lógica formal, no una ontología; que la constituyen unas reglas generales y abstractas del movimiento, que se aplican a cualquier realidad de modo indiferente; y que permiten la ilusión de la inversión, al imaginarla trasportable a cualquier otro lugar, en especial en el viaje de Hegel a Marx. En ese escenario la dialéctica se entiende como meras leyes abstractas del movimiento, que Hegel aplicaba a la Idea y Marx, en su inversión materialista, aplicaría a lo real-material y, a nivel local y concreto, al capital. Obviamente, el pensador francés rechaza esta reducción de la dialéctica a lógica formal implícita en la metáfora de la extracción; tal supuesto no sería aceptado ni por Hegel ni por Marx, los dos referentes del problema.

Ahora bien, y haciendo un paréntesis a nuestro recorrido, me sorprende al respecto que la filosofía tenga tantas dificultades para representarse la realidad de manera que tenga sentido la operación de “extracción”, tal que puedan plantearse preguntas y ofrecerse respuestas en torno a ella. ¿Por qué no poder hablar de “extracción” de unos elementos teóricos de una teoría donde están operando, en “estado práctico”, que gusta decir a Althusser? ¿Por qué resulta extravagante e inimaginable plantearse la extracción del método, la retórica, la lógica, o la ontología de una filosofía? Creo que en la ciencia química podemos encontrar soluciones a problemas semejantes, de las que podemos aprender. En química no se confunden las diversas formas de existencia de los elementos, nadie confunde el hierro de un utensilio con el que, en forma de sal, contiene la caparrosa verde o, en fin, con el “subsumido” en la hemoglobina. Son formas de existencia o modos de ser distintos del elemento hierro, en distintas relaciones moleculares y con distinta función física, química o biológica. Un elemento como el cloro puede aparecer y existir en formas muy diversas, desde formas iónica (Cl-) o molecular (Cl2) a otras formando ácidos (ClH, ClOH) o sales (ClNa); y “subsumido” en estructuras bencénicas y fenólicas muy complejas. Distintas formas de presencia, distinta funcionalidad, distinta manera de ser… cloro. En cada una de esas formas de existencia del elemento cloro, éste tiene su esencia concreta, que está en él, que le hace ser lo que es allí, pero que le viene de fuera, le viene de su forma de existencia; el químico dirá que le viene de la fórmula en que se encuentra; y yo añado: la fórmula es ka forma en que está subsumido.

Nótese que, dentro de ciertos límites, de cada una de las combinaciones o substancias en que se encuentra el cloro puede extraerse en su forma molecular propia, y, una vez extraído, puede ser incluido en otra substancia mediante la oportuna reacción química. Si esto es así en una ciencia, que espontáneamente ha asumido una ontología (recordemos, “la philosophie spontanée des savants”, que llamaba Althusser), ¿por qué no podemos pensar desde una ontología formalmente idéntica las producciones teóricas? No trato, por supuesto, de llamar a inventariar los elementos de los productos teóricos, a elaborar su tabla periódica, donde aparezcan los grupos del idealismo y del materialismo reemplazando a los halógenos, metales alcalinos o gases nobles de la tabla de Dimitri Mendeléyev; ni pretendo reducir las ontologías a un inventario de manifestaciones fenoménicas; simplemente sugiero pensar el ser de los productos en línea con las ontologías espontáneas que la ciencia moderna, de la química a la física cuántica, de la antropología social a la lingüística estructural, del álgebra tensorial a la lógica difusa. Son las ciencias, una vez más, las que están reelaborando la ontología, sobre la marcha, fragmentariamente, como andamiajes para su progreso; no deberíamos en filosofía perder de vista ese horizonte.


1.3. Si Althusser considera que la terapia de la extracción es imposible por inimaginable, aún con más énfasis rechaza la inversión por impensable; si no hay extracción, viene a concluir, no tiene sentido plantearse la posterior secuencia de la inversión. En definitiva, su ajuste de cuentas con la perspectiva engelsiana de la extracción-inversión parece definitivo. Con todo, quiere dar una vuelta de tuerca más para ahondar en la diferencia Hegel/Marx, y fija la atención en la incomunicación de sus dialécticas, en la absoluta imposibilidad de conectarla por la vía de la inversión. “Veamos esto más de cerca”, nos dice, y nos invita a usar ópticas de mayor precisión; nos pide asumir a efectos metodológicos la hipótesis de que, por vía milagrosa, la extracción fuera posible, y ya estuviera hecha. Desde este supuesto somete a crítica la conclusión a la que le lleva su propia tesis, según la cual la extracción y la inversión han de darse en el mismo acto, y llega a la conclusión de que es absurda la doble secuencia:

“Veamos esto de más cerca. Una vez que la dialéctica ha sido extraída de su escoria idealista, llega a ser el “contrario directo de la dialéctica hegeliana”. ¿Quiere esto decir que, en lugar de concernir al mundo sublimado e invertido de Hegel, se aplicará de ahora en adelante, con Marx, al mundo real? En este sentido, Hegel ha sido sin duda "el primero en exponer, en toda su amplitud y con toda conciencia las formas generales de su movimiento''. Se trataba por lo tanto de tomar la dialéctica y de aplicarla a la vida en lugar de aplicarla a la Idea. La “inversión” sería una inversión del “sentido” de la dialéctica. Pero esta inversión del sentido dejaría, en efecto, intacta la dialéctica” [10].

Claro, la posibilidad de la extracción hace innecesaria la inversión si lo extraído está puro, incontaminado, si nos aparece como núcleo racional; hecha la extracción de la dialéctica de la totalidad filosófica hegeliana en que estaba subsumida, se trata de trasplantarla a otro corpus philosophicus sin alterarla para que cumpla las mismas funciones formales en su nuevo hábitat y así obtener un nuevo producto. Althusser tiene razón al invitarnos a pensar que, en rigor, la vía extracción-inversión tiene escaso recorrido, pues una vez extraída, liberada de su contaminación (de su función, de su servicio al señor de los territorios especulativos), quedando del todo purificada, bastaba ponerla al servicio del nuevo amo, el señor de los territorios materiales, y que hiciera allí lo que sabe hacer, su trabajo, en otro medio, con otros materiales. La inversión, por tanto, además de innecesaria es ficticia, totalmente ilusoria; sólo ha habido extracción del núcleo racional y un viaje para transportar la dialéctica al nuevo centro de trabajo, al taller materialista de Marx. Como unas máquinas nacionalizadas, que pasan de servir al capital a servir a la producción social en total indiferencia, sin notarlo, como la famosa levita de la que hablaba Marx, ajena a quien la vistiera.

Ahora bien, cuando Althusser con lucidez se opone a que en la extracción sin inversión la dialéctica hegeliana se traslade y encaje en la ontología marxiana, se pasa por alto una cuestión sutil y compleja que no debiéramos obviar, a saber, se silencia e ignora lo que podríamos llamar efecto rechazo del trasplante. Nos advierte, pues, que los principios de la filosofía marxiana impiden pensar que una dialéctica pueda ser alojada en un sistema (en este caso el de Hegel) como un núcleo en su envoltura [11]; impide pensar que el método resida en el sistema como un mero huésped que ni determina la substancia, estructura y función del hotel ni deja que éste determine las suyas. Cree imposible que el sistema no haya contagiado la esencia de la dialéctica, su forma, sus determinaciones constituyentes; ve imposible que, sin más, pueda trasplantarse y funcionar en territorio teórico bueno y distinto, sin cambiar su uniforme, sin vestirse con la librea distintiva de las marcas del nuevo amo. Además, añade y enfatiza el profesor francés, estas exigencias no son suyas, no son sobrepuestas por su subjetividad, sino que son imperativos derivados de la filosofía marxiana, de su genuina concepción ontológica. Y, convencido de que la prohibición la pone Marx, el filósofo dobla su apuesta al defender que, desde la ontología marxiana, es impensable que la dialéctica (hegeliana) extraída de su sistema pueda devenir otra dialéctica (marxiana) por un simple trasplante, como si el sistema no tuviera sus rechazos de lo extraño.

Reconozco que la posición althusseriana, o al menos nuestra lectura y reelaboración de la misma, es muy sugestiva, pues cuadra bien con esa idea general de la Revolución como nihilatio/creatio, que tantas veces hemos mencionado; pero, a mi entender, a pesar de su poder de seducción es precisamente esta representación de la cosa la que no cuadra del todo con la ontología marxiana; como mínimo esa relación es más sutil y compleja en Marx. Estoy seguro de que Althusser no aplicaría al trabajo este principio que aplica a la dialéctica; al pensar su concepto no cuestionaría que el trabajo en el orden del capital es “capitalista”; pero ello no le llevaría a defender que el trabajo en abstracto es capitalista, ni que la materialidad del proceso concreto de trabajo capitalista sea capitalista, tal que por su esencia sólo tiene lugar bajo el capitalismo. Al contrario, Althusser reconocería y defendería razonablemente que la determinación capitalista del trabajo en el capitalismo viene dada por su función en la valorización, por ser el mismo tiempo que producción de víveres, con el mismo cuerpo, un proceso de valoración del capital. Lo reconoce, sin dudas, pero tiene dificultades en pensar esta ontología por no recurrir a la subsunción; no puede pensar que la esencia del trabajo le viene de su subsunción en la forma capital; es esta subsunción la que hace que el trabajo, en abstracto y como mero proceso técnico, neutral respecto a las formas contingentes que en cada caso puedan subsumirlo, sea al mismo tiempo “capitalista”, en cuanto productor de plusvalor, y “no capitalista”, en cuanto productor de bienes sociales [12]. Una vez más constatamos que la ausencia de la perspectiva de la subsunción hace que Althusser tenga dificultades para comprender la ontología marxiana del capital. No puede pensar que la dialéctica no esté contaminada, que no sea en su esencia hegeliana e idealista; en fin, no puede pensar que esa dialéctica no es ni hegeliana ni marxiana, sino una dialéctica “natural”, universal, que como los medios de producción materiales funcionan (existen) siempre subordinados y sirviendo a la forma subsuntiva en que están encajados.

Me parecen buenos y suficientes los argumentos de Althusser cara a mostrar que la mistificación de la dialéctica hegeliana no es una mera ganga adherida, mero efecto de contagio y sumisión exterior a ella, al sistema; comparto su idea de que la mistificación no es algo accidental y contingente de la dialéctica hegeliana, sino que es su forma, su esencia; en sus propias palabras, es un “elemento interno y consustancial”, algo que no puede purificarse por la mera liberación de la envoltura. En este sentido, creo que es contundente su argumento de que “es necesario liberarla también de esa segunda envoltura que se le pega al cuerpo, que es, me atrevo a decir, su propia piel, inseparable de ella misma, que es ella misma hegeliana hasta en su principio (Grundlage)” [13]. Me parecen argumentos literalmente adecuados, en su sentido concreto de enfatizar que la dialéctica hegeliana es hegeliana hasta su médula; que la dialéctica hegeliana es un medio de producción teórica hecho a la medida del sistema, a la medida del producto que ha de producir, de la función que ha de cumplir. ¡Faltaría más! Ahora bien, así como una máquina de una producción capitalista sin dejar de ser máquina puede ser medio de producción bajo formas no capitalistas, del mismo modo la dialéctica, como forma universal y abstracta, –y aquí no presupongo la identidad entre la hegeliana y la marxiana como dos determinaciones suyas– puede vehicular ontologías muy diversas. Y aceptaría, sí, la observación de que la máquina no es nunca del todo inocente, que su forma impondría poderosas determinaciones al proceso de trabajo y a la producción…; y que por estos efectos derivados podría ser declarada “inhumana” y ser prohibido su uso en esa nueva forma de producción humanizada; cierto, pero este límite funciona en el fenómeno, se debe a que la máquina que transplantamos de uno a otro modo de producción arrastra siempre determinaciones del modo anterior, no es nunca la máquina universal abstracta, en definitiva, tiene siempre un cuerpo, unas determinaciones técnicas que expresan su adaptación a ese modo y su disfunción en el otro. Pero, en su concepto, esa máquina es medio de producción en ambos, puede funcionar en ambos. Creo que es ese aspecto el que tiene presente Marx cuando se esfuerza en distinguir, no del todo en forma satisfactoria, entre subsunción formal y subsunción real, la primera manteniendo esa forma técnica de lo antiguo, a la que se sobrepone la subordinación a la nueva hegemonía, y la segunda incluyendo ya la negación de esos restos de su esencia técnica anterior, deviniendo una máquina (o una relación, o una estructura) producida ad hoc, en y para la nueva totalidad.

Al igual que necesitamos el concepto de “trabajo natural”, aunque el trabajo aparezca subsumido siempre en una forma social, siempre en forma determinada, necesitamos el concepto de “máquina natural”, aunque toda máquina exista siempre bajo formas determinadas que pensamos desde la subsunción. Necesitamos ese concepto, pero “natural” se nos presenta siempre como indeterminado, como límite. Pensemos el uso que hacemos del término al referirnos a “vida natural” o “alimento natural” y comprenderemos que al penarlo nos hemos forzados a imaginarlo en forma concretas, groseramente reducidas a la vida de apenas hace unas décadas…

Algo semejante nos ocurre con la dialéctica, pues para pensar sus concreciones, sus formas históricas, su movimiento, necesitamos un concepto universal. La dialéctica puede ser extraída de su subsunción en la filosofía hegeliana y liberada de las determinaciones que en ella la concretan sólo en tanto la pensemos como un universal concreto –que tiene una forma “natural”– extraíble, si por extracción se entiende abstracción analítica. Marx así lo entendía, pues pensaba la dialéctica como la representación de las formas generales del movimiento, y esa dialéctica la había formulado Hegel e incluido en su filosofía, o sea, la había concretado Hegel en un uso mistificador. ¿Puede extraerse? Sin duda, como operación analítica, podemos tanto describir la forma concreta de la dialéctica hegeliana como la forma universal abstracta, “natural”, de la misma. ¿Puede transplantarse? Este es un problema de otro orden, y creo que es el que afronta con lucidez Althusser. Por eso me gusta su radicalización de los conceptos de extracción, porque sirven para evitar sus usos banales y metafóricos, porque exigen recurrir a los conceptos. La cuestión es si el filósofo francés, tan potente en la crítica, nos ofrece un camino alternativo transitable. Y, como vengo insistiendo, creo que da pasos, que apunta en la buena dirección, pero que no avanza lo que nos gustaría; y creo también, y es lo que trato de mostrar y argumentar, que este límite proviene de su olvido de la subsunción. Marx al menos intuyó esa carencia e intentó conceptualizarla; apenas dio unos pasos en esa dirección, pero tuvieron su importancia en su toma de consciencia y en el uso “espontáneo” de esa categoría; Althusser no parece concederle relevancia, y a mi entender este olvido se vuelve lastre para su proyecto.

Entiendo que las exigencias de Althusser de no trivializar la extracción y la inversión, sino de radicalizar las exigencias a las mismas en cuanto conceptos, caben en una dialéctica de la subsunción; creo también, como ya he dicho, que esas exigencias aparecen en la insistencia marxiana de distinguir entre subsunción formal, en que lo subsumido no pierde su anterior rostro, y la subsunción real, en que “aparece” ya como criatura del capital. Por tanto, aquí no se trataría de mantener la dialéctica hegeliana en el marxismo en régimen de subsunción formal, respetando su propia identidad, olvidando que en tanto hegeliana ya es una dialéctica determinada, subordinada a la forma del sistema. Se trataría, en cambio, de sumergirla en una subsunción real en la marxiana, sin respetar su rostro anterior; se trataría de interpretar la expresión de Marx cuando dice que la hegeliana “expresa las leyes generales del movimiento” como una forma de subsunción particular, determinada, abierta la posibilidad a otras concreciones; se trata de entender la dialéctica como visión de la realidad en la que la lucha es el fondo del movimiento y éste la substancia de la historia, idea que se pierde en el origen de la filosofía.

Pero hay más. Althusser parece olvidar que incluso en la subsunción real marxiana, por radical que sea, lo subsumido permanece subsumido, no deviene asimilado o recreado. Esa permanencia en los contenidos de su ser “natural” de fondo, pertenece al concepto de subsunción; la dialéctica bajo la subsunción, bajo cualquier forma concreta de subsunción, y no puede existir sin ella, está siempre determinada, subordinada, cumpliendo una función impuesta junto a la suya propia “natural”, y de ahí que siempre ofrezca resistencia. A mi entender, como he argumentado, también pertenece al concepto la determinación de la resistencia a la subsunción de los diversos elementos, en cualquiera de sus formas; sin dicha resistencia no tiene sentido la emancipación, desaparece la esperanza y, con ella, el horizonte del cambio social radical. Y estas cosas pueden parecer banales cuando hablamos de la dialéctica, o de la filosofía en general; pero si centramos la mirada en otras realidades subsumidas, sea el trabajo, sea la fuerza de trabajo, sean los salarios sean los derechos, con toda seguridad las imágenes son otras y nos tocan de modo más inquietante.

Como digo, Althusser ha de recurrir a las metáforas cuando no tiene a manos los conceptos, como hacemos todos; pero indudablemente busca el concepto. Lo busca y lo encuentra, lo elabora o produce, como veremos; mi critica apunta a que no eche mano del concepto cuando lo tiene al abasto, aunque en gran medida en estado práctico, y sólo puntualmente tematizado; me refiero a la categoría de subsunción, esbozada por Marx. Una ontología que nos permite, sin duda, liberarnos de ese lenguaje metafórico de las “mistificaciones” y de las “segundas envolturas”. El uso de la categoría de la subsunción nos permite comprender y decir que la dialéctica hegeliana, a semejanza del trabajo capitalista, no tiene cabida en el marxismo en tanto sea hegeliana, en tanto no se emancipe de las sumisiones o determinaciones específica de su existencia en el sistema hegeliano; más aún, nos permite pensar que la dialéctica, que es anterior a su presencia en Hegel, cuando queda subsumida en la filosofía hegeliana no deja de ser resistente a la nueva forma impuesta, no deja de sufrir en ella la determinación de la función que la forma hegeliana le impone; y que el mismo límite y subordinación le impondrá su subsunción en el marxismo. Para lo subsumido, y todo el ser está subsumido en cualquier representación que se presente, no hay independencia, sólo hay libertad determinada.

Desde esta perspectiva ontológica de la subsunción encontramos un nuevo sentido de las referencias de Marx y de Engels referidas a la liberación del núcleo racional; ese núcleo racional no es hegeliano, aunque esté presente, aunque permanezca, en la dialéctica de Hegel; y no hay que extraerlo como en una operación quirúrgica para trasplantarlo; basta ir sustituyendo la forma subsuntiva hegeliana por la marxiana que gestiona ese núcleo racional, como se va pasando del trabajo del taller artesano al de la fábrica manufacturera. Y no hay que pensar ese núcleo en forma mística, originaria, puro en su origen; las categorías tienen su historia, se van desarrollando, pero cada forma social nueva elimina en la fase de subsunción real buena parte de los elementos de la forma anterior, mantenidos durante la subsunción formal, sustituyéndolos por los que constituyen su forma propia. El núcleo racional, pues, es móvil, avanza, pero siempre aparece subsumido en una forma que controla y domina y que acabará deviniendo opresora, irracional, mistificadora. Es decir, frente al optimismo de quien se mantenga en la abstracción, conviene decir que ni en el trabajo ni en la dialéctica, ni en ningún otro nivel de la realidad, hay liberación absoluta, sino cambio en la forma de subsunción, que no es poca cosa. La dialéctica, como el trabajo, siempre aparece como relaciones subsumidas, que van cargando a lo largo de la historia las sucesivas hegemonías de los modos de producción y pensamiento dominantes.

En consecuencia, como el concepto de subsunción incluye la resistencia junto a la subordinación, y esa resistencia es la que pone la distancia ontológica, del mismo modo que el trabajo materialmente no es capitalista, el aludido “núcleo racional” de la dialéctica en su materialidad teórica no es propiamente hegeliano; y es así, aunque en Hegel la dialéctica toma una forma y función determinada que no agrade del todo a Marx, pues bajo esa forma determinada subyace, subsumida, la forma más universal ya aludida, la forma de la negación permanente, sin cierre, infinitamente productiva, sin destino. Por eso, emancipada y subsumida en otro orden productivo de pensamiento, produce otros objetos y reproduce otras relaciones y otros resultados en las representaciones mentales. Y, como simple mención, ese desplazamiento abrirá las puertas a su propio desarrollo material, como cualquier instrumento de trabajo, haciéndose útil hacia el futuro.

Recuperando la argumentación althusseriana para cerrar este apartado, tiene sentido decir que, postulada la identidad entre núcleo y sistema, asumida la perspectiva de su intrínseca contaminación recíproca, desaparece el problema de la “inversión” como estrategia de aplicar el mismo método a dos objetos distintos; tiene sentido decir que la metáfora pasa a aludir otro tipo de problemas, y que ahí nace la distinta naturaleza de las dialéctica hegeliana y marxiana; y tiene coherencia concluir que, en esa vía, el problema de la inversión dialéctica nos reenvía a las diferentes estructuras de sus campos de operación, el hegelianismo y el marxismo: “No plantea el problema de la inversión del ‘sentido’ de la dialéctica, sino el problema de la transformación de sus estructuras [14]. Todo eso tiene sentido, pero no deja de ser una formulación muy abstracta, muy literaria, conceptualmente insuficiente; se indica la dirección correcta, pero sin definir los recodos del camino. Se aprecian las insuficiencias en los momentos en que Althusser ha de recurrir al socorrido refugio de las mistificaciones; por ejemplo, cuando nos dice que, dado que la dialéctica marxista es “en su principio mismo" lo opuesto de la dialéctica hegeliana, dado que es racional y no mística-mistificada-mistificadora, esta diferencia radical debe manifestarse en su esencia, es decir, en sus determinaciones y en sus estructuras propias. Y son estas determinaciones propias las que hemos de buscar para identificar la filosofía de Marx en su diferencia.

Al lector atento no se le pasará por alto lo sospechoso de esa necesidad de descalificar a Hegel, en un lenguaje de esotérica complicidad, de amigo/enemigo, de racional/místico; en un lenguaje, por otra parte, con el que el pensador francés parece sentirse incómodo, como se nos revela al escribir obviedades como la siguiente:

“Para hablar claro, ello implica que estructuras fundamentales de la dialéctica hegeliana tales como la negación, la negación de la negación, la identidad de los contrarios, la "superación'', la transformación de la cantidad en cualidad, la contradicción, etc., poseen en Marx (en la medida en que vuelven a ser empleadas: cosa que no ocurre siempre) una estructura diferente de la que poseen en Hegel”; [15].

Lo cual nos invita a dejar las viejas problemáticas asociadas a la dialéctica (la diferencia del sistema y el método, la inversión de la filosofía y la dialéctica, la extracción del “núcleo racional”, etc.) y dedicarnos a pensar en positivo la esencia de la dialéctica marxiana. Ese cambio de lugar es, si más no, una esperanza de arrancar a Marx del abrazo de Hegel, que obsesiona, no sin motivos, al pensador francés.


2. Buscando a Marx en sus obras: teoría de la práctica teórica.

En el artículo “Sobre la dialéctica materialista” encontramos, aunque de forma excesivamente esquemática, la ontología de Marx, y en particular su categoría de la contradicción, que Althusser extrae de la obra marxiana; aunque la presente como ontología específica de Marx, extraída de su presencia oculta en sus textos, no se nos oculta que en rigor la extracción disimula una elaboración de los conceptos, tal que la imagen de Marx habla francés. Pero eso no disminuye el atractivo ni el valor de su propuesta; al fin si se busca al verdadero Marx ha de ser sólo como materia prima de calidad para elaborar nuevos productos.


2.1. En este artículo contesta Althusser a las diversas críticas provocadas por otro, “Contradicción y Sobredeterminación”, que ya conocemos. Las críticas se concentran en dos frentes: unas denuncian que la separación radical que establece el profesor francés entre Hegel y Marx, apasionada e ideológica, difumina el “núcleo racional” de la dialéctica que los marxistas han reconocido en el filósofo de Stuttgart; otras consideran que el pluralismo intrínseco a la sobredeterminación, categoría reina de su ontología, deja en el limbo la necesidad en la historia y menosprecia el principio de la determinación en última instancia, pilar sagrado del marxismo. La confluencia de ambos frentes de críticas, que nacen y viven en el seno del marxismo, entre los intelectuales marxistas, en definitiva, en la lucha política en la filosofía, plantea la urgencia de resolver el problema de la “especificidad de la dialéctica marxiana”. Y como Althusser considera que la especificidad de Marx hemos de encontrarla en él mismo, en su obra, entiende que el problema urgente es el de leer a Marx, de ahí aquel título emblemático de un libro brillante que acercó a toda una generación a Marx, Lire “Le Capital” [16]. Sí, leer El Capital, pero con nuevo código, con un nuevo método, que supone que las categorías con las cuales una obra literaria ha sido construida, algo así como el “lenguaje máquina”, no está visible en el texto, no se puede leer, pero puede llegar a reproducirse, a descifrarse, a traducirse a lenguaje ordinario. O sea, puede sacarse de su “estado práctico”, operativo, sosteniendo la lógica y el significado consistente y coherente del texto, y pasarlo a “estado teórico”. Althusser llama a esta tarea de pensar a Marx desde lo no escrito, –tarea que asume, no lo olvídennos, como exigencia metodológica y compromiso político–, “enunciar teóricamente la diferencia específica de la dialéctica marxista en acción en la práctica teórica y política del marxismo” [17]. El trabajo no defrauda y nos ofrece un excelente desarrollo de la categoría marxiana de la contradicción, que aquí nos ocupa, y de algunas otras categorías ontológicas del marxismo que la determinan, que también nos interesan.

Estos textos de Althusser son objetiva y conscientemente, filosofía, práctica teórica, “producción de teoría”, de conocimientos; pero esas producciones, ese trabajo teórico, tiene un objetivo muy bien delimitado e inamovible, la intervención política, en concreto, la intervención en la lucha política de inspiración marxista (incluso, si particularicemos más, la intervención política en el PCF, que se vio forzado a convocar una reunión de su Comité Central para debatir cuestiones filosóficas que ponía en juego la estrategia y los principios). En definitiva, estos textos son vividos por el profesor Althusser como “lucha política en la filosofía”, lucha política con las armas de la teoría; con las “armas de la crítica” (y la producción teórica se esas armas) y no con la “crítica de las armas” (ni la producción de éstas), que decía Marx. Por tanto, no deberíamos olvidarlo, son productos de una práctica filosófica subsumida en una práctica política, orientada por ésta, subordinada a ésta; con más concreción, una práctica filosófica marxista, con herramientas teóricas marxistas, que busca obtener productos teóricos marxistas, para hacer una política marxista, una lucha política marxista con objetivos marxistas. Esto puede afectar, determinar, limitar, el resultado si se valora desde otras posiciones ideológicas, desde otros valores, como la universalidad, la neutralidad, la imparcialidad, etc.; pero el universalismo del fin, el neutralismo de la verdad, la imparcialidad del método, son para el pensador francés formas ideológicas y enmascarada de expresar la particularidad oculta. Como ya advirtiera Marx, la burguesía se presentaba como clase universal, representando los intereses generales, para defender mejor su particularidad.

Althusser no engaña a nadie: la suya es una intervención, una práctica política marxista en la filosofía marxista. Su tarea es la de mejorar las armas teóricas, los conocimientos y, sobre todo, el aparato conceptual con que producirlos. Entiende que el marxismo, en sus luchas económica y políticas (en otras esferas ha trabajado menos), ha ido resolviendo problemas, ha ido adquiriendo experiencias, produciendo conceptos, usando categorías y principios que en muchos casos no ha tematizado, no ha elaborado teóricamente, no ha pulido ni desarrollado. Con discreción sugiere que la práctica marxista ha sido muy ciega; a pesar de Marx y algún otro líder intelectual, que ocasionalmente dieron algunos pasos en el camino de enunciar en la teoría sus ricas experiencias prácticas en el trabajo y la lucha. Avanzaron mucho en la elaboración teorías instrumentales, de ciencias, para guiar la práctica inmediata en las esferas política y económica, pero poco en la elaboración de la teoría de la práctica teórica, que les permitiera comprender sus prácticas y mejorarlas; es decir, avanzaron poco en el conocimiento de su propia práctica teórica, en el conocimiento científico de sus instrumentos, métodos, categorías con que producían sus conocimientos. De ahí que la ontología marxista permanezca oculta bajo la obra que ayudó a producir; por tanto, escasamente utilizada, un poco fosilizada, sin vida, sin desarrollo. Althusser, con esta toma de conciencia, ha descubierto ese nuevo lugar de lucha política consistente en sacar a la luz, elevar a la conciencia, el instrumental de combate teórico, para limpiarlo y renovarlo.


2.2. Althusser asume la tarea de desarrollar el marxismo renunciando a su vicio histórico, el de la paráfrasis ciega de las frases célebres. Un buen ejemplo es el tratamiento del problema filosófico por excelencia para el marxismo, que ha sido siempre el de definir, delimitar y fundar la peculiaridad de la determinación económica, su privilegio respecto a las demás instancias sociales. Los marxistas, salvando honrosas excepciones, han abordado esta cuestión –en que se decide su identidad, pues estaban en juego las credenciales de su estirpe, el “materialismo histórico”, materialismo genuino que lo individualizaba en el mundo de la filosofía– recurriendo a cuatro o seis citas célebres, de los padres fundadores, repetidas fielmente por los marxistas de todos los tiempos. No hay principio –convertido en lema e incluso slogan– tan universal en el marxismo como la “determinación en última instancia por la economía”: universal en su aceptación, hasta el punto de exportarlo al mundo global, universal en su aplicación, de la política y el derecho a la ideología, la cultura, el deseo o la imaginación, universal en el espacio y el tiempo. Pues bien, Althusser sabe que con esa universalización el principio ha pasado a ser vivido como dogma religioso, profundamente ideológico, y en su forma teórica del economicismo no sólo ha impedido pensar la realidad sino que ha inundado y contaminado las diversas prácticas marxistas y la consciencia de la misma, convirtiéndose en obstáculo de la práctica política, la más noble del proyecto marxista. Y, en el mundo de la práctica, económica o epistemológica, cuando un elemento deviene obstáculo hay que reciclarlo o dejarlo en la cuneta y sustituirlo por otro nuevo.

Esto lleva al pensador francés a plantear la necesidad de revisar la categoría de la praxis, para limpiar la cual del uso en la tradición filosófica rebautiza como práctica, más homologable en el mercado. Pero, “praxis” o “práctica teórica”, lo importante es la revisión del concepto que lleva a cabo. Entiende que se trata de un problema teórico, es decir, un problema que debe ser resuelto en la teoría, con un conocimiento nuevo, ligado a los otros conocimientos de la teoría marxista; o sea, un problema que debe ser resuelto desarrollando la teoría marxista, especialmente en cuanto a las categorías o medios teóricos del pensar. Para ello, en una opción realmente original, opta por la metodología a la que hemos aludido: considera que el problema ya está resuelto en la práctica, ha recibido su respuesta en la práctica del marxismo, y que la tarea pendiente, la “solución teórica”, consiste en elevar la respuesta práctica a solución teórica. Nos lo dice así: “Plantear y resolver nuestro problema teórico consiste por lo tanto finalmente en enunciar teóricamente la "solución", que existe en estado práctico aquella que la práctica marxista ha dado a una dificultad real encontrada en su desarrollo, cuya existencia ha señalado y con la cual, según confesión propia, ha arreglado ya sus cuentas” [18]. Dicha solución teórica, si nos fijamos, pasa por acercar la teoría a la práctica. Pero ese acercamiento no es empirista, no es mirar de cerca, tocar o experimentar; si nos limitamos a aceptar que ya existe la solución en la práctica del problema y sólo se trata de “enunciarla”, y que esa vía consiste en abrir los ojos y leer la realidad, caemos en la ilusión empirista, aliada de esa ontología esencialista y dualista que ve el conocimiento como visión, intuición, de una cosa por un sujeto. No, no se trata de ese acercamiento; acercar la mente a la cosa, la teoría a la práctica, es desarrollar ese principio ontológico de la filosofía de la praxis marxista que entiende el ser como producción, como proceso productivo. La mente, el sujeto, la cosa, el trabajo, la lucha, el conocimiento, todos estos entes que pueblan nuestro universo de representación son procesos productivos, “prácticas”, distintas formas de la práctica; y en ese conglomerado la filosofía es una práctica más, con su especificidad de ser “práctica teórica”.

