LA MÁQUINA EN LOS GRUNDRISSE




I. MÁQUINA Y TRABAJO


Hace medio siglo los autores de la Teoría Crítica, fuertemente influidos por su experiencia en el exilio en los EE.UU. de América, plantearon un reto al marxismo teórico al abrir, frente al indudable protagonismo de las relaciones de producción en la determinación de la estructura y vida social, otro centro de determinación de éstas, la tecnología. O sea, frente al tradicional enemigo de la sociedad capitalista situaban otro, el de la sociedad tecnológica, que pronto pasaría a ser considerado más apremiante y definitivo, por más universal, pues afectaba tanto al modo de producción capitalista como al socialista, tanto a los EE.UU. y Europa como a la URSS. La revolución tecnológica, que reducía el significado de la clásica industrial, pasaría a ocupar el lugar privilegiado y dramatizado de la reflexión crítica. No es exagerado decir que, desde entonces, el problema de fijar la hegemonía entre ambas determinaciones, respectivamente conectadas con la propiedad y la automatización tecnológica, ha permanecido abierto. Su devenir no es ajeno a los cambios en las sociedades capitalistas de las formas jurídicas de la propiedad y de la relevancia de ésta en el proceso de trabajo. Cuando se ha hablado, y con razón, que la posesión efectiva del capital en nuestros tiempos no la ejerce la propiedad sino los tecnócratas, que el capitalismo no es ya de los propietarios sino de los gerentes, como mínimo se apunta a un problema que no debe ser infravalorado. Y entre los aspectos privilegiados para la caracterización teórica objetiva del postmarxismo uno de ellos es, sin duda, éste, que han identificado producción capitalista y producción tecnológica, que han instituido la tecnología como propia del capitalismo, tal que la crítica anticapitalista y la antiecológica se identifican, y la primera queda clausurada en l segunda.

He mencionado estos rasgos del devenir histórico meramente para llamar la atención sobre la profundidad y riqueza del tema, sin pretensión alguna de abordarlo. Lo he hecho también para que, en la lectura del texto marxiano, y de la polémica generada en su torno, se tenga en cuenta el marco general donde situar la reflexión de Marx sobre la máquina. Una reflexión ligada a la revolución industrial, y que nosotros espontáneamente desplazamos y traducimos a la revolución tecnológica, pasándonos cien pueblos de los límites puestos en los Grundrisse. Los problemas que le planteaba a Marx aquella máquina en su voluntad de seguir manteniendo su teoría del valor, que aparte de su razón epistemológica, su “verdad científica”, ponía en juego la posibilidad de su crítica al capital construido sobre la apropiación del plustrabajo, hoy nos los plantea a nosotros elevados a la enésima potencia y n tiende a infinito. Por eso habremos de mantener viva la diferencia entre la posición de Marx, que a mi entender no renuncia a la teoría del valor trabajo, a pesar de las dificultades que plantea a la teoría la nueva realidad de la producción capitalista que se abría paso por mediación de la máquina, y la posición sostenible hoy, ante una realidad que ha dejado las intuiciones de Marx en un imaginario que apenas balbuceaba el devenir.

Dejaremos esa distinción abierta, y nuestra lectura del texto sólo aspira a mostrar que Marx constató el reto pero que, para bien o para mal, no vio la necesidad de renunciar a la teoría del valor-trabajo, como de modo definitivo revela el factum de que la expuso de forma clara y contundente en los años siguientes, en El Capital. Creo que esta es la interpretación fiel al texto y al contexto de Marx, por eso la argumentaré. No obstante, soy consciente de que queda abierto el problema de si hoy es sostenible ver en la fuerza de trabajo la fuente única de producción del valor, que es el quid de la cuestión. En Marx no se encuentran argumentos para sostener esta tesis; a Marx no puede recurrirse como autoridad para defenderla. Se puede ir “más allá de Marx”, tan lejos como uno quiera, a buscar la verdad, pero eso requiere la valentía de renunciar a cubrirse con el manto marxiano, que tanto abriga en el invierno de las ideas.


1. El Fragmento sobre las máquinas.

Marx aborda el problema de las máquinas de manera más directa, detenida y brillante es en lo que se ha dado en llamar “Fragmento sobre la máquina”, que cubre las últimas páginas del Cuaderno VI [1], concretamente en unos apartados dedicados al “Proceso de trabajo”, y en el que de forma directa se plantea el problema: “En qué medida el capital fixe (máquina) crea valor”. Dado que este fragmento ha servido para lanzar recientemente audaces interpretaciones de Marx, especialmente por marxistas italianos, procederé aquí a un análisis detenido “Fragmento”; un análisis en su literalidad, sin más objetivos que poner ciertos límites a ese tentador intento de redescribir, e incluso de reinventar a Marx, aunque se exprese de forma más modesta como repensar a Marx.


1.1. (El lugar del Fragmento). Comencemos por fijar el lugar que el Fragmento ocupa en el proyecto teórico de Marx. El Cuaderno VI prolonga el Capítulo sobre el capital ampliamente desarrollado en el V. Marx encabeza así la primera página: "Cuaderno VI. El capítulo del capital. London, February, 1858", y sigue desarrollando “el tiempo de circulación”. Para situar bien el Fragmento comenzaremos por resumir el orden de los Grundrisse.

Dejemos de lado la “Introducción”, en la que Marx nos ofrece un mapa conceptual importante, con sugerentes ideas metodológicas y hermenéuticas; a este texto le dedicaremos una sesión particular en su momento. Tras la Introducción comienza el largo y farragoso capítulo II, sobre el dinero, que tanto entusiasma al postmarxismo contemporáneo. En el Cuaderno V comienza el capítulo III, el capítulo sobre el capital, que se erige en arquitectura de la obra. En él desarrolla algunas de las formas del capital, comenzando por el dinero como capital. Analiza, en diálogo con los economistas clásicos y con Proudhon, siempre en enfrentamiento crítico, la génesis del capital sobre la base de la teoría del valor., etc. Pero el texto, aunque contenga momentos de ingenio analítico y de brillantez teórica, sólo logra despegarse en momentos cortos, dispersos y nunca definitivos de las lecturas con las que dialoga. El recorrido expresa bien el tiempo y método de investigación, en que Marx va seleccionado enfoques teóricos, recogiendo y acumulando argumentos, esclareciendo sus conceptos y armando ciertos núcleos de teoría del capital. Por ejemplo, aunque en este Cuaderno V ya distingue entre el proceso de trabajo y el proceso de valorización, no fija definitivamente y de modo nítido la diferencia.

En el Cuaderno VI, como he dicho, continúa el “capítulo del capital”; avanza a buen ritmo en el esclarecimiento de cuestiones de circulación y de rotación del capital, pero sigue reflexionando con la vista en las lecturas, sin levantar el vuelo definitivamente. Yo diría que avanza en el descubrimiento, pero aún no ha iniciado propiamente la exposición, para lo cual se ha de estar en el final, donde ya se dispone de los conceptos bien elaborados y, por ende, pueden verse desde allí las ideas en su orden adecuado, ese orden de las razones convertido en canon de las ciencias sociales. En ese sentido hay que destacar la riqueza de los muy interesantes apartados que decida a las formas de aparición o puesta en escena del capital, especialmente a la distinción entre constante y variable, y muy particularmente entre fijo y circulante, y, categorías que le permitirán una conceptualización más exigente del movimiento del capital, que a fin de cuentas es su objetivo.

Creo que un momento decisivo de su investigación surge a partir de sus reflexiones sobre “la pequeña circulación” [2], en que plantea el funcionamiento del capital en su necesidad de reproducción de la “capacidad de trabajo”. Creo que desde aquí se activan los sensores. Marx pasa a plantear la “Triple determinación o modo de circulación”, a ver la relación entre el capital fijo y el circulante como determinaciones del tiempo de rotación, y por tanto de la producción de plusvalor [3]. Y por esta vía entra Marx en una distinción que será decisiva, y que si bien ya había sido mencionada no había sido conceptualizada debidamente. Me refiero a la distinción entre proceso de trabajo y proceso de valorización, sobre la cual se construirá su concepto definitivo de capital como valor que se valoriza. Así de simple, toda su investigación parece dirigirse a ese enunciado, a mostrar esa evidencia tan camaleónica y juguetona, tan diestra en el arte maquiaveliano de la simulación y la disimulación.

Ya en el apartado que dedica al proceso de trabajo [4], soportado en los medios de trabajo, en el “capital fijo”, ha de preguntarse “en qué medida el capital fixe (máquina) crea valor”. O sea, llevan a Marx directamente al problema de la máquina, y su papel en la producción del valor, su competencia con la fuerza de trabajo, que Marx todavía llama “capacidad de trabajo”; se anuncia una especie de lucha por la función principal en la producción del capital. Lucha real, determinación objetiva, lucha por la sobrevivencia. Y en esa tarea marxiana de ir desvelando figuras del capital, metamorfosis requeridas para su reproducción, similares a los vestidos requeridos en el ritual social de reproducción de estatus, aparecen nuevas figuras, como ahora las de capital fixe y capital circulant, traje de trabajo y traje de paseo, a cuyo través se deja ver lo que va dentro. Y lo que va dentro es lo que se ve desde fuera, a través de las escasas ventanas que rompen la clausura necesaria y bien guardada. Marx se asoma a ella ve en el fondo, en semioscuridad, alimentando la creación de valor, la “maquinaria y el trabajo vivo”.

Porque de esto trata el Fragmento sobre las máquinas, de ese juego de trajes entre fijo y el circulante, el de faena y el de fiesta [5]. Máquinas para cambiar la base material del capitalismo y para consolidar el capitalismo; máquinas que se pretenden forma afortunada del capital, que al fin, en tanto valor que se valoriza, ha de medirse en magnitud por la potencia de valorización, cuyo índice es el crecimiento del capital fijo, y en cualidad, por la autonomía en la creación de valor, cuyo índice sería el capitalismo (imposible) sin obreros. En todo caso, así nos lleva Marx al problema de las máquinas, uno de esos momentos, no muy abundantes, en que rompe con sus notas de lecturas y se embarca en reflexión de alto vuelo, desde donde se ven las cosas por sí mismo.


1.2. (La máquina y la socialización). He resaltado como crucial para la reflexión marxiana sobre las máquinas el momento en que aborda el proceso de trabajo. Efectivamente, el tema de la máquina aparece de forma inmediata, y no podía ser de otra manera, en el análisis del proceso de trabajo, en los sucesivos cambios de éste orientados a la disminución del tiempo de trabajo necesario; y, de forma mediata, brota de la obsesiva persecución de la plusvalía relativa a que está condenado el capital. En la valoración que Marx hace de este proceso, anticipando en sus reflexiones lo que será la línea de argumentación general que fijará en El Capital, resalta la estrecha relación de esa búsqueda de plusvalía que se revela en el proceso de trabajo con el devenir de éste cada vez más y más socializado. Es decir, Marx enfatiza la tendencia creciente a la socialización del trabajo, a la densificación de la cooperación, como una cualidad inherente al capitalismo. La idea es tanto más importante cuanto que en la ideología dominante (subjetivista, individualista, competitiva…) suele representarse invertida; el capitalismo en la ciencia social es descrito como conjunto de individuos en busca de su felicidad privada; incluso se hace de esa competencia una virtud y una máxima universal. Por otro lado, el fenómeno parece que lo consolida en la economía, donde los individuos son actores que compran y venden en busca de su propio provecho, con la evidencia de que la relación es de tipo suma-cero, o sea, que lo que uno se lleva es a costa del otro.

Pues bien, Marx parte en sus primeros escritos de una idea de esencia humana que si bien se distanciaría de la misma (la usó menos y la modificó radicalmente) le sirvió de referencia: la vida humana es, como la de cualquier otra especie viva, una vida comunitaria. Y ahí justificaba si posición juvenil anticapitalista, al ver el orden del capital como reino de la particularidad [6]. O sea, de modo simplista y esquemático, que el capitalismo había venido de fuera a romper la comunidad entre los hombres, imponiéndole una vida inesencial, contraria a su esencia, enajenada, alienada. Ese era el manantial ideológico de su primer rechazo de la sociedad burguesa, manantial que sigue vio en nuestros días.

Con el tiempo cambió de ontología. Tal vez en hegeliano sin quererlo emprendió la tarea de pensar ese fraccionamiento, esa individualización, no como fase final, ni como mal accidental, sino como medio de acceso a una nueva identidad (que Hegel describía como paso dialéctico del en sí al en sí y para sí´, pasando por la escisión del simple para sí). Sea como fuere, pues aquí no hemos de hacer esta genealogía marxiana, lo cierto es que Marx pronto comenzó a ver el capitalismo, la producción capitalista, como una forma de cooperación, de socialización. Bajo la división del trabajo, con su fraccionamiento creciente, con la generalización de las oposiciones y la individualización, requerida y forzada por la competencia, Marx comprendió que subyacía un vínculo entre los productores, un lazo que se intensificaba más y más cuanto más crecía la escisión producida por la división del trabajo. No sólo el mercado era un lugar común que relacionaba y unía, en una conexión efímera, frágil, abstracta, pero necesaria; la producción también unía. Cuando mayor división del trabajo, más dependencia unos de otros; hoy los países dependen unos de otros en grado creciente y máximo; hoy la división del trabajo a nivel planetario une a los seres humanos en ese mismo nivel. Por tanto, el capitalismo, bajo su máscara –máscara real, verdadera máscara, que nos hace ser lo que somos, desconocidos unos a otros- de fragmentación e individualización es un modo de producción que socializa más que ningún otro, que necesita esa socialización más que nunca otro alguno. Por tanto, podríamos decir en nuestros momentos más optimistas, el capitalismo no sólo trabaja para el socialismo como forma económica, sino para realizar la esencia comunitaria de la especie humana. Está uniendo la especie, haciendo depender unos de otros, más que ningún otro orden socioeconómico; está convirtiendo el planeta en una verdadera comunidad, en la comunidad de alegrías y penas, que decía Platón.

Regresemos a nuestro tema, quedándonos con la siguiente idea: el capitalismo necesita más y más -y consigue más y más- imponer la socialización, la interdependencia entre los individuos, pueblos y estados del planeta. Marx puso la mirada en esa socialización, y vio en ella el camino de la historia; para conocer el cambio social, la historia de los pueblos, habíamos de fijarnos bien en el movimiento de la socialización. Y hete aquí que, en un momento dado, logra comprender la dependencia que la socialización tiene respecto a la máquina. En rigor, de la interdependencia entre ambas, como la forma y el instrumento, pues si bien puede y debe pensarse como efecto de la socialización la introducción de la máquina, ésta puede verse como exigida por la socialización para su desarrollo; de esta panera aparece como el instrumento de trabajo más adecuado a la socialización. De momento, esto nos basta, socialización y máquina unidas en el desarrollo del capitalismo, pero también unidas en el desarrollo oculto e invisible de la emancipación del hombre.