El primer efecto visible de este posicionamiento es el de la identidad formal de la práctica teórica con el trabajo, que permite usar el conocimiento de éste en la elaboración de aquella. El nuevo trabajo de enunciar en la teoría lo que ya existe en estado práctico, ese acercamiento de la teoría a la práctica, no es mera contemplación, no se lee o intuye de forma inmediata, sino mediante un “trabajo teórico real”, trabajo como transformación de una realidad y producción de otra nueva; un trabajo que, como todo trabajo, incluye producción y consumo, dos procesos prácticos o dos prácticas. El trabajo teórico, pues, como todo trabajo, cumple dos funciones: “no sólo elabora el concepto específico o conocimiento de esa solución práctica, sino que, además, destruye realmente, a través de una crítica radical (llegando hasta su raíz teórica), las confusiones, ilusiones o aproximaciones ideológicas que puedan existir. Este simple "enunciado" teórico implica, por lo tanto, al mismo tiempo, la producción de un conocimiento y la crítica de una ilusión” [19]. El trabajo teórico consume materia prima, que niega, que elimina, en una lucha dialéctica entre lo nuevo que pugna por aparecer y lo viejo que se resiste a desaparecer.

Por tanto, podemos pensar la práctica teórica, el proceso de producción de conocimiento, como tarea de “enunciación” de lo que ya es, como acción de enunciar una verdad, como elevación de una verdad sólo reconocida al estatus de conocida; en definitiva, como colocación de los saberes prácticos, de las soluciones prácticas, en modo ciencia, en modo saber científico. Esa elevación a la teoría de una solución práctica no sólo tiene el valor de la producción de conocimiento en sí mismo, sino que interesa a la práctica, a cualquier práctica [20], pues ayudará a comprender la solución práctica; y, convertido ese conocimiento en medio de producción, hará posible mejorar los productos anteriores, las soluciones anteriores. Así lo cree Althusser y le sirve de apoyo Lenin, con aquella máxima exitosa de “Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria”. Y si es fundamento útil de la práctica en general, en buena lógica habrá de serlo para la propia práctica teórica, lo que permite a Althusser generalizar y decir que la teoría es esencial tanto a la práctica de la que nace como a las nuevas prácticas que de ella puedan nacer, entre ellas la propia teoría declarada práctica teórica [21].

Como sabemos, en la propuesta de Althusser la teoría (práctica o producción teórica, de conceptos y elementos de conocimiento) está integrada en una “práctica social” como unidad compleja y estructurada de diversas prácticas, que incluso incluye la ideología como práctica [22]; la teoría queda como práctica teórica incluida en la unidad compleja de la “práctica social”; nosotros diríamos subsumida en ésta, cuyo concepto es más rico al incluir buena parte de las determinaciones activas. En todo caso, la propuesta de Althusser apunta en esa dirección. Desarrolla la categoría marxista de la práctica acercándola a una de sus concreciones más paradigmáticas, el trabajo social, como fondo de la descripción de éste en los textos económicos de Marx. Esta dirección no sólo me parece correcta, sino que a mi entender corrige y equilibra el uso de la misma como “praxis” que se había ido consolidando en el marxismo, acercándose y confundiéndose con la acción humana, subjetiva y consciente, original y creadora, convertida en el sujeto de la historia.

No es irrelevante que Althusser no nombre a G. Lukács, a su Historia y consciencia de clase, una brillante teorización de la “praxis”. Ahora bien, Althusser, tal vez por esa manera de entender el marxismo como lucha política en la filosofía, construye por oposición; de este modo la práctica se construye en gran medida como lo opuesto a la praxis, y el efecto es un concepto en que la práctica teórica aparece excesivamente rígida y pautada, excesivamente estructurada. Es una tendencia que aparece en las otras categorías ontológicas que define. Se comprende su menosprecio de la “síntesis”, su rechazo frontal del Aufhebung hegeliano, inconcreto y confuso; con esas categorías no es fácil describir el movimiento de la consciencia. Ahora bien, tampoco se logra mayor transparencia negando uno y otro de los términos de la contradicción, aniquilando, nihilizando, lo viejo para que surja lo nuevo. Si es cierto que hay un importante avance al pensar la práctica teórica como producción, como trabajo productivo, y no como creación; y si es cierto que hay avance en situar la práctica entre otras prácticas, en condicionarla y limitarla, en determinarla desde sus propios medios de producción teórica; no obstante, resulta infundada la reducción de lo real a la exigencia del método. Hasta en la producción económica hay plusvalor, nombre de un “valor” de origen oculto, refractario a la racionalidad, irreductible a los conocimientos de la teoría, pues no dan cuenta del mismo ni la materia prima ni los medios de producción en sentido amplio. Podemos reconocer los méritos de la teoría de la práctica teórica que describe el filósofo parisino, como reconocemos los de la Física clásica; pero del mismo modo que reconocemos los límites de ésta, y asumimos que hay dimensiones de la realidad que se escapan a su representación, que no se dejan reducir a sus categorías, que exigen una Física cuántica, deberíamos reconocer que la teoría de la práctica teórica de Althusser tiene sus límites y hay dimensiones oscuras, irreductibles a la racionalidad mecánica, donde reina la indeterminación, que reclaman otros formatos metodológico de conocimiento. Al fin la práctica teórica se da en el dominio de la vida, de la vida social, y si ahí hunde sus raíces el enigma de la génesis de ese valor que deviene plusvalor, ahí también hunde sus raíces formas de conocimiento que no se dejan pautar en el ritmo sacro de las “Generalidades” althusserianas, por potentes y útiles que sean. Éstas permuten un acercamiento fructífero, pero el pensamiento a veces fluye por ríos ocultos indescifrables.


2.3. Otra categoría marxista que Althusser reelabora es la de “totalidad”, que sin duda ve muy hegeliana y que, en con secuencia, más que usarla como materia prima de una nueva versión recurre a negarla y poner como su opuesto el “todo”. El todo althusseriano se presenta como lo otro de la totalidad presente en el pensamiento marxista; la diferencia entre ambos conceptos a primera vista es la mayor solidez, rigidez, pesantez, materialidad, del todo frente a la ligereza, formalidad, subjetividad y ductilidad de la totalidad, categoría más hermenéutica que óntica. Ahora bien, el “todo” althusseriano desarrolla la categoría de modo apreciable, como veremos; la carencia que encuentro en el mismo es que su concepto no cumple con la exigencia de recoger su propia historia, conforme a la cual el “todo” debería recoger la “totalidad” como momento del mismo. Claro, esta exigencia es muy hegeliana, pero creo que también es marxiana, pues en realidad es intrínseca a la idea de conocimiento como génesis, y el marxismo asume esta perspectiva. Y entiendo que Althusser haya querido liberarse del lastre de confusas superaciones dialécticas, en especial de esa Aufhebung caverna de fantasmas, optando por la luminosidad de la negación como aniquilación, del progreso como destrucción de la historia, pero en el mundo dialéctico, como en el cuántico, ha de haber lugar para superposiciones y entrelazamientos rebeldes a la lógica, tan inevitables como ésta.

El todo es, a mi entender, la categoría fundamental de la ontología marxista de Althusser, incluso más determinante que la contradicción [23]. Ese “todo”, que es pensado como expresión general y abstracta del todo social, parece responder a la siguiente descripción, cuyas determinaciones irá el pensador francés analizando posteriormente: todo complejo, sin origen, estructurado, con desigualdad y dominación en su interior, donde habita la contradicción. Así condensada, la descripción es rica, pues acumula determinaciones y problemas; es una buena matriz para en que centrar la reflexión. Por ejemplo, en tanto “complejo” está constituido por partes que a su vez son todos complejos formados de todos complejos, odiando lo simple como la naturaleza al vacío, aunque éste la constituya; esas partes, esos elementos, además de complejos son diversos, totalidades que el pensamiento aísla convencionalmente para el análisis, como esferas, instancias, estructuras, sectores, pueblos, etnias, naciones, clases, instituciones, ideología, religiones, etc. Incluso, aunque el pensador francés no lo resalte suficiente, esos todos elementos del todo social, –cuyo referente más emblemático es la formación social, aunque podría ser la ONU, la Unión Europea, el capitalismo occidental o los países emergentes…–, podrían ser conjuntos de prácticas, de luchas, igualmente delimitadas por criterios tipológicos diversos.

En todo caso, y este es el aspecto que ahora quiero subrayar, Althusser siempre insiste en que, sean cuales fueren los contenidos materiales del todo a analizar, siempre objeto de conocimiento construido por abstracción a partir del todo universal e infinito que sirve de fondo…, siempre, absolutamente siempre, se trata de un “conjunto estructurado”; un conjunto de prácticas, de instancias, de relaciones o contradicciones, pero siempre estructurado. Lo cual es una manera de decir que la totalidad que piensa el marxismo como objeto de conocimiento y como lugar de intervención política, económica o cultural, es siempre un todo consistente, sólido, móvil pero resistente a las transformaciones, con una organización de las relaciones internas entre sus elementos constituyentes que forma una estructura, que aporta equilibrio aunque inestable, constancia en sus metamorfosis; una estructura que expresa su condición de reino de la necesidad, refractaria al azar y la contingencia aunque no se invulnerable a sus efectos.

Esta es la marca, la denominación de origen, del todo marxista althusseriano: la estructura, que antes veíamos en las prácticas estructuradas y ahora en el todo estructurado. Resulta así una idea de un todo casi autosuficiente, ajeno y distante a lo otro, si es que hay algo otro más allá de su límite, que no tiene destino ni razón aparente para el movimiento, para su autotransformación. Buena parte de las reticencias que genera esta ontología althusseriana surgen en torno a la concepción y el peso de la estructura en el ser. Se comprende que la estructura lo racionaliza, lo hace asequible a una representación instrumental, pero dificulta pensar la génesis y el destino. Pero sacralizada deviene un obstáculo. A ni ser que la pensemos como manifestación de un principio que el filósofo parisino no contempla, el formulado por Spinoza como “tendencia de las cosas a perseverar en su ser”. Desde el mismo pensaríamos el movimiento de las totalidades desde la lucha por la existencia; la fijación de sus relaciones y su cristalización en engranajes y estructuras, como efectos e instrumentos de esas luchas. Hasta el capital, emblema del dominio, generaría y aceptaría estructuras que condicionan y limitan su tendencia a la valorización como estrategias de sobrevivencia. En definitiva, podemos redefinir la estructura subsumiéndola en un todo pensando desde el principio ontológico de perseveración en el ser, si bien así nos alejaríamos de la función que Althusser le atribuye, para la que necesita una consistencia y una regularidad cual segunda naturaleza; no podemos olvidar su insistencia en que se trata de un todo con “estructura invariante”.

En la tradición marxista la dialéctica "es el estudio de la contradicción en la esencia misma de las cosas"; si se prefiere, "la teoría de]a identidad de los contrarios". Althusser, de acuerdo con su teoría de la práctica teórica, ha de partir de este concepto, con las posteriores aportaciones de los marxistas, y desarrollarlo, reelaborarlo mediante su trabajo teórico. Ese es el núcleo de la teoría, falta su desarrollo.

Claro está, si la contradicción es la esencia de las cosas, se ha de tener un concepto de “cosa”; para la ciencia no bastan meras nociones confusas de las mismas. Y aquí es donde Althusser centra su reflexión, en las cosas sociales, en los objetos de conocimiento, estableciendo que las cosas sociales, la realidad tal y como se nos muestra al verla y pensarla, siempre constituye un “todo complejo”. Sea cual fuere el objeto social de conocimiento, es y puede ser conocido sólo como un ser complejo, una unidad compleja. Y así emprende una intensa batalla contra las totalidades simples, inexistentes e impensables.

Tiene razón Althusser al atribuir a Marx este concepto: “La Introducción no es más que una larga demostración de la siguiente tesis: lo simple no existe jamas sino en una estructura compleja; la existencia universal de una categoría simple no es jamás originaria, sólo aparece al término de un largo proceso histórico, como el producto de una estructura social extremadamente diferenciada; no nos encontramos nunca en la realidad con la existencia pura de la simplicidad, sea ésta esencia o categoría, sino con la existencia de "concretos", de seres y de procesos complejos y estructurados. Éste es el principio fundamental que rechaza para siempre la matriz hegeliana de la contradicción” [24]. Pero Marx no menospreciaba lo simple, no daba una batalla contra lo simple

Cuando Althusser habla del todo objeto de conocimiento se refiere fundamentalmente a ese todo social que llamamos formación social, objeto privilegiado de la práctica económica, política y teórica para el marxismo. Ese todo o todo social, constituido materialmente por un conjunto de instancias, de elementos, de relaciones, de contradicciones, de prácticas…, –es decir, de todos más concretos y determinados, que pueden y deben ser abstraídos en el análisis–, para el marxismo es siempre “complejo”; tanto la formación social como totalidad como cada una de las totalidades, de las partes, subsumidas en ella, forman cada una un todo complejo. Lo cual dicho así es una obviedad, pues podríamos decir, primero, que se trata de un factum empírico, impuesto por la experiencia universal; y, segundo, que ese todo social como cualquier otro objeto de conocimiento es complejo por imperativo lingüístico. Si conocer implica determinar, diferenciar, lo abierto, lo indefinido, no puede ser pensado; pensar es poner límites, es clausurar, tal que el universo del objeto incluye siempre lo otro, su frontera, su sombra; no se puede conocer una formación social sin las otras, que la limitan y sí la determinan.

Sea como fuere, Althusser emprende una guerra particular contra la presencia de lo simple en el concepto marxista de todo social, para establecer el mismo como todo complejo. Siempre es complejo, nunca es simple, nos dice; siempre contiene varias contradicciones; éstas sólo habitan en procesos complejos. Selecciona como ilustración unos fragmentos de Sobre la contradicción, se Mao: "Un proceso simple –dice Mao– tiene solamente un par de opuestos mientras un proceso complejo tiene más de un par”; “en todo proceso complejo existen dos o más contradicciones"; "existen muchas contradicciones en el proceso del desarrollo de una cosa compleja, entre éstas una es necesariamente la contradicción principal". Utiliza estas “experiencias” maoístas, supuestamente sacadas de la lucha política, para elevar a teoría que en el marxismo los procesos, la realidad social, es siempre compleja y ha de ser pensada como compleja. No hay todo, –se entiende todo social–, que sea simple, Mao se sirve de autoridad en tanto deja de lado el análisis del “proceso simple de dos opuestos”. No le interesas, no se los encuentra en la sociedad.

Ahora bien, Mao los deja fuera de facto, por razones pragmáticas, porque en la realidad social no aparecen procesos simples; pero ese argumento no basta de iure, como reconoce Althusser al decir: “Cabe interrogarse si no consideraría al mismo tiempo la posibilidad pura de este "proceso simple de dos opuestos"; si este "proceso simple de dos opuestos" no es el proceso originario esencial, punto de partida de los procesos complejos, que no serían sino sus complicaciones, es decir, su fenómeno desarrollado” [25]. Se lo pregunta, sin duda, de modo retórico, pues está convencido de que el todo marxista ha de ser complejo, ya que por su naturaleza ha de ser opuesto al todo simple hegeliano; y en esto cuenta a su favor con la trivial experiencia social, que así lo experimenta. Es tan trivial y generalizada esta idea que resulta difícil entender la insistencia que el filósofo parisino pone en su defensa.

En el fondo está el fantasma de Hegel, que le estimula en su práctica teórica por oposición. Nos dice que Hegel parte de un “todo simple”, cuyo desarrollo dialéctico genera lo complejo, –pero no como todo complejo que existe y actúa como complejo, sino como una misteriosa forma de unidad simple de lo complejo–, Althusser sentencia que lo simple es una ilusión, un concepto ideológico desechable. Sin entrar en la defensa de Hegel, que el diablo sabe defenderse a sí mismo, de este modo Althusser silencia lo que parece obvio y obviamente marxiano: que el análisis exige la abstracción de lo simple; que sí, que siempre partimos de lo concreto, que todo existe de forma concreta y determinada, pero que el conocimiento ha de pasar por la mediación de la abstracción analítica, por el trabajo sobre lo simple para producir lo concreto pensado. Y el pensador francés sabe que es así, lo encuentra en Marx; pero para evitar que ese protagonismo de lo simple en el proceso de producción del conocimiento pueda derivar en la ilusión de la producción del mundo por lo simple, silencia que no podemos conocer la realidad sino a partir de lo simple; silencia que si bien las contradicciones existen en todos concretos complejos sólo podemos pensarlas, reconstruir mediante la práctica teórica su esencia, aislándolas en la abstracción del análisis.

Es curioso que con frecuencia busca apoyos en Lenin, en sus Cuadernos filosóficos, ciertamente un texto donde un marxista intenta conceptualizar la dialéctica marxista; un texto, por otro lado, mucho más condescendiente con Hegel que el filósofo parisino. En un momento recoge el siguiente comentario de Lenin sobre la dialéctica: “EI desdoblamiento del Uno y el conocimiento de sus partes contradictorias, ya conocido de Filón (…) he aquí el fondo (una de las “esencias”, uno de los rasgos, una de las particularidades fundamentales, si no la más fundamental) de la dialéctica” [26]. Y, ante el aroma hegeliano de la cita, se pregunta si Lenin, al hablar de la máxima “lo uno se divide en dos” no considera lo simple como “matriz” de la contradicción, “la esencia originaria que manifiesta toda contradicción, hasta en sus formas más complejas, de tal manera que lo complejo no sería sino el desarrollo y el fenómeno de lo simple” [27]. Que es como preguntarse si Lenin no hay caído en los brazos de Hegel.

En todo caso, como Mao no da ningún ejemplo de proceso simple, como sólo lo cita “como información”, sin afirmar su existencia, corrobora su tesis: lo dado son todos complejos, con múltiples contradicciones; todos complejos en el origen de cualquier práctica, pero sin origen propio, y sobre todo nunca reducibles a un punto cero, a un origen ontológico, “ni de hecho ni de derecho”. Y por si Mao no resulta una digna autoridad, añade la de Marx, en la Introducción de 1857: “No sólo muestra Marx, que en ese momento reflexiona sobre los conceptos de la Economía política, que es imposible remontarse al nacimiento, al origen de lo universal simple de la "producción", ya que “cuando hablamos de producción nos referimos siempre a la producción en un estado determinado del desarrollo social, a la producción de los individuos viviendo en sociedad, es decir, en un todo social estructurado [28]. Es decir, no es una imposibilidad empírica, es un límite puesto por el concepto; es lo que hemos llamado un imperativo práctico lingüístico. Para Marx “toda categoría simple" supone la existencia de un todo estructurado de la sociedad; además, lo simple es resultado, producto, de un proceso complejo. Y tiene razón, y hace bien en resaltarlo; lo que me parece un exceso es el silenciamiento de que el marxismo reconoce la categoría simple, aunque no la confunda con el demiurgo de lo real complejo ni afirme su existencia simple.

El todo complejo puede ser pensado como totalidad de contradicciones, una abstracción analítica entre otras. La misma contradicción puede y debe ser pensada como totalidad, como un todo particular, que en tanto todo ha de ser complejo. Por tanto, Althusser argumentará que en el concepto marxista la contradicción ha de ser pensada como todo complejo por oposición al concepto hegeliano que la piensa como todo simple. Sin valorar la justeza de esta interpretación althusseriana de Hegel, la redescribimos aquí para visualizar cómo por oposición produce el concepto marxista. Señala que el modelo metodológico, se práctica teórica, de Hegel requiere el “proceso simple de dos opuestos”, la “unidad originaria simple que se divide en dos”; necesita dos contrarios que “son la misma unidad, pero en la dualidad; la misma interioridad, pero en la exterioridad”. Ese todo simple es la unidad desgarrada de dos contrarios en que la unidad se enajena, se pierde, llegando a ser otra al mismo tiempo que permanece la misma” [29]. Esos contrarios son cada uno en sí el opuesto y la abstracción del otro, aunque lo ignoren, dice el pensador francés. Al restaurar la unidad originaria, ésta quedará enriquecida por ese desgarramiento, por esa experiencia de la enajenación en cada uno de los opuestos, por la experiencia de la negación de su existencia escindida en esas dos abstracciones. Con la recuperación o restitución de la unidad, la consciencia volverá a ser nuevamente “una”, regresará a la unidad: “una nueva "unidad" simple, enriquecida por el trabajo pasado de su negación, la nueva unidad simple de una totalidad, producto de la negación de la negación” [30], dice Althusser resistiéndose a reconocer que la consciencia hegeliana en esas recuperaciones se vuelve compleja, aunque en la descripción de Hegel del movimiento esa complejidad no se revele. Creo que podemos reconocer a Hegel lo que es de Hegel sin restarle a Marx un átomo de su diferencia y su mérito.

Obviamente, la marxista y la hegeliana son dos practicas teóricas con “Generalidades” distintas, con vocabularios distantes, con objetos y objetivos bien diferenciados: cada una relata un aspecto de la realidad, una abstracción; cada una pretende conocer –recorrer, reconstruir mentalmente– la realidad desde una vertiente de la misma; sus resultados, sus productos, serán diferentes, y no cabe aquí compararlos por su valor de uso. Deberíamos, en todo caso, de valorarlos en sí mismos, internamente, en el seno del todo en que se insertan, pues, como el mismo Althusser reconoce, cada uno tiene su lógica. Reconoce “la implacable lógica de este modelo hegeliano”, y la perfecta adecuación de su materia prima, sus medios de producción, sus productos y sus objetivos; y también la lógica del modelo marxista, que siendo nueva ha necesitado nuevos dispositivos teóricos para constituirse. De ahí que, como dice Althusser, Marx haya prescindido radicalmente del vocabulario hegeliano, haya dejado en la cuneta de la historia los conceptos de simplicidad, esencia, identidad, unidad, negación, escisión, enajenación, contrarios, abstracción, negación de la negación, superación (Aufhebung), totalidad, simplicidad, etc. [31], vocabulario que Althusser ve íntimamente ligado a esa hegemonía del supuesto radical de una unidad originaria simple desarrollándose en el seno de ella misma por la virtud de la negatividad y no restaurando nunca, en todo su desarrollo, más que esta unidad y esta simplicidad originarias, en una totalidad cada vez más concreta [32].

La crítica de Althusser a Hegel está afectada –conforme a la propia teoría del pensador francés– por las “circunstancias”, de las que enseguida hablaremos. La crítica se ejerce desde la teoría de la práctica teórica, que podría exhibir su potencia y su eficacia para situar a Hegel como momento del devenir del pensamiento; pero al ejercerse como lucha política, con voluntad de intervenir en la coyuntura, con el objetivo inmediato y urgente de sacar a los marxistas de su pérdida en senderos desviados y encarrilarlos por el que diseñara Marx, se ve arrastrado a negar todo reconocimiento a la vía del marxismo hegelianizado. Al negar justamente a la propuesta hegeliana su validez, su inadecuación al momento histórico, al “momento actual”, en lugar de limitarse a mostrar su anacronismo y ofrecer una alternativa, acaba negando su verdad histórica, su validez en su momento, y así descartándola como “materia prima” y como “medio de producción” en los tiempos nuevos. Ese rechazo es una potente determinación ideológica del pensamiento marxista, que tal vez en parte deba pagar, pero al menos con la consciencia de que está renunciando a su historia, pues el concepto que no recoja el conocimiento de su propia historia es ciego y resta valor añadido o plusvalor a su conocimiento de la realidad.

El todo es complejo y no tiene origen. Con la misma fuerza que se enfrenta a lo simple lucha contra el origen como categoría ontológica, dos determinaciones execrables para el marxismo althusseriano. El marxismo ha de liberarse del origen absoluto, de todo origen ontológico, y sobre todo del origen simple: “Lo que el marxismo no acepta es la pretensión filosófica (ideológica) de coincidir exhaustivamente con un “origen radical", sea cual fuere la forma (tabla rasa; punto cero de un proceso; estado de naturaleza; concepto de comienzo que para Hegel es, por ejemplo, el ser idéntico a la nada; simplicidad que es también, para Hegel, aquello a partir de lo cual [re]comienza indefinidamente todo proceso, que restaura su origen, etc.)” [33]. Al contrario, el marxismo exige que todo punto de partida sea complejo, complejo de verdad, no la insuficiente y simulada complejidad que parece reconocer Hegel, a la que Althusser alude, de la escisión en el origen, de la unidad escindida, atravesada por la negación, viviendo simultáneamente en dos abstracciones, en dos opuestos. Como he dicho, si hay algo más intolerable para el pensador francés que la existencia de lo simple es su conversión en origen ontológico, su conversión en demiurgo de lo real complejo. El marxismo althusseriano rechaza la pretensión de pensar lo complejo como producto de lo simple; rechaza radicalmente y de forma especial “la pretensión filosófica hegeliana que se da a sí esta unidad simple originaria (reproducida en cada momento del proceso) que va a producir luego, por su autodesarrollo, toda la complejidad del proceso, sin que ella misma se pierda jamás en él, sin que pierda jamás su simplicidad ni su unidad, ya que la pluralidad y la complejidad no serán jamas sino su propio ''fenómeno", encargado de manifestar su propia esencia” [34].

Como curándose en salud nos indica que este rechazo de la génesis desde lo simple y la apuesta por lo complejo que propone no es una “inversión”; una alternativa no debe ser el mismo principio invertido. Ha de ser sustituido por “un supuesto teórico totalmente diferente”. Y, la verdad, he de reconocer que no convierte el rechazo del supuesto hegeliano en otro por inversión; la cuestión es si no recurre a otra vía igualmente sospechosa, la vía de la oposición. A veces, con excesiva frecuencia, incluso se olvida de su teoría, que grosso modo le exige producir lo nuevo con materias primas y medios de producción “viejos”, y se ahorra el proceso –o lo encubre en las sombras– mediante el salto a la oposición. Si invertir lo simple da lugar a lo simple invertido, en el salto a lo opuesto no se cae en el mismo lugar, se cae en lo complejo, se cae en lo otro de lo simple, fuera de lo simple; el problema es como fundar el ser en la contingencia de la caída, como conocer su concepto sin origen, sin historia, sin destino. Althusser nos dice que: “En lugar del mito ideológico de una filosofía del origen y de sus conceptos orgánicos, el marxismo establece en principio el reconocimiento de la existencia de la estructura compleja de todo "objeto'' concreto, estructura que dirige tanto el desarrollo del objeto como el desarrollo de la práctica teórica que produce su conocimiento” [35]. Dice correctamente “reconocimiento” del principio, no conocimiento; y deja entrever que se trata de un reconocimiento dogmático, imperativo, por eso dice “establece”, que parece instaura o decreta. El marxismo lo pone, lo impone, como en una revolución, como negación de lo existente; después se argumentará, se legitimará, se enumerarán sus virtudes; por sus obras lo conoceremos. En consecuencia, en el origen, pues para pensar necesitamos un origen, hay siempre un todo complejo, sin existencia legitimada; el supuesto de la complejidad del todo afecta a la realidad, ha de estar supuesto en el orden del ser y en el orden del conocer.

Resultado, Marx nace de la muerte de Hegel; el modelo marxista exige enterrar el hegeliano; su existencia en común es incompatible y su reconversión, contra lo que podríamos esperar de los potentes efectos transformadores de la práctica teórica en tanto productiva, es imposible, pues requeriría una transubstanciación, operación del orden del mito, no de la ciencia. Lo nuevo ha de ser nuevo para ser nuevo, insistía Mao con ironía. Y la mejor garantía de un supuesto nuevo es el opuesto: “No existe una esencia originaria sino algo siempre-ya-dado, por muy lejos que el conocimiento remonte en su pasado. No existe la unidad simple sino una unidad compleja estructurada. No existe más, por lo tanto (bajo ninguna forma), la unidad simple originaria, sino lo siempre-ya-dado de una unidad compleja estructurada” [36]. Y si esto es así, y ha de serlo para que el marxismo no deba nada a Hegel, se enuncia el decreto: “queda abolida la matriz de la dialéctica hegeliana”, y con la matriz toda su corte, todas sus categorías, todo su lenguaje. Bueno, las piezas del vestuario pueden sobrevivir para los museos, a efectos didácticos, para “coquetear” con ellos. Una matriz nueva exige un vocabulario y una ontología nuevos. Marx, nos recuerda Althusser, lo tenía muy claro; de ahí que fuera dejando las plumas de su juventud a medida que instituía su ciencia. En la Introducción de 1857 ya no quedan huellas. Las “citas célebres”, escasísimas, que encontramos en los textos de Marx con vocabulario hegeliano son efectos retóricos o didácticos, juegos ideológicos, pero no práctica científica [37] .


2.4. Como he dicho, en la tradición marxista la dialéctica, o teoría de]a identidad de los contrarios, es el estudio de la contradicción en la esencia misma de las cosas; y de las prácticas, en particular de la práctica teórica; o sea, la contradicción en la esencia misma de la historia, de todas las historias, de todos los modos del ser que tengan historia. Pues bien, pasemos a ver la descripción althusseriana de la contradicción marxista, o sea, la categoría tal como es elaborado por el pensador francés. Hay un momento del texto, ya al final, en que nos resume los resultados de su práctica teórica. Allí nos dice: “La diferencia específica de la contradicción marxista es su "desigualdad", o "sobredeterminación", que refleja en sí su condición de existencia, a saber: la estructura de desigualdad (con dominio) específica del todo complejo siempre-ya-dado que es su existencia. Comprendida de esta manera, la contradicción es el motor de todo desarrollo. El desplazamiento y la condensación fundadas en su sobredeterminación dan cuenta por su predominio de las fases (no antagónica, antagónica y explosiva) que constituyen la existencia del proceso complejo, es decir, de la evolución de las cosas" [38].

En una primera lectura de la cita, muy sintética, resaltan tres rasgos o determinaciones: la “desigualdad” inscrita en su esencia, su función de “motor del desarrollo”, de todo el movimiento en el objeto, material o teórico; los efectos de “desplazamiento” y “condensación”, derivados de la sobredeterminación; y la periodización del proceso en “fases”, que si pertenecen al concepto no pueden ser contingentes. Veamos escuetamente el desarrollo de las mismas que ha llevado a Althusser a esta definición del concepto, con la vista puesta en si no respondería mejor a estas exigencias prácticas nuestro concepto de contradicción subsumida.

Nótese de entrada que lo que antes se predicaba del todo (complejidad, estructura, desigualdad, dominio…) ahora se predica abierta o implícitamente de la contradicción. Es comprensible, al fin ésta es el todo en uno de sus diferentes modos de ser objeto de conocimiento, en una de sus abstracciones. Si la contradicción habita en el todo social, y éste es siempre complejo, incluso tomado en su abstracción de todo de contradicciones, podemos concluir que la contradicción no vive sola, es social, vive en comunidad, en unión confusa y convulsa con otras contradicciones; en cualquier totalidad social abstraída para el análisis de sus luchas y conflictos aparecerá la pluralidad de contradicciones. No es posible su aislamiento, no es posible su existencia en soledad.

Althusser parte de esta idea y desarrolla el concepto: viven juntas y son desiguales. La desigualdad es una determinación esencial de las contradicciones; no es un mero hecho empírico, pertenece a su concepto; la desigualdad es en realidad una determinación del todo, pues la complejidad de éste se funda en la desigualdad que lo atraviesa, que diferencia, especifica y define sus partes. El todo vive por y desde la desigualdad, se mueve por la desigualdad, pues si su motor son las contradicciones éstas son efecto de la desigualdad. Por eso, como dice el filósofo parisino, la práctica marxista ha llevado a pensar el desarrollo social como desigual y combinado, y no circunscrito a la esfera económica, como a veces se piensa, sino extendido a la totalidad de esferas distinguibles [39]. Althusser, que siente debilidad por el sentido común de Mao, nos lo ratifica así: “dice Mao, en una frase pura como la aurora, “no hay nada en el mundo que se desarrolle de una manera absolutamente igual”” [40]. La desigualdad inunda el todo social, está presente en todas partes.

En consecuencia, la desigualdad también reina en la contradicción; entre ellas y en el seno de cada una de ellas, como acuñara Mao en sus conocidas tipologías (fundamental, principal, secundarias, dominante, subordinadas, aspecto principal, aspecto subordinado…). La idea de un todo complejo, pues, va unida a la de diversidad de contradicciones y a la desigualdad exterior entre ellas e interior entre sus términos. Esta desigualdad es condición necesaria para enunciar la experiencia de la dominación, para elevar el hecho a teoría, el reconocimiento a conocimiento; para sacarlo del fenómeno y elevarlo a la esencia, arrancarlo de la contingencia e instalarlo en la necesidad. De este modo la desigualdad pasa a ser una determinación esencial del todo complejo y de sus partes, de las totalidades que distingamos en el mismo, y en particular de las contradicciones.