Fijémonos bien en la dirección de la determinación, dentro de una relación dialéctica: parece que pone en el puesto de mando la tendencia a la socialización, mientras que la maquinización se presenta como uno de sus efectos, y no a la inversa, como pudiera pensarse; no es la máquina-instrumento la que está en el origen de la socialización, si bien como medio adecuado a la misma la permite, la requiere, la potencia, la estimula, la amplía. La máquina permite expandir, dar salida, a esa fuerza socializadora que lleva en su seno el capitalismo; pero la socialización es lógica y ontológicamente anterior a la maquinización.

No hace falta matizar que me refiero a la “fuerza socializadora de la producción”, a la socialización del proceso de trabajo, que aparece ya en sus formas más primitivas; inconfundible, por tanto, con la “socialización” del producto, aunque en el discurso espontáneo tendamos a llamar “socialización” a lo que tiene que ver con el reparto de la riqueza. Una vez más hemos de cuidar los conceptos, pues al fin el capitalismo encierra esa contradicción: socialización intensa y creciente de la producción, y en particular del proceso de trabajo, confrontada a su otra tendencia, a la apropiación individualizada y privada del producto del mismo.

Por eso en El Capital, entre las formas de optimización de la plusvalía relativa, Marx hace constar la cooperación, la división del trabajo y la máquina; y por eso las dos primeras son pensadas por Marx ontológicamente anteriores, como proto-máquinas, es decir, como formas de maquinización del trabajo antes de la aparición del instrumento-máquina; su función consiste en superar el trabajo individual sustituyéndolo por el trabajo colectivo, en otras palabras, instituir ese “trabajador social” que es en el fondo metáfora de la máquina, como ésta en su versión acabada, como “maquinaria automática”, es metáfora de la socialización acabada del trabajo. No debemos olvidar esta perspectiva, no podemos dejar de ver en la relación dialéctica la jerarquía ontológica que fija la dirección y el orden de la determinación.

Tampoco podemos olvidar un solo momento, como he dicho, el contexto teórico preciso de este fragmento sobre las máquinas. Marx está analizando la circulación; o sea, analiza el proceso de trabajo no en el momento de la producción inmediata sino en la perspectiva de la circulación. Aquí el capital aparece en nuevas figuras ontológicas, a las que Marx presta mucha atención. Entre ellas hay dos especiales, las figuras de “capital fijo” y “capital circulante”. Antes no existían, estaban esperando su momento, su devenir a la presencia; dicho de otro modo, en el análisis del proceso de producción en sentido estricto, en la abstracción analítica, no aparecían, pero ahora hay que sacarlos a la luz, pues nos mostrarán otros rostros y particularidades del capital.


2. Nuevas figuras del capital.

No se llega al fondo del pensamiento marxiano sin tener en cuenta la ontología que está activa en sus reflexiones. Uno de los lugares privilegiados es el capital, capaz de presentarse en múltiples figuras, desdoblarse, enfrentarse a sí mismo, salir y volver, en un juego escénico que nos exige no substancializar su esencia, dejarlo ser en esa sucesión circense de apariciones y piruetas. En ese juego escénico Marx gusta de aislar las figuras por pareja, que bailan juntas, con movimientos diferenciados e incluso enfrentados, pero acoplados, obedeciendo ambos a un ritmo que les pone límites y viene de fuera, de esa forma capital que ha de garantizar que la explosión fenoménica no rompa la unidad y la finalidad última. En otras palabras, esas figuras del capital, como conjunto de roles de un individuo en su vida social, todos quedan subsumidos en la forma capital, que así unifica y limita el sentido de la diversidad de funciones en que se despliega su ser.


2.1. (Capital fijo y capital circulante). Las figuras de capital fijo y capital circulante expresan una nueva determinación formal de los elementos que, en la producción del valor, aparecían bajo otras funciones. Marx lo explica así de claro:

“En un principio, cuando considerábamos la transformación del valor en capital, se incluyó sencillamente el proceso de trabajo en el capital y, con arreglo a sus condiciones materiales, con arreglo a su existencia material, el capital se presentó como la totalidad de las condiciones de este proceso y se escindió, conforme a éste, en ciertas porciones cualitativamente diferentes: material de trabajo (es ésta, no la de materia prima, la expresión correcta y conceptual), medios de trabajo y trabajo vivo. Por una parte el capital, conforme a su existencia material, se fraccionaba en esos tres elementos; por otra, la unidad dinámica de los mismos constituía el proceso de trabajo (o la incorporación conjunta de esos elementos en el proceso) y la unidad estática constituía el producto. En esta forma, los elementos materiales -material de trabajo, medios de trabajo y trabajo vivo- se presentan únicamente como los momentos esenciales del proceso mismo de trabajo, de los cuales se apropia el capital. Pero este aspecto material -o su determinación en cuanto valor de uso y proceso real- se separa totalmente de su determinación formal” [7].

No entraremos de momento a analizar este juego de metamorfosis. Quedémonos con la idea de que la ontología que aparecía en el proceso de producción del capital, o sea, de transformación del valor en capital es sustituida por otra cuando cambiamos el punto de vista y enfocamos la rotación del capital; es otra perspectiva de análisis que desvela nuevas determinaciones, nuevos elementos del universo ontológico. Ahora, en la rotación del capital, en la fase de circulación, el capital aparece bajo dos nuevas determinaciones, dos nuevas categorías que ayudan a profundizar el análisis. Esas dos determinaciones son, como he dicho, la de capital circulant (que incluye tanto el material de trabajo, que suele llamarse “materia prima”, como el producto) y la de capital fixe (que refiere a los instrumentos o medios de trabajo). Marx repite que esta distinción, estas nuevas figuras, son puestas por “el capital en cuanto capital en su determinación formal” [8]. Es decir, no responden a cambios materiales en el proceso de trabajo, sino a nuevas funciones añadidas por la hegemonía del capital. Es, en definitiva, una distinción funcional instituida por la subsunción del proceso de trabajo en el capital.

Si insiste tanto en resaltar el carácter formal, y no material, de esta diferenciación es para dejar claro que la transmutación no afecta a la materialidad de los elementos, que en cuanto valores de uso siguen siendo lo que eran; afecta a la forma y función de los mismos, impuesta por el capital, y que solo vale –sólo funciona- en el capitalismo. Por decirlo clara y rotundamente: las máquinas seguirán siendo máquinas, funcionando como máquinas y teniendo sus efectos en la productividad aunque estuvieran incluidas en otras formas de producción ajenas al capitalismo, es decir, aunque en ellas no aparecieran ya como “capital fijo”; pero en el capitalismo, además de funcionar como máquinas, funcionan como “máquinas capitalistas” (subsumidas en la forma del capital, empleada en la producción de valor), y esta especificidad aparece en su figura de capital fijo, que juega el papel que juega, como enseguida veremos. Y lo mismo podemos decir de los otros elementos, todos subsumidos bajo la forma de capital circulante, todos cumpliendo su función “natural” y, como añadido de la subsunción, funciones genuinamente capitalistas; todos produciendo valores de uso y, como regalo a la hostessa, a la forma subsuntiva, produciendo plusvalor.

Ahora bien, ¿es tan importante este juego? ¿Es tan importante que si en el proceso de trabajo se imponía la distinción analítica entre los distintos elementos del proceso de trabajo (materia prima, medios de producción, fuerza de trabajo, producto…), ahora, en la nueva perspectiva de la circulación, se identifiquen, clasifiquen y distingan de diferente manera? ¿Qué relevancia tiene que los medios de trabajo queden subsumidos e identificados como “capital fixe”, y cosas semejantes? ¿No es todo esto un mero juego analítico más o menos convencional y arbitrario? ¿Qué importancia tiene que lo mismo, si se quiere, los mismos referentes, sean significados con nuevos signos, como los de “capital fixe” y “capital circulant”?

Marx cree que es de la máxima importancia, pues la realidad no la constituye “lo mismo”, pensado como un ser parmenídeo, profundo, substancial, fundante, sino ese juego de figuras que representan la vida del capital, sus momentos, sus funciones, sus apariciones, desapariciones y enmascaramientos. Es en esa sucesión caleidoscópica, en esas metamorfosis redundantes, donde reside la esencia del capital, pues es en ese juego donde se hace posible su valorización, condición absoluta y fin último de su existencia. El ser del capital es su movimiento, es nómada, no se identifica con ninguno de sus momentos o, tal vez, se identifica con la totalidad que ellos forman. El análisis científico permite reconocer el juego de los elementos en el proceso, la transformación de los mismos, sus metamorfosis, sus relaciones y determinaciones recíprocas; y el análisis crítico aspira a más, ha de aspirar a revelar la total hegemonía ontológica y funcional del capital.

No olvidemos que estamos en la rotación del capital, y que, por tanto, es el tiempo de exhibición del capital; en la rotación toda presencia invitada aparece como familia o forma del capital, toda figura como representación de un momento de su vida; es el capital el que, para ser capital, para revalorizarse, ha de rotar y rotar, y en su movimiento ha de adoptar estos múltiples y diversos modos de ser, estas figuras de sus sucesivas transformaciones. Para entenderlo bien, podemos volver a la metáfora de la metempsicosis, en que los cuerpos permanecen en su ser en sí, pero las almas van cambiando; el mismo ser humano vivo es distinto fuera que dentro, perdido en la ciudad que en el seno de los suyos, donde juega un rio distinto ante cada uno de ellos, una historia de relaciones y complicidades. De modo semejante, el medio de trabajo, que en sentido estricto es sólo eso, medio de trabajo (“tal como ocurre cuando el capital lo incluye inmediata, históricamente, en su proceso de valorización”), sufrirá una “modificación formal” al aparecer no ya sólo como medio de trabajo según su aspecto material, “sino a la vez como modo especial de existencia determinado por el proceso global del capital: como capital fixe” [9]. Una nueva fase, un nuevo momento del capital, y he aquí que los elementos cambian su “modo de ser”, su función, su esencia, dentro de la estructura de subsunción en movimiento.


2.2. (Máquina instrumento y máquina forma). Pues bien, es aquí, en la rotación del capital, momento en que éste se escinde y desdobla en circulante y fijo, donde aparece el innovador discurso sobre la máquina. Hay que tener presente en el análisis el doble sentido del término “máquina”, usado tanto para referirse a un instrumento de trabajo cuanto a una forma de producción; sin esta distinción, el discurso resultaría confuso. Por tanto, en primer lugar, la aparición de la máquina-instrumento refiere a una metamorfosis del instrumento de trabajo, que de simple herramienta pasa a ser máquina y, en el límite, autómata (sistema-máquina automático):

“Pero una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis, la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de maquinaria (sistema de la maquinaria: lo automático no es más que la forma más plena y adecuada de la misma, y transforma por primera vez a la maquinaria en un sistema) puesto en movimiento por un autómata, por una fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales, de tal modo que los obreros mismos sólo están determinados como miembros conscientes de tal sistema” [10].

Este es, pues, el lugar de la reflexión sobre la máquina, cuando la subjetividad, el pensamiento y la acción del trabajador quedan subsumidos en esta nueva forma técnica del sistema automático. La clave de la reflexión está en torno al proceso de trabajo y la dialéctica de lo que Marx llama trabajo vivo. La cita anterior resalta el cambio profundo en la relación y significado de los elementos del proceso de trabajo en el nuevo sistema-máquina. Destaca, de entrada, la pérdida de sustantividad y protagonismo, de subjetividad, del obrero, que deviene mero elemento de una estructura determinada por esa totalidad formada por elementos mecánicos e intelectuales, donde lo consciente e inconscientes queda ontológicamente igualado en dignidad y eminencia. En esa estructura insensible y ciega a todo lo que no sea su reproducción, el trabajador forma parte del proceso del trabajo, pero no como sujeto-autor del mismo, no como elemento previo, exterior, separable, sustantivo; forma parte del proceso como elemento, como eslabón de la cadena, como sujeto-sujetado, no determinante sino determinado, ajeno a la idea común y propia de sujeto. El proceso de trabajo instaurado por la máquina es una estructura constituyente y determinante de la función de sus elementos, entre ellos el trabajador, su “capacidad de trabajo”; aunque sea el “elemento consciente”, aunque en gran medida su función pasa a ser la de controlador, el trabajador tiene la consciencia que le exige y permite el sistema-máquina, desarrolla el conocimiento, los hábitos, las actitudes, las destrezas y los valores que éste le permite y exige para la reproducción de la totalidad. Controla, sí, el funcionamiento del sistema mecánico, pero sólo controla las funciones de las máquinas, sólo controla que las máquinas funcionen; no controla las máquinas, las leyes de sus movimientos, ni siquiera sus ritmos, sólo controla que funcionen conforme a su programación; y hasta su control en tiempo y forma está sometido y subordinado a lo que exige la máquina

Ahora bien, aunque el sistema-máquina, como forma técnica, es posibilitado por la máquina-instrumento, no se reduce a ésta. La “maquinaria”, la “producción maquinizada”, como forma capitalista concreta de producción trasciende a la máquina e incluso explica su aparición, desarrollo y metamorfosis. Ver la relación trabajador-máquina como una relación de exterioridad, de dominación externa, entre dos elementos del trabajo luchando por la hegemonía, es un error desde la perspectiva marxiana. A Marx le interesa subrayar que el trabajo vivo en su forma concreta se constituye en y para el sistema-máquina, que define su función y sentido como el de los demás elementos; y le interesa destacar que el proceso de trabajo es una estructura móvil, determinada por el movimiento del capital hacia su destino único e insoslayable de valorización; y le interesa fijar la idea de que uno de esos momentos, representado por la irrupción del “sistema de maquinaria automática”, expresa la forma acabada del capitalismo e implica la redefinición total de los diversos elementos del proceso, tanto de su modo de ser como de su lugar y función en la estructura. Y, claro está, en esa pretensión ocupa un lugar de privilegio definir el destino del trabajo vivo en esta forma acabada del capitalismo simbolizada por la incorporación de la ciencia a la máquina.

Quisiera señalar que Marx, al situar el sistema-máquina en el capitalismo, no enfatiza suficiente la diferencia entre la forma técnica de la producción maquinista y la forma capital; para evitar confusiones habría que distinguir bien entre ambas, separando en el análisis las dos vías de las determinaciones que sufre el “trabajo vivo”. Esta diferenciación evitaría las confusiones derivadas de la identificación de la tecnología como mera forma del capital, tal que el anticapitalismo se confundiría con cualquier alternativa eco-agrarista. Con otras palabras, se evitaría confundir la tecnología con la una forma meramente capitalista, tal que la máquina estaría ausente en una sociedad emancipada.