La desigualdad entre las contradicciones es la que nos permite clasificarlas en dominantes y dominadas, y distinguir en ellas los aspectos o términos dominantes y dominados. Y nos permite, según el pensador francés, comprender que se relacionen entre sí, que a veces estas relaciones sean del tipo contradicción, que se obstaculicen, compitan y se enfrenten, que se interfieran y neutralicen o se compaginen y alíen, que se condensen y se fusionen, en definitiva, que se determinen y sobredeterminen.

En consecuencia, podemos afirmar que la desigualdad es nada más y nada menos que la condición de posibilidad de la dominación. Así lo enfatiza, en una tesis realmente sugestiva: es la desigualdad la que está en el origen de la dominación, es ella la que materialmente hace posible la estructura con dominación, (structure in dominance), la forma intrínseca de la estructura del todo social complejo. O sea, la desigualdad, que funda las contradicciones y subsiste en su seno, es la condición de posibilidad de la confrontación entre ellas y en ellas, de la dominación o hegemonía entre ellas y en ellas mismas entre sus elementos.

Althusser va incluso más lejos en la elaboración del concepto, pues al argumentar que la dominación va ligada a la exigencia de que el modo de ser social, la realidad social, sea un todo estructurado, acaba poniendo la desigualdad en la base de la forma del todo. Nos dice: “Que una contradicción domine a las otras supone que la complejidad en la que figura sea una unidad estructurada, y que esta estructura implique la relación de dominación-subordinación señalada entre las contradicciones” [41]. Por tanto, la dominación “supone” el todo estructurado, y como éste “implica” la dominación como forma de la estructura, la desigualdad es intrínseca al todo social, a cualquier todo social, pertenece a su concepto. En el orden de la determinación, de la fundamentación, –y Althusser quiere un orden– el concepto base, determinante, es el “todo estructurado”.

Su conclusión al respecto es que, si existe la dominación, y existe, el marxismo no puede pensarla como efecto estructural contingente, no puede ser mero “resultado de una distribución azarosa o pasajera de contradicciones diferentes en un conjunto que sería considerado como un objeto” [42]. Las cosas en el mundo social, para el marxismo, no son efectos casuales. Una contradicción no domina sobre las otras a semejanza de quien contempla la manifestación desde un balcón. La dominación es otra cosa, no es un simple hecho intrascendente, indiferente al proceso; es un hecho esencial a la complejidad del mismo, pertenece a la esencia del todo estructurado; es una determinación de éste, de su estructura con dominancia, que impone de forma inmediata la dominación entre sus elementos, que marca la dirección, el sentido, la velocidad, la constancia, el ritmo de sus movimientos. Por tanto, fijemos bien este principio de la contradicción marxista: el orden y función de las contradicciones, de cada una, y particularmente de la que ejerce función de dominación, –papel asignado por la estructura y expresado en el lugar de la misma que ocupa–, lo pone el todo complejo estructurado, es un efecto del todo social. Un efecto sólido, con cierta constancia, aunque móvil y con cierta inestabilidad; un efecto adecuado al concepto de todo estructurado, no al de un conjunto desordenado y entregado al vapuleo de la contingencia.

En el marxismo de Althusser el concepto del todo complejo ha de incluir la unidad, ha de definir esa unidad; y la define como “unidad de la complejidad misma”. No es una unidad simple o de lo simple, sino unidad de lo complejo, tal que “el modo de organización y de articulación de la complejidad constituye precisamente su unidad” [43]. Esa unidad es en el fondo la que pone e impone al todo su estructura, dado su carácter de todo estructurado. Lo que no nos explica es el origen de la estructura, la génesis de la misma; no basta decir que el todo social nos aparece siempre estructurado; también nos aparece así el cuerpo humano y cualquier aspecto de la realidad y buscamos la génesis de la misma. En cierto modo en eso consiste el conocimiento para el marxismo, en conocer la génesis.

Podemos y debemos preguntarnos por el origen de esa estructura, por su consistencia, por su funcionamiento y por su destino; podemos y debemos preguntarnos por qué una pluralidad de contradicciones llega a constituir un todo, a imponer una unidad; incluso a someterse a esa unidad, amoldándose a sus reglas, a sus límites. ¿No aparece esa sumisión –permitidme hacer uso de la prosopopeya– en la sobredeterminación? ¿No está esa adaptación a la orden del día en la vida real, en la lucha del capital por reproducirse? Yo creo que el concepto de contradicción marxista ha de incluir respuestas a estas cuestiones; pues eso es también enunciar lo que está y actúa en estado práctico, lo que ya ha resuelto la práctica.

No me parece aceptable como respuesta decir que “la unidad de la complejidad misma” es ya equivalente a afirmar que “el todo complejo posee la unidad de una estructura articulada con dominio” [44]. Eso es argumentar en círculo. Si el todo complejo no tiene otro fundamento que el factum, revelado en la práctica política y económica de los marxistas, del análisis de esa complejidad puede abstraerse la presencia en el mismo de la diversidad, la desigualdad y la dominación; pero no puede extraerse la unidad y la estructura, determinaciones del ser que desafían la contingencia del todo, que exigen en su concepto pensar la necesidad; la unidad y la estructura no pueden pensarse como intrínsecas al todo complejo, y para pensarlas como determinaciones de éste hay que desarrollar su concepto y seguramente sacarlo de su mayestático aislamiento y abrirlo a la exterioridad, a la transcendencia, a un fundamento exterior. Sin unidad fuerte, sin la unidad de la estructura, el todo complejo no pasa de conjunto balanceándose sobre la contingencia; para tener unidad ha de tener estructura, y a la inversa. Pero la unidad y la estructura no se derivan del todo complejo impuesto por la práctica, si se quiere, por la experiencia. Hay que buscarlo en otra parte.

Pensemos este punto con detenimiento. La complejidad tiene unidad, nos dice Althusser, es inseparable de ella ¿Por qué? ¿Qué unidad? ¿La de una totalidad, un todo o un conjunto? Porque se da por hecho que “el todo complejo posee la unidad de una estructura articulada con dominio”. Ahora bien, ¿qué fundamento tenemos para pensar que el todo complejo haya de poseer la unidad de una estructura articulada con dominio? El filósofo se preguntaba en su día “por qué el ser y no más bien la nada”; hoy podemos preguntarnos “por qué el caos y no más bien el orden en el origen”. Y responder con el filósofo de Paris, vayamos donde vayamos, siempre encontramos el todo complejo estructurado con dominio. Pero esas experiencias, esas representaciones, son las que el pensador francés llama “ideológicas”. Hay que ser consecuente con la ontología que asumimos: como decía Marx, no hay mercancía sin trabajo, el maná puede ser sabroso infinitamente útil, pero nunca será mercancía. De modo semejante, no hay conocimiento teórico, no hay teoría, sin trabajo teórico, que logre producir nuevos conocimientos que la teoría, la producción teórica anterior, ha puesto a nuestra disposición. Todo esto lo defiende el pensador francés, y por eso me sorprende que aquí evite ese recorrido.

Situémonos en otra perspectiva. Tratemos de representarnos el “todo complejo” con baja definición, con más desorden, más contingencia, estructuras débiles, desigualdades frágiles, dominios móviles…. También ésta es una representación con la que nos encontramos mirando hacia atrás, impuesta por la práctica y recogida por la historia. En esa representación las contradicciones existen y cumplen su función motriz; la diversidad de elementos sociales, con sus resistencias, van dejando paso a otros, a nuevas producciones. Y de esa lucha de las contradicciones (donde cabe toda la descripción althusseriana de las mismas) van siendo redefinidas y reproducidas las relaciones (las estructuras, la diversidad, las desigualdades, la dominación…), en una especie de lucha por la existencia, por perseverar en el ser, que va consolidando formas, sólo consolidadas por su éxito, por su eficacia; formas que en cada momento representan la lucha interior, la vida de las contradicciones, los desplazamientos y condensaciones, de los que habla Althusser.

Creo que con esta perspectiva podemos abordar mejor los problemas del motor del movimiento, y en particular el de su inmanencia o transcendencia respecto al todo. Como éste todo es siempre particular, siempre una parte, un todo subsumido en otro todo –¡imperativo del pensamiento finito, que impone que el objeto siempre sea una abstracción!–, junto a las “contradicciones internas” que desde cerca lo mueven habremos de aceptar los límites y determinaciones exteriores, que con su efecto de “sobredeterminación” afectan al movimiento. Ni siquiera debemos establecer una jerarquía, ni consolidar y cosificar la dominación, pues entre los exterior y lo interior, entre las contradicciones que actúan desde la transcendencia del todo complejo objeto de nuestro conocimiento y las internas que lo mueven desde la inmanencia hay una relación, una nueva contradicción, una nueva lucha, que necesariamente hemos de pensar abierta en su resultado, indeterminada en su desenlace.

Y en esa perspectiva, añado, podemos pensar la génesis, el fundamento, de esa “estructura invariante” que señala Althusser; simplemente habremos de pensarla, en coherencia, como “invariante móvil”, como todo producto, como toda realidad social; la estructura expresa el equilibrio inestable de una guerra de trincheras, de posiciones, entre las contradicciones. La estructura de la formación social, si algo expresa, es ese ordenamiento de las posiciones en que los opuestos aceptan subsumir su confrontación por considerar que así garantizan su reproducción. La estructura invariante móvil, en definitiva, es la forma que subsume las contradicciones, que regula su enfrentamiento, que pone una dirección y unas reglas en que los opuestos encuentran las condiciones mínimas para su reproducción. L contradicción, de este modo, es pensada como el motor del movimiento, como la fuerza propulsora, ciega, irracional, suicida, como la infinita e inmediata voluntad de acumulación, de poder, de libertad, que el pacto social, hobbesiano, lockeano o rousseauniano, determina, subsume, defiende y limita, garantiza y dirige. Por eso frente a la contradicción abstracta e indeterminada, y a la contradicción sobredeterminada, como desarrollo de su concepto añadimos la figura de la contradicción subsumida. Ella nos permite pensar, –siendo la contradicción el motor del movimiento y siendo éste en abstracto ciego e indeterminado–, en su concreción de contradicción subsumida genere estructuras, que posibilitan y frenan su movimiento como el aire en el vuelo de la paloma; estructuras que mediatizan la dominación al tiempo que la fijan y la garantizan; y que aportan esa constancia, esa fijeza y esa regularidad, siempre dentro del movimiento, cuya trayectoria anuncia un destino en el horizonte. Aunque sea un destino móvil, escurridizo como el ideal, inalcanzable como la utopía, aquella que con tanta belleza describiera Fernando Birri: “La utopía está en el horizonte “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos, y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.

Esa forma que subsume cada todo que intentemos conocer, que se constituye como esencia de ese todo, que pone el orden y la calma, a su vez es efecto de la lucha y del ruido de las contradicciones subsumidas en ella; por tanto, aunque exterior y distinta a ellas, es un producto de las mismas, de la lucha por perseverar en el ser de sus elementos. La contradicción subsumida, pues, la entiendo como desarrollo de la contradicción “sobredeterminada” de Althusser, como desarrollo de la categoría. Creo que la contradicción subsumida, y la ontología en que se incluye, cumple en general las exigencias que pone Althusser. Dice que es necesario comprender y defender con intransigencia el principio de que no hay “un modelo único de unidad”, sea “la unidad de una substancia, de una esencia o de un acto”. Perfecto. Dice que es necesario liberar el todo complejo de su reducción a fenómeno del desarrollo de una esencia simple. Por supuesto. Que hay obligación –para los marxistas– de distinguir la totalidad hegeliana del todo complejo marxista [45]. Nada que objetar. Ya lo he dicho, comparto el proyecto althusseriano de desarrollar la categoría de la contradicción, y aprecio sus logros; simplemente aspiro a dar un paso más, a tomar su producción como G-I y G-II para hacer crecer G-III, desarrollando de paso algunos conceptos que sirvan para mejorar G-II, para que así siga creciendo G-III. ¿Hay algo más althusseriano que eso?


2.5. Creo que en ese camino hay que revisar un poco el peso que en el filósofo parisino toma el “todo complejo”. Althusser lo cosifica en exceso, hasta el punto de que, como un agujero negro, absorbe cuanto se le acerca. Semejante a como el viejo Saturno se come a sus hijos, así el todo althusseriano se come a su propia forma. Sí, Althusser parece mantenerla en la figura de la estructura, pero incluso ésta acaba siendo la montura del caballo: el todo complejo estructurado, con su forma a cuestas. Lo ha encerrado en sí mismo, vaciándolo del afuera, de la exterioridad, como si buscara su autarquía. Para no caer en el pluralismo y la contingencia del mero conjunto, Althusser solidifica el todo, fusiona en el mismo a sus atributos, sin permitir cierta distancia, al menos analítica, cierta relación dialéctica con ellos y entre ellos. Veamos un ejemplo.

Dice Althusser, “Si toda contradicción se sitúa dentro de un todo complejo estructurado dominante, no se puede pensar el todo complejo fuera de sus contradicciones, fuera de su relación de desigualdad fundamental” [46]. Por un lado, nos dice que las contradicciones están “dentro” del todo, con lo cual parece distinguirlas del todo; pero enseguida dice que sin ellas el todo es impensable. Y dice más, dice que es impensable “fuera de su relación de desigualdad fundamental”. Y añade que “cada contradicción, cada articulación esencial a la estructura, y la relación general de las articulaciones en la estructura dominante, constituyen otras tantas condiciones de la existencia del todo complejo mismo [47]. Nos habla de la contradicción como “articulación esencial a la estructura”, contradicciones que se articulan entre sí, de articulaciones, pero también de “la relación general de las articulaciones en la estructura dominante”, y todo acaba igual, mostrando que todo es condición de existencia del todo. Esta es su obsesión que repite con cierta oscuridad: “Esta proposición es importantísima, ya que significa que la estructura del todo, la “diferencia" de las contradicciones esenciales y de su estructura dominante, constituye la existencia misma del todo; (…) que la “diferencia” de las contradicciones (que exista una contradicción principal, etc.; y que cada contradicción tenga un aspecto principal) es la condición misma de existencia del todo complejo” [48].

E insiste: “Más claro, esta proposición implica que las contradicciones “secundarias" no son simplemente un fenómeno de la contradicción ''principal", que la principal no es la esencia y las secundarias unos de sus tantos fenómenos, fenómenos en forma tal que prácticamente la contradicción principal podría existir sin las secundarias, o sin tal o cuál de ellas, o podría existir antes o después que ellas” [49]. Y añade: “Implica, por el contrario, que las contradicciones secundarias son necesarias a la existencia misma de la contradicción principal, que constituyen realmente su condición de existencia, tanto como la contradicción principal constituye a su vez la condición de existencia de las primeras” [50].

Como he dicho, el todo althusseriano se elabora sobre el modelo de estos todos particulares que son las formaciones sociales, como su concepto general; lo va modelando para usarlo en el conocimiento de éstas, que son el universo en que de forma preferente los marxistas sitúan y ejercen sus diversas prácticas. Un todo que se encierra y autoalimenta. Nos dice, por ejemplo, que las relaciones de producción no son un simple fenómeno de las fuerzas de producción: son al mismo tiempo su condición de existencia de éstas, son una fuerza productiva más; la superestructura no es un mero fenómeno de la estructura, es al mismo tiempo su condición de existencia. Esto resulta del principio mismo enunciado anteriormente por Marx: que en ninguna parte existe una producción sin sociedad, es decir, sin relaciones sociales; que la unidad, más allá de la cual es imposible remontarse, es la de un todo en el que, si bien las relaciones de producción tienen por condición de existencia la producción misma, la producción a su vez tiene por condición de existencia su forma: las relaciones de producción” [51]

Ese excesivo peso del todo althusseriano se nos revela también en su descripción de las relaciones entre las "contradicciones", la dialéctica entre ellas; insiste más en la defensa de los límites que el todo impone a esa lucha que en la reconstrucción permanente del todo efecto de la misma. Tiene razón al señalar que las luchas se dan en un escenario social, en una estructura con dominio, fuertemente configurada por el aspecto principal de la contradicción, el dominante; pero no hasta el punto de silenciar, de dejar en la sombra, la progresiva reconstrucción de la estructura de dominación que constituye la complejidad del todo y su unidad. Pues esta unidad y esta estructura son tanto condiciones de la lucha como efectos de la misma. El filósofo parisino, que sin duda lo entiende así, en su ira militante contra el espontaneísmo quiere reforzar la función de la teoría, pero cae en la trampa de montar su consistencia en la solidez y compacidad del objeto: convierte el todo estructurado en una segunda naturaleza, cuya resistencia a la contingencia fundamenta la teoría reducción, aunque suponga olvidar que el todo social existe en el elemento de la vida, que es un producto de la vida humana, que tiene en ella su origen y su destino.

Veamos más de cerca el peso de la estructura, que le lleva a ver ésta como articulación de las contradicciones, ocultando la otra vertiente, la que deja ver las contradicciones entre la estructura y la vida, la que revela la estructura como obstáculo para la vida social. En un momento de su reflexión aborda las “condiciones de existencia de la contradicción”. Enfatiza un rasgo de la misma, que considera “el rasgo más profundo de la dialéctica marxista”, que consiste en la presencia, el reflejo, dentro de cada contradicción, de la “estructura articulada dominante que constituye la unidad del todo complejo [52]. Es decir, el todo está presente y actúa en cada contradicción, ya que éstas se mueven y configuran en su estructura de dominio. Althusser llama a este efecto “sobredeterminacíón”, un concepto clave. Ahora bien, esa presencia del todo en la contradicción que se recoge en ese concepto también se recoge en el de subsunción; y me atrevería a decir que responde mejor a lo que Althusser persigue, puyes la contradicción sobredeterminada sufre la determinación concreta de las otras contradicciones, aunque genéricamente se exprese como determinación del conjunto; en cambio, la contradicción subsumida queda inmediatamente determinada por la “forma” del todo, sin excluir determinaciones puntuales de las partes.

Lo que trata de explicar el filósofo parisino es que las contradicciones actúan siempre desde dentro de la estructura con dominancia, que pone sus límites y su dirección; y lo que no explicita satisfactoriamente es que, aunque así sea, las contradicciones no son meros dispositivos de la estructura, sino que ésta es un elemento de la contradicción, un instrumento de la lucha. Por eso insiste en liberar el concepto de “condiciones” o “circunstancias” de la contradicción de excesiva carga empírica y contingente. Según Althusser, no se trata de un concepto empírico, sino teórico; son condiciones existentes (empíricas) y condiciones de existencia (determinaciones de la esencia); pertenece a la esencia del todo estructurado. Pero no son determinaciones abstractas de una esencia universal, sino las determinaciones de un todo existente en un momento concreto, determinado, en el “momento actual”. Es “la relación compleja de condiciones de existencia recíprocas entre las articulaciones de la estructura de un todo” [53]. Elabora un concepto de las “condiciones” que le permita conocer los hechos, las “revoluciones” concretas; que le permita comprender, por ejemplo, que la Revolución tuviera lugar en Rusia y en Octubre, no en Inglaterra o en Febrero; que le permita entender que “la revolución, dominada por la contradicción fundamental del capitalismo, no haya triunfado antes del Imperialismo y que haya triunfado en esas "condiciones" favorables, justamente en esos puntos de ruptura histórica, en esos "eslabones más débiles"; que no haya ocurrido ni en Inglaterra, ni en Francia, ni en Alemania sino en la Rusia "atrasada" (Lenin), China y Cuba (excolonias, tierras de explotación del Imperialismo)” [54].

De todos modos, reconoce que esas condiciones, esas contradicciones que sobredeterminan la contradicción principal y le ayudan a realizar la ruptura no son las mismas en las distintas revoluciones; siempre son condiciones determinadas que ejercen una sobredeterminación determinada. Entonces, ¿cómo identificarlas si no es empíricamente y a posteriori? La respuesta althusseriana no es transparente, no puede pasar de repetir las determinaciones o condicionamientos en modo circular: “Si se puede hablar teóricamente de las condiciones sin caer en el empirismo o en la irracionalidad del "así es" o del "azar", se debe a que el marxismo concibe las “condiciones'' como la existencia (real, concreta, actual) de las contradicciones que constituyen el todo de un proceso histórico. A ello se debe que Lenin, al invocar las "condiciones existentes''' en Rusia, no caiga en el empirismo: analiza, justamente, la existencia del todo complejo del proceso del Imperialismo en Rusia, en su “momento actual” [55].

Como se puede apreciar, inconcreto, ambiguo y con ritmo circular. Si las “condiciones” constituyen la existencia la actual del todo, su modo de ser en el “momento actual”, y son distintas en cada caso, es difícil salir de la contingencia, es muy difícil traducirlas a concepto. Podemos captar la idea, y compartirla, cuando dice que la contradicción “refleja en sí… la relación orgánica que mantiene con las otras, en la estructura dominante del todo complejo” [56]. Refleja en su en sí a las otras quiere decir –o hay que entenderlo así– que está afectada por ellas, que cada una está sobredeterminada. Por lo tanto, la acción de cada una sobre la principal no es pura, sino mediada por las demás. Y así no se resuelve el problema principal: cómo sale del caos e indeterminación intrínseco a las contradicciones un orden social y una historia. Althusser no tiene ora salida que el recurso circular al todo y a su estructura, a su insistencia en que cada contradicción interviene en el todo mediada por la “estructura” de este todo, y así es la estructura la que pone orden y estabilidad, consistencia y racionalidad. Pero la estructura en el concepto althusseriano no puede poner el fin, la historia –ésta es la gran sacrificada en el pensamiento del filósofo parisino–, por débil que sea; aunque esa estructura se describe como el modo de organizarse y relacionarse las contradicciones, nunca adquiere el carácter de “forma”, como en la “forma capital” o la “forma estado”, donde juega esa función de poner orden y finalidad. Es esa forma la que se piensa desde la subsunción como forma del todo social.


2.6. La sobredeterminación es el concepto esencial de la propuesta ontológica althusseriana, y debemos analizar la noción del mismo con cierto detenimiento. Él nos dice que “es absolutamente necesario aislarla, identificarla y darle un nombre, para dar cuenta teóricamente de su realidad, la que nos es impuesta tanto por la práctica teórica como por la práctica política marxista” [57]. O sea, de noción o concepto empírico, surgido en la experiencia, en la práctica, hay que transformarla en concepto teórico, que nos permita mejorar el instrumental, los medios de producción de conocimiento. En este sentido, como concepto teórico, la sobredeterminación “es el reflejo en la contradicción de sus condiciones de existencia”, algo así como su carga histórica, las cicatrices en su cuerpo y en su alma. La sobredeterminación es la huella de los otros en el individuo, del todo en la parte, que le avisa de que su ser es siempre un ser mediado por la sociedad, por la estructura social, con sus marcas y signos del dominio. Es también el sello que identifica lo particular, cada contradicción, revelando su casta, su clase, su género, su etnia, su situación y su posición en la “estructura”, siempre una estructura con desigualdad y jerarquía, con dominación.

Ahora bien, pensar la sobredeterminación exige pensar su movimiento, su origen y dirección, evitando caer en la cosificación, en el determinismo que cierra el pensamiento. La sobredeterminación, que distribuye estatus y jerarquías, no puede ser pensada como cuestión de iure (por tanto, no permite sacralizar el privilegio de la economía), pero tampoco debiera ser reducida a mera cuestión de facto, a mera contingencia azarosa e impensable. Althusser, que se encuentra aquí con un obstáculo difícil, lo resuelve con una revolea torera, describiéndola como “la relación de una situación de hecho con una situación de derecho”; y para ayudar a la interpretación, añade un quiebro de maestro: la sobredeterminación es “la relación misma que hace de esta situación de hecho una "variación" de la estructura con dominio "invariante" de la totalidad”. Ciertamente oscuro, impropio del pensador francés, que entiende la transparencia como identificador de la ciencia.

Me parece que el problema yace en las dificultades que encuentra para pensar el movimiento en el todo complejo. Está convencido de que ha de ser un movimiento ordenado, necesario, para ser objeto de la ciencia; suponer el azar, la contingencia, en el objeto es el punto de fuga del oportunismo, su peor enemigo. Ahora bien, imponer desde la ontología la disciplina en el juego de las contradicciones no encaja bien en el marxismo que él asume, y más bien huele al marxismo dogmático que él combate. Por tanto, ha de buscar un equilibrio muy inestable. La expresión de la parte final de la última cita, pensar la sobredeterminación como “variación” de una estructura que por estar matrizada por la dominación ha de ser “invariante” en el todo, refleja bien esas dudas y esos difíciles equilibrios en la descripción.

Curiosamente, considera que en su interpretación la contradicción gana movilidad, pues al fin es “variación”, es una variante en tanto refleja un todo que, aunque invariante en cuanto a la dominación, varía en su interior, en la desigualdad que carga. Hay que admitir, nos dice “que la contradicción deja de ser unívoca”, pues en su esencia refleja el todo complejo móvil. Pero enseguida advierte que no ha de ser “equívoca”, producto de las “pluralidad empírica”, “a merced de las circunstancias y de los a zares”; no ha de ser “nube que pasa” como el alma del poeta. “Por el contrario, nos dice, dejando de ser unívoca, y fijada de una vez para siempre en su papel y su esencia, se revela determinada por la complejidad estructurada que le asigna su papel, como (y perdónese esta espantosa expresión) compleja-estructural-desigualmente-determinada... Preferí, lo confieso, una palabra más corta: sobredeterminada” [58]. Cierto, sin ser nada bella esta palabra es más soportable. Pero en su justificación el filósofo parisino nos ha abierto la ventana: la sobredeterminación equivale a “compleja-estructural-desigualmente-determinada…”, incluidos los puntos suspensivos, que revelan la densa compacidad de ese todo que, cual agujero negro, vigila los límites y absorbe cuanto se le acerca. En ese mapa la variación queda proscrita. El análisis de Althusser, tal vez a su pesar, promueve la “invariabilidad” de la estructura con dominio, apoyada en esta circularidad de los condicionamientos [59].

Entiende Althusser que la sobredeterminación es una particularidad de la contradicción marxista; por tanto, identifica la posición teórica marxista. Entiende que, nacida de la práctica, permite dar cuenta de la misma, orientarla. Su virtud está en que “Sólo ella permite comprender las variaciones y las mutaciones concretas de una complejidad estructurada como lo es una formación social… no como variaciones y mutaciones accidentales producidas por las "condiciones" exteriores sobre un todo estructurado fijo, sus categorías y su orden fijo (en esto consiste el mecanicismo), sino como reestructuraciones concretas, inscritas en la esencia, del "juego" de cada categoría; en esencia, el "juego'' de cada contradicción; en esencia, el juego" de las articulaciones de la estructura compleja dominante que se refleja en ellas” [60]. Texto espléndido, que muestra que Althusser busca con su propuesta ontológica dar cuenta de las “variaciones y mutaciones”, del cambio social; cambios en un todo complejo que, por ser “estructurado” (con desigualdad y jerarquías ordenadas) y con dominancia, por ser un todo fijo, con relaciones y categorías fijas, no puede ser efecto de acciones exteriores, de circunstancias exógenas, sino que ha de consistir en “reestructuraciones concretas, inscritas en la esencia”. Nótese cómo enfatiza la fijeza de las determinaciones “en la esencia”; y cómo, en consecuencia, cómo el cambio se reduce a “reestructuraciones concretas” en el juego de las categorías, de las contradicciones, de las articulaciones estructurales… Todo revela un todo rígido, denso, compacto, adaptado para ser bien conocido, científicamente conocido, diríamos que positivistamente conocido, aunque el efecto no sea el esperado.

Insisto una vez más que una propuesta ateórica atractiva y fecunda, teóricamente potente, se ve limitada por su subordinación a una práctica política, a la “lucha política en la filosofía”. El filósofo parisino no lo esconde; en rigor no dirige el mensaje al mundo, al hombre abstracto, sino a los marxistas. A ellos les dice que un marxista ha de asumir esta ontología, esta categoría de la contradicción sobredeterminada; que ya no hay escusas, que sin ella “después de haber identificado este tipo de determinación tan particular, es imposible pensar jamás la posibilidad de la acción política, la posibilidad de la misma práctica teórica” [61].

Este todo tan denso y compacto es un obstáculo teórico. Él dice que la práctica nos ha enseñado que “si la estructura dominante permanece constante, el empleo de los papeles cambia dentro de ella: la contradicción principal pasa a ser secundaria, una contradicción secundaria toma su lugar, el aspecto principal pasa a ser secundario, el aspecto secundario pasa a ser principal. Siempre hay, sin duda, una contradicción principal y contradicciones secundarias, pero cambian de papel en la estructura articulada dominante, que permanece estable” [62]. Los cambios, por tanto, se dan en los elementos, no en la estructura; la “estructura con dominio” es fija, es la matriz en la que hemos de pensar e intervenir. La lucha política ha de trabajar en ese escenario de dominio fijo, intervenir en él; y la lucha teórica debería hacer lo mismo, asumir la fijeza de la estructura y producir conocimientos de su interior. Mao le sirve una vez más de autoridad: “No existe ninguna duda –dice Mao Tse-tung– de que en cada una de las diversas etapas del desarrollo del proceso, sólo existe una contradicción principal que desempeña el papel directivo”. En el proceso se dan etapas, movimientos, en el seno de la estructura de dominio, en su interior, siendo la firma-estructura inalterable. Althusser explica que esos movimientos que se manifiestan en las fases o momentos del proceso se deben a “desplazamientos” en el juego de las contradicciones. La misma contradicción principal, que define y acota un periodo, es un resultado del desplazamiento desde el estado anterior. Ahora bien, aunque haya devenido “principal”, sólo llega a ser “decisiva”, “explosiva”, por uno de los mecanismos de la sobredeterminación, por “condensación” o “fusión”. La contradicción principal es eso, “principal”, pero no carga a sus espaldas la historia: “Ella constituye ese "eslabón decisivo" que es necesario detectar y atraer hacia sí en la lucha política, como dice Lenin (o en la práctica teórica...), para coger toda la cadena o, para emplear una imagen menos lineal, ella ocupa la posición nodal estratégica que es necesario atacar para "desmembrar la unidad" existente” [63].

Ahora bien, reconocido el movimiento, aceptados los desplazamientos, enseguida se advierte de que todo se da dentro de un orden; su lucha contra el oportunismo se traduce en cierta sacralización de la estructura, de la necesidad, menospreciando que también éstas son productos. Dice al respecto: “Tampoco aquí hay que dejarse engañar por las apariencias de una sucesión arbitraria de dominaciones, pues cada una constituye una etapa del proceso complejo (base de la "periodización" histórica) y debido a que se trata de la dialéctica de un proceso complejo tenemos que ver con estos “momentos" sobredeterminados y específicos que son las "etapas", los "estadios", los "períodos", y esas mutaciones de dominación específica que caracterizan cada etapa. El nódulo del desarrollo (estadios específicos), y el nódulo específico de la estructura de cada estadio, constituyen la existencia y la realidad misma del proceso complejo” [64].

Ya se ve, “desplazamientos de la dominación y condensaciones de las contradicciones”; condensaciones que llevan al “punto de fusión”, donde varias contradicciones se funden y donde llegan a fundir la estructura dominante, produciendo la mutación revolucionaria o “refundición”. El todo es tan compacto que no admite determinaciones exteriores. Se aprecia en la “gran ley de la desigualdad”, tan rígida que permite excepción”. Es una ley primitiva, nos dice, “anterior a los casos particulares”, y que por tanto puede dar cuenta de éstos, dado “que no es producto de su existencia” [65]. ¿Qué quiere decir “ley primitiva” en marxista? ¿Qué significa en marxista “dar cuenta de estos casos particulares” posteriores a ella? Lo cierto es que Althusser se complica la vida inútilmente. Leamos la siguiente cita: “Debido a que la desigualdad concierne a toda la formación social en toda su existencia, concierne también a las relaciones de esta formación social con otras formaciones sociales de madurez económica, política, ideológica diferentes, y permite comprender la posibilidad de estas relaciones. No es por lo tanto la desigualdad externa la que, cuando interviene, funda la existencia de una desigualdad interna (por ejemplo, en los encuentros llamados de “civilizaciones"), sino, por el contrario, la desigualdad interna es la que existe primero, y funda tanto el papel de la desigualdad externa como los efectos que esta segunda desigualdad ejerce dentro de las formaciones sociales en presencia” [66].