Tras este breve excurso, retomemos el análisis del texto marxiano. Al iniciar el proceso de trabajo los elementos materiales del proceso de trabajo (“material de trabajo” o materia prima), el “medio de trabajo” (el instrumento, la máquina, el autómata) y el “trabajo vivo”, tienen su diferencia cualitativa, tienen su propio ser, sus esencias inconfundibles; pero en el proceso de producción esas diferencias se disuelven, pasando a formar parte de la unidad caleidoscópica del capital. Cuando son apropiados por el capital, éste los unifica como valores y reduce a partes del mismo, borra sus diferencias materiales y cualitativas y los determina formalmente como simples cantidades de valores, la suma de los cuales constituye el valor total del capital. El capitalista, personificación del capital, tiene la idea muy clara: no le importan nada las “propiedades materiales” de los elementos; en sus libros sólo recoge su precio. Pero el economista, definido por una mirada más analítica y fina, ha de mirar de cerca y discernir con criterio.

En este intento, ya en su momento, cuando se analizaba la producción, y en concreto transformación del valor en capital, ya se estableció una diferencia entre los elementos de la producción antes señalados, llamando e identificando a las materias primas y los instrumentos de trabajo como “capital constante”, que transportaba valor pero no lo producía, y a la fuerza de trabajo como “capital variable”, capital creador de valor. Y ahora, cuando se pasa a pensar el movimiento y función del capital en la circulación, aparece la necesidad de una nueva distinción y determinación formal: distinción entre “capital circulante” (materia prima y producto) y “capital fijo” (medios de trabajo). Todo ese juego de figuras constituye la ontología del ser social en la economía capitalista. Como ya sabemos, a Marx le sirve este juego de categorías para diluir la ontología esencialista y resaltar que el ser viene dado por la totalidad de la estructura; pero también le sirve para pensar los efectos en los diversos planos de la existencia social de los hombres. Veámoslo.


3. El juego escénico de las categorías.

Pasaremos ahora a ver algunos efectos de estos cambios en la figura del capital, de la mano de la aparición de la máquina, en el trabajador; comenzaremos por los efectos antropológicos y morales, con los biológicos al fondo, para después abordar los efectos técnicos, sociales y económicos, derivados de la nueva función del trabajo al pasar de la mediación de la herramienta a la máquina.


3.1. (Efectos antropológicos). Como en toda contradicción, son dos los que bailan, con movimientos articulados e interdependientes, y bailan el mismo ritmo, que los excede. O sea, siguen un doble registro musical, el de la pareja y el del escenario. Comencemos por ver un efecto antropológico que podríamos describir gráficamente como la trasmutación del actor en tramoyista. El instrumento de trabajo en su existencia material abstracta es lo que es y sirve para lo que sirve; le da igual quién lo utilice y bajo qué condiciones y relaciones lo haga; se deja usar e incluso abusar, es indiferente al uso y al fin. Ahora bien, como siempre trabaja sometido a un amo, siempre acaba asumiendo su destino, amando y defendiendo como buen lacayo el buen nombre de su señor. En particular, en cuanto empieza a funcionar como elemento de la producción capitalista comienza su pintoresco recorrido de travesti danzarín. Por un lado, lo hemos dicho, experimenta una primera modificación formal (un nuevo modo de aparecer) al ser considerado una figura particular del capital, el “capital fijo”; para el capitalista, hecha abstracción de su materialidad, pensado sólo como elemento en el sistema de producción de valor, aparece meramente como “capital fijo”. Por otro lado, en función de su desarrollo material y del momento de la producción, sigue otras metamorfosis, la última de las cuales es precisamente la forma máquina:

“Una vez incluido en el proceso de producción del capital, el instrumento de trabajo recorre, sin embargo, diferentes metamorfosis, la última de las cuales es la máquina, o mejor, un sistema automático de máquinas (sistema de máquinas, el sistema automático sólo es la forma más acabada y más adecuada del mismo, que es el único que transforma la máquina en un sistema) puesto en movimiento por una fuerza motriz autómata, que se mueve a sí misma” [11].

Y aquí aparecen algunas ideas problemáticas, que han atraído el debate marxista en las últimas décadas. Aunque sin duda ha estado propiciado por el texto de Marx, seguramente carente de la precisión y claridad convenientes, la verdad es que el combustible de la polémica brota de lo que la misma pone en juego, a saber, cuestiones prácticas de la política. La filosofía como “lucha de clases en la teoría”, que decía Althusser, ha atraído todo tipo de críticas y burlas; éstas también forman parte de la lucha política, de la resistencia de la ideología dominante. Pero sigo pensando que las ontologías son dispositivos que favorecen y potencian una u otra concepción de la realidad, y que unas ayudan a la emancipación, o al menos a ver el camino a seguir, y otras lo cierran y, por miedo al fuego son ahogadas por el humo.

Pero vayamos por pasos. De entrada, Marx presenta la aparición de la máquina como un proceso interno al desarrollo del capitalismo:

“En la máquina, y más aún en la maquinaria como sistema automático, el instrumento de trabajo es transformado desde el punto de vista del valor de uso, es decir, desde el punto de vista de su existencia material, en una existencia adecuada al capital fijo y al capital en general; y la forma en la cual el instrumento de trabajo es incluido en cuanto instrumento de trabajo inmediato en el proceso de producción del capital, es superada en una forma puesta por el mismo capital y a él correspondiente.” [12]

Notemos la diferencia que el texto establece entre la “máquina” y la “maquinaria como sistema automático”; aunque sin delimitar bien lo que hemos llamado “sistema-máquina”, como hará después, apunta en esa dirección. Notemos también que describe un proceso inmanente al capital, cuya metamorfosis es una exigencia de su lógica interna de valorización; la máquina es la nueva forma del instrumento, pero no sólo como instrumento más complejo y sofisticado, sino como un nuevo modo de ser del mismo bajo la forma (sub specie) “maquinaria”; la máquina es el instrumento transformado en una figura o forma nueva y distinta, apropiada a la nueva fase de producción capitalista, exigida por el desarrollo inmanente del capital; es un salto cualitativo en el instrumento de trabajo para devenir apropiado a la forma acabada de la producción, a la socialización del trabajo. El capitalismo, como cualquier modo de producción, subsume el instrumento, sea éste en el modo herramienta, sea en el modo máquina. Parece que la crea, por presentarse como el instrumento y la forma técnica adecuados al capitalismo desarrollado, apropiados para la maxila valorización; y apoya esa ilusión la distinción entre subsunción formal y real, como si correspondieran a dos momentos del capitalismo, pero en rigor no es así, la máquina no tiene esencia capitalista, no nace por y para servir al capital. Nace para producir riqueza, no valor. Aunque subjetivamente su aparición y expansión esté indisolublemente ligado y dirigido a la valorización del capital, objetivamente su génesis responde a la producción de riqueza social, sea cual fuere la manera de su reparto. De forma inmediata la máquina incrementa la cantidad y productividad de bienes; y aunque subsumida en el orden del capital sirva a éste en su valorización, de ahí su indisoluble alianza objetiva, a través de esa mediación que favorece su universalización en la producción cumple su finalidad última, la creación de riqueza social. Volveremos sobre este tema, tan polémico como urgente de clarificar. Ahora nos basta con fijar esta idea: la máquina, aunque sea una creación material del capitalismo, no tiene esencia capitalista; aunque aparezca prefigurada para servir al capital, esconde que su destino es el desarrollo social. Programada para la producción de valor, contribuye indirectamente en la misión, interviniendo en la productividad; y, precisamente por ello, su uso capitalista no es el único uso posible, siendo susceptible de funcionar de otra manera, subsumida bajo otra forma. Por decirlo de momento de modo efectista y provocativo: la máquina en sí produce riqueza, no valor.

Volvamos a la cita para constatar también que nos habla de una doble transformación del instrumento de trabajo. Por un lado, “desde el punto de vista del valor de uso”, o sea, de su “existencia material”; esta transformación es de adaptación a “una existencia adecuada al capital fijo y al capital en general”. Se anuncia así que el instrumento de trabajo se va convirtiendo en una forma consistente con el mejor desarrollo del capital, hasta el punto de que éste adquiere la figura de máquina. Poco a poco irá conformándose y creciendo como capital fijo; el fuerte impulso en el desarrollo de los medios de producción que históricamente provoca el capital tiene esa forma de gran industria, progresivamente automatizada, esa infatigable y acelerada carrera de la tecnología, siempre superándose a sí misma. La capitalización aparece como consolidación de la sociedad tecnológica; el capital y su concentración creciente se confunde con la tecnología. Y aunque se justifique su dominio con su fin objetivamente social, por su potencia productiva, que promete “el final de la utopía”, como decía H. Marcuse, de momento y de forma inmediata satisface al crecimiento del capital. Sin duda así satisface subjetivamente a su titular, el capitalista, pero sobre todo se satisface objetivamente a sí mismo: el capital trabaja para sí, para su sobrevivencia, o sea, para su valorización. Y si hay algún momento de sus metamorfosis donde se expresa materialmente la idea del capital como valor que se valoriza es precisamente aquí, en su figura de capital fijo; el capital vive y crece como capital fijo, como mera potencia productiva de valor. Cumple así su ley, su determinación esencial, sin importarle que el modo de conseguirlo sea la producción de creciente riqueza social, y mucho menos de la distribución de la misma.

En esta reproducción bajo su figura de capital fijo, su base material, el instrumento, va sufriendo otra transformación, en este caso formal, en paralelo y conectada al desarrollo de la gran máquina. Se trata de un cambio en su función en el proceso de producción. Esta función, esta nueva forma, es “puesta por el mismo capital y a él correspondiente”, una función ajustada a su esencia, que no es la producción sino su reproducción, y que implica ir más allá de su función natural de producir valor de uso, y más allá de su función capitalista de participación en la producción del plusvalor, para convertirse en modo de acumulación de ese valor, o sea, en una forma genuina de existencia del capital. De este modo la riqueza social crece al ritmo, de la mano y subordinada al ritmo de la valorización del capital; el capital se acumula, expresa y esconde en la gran tecnología.

Hasta aquí, podríamos decir, todo parece razonable. Pero ese nuevo instrumento -recordemos, no hay tecnología inocente-, bajo la forma de la gran máquina determina e impone una nueva relación máquina-trabajador. El instrumento, bajo la forma-herramienta, era una mediación entre el trabajador y el objeto de trabajo, si se quiere, entre el trabajador y la naturaleza o la materia prima; en cambio, bajo la forma-máquina, el instrumento ya no media la relación trabajador-naturaleza, u hombre-naturaleza, sino la relación máquina-naturaleza. ¿Y el trabajador? No, no ha desaparecido de la escena, pero ya no es un actor que se relacione (conforme a su consciencia y sus fines) con la naturaleza mediante el instrumento; ahora el actor, el sujeto activo, es la máquina, que usa al trabajador y lo determina para llevar a cabo su propia forma peculiar de actividad:

“La máquina no aparece en ninguna relación como instrumento de trabajo del trabajador individual. Su diferencia específica no es en modo alguno, como en el instrumento de trabajo, la de mediar la actividad del trabajador sobre el objeto; sino que esta actividad está puesta más bien de forma tal que ella sólo media el trabajo de la máquina, su acción sobre la materia prima” [13].

Esta tesis, encuadrable en su crítica a la enajenación de los Manuscritos de 1844, tiene ciertos tonos de denuncia del proceso capitalista por sus efectos deshumanizadores; pero no debiera valorarse como reivindicación del autor-actor libre, creativo y dominador del mundo inerte [14]; no debiéramos exagerar la continuidad entre sus textos. La propuesta althusseriana de “ruptura epistemológica”, al margen de sus rigoristas determinaciones, a mi entender sigue teniendo peso, y se aprecia bajo la semejanza o mantenimiento de los objetivos en los sucesivos textos marxianos. Allí hablaba del hombre, aquí del trabajador, y obviamente el trabajador de los Grundrisse no es el hombre de los Manuscritos de 1844; si se quiere, allí estaba vivo el trabajador artesano y aquí esa esencia se ha desvanecido para dar entrada al trabajador asalariado. Y esta figura no es el resultado de un accidente del hombre, como una nueva “caída” en el nuevo paraíso del capital, sino una conceptualización nueva, en tránsito; cuando la producción de riquezas de las naciones es desplazada por la producción de valor del capital, conforme a esa idea del capital como valor que se valoriza, el trabajador pasa a aparecer como “capacidad de trabajo”, que anticipa y avecina el concepto maduro de “fuerza de trabajo” que Marx tiene ya en la punta de la lengua, como diríamos familiarmente. Por tanto, hay un cambio de concepto para pensar con más rigor y exhaustividad la nueva relación; la “capacidad de trabajo” refiere y capta mejor la nueva figura del trabajador en el capitalismo, del trabajador como una figura del capital.

Pues bien, desde esta perspectiva económica, el trabajador está tan “perdido” cuando usa la herramienta (en el capitalismo naciente) como cuando usa la máquina (en el capitalismo desarrollado), o cuando ésta le usa a él (en el capitalismo tecnológico, digital, etc.). Sólo desde una perspectiva hermenéutica antropológica, como la que mantenía en los manuscritos parisinos de 1844 y que ya ha abandonado el los Grundrisse de 1857-1858 puede percibirse y valorarse la “diferencia”, pero esa perspectiva ya no es pertinente. Puede seguir siendo válida en la crítica humanista, pero no sirve y tal vez estorba en la nueva crítica del capital que Marx persigue.

Efectivamente, como podemos apreciar en la lectura del texto antes citado, su descripción es crítica, pero no hecha en nombre del ideal humanista. La máquina es deshumanizadora, sin duda, pero no porque robe al trabajador la imaginación, el saber, el protagonismo en la creación, que se los roba, sino porque en su funcionamiento capitalista que le impone lo condena al aislamiento y la fragmentación. Recordemos que, en más de una ocasión, cuando habla de la cooperación en el trabajo, Marx describe la máquina con la metáfora de la creación de un “trabajador colectivo”. En esos casos, ya lo he comentado pero quiero insistir, se refiere a la máquina-forma, cuyo efecto se manifiesta también en la productividad; la cooperación en el trabajo maquiniza la forma de éste y el efecto inmediato es la aparición de “un trabajador colectivo no pagado". Ahí reside la eficiencia capitalista de la máquina, en que además de su condición de instrumento productor de riqueza es una fuerza productiva colectiva no pagada, que favorece la creación de plusvalor.

Marx veía con buenos ojos, como algo natural, esa “máquina humana”, creada por la cooperación, que aparecía ya en los gremios y se expandiría en la manufactura, aunque implicaba la subordinación de los individuos a su orden, aunque invertía la relación de dominación. ¿Por qué? Porque por encima de cualquier residuo humanista liberal Marx veía en la cooperación manufacturera (al igual que la división del trabajo) una forma de revelar el carácter colectivo, inevitablemente colectivo, del trabajo humano. Veía que la disolución de la vida comunitaria en el desarrollo histórico, que había impuesto la individualización y el aislamiento social, procesos terriblemente activados por el capitalismo, de algún modo permanecía, resistía y reaparecía bajo otras formas. Tal vez las huellas hegelianas ocultas en su consciencia le ayudaban a pensar que la escisión y el fraccionamiento son, en la perspectiva dialéctica, el mecanismo de reconstrucción de una unidad más compleja y rica, ya no la del en sí sino la del en sí y para sí, aunque se ocultara a la vista en ese momento del para sí que expresara la división del trabajo y el dominio de la particularidad. En todo caso, Marx supo ver en el trabajo capitalista la tendencia creciente a la socialización, y supo interpretarla como la vía que tiene el hombre para realizar su ser genérico.