Ciertamente en el texto intenta describir la relación dialéctica, pero se ve afectada por su insistencia en mostrar la solidez del todo, su resistencia al cambio azaroso. Aunque la relación exterior-interior sea biunívoca, en la retórica resulta asimétrica, dominando con mayor o menor rigidez una dirección fija, la determinación de “adentro” hacia “afuera”. No pretendo “invertir” el orden, ni siquiera cuestionar la asimetría, solamente resaltar que en el concepto –y ahora no estamos en el caso empírico– es más dialéctico, y más coherente con la ontología marxista, mantener cierta indefinición. Es más coherente reconocer que “adentro” y “afuera” son términos que nombran lugares (contenidos) de un mismo universo de representación. Si el objeto a analizar es una formación social, una totalidad abstraída por exigencias analíticas del mundo y de otras totalidades en las que se incluye, de las que forma parte, su “afuera” no puede estar del todo ausente, pues forma parte de esos otros universos de representación y mantiene relaciones con ellos, tal que si se ignoraran se empobrecería su concepto. Su “afuera” está entre bastidores, esperando su ocasión para salir puntualmente a escena. Si echamos mano del “afuera” por exigencias del análisis, para explicar un movimiento o relación del “adentro” (por ejemplo, echar mano de la situación internacional para explicar un acontecimiento de la formación social que analizamos, como Mayo 1968 en Francia), instantáneamente ampliamos la visión, cambiamos de universo, lo ampliamos a “Europa”, a “Occidente”, al “Primen Mundo”, a los “Países industrializados”, a los “Estados capitalistas”), que alternativa y sucesivamente hacen de “afuera” frente al “adentro” objeto de análisis, pero ambos dentro del nuevo universo de representación, como aspectos o términos de la contradicción. Ese es el juego dialéctico, la contradicción dialéctica, en que los términos han de estar adentro, necesariamente adentro, produciéndose uno desde, con y frente a otro. Si el punto de ruptura exige la condensación y fusión de contradicciones, y éstas reflejan la situación actual del todo social, a su vez esa situación de la formación social exige de su afuera, la situación internacional; y ésta de su afuera, el mundo global, que nos remite a la naturaleza, al planeta, y quién sabe si a ciclos galácticos desde donde ir dando cuenta de las mediaciones. Y, paradojas de la existencia, cuando los filósofos han dejado de buscar el Primer Motor, los físicos han puesto el Big Bang, un origen, un origen simple, para más burla; un comienzo absoluto, por el pensamiento, la práctica teórica, necesita siempre materia prima y medios de producción. Y lo asumen sin la angustia de los filósofos: lo hacen sin saber qué pasó allí, sin experiencia alguna, incluso sin poder imaginarlo, pues sus ecuaciones no pueden entrar en el sancta sanctorum del origen, protegido por la ausencia de existencia –por el no ser nada aún– durante una fracción de segundo despreciable en cualquier cálculo pero que sirve para mantener el enigma.

Aunque Althusser reconoce y asume esta dialéctica, en su lucha contra el espontaneísmo se ve arrastrado a un tratamiento asimétrico del “adentro” y el “afuera”. La conclusión a que llega, y que eleva norma de la práctica teórica (marxista), es que hemos de mirar el interior, las contradicciones internas y el adentro de cada contradicción, pues es en la desigualdad interior primitiva, y sólo en ella, donde podemos comprender “la esencia de la desigualdad exterior”. Y nunca a la inversa. Y ello aunque esté desarrollando el concepto de sobredeterminación, que supone el reconocimiento de la efectividad de las determinaciones de las contradicciones secundarias sobre la principal. Recomienda privilegiar la desigualdad interior por dos razones: una, porque el efecto de lo exterior, de lo otro, queda siempre mediatizado, amortiguado, por la fuerte estructuración del interior, del todo, por la consistencia de su estructura con dominio; y dos, porque el efecto del todo que se analiza sobre su otro está igualmente mediado y orientado por esa estructura dominante que tiende a su reproducción. De este modo, aunque no renuncia a la contradicción dialéctica pierde la ocasión de dialectizarla más, como correspondería a su constante lucha contra el mecanicismo. Además, su feroz ataque al origen, su filosofía sin origen y sin sujeto, determinaciones específicas del marxismo, para bien o para mal queda relativizado y en consecuencia devaluado, pues aunque no llegue a fijar el “adentro” como origen del movimiento, sino que reconoce la doble dirección, al asumir de facto la asimetría como determinación ontológica y al reconocer al “adentro”, al todo estructurado con dominancia, el privilegio de la mediación de las determinaciones, si no ha restaurado el origen absoluto al menos ha instalado un control del alto mando. Es en el interior, en el todo complejo con estructura y dominio, en la “desigualdad interior primitiva”, donde hay que buscar las claves para comprender la esencia de la desigualdad interior y exterior.


2.7. Debemos ahondar un poco más en algunos aspectos la desigualdad, referidos a su efecto en el movimiento o cambio social. Establecido que su origen no es sólo exterior, sino fundamentalmente interior, propio de la formación social, hay que analizar la desigualdad en ésta. La figura más paradigmática es la que presenta en la relación de oposición infraestructura/sobreestructura; contra su apariencia no es una relación de “exterioridad”, como “acción recíproca”, nos dice el pensador francés, sino como una “forma orgánicamente interior a cada instancia de la totalidad social, a cada contradicción” [67]. Si pretendemos indagar un poco en esa “forma” orgánica e interior, nos topamos con el tópico privilegio que la práctica teórica concede a la economía. Es un tópico, cierto, pero apoyado en una extensa experiencia, que la presenta como intuitiva; aunque, claro está, desde el constructivismo althusseriano, o desde el productivismo marxista, combatiente contra el empirismo filosófico, no hay razón alguna para elevar la experiencia a teoría, conforme a “la verdadera tradición marxista” no hay razón para elevar ese privilegio empírico de la economía a concepto, como ha hecho el “economicismo”: “Es el economismo (el mecanicismo), y no la verdadera tradición marxista, el que establece de una vez para siempre la jerarquía de las instancias, fija a cada una su esencia y su papel y define el sentido unívoco de sus relaciones; él identifica para siempre los papeles con los actores, siendo incapaz de concebir que la necesidad del proceso consiste en el intercambio de los papeles según las circunstancias [68].

El economicismo, incluida la tradición marxista (no verdadera) que cedió a su abrazo, es el que ha identificado la “contradicción-dominante en última instancia” con la “contradicción dominante”, que pone la forma de dominio en la estructura, absolutizando el privilegio de ésta; es el economicismo el que ha cosificado la relación interna en esta contradicción entre el aspecto principal (fuerzas productivas, economía, práctica) y el secundario (relaciones de producción, política, ideología…). Según el filósofo parisino la determinación en última instancia es eso, “en última instancia”, y sólo eso; por tanto, es esta determinación la que exige clarificación. Althusser se apoya en Lenin, a quien atribuye aportaciones sustanciales: “Toda la obra política de Lenin atestigua la profundidad de este principio: que la determinación en última instancia por la economía se ejerce según los estadios del proceso, no accidentalmente, no por razones exteriores o contingentes, sino esencialmente, por razones interiores y necesarias, a través de permutaciones, de desplazamientos, de condensaciones” [69]. Se abre así la posibilidad de formaciones sociales donde el orden de la determinación entre las esferas sea diferente, cosa obvia y bien establecida en el marxismo, pero también a que en la sociedad capitalista haya momentos en que la economía pierda su privilegio. Esto es más problemático y merece una clarificación, pues Althusser no se detiene en ello.

Cada estadio es un momento caracterizado por la forma que toma la estructura de dominio, dice Lenin y asume Althusser; por tanto, el orden de la dominación no es fijo, puede haber formaciones sociales, y momentos de una de ella, en que la hegemonía de las instancias, las clases o las contradicciones varíen, tomen otra concreción, resultado de la evolución, de las luchas, del movimiento de las contradicciones. Como digo, la confusión surge cuando el objeto es la formación social capitalista, que se ha constituido sobre la producción, que es una sociedad subsumida en un modo de producción. En este caso la hegemonía la tiene de por vida la producción, toda ella mientras perdure el nodo de producción capitalista tendrá una estructura dominada por el capital, configurada a su medida. Y “a su medida” no quiere decir “a su gusto”, quiere decir configurada para su reproducción, para perseverar en el ser, como cualquier ser vivo, pues el capitalismo existe en el elemento de la vida, no lo olvidemos. Y “configurada a su medida” quiere decir adaptada a su potencia para reproducirse, según el momento, según las contradicciones que soporta y lo debilitan; según su vejez. Capitalismo imperialista o capitalismo a la defensiva, de resistencia, manteniendo la hegemonía, pues ese es el objetivo estratégico; mantener la hegemonía en la estructura, que ésta siga favoreciendo y posibilitando su reproducción, aunque sea con concesiones, aunque sea con renuncias, creciendo su hundimiento.

Pues bien, en esa perspectiva es posible, cae dentro de su concepto, de su lógica, que en la formación social capitalista el papel principal pase del Capital al Estado, sin dejar de ser capitalista, al contrario, haciendo posible que el capital se valorice del único modo que ya puede, subordinado al estado. La economía cede el puesto de mando a la política, acepta su tutela. Pero, fijémonos bien, si sigue siendo una formación social capitalista, la política favorecerá la sobrevivencia del capital. Por tanto, y creo que esta es la tesis del marxismo, en tanto así sea sigue siendo la economía la esfera determinante en última instancia; puede decirse que, como siempre, organiza las relaciones de dominio de la estructura para su reproducción, y que ahora, en este supuesto de retroceso, con el mismo objetivo, con el mismo instinto, cede la dirección –obligada, último recurso, operación a corazón abierto– a la política, que tutela y monitoriza sus últimos días. En otras ocasiones, esa cesión del dominio directo para conservar la hegemonía tendrá otras características, pero siempre hay una constante: en última instancia ese relevo en el puesto de manto en la estructura del dominio está dictado para mantener la reproducción del capitalismo.

Conviene resaltar la importancia que Althusser concede a la “desigualdad” en la contradicción y en el todo, tratándola como determinación esencial, perteneciente al concepto, y no como descripción de fenómenos contingentes. La considera “interior a la formación social” y ligada a la esencia de ésta, ya que “la estructura dominante, (con dominio)”, que es una “invariante estructural”, exige en su concepto la desigualdad y, al mismo tiempo, “es ella misma la condición de las variaciones concretas de las contradicciones que la constituyen” [70]. Todo el movimiento de las contradicciones, sus desplazamientos, condensaciones, fusiones y mutaciones, que nace de la desigualdad entre ellas y la reproduce, es puesto por la estructura invariante de dominio; y a la inversa, esta estructura invariante, esencia de la formación social, sólo tiene existencia como ese conjunto de variaciones, solo existe en ellas, en el movimiento de la contradicción.

De ahí que diga que el “desarrollo”, los fenómenos en que se concretan estos movimientos de la contradicción, la forma de existencia de ésta, no es ni puede ser “exterior a la contradicción”, sino interior, constituyendo su esencia: “La desigualdad que existe en el desarrollo de las contradicciones, es decir, en el proceso mismo, existe por lo tanto en la esencia de la contradicción misma. Si el concepto de desigualdad no se encontrara asociado a una comparación externa de carácter cuantitativo, no tendría problema en decir que la contradicción marxista está desigualmente determinada, a condición de que se reconozca bajo esta desigualdad la esencia interna que designa: la sobredeterminación [71]. Fijémonos, la desigualdad pertenece a la esencia de la contradicción; lo exige así la estructura de dominio, que es la esencia “invariante” de la formación social. Por tanto, podría pensarse que la contradicción marxista está “desigualmente determinada”, o sea, desigualmente sobredeterminada. No es un texto transparente, pero no puede serlo más, la obscuridad no procede de la insuficiencia retórica, sino de los límites de la ontología. Althusser, lo hemos visto, no expone con claridad la dialéctica interior/exterior; además, entiende la sobredeterminación como relación entre contradicciones, sin resaltar suficientemente el efecto global, tanto del adentro como del afuera del todo.

Por otro lado, en cierto modo las cosifica, las trata como unidades o partes substanciales del todo. Si las pensamos como relaciones, como un tipo particular de relaciones entre los elementos sociales, constataremos que no hay relación directa e inmediata entre contradicciones, que si unas afectan a las otras es por la mediación de las relaciones entre los términos de las mismas; o sea, porque un elemento social puede ser termino de diversas contradicciones, tal que los efectos, los cambios o desplazamientos resultados de su juego en una contradicción afectarán a su posición en la otra, como los efectos de la lucha de los campesinos en la producción zarista afectaba la relación de los mismos en la producción capitalista en Rusia. ¿Por qué, entonces, esa resistencia a admitir la determinación exterior de la contradicción? Al fin la separación entre la exterioridad y la interioridad, como ya he dicho, no la pone el todo real, el concreto real, sino el objeto de análisis, la abstracción sobre la que actúa la práctica teórica; y ésta es móvil, como el análisis, que ha de recorrer todas las partes, que necesita la presencia de unas para trabajar las otras, que ha de usarlas –como las materias primas y los medios de producción materiales– escasamente o semielaborados hasta que disponga de ejemplares más refinados o desarrollados.

Y esto nos lleva a otra cuestión importante, la del motor y la dirección del movimiento. Aunque la estructura de dominio, como conjunto articulado de contradicciones, puede dar cuenta del movimiento, no así de la dirección del mismo. Una contradicción es una relación de dominio, si se quiere, de negación; su resultado no responde ni puede responder a ningún orden, a ningún destino, apareciendo como reproducción de lo mismo, como voluntad infinita de voluntad, que diría Heidegger. Un ejemplo empírico nos lo ofrece el capital individual, que sólo se mueve por su valorización, sin tener presente horizonte alguno de “solidaridad” de clase, que le vendrá impuesta por otra vía, exterior al mismo, expresada en la tendencia igualitaria de la tasa de ganancia media. Por tanto, el resultado del movimiento de la contradicción es y ha de ser indeterminado, abierto, definido por la confrontación. El resultado global del conjunto de contradicciones, por consiguiente, será igualmente indeterminado, sin dirección prefijada, sin más invariante que la eterna reproducción de estructuras con dominación, como dice Althusser. Si no actuaran otras fuerzas en el todo, del juego de las contradicciones no derivaría un sentido del movimiento, una historia; y las sobredeterminaciones tampoco lo aportarán, pues formarán parte de esa confrontación. En consecuencia, ¿dónde buscar el sentido del movimiento del todo?

Vayamos por parte, comenzando por el del motor del movimiento, el Primer Motor que durante siglos obsesionó a los filósofos. Althusser, en marxista, tiene claro que ese papel corresponde a la contradicción. Y tiene clara su importancia: “La comprensión de la contradicción no tendría sentido si no permitiera la comprensión de ese motor” [72]. Poner la contradicción como motor, aunque es una posición leal al marxismo, casa bien con el hegelianismo; la paternidad de esa idea se pierde en los tiempos filosóficos, pero nadie como Hegel iluminó esa opción. La contradicción había de estar en el origen, en cualquier origen elegido, para pensar con coherencia el movimiento como necesidad. Ni el Dios cristiano ni el Dios de los filósofos podía cumplir esa función, a no ser que se aceptara la arbitrariedad de la divinidad para hacer lo que antes no hizo, o bien se le sometiera a una exigencia racionalidad, a una necesidad, que repugna a su concepto. Por tanto, Hegel no dudó: la contradicción está ya en el origen, sólo así se explica la necesidad del movimiento. Claro está, un marxista heterodoxo podría decir que Marx hereda ese principio hegeliano, que estará dentro del núcleo racional, aprovechable, de su dialéctica; pero el pensador francés no puede hacer estas concesiones al enemigo, por lo cual, tras reafirmar la contradicción como motor del desarrollo social, se dedica a mostrar que, aunque así aparecía en Hegel, era sólo apariencia. Dice con cierta maldad: “Cuando, la Fenomenología celebra, en un texto bello como la noche, “el trabajo de lo negativo" en los seres y las obras, la permanencia del Espíritu en la muerte misma, la inquietud universal de la negatividad que desmiembra el cuerpo del Ser para engendrar el cuerpo glorioso de ese infinito, de la nada que llega a Ser, el Espíritu, todo filósofo tiembla interiormente como frente a los Misterios” [73]. Y tras el rechazo retórico de Hegel afirmará, desafiando una larga tradición, que la “negatividad” no sirve como explicación, no crea, no niega, a no ser imaginariamente: “la negatividad no puede contener el principio motor de la dialéctica, la negación de la negación, sino como la reflexión rigurosa de los supuestos teóricos hegelianos de la simplicidad y del origen” [74]. E invita a los marxistas a abandonar esos conceptos, esa ontología, y así no necesitarán el “trabajo de lo negativo”.

Lo cierto es que no le falta razón. La dialéctica es negatividad creadora cuando en el análisis de la misma abstraemos uno de sus momentos, el de la negación de la negación; pero al aislar esa abstracción dejamos otra fuera de foco, la abstracción del momento de la enajenación, de la negación destructiva; y ambos casos dejan un tercero, el momento de la reconciliación, el de la reconstrucción de la unidad. Si tomamos los tres juntos, su orden, su sucesión, observamos que en la dialéctica de Hegel el verdadero motor es el Fin, que ya está oculto en el origen; por eso el crecimiento del origen, su devenir dialectico, es en realidad el desarrollo del Fin que ya encierra. Todo ese desarrollo es el Fin enajenado, el Fin luchando por recuperarse, el no-ser aún que lucha por ser. Tiene razón el pensador francés cuando dice que en Hegel la contradicción es el motor sólo como negatividad abstracta, es decir, corno reflejo del “ser en sí en el otro”; en definitiva, la negatividad como expresión de la enajenación, del ser fuera de sí, sólo pensable desde “la simplicidad de la Idea” [75].

Esa negatividad no encaja en el marxismo. Marx, dice con razón el filósofo parisino, ha cambiado de categorías, no le sirven las hegelianas: “Del mismo modo en que el tipo de necesidad del desarrollo no puede reducirse a la necesidad ideológica de la reflexión del fin sobre su comienzo, del mismo modo el principio motor del desarrollo no puede ser reducido al desarrollo de la idea en su propia enajenación” [76]. Los conceptos de “negatividad” y “enajenación” que articulaban la lógica hegeliana no sirven para el marxismo; hay que abandonarlos y tal cosa no lleva al vacío teórico, al mero subjetivismo, a abrazar el pluralismo y la contingencia. Marx ya cuenta, dice Althusser, con otra ontología y otra lógica, con un todo con complejidad y desigualdad desde el origen, y con una estructura de contradicciones con dominación que permite “dar cuenta realmente de su evolución, y de todos los aspectos típicos de este devenir” [77].

La lógica del movimiento del todo marxiano permite incluso pensar la necesidad del cambio de hegemonía en la estructura invariante de dominación. Por ejemplo, cuando se enuncia la tesis marxista “la lucha de clases es el motor de la historia”, se está afirmando que la lucha política mueve el todo, cambia su estructura, incluso la hegemonía relativa de sus instancias y prácticas; la política, pues, aparece en esa tesis ejerciendo la determinación efectiva sobre la economía. Ahora bien, el marxismo no renuncia al principio de la determinación en última instancia por la economía, como corresponde a su posición ontológica materialista. Ni renuncia ni puede renunciar Entonces, ¿cómo es posible que se ponga la política como motor del cambio y se mantenga el privilegio de la economía? ¿Cómo distinguir entre la lucha política y la lucha económica, aquella fuera y enfrentada a la estructura de dominio y ésta dentro reproduciéndola? La respuesta pasa por pensar la política (y la economía, y cuantas esferas distingamos en el análisis), lo que ocurre en la política, como condensación del todo complejo; no pensar la política y las esferas de la sobreestructura como el “fenómeno” de la una “esencia”, la economía, si pensar que todas y cada una de ellas refleja el todo. Por tanto, la eficacia de cualquier contradicción, de cualquier enfrentamiento entre los elementos estructurales, se da en los límites de esa forma de dominación que expresa la estructura. Y, a mi entender, esa forma se piensa mejor desde la subsunción que desde la sobredeterminación.

Althusser viene a decir que la lucha de clases, expresión fenoménica de la contradicción política, puede ser considerada motor de la historia, compatible con el principio de la determinación en última instancia por la economía, porque la contradicción política está sobredeterminada, porque en ella se da la condensación del todo, porque en ella se refleja y hace sentir la necesidad del todo complejo. No la respuesta althusseriana deja en la sombra la dirección del movimiento, en concreto, la necesidad de que la historia del todo capitalista apunte al socialismo. Y sin dar respuesta a esa cuestión el movimiento de la formación social por sus contradicciones estructurales es ciego e indeterminado, y el que ponen las contradicciones de la sobreestructura es voluntarista y espontaneísta. A la ontología del marxismo althusseriano, una ontología del ser social, y en particular del capitalismo, le falta asumir que la existencia social es existencia humana, y que ésta se da en “el elemento de la vida”, lo que introduce determinaciones en las categorías a las que su todo estructurado es refractario. Le falta asumir el principio que con tanta sencillez formulara Spinoza: “Todas y cada una de las cosas se esfuerzan, en cuanto esté a su alcance, por perseverar en su ser” [78].


3. Buscando a Marx en los marxistas.

De buscar a Marx en sus fronteras con Hegel, en la relación compleja y contradictoria entre sus respectivas filosofías, y tras llamarnos a buscarlo en sus textos, para lo cual nos ha elaborado las herramientas, Althusser pasa a buscar la diferencia específica de la dialéctica de Marx en las experiencias y prácticas de algunos relevantes marxistas. Este desplazamiento del lugar no debe ocultar un decisivo desplazamiento en el criterio; bajo esta pretensión de sustituir a Hegel por Engels, Lenin o Mao, entre otros, subyace un movimiento teórico efectivo, un cambio en el criterio que vertebra el análisis; en definitiva, bajo la pretensión de descartar a Hegel como lugar desde donde acceder a la dialéctica marxiana, subyace otra pretensión, tal vez menos ideológica pero seguramente con mayor potencia y fecundidad teórica, a saber, la de buscar la especificidad del marxismo, –y por tanto también de la diferencia entre ambas dialécticas, la hegeliana y la marxiana–, en el tratamiento que en cada caso se hace de la contradicción. Desplazamiento que exige la distinción de ambos conceptos, “dialéctica” y “contradicción “, y la fijación de su relación, o sea, que implica un desarrollo más complejo de la ontología.

Althusser centra la mirada en la contradicción, y la busca en otros lugares de su existencia; más allá de la lógica filosófica, más allá de su existencia como objeto de análisis, como concepto tematizado, en producción, el filósofo parisino la busca en cualquier lugar donde se encuentre, donde esté operativa, en “estado práctico”, como gusta describir; es decir, en su habitual forma de presencia oculta y activa en el fondo de los discursos de las ciencias, y en particular en las ciencias sociales, como la economía y la política. Consciente de la novedad del proyecto, lo presenta como voluntad de romper la primera lanza en pos de un discurso de indagación posthegeliana de la dialéctica. En este empeño, y tras elogiar muy de paso el folleto de Mao Sobre la contradicción, –tal vez como tributo ideológico, pero donde Althusser ve un nuevo juego de lenguaje con ciertas potencialidades–, pone sus ojos en Lenin. Quiere abordar la búsqueda de la dialéctica marxiana mediante una reflexión sobre la presencia de la misma en el marxista ruso, sobre el uso que éste hace de ella. Y selecciona para ello un lugar idóneo, la teoría leninista del eslabón más débil. Como podemos ya sospechar, también aquí es la metáfora, y no el concepto, la plataforma de lanzamiento; nada que objetar, siempre que no se quede en ella, siempre que la use de herramienta o vía de acceso y, usada y estrujada, la deje caer y traspase la ficción.


3.1. El escenario que elige es ciertamente de amplias perspectivas, con abundante riqueza fenoménica y potente carga simbólica: nada menos que la revolución en Rusia. La revolución es el escenario más querido por la contradicción, como su lugar natal ideal; en el imaginario marxista la contradicción sólo es fiel a su concepto si apunta a la revolución, si ve en ella su vientre materno y su destino, su ocasión y su obra. Y dentro de ese imaginario, la revolución rusa, la revolución marxista-leninista, fue durante muchas décadas la revolución por excelencia, paradigmática, el santuario sagrado que expandía confianza e imaginación.

Para Lenin, es bien sabido, tuvo que afrontar la convicción generalizada en el marxismo, que enlazaba con la idea de Marx y Engels, de que Rusia no era el país capitalista más desarrollado; de hecho, ni siquiera era fácil calificarlo como país capitalista, que supone la conditio sine qua non de que el capitalismo sea el modo de producción hegemónico. Y subrayo, “hegemónico”, concepto cualitativo, no identificable con la mera extensión socioeconómica. Aunque Lenin en coherencia con su profesión de fe marxista había de subordinar la revolución al desarrollo del capital, desde su subjetividad revolucionaria y desde sus experiencias e intuiciones que le llevaban a ver el triunfo de la insurrección al alcance de la mano se resistía a la renuncia a que Rusia se anticipara en la marcha al socialismo. De ahí que intentara adecuar la lealtad teórica a Marx y la lealtad política con los suyos, que le impedía renunciar a una revolución que sentía al alcance de la mano. Para ello se vio enfrentado a la necesidad de revisar la teoría.

Por voluntad o por conocimiento empírico, Lenin siempre defendía en los círculos políticos del exilio que el capitalismo en Rusia tenía más extensión, y sobre todo más potencia, de lo que generalmente se pensaba, incluso de lo que se veía fenoménicamente a simple vista, en definitiva, de lo que permitían pensar los datos sociológicos, siempre selectivos y un tanto tópicos; reconocía que su país no estaba a la cabeza del mundo capitalista, que en la marcha histórica hacia el socialismo Rusia no portaba el estandarte, pero esos datos no le parecían el fundamento último de la la posibilidad de la revolución. Venía a decir que el hecho de no ocupar el lugar de privilegio en modo alguno significaba que en Rusia no pudiera tener lugar la revolución, que no fuera sea en ella posible. La revolución, venía a pensar, es posible en cualquier parte, pues su causa próxima es la desesperación de los pueblos dominados; y en Rusia esa posibilidad aumenta por las peculiaridades de su capitalismo, por la especificidad cuantitativa y cualitativa de su estructura de clases y de la dominación que sufren las clases populares. Esa realidad que se resistía a hacerse visible es lo que Lenin denominó, con afortunada imagen, “eslabón más débil”. No sería Rusia el país capitalista más desarrollado, pero a su parecer era el más débil, y en consecuencia el más susceptible de albergar una revolución. El problema teórico quedaba así planteado: decidir si es el desarrollo del capitalismo el elemento que acerca y fuerza a los pueblos a la revolución o si es su situación de especial desesperación, de especial miseria, opresión y explotación, la condición objetivamente revolucionaria. Y, enunciado el problema, los marxistas se lanzaron al debate en el filo de esa histórica escisión entre dos modelos de revolución, la marxiana y la leninista.

Althusser echa mano de esta teoría leninista del “eslabón más débil”, identificando esa debilidad a la conjunción de contradicciones en un momento y lugar, en una coyuntura, en la estructura de estados capitalistas. Como señala con claridad, “esta debilidad resultaba de este rasgo específico: la acumulación y la exasperación de todas las contradicciones entonces posibles en un solo Estado [79]. Y esa acumulación se daba en Rusia, no en Alemania o Francia, pues era en ese enorme y relativamente poco desarrollado país donde se condensaban los problemas sociales más densos, intensos y variados; sin olvidar que formaba parte de la debilidad la impotencia política de ese Estado para satisfacer el desarrollo de las fuerzas productivas necesario para la vida y para reformar las relaciones de producción que hicieran esa vida soportable y digna. Y también formaba parte de ella la estructura de estados, el lugar específico de Rusia en ella.

No era difícil ilustrar esa Rusia prototipo del “eslabón más débil”; parece trivial argumentar que en ella se concentraban y condensaban las más variadas contradicciones: contradicciones en el régimen de explotación feudal reinante, contradicciones en las relaciones capitalistas e imperialistas en ciudades, barrios y zonas, contradicciones entre el ejercicio del poder zarista y las aspiraciones burguesas a los derechos civiles y la libertad… No es aquí lugar para hacer el inventario; bastan nuestros conocimientos generales de la historia europea para construir un esbozo del contexto histórico que ilustre que, ciertamente, Rusia era el eslabón más débil en la cadena de estados imperialistas, o sea, que en ella se acumulaban las contradicciones históricas, económicas, culturales, jurídicas y políticas que hacían posible y necesaria la revolución, que clamaban por un cambio radical. Tarea aún más fácil de hacer para Althusser, ilustración a toro pasado que cuanta a su favor con el factum de su obvia posibilidad, que lo sería para Lenin, que tenía que vencer la resistencia de las dudas y los miedos ante la posibilidad revolucionaria. Hoy podemos acumular argumentos que conviertan aquella coyuntura de Rusia en paradigma del “eslabón más débil”, cuyo concepto ha de implicar particularmente la posibilidad revolucionara; hoy tenemos más documentación que Lenin para la descripción exhaustiva de aquella coyuntura como modelo de eslabón más débil; pero, sobre todo, hoy tenemos un argumento poderoso, que acumula todo el peso de la positividad, tal vez el mejor argumento ideológico, a saber, que Lenin así lo vio y los hechos le dieron la razón, que su teoría fue avalada por la historia. Althusser, por tanto, sólo ha de coger los frutos de esa verdad histórica.

Sí, Lenin así lo vio, supo leer en la escena que las condiciones objetivas estaban dadas y, con su éxito práctico, pudo mostrar, hacer ver, que tenía razón. Dispuesta la objetividad, con los vientos de la historia a favor, sólo faltaba crear las condiciones subjetivas que realizaran lo ya posible; y para ello el líder político forjó dos instrumentos adecuados, un partido y una revista. Creó su partido, el Partido Bolchevique, que surgió como facción del POSDR; un partido disciplinado política e ideológicamente, un partido sin eslabón débil, que reuniera las cualidades subjetivas necesarias; un partido de vanguardia apto y pertrechado para dirigir y golpear en ese eslabón enfermo de la cadena imperialista. La formación teórica e ideológica, esencial en su proyecto, requería de revistas instrumentales cualificadas, como lo fue en los primeros tiempos Iskra [La Chispa], que aportaba unidad al exilio ruso en Europa, y luego Pravda [La Verdad] convertida en el alma del bolchevismo. Quiero decir con ello que, si bien la coyuntura de Rusia en el alborear del siglo XIX acumulaba contradicciones, la fuerza de ésta y la dirección que apuntó debe lo suyo a la subjetividad, al uso leninista de la subjetividad.

Althusser, recurriendo a esta experiencia leninista, y a otras anteriores (“antes de 1917 existió 1905”, nos dice), así como otras experiencias de la lucha obrera en Inglaterra y Francia, como las de 1848-49, la Comuna de 1873 y tantas otras, saca conclusiones seleccionadas y selectivas: “Todas estas experiencias habían sido reflexionadas en el camino directa o indirectamente, y habían sido puestas en relación con otras experiencias revolucionarias anteriores: las revoluciones burguesas de Inglaterra y Francia” [80]. Experiencias acumuladas en la memoria y la consciencia, sobre las que aparecieron reflexiones teóricas, ideas y conceptos sobre el cambio revolucionario. Y teniéndolas presentes puede avanzar una tesis densa y brillante, que nos ofrece en una descripción que recogemos en extenso por contener el grueso de sus argumentos, pero que dividimos en dos partes para facilitar nuestro análisis. En la primera parte dice:

“Cómo resumir entonces estas experiencias prácticas y sus comentarios teóricos, sino diciendo que toda la experiencia revolucionaria marxista demuestra que, si la contradicción en general (que está ya especificada: contradicción entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción, encarnada esencialmente en la relación entre dos clases antagónicas) es suficiente para definir una situación en la que la revolución está "al orden del día'', no puede, por simple virtud directa, provocar una "situación revolucionaria" ni, con mayor razón, una situación de ruptura revolucionaria y el triunfo de la revolución” [81].

Por tanto, la “contradicción en general”, que en Marx queda objetivamente especificada como contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción y subjetivamente encarnada en la oposición de clase burguesía/proletariado…; esa contradicción tiene potencia para poner al orden del día la revolución, o sea, para crear una situación en la que la revolución está al caer, al alcance de la mano; una situación en la que se necesita, se pide, se discute, se ve venir, se reclama… una revolución; pero, en cambio, esa situación no es aún una situación revolucionaria, objetivamente revolucionaria; la contradicción esencial del capitalismo no tiene por sí misma potencia para crear esa situación objetivamente revolucionaria, y mucho menos para el paso siguiente, la ruptura revolucionaria; y aún menos para llegar al final y consagrar el triunfo de la revolución. Puesto este límite a la “contradicción en general” sigue diciendo:

“Para que esta contradicción llegue a ser “activa" en el sentido fuerte del término, es decir, principio de ruptura, es necesario que se produzca una acumulación de "circunstancias" y de "corrientes", de tal forma que, sea cual fuere su origen y sentido (y muchas de entre ellas son necesariamente, por su origen y sentido, paradójicamente extrañas, aún más, "absolutamente opuestas" a la revolución), puedan "fusionarse" en una unidad de ruptura: lo que ocurre cuando se logra agrupar la inmensa mayoría de las masas populares para derrocar un régimen cuyas clases dirigentes son impotentes para defenderlo. Esta situación supone, no solamente la ''fusión" de dos condiciones fundamentales en una "crisis nacional única", sino que cada condición misma, tomada aparte (abstractamente), supone a su vez la "fusión" de una "acumulación" de contradicciones” [82].

En esta segunda parte de la larga cita se nos ofrecen las condiciones añadidas para que la contradicción en general vaya más allá de ese límite antes señalado, para que deje de ser pasiva, meramente creadora de condiciones de posibilidad revolucionaria, y pase a ser “activa”, logre forzar la ruptura, se convierta en un efectivo “principio de ruptura”. Y esas condiciones añadidas, nos dice Althusser, se concretan en una “acumulación” de dos tipos de elementos: de “circunstancias” y de “corrientes”. Circunstancias y corrientes diversas, incluso contradictorias entre sí, a veces opuestas a la revolución, pero cuya presencia contribuye a generar esa condensación de una coyuntura revolucionaria, una fusión de hechos en una “unidad de ruptura”. Esa confluencia de lo diverso, incluso de los opuestos, en una misma fuerza en una misma dirección nos la ilustra Althusser con esa imagen de las masas, con intereses, consciencia y objetivos diversos, pero unidas en la tarea de derrocar un régimen cuyas clases dominantes son impotentes para defenderlo. La frase final radicaliza esa situación de ruptura y la eleva a situación única, pues no sólo supone la fusión de dos condiciones, objetiva y subjetiva, en una “crisis nacional única”, sino que cada una de esas condiciones es, a su vez, fusión de una acumulación de contradicciones. Descripciones que apuntan a esa situación que los lacanianos describen recurriendo al “significante vacío”, y los sartreanos a la idea de “grupo en fusión”. En cualquier caso, sólo esa gran acumulación de contradicciones, heterogéneas, de origen y sentido distintos, con “distinto nivel y lugar de aplicación”, pero que todas se “funden en una unidad de ruptura” …, sólo eso hace necesaria, posible y efectiva la revolución, según Althusser.

El argumento, por su densidad empírica, parece contundente: un edificio se derrumba cuando colapsan sus pilares, y se quiebra por todos lados; en ese momento, todos son puntos débiles. Mejor que la figura del eslabón débil, que parece referir al efecto de la tensión de dos fuerzas, la situación que describe Althusser, siguiendo a Lenin, queda expresada en una implosión por colapso general del sistema. Y estas imágenes, que parecen adaptarse bien a los fenómenos y a las intuiciones, le empujan y autorizan a decir que, por lo tanto, “no se puede hablar más de la única virtud simple de la contradicción general”; en el derrumbe general se derrumba todo y por todo. Todas las fracturas en la estructura, sea cual sea el lugar y la intensidad, contribuyen al colapso general. Eso es lo que nos revela la experiencia, lo que aparece ante nuestros ojos; en el hundimiento de un régimen socio-económico-político-ideológico-cultural…, intervienen un cúmulo de factores y circunstancias (con sus propias palabras, “una acumulación de circunstancias y de corrientes"), todas ellas relevantes, todas ellas activas, todas ellas fusionadas, formando parte de esa unidad de ruptura. Esto es así, fenoménicamente es incuestionable; mero sentido común, larga experiencia compartida. Cuando un sistema arquitectónico colapsa es porque no resiste, porque la resultante viola el equilibrio; y esa resultante es eso, resultante, suma vectorial de innumerables fuerzas, que actúan en diversas direcciones.

Ahora bien, cuando ingenieros y arquitectos lleguen tras el derrumbe a interpretar el desastre, se espera de ellos no sólo el inventario exhaustivo de causas, de factores, cosa relativamente fácil de hacer y que harían mejor los testimonios y el servicio de mantenimiento del edificio; se espera un informe en que los factores y circunstancias diversas aparezcan ordenados, jerarquizados y, a ser posible, subrayando con énfasis al macho alfa de los vectores, identificando el origen, el dios que activó la furia de las Erinias. Si no llegan, o se acercan, a esa identificación, el informe de los técnicos será genérico, descriptivo, superficial, falto de explicación, poco efectivo, de aficionado; y, claro está, no a la altura del informe científico que se espera de los técnicos. De ellos se espera que, tras la universalización generosa de culpas y responsabilidades, técnicas, humanas y divinas, identifiquen e individualicen el orden de las determinaciones, al menos de forma aproximada y de la que aprendamos algo. Sin ese conocimiento perderemos luces para el futuro.

Creo que estamos ante un problema de más enjundia de la que parece a primera vista. Si hay un obstáculo universalizado en la comprensión de la dialéctica consiste en interpretarla en clave de interconexiones y movimiento abstractos. La dialéctica se ha diluido en nuestro tiempo en la interactividad, en la multidependencia, en la interconexión universal, en la transversalidad, en el todo depende de todo…, pensado como movimiento sin orden, sin determinaciones precisas y fijas. Así entendida, el reconocimiento de una realidad como dialéctica parece enunciar la mera condicionalidad universal y absoluta y poner límite a cualquier pretensión de acceder a sus determinaciones. Decir de algo “es dialéctico” equivale a decir que unos elementos influyen en los otros, que puede ocurrir cualquier cosa, en definitiva, que no hay nada más que decir. La dialéctica deviene garantía de la historia abierta, de la libertad, de la indeterminación…, por eso se expresa mejor en metáforas que en conceptos. Esa es la dialéctica en nuestros tiempos, blanda y maleable, subsumida en el paradigma pluralista.

Tanto es así que el propio Althusser parece tomar consciencia de que, a su pesar, su propuesta se desliza por ese tobogán, se suma inexorablemente a esa tendencia, aunque pretende lo contrario; de ahí que se vea obligado a matizar, a dar un paso atrás, tal vez ganando rigor y coherencia teórica, pero sin duda negando buena parte del atractivo que cargaba su idea. Así, al tiempo que muestra por las costuras su atenta lectura de Mao, reconoce que no todo es desorden en ese universo de interconexiones cósmicas y universales, que aunque todas las contradicciones son activas y autónomas las hay que dominan y las hay que están subordinadas; en esa estructura de infinita interactividad hay hegemonía, aunque no lo parezca debe haberla; en medio del guirigay de la pluralidad igualitaria puesta por la teoría de los factores hay, ha de haber, cierto orden, lo que exige cierta jerarquía, cierta hegemonía; y ese trono lo ocupa, lo ha de ocupar, no puede ser de otra manera, la la propia “contradicción fundamental”. Sí, ésa a la que acaba de privar de poder absoluto y solitario para dar entrada a la pluralidad; ésa a la que ha privado de protagonismo político y eminencia ontológica para dar participación al todo en la génesis de la totalidad; ésa figura abstracta de la contradicción en general, que Marx concreta objetivamente en la conocida contraposición entre fuerzas productivas y elaciones de producción, y subjetivamente entre clases burguesa y clase proletaria, recupera algunas de sus prerrogativas. Aunque definitivamente afectada por la compleja pluralidad de “circunstancias” y “corrientes”, aunque inexorablemente “sobredeterminada”, conserva sus títulos, no pierde sus privilegios, sigue siendo la dominante, la que tiene el timón de la historia. Un paso atrás, pues, para hacer posible la racionalidad histórica y escapar al relativismo y la contingencia que crecen bajo el sol y sombra del pluralismo.

Nos dice Althusser, en esa recuperación del orden en las determinaciones, que esa contradicción fundamental es activa en sí misma y activadora de las otras, una a una y en su conjunción: “Sin duda, la contradicción fundamental que domina todo este tiempo (en el que la revolución está al orden del día), está activa en todas esas contradicciones y hasta en su fusión” [83]. Y aunque modula, con acierto, que no se puede pretender que todas estas ''contradicciones" y su "fusión" sean un puro fenómeno de esa contradicción fundamental, se mantiene ese reconocimiento de la jerarquía entre las contradicciones que parecen exigir los textos marxianos.

Por tanto, si la teoría leninista del eslabón más débil pone el énfasis en que una revolución social es siempre efecto global y conjunto de numerosos factores, de diverso orden, incluyendo los no revolucionarios y los contra-revolucionaros, ello no elimina la necesidad de poner orden y jerarquía en ese complejo de circunstancias, intereses, corrientes, posiciones y contradicciones confrontadas. Incluso pensando la revolución, el momento absoluto de ruptura, como una explosión de la totalidad en que colapsan todos y cada uno de sus elementos, la ciencia ha de buscar un orden en ese caos de fenómenos si quiere ser ciencia, y Althusser lo sabe y lo quiere como lo sabía y quería Marx.

Conceder vida, actividad, autonomía, a la pluralidad de contradicciones de una coyuntura no nos exime, pues, de elaborar el mapa de contradicciones, de identificar la fundamental, la principal, las subordinadas, las secundarias, las invitadas, las gorronas y las exiliadas. La lealtad a Marx parece exigir ese precio; y Althusser cumple lealmente con cierto aroma marista. El mismo Lenin, podríamos decir, no eligió a los campesinos como sujeto principal, aunque empíricamente constituían la clase más extensa; eligió al proletariado conforme a la teoría marxiana, a pesar de que no era intuitivamente obvia la elección, y tuvo que escribir un grueso libro sobre El desarrollo del capitalismo en Rusia para, a posteriori, justificar su opción. Althusser también hace esa profesión de fe marxiana, y a pesar de que intenta revisar la idea de contradicción en clave leninista, asumiendo la complejidad de los procesos y la multiplicidad de los sujetos, tras su descripción de la coyuntura y la advertencia firme de la presencia de la conjunción de contradicciones en la constitución del “punto de ruptura”, ha de matizar dando un paso atrás –si no en la substancia si en los énfasis– y reconocer la importancia excepcional de la contradicción marxiana, poniendo a salvo su teoría. Aunque su preocupación de fondo tiende a reivindicar la autonomía de las contradicciones frente a un esquemático reduccionismo economicista, no quiere llegar al límite de disolver la jerarquía y romper con Marx; es decir, no quiere llegar a diluir el marxismo en una mera teoría dellavolpeana de los factores, que entre otros efectos implica la ininteligibilidad de la historia, la ocasión banal de montar los relatos sobre el caballo que se ofrece ocasionalmente como ganador. Ese límite, que lastra poderosamente el atractivo de su propuesta de ruptura, a mi entender es un mérito, no por lo que pueda contener de respeto o lealtad a Marx, sino por lo que implica de respeto a la racionalidad de la historia. Un límite razonable, pues, pero límite.


3.2. Veamos ahora cómo reivindica el pensador francés la autonomía de las contradicciones, o sea, el papel de éstas en la configuración de una coyuntura revolucionaria y constitución de una “unidad de ruptura”; en definitiva, veamos el papel que su participación activa y relativamente autónoma juega en la revolución. Nos dice que esas contradicciones diversas proceden y operan en y desde distintas instancias sociales, que a modo de síntesis agrupa en tres fuentes: las directamente derivadas de las relaciones de producción, las nacidas en las superestructuras y que operan desde ellas, y las relacionadas con la coyuntura internacional, que suelen olvidarse en el análisis a costa de empobrecerlo. Las contradicciones, por tanto,

“Surgen de las relaciones de producción que son, sin duda, uno de los términos de la contradicción, pero, al mismo tiempo, su condición de existencia; de las superestructuras, instancias que derivan de ella, pero que tienen su consistencia y eficacia propias; de la coyuntura internacional misma que interviene como determinación y desempeña su papel específico” [84].

Fijémonos bien en las breves aclaraciones del sentido de cada una. De las “relaciones de producción”, cuyo primer lugar no es ni aleatorio ni meramente honorífico, nos dice que son “uno de los términos de la contradicción” y que a la vez son una “condición de existencia", por lo tanto exterior de la misma; o sea, que están dentro y fuera de la contradicción, constituyéndola en su interior y determinándola desde el exterior. ¿Cómo entenderlo? ¿Cómo pensar que sean a la vez un elemento o término constitutivo de la contradicción y, a un tiempo, condicionante de la misma, “condición de existencia” de ésta? Esta dificultad, que a mi entender expresa un límite en la descripción de la realidad que, vete a saber por qué, se le tolera a la dialéctica, deberíamos considerarla una insuficiencia del concepto, y por consiguiente algo a superar. El concepto de dialéctica ha de permitir pensar esa aparente paradoja, esa contradicción lógica, sin aceptar ingenuamente que, siendo la contradicción un componente material de la dialéctica, ésta convive con ella en todos sus lugares y lo integra en su forma. No, la representación de la contradicción y la reflexión sobre ella no pueden ser formalmente contradictorios; ni su concepto ni el discurso admiten la contradicción en su contenido como legitimo, como no admiten la ambigüedad, la confusión o la ininteligibilidad. Esa es la mala dialéctica, la que se usa de refugio en la fuga del pensamiento. Como el objeto encierra la contradicción, se dice, y como la representación ha de reflejar el objeto contradictorio, la representación dialéctica ha de ser formalmente contradictoria. Por tanto, objetivamente ininteligible, aunque se juege al artificio de ver lucidez en la no inteligibilidad.

A mi entender, y aprovecho cada ocasión para insistir en ello, esa dificultad de pensar las relaciones de producción como elemento constitutivo interno a la contradicción y, a la vez, como condición externa de su existencia, puede resolverse con la ontología adecuada. Pero “adecuada” no quiere decir contradictoria, no quiere decir con un concepto o un discurso dialéctico contradictorio; quiere decir una dialéctica de la contradicción, no una dialéctica contradictoria; si se me permite, una dialéctica lógica de la contradicción, una dialéctica que hace inteligible la contradicción. Por eso insisto en la conveniencia de recurrir y desarrollar la dialéctica de la subsunción, por ser la subsunción una categoría que permite pensar la presencia interna y externa –presencia espontáneamente contradictoria– de las relaciones sociales.

Con la dialéctica de la subsunción podemos expresar lo que Althusser pretendía describir y que sólo logra hacerlo con deficiencias por la carencia del concepto que sin saberlo busca, concepto que ya estaba –ciertamente, un tanto camuflado– en Marx. Porque, efectivamente, la dialéctica de la subsunción, que piensa la contradicción como objeto, como cualquier otra realidad, como contradicción subsumida, aclara esas ambigüedades. Ya lo hemos visto con la contradicción capital/trabajo, subsumida en la forma Capital, donde “capital” y “Capital” son dos figuras distintas de lo mismo. El capital es el mismo ser en ambas figuras, pero mientras en una su función es interna a la contradicción, como término real de ésta opuesto al trabajo, en la otra, como “Capital”, como forma-capital, como forma de la totalidad social capitalista dominante, ejerce su hegemonía sobre todo lo subsumido, incluidas las contradicciones entre capital y trabajo en sus diversas apariciones.

En el caso que ahora nos ocupa, el de las relaciones de producción, en rigor estamos, con otras expresiones, apuntando a variaciones de la misma contradicción o semejantes a ella. Es obvio que la contradicción fuerzas productivas/relaciones de producción podríamos expresarla subsumida en las Relaciones de producción, tal que en el primer caso el término “relaciones” refiere a una realidad concreta que expresa objetivamente una forma capitalista de propiedad y subjetivamente los intereses de la clase burguesa, mientras en el segundo caso “Relaciones” –la mayúscula sólo sirve para la distinción– refiere a la forma general en la que se desarrolla la contradicción, el orden del capital, la ordenación de la totalidad social capitalista alrededor de la propiedad privada de los medios de producción. De ahí que pueda decirse de manera inteligible que esas “Relaciones” son “condición de existencia” de las “relaciones” activas en la contradicción, que ordenan la lucha en su seno, que fijan la hegemonía, el dominio y la subordinación, en fin, que desde esa función desde la totalidad externa, de imposición de su determinación, no sólo condiciona la existencia y el movimiento de la contradicción sino que garantiza –mientras dura su hegemonía– la dominancia de las relaciones de producción sobre las fuerzas productivas. En eso consiste parte de la función del concepto de subsunción, en fijar la determinación de la forma subsuntiva general sobre de las relaciones entre los términos de las contradicciones subsumidas.

Volvamos a la cita anterior para ver cómo las carencias conceptuales arrastran a Althusser, tras el gesto de salida, al lugar de donde quería salir. Si recordamos, en conjunto venía a reclamar la presencia en la coyuntura de una diversidad de contradicciones, procedentes de tres fuentes diversas. Althusser, tras afirmar su actividad y autonomía, otorgándoles presencia en la determinación de la historia por mediación de la fusión y la ruptura –de ahí su énfasis en que todas ellas están determinadas de múltiples formas entre sí–, pone de relieve la especial determinación que sobre ellas ejercen las “relaciones de producción”. Por tanto, la conclusión que saca es que, en primer lugar, esos tres cauces o flujos de determinaciones, con cierto dominio del que proviene de las relaciones de producción, ejercen su determinación sobre la contradicción principal (general y simple); y, en segundo lugar, que esos flujos determinantes están previamente determinados por la contradicción principal tal que el resultado no será el caos imprevisible sino, en cierto modo, el orden que de ésta emana. En definitiva, nos dice que tanto las superestructuras como la coyuntura internacional o como las propias relaciones de producción están determinadas por la contradicción principal para que sus determinaciones sobre ésta, dentro de su autonomía, sean las que tienen que ser, las que la contradicción principal requiere, exige y, al fin, impone o logra imponer. Con lo cual la reflexión se enreda en círculos que se rompen cuándo y por donde cada sujeto hermenéutico quiere; la relación dialéctica se convierte en un totum revolutum de determinaciones de ida y vuelta sin principio ni fin, sin orden ni jerarquía, permitiendo pensar tanto que es un juego de interacciones caótico e imprevisible como un juego azaroso amañado. O sea, llegamos a una situación que permite pensar que cada una de ellas es autónoma y activa, pero también que esa autonomía es una máscara de la dependencia y su actividad un simulacro de efecto dirigido, cada cual a su gusto.

El resultado es que la idea de Althusser –que comparto plenamente– de acabar con esa dialéctica que gracias a su reversibilidad sirve para todo a costa de mantener la obscuridad de la comprensión y la complicidad en la confusión, tras un giro inevitable ante la falta de expresión conceptual adecuada, se queda a medio camino de la salida, si no en el mismo lugar del que aspiraba a salir. Su propuesta, una vez revisada y matizada la autonomía o actividad de las contradicciones que constituyen las “circunstancias” y las “corrientes” queda en un indescifrable y confuso juego de interdependencias –semejante al que se alude en nuestros días al referirnos a la interactividad–, que invita a seguir con la complicidad de la dialéctica pensada como relativismo, pluralismo, movimiento sin principio ni fin, o sea, una noche más de vacas o gatos pardos.

Hemos de reconocer que el pensador francés se resiste a quedarse ahí atrapado, se resiste a la esterilidad de su gesto, y trata de poner cierto orden, pero esa ordenación del barullo de las interacciones no deja de ser de facto un disimulado regreso a la posición marxista ortodoxa; la verdad es que, por mucho que se estire, su propuesta final de la “determinación en última instancia” expresa con claridad la mixtura del gesto heroico de ruptura enmarcado en el giro a la fidelidad; esa “última instancia” rompe con la férrea determinación tout court y la restaura disimuladamente, abre la puerta de madera y cierra la verja de hierro. Veamos el problema más de cerca, pues es ni más ni menos que la marca de la dialéctica.

Aunque esos flujos plurales y complejos de determinaciones tienen su origen y llevan escrito en su alma su destino, sellado por la totalidad en que habitan, pesada carga que arrastran en forma de las correspondientes e identificables determinaciones, Althusser reclama justamente que, una vez puestas en escena, tienen su propia consistencia, su propia dinámica, su propia actividad y sus propios efectos; claro está, todo ello dentro de ciertos límites, como realidades finitas que son. Describe ese estatus de determinaciones determinadas de las contradicciones periféricas diciendo que tienen una “relativa autonomía”. Expresión que, a mi entender, responde a una idea correcta, aunque se quede en terreno de nadie por carecer del concepto adecuado para expresar la determinación determinada, su contenido propio; como idea está bien, afirma la autonomía posible de la finitud, pero como concepto es “contradictorio”, pues ambos términos parecen negarse. ¿Cómo puede ser determinante lo determinado? En tanto determinado, ¿no es su función determinante una ficción, un simulacro o una máscara de su ser mera mediación en la cadena de determinaciones? La tentación en la respuesta suele ser la de salirse por la tangente: “es contradictorio porque es dialéctico, lo propio de la dialéctica es la contradicción…”, se suele decir. No, eso sería como decir que la gerontología está condenada a ser una ciencia vieja o la psicopatología un discurso psicópata. Ya lo hemos dicho, aunque nazcan en el fango, las flores no se hacen con fango, ni huelen ni saben a fango. La dialéctica ha de gestionar la contradicción, pero no ha de ser formalmente contradictoria. Por eso la expresión “autonomía relativa”, que apunta en una dirección de búsqueda correcta y necesaria, a pesar de su indudable fortuna parece una representación dialécticamente satisfactoria; expresa una idea que indudablemente responde a una necesidad, a un loable intento de conceptualización, pero el resultado no parece satisfactorio. Veamos sobre el texto algunos motivos de insatisfacción.

En un momento determinado Althusser está describe la coyuntura revolucionaria, conforme a la idea ya mencionada, como la confluencia de fuerzas y realidades muy diferentes en una misma dirección, resaltando su fusión en una “unidad real” de acción y de destino. El problema teórico fundamental que se plantea es el de dar cuenta de la necesidad, pero sobre todo de la posibilidad, de esa fusión de lo diferente, de esa identificación en la misma función y el mismo fin de realidades sociales heterogéneas e incluso contrapuestas conforme a su esencia, irreconciliables en cuanto a sus conceptos. Y en ese propósito nos dice:

“Ello quiere decir que las “diferencias” que constituyen cada una de las instancias en juego (y que se manifiestan en esta “acumulación” de la que habla Lenin) al fundirse en una unidad real no se “disipan” como un puro fenómeno en la unidad interior de una contradicción simple. La unidad que constituyen con esta “fusión” de ruptura revolucionaria la constituyen con su esencia y su eficacia propias, a partir de lo que son y según las modalidades específicas de su acción” [85].

Las diferencias de los elementos e instancias sociales en juego que se fusionan no se neutralizan, no desaparecen; las contradicciones concretas que influyen en la unidad no se disipan al fusionarse en una contradicción única, no se disuelven en una contradicción general simple, como si la relación creadora hegeliana esencia-fenómeno pasara invertida a la abstracción fenómeno-esencia. O sea, esas contradicciones que se fusionan no pierden su especificidad y su eficacia, no disipan su determinación para diluirse en lo general, no pierden su diferencia apara sumirse en la identidad de lo común. No, no desaparecen las diferencias para formar una unidad simple y abstracta, insiste Althusser; todo lo contrario, la fusión produce una unidad que mantiene la esencia y la eficacia propia de todas y cada una de las contradicciones que participan.

Se entiende, sin duda, lo que Althusser pretende decir, se entiende su idea; lo que no se entiende es cómo se puede pensar, no se entiende el concepto de la nueva realidad, de la contradicción general, resultado de la fusión; no se entiende fácilmente que las contradicciones constituyentes, o las realidades sociales que expresan, formen una unidad en la que son negadas en su individualidad sin perder ésta, sin dejar fuera sus diferencias. En otras palabras, no se entiende su devenir lucha por la universalidad sin dejar de ser lucha por la particularidad. Captamos el sentido, entre otras cosas porque estamos acostumbrados a argumentaciones formalmente semejantes: estamos habituados a asumir la conciliación de los intereses individuales y comunes, de la voluntad particular y la general, del bien egoísta y el bien común. Estamos habituados a esas identificaciones, tal vez imperativos prácticos, exigencias necesarias del uso práctico de la razón, sin cuyo supuesto sería impensable la vida social; pero, como pasa con los imperativos prácticos, se resisten a ser pensados desde el uso teórico de la razón. Y no deja de ser una prueba indirecta el hecho de que, a la hora de pensar esa relación, los filósofos han necesitado recurrir a metáforas, como “vicios privados, virtudes públicas” de Mandeville, la “insociable sociabilidad” de Kant, la “mano invisible” de Adam Smith, la “astucia de la razón” de Hegel, etc. Todas ellas responden a la misma necesidad práctica, y todas ellas son igualmente insatisfactorias ante la razón teórica. Incluso la fórmula rousseauniana, el esfuerzo más sutil para construir la voluntad general desde las voluntades individuales, fundamento privilegiado de la idea de democracia substantiva, se queda en un bello intento tan imposible de renunciar como de conseguir.

Volviendo a Althusser, no logra clarificar cómo es posible que las contradicciones que se unifican en la “fusión” mantengan su diferencia y su eficacia propia. En la terminología de Lenin, que habla de “acumulación”, es más pensable, pues este concepto es menos exigente; la acumulación es mera reunión de lo diferente, unificación exterior y contingente, cuyo contenido es la unión, la suma, la aglomeración de lo distinto en un conjunto; en términos químicos hablaríamos de mezcla o agregación; pero en el vocabulario althusseriano se salta a la fusión, que apunta a una unificación más intensa y exigente, interior, que remite al menos a una solución con disolventes y solutos o a una reacción o combinación molecular. La unidad de la fusión es fuerte, refiere a una identidad en el resultado, a una disolución de las partes en el todo. Por ello resulta difícil pensar que, deviniendo idénticas en la fusión, las distintas contradicciones mantengan sus peculiaridades determinadas y sus diferencias intactas, o sea, que las partes conserven sus respectivas esencias.

Desde luego no ayuda nada la metáfora –siempre las inevitables e imprescindibles metáforas– de la “fusión”. Si en vez de “fusión” el filósofo francés recurriera a la “composición”, más laxa y asimilable a la mezcla, y sobre todo más intuitiva, sería más verosímil esa posibilidad de que los elementos del agregado conserven sus propiedades y las transmitan eficazmente al conjunto. Incluso en una “solución” se visibiliza la presencia eficaz del soluto, como apreciamos en las soluciones con sal, azúcar etc. Pero la fusión fuerza en exceso la unidad, hasta reducirla a identidad, tal que oscurece la conservación en ella de las esencias y peculiaridades de los componentes.

A mi entender, lo que Althusser pretendía pensar conceptualmente, aunque quedara prendido en la metáfora, en el andamiaje que le permitía avanzar en la construcción del edificio, requería el concepto de subsunción, u otro que hiciera sus veces. La subsunción, lo hemos visto, permite pensar la realidad como estructura de contradicciones o elementos de una totalidad que, manteniendo sus diferencias –la resistencia de cada una a la dominación–, manteniendo su tendencia a perseverar en el ser, cumplen esta función integradas en el movimiento de la totalidad, haciendo posible la vida de ésta [86].

Lo cierto es que Althusser no logra conceptualizar su propia idea. Según ésta, la coyuntura revolucionaria con punto de ruptura requiere de una confluencia de elementos e instancias sociales en el enfrentamiento con el poder dominante; contradicciones diversas, específicas, que coinciden en el enemigo común. En la medida en que éste es exterior a todas ellas, el vínculo que se crea entre las mismas es exterior y contingente. Cada una lleva su lucha particular y su coincidencia es prima facie contingente; lo común es el enemigo, si se prefiere, la negación del enemigo. Consciente de que ese escenario le arrastra a la teoría de los factores –y, por tanto, al relativismo y al pragmatismo, que lo alejan de la racionalidad histórica– reintroduce la tesis marxiana de la contradicción principal entre capital y trabajo; pretende que esta contradicción, privada ya de determinación absoluta, reducida su hegemonía al ejercicio de la determinación en última instancia, aguante la arquitectura racional del proceso histórico sin anular la actividad y autonomía de las instancias particulares, sin disipar o reducir al resto de contradicciones, manteniendo su eficacia operativa.

El problema, pues, parece concretarse en pensar conceptual y coherentemente la coexistencia de la teoría marxiana del dominio de la contradicción principal en la totalidad del modo de producción con la leninista de dar sustantividad a las otras contradicciones como exige la teoría del eslabón más débil. Por tanto, se trata de elaborar una descripción consistente en la que se mantenga una unidad fuerte, garantizada por la hegemonía de la contradicción principal, que garantiza el orden y racionalidad del sistema, pero sin llegar a anular la pluralidad de instancias sociales activas, autónomas, con vida propia. Ese parece ser el problema. Ahora bien, si es así, ¿se debe forzar la unidad hasta devenir identidad, como en cierto modo expresa el recurso a la metáfora la fusión? Tal vez se trate sólo de una mala elección de la metáfora, pues la “fusión” acentúa al límite la disolución de las diferencias, la subordinación de las contradicciones particulares en la principal, contra lo que explícitamente pretende. Po que ocurre es que, si en lugar de “fusión” recurre a metáfora menos inclusiva, menos pregnante, como “agregación” o “combinación”, la unidad degenera en conjunción accidental y contingente, el orden del cambio socia se debilita y la racionalidad histórica se diluye. Althusser es consciente de ese riesgo, que no desea, y tras la defensa enfática del papel activo y la autonomía de las partes constituyentes de la coyuntura, enseguida da marcha atrás y busca apoyo en la ortodoxia marxiana; así recupera solidez su discurso, pero le resta novedad; cosa ésta no relevante, pues para un filósofo marxista la novedad no es un valor en sí mismo.

Podremos adentrarnos en la raíz del problema si tomamos en consideración que la unidad de las instancias sociales que intervienen en la construcción de la coyuntura es básicamente una unidad de acción, de intervención conjunta; y esa unidad exige que las diversas instancias sociales que actúan y constituyen la ruptura revolucionaria –y que lo hacen “con su esencia y su eficacia propias, a partir de lo que son y según las modalidades específicas de su acción”– se piensen como fuerzas. Ahora bien, pensadas así, como vectores fuerza, en su máxima abstracción, se comprende que su unidad concluya en su identidad; una suma de vectores se hace fácilmente pensable con la metáfora de la “fusión”. O sea, Althusser juega con un doble plano ontológico: en el primero los elementos, relaciones e instancias sociales que actúan en la coyuntura son lo que son, lo que cada uno es, con su esencia propia y sus peculiaridades, con sus marcadas diferencias; en el segundo, en la representación analítica, para pensar la relación conjunta de esas instancias, su combinación, su unificación, dejan de ser cosas para ser fuerzas. Sólo así, como fuerzas, puede ser pensada su intervención en la ruptura revolucionaria como disolución en lo general sin perder su peculiaridad y eficacia; cada vector fuerza particular se disuelve en el vector fuerza resultante, se identifica con los demás en el mismo, sin desaparecer su particularidad: su dirección y su intensidad permanecen y operan invariables en la resultante. La fusión a la que alude Althusser parece ser esa, pues sólo en la composición de fuerzas –modelo muy leninista, por cierto– se logra pensar conceptualmente la permanencia de lo particular en lo universal. Aunque, obviamente, esa conceptualización se logra en la máxima abstracción; las contradicciones, los intereses, las infinitas determinaciones de la realidad social, han de ser reducidas a un vector fuerza; y quedan dudas razonables que, desde esas alturas, pueda decirse que las relaciones sociales que configuran la coyuntura mantengan en la fusión sus características propias. Su abstracción como meras fuerzas posibilita esa identidad necesaria en la teoría; todas sus otras cualidades son ignoradas para dejar de ellas sólo su potencia de ruptura, sólo su identidad en la negación del orden establecido.