Pues bien, a diferencia de la herramienta, que el trabajador anima y transforma en una prolongación de sus órganos, cuya acción depende del virtuosismo del trabajador que la mueve, la máquina es un organismo autónomo, que tiene su propia fuerza y habilidad, tal que sustituye al trabajador como sujeto del proceso. ¿Tiene consciencia la máquina? No propiamente, ni como instrumento ni como sistema, pero pensada como forma de producción, de cooperación, se nos presenta como consciencia virtual, como espíritu objetivado, como dispositivo que ha incorporado a su funcionamiento el saber y la sensibilidad de la subjetividad humana. El sistema-máquina, ese autómata compuesto de órganos mecánicos e intelectuales, aunque no tenga consciencia parece ser la fuente de la misma, su distribuidor, pues hace que “los trabajadores mismos sean determinados como miembros conscientes del mismo” [15]. El sistema exige la combinación de elementos mecánicos y conscientes, físicos y biológicos; exige fuerza y conocimientos. Y, como esa totalidad concreta los necesita, los produce para así continuar su reproducción; y los distribuye, los articula y los jerarquiza siempre con el único fin último de la valorización. Pero, sobre todo, determina la función de cada tipo de elementos y su relación entre ellos y con la totalidad. Es decir, exige obreros conscientes, exige la presencia de conocimiento y voluntad, pero siempre determinados, es decir, subsumidos y subordinados al “bien” del organismo, a su crecimiento, a la valorización del capital. De ahí que Marx insista en la inversión de la determinación entre el trabajador y el instrumento que aparece en la producción tecnológica, pues ya no es el obrero quien ejerce el control del proceso, y aunque en gran medida su función se desplace cada vez más a la vigilancia y el control, incluso estas actividades devienen más y más acciones mecánicas. El trabajador ya no es el sujeto del trabajo, que invierta en el proceso sus fines y su alma

“Sino que la máquina, dueña en lugar del obrero de la habilidad y la fuerza, es ella misma la virtuosa, posee un alma propia presente en las leyes mecánicas que operan en ella, y así como el obrero consume comestibles, ella consume carbón, aceite, etc., (matières instrumentales) con vistas a su automovimiento continuo. La actividad del obrero, reducida a una mera abstracción de la actividad, está determinada y regulada en todos los aspectos por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa” [16].

Recuperando aquella fuerza de denuncia contra la enajenación en el trabajo que ya pusieran en escena en los Manuscritos de 1844, Marx describirá los efectos antropológicos de la máquina de forma vibrante; pero ya no se hace en vocabulario humanista. Describe la situación, insistiendo en que la máquina no es un medio, es un auténtico sujeto; ella es la que tiene habilidad, destreza, virtuosismo; la máquina tiene alma propia, constituida por las leyes mecánicas que actúan en ella y desde ella; la máquina es como un nuevo ser vivo, que “consume carbón, aceite, etc. (matières instrumentales), de igual modo que el trabajador consume alimentos, para mantener su movimiento continuo”. Pero bajo la crítica subyace la fuerza descriptiva del cambio que se está dando en la producción y la voluntad de comprender el mismo al margen de su valoración moral. La máquina sustituye al trabajador, ocupa su lugar, invierte con ella la relación; el trabajador deviene actividad abstracta, autómata, dirigida, controlada y subordinada a la máquina; la máquina pone su propia forma de actuación, mientras que el trabajador sólo hace funcionar la máquina. Se dice esto y mucho más, pero sin añoranza del trabajo artesano, sin nostalgia del pasado.

Al fin, para Marx la subordinación mecánica del trabajador a la máquina, el hecho de que ahora sea su cuerpo una prolongación del instrumento y no éste una prolongación de su cuerpo ya no es lo más inquietante. Lo más negativo de este cambio, y tal vez el centro del debate actual sobre la máquina, es sin duda, la profunda transformación en el proceso de trabajo, que conlleva la pérdida de la consciencia técnica del trabajador, transferida al instrumento. Marx lo expresa refiriéndose al cambio de lugar y de función del saber en el proceso capitalista. Dice que la aparición de la forma-máquina invierte la relación entre la ciencia y el trabajador, entre el saber y el sujeto humano. Porque ahora “la ciencia que mueve los miembros inanimados de la maquinaria” conforme a la lógica de ésta, a su diseño de construcción, para actuar con eficacia y provecho (con la eficacia y el provecho del autómata), no está ni puede estar ya en la consciencia del trabajador; como si el proceso de trabajo necesitara de un sujeto y reconociera que el trabajador ya no es el sujeto apropiado, que esta función ha pasado a la máquina.

“El proceso de producción ha cesado de ser proceso de trabajo en el sentido de ser controlado por el trabajador como unidad dominante. El trabajo se presenta, antes bien, sólo como órgano consciente, disperso bajo la forma de diversos obreros vivos presentes en muchos puntos del sistema mecánico, y subsumido en el proceso total de la maquinaria misma, sólo como un miembro del sistema cuya unidad no existe en los obreros vivos, sino en la maquinaria viva (activa), la cual se presenta frente al obrero, frente a la actividad individual e insignificante de éste, como un poderoso organismo” [17].

Texto brillante y comprometido, en el que destaca, ya sin duda alguna, que la forma-máquina no es simplemente el instrumento-máquina, la forma nueva, desarrollada y compleja del instrumento, sino la forma del sistema-máquina, es decir, la nueva forma del conjunto de la unidad productiva, bien diversificada y estructurada, bien relacionada y jerarquizada la pluralidad de sus elementos, en cuyo seno los individuos tienen asignados lugares y funciones estructuralmente determinados; un sistema en el que el trabajo, cuando actúa de “órgano consciente”, aparece “disperso bajo la forma de diversos obreros vivos presentes en muchos puntos del sistema mecánico”. En definitiva, el trabajo consciente no funciona como lugar de la consciencia del sistema, no actúa como sujeto; al contrario, está disperso por el mismo, en los lugares adecuados de la estructura bio-tecno-mecánica, cumpliendo su función parcial, limitada, al servicio de un organismo cuya alma está en otro lugar. Ese trabajo consciente, en todo caso, es un trabajo subordinado a la programación del conjunto, al sistema-máquina: el trabajo vivo está subordinado al “trabajo objetivado”, pues la máquina, el sistema productivo en general, es sólo eso, trabajo acumulado.

En definitiva, antes el saber llegaba a la máquina-instrumento por mediación del trabajador; ahora llega a éste desde la gran máquina, el sistema autómata que le dicta las operaciones, los movimientos, los gestos, los ritmos… y los pensamientos, cuando su función sea la de pensar. Ahora el poder del saber reside en la máquina, que controla y disciplina al obrero intensa y exhaustivamente. Es “la apropiación del trabajo viviente por el trabajo objetivado”, como dice Marx, quien aprovecha siempre la ocasión para recordarnos que la máquina es capital, y por tanto en su esencia, en su funcionamiento, ajustada a su destino; es capital, sí, y como tal, como capital en cualquiera de sus formas, es trabajo objetivado, acumulado, en definitiva, plusvalor materializado; producto del hombre que domina al hombre.