Ahora bien, la interpretación de las relaciones sociales como fuerzas que ayuda a pensar la conservación de las diferencias en la identidad amenaza con efectos perversos. Como esas fuerzas pueden representarse por vectores, sus diferencias en la composición se limitan a la magnitud y la dirección; y, en rigor, como la dirección del vector acaba resolviéndose en la correspondiente modulación de su intensidad en el juego de integración vectorial, las fuerzas sociales que representan en abstracto la complejidad de la coyuntura se resuelve en una suma de fuerzas homogéneas, con una resultante directamente orientada a la negación de lo existente, a la ruptura revolucionaria. En consecuencia, la preocupación althusseriana por mantener la irreductibilidad y diferencia esencial de las contradicciones, sin dejarse reducir a la relación de capital, resulta tan innecesaria como estéril y es efecto de la confusión de ambos planos. En la representación, en el análisis, la abstracción lleva a la identidad necesaria para pensar su presencia en la ruptura; si la ruptura revolucionaria es pensada como contraposición de fuerzas, esa reducción –con las modulaciones y correcciones que se quiera– resulta inevitable. Se participa en la ruptura revolucionaria como fuerza integrada en una composición de fuerzas, con el efecto derivado de su intensidad y dirección. Si el análisis se fijara en los cambios estéticos o culturales serían otras variables, y no la mera fuerza, las que habría que rastrear y serían otras las jerarquías en la participación.

No es difícil estar de acuerdo con la pretensión de la propuesta althusseriana, en especial con su sentido filosófico último, que no es otro, como digo, que defender la substantividad de las instancias o esferas sociales y de las contradicciones que en ellas aparecen; reivindicar su consistencia entitativa, procurar que no se disipen sus diferencias, que no se las reduzca a fenómeno o manifestación de una contradicción única; reconocer su autonomía, su participación diferenciada en la unidad de fusión que activa la ruptura revolucionaria, su eficiencia en el cambio social, en suma, protegerlas frente a cualquier reduccionismo, especialmente el economicista. Pero la bondad o belleza de la idea no siempre va acompañada de la claridad conceptual pertinente.


3.3. Veamos con detenimiento la relación que el pensador francés establece entre la contradicción principal del capitalismo, o sea, entre fuerzas productivas y relaciones de producción [87], y el resto de las que, presentes en la coyuntura, confluyen en la unidad de ruptura. Es en este punto donde mejor se aprecia la pretensión de Althusser de salirse tanto de la dialéctica hegeliana como del “hegelianismo” marxista, del marxismo economicista y reduccionista, y encaminarse a la construcción de un nuevo concepto de totalidad social. Dice el pensador francés:

“[Las contradicciones] Constituyendo esta unidad, constituyen y llevan a cabo la unidad fundamental que las anima, pero, haciéndolo, indican también la naturaleza de dicha unidad: que la "contradicción" es inseparable de la estructura del cuerpo social todo entero, en el que ella actúa, inseparable de las condiciones formales de su existencia y de las instancias mismas que gobierna; que ella es ella misma afectada, en lo más profundo de su ser, por dichas instancias, determinante pero también determinada en un solo y mismo movimiento, y determinada por los diversos niveles y las diversas instancias de la formación social que ella anima; podríamos decir: sobredeterminada en su principio” [88].

En una lectura atenta de la cita podemos apreciar su ruptura con la posición hegeliana, con su dialéctica teleológica y emanantista, que hace de la contradicción universal una esencia de cuya vibración emanan las diversas contradicciones, en un movimiento semejante al ondulatorio, que se va extendiendo por la totalidad del cuerpo social; todas las contradicciones, todas las formas del movimiento, aparecen así como el fenómeno de una esencia única. Toda la realidad social, toda la diversidad de contradicciones, queda así reducida a manifestación de una esencia, perdiendo identidad propia; reducida a momento de un recorrido determinado, perdiendo así su autonomía. Y también podemos apreciar su negación y distanciamiento de lo que considera “marxismo hegeliano”, tanto del que mantiene el modelo en versión materialista, pensando toda la realidad social generada desde alguna contradicción general –habitualmente desde la contradicción fundamental, fuerzas productivas/relaciones de producción, en el llamado marxismo economicista o evolucionista, y ocasionalmente desde la contradicción burguesía/proletariado, desde la lucha de clases, en el llamado marxismo subjetivista o izquierdista–, como del que, distanciándose de Hegel al reconocer la sustantividad de las diversas instancias sociales, piensa la diversidad de contradicciones condicionadas o subordinadas a la principal, recibiendo de ésta el sentido y la función, sirviendo por tanto a un proyecto exterior a ellas, con dirección y fines impuestos.

Si hacemos esta lectura de la tesis sabremos apreciar mejor el atractivo de la propuesta althusseriana y el mérito del esfuerzo puesto en ella. Y comprenderemos mejor las dificultades, el reto teórico de pensar la integración del conjunto de contradicciones, incluidas las generales y las fundamentales, en la forma del movimiento social; reto teórico que rompe con el antes mencionado de integrar la diversidad de contradicciones (secundarias y derivadas) en una contradicción general, en la contradicción. O sea, el reto teórico althusseriano no pretende reducir la pluralidad a unidad, la diversidad a identidad, en un esquema esencia-fenómeno, o en su versión fenoménica de centro-periferia; no pretende, en otras palabras, explicar o dar cuenta de la diversidad de contradicciones por referencia a un origen común; se propone pensar la forma de integración de todas ellas, al fin expresiones o formas de los diversos modos particulares del ser social, en una unidad en la que cada una aparezca a la vez como determinante y determinada, limitada por las otras y limitadora de las mismas, en relaciones ciertamente desiguales y móviles.

De ahí que, como antes dije, la metáfora de la fusión no me parezca apropiada. Ciertamente, las metáforas son “móviles”, como gustaba decir a R. Rorty inspirado por Nietzsche, y hablan todas las lenguas; pero unas mejor que otras. Las metáforas tienen su límite y su resiliencia, se resisten a nombrar más allá del escenario del juego de lenguaje, prefieren el silencio a la confusión. Y la “fusión” arrastrada al campo social, a este dominio del juego de las instancias y contradicciones, deviene “confusión”, que es peor que el silencio. Si se me permite especular más allá de lo habitualmente tolerable, tal vez Althusser debería haber usado otras metáforas para esa integración de las contradicciones en la unidad, tomadas del arte en vez de la física, como la de “composición”. Una composición musical, o pictórica, o culinaria, invita a pensar una unidad de lo diverso en la que los elementos constituyentes no pierden su ser, sino que mantienen sus propiedades; en realidad están allí en tanto las mantienen, la pérdida de las mismas les volvería inútiles y prescindibles. Incluso permitiría pensar una forma de presencia como resistencia, como enfrentamiento entre tonos, colores y sabores, amenazando la supremacía de unos a los otros, amenazados por la negación, buscando un lugar para subsistir en el conjunto. Seguramente sí, Althusser podría haber encontrado metáforas más adecuadas para lo que parece querer expresar. De ahí que, como vengo insistiendo, se eche de menos la categoría que tenía al alcance de la mano y no usó, la de subsunción. Volviendo a Rorty, si en cierto modo un concepto es una metáfora inmovilizada, la subsunción puede verse como la inmovilización de la composición.

Volvamos a la cita althusseriana, para fijarnos ahora en la unidad que resulta de la fusión, en su modo de ser, en su naturaleza. En ella se resalta, en primer lugar, la construcción de la realidad por la unión de las contradicciones; las diversas contradicciones constituyen la unidad de acción y de ruptura, la unidad y su alma; es decir, ponen el cuerpo y la dinamis, la estructura y el movimiento. En segundo lugar, nos dice que, al constituir esa unidad y su alma, ponen la naturaleza de la misma, su ser y su modo de ser, su sentido y su finalidad. Se reconoce, pues, el poder creador de las singularidades; la diversidad de contradicciones pone el significado íntimo de esa unidad realizada: en tanto constituyentes son ellas las que determinan que la unidad constituida, base del movimiento histórico, no sea patrimonio de la contradicción por excelencia en el marxismo, no es sólo cosa de la contradicción fundamental, la que da nombre y firma al modo de producción. Es decir, el pensador francés las reconoce como autoras de esa unidad y sus efectos, o sea, como creadoras de su “naturaleza", de su contenido, función y destino. Renuncia a la ontología hegeliano-marxista que ve la diversidad de contradicciones, de movimientos, de realidades sociales, como simples modos de expansión de la onda originaria que se extiende a todos los lugares y, inversión mediante, ve la onda general como resultado de la interferencia universal de la pluralidad de movimientos ondulatorios generado por la agitación de las contradicciones del centro y la periferia

Los particulares, pues, deciden la naturaleza de la coyuntura, y en especial de la unidad de ruptura creada. Al precisar esa “naturaleza" como determinación de la unidad de las contradicciones Althusser señala dos contenidos esenciales de la misma. Por un lado, su naturaleza expresa que la “contradicción” –la contradicción por excelencia, la contradicción fundamental del capitalismo, que no debiera confundirse con la contradicción abstracta en general, aunque con frecuencia se caiga en esa identificación– “es inseparable de la estructura del cuerpo social todo entero”, que está activa en todo el cuerpo social y recibe determinaciones de todos los lugares, que es inseparable de la forma y organización de las diversas instancias y relaciones sociales; no actúa sólo en la esfera económica, ni un nivel general de la misma, sino en la totalidad social y en todos sus momentos y lugares, incluidos los más concretos. Por otro lado, también pertenece a la naturaleza de esa unidad de ruptura la autonomía de sus elementos constituyentes; se explicita al afirmar que la contradicción fundamental no es libre, que está condicionada y limitada, que “es ella misma afectada, en lo más profundo de su ser”, afectada por la diversidad de estancias y contradicciones. En ese reconocimiento del carácter determinado de la contradicción principal, del centro, se revela la substancialidad de la periferia; al enfatizar que la contradicción fundamental es “determinante pero también determinada” el filósofo parisino nos devela su voluntad de romper con el esquema hermenéutico esencia-fenómeno y sustituirlo por otro en que la “esencia” sea mera forma, y no sujeto, de la integración de los fenómenos. Creo que ahí apunta Althusser, y creo que en esa dirección apunta la idea de fusión; los límites de la metáfora no deben oscurecer el objetivo al que se encamina. Podemos apreciarlo en la matización que añade a esa condición de determinantes y determinada de la contradicción, –rasgo que en el texto se aplica a la contradicción principal, pero que el contexto permite universalizar–, al decir que es relación de ida ay vuelta se hace “en un solo y mismo movimiento”. Matización importante, digo, en tanto que describe una relación dialéctica entre las contradicciones, en la que el ser de los términos de cada una está siempre mediatizado por su opuesto; matización significativa, pues implica que la contradicción fundamental del capitalismo, entre fuerzas productivas y relaciones de producción, –o sus expresiones generales, capital/trabajo burguesía/proletariado…–, que a veces se nombra “la contradicción” en general y se piensa como universal, aquí deviene particular, una entre muchas, aunque sea reconocida como primus inter pares. Deviene particular y determinada por los “diversos niveles y las diversas instancias de la formación social que ella anima”. Es decir, del tratamiento marxista tópico de la contradicción, en que se piensa como poder más o menos absoluto de determinación de la diversidad de contradicciones particulares, se ha pasado a la humanización de la misma, a rebajar su dominación y hacerla sensible a los golpes de la vida. Althusser describe esta nueva jerarquía un tanto democratizada recurriendo a un término que ga hecho fortuna: sobredeterminación. Dice que la contradicción, la contradicción fundamental del capitalismo, pero también cualquier otra de otro modo de producción, y en general cualquier contradicción de cualquier rango, está sobredeterminada. Dice “sobredeterminada en su principio”, para subrayar el atractivo absoluto de la tesis, liberadora de toda contaminación de contingencia.

Quiero enfatizar el énfasis de esta parte de la cita. Al describir la determinación de la contradicción principal por las de coyuntura resalta que es afectada “en lo más profundo de su ser” por esas instancias; y junto a la intensidad la extensión, pues “es determinada por los diversos niveles y las diversas instancias de la formación social que ella anima”; y, además, la peculiaridad de la determinación, pues la contradicción, en rigor todas y cada una de ellas, es determinante y determinada “en un solo y mismo movimiento”, con lo cual se fija el carácter dialéctico, y no meramente factorial, de esas relaciones. Todo lo cual apoya la tesis que aquí vengo señalando, –disculpad la reiteración, pero es el objetivo de este ensayo–, a saber, que la dialéctica de la subsunción, la explicación del movimiento de la contradicción “sobredeterminado" por la forma subsuntiva, habría permitido a Althusser cerrar su propuesta ontológica de manera más sólida y satisfactoria. Pues, al fin, la forma de la subsunción no es otra que la forma de presencia en ella de las contradicciones, o sea, la forma de articularse, o sea, el momento de equilibrio móvil, inestable, producido en la lucha de los opuestos; en definitiva, el momento dialéctico virtual del descanso del guerrero.

Merece la pena resaltar el cierre althusseriano de la argumentación, que parece culminarse con el reconocimiento de la sobredeterminación. Podríamos decir que así se llega al concepto, que permite pensar la realidad de esa unidad de ruptura que pone en movimiento social, que en rigor produce el cambio social. Será más o menos satisfactoria su definición, pero la sobredeterminación tiene ese estatus. Nos ha ido acercando al desenlace mediante descripciones acumuladas que buscaban elevarnos al concepto, que iban produciendo el concepto, hasta concluir que la contradicción así pensada es una contradicción “sobredeterminada en su principio” [89]. Podemos apreciar y valorar el esfuerzo y el resultado de las sucesivas descripciones y el intento de incluirlas en el concepto, pero un concepto que iba produciendo en el mismo proceso descriptivo, que aparece como resultado de esas descripciones y redescripciones, como si las mismas fueran un proceso de producción teórico que acabado, cuanto se logra concretar y limpiar de metáforas, analogías, semejanzas y otros juegos retóricos, permite una inteligibilidad nueva de la realidad. Si repasamos ese producto tal como lo va redefiniendo Althusser en su control de calidad nos puede parecer mejorable, ya veremos por qué; pero hemos de reconocer el valor del intento. Incluso me atrevo a sugerir que representa un momento intermedio entre metáforas como la “fusión” y la categoría de “subsunción”. Pensar una contradicción que engloba y determina a las otras al tiempo que es determinada y producida por las otras, que anima el cuerpo social al tiempo que lo expresa, como requiere el filósofo parisino, exige pasar de la “sobredeterminación” a la “subsunción”, que permite establecer la distinción entre la contradicción y la forma en que se subsume.

Debemos tener presente que la contradicción no es en sentido propio la forma del cuerpo social; la contradicción es la vida de ese cuerpo, si se quiere, la forma de la lucha por la vida en el mismo. La forma propia del cuerpo social es el resultado de esa lucha, de ese juego infinito de contradicciones; lucha de la que no surge una sola donde las demás se disuelven al fusionarse; ni tampoco una contradicción hegemónica, principal, y una diversidad de ellas subordinadas, subsidiarias; el resultado de esa lucha –pues la oposición no desaparece en la unidad– es una totalidad ordenada, “con dominancia", como dice Althusser, una estructura de contradicciones con una forma que las subsume. Y es esa forma la que, siempre como resultado móvil y efímero, pone la persistencia y la identidad, legitima y reproduce la dominación y la subordinación, gestiona el orden social hegemónico controlando las contradicciones, incluida la principal, estableciendo sus límites, sus condiciones de reproducción, su manera de perseverar en el ser, la forma limitada y finita de determinar a las otras y ser determinada por ellas. La subsunción así pensada, como forma resultante de la lucha y de la vida, al servicio de la reproducción de la totalidad con sus formas de dominancias, ofrece una representación más adecuada y rica de la realidad que la “sobredeterminación”, aunque este concepto sea un buen paso adelante respecto a la metáfora de la fusión.

No me cansaré de repetir mi reconocimiento al proyecto althusseriano. Destacó en el mismo la lucidez con que plantea la necesidad de la unificación de las contradicciones diversas y periféricas como creadora de la estructura de contradicciones, con su orden, jerarquía y dominancia; su valentía, dada su profesión de fe marxista, para reconocer la sobredeterminación que abre la puerta a pensar aquella como determinación dialéctica de éstas; su coherencia al defender que la presencia y efectividad de la contradicción principal en todos los niveles del cuerpo social implica, en clave dialéctica, su afectación efectiva por todas estas instancias y niveles sociales. Reconozco su originalidad y sus progresos, pero sigo pensando, no obstante, que la “sobredeterminación”, más intuitiva que analítica, no le aporta la conceptualización adecuada; por eso de nuevo echo aquí en falta la categoría de la subsunción, que permite expresar los mismos contenidos de manera más simple y consistente.

Trataré de ahondar un poco en las carencias de este concepto sobredeterminación, expresión paradigmática del enfoque althusseriano. Pensando este concepto con detenimiento, expresado como efecto de las contradicciones de las diversas instancias o esferas sociales sobre la contradicción principal, hegemónica, (se exprese en la idea de la historia como confrontación entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, o se exprese, más en concreto, en el modo de producción capitalista como confrontación entre el capital y el trabajo), no resulta nada fácil pensar el modo en que unas contradicciones afectan a otras, incluso cuando se las interpreta como contraposiciones de fuerzas; podemos representárnoslas como constitutivas del contexto en el que actúa la contradicción principal, en el que se desarrolla el conflicto de fondo de un orden social, que no es poca cosa, pero la relación directa o indirecta, inmediata o mediada, entre contradicciones no se entiende sin dificultades. Y esta cuestión no es baladí en sí misma, como enseguida mostraré, y gana importancia por sus efectos en el criterio de distinción definitivo que estable el pensador francés, como veremos después.

No, no es una cuestión trivial la de pensar la relación entre contradicciones; y mucho menos una de ellas, la contradicción entre contradicciones. Esas relaciones son muy problemáticas y, en cambio, hablamos de ellas como si fueran obviedades, dando por supuesto su concepto; en definitiva, las asumimos como conocidas en abstracto sin pararnos a pensarlas. Si lo hiciéramos tal vez no nos resultarían tan evidente; y si lo pensáramos dos veces, seguramente constataríamos que caemos en falacias ingenuas injustificables. Hagámonos la pregunta: ¿cómo una contradicción afecta a otra? Por ejemplo, ¿cómo la contraposición capital/trabajo afecta y/o es afectada en USA y/o en China en el conflicto entre ambos países respecto a la cuestión de la 5G? Claro, sin duda somos capaces de implementar un relato general como el siguiente: la hegemonía de uno de los dos países en esta tecnología pone en manos de su capital una poderosa vía de valorización interna e internacional que desahoga su presión sobre el trabajo. Dicho relato resulta espontáneamente convincente, porque los hechos que describe son reales; si el significado es el uso, como acepta en neopragmatismo, esa descripción es verdadera en tanto que designa o indica la realidad; ahora bien, si somos exigentes con el lenguaje y le imponemos que sus descripciones no sólo sean materialmente verdaderas, sino también formalmente, no sólo sea verdaderas por su uso pragmático sino por su función representacional, función ésta que una ontología materialista debe seguir exigiendo al lenguaje, entonces su verdad deviene la del asno flautista.

Efectivamente, en el ejemplo puesto, y cuanto más descendiéramos en la concreción más patente se mostraría, se pone de relieve que las contradicciones no se tocan entre sí. Dicho de otro modo, las contradicciones no pueden ser términos de una contradicción que las subsuma; la forma que subsume a varias contradicciones no es una contradicción. No lo es, claro está, en tanto que forma subsuntiva; puede llegar a serlo, a ser término de una contradicción, en la abstracción analítica, si se la toma como elemento simple, bien sea aislando la forma bien sea aislando la estructura subsuntiva en su conjunto, con su forma y su contenido (las diversas contradicciones que incluya). En este sentido abstracto podemos decir que la forma socialista está en contradicción con la forma capitalista; o que el sistema o la estructura socialista es antagónico del sistema o estructura social capitalista.

Quiero decir, en definitiva, que no son las contradicciones, ni las relaciones en general, la que entran en el análisis como términos de una contradicción; los opuestos son siempre elementos, unidades simples. Cuando hablamos de relaciones entre relaciones, y en especial de contradicciones entre contradicciones, en realidad estamos describiendo mal un proceso cierto; y es una mala descripción en tanto que no es la contradicción A la que, qua contradicción, determina o es determinada de manera inmediata por B, sino una afecta a la otra por la mediación de sus términos. Son éstos los que actúan, los que se relación, los que entran en relación, ocasionalmente en contradicción; son los términos, los elementos de la realidad, los que se fusionan u oponen entre ellos, y a su través afectan a las contradicciones en las que unos y otros están inscritos; es por su mediación que los de una afectan a los de otra y la sobredeterminan; la relación directa e inmediata entre contradicciones, la contradicción de contradicciones, sólo evoca significados retóricos.

Si tratamos de representarnos la sobredeterminación, en la revolución rusa, de las relaciones de servidumbre, relación amo/siervo, sobre la lucha entre el proletariado contra el capital, es más concreto y ajustado a la descripción de los fenómenos fijarnos en el modo en los términos de la contradicción en la sociedad zarista, los amos y los siervos, afectaban al capital y ala trabajo, sumando o debilitando sus respectivas fuerzas; o sea, para pensar la relación entre dos contradicciones hay que analizar las contradicciones cruzadas entre sus términos, de los “amos” y los “siervos” alternativamente con los “burgueses” y los “proletarios”. Sólo así, por las mediaciones de sus elementos, visualizamos la relación abstracta entre el régimen zarista y el capitalismo. Lo cual sirve de apoyo a nuestra sospecha ante el modo althusseriano de relacionar las contradicciones, o sea, de pensar la sobredeterminación; entiendo que es más concreto e intuitivo un análisis que muestre, por ejemplo en la contradicción principal capital/trabajo, que cada uno de sus términos tiene múltiples relaciones con elementos, instancias y procesos de los diversos lugares de la totalidad social, más o menos contingentes o duraderas; que de este modo mantiene con ellos alianzas o confrontaciones que le afectan y, en consecuencia, sin duda afectan a su posición –más o menos débil o fuerte, más o menos radicalizada, más o menos antagónica– en la contradicción principal en que está inscrito, a la “marcha de ésta”. La sobredeterminación, no ya pensada como interacción de contradicciones como totalidades simples, sino pensada por mediación de sus elementos constituyentes, resultaría más intuitiva, y su concepto sería más rico y transparente.

Claro está, para ello se ha de desarrollar el concepto de sobredeterminación. Un desarrollo en la dirección apuntada a mi entender estaría en línea con las paráfrasis que el mismo Althusser hace de las descripciones que hiciera Lenin para ilustrar su teoría del eslabón más débil. Tal concepto así desarrollado nos evita preguntas enojosas, como las siguientes: ¿cómo sobredetermina la contradicción entre Rusia y la situación internacional a la contradicción entre capital y trabajo en Rusia? ¿Cómo afecta la contradicción entre la propiedad feudal de la nobleza zarista los siervos a la contradicción entre el capital y el trabajo capitalista? ¿Cómo sobredeterminan las contradicciones de la Primera Guerra Mundial a las contradicciones de Rusia, y en particular la que se daba entre zarismo y capitalismo rusos? Nos evitamos esas preguntas y las substituimos por otras que su mera formulación revela más asequibles a la respuesta: ¿cómo la situación internacional, o a tal o cual aspecto de la misma, afectó al debilitamiento del zarismo, o al fortalecimiento del movimiento revolucionario, y a través de ellos a la lucha anticapitalista y a la marcha de la revolución?; ¿cómo la propiedad zarista afectaba a las pretensiones burguesas a la propiedad?; ¿cómo las condiciones de trabajo y vida de los siervos dificultaban su identificación con los intereses proletarios?... Es decir, preguntas en las que no se busca la relación entre contradicciones, sino entre referentes sociales que, al determinarse unos a otros y por entrar como términos de las diversas contradicciones nos permiten comprender el movimiento de éstas. La representación de la confrontación entre contradicciones es un juego no ya abstracto, sino esotérico; lo real e indudable es que esas situaciones, esos problemas, esas luchas, afectan de lleno al desarrollo del capitalismo en Rusia, y por tanto a la contradicción en torno al cual se articula; pero le afectan de forma mediata, no como juego de relaciones directas entre contradicciones, sino por la mediación de sus “actores”, de sus “sujetos”, que entran como términos de las diversas contradicciones.

Al fin, cuando Althusser reivindica la autonomía de las contradicciones y, en consecuencia, de la substantividad de la sobredeterminación, lo hace para enfatizar la presencia de esos actores, de esas esferas, instancia, elementos y lugares sociales en la historia en positivo, sumando o restando fuerzas a la contradicción principal en esa fusión unificadora; ahora bien, si adoptamos la perspectiva de la subsunción el mundo resultante no es muy diferente, pues también cumple con esa función, aunque difiera por su génesis, pues la subsunción formula esa conjunción de fuerzas manera más compleja y matizada, contemplando a un tiempo el incremento de las resistencias a la fuerza dominante, a la hegemonía de la forma capital, la forma subsuntiva en el capitalismo. Además, esta perspectiva tiene la ventaja de no exigir “fusiones” identitarias, que en rigor tampoco requiere la sobredeterminación. La coyuntura rusa era el eslabón más débil no por la identificación, impensable, de elementos, fuerzas, voluntades, y existencias heterogéneas y confrontadas entre sí; lo era porque la forma zarista (llamémosla así para evitar entrar en su mejor conceptualización) que subsumía la formación social fue incapaz de sobrevivir, de gestionar las contradicciones que subsumía, de reproducirse, de reformularse y metamorfosearse para mantener la hegemonía de los terratenientes sobre los siervos y sobre las nuevas clases burguesas y asalariadas del capitalismo naciente. La forma social zarista no resistió las múltiples resistencias de los elementos objetivos y subjetivos subsumidos. Como se ve, son dos maneras diferentes de pensar la coyuntura: como fusión de contradicciones constituyendo o reconstituyendo una contradicción principal, en el caso del zarismo amos/siervo, y como conjunción en espacio y tiempo de las resistencias a la hegemonía de esa forma, favoreciendo la oposición a la misma de su antagonista el capitalismo.


3.4. En la perspectiva althusseriana de la sobredeterminación hay que responder necesariamente y sin fugas metafísicas o místicas a la siguiente cuestión: si las contradicciones no tienen telos, pues sólo así son autónomas, ¿qué determina esa orientación de las contradicciones a un fin común que se expresa en la fusión? Lo cual nos retrotrae a la anterior cuestión de cómo pueden relacionarse y enfrentarse la forma zarista y la forma capital de forma inmediata, sin mediación de los términos. En la perspectiva de la subsunción, en cambio, estas cuestiones desaparecen, y no fuerzan una deriva oscurantista: las contradicciones actúan en la indeterminación, la forma subsuntiva, en tanto es hegemónica, impone una dirección común, avala el movimiento de la totalidad; pero no lo impone o legitima desde fuera, ya que esa forma es resultado de la totalidad, de la “confusión” de sus contradicciones. En la perspectiva de la subsunción las resistencias de las partes, de los entes, se mantienen y mueven con su autonomía, colaborando al movimiento de la totalidad en tanto que inexorablemente subordinados a ella; cuando la forma hegemónica, la forma zarista, es impotente para seguir ejerciendo su hegemonía, es decir, cuando es incapaz de dirigir la totalidad hacia la reproducción del orden de servidumbre, pierde la hegemonía y desaparecen las distintas formas de subordinación de cada lugar social. Lo mismo pero invertido ocurre con la forma capitalista, que de subsumida en la forma zarista irá ganando espacio y potencia hasta pasar a hegemónica. Ese momento de inversión de la hegemonía, que se extiende en el tiempo pero se concentra en un momento, es la coyuntura objetivamente revolucionaria; en ella la totalidad “pide” un cambio, una alternativa al zarismo; pero éste vendrá sólo si se impone otra forma como social hegemónica, otra forma subsuntiva, otra forma que sea capaz de “poner orden” en las contradicciones, de subordinar las diversas instancias y prácticas de la totalidad a un nuevo destino. Y todo ello sin “fusiones” mistificadoras, sin identidades impensables; una nueva sociedad, un nuevo orden social, es una nueva forma de subsunción, donde lo subsumido seguirá siendo, en tanto que subsiste como subsumido, subordinado y resistente a la nueva forma. Que el cambio sea revolucionario o evolutivo, lo decidirá la historia, siempre azarosa, al fin producto de las contradicciones ciegas; pero lo incuestionable es que buena parte de los elementos del orden zarista pasarán a situación de subsumidos en el orden del capital, subordinados y al servicio del nuevo telos, hasta que la historia los vaya dejando obsoletos en la cuneta, suplidos por mejores medios y relaciones.

Quiero decir con ello que la subsunción, en el juego entre subordinación y resistencia, permite pensar mejor lo que Althusser incluye en el obscuro concepto de sobredeterminación; obscuridad de la que el filósofo parisino parece consciente, de ahí que enseguida deba recurrir a remodelaciones del mismo que lo iluminen y abran a la realidad, como el recurso a la expresión “autonomía relativa”, que parece paliar los efectos de la fusión en el seno de la sobredeterminación. La autonomía relativa, propiedad de los diversos entres sociales, aspira a contrapesar la identidad positiva de fuerzas sociales a que alude la “fusión” y que la vuelve impensable [90], tan impensable como la inversión; la autonomía relativa introduce a su modo la posibilidad de las resistencias de los elementos en las contradicciones, –y, si se quiere, de las contradicciones entre sí–, de las diversas instancias y lugares sociales ante el dominio que reina en la estructura. O sea, la autonomía relativa da entrada en la representación al efecto negativo de desorden, de debilitamiento del poder hegemónico, permitiendo librarse del reduccionismo teleológico. Y, más en concreto, y llevándola al límite, la autonomía relativa nos permite situarnos en la antesala dela subsunción, pues permite sustituir o traducir la “sobredeterminación”, que al fin y al cabo denota el efecto del conjunto en la contradicción principal, por el efecto de las resistencias de lo subsumido en la forma subsuntiva; efecto que no hemos de pensar, insisto en ello una vez más, como el de una esencia metafísica sobre su fenómeno, sino como una forma positiva de la totalidad social, siempre en movimiento y readaptación a los retos de las contradicciones, siempre adaptando su hegemonía a la marcha del conjunto, sin más fidelidad que servir que la de cumplir su destino, valorizar el capital.

Quiero, para cerrar este apartado, destacar un par de matices de la subsunción que suelen pasar desapercibido. En la perspectiva de la subsunción la forma subsuntiva, que al fin en nuestro tiempo es la forma capital, no debe confundirse ni con la contradicción principal, capital/trabajo, ni con uno de los términos de la misma, el capital. Podemos decir que en el ámbito de la contradicción el capital ejerce su dominio sobre el otro término, el trabajo; esa dominación, en lo concreto, siempre se ejerce en la indeterminación del resultado, como el de cualquier contradicción realmente tal; si el mismo estuviera determinado, lo contradicción apenas sería mero obstáculo contingente e irrelevante. Ahora bien, en el ámbito de la subsunción, de cuyo contenido forma parte la contradicción, y por tanto sus términos, la determinación la ejerce la forma, en nuestro caso, la forma capital, que no debiera confundirse con el capital que actúa dominante en la contradicción; esta forma capital en cierto modo traslada la hegemonía del capital en el interior de la contradicción a su exterior, a la subsunción que la incluye, tal que ahora es la contradicción capital/trabajo, –junto al resto de contradicciones subsumidas–, y el capital como término hegemónico en la misma, los que quedan sometidos, subordinados, en definitiva, subsumidos en esa forma capital.

Es importante, creo que muy importante, tener presente esta diferencia en la doble presencia del capital, en la contradicción: como termino particular en la contradicción, –y como tal buscando la dominación sin límite de su opuesto, su reducción absoluta, que en la ausencia de telos deviene, si se me permite la onomatopeya, “voluntad de negación absoluta”–, y como forma universal concreta, forma de la totalidad capitalista, cuya función ha de ser la de mantener esa hegemonía del capital para su reproducción y, por tanto, mantener las condiciones generales de esa hegemonía, que implica la reproducción de los diversos elementos y sus relaciones, incluidos los “opuestos".

Quiero enfatizar, pues, esta diferencia, especialmente la doble figura de la supremacía del capital, que me atrevería a llamar provisionalmente dominación y hegemonía, a expensas de mayor profundización analítica que habremos de hacer algún día. La del capital sobre el trabajo es una dominación neta. Es obvio que puede haber, y de hecho hay, victorias parciales del trabajo sobre el capital en un tiempo y lugar determinados; si no fuera así, como he dicho, no podríamos hablar de contradicción, que en el ámbito social es una contraposición con recorrido y resultado indeterminado; pero el capital domina hasta el final, el fin de ese dominio es su fin, su negación. En rigor ese final imaginario frente a su opuesto, esa derrota definitiva de su dominio sobre el trabajo, se manifiesta como victoria del trabajo sobre la forma capital; es la aparición de una alternativa social y una nueva forma social con una nueva estructura subsuntiva, con una nueva forma hegemónica.

Por eso el dominio en general del capital en tanto término de la contradicción no debiera confundirse con la hegemonía de la forma capital; cada uno tiene su ritmo y función, e ignorarlo lleva a la incomprensión del cambio social, y en consecuencia a la confusión en la práctica política. El dominio del capital se ejerce de manera inmediata sobre el trabajo, y medianamente sobre el resto de la estructura; la hegemonía de la forma capital se ejerce de manera directa e inmediata sobre todas las instancias, las prácticas y las representaciones de las mismas, y sobre sus respectivas contradicciones, configurando su unidad y la dirección del movimiento. Esta hegemonía de la forma capital, al igual que las resistencias de cada espacio social subsumido, se ejercen de forma desigual; incluso caben ámbitos de emancipación, así como también de sumisión total, de “servidumbre voluntaria”. Pero esto, cuyo tratamiento nos llevaría lejos y nos desviaría de la reflexión que mantenemos, no oculta que incluso esa “desigualdad de trato" ejercida por la forma se hace en aras de la unidad del proceso, de la reproducción de la totalidad.

Aquí nos basta por el momento con subrayar la necesidad de distinguir conceptualmente entre, por un lado, el capital en tanto elemento “particular” constitutivo de la producción, con su posición bien definida en la totalidad social, formando parte de la contradicción, y la forma capital, forma subsuntiva propia de la sociedad capitalista, que da unidad, consistencia y sentido a la totalidad, que no es término de ninguna contradicción de la sociedad, aunque esté en juego en todas ellas y aunque su vida dependa del desarrollo de las mismas. Insisto en la distinción para poner de manifiesto que la forma capital, en tanto forma subsuntiva general, subsume la totalidad, y por tanto la contradicción capital/trabajo. No sólo subsume el trabajo, sino también el capital; no sólo subsume el trabajo, el polo dominado, cosa que parece obvia, sino el capital, el polo dominante, lo que no es tan obvio en la historiografía del tema. Con ello quiero dar relevancia, fundamentalmente, a que la forma capital también pone límites, funciones y directrices al capital, que en su forma de existencia concreta tiende a vivir en la inmediatez.

Podemos observar estos límites y subordinaciones, por ejemplo, en aspectos concretos, como su participación en la construcción del Estado de Bienestar, regulando salarios, derechos y prestaciones sociales, etc.; y en perspectivas más generales, como las derivadas de su función esencial, imponer y garantizar un orden regulativo, que afecta al sueño liberal de libre movimiento de los capitales privados en su lucha interna por la valorización del capital. Es obvio que la forma capital, para cumplir su fin de reproducir el capital, impone condiciones que afectan al capital particular, como la financiación de la construcción nacional; lo vemos hoy mejor que nunca, cuando el capital nacional va siendo desplazado y substituido por el capital apátrida, liberado de determinaciones en otros tiempos aceptadas, que de forma un tanto suicida busca vivir y engordar en cualquier parte donde no le impongan compromisos sociales. La forma capitalista, pues, también subordina al capital, en tanto subsumido; aunque en la subordinación, como en la prisión, hay grados y sujetos privilegiados.

Pero esta subsunción del capital en la forma capital es real, y debiera ser más visualizada. Como bien dice Pablo Scotto, “la forma capital de un período histórico concreto puede ser más favorable o menos para un determinado tipo de capitalistas” [91]. Basta pensar en el desarrollo desigual entre el campo y la ciudad, o en los desplazamientos en las industrias energéticas, del carbón al gasoil y las nucleares, y ahora a las renovables. Pensemos en la actual lucha de las eléctricas por mantener sus privilegios amenazados en el horizonte. A veces olvidamos que el capital privado particular no está conforme con la concreción del capitalismo, y éste siempre aparece en formas concretas, y que han de someterse y subordinarse al orden impuesto por la forma capital, en tanto están subsumidos en ella, ofreciendo en consecuencia resistencias, a veces de vida o muerte. Basta recordar las historias de los procesos de descolonización en países africanos o sudamericanos; o las poderosas y sutiles resistencias de las transnacionales actuales para evitar el orden (necesario) del capital. Por tanto, insisto, la subsunción bajo la forma capital afecta a todo lo subsumido; esa forma no es parte en una contradicción, sino resultante de la combinación de todas ellas [92].


4. De Hegel a Lenin: de la bella contradicción a la hibrida y contaminada.

Recordemos un poco de dónde venimos, para retomar el hilo del análisis de la mano de Althusser. Hemos partido de su aventura en busca del concepto de la dialéctica marxiana (diferenciado tanto de la hegeliana como de la “marxista”). Un concepto “claro” y “distinto”, fuera de la matriz hegeliana, excluyendo toda construcción que supusiera inversiones, negaciones, extracciones y transplantes, figuras todas ellas que quedarían atrapadas en el referente. Una tarea teórica, por otro lado, que considera urgente y relevante tanto para la filosofía crítica como para la política, preocupación en la que convenimos. Tras su repaso a los fundamentos que usa la historiografía para definir la relación entre Hegel y Marx, proponía reconstruir en paralelo y desconectados los respectivos conceptos de dialéctica de ambos autores. Aquí surgían algunas de mis dudas, pues tal perspectiva implica poner en el centro del análisis la “diferencia” que necesita silenciar; por otro lado, ignorar a Hegel es incompatible con la propuesta althusseriana de la praxis como “práctica teórica”, que considero fundamental. Y a partir de esas reflexiones hemos llegado a su cambio de perspectiva, a saber, su recurso a Lenin y su teoría del eslabón más débil para usarlo como plataforma no-hegeliana de construcción de la dialéctica marxiana. La vía como mínimo es sumamente original.


4.1. En concreto, el pensador francés ha elaborado desde esa base leninista los conceptos de fusión de contradicciones, que explicaría las condiciones de posibilidad efectiva de ruptura revolucionaria. Y en esa fusión basa su concepto de “sobredeterminación”, presente en ella, y que aporta la efectividad necesaria a la coyuntura revolucionaria. Es decir, si es pensable, nos dice Althusser, que la contradicción principal (fuerzas productivas versus relaciones de producción) genere por sí sola en la historia las condiciones de posibilidad objetiva, en modo alguno permite pensar que esas condiciones de posibilidad abstracta de la revolución devengan una revolución efectiva; para ello se ha de producir una unidad de rotura o ruptura de todas las contradicciones que inciden y se condensan en la principal, constituyendo una unidad de fusión. Y esa incidencia se piensa en el concepto de sobredeterminación, es decir, desde el reconocimiento de que las contradicciones, de todas las esferas, tienen autonomía relativa y efectividad, no son meros fenómenos, sino que tienen substantividad, participan de la esencia, tal que están vivas y en una coyuntura pueden fusionarse y hacer efectiva la revolución. Lógicamente, Althusser no nos explica la vida propia de esas contradicciones, su movimiento y el destino del mismo, si lo tienen, ni la misteriosa conjunción de coyuntura sincronizada, de identidad de fines y funciones. Éste es el punto ciego de su teoría, que he tratado de revelar. No ha tomado en serio que la contradicción, si es substantiva, si no se reduce a instrumental, opera en la indeterminación, ajena a cualquier telos, refractaria a la subjetividad, ciega a toda consciencia.

Pero el filósofo francés es insistente, porque su objetivo teórico –que no es aquí pensar la revolución rusa sino la diferencia entre las dialécticas idealista y materialista– se ve así cumplido: la existencia de la sobredeterminación, que la teoría leninista fundamenta y exige, revela que la contradicción marxiana es compleja; y así se diferencia radialmente de la hegeliana, que es simple. De este modo, el problema de la relación idealismo/materialismo queda desplazado y transustanciado a este otro, el de la simplicidad o complejidad de las contradicciones. Y ahí estamos, ante un nuevo escenario para el juego de la diferencia: en el ámbito de la contradicción, sí, pero en una sorprendente alternativa tipológica: contradicción simple versus contradicción compleja.

El esfuerzo que Althusser hace para mostrar que la dialéctica marxiana es compleja y sobredeterminada cerró un camino de reflexión y abrió otro muy fructífero sobre la dialéctica. Quiero subrayar al respecto que esa propuesta, con luces y sombras, es más convincente que la inversa, la de mostrar que la dialéctica hegeliana es simple y no está sobredeterminada; su tratamiento de Hegel está excesivamente afectado por su militancia política en la filosofía. El viejo Hegel bostezaría de aburrimiento –como Marx al leer a sus críticos y a sus aduladores– al constatar una vez más que no le han entendido. La visión althusseriana de la dialéctica hegeliana es tan esforzada y creativa que haría sonreír comprensivo a cualquier estudioso del filósofo de Stuttgart. Es una carga de caballería tópica contra su idealismo y un esfuerzo innecesario para revelar que la dialéctica (“simple”) hegeliana es apropiada a su sistema (“idealista”), a su cosmovisión; que está atravesada y contaminada por éste, por la intrínseca inseparabilidad del método y del sistema. En realidad, nos dice, la dialéctica no sólo está encerrada, limitada, envuelta por su concepción del mundo, sino que su ontología, sus determinaciones, se reflejan de hecho en la estructura, en las estructuras mismas de la dialéctica, y particularmente en la insustituible “contradicción” que tiene por tarea mover mágicamente, hacia su Fin ideológico, los contenidos concretos de ese mundo histórico.

Por eso, porque la dialéctica hegeliana forma parte inseparable del sistema, porque está hecha para llevar sobre sus hombros una concepción del mundo, la dialéctica marxiana, si se postula diferente, no puede salir de ella, ni por inversión, ni por extracción, ni por destilación alguna. Hay que buscarle otro origen, fundarla sobre otros referentes. No hay otra manera de desembarazarnos de “los andrajos de la famosa envoltura mística” que olvidándonos de ellos, nos viene a decir Althusser, que a pesar de todo no logra separar sus ojos de Hegel. Su análisis, en rigor, le empuja a ese camino lejano y en paralelo; y logra que el lector se entusiasme y venga a decir, “pues vale, entonces vamos a ello, olvidemos de una vez el referente hegeliano para pensar a Marx”. De este modo, además de elegir la buena vía para liberarnos de la contaminación idealista, nos evitaríamos la venganza de la dialéctica del espíritu, que para ser abandonada como si fuera el demonio nos exige pintar a éste, que ya es de por sí feo y malo, con la figura fabulosa del demonio endemoniado, con garras, cuernos y cola. Al fin, nos dicen los mitos, Lucifer era el más hermoso de los ángeles y devino demonio; y nadie nos dijo que perdiera su hermosura. Tal vez por eso, por bello, y sin dejar de serlo, era el demonio. Liberémonos de su maldición, dejemos, pues, a Hegel dormir el sueño de los justos, y extraigamos la dialéctica marxiana de los textos marxianos, parece decirnos muy esotéricamente el profesor de l’Ecole Normale Supérieur.

Lenin es un buen lugar parta buscar a Marx. “Volvamos a Lenin”, nos dice Althusser. Me hubiera gustado más que dijera vamos de una vez a Marx, a sus textos; pero no, vamos a Lenin, que considera un lugar idóneo para buscar la dialéctica de Marx. Los textos de Lenin, aunque no sean los de Marx, ciertamente, no son los de Hegel. Y si lo que se busca es la “contradicción sobredeterminada”, mejor Lenin que Hegel; yo sospecho que mejor incluso que Marx. La teoría del eslabón más débil no es marxiana, aunque sea marxista; es genuinamente leninista; el pragmatismo de Lenin encaja en la práctica política marxista, pero no en la filosofía marxiana. La voluntad de revolución ha sido y es tan fuerte entre los marxistas, que induce una potente tentación de elegir a Lenin, al fin líder privilegiado de una imponente revolución triunfante, como “marxista predilecto”. Y eso está bien en clave revolucionara, que se honore su teoría y su práctica; pero en la república de la teoría hay que dar a Marx lo que es de Marx y a Lenin lo que es de Lenin.

¿Qué luz cegadora ha encontrado Althusser en esa teoría leninista del eslabón más débil? Hagamos la pregunta de otra manera, más sobria: ¿por qué Rusia era el eslabón más débil y, por ello, lugar de posibilidad, aunque sea “excepcional”, de la revolución? La respuesta indudable, y que deviene elemento “teórico” de máxima autoridad, es pragmática, a saber, que en Rusia tuvo lugar la revolución. Cierto, podría pensarse como excepcional y, a toro pasado, como el Capitán Aposteriori, proyectar densas sombras sobre su esencia marxiana; podría pensarse que los bolcheviques lograron encontrar el discurso y las formas de lucha adecuadas a su objetivo (y que, de paso, confirmaban sus postulados teóricos). Siempre pueden proyectarse sombras, pero lo indudable es que Lenin lideró una revolución, y de gran magnitud y calado; suficiente para disputar la legitimidad del modelo. La cuestión filosófica no resuelta puede parecer marginal al revolucionario, pero no al filósofo, que ya no le preocupa la revolución rusa como tal; le preocupa la historia, la revolución en la historia, y la revolución rusa como experiencia de la marcha de la historia. Y bajo esta preocupación sí tiene sentido la sospecha: ¿y si la coyuntura objetiva rusa que propició la revolución, aquella fusión de contradicciones, aquella magna sobredeterminación de la contradicción que engendró la ruptura efectiva, no fuera un modelo paradigmático para la historia sino una mera excepción, una situación excepcional?

Y ante esta sospecha, que no escapa a la finura intelectual de Althusser, el pensador francés quiere negar la mayor; pero lo hace de manera sutil y efectiva. No se le ocurre negar la “excepcionalidad” de la situación rusa en clave marxista; era obvio que allí el capitalismo no era hegemónico, como exigía la teoría marxiana. La revolución en Rusia se teñía inexorablemente de excepcionalidad. Ahora bien, lo que hace Althusser no es negar lo obvio, sino desplazar el lugar, pasar de la realidad a la teoría, tal que no niega que la situación revolucionaria en Rusia sea excepcional, no niega la obvia excepcionalidad de ese momento de “sobredeterminación de la contradicción” que se da en aquella coyuntura en la realidad rusa; lo que niega el pensador francés es que la excepcionalidad quede fuera de la teoría, que esa sobredeterminación de la contradicción sea en rigor una excepción a la teoría revolucionaria. No lo es obviamente en el caso de Lenin, quien en su teoría del eslabón más débil ha teorizado esa situación de excepción como necesaria, como “normal"; y no lo es tampoco, advierte el filósofo francés contra la historiografía, en la teoría materialista de Marx, al menos en esa teoría ... (aquí está el gran enigma) desarrollada y completada por Lenin con la afortunada metáfora del eslabón. Argumentación cerrada, aunque no del todo exenta de petitio orincipii, pues tira de su barba para no hundirse, como el extravagante Barón de Münchhausen.

Althusser defiende con intensidad y pasión que dicha coyuntura rusa sólo aparece como excepción a la teoría revolucionaria a la mirada hegeliana-marxista de la contradicción simple, de la “bella contradicción” entre Capital y Trabajo; y sí, indefectiblemente es así, aparece como excepción, porque la ideología de esa mirada excluye la complejidad y diversidad intrínseca a la normalidad. Es decir, desde la perspectiva de la contradicción simple, en Rusia no podía darse una situación capitalista revolucionaria porque no dominaba el capitalismo, y por tanto no era dominante su contradicción fundamental; había problemas graves, pero no eran fundamentalmente derivados del capitalismo, de sus relaciones de producción, que obstaculizaran el avance de las fuerzas productivas; eran problemas de la forma social zarista, del modo de producción asiáticos, de la contradicción terratenientes/siervos, o sea, era la estructura agraria y el estado zarista los factores que dificultaban el progreso. Esa misma mirada desde la contradicción simple se metamorfosea, tras el triunfo bolchevique, para reconocer lo obvio, la realidad efectiva de la revolución: pero lo hace sin revisar la teoría, con el ingenuo recurso de considerar la anomalía como excepcionalidad, como excepción que confirma la regla, que aparentemente permite salvar la verdad de la teoría.

Ahora bien, Althusser quiere salvar a un tiempo la teoría marxiana y la “revisión “leninista de la misma, o sea, incluir en ella el concepto de eslabón más débil, que incorpora la fragilidad debida a la acumulación de contradicciones al momento y la condición de la coyuntura revolucionaria; en definitiva, que normaliza la excepcionalidad, pues en toda coyuntura hay un eslabón más débil. La excepcionalidad de la acumulación de contradicciones, de la unidad de ruptura, pasa a ser necesidad histórica, normalidad revolucionaria.

Desde la perspectiva de la contradicción simple, parece pensar Althusser reinterpretando la historia sin decirlo, los obstáculos venían del orden feudal subsistente y los sufrían las clases subsumidas en la forma zarista, siervos, proletarios y burgueses; desde esa perspectiva de la contradicción simple de raíz hegeliana no era el socialismo, sino la revolución burguesa la que estaba a la orden del día; era el desarrollo del capital y del estado burgués el que llamaba a las puertas de la historia. Pero Lenin tenía otra mirada, defiende Althusser, la propia de la contradicción sobredeterminada, que veía todas las contradicciones y sus relaciones complejas entre ellas. Y con esa mirada, proyectada desde la teoría del eslabón más débil o de la contradicción sobredeterminada, se ilumina el carácter revolucionario de la situación, pues revela la contradicción entre capital y trabajo junto a la contradicción entre terratenientes y siervos; veía la revolución socialista junto a la revolución burguesa, jugándose ambas en la misma partida, sincronizadas en el mismo lugar y tiempo. Veía, en definitiva, cómo unas activaban a las otras, todas unidas, fusionadas, en la tarea de acabar con la situación que oprimía a todas. La lucha contra el estado zarista se identificó con la lucha contra el estado burgués; en realidad, todas las luchas, fuera cual fuere su origen (económico, jurídico, ideológico, religioso, étnico o internacional), devinieron lucha contra el poder zarista instituido, contra el Estado en su figura abstracta, de significante vacío, convertido en símbolo de la miseria y opresión de todos y de cualquier tipo. Y en esa coyuntura especial, excepcional, que el mismo Lenin subjetivamente leal al marxismo reconocía como una anomalía de la historia, que por un momento violaba su orden “lógico” para saltarse uno de sus momentos, supo al fin ver, viene a decir generoso Althusser, la teoría marxiana acabada, el concepto desarrollado, la contradicción simple negándose para devenir compleja; y elevó a concepto lo que parecía anomalía, tal que la condensación de todas las contradicciones y de todos los problemas del orden zarista feudal y del orden del capital devino concreción o fenómeno del modo de ser de la coyuntura revolucionaria. Allí, donde todo se jugaba en la misma batalla, tal que el resultado no podía ser otro que la ruptura completa, total, general, con la situación…, allí y sólo allí podía emerger la superación conjunta de las contradicciones que configuraban la coyuntura; allí y sólo allí podía tener lugar la negación definitiva de los males que la ahogaban.

Creo que Althusser acertaba en su interpretación de la posición teórica “objetiva" de Lenin, aunque tengo mis dudas de que subjetivamente el líder bolchevique pretendiera ese cambio teórico; dudo mucho que tuviera consciencia de asumir la perspectiva de la "contradicción compleja”, pero es evidente que la practicó en la política. Supo ver que la fuerza del “débil” proletariado ruso no provenía tanto de sí mismo y de sus circunstanciales aliados cuanto del debilitamiento del poder zarista enfrentado a todos sus enemigos, a todas las resistencias, cada vez más expensas y más sólidas. Ni los siervos ni los proletarios tenían fuerzas por sí mismos para ganar su batalla particular contra el amo y el patrón; ni juntos podían aspirar a destruir el poder político zarista dominante. Pero había otras fuerzas sociales, entre ellas los propios burgueses, las fuerzas capitalistas, que también sufrían la subordinación al orden instituido, que también estaban subsumidas en la forma feudal zarista; al fin hasta la producción capitalista estaba subordinada al orden zarista, era un capitalismo zarista en tanto subsumido en la forma socioeconómica zarista. Y frente a todas ellas, a sus resistencias y pretensiones de emancipación y hegemonía, el poder zarista fue incapaz de imponer su orden y salvar su gestión, de reproducir su estructura de dominio, en fin, de mantener su hegemonía.

Lo cierto es que, como el mismo Althusser reconoce, Lenin interpretaba la situación como excepcional, como propia de la especificidad de la historia de Rusia y de las contingencias de aquella coyuntura; por tanto, en modo alguno universalizable. Por ello, por excepcional, consideraba que aquella revolución, aunque surgida en condiciones de excepcionalidad, era marxista, es decir, cabía en la teorización histórico social de Marx; era marxista porque era proletaria, porque se jugaba el capitalismo, aunque fuera un capitalismo adolescente, un contexto impensado por Marx, cuya teoría de la revolución cabalgaba sobre el desarrollo del capital y se realizaba en, desde y a costa del capitalismo desarrollado. Lenin pensaba que era una revolución marxista porque junto al zarismo estaba en juego el capitalismo y, sobre todo, porque la podía dirigir el proletariado. Vio a su alcance la revolución y la cogió por los cuernos, y la realizó; y lo hizo contra quienes, en nombre de Marx, con la mirada fija en el movimiento de la “contradicción simple”, insistían que no era el momento del proletariado, sino de la burguesía; no era el momento del socialismo sino del desarrollo democrático del estado y la sociedad. Por eso, como ya he señalado, tras la victoria hubo de justificarse, de escribir El desarrollo del capitalismo en Rusia, destinado a mostrar que, en el fondo, la situación de Rusia cumplía con lo descrito en la teoría marxiana, pues el capitalismo ya era hegemónico en este país. Un capitalismo, cierto, con un desarrollo peculiar, que aportaba esa apariencia de excepcionalidad: escaso pero fuerte, no muy extendido pero sí concentrado y moderno, que permitía un proletariado unido, organizado y con especial combatividad. Aunque cuantitativamente limitado, esa debilidad la compensaba con su cualidad de concentración y consciencia de clase, que lo convertían en hegemónico en determinados lugares geoeconómicos políticamente estratégicos.

En los lugares decisivos, en las grandes ciudades, la clase hegemónica en la resistencia y la lucha era ya el proletariado; la revolución naciente era marxista. Y la excepcionalidad de la coyuntura, manifiesta en la acumulación de contradicciones fusionadas en una unidad de ruptura, sólo expresaba la particular debilidad del régimen zarista, de su fragilidad ante tantos y tan variados frentes abiertos, ante tantos enemigos, ante tantas fuerzas sociales insatisfechas por la situación nacional y la internacional, hacía posible lo impensable desde la teoría de la contradicción simple. A pesar de ello, insisto, Lenin vio la coyuntura como excepcional, no pretendió consagrarla como modelo universal; su convicción de que era una revolución marxista le obligaba a insistir en la excepcionalidad de la misma; sólo esa condición de excepcionalidad permitía considerar que la revolución rusa se encuadraba en la teoría marxiana [93]; ya se sabe, la excepción confirma la regla.

Pero el filósofo parisino va más allá de Lenin. La interpretación althusseriana de la posición leninista no se para ahí, no pone ahí el límite; aspira a normalizar el modelo o la “revisión” leninista sin romper con Marx, sin enfrentar Lenin a Marx. El filósofo francés dará un paso más y dirá que la teoría del eslabón más débil, en tanto expresa una situación revolucionaria, no ilumina la excepción sino la regla de la revolución. Que es tanto como decir que toda revolución requiere una situación excepcional. Lo cual implica, por un lado, afirmar que la contradicción sobredeterminada manifestada como unidad de ruptura actúa siempre en la excepcionalidad, cosa que paradójicamente lleva a admitir que la excepcionalidad es la normalidad revolucionaria; por otro lado, que la situación revolucionaria, aunque cabalgue siempre sobre la contradicción fundamental, la conformada por el modo de producción dominante, se define y concreta –en su necesidad, su posibilidad y sus formas– desde las “otras contradicciones”, que en su conjunto configuran la coyuntura. En definitiva, abandonando de modo rotundo y convencido la mirada de la contradicción simple, es decir, la explicación del cambio histórico revolucionario desde el movimiento de la contradicción principal, único actor en el escenario, y asumiendo la propia de la contradicción sobredeterminada, esa concentración y condensación o fusión de contradicciones, se nos revela que la “excepcionalidad” es en rigor “normalidad”, expresión o regla de la situación revolucionaria normal; con más precisión, se nos revela como situación “normal” para la revolución, y como la determinación conjunta más potente de la misma.

Podemos apreciar que Althusser sale así con elegancia al paso de las acechantes críticas al voluntarismo y al izquierdismo, que con frecuencia se han lazado contra el leninismo y, en general, contra toda versión de la teoría marxista que privilegie la acción y la subjetividad; y esquiva las críticas a base de invertir la relación entre la subjetividad y la objetividad. Efectivamente, en el enfoque dominante entre los marxistas, tanto en los críticos como en los defensores, la marcha leninista hacia la revolución aparece cargada de subjetivismo, se vea este hecho como contaminación o como virtud; se reconoce la necesidad de la constante presencia de la llamada a la subjetividad para agudizar las contradicciones y crear situaciones revolucionarias. Ahora, en la interpretación althusseriana, al poner la excepcionalidad como momento objetivo de la estructura, como fusión de contradicciones, la subjetividad sale de escena y permanece entre bastidores, sólo tiene que poner la mano para coger la fruta madura. La normalidad de la excepcionalidad disipa el subjetivismo, mal filosófico y mal político, y sus dos expresiones más tópicas, el voluntarismo y el izquierdismo, esa “enfermedad infantil del comunismo”, a criterio de Lenin.

Veamos en el propio texto althusseriano cómo el pensador francés cuestiona el uso y el sentido de la “situación de excepción”, presente en el debate marxista sobre las condiciones de la revolución y la estrategia hacia la misma:

“Excepciones, pero ¿en relación a qué? Si no es en relación con una cierta idea abstracta pero cómoda, tranquilizante, de un esquema “dialéctico" purificado, simple, que en su simplicidad misma había guardado la memoria del modelo hegeliano y la fe en la "virtud" solucionadora de la contradicción abstracta como tal: la "bella" contradicción entre Capital y Trabajo. No niego que la "simplicidad” de este esquema purificado haya podido ciertamente responder a algunas necesidades subjetivas de la movilización de las masas; después de todo, sabemos bien que las formas del socialismo utópico han desempeñado, también ellas, un papel histórico, y lo han desempeñado porque tomaban las masas al nivel de su conciencia, porque es necesario tomarlas allí, aun cuando (y sobre todo) se desee conducirlas más lejos” [94].

Conforme al texto, es la contradicción simple la que induce a políticas subjetivistas; esa contradicción simple implica una simplificación de la contradicción, un actor único en escena, un movimiento centralizado, todo ello tal vez justificable como pedagogía, pero con efectos perversos si se olvida ese origen y función de la “bella” contradicción. El origen lo ve en Hegel, pero al filósofo parisino le preocupa más su importación al marxismo, pues aprecia un intenso uso marxista –entre los marxistas– de esa hermenéutica; considera que el marxismo ha guardado en su memoria el modelo hegeliano, que si no lleva carga de verdad sí la lleva de esperanza, pues esa bella contradicción, esa contradicción capital/trabajo embellecida, ha cargado sobre sus espaldas la promesa de la tierra prometida. En una marcha pura, incontaminada e inalterable, la contradicción por excelencia, la contradicción principal, la contradicción determinante y en el límite única, cargo como destino la ontología práctica de llevar a los pueblos a una viuda reconciliada, como ya hiciera el “socialismo utópico”. La contradicción sobredeterminada, al contrario, no nos permite esas veleidades, nos dice Althusser; la contradicción marxiano-leninista empuja al análisis realista, empírico, científico. Y el análisis científico revela que, en el movimiento de la realdad social, los factores en juego son múltiples y complejos, revela la necesidad de llevar a cabo una sutil composición de fuerzas.

Sin restar mérito a la lúcida mirada althusseriana, que hace buena la tesis de que no accedemos al conocimiento sin el momento de la concreción, representado aquí en el reconocimiento justo de la complejidad de lo real, quiero enfatizar su relativo olvido de que el en recorrido analítico también hemos de pasar por la abstracción, por el momento de separación y aislamiento de lo simple, de la conversión de lo real compleja en pluralidad de elementos simples y aislados. Si es así, como creemos, el recurso a la contradicción simple, a la simplificación de la contradicción, no puede rechazarse por ideológico ni menospreciarse como pedagógico, sino que hay que considerarlo metodológico, exigencia analítica, determinación de nuestra racionalidad científica. Por supuesto, este reconocimiento de la contradicción simple como momento, y no como opción o alternativa, implica reconocer la contradicción compleja o sobredeterminada como otro momento, del que hay que partir (como Lenin, en lo empírico) y al que hay que llegar (como Althusser, en el concepto). Por tanto, la crítica althusseriana a la bella contradicción es justa en tanto ésta se quede ahí, eternice su momento y se convierta en origen y fin; cuando eso ocurre puede hablarse con razón de opción ideológica, de cesión a la ideología, de sumisión de la dialéctica al sistema; pero, por las mismas razones, el desprecio a ese momento en nombre del otro, del momento de la contradicción sobredeterminada, convirtiéndole en único, conlleva el mismo premio, la caída en la ideología, con los mismos vicios y virtudes. En consecuencia, Althusser quita a Dios lo que es del César, pero sólo logra convertir a éste en nuevo Dios.

¿Qué objetivo práctico encierra esta reivindicación althusseriana de la “sobredeterminación” como modo de ser de la realidad, que implica la excepcionalidad como normalidad, como norma o regla del capitalismo? A la conclusión que llego es que, como suele ocurrir, la respuesta no está en las profundidades ontológicas, lugar donde solemos buscarla, sino en la superficie. Creo que enuncia algo obvio, simple y de sentido común. Viene a decir que la contradicción fundamental del capitalismo, en la figura capital/trabajo, no hace todo el trabajo de la historia, que hay otras muchas contradicciones que colaboran; dice también que no son sólo las contradicciones en la esfera económica, sino otras de las demás instancias [95]; dice, incluso, que hay “contradicciones” heterogéneas, que no van en la misma dirección de la historia, que van en contra; y, sobre todo, dice que, sean las que sean y apunten donde apunten, en ese momento de fusión, de ruptura, forman parte del cambio. Estoy de acuerdo sin fisuras con esta reivindicación de la sobredeterminación por el todo. Si para pensar esas relaciones propongo el concepto de contradicción subsumida es porque permite pensar mejor esa realidad, puye no sólo da razón de esas contradicciones regresivas formando parte del cambio en tanto confluyen con su resistencia en el desorden que debilita la forma hegemónica, sino también en tanto forman parte del cambio en términos positivos, pues estarán presente en el nuevo orden social, subsumidas bajo nueva forma hegemónica, subordinadas y resistentes en ella. Y es que, por muy purificadora que se piense la revolución, como realidad social no puede dejar de ser un producto no liberado de la ganga transportada por la materia prima; como proceso de producción del futuro no libera a éste de la huella del pasado, habiendo de arrastrar en su cuerpo completo, aunque sea superado, la determinación del ser que la ha engendrado.