3.2. (Efectos económicos y sociales). En cuanto a los efectos técnicos, partiremos de la confrontación entre el capital fijo (en esencia trabajo acumulado) y el trabajo vivo. Con ser importantes los anteriores efectos antropológicos, la cuestión teórica más potente que se dirime en torno a la aparición de la gran máquina es la creación del valor. Pero antes de entrar en ello, y antes de plantear directamente el problema de la nueva fuente de valor, conviene decir algunas cosas sobre el mecanismo técnico de subsunción del trabajo vivo en al trabajo acumulado, pues en ese mecanismo se generan las condiciones de posibilidad tanto de la dominación como de la explotación. Para Marx, digámoslo de entrada, en el sistema-máquina el capital fijo se revela como el devorador del trabajo vivo; y digo “devorador” en un doble sentido, tanto porque lo arranca, se lo apropia y se alimenta del mismo, como porque tiende a rechazarlo, a excluirlo del proceso de trabajo, con apariencia de condenarlo a muerte. Y en ese doble gesto del devorador aparece y crece la contradicción, necesita apropiárselo como su alimento de acumulación y necesita expulsarlo para potenciar la valoración.

La cuestión económico social más relevante planteada en el debate sobre el “Fragmento” es la de decidir si es la máquina material, la máquina instrumento, la forma máquina u trabajo colectivo, o la máquina como forma del capital, como capital fijo, en definitiva, como trabajo objetivado, el elemento que se instituye como nueva fuente de valor, usurpando esa función al “trabajo vivo”. A simple vista, es innegable, la máquina aparece como expresión material del ilimitado deseo de valor del capital, revelando así la ilusión del inagotable poder de crear valor por sí mismo; esa ilusoria potencia de autovalorización del capital se apoya en la incuestionable potencia productiva de riqueza de la máquina. La confusión conceptual entre riqueza y valor crea el escenario adecuado para la transubstanciación. Debemos, sin duda, clarificar esta confusión, pero para ello debemos determinar el sentido o concepción de la máquina que entra en juego en esas transferencias, lo cual nos exige previamente describir y valorar la pérdida de relevancia funcional o técnica del trabajo vivo en la producción capitalista.

Marx reconoce esta pérdida de facto de relevancia efectiva del trabajo en el proceso productivo, aunque le siga otorgando una función importante. Lo presenta como “órgano consciente”, sí, pero ya no como creador, ni dirigente, ni siquiera dominante; al contrario, considera que el trabajo vivo está disperso por el sistema y subsumido en el proceso total, en consecuencia, tanto técnica como socialmente dominado por la totalidad maquinizada. Como ya hemos visto, Marx refuerza esta idea afirmando que el “trabajo objetivado” se le presenta al trabajador como lo que es, como capital, como trabajo vivo expropiado y apropiado por el capital [18]. O sea, reconoce que el proceso de trabajo, en el que el trabajo vivo sigue presente y jugando un relevante papel, aunque no ya de sujeto, ha dejado de ser el alma del proceso de producción. Antes de la generalización de la máquina el proceso de trabajo era coextensivo con el proceso de producción, al que prestaba su cuerpo material tanto para producir bienes de vida como valor; y el trabajo vivo, que acompañaba todo el proceso de trabajo, presente en todos su momentos y partes, hacía lo mismo con el proceso de producción. Ahora, bajo la forma-máquina, esa identidad se rompe; aunque el proceso de trabajo sigue siento el cuerpo material del proceso de producción, el trabajo vivo, la fuerza de trabajo, está disperso y subsumido en la máquina, en el instrumento, como puntos conscientes repartidos por el sistema mecánico; parece, pues, limitado al proceso de trabajo, en la producción de objetos, sin que se vea su presencia directa e inmediata en la producción de valor. Marx resalta que estos “trabajadores vivos individuales” no constituyen una unidad propia; la unidad la pone la máquina y los trabajadores están unidos (en cooperación y división del trabajo) por las determinaciones que les impone la máquina a la que están ligados, a la que pertenecen como partes insignificantes de un poderoso organismo que los subsume y subordina. O sea, en la forma máquina el valor parece brotar de la totalidad máquina, que incluye al trabajador, dispersa su fuerza de trabajo en nodos y eslabones determinados del conjunto, pero no ya del plustrabajo, que remitía directa e inmediatamente a la fuerza de trabajo.

Hemos de tener en cuenta que en la teoría marxiana la explotación, -y de eso trata la apropiación del trabajo vivo-, se da sobre una base técnica, objetiva, que la hace posible; y la maquinaria, la forma de producción del sistema-máquina, que se revela como la más apropiada para esa apropiación, ha de suministrar los elementos analíticos para comprender el proceso. A este respecto, y según Marx, la forma-máquina pone en escena una nueva relación entre los dos elementos que intervienen en la producción y que en cierto sentido se disputan el privilegio de ser la fuente del valor; y se lo disputan mediante el enfrentamiento. En la maquinaria automática el “trabajo objetivado” se enfrenta al “trabajo vivo” en el mismo proceso de trabajo; el trabajo vivo sufre ese enfrentamiento, soporta la subsunción en el trabajo objetivado en forma de máquina, resiste la fuerza que lo domina. Es decir, el trabajo objetivado aparece como la fuerza del capital en su acción de apropiación del trabajo vivo. Podemos decir de forma laxa que la máquina se apropia del hombre; o podemos decir, con más rigor, que el capital, en forma de máquina, consume cuerpo humano, trabajo vivo; o, en fin, con conceptos claros, podemos decir que el trabajo objetivado, el trabajo muerto, devora, consume, sorbe trabajo vivo para crecer de la única manera posible, como trabajo objetivado, muerto, acumulado; y eso es el capital en una de sus figuras emblemáticas, la de capital fijo.

Es muy atractivo seguir de cerca la contradicción, la lucha dialéctica entre trabajo acumulado y trabajo vivo, a la vez dos figuras del capital (medios de producción y fuerza de trabajo) y dos figuras del trabajo (trabajo objetivado de ayer y trabajo objetivaste actual); dialéctica, pues, entre capital y trabajo, o entre sus personificaciones, el capitanita y el obrero, pero también dialéctica trágica entre dos formas del trabajo, entre dos momentos de la existencia del obrero, ayer produciendo el capital que hoy le exprime. Si pensamos el proceso de trabajo formalmente, abstraído de su materialidad (producción de valor de uso), se nos presenta como un momento del proceso de valorización del capital; pero al mismo tiempo, y desde el punto de vista material, en ese momento el instrumento de trabajo se convierte en maquinaria y el trabajo vivo en mero “accesorio viviente” de esa maquinaria, simple medio de su acción. Es la máquina la que consume trabajo vivo; no éste el que consume máquina como antes consumía herramientas.

Ciertamente, son reflexiones atractivas las que Marx pone en escena en este capítulo. La contradicción del trabajo lleva, en paralelo, otra del capital; la tragedia del obrero lleva, en paralelo, otra del capitalista. La máquina, objetivamente, acelera el cumplimiento del destino del capital al aumentar la productividad y, con ello, “la negación máxima del trabajo necesario”. Por tanto, la máquina, su aparición, es un momento necesario en la lógica del capital. Pero acelerando su destino acelera su tiempo y le acerca a su fin, pues el valor sale del plustrabajo y éste es desplazado por la máquina a funciones de menor relevancia. A no ser que el capital de ayer, aquél que Marx define como valor que se valoriza, se haya transubstanciado; a no ser que ahora la máquina sea un dispositivo divino que crea valor sin devorar trabajo vivo, a no ser, en fin, que el trabajo muerto vida de sí mismo, de lo muerto. Cosa en realidad extraña.

Quiero resaltar la insistencia de Marx en que la máquina, en su aparición, forma técnica y función productiva, pertenece a la lógica del capital; un