4.2. La teoría del “eslabón más débil” es una teoría pragmática, que tiene su sentido histórico en momentos excepcionales de la historia; se formuló como problema filosófico en el debate sobre el “socialismo científico”, sobre la hegemonía objetividad/subjetividad, economía/política, y otros semejantes; y se resolvió con una confusión: hablando de la revolución y no de la construcción del socialismo. Lenin al final tuvo razón: la revolución era posible en Rusia. ¿Quién podía negárselo el día después? Pero al día siguiente había que construir el socialismo que soñaban los pueblos y que, conforme a la teoría marxiana, parecía inscrito en el devenir de la historia; socialismo que no brotó de la agitación revolucionaria, ni de un demiúrgico “hágase la luz”. El socialismo, el día después de la revolución, seguía siendo una obra a realizar, una tarea que llevar a cabo; y una tarea complicada, laboriosa y dolorosa. Así se ponía al orden del día si el “salto” revolucionario, que transcendió imaginariamente su momento histórico inaugurando un nuevo tiempo, no implicaba la permanencia en el anacronismo; ponía a debate si una revolución que se adelanta a su momento, que transgrede el orden histórico, que avanza posiciones en la historia real, no debe pagar a su costa el tiempo y esfuerzo necesarios para el desarrollo histórico base de una nueva vida. En palabras más directas, la cuestión es si la revolución leninista, que retó a la historia, no había de hacer la tarea que prima facie estaba reservada al capitalismo; si el socialismo de Lenin no había de recorrer a su costa y riesgo el espacio asignado al capitalismo en la idea de Marx.  Éste es un buen terreno para la especulación.

El análisis de las políticas de Lenin, simbolizadas en aquella estrategia descrita en Un paso atrás, dos adelante, ilustra la idea de que una revolución puede alterar el ritmo de la historia, introducir en ésta rupturas y discontinuidades, pero difícilmente evita que ésta haga su recorrido; al fin el ser, en cualquier orden de la vida humana, es un producto que surge negando la existencia anterior, pero brotando de ella. El poder bolchevique ejerció con radicalidad y eficacia la negación el día de la revolución, pero al día siguiente había que desarrollar las fuerzas productivas, a partir de las existentes, subsumidas en otra forma de propiedad y de poder político; en las relaciones técnicas y sociales abolió las viejas perro hubo de sustituirlas por otras nuevas, y éstas se generan un proceso complejo y costoso; hasta la renovación de la consciencia requiere la mediación de una praxis social positiva, que no surge de la mera negación revolucionaria. Por tanto, durante un tiempo, durante la “transición”, lo nuevo tuvo que convivir con lo negado; la transición sería tanto más larga, convulsa, represiva y costosa cuando más excepcional fue la revolución. La transición estrá llamada a realizarse en dos momentos sucesivos: uno, con las formas y relaciones socialistas nacientes subsumidas en el capitalismo aún hegemónico; otro, con los restos de las formas y relaciones capitalistas fenecientes subsumidas en el socialismo ya hegemónico. Cuando más carga vaya en uno, menos queda en el otro; cuando más excepcional sea la revolución, más intensa será la etapa de construcción.

La revolución leninista no acabó de inmediato con la producción capitalista ni con la feudal zarista; hubo de seguir adelante con un pie en la “subsunción formal” y con otro en las nuevas formas de producción comunitarias. En definitiva, tuvo que arrancar con figuras económicas parecidas a la valorización del capital fijo; de ahí que no sean pocos los que han descrito el modelo soviético como “capitalismo de estado”; visión sesgada, en la que la ideología impide ver con claridad la diferencia conceptual. Sin entrar en el debate, ya periclitado, haríamos bien en revisar esos conceptos. La revolución como contingencia histórica, siempre estará en el horizonte del capitalismo (sus crisis y su injusticia la ponen a la orden del día); como estrategia leninista, modelo de asalto al “Palacio de Invierno”, sólo es probable en condiciones simbolizadas con la metáfora del “eslabón más débil”; pero como construcción histórica del socialismo, como momento del desarrollo social (en sus fuerzas productivas y en sus relaciones económicas, políticas y culturales), la revolución es conforme a su concepto impensable en clave leninista.

Ninguna objeción política o teórica a la opción leninista; aprovechó las circunstancias y empujó a su pueblo a la revolución; y con ella y gracias a ella puso en marcha, acelerando la historia, una experiencia nueva de avance en la construcción del socialismo. Aunque, décadas después, la historia le negara la continuidad, su finitud no quita racionalidad y sentido a aquella opción. La historia crea situaciones desesperadas e insoportables y ofrece oportunidades, ocasiones excepcionales; mejor aún, la historia nos zarandea y arrastra de vez en cuando a esas situaciones excepcionales y nos empuja a intervenir en ellas, sea cual fuere el resultado; luego vendrán los relatos “a posteriori”. Lo sorprendente para mí no fue la opción de Lenin, hijo de la época, que creyó llegado el momento o fue empujado al asalto y lo cogió al vuelo, sino la posición de Althusser, hijo de la nuestra, que para limpiar a Marx de Hegel e higienizarlo de todo contacto idealista tuvo la audacia de elevar a categoría la contingencia, instituyendo como regla una determinación de excepcionalidad.

Este coqueteo con la excepcionalidad tiene más aristas de las visibles. Lenin, al menos, se tomó la molestia de escribir El desarrollo del capitalismo en Rusia, un grueso volumen en el que, como he dicho, para mostrar que su estrategia era “normal” y encajable en la teoría marxiana del desarrollo social, enfatizaba la intensidad y cualidad del capitalismo ruso; Althusser, en cambio, cierra en abstracto la distinción entre la dialéctica histórica, en torno a la que se articula el desarrollo del capital, y la dialéctica revolucionaria, la forma contingente que toma aquella en los momentos de ruptura; se limita, aunque sin explicitarlo, a usar pragmáticamente el éxito de la opción leninista como argumento de peso. Viene a decir, sin decirlo y tal vez a su pesar, que el éxito de la revolución leninista muestra que la misma era posible; el éxito es su verdad, su mejor verdad. Tal vez sí, pero incluso en ese caso el éxito no sirve de concepto, ni lo aporta. El efecto, en cambio, es el cierre en falso de la cuestión de la diferencia entre ambas dialécticas, la histórica y la revolucionaria; y, de pasada, el aborto de un proyecto teórico realmente sugestivo, pues si se miran los resultados, –y sería sacrílego un leninista que los ignorara–, Althusser acaba arrojando al niño con el agua de la bañera, ya que la dialéctica así depurada y consagrada en la sobredeterminación, se aboca al desbarrancadero de la procelosa teoría de los factores.

Como digo, el pensamiento social no puede jugar con la idea de excepcionalidad, aunque tampoco puede darle la espalda. Fijémonos ahora en esta cita, en que Althusser pretende resaltar la importancia dada por Marx y Engels a lo excepcional:

“Ahora bien, ocurre que todos los textos políticos e históricos importantes de Marx y Engels en este período, nos ofrecen la materia de una primera reflexión sobre las llamadas "excepciones". De ellos se desprende la idea fundamental de que la contradicción Capital-Trabajo no es jamás simple, sino que se encuentra siempre especificada por las formas y las circunstancias históricas concretas en las cuales se ejerce. Especificada por las formas de la superestructura (Estado, ideología dominante, religión, movimientos políticos organizados, etc.); especificada por la situación histórica interna y externa, que la determina, por un lado, en función del pasado nacional mismo (revolución burguesa realizada o "reprimida", explotación feudal eliminada totalmente, parcialmente o no, "costumbres" locales, tradiciones nacionales específicas, aún más, "estilo propio" de las luchas y de los comportamientos políticos, etc...), y por otro lado en función del contexto mundial existente (lo que allí domina: competencia de naciones capitalistas o "internacionalismo imperialista", o competencia en el seno del imperialismo, etc...); pudiendo provenir numerosos de estos fenómenos de la “ley del desarrollo desigual" en el sentido leninista” [96].

Como se ve, se mezclan los conceptos de excepcionalidad y sobredeterminación en una diferenciación borrosa. Le interesa resaltar que la contradicción, y en particular la contradicción por excelencia, capital/trabajo, no es simple, sino que siempre aparece con formas y determinaciones específicas, o sea, que siempre está sobredeterminada por las circunstancias de la coyuntura, por las otras contradicciones. El conjunto de especificaciones se relata en una trilogía, en las que se encuentran las procedentes de las “superestructura”, que a su vez incluye varios grupos, y las que proceden de la situación histórica, “interna y externa”, que a su vez agrupan diversos tipos. La descripción aquí no es muy relevante; nos interesa poner el acento en que estas sobredeterminaciones fundan la excepcionalidad; es el carácter concreto de la contradicción la base de la excepcionalidad revolucionaría. Lo cual es en cierto sentido una obviedad, pues la contradicción real es siempre concreta, y por tanto sobredeterminada. Como he dicho, aparece “simple” sólo en el análisis; el mismo Althusser ha de hablar de la contradicción capital/trabajo en general, en abstracto, simplificada, tratándola como “simple”, sin poder en cada uso del término recurrir a su descripción concreta. Por tanto, sorprende un poco la correlación entre sobredeterminación y excepcionalidad. No sé si debemos entenderla en general o referida a la situación rusa. Sobredeterminación es una relación universal, que existe en toda situación, revolucionaria o no; la excepcionalidad no es, pues, la sobredeterminación en general, sino la sobredeterminación cuando, como el caso ruso, se crea una unidad de ruptura revolucionaria impropia, no conforme a la teoría, dada la debilidad de la contradicción sobredeterminada, que otorga a las otras contradicciones un protagonismo inusual. Esta situación de excepcionalidad que parece restar hegemonía a la contradicción capitalista es la que abre la ventana a la teoría de los factores, que aguarda cualquier descuido para entrar al escenario.

Lo ya dicho es una base sólida para abordar la crítica al concepto althusseriano de “sobredeterminación” sin generar sospechas respecto a nuestro reconocimiento de la utilidad del mismo, dentro de los límites que ya hemos perfilado. Tal vez se deba a su insuficiente caracterización o maduración, pero la sobredeterminación descrita por Althusser implica un riesgo serio para la teoría, pues fácilmente nos conduce a caer en el vértigo de la teoría de los factores; y en ese “desbarrancadero”, como lo he llamado, no sólo el pensamiento se sale del marxismo y de la avenida dialéctica en general, sino de cualquier camino científico. La ciencia es orden, e incluso lo exige y lo pone en el azar; la teoría de los factores en abstracto es la negación de todo orden, el puro reinado del relativismo y la indeterminación; por eso en rigor siempre se falsea y, en concreto, se introduce entre los factores, más o menos enmascarada e ideológicamente, cierta jerarquía, ciertos privilegios en la determinación. De ahí la “pluralidad” de visiones de una misma realidad, que se vive como riqueza, siempre preferible al dominio de una de ellas, pero que en conjunto expresan carencia de verdad.

La acumulación de problemas, conflictos, errores, desesperaciones… configuran un momento revolucionario subjetivo, una ruptura política; elementos que son necesarios para la revolución, y cuyo conocimiento es imprescindible. Pero a veces esos momentos de ruptura acaban en bucle, y el pensamiento se pierde en el scalextric de la vida, especialmente si se carece de toda orientación de sus entradas y salidas. Los momentos de ruptura en la marcha de la historia suelen ser excepcionales; y la excepcionalidad acompaña el recorrido y los movimientos. En la historia abundan mucho más las convulsiones y momentos de caos que las situaciones de ruptura efectiva, que las transformaciones “revolucionarias” en sentido estricto; lo que prueba que la excepcionalidad no siempre arrastra a la revolución, que aunque pueda ser su acompañante no es su norma, su razón necesaria y suficiente. La historia también nos ofrece numerosos testimonios de efímeras revoluciones triunfantes, de tomas del poder impotente para consolidarse y reproducirse; de revoluciones inanes ante la tarea de construir una sociedad nueva; la historia nos muestra generosa, si se me permite el juego retórico, incontables casos de revoluciones sin revolución.

Todas estas referencias nos hacen pensar que la excepcionalidad, en su concepto, no puede pertenecer a ninguna lógica; al menos, no la de la historia de las sociedades. Tenemos infinitos argumentos para afirmar que aparecerán en la historia, que surgirán momentos de ruptura revolucionaria, y que algunos tendrán éxito; pero sólo pueden ser pensados como sueños, ideales o como experiencias semejantes a aquella de la gallina de Russell; pero la excepcionalidad no puede pertenecer a la teoría de la historia, y sospecho que a ninguna teoría (y la estadística aquí es similar a la mezcla de experiencia y deseo). No cabe en una lógica de la historia. Y si cabe en una dialéctica de la contradicción es sólo como posibilidad abstracta, debido a que la contradicción no tiene destino, abocada inexorablemente a la indeterminación.

Imprevisible como acontecimiento futuro, impredecible en su desarrollo y absolutamente imprescriptible en su resolución, las situaciones excepcionales son sólo eso, coyunturas que a veces llegan y a veces no; a veces hay un Lenin que las aprovecha, y a veces encuentran un Castro que las prolonga, aunque sea en un largo paseo de horizontes desdibujados. La ruptura revolucionaria implica incertidumbre, indeterminación, riesgo, desconcierto, improvisación…, aunque en la consciencia revolucionaria subjetiva pueda vivirse como obvio, normal, de sentido común. Es lo que espera, lo que busca el revolucionario, cuya voluntad deviene evidencia, como muestra práctica de esa falacia naturalista que pasa del quiero al es. Es equivalente, una vez más, a la lacaniana teoría del significante vacío, que permite condensar las heterogéneas fuerzas del rechazo y la negación.

Esa revolución, ya lo he dicho, es un momento de suspensión del tiempo histórico. Se suspende el derecho, los valores, la vida del estado y de la economía; es el momento de la máxima indeterminación, como temía Kant, que culmina la incertidumbre que pone en escena la “sobredeterminación”. Un momento en el que se abre la posibilidad metafísica de aniquilar lo viejo y crear lo nuevo. Para que se dé esa situación, nos advierte Althusser, se necesita la fusión o condensación de esa compleja pluralidad de sobredeterminaciones. Cierto, pero, al día siguiente, tras la semana de resaca que resiste el cuerpo, hay que volver a la historia, a la producción de la existencia, a la marcha lenta de los hombres por vivir y vivir con dignidad y decencia. Y para ello hay que instaurar un origen, el de la nueva época, no como creación ex nihilo sino como producción desde el fin del pasado. En esa insoslayable tarea la cuestión que se pasa por alto, que se deja sin responder, es la de la posibilidad misma de un origen en esa ruptura revolucionara con el pasado, y la naturaleza del mismo; en general se resuelve la cuestión con una abstracta apelación a un regreso al cero absoluto tras la revolución, a un nuevo big-bang, aunque en el fondo se confía en un regreso al origen del tiempo suspendido por la revolución, a un cero relativo, un cambio de calendario con un antes y un después, como el nacimiento de Cristo. Y la metáfora puede aumentar sus dimensiones significativas si se interpreta como paso de un antes miserable y sin redención posible a un después igualmente miserable pero con la esperanza derivada de la posibilidad de redención.

Así llegamos adonde quería llegar, a una cuestión que Althusser no acaba de plantearse abiertamente, y que entiendo es imprescindible afrontar y decidir, a saber, la indeterminación en que desemboca necesariamente su dialéctica de la contradicción sobredeterminada, vecina amistosa de la teoría de los factores. Tras encontrar la dialéctica marxiana como contradicción compleja y sobredeterminada, dice con razón que no basta con verla así, contrapuesta a la hegeliana, que hay que pensarla:

“Pero, entonces, si toda contradicción se presenta en la práctica histórica y en la experiencia histórica del marxismo como una contradicción sobredeterminada, si esta sobredeterminación constituye, frente a la contradicción hegeliana, la especificidad de la contradicción marxista, y particularmente una concepción de la historia que se refleja en ella…; por todo ello es necesario interrogarse, sin duda, acerca de cuál es el contenido, cuál es la razón de ser de la sobredeterminación de la contradicción marxista, y plantearse la cuestión de saber cómo la concepción marxista de la sociedad puede reflejarse en esta sobredeterminación” [97].

Esta cuestión es capital, nos dice el filósofo francés. ¡Y tanto que lo es! Se trata de pensar si la sobredeterminación es una categoría que pueda incluirse en la ontología marxiana; claro que es relevante la cuestión. Hemos de buscar el “lazo necesario”, nos dice, entre la concepción marxiana de la historia y la sociedad y la estructura propia de la contradicción sobredeterminada. Sin encontrar ese lazo, la categoría de sobredeterminación “permanecerá en el aire”. ¿Aunque haya sido “verificada por la práctica política”? Incluso así, se reafirma, pues mientras no se revelen los vínculos teóricos permanecerá como una categoría “descriptiva y por lo tanto contingente”. Y una categoría de este tipo, descriptiva y contingente, “queda a merced de las primeras o últimas teorías filosóficas que aparezcan” [98].

Esta es la lucidez que admiro en Althusser; es la envidiable audacia de su reflexión que lejos de sortear obstáculos los busca y los pone en el camino. Ahora asume la tarea nada cómoda de pensar esa modalidad de contradicción sobredeterminada, de elaborar su concepto. Por supuesto que, como reconoce al comenzar la cita, “toda contradicción se presenta en la práctica histórica y en la experiencia histórica del marxismo como una contradicción sobredeterminada”. En la experiencia, en el fenómeno, la contradicción se manifiesta compleja y sobredeterminada; pero, ¿Cómo la encuentra y la usa el marxismo en filosofía, al tematizarla, al analizarla? ¿Sigue apareciendo concreta, compleja, sobredeterminada, o aparece simplificada, con figura de contradicción simple? Porque esta es la cuestión: ¿son dos conceptos de contradicción, –simple y compleja, pura y sobredeterminada, hegeliana y marxista–, o son dos figuras de dos momentos de la producción teórica? Por ello es tan importante el párrafo final de la cita, cuando Althusser dice que por ello es necesario interrogarse por “la razón de ser de la sobredeterminación de la contradicción marxista”; y por ello es tan importante “plantearse la cuestión de saber cómo la concepción marxista de la sociedad puede reflejarse en esta sobredeterminación”. La segunda cuestión pone en relación la contradicción sobredeterminada con la concepción marxista de la sociedad, de modo análogo a la relación entre la contradicción simple de la dialéctica hegeliana y su peculiar "concepción del mundo”, lo cual revela la importancia ontológica de la distinción; pero es la primera cuestión, más enigmática, la que ahora nos interesa: la pregunta por la “razón de ser" de la sobredeterminación.

Esa razón de ser no es otra que la necesidad de una categoría ontológica nueva que permita pensar esa peculiar forma del ser social que es la estructura de contradicciones sobredeterminadas con dominancia, o sea, en particular, la específica relación entre la contradicción principal dominante en última instancia y la autonomía relativa de las contradicciones que la sobredeterminan. La indagación del filósofo parisino revela así su faz ontológica; busca una categoría que reorganiza una ontología marxiana inconfundible con la hegeliana. El objetivo es irreprochable y creativo, la cuestión que podemos plantearle es cómo fundar una ontología con categorías concretas, determinadas; mejor, cómo prescindir en ontología del momento simple o universal y abstracto de las categorías. Es ésa la carencia que veo en el concepto althusseriano de sobredeterminación, y su déficit respecto al de subsunción.

Podríamos pensar que el reto de pensar a Marx sin la contaminación de Hegel se asume ahora en un escenario despejado ya de fantasmas, al menos del fantasma del filósofo de Stuttgar. Pero no, nada de facilidades; necesitamos de nuevo a Hegel para, desde y sobre él, ver a Marx. Y asume esta carga con absoluta consciencia: “aquí encontraremos, nuevamente, el fantasma del modelo hegeliano” [99], nos dice. Encontramos los fantasmas que ponemos, claro está. Aunque aquí hay otro fantasma que nos persigue, el de Marx, que sacralizado y divinizado parece prohibirnos pensarlo cara a cara, obligándonos a bajar la mirada y verlo en sus criaturas.


J.M.Bermudo (2021)




[1] L. Althusser, “Sobre el joven Marx (Cuestiones de teoría)”, en La revolución teórica de Marx. México, Siglo XXI, 1967, 39-70

[2] L. Althusser, “Contradicción y sobredeterminación” (Notas para una investigación), en La revolución teórica de Marx. México, Siglo XXI, 1967. 71-106. (CS, 71). La cita de Marx, ya lo comentamos, pertenece a la “Advertencia final” o Epílogo a la segunda edición del El Capital.

[3] Ver comentario en nota 11.

[4] Ibid., 136.

[5] Ibid., 72.

[6] Ibid., 72

[7] Ibid., 72.

[8] Ibid., 72.

[9] Ibid., 72.

[10] Ibid., 72-73.

[11] Althusser recoge una cita hegeliana muy elocuente: “Acerca del "núcleo" dice Hegel en su Introducción a la filosofía de la historia: "[a los grandes hombres] se les debe llamar héroes en cuanto han sacado sus fines y su vocación no sólo del curso de los acontecimientos, tranquilo, ordenado, consagrado por el sistema en vigor, sino de una fuente cuyo contenido está oculto y no ha logrado la existencia actual, en el espíritu interior, todavía subterráneo, que golpea contra el mundo exterior y lo rompe, porque no es la almendra que conviene a ese núcleo!”. Añade un comentario un tanto desenfocado, pues dice: Variante interesante en la larga historia del núcleo, la pulpa y la almendra. El núcleo desempeña aquí el papel de la cáscara que contiene una almendra; siendo el núcleo lo exterior y la almendra lo interior. La almendra (el nuevo principio) termina por hacer estallar el antiguo núcleo, que ya no le conviene más (era el núcleo de la antigua almendra...); quiere un núcleo que sea el suyo: nuevas formas políticas, sociales, etc...” La verdad es que yo le daría otra interpretación: Hegel contrapone, muy dialécticamente, la “almendra-semilla”, que cual fuerza productiva (él dice “espíritu interior”) entra en contradicción con la cáscara, (relaciones de producción y sobreestructuras en Marx, “mundo exterior” en Hegel) y con la “almendra-totalidad”, hasta que lo rompe, pues no es el mundo que necesita, que le conviene. Claro, Hegel expone esa dialéctica en términos de esencia-fenómeno; pero los acordes no parecen lejanos a Marx.

[12] ¿No será también capitalista en tanto productor de mercancía? Dejo esta cuestión abierta, precisando que, aunque la producción de mercancías fuera una determinación capitalista, impuesta sólo por la forma capital dominante, el argumento no se vería afectado: simplemente, habríamos de distinguir entre producir mercancías y producir víveres, como gustaba decir a Marx. El trabajo produce “naturalmente” productos del trabajo, medios de vida; que estos sean o no mercancías, es una determinación exterior al proceso de trabajo.

[13] CS, 74.

[14] Ibid., 75.

[15] Ibid., 75.

[16] L. Althusser y E. Balibar, Para leer El Capital. México, Siglo XXI, 1965.

[17] DM, 133.

[18] Ibid., 134-135.

[19] Ibid., 136.

[20] Un destacado efecto de la teoría de la práctica teórica será la lucha contra el espontaneísmo, que tanto preocupa a Althusser; lo que llama “dogmatismo de la aplicación de las formas de la dialéctica”, que va de la mano del espontaneísmo practicista, de la confianza ingenua u oportunista en las prácticas sin teoría. El espontaneísmo supone bajar la guardia y desarmarse ante la ideología. De ahí que reivindique su expansión a campos nuevos, de la psicología a la epistemología: “La práctica teórica marxista de la epistemología, de la historia de las ciencias, de la historia de las ideologías, de la historia de la filosofía, de la historia del arte, debe todavía en gran parte constituirse” (Ibid., 139).

[21] Ibid., 136.

[22] Ibid., 136.

[23] El “todo” del filósofo parisino, genuinamente marxista, está pensado como alternativa el de “totalidad”, tanto en su versión hegeliana, como unidad de una esencia simple, originaria y universal, que se mueve escindiéndose y volviendo siempre a su unidad y simplicidad, ni “el sacrificio de la unidad en el altar del pluralismo” Ibid., 167), como en su versión marxista economicista, en que todo queda disuelto en la simplicidad de la esfera económica abstracta.

[24] Ibid., 163.

[25] Ibid., 161.

[26] Ibid., 161.

[27] Ibid., 161.

[28] Ibid., 162.

[29] Ibid., 163.

[30] Ibid., 163.

[31] Ibid., 163.

[32] Ibid., 163.

[33] Ibid., 164.

[34] Ibid., 164.

[35] Ibid., 163.

[36] Ibid., 163.

[37] Dos citas célebres de El Capital, sobre la “negación de la negación” y sobre la “transformación de la cantidad en calidad”, las comenta Engels en el Anti-Düring, capítulos 12 y 13.

[38] Ibid., 180. Hemos modificado ligeramente la traducción, “dominante” por “con dominio”. Traducir la expresión “structure in dominance” que usa Althusser por “estructura dominante” no me parece acertado, pues induce a pensar que se refiere al dominio que ejerce una estructura, casi siempre la económica; creo que Althusser afina más y pretende subrayar que la estructura del todo social, y en particular de las formaciones sociales capitalistas, está siempre constituido, configurado, como una estructura con dominación, es decir, en forma de dominación.

[39] “La relación desigual de desarrollo de la producción material y, por ejemplo, del desarrollo de la producción artística ... El punto verdaderamente difícil por discutir es aquí: ¿cómo las relaciones de producción, en cuanto relaciones jurídicas, siguen un desarrollo desigual? Karl Marx, Introducción a la crítica de la economía política. Ed. cit., 640.

[40] Ibid., 166.

[41] Ibid., 167.

[42] Ibid., 167.

[43] Ibid., 167.

[44] Ibid., 167.

[45] La "totalidad'' hegeliana no es, en efecto, ese concepto maleable que uno se imagina; es un concepto perfectamente definido e individualizado por su papel teórico. La totalidad marxista es también, por su lado, definida y rigurosa. Estas dos ''totalidades" no tienen en común sino: 1) una palabra; 2) una cierta concepción vaga de la unidad de las cosas; 3) enemigos teóricos” (Ibid. 168).

[46] Ibid., 169.

[47] Ibid., 169-170.

[48] Ibid., 170.

[49] Ibid., 170.

[50] Ibid., 170.

[51] Ibid., 170.

[52] Ibid., 171.

[53] Ibid., 171.

[54] Ibid., 172.

[55] Ibid., 172.

[56] Ibid., 172.

[57] Ibid., 173.

[58] Ibid., 174.

[59] A veces busca ayuda en la autoridad marxista, como  la identificación que hace Marx, en la “Introducción de 1857”, entre producción, distribución y consumo: “El resultado al que llegamos no es que la producción, la distribución, el intercambio y el consumo sean idénticos, sino que constituyen (bilden) las articulaciones (Glieder) de una totalidad, diferenciaciones dentro de una unidad...(…) Una producción determinada (bestimmte) por lo tanto, un consumo, una distribución, un intercambio determinados; determina igualmente las relaciones recíprocas determinadas de estos diferentes momentos. A decir verdad, también la producción, bajo su forma unilateral (in íhrer einseitigen Form) está, por su parte, determinada por los otros factores" (DM, 161). No es necesario insistir en que, a mi entender, la ambigüedad y caos en las interdeterminaciones puede reducirse por mediación de la forma que subsume el todo complejo, siendo ella el resultado, el efecto, del juego de contradicciones. Desde la subsunción puede pensarse, venciendo a los “azares”, incluso la indeterminación en el movimiento, dirección y resultado intrínseco a las contradicciones.

[60] Ibid., 174.

[61] Ibid., 174. Si todas las contradicciones están sometidas a la ley de la desigualdad, si para ser marxista y para actuar políticamente (y yo agregaría, para poder producir en la teoría), es necesario a toda costa distinguir lo principal de lo secundario entre las contradicciones y sus aspectos, si esta distinción es esencial a la práctica y a la teoría marxista, es porque, observa Mao, es requerida para hacer frente a la realidad concreta, la realidad de la historia que viven los hombres, para dar cuenta de una realidad donde reina la identidad de los contrarios”. (Ibid., 174-175).

[62] Ibid., 175.

[63] Ibid., 175.

[64] Ibid., 175.

[65] Ibid., 176.

[66] Ibid., 176.

[67] Ibid., 176.

[68] Ibid., 176-177.

[69] Ibid., 177.

[70] Ibid., 177.

[71] Ibid., 177.

[72] Ibid., 177-178.

[73] Ibid., 178.

[74] Ibid., 178.

[75] Ibid., 178.

[76] Ibid., 178.

[77] Ibid., 178.

[78] B. Spinoza, Ética, III, VI.

[79] Ibid., 77.

[80] F. Engels, Revolución y contrarrevolución en Alemania y La crítica del programa de Erfurt; K. Marx, La lucha de clases en Francia; El 18 Brumario; La guerra civil en Francia; La crítica del programa de Gotha.

[81] CS, 80.

[82] Ibid., 80.

[83] Ibid., 81.

[84] Ibid., 81.

[85] Ibid., 81.

[86] No nos detendremos de nuevo en explicitar su concepto; lo hemos hecho en varios momentos de este ensayo y, sobre todo, en el Ensayo sobre la subsunción que acompaña a éste sobre la contradicción.

[87] En realidad, esta contradicción no es específica del capitalismo, sino universal, como la que se da entre base y sobreestructura, comunes a cualquier modo de producción; son para Marx las que expresan la forma general del desarrollo histórico de las sociedades. Ahora bien, en tanto universales, también están presentes en el capitalismo. Es una contradicción general, extendida en todo el cuerpo social, y que no debe ser confundida con otras contradicciones generales específicas, como capital/trabajo o burguesía/proletariado. Prefiero llamarla “fundamental” y reservar la calificación de “principal” a la que en cada momento ejerce de forma actual y efectiva la hegemonía.

[88] CS, 81.

[89] Ibid., 81.

[90] Esta “fusión de contradicciones”, que nos hace pensar que Althusser tenía presente al innombrable Sartre, es la manera de revelar la presencia de la “sobredeterminación”, que viene a ser a un tiempo síntoma y problema. El filósofo francés recure a estas expresiones con un único objetivo, el de que veamos con claridad que la contradicción marxiana es “algo totalmente diferente a la contradicción hegeliana” (Ibid., 82).

[91] Pablo Scotto Me hizo estas observaciones, que le agradezco, al filo de su lectura de un artículo mío, “La ontología de Marx”, que puede encontrarse en www.jmbermudo.es. Y ponía el siguiente ejemplo, muy acertado: “La burguesía industrial se sentía perjudicada por la monarquía de los Orleans en la Francia pre-48, que estaba más bien próxima a la burguesía comercial y financiera. Quizás se podría decir que la burguesía financiera "resistía" a la creciente pujanza del capitalismo industrial gracias a sus relaciones con el poder político, lo cual no impidió que la burguesía industrial terminara imponiéndose”.

[92] Pablo Scotto va aún más lejos, sugiriendo que buena parte de los movimientos sociales actuales enraízan en ese descontento de ciertos sectores del capital respecto a la forma capital propia del capitalismo global. Dice: Una reflexión parecida puede hacerse pensando en el capitalismo de hoy. Hay determinados sectores de la "burguesía" (si se la puede seguir llamando así) nacional que se han visto perjudicadas por el capitalismo globalizado contemporáneo. Lo mismo sucede con buena parte de los trabajadores de los países occidentales. Parece que a estos dos sectores (del polo dominante y del polo dominado) el viento les sopla en contra. El auge del nacionalismo, la xenofobia y las ideas proteccionistas puede entenderse como la resistencia o la oposición de estos sectores a la progresiva sustitución de una forma de subsunción por otra, que mira cada vez más hacia Oriente...”. Reflexiones que me confirman lo muy lejos a que nos llevaría este enfoque, que habremos de seguir.

[93] Y así parece que lo pensaba Gramsci, desde la distancia, en su famoso artículo “La revolución contra el capital”, jugando en el título con la ambigüedad del referente. Aparecido en Avanti, edición milanesa, el 24 de noviembre de 1917. Reproducido en el Il Grido del Popolo el 5 de enero de 1918. Puede encontrarse en Marxists Internet Archive, año 2001.

[94] CS, 85.

[95] “Engels escribía en 1890 ("Carta a J. Bloch'', 21 de septiembre de 1890): “Que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico, es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo. Frente a los adversarios teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones”. Sobre la representación que se hace Engels de la “determinación en última instancia véase el "Anexo" de Althusser a Contradicción y sobredeterminación, y el comentario al mismo en la Parte 3ª de este ensayo.

[96] CS., 87.

[97] Ibid., 87. La sobredeterminación, como vengo poniendo de relieve, puede verse como un primer paso hacia la contradicción subsumida.

[98] Ibid., 87.

[99] Ibid., 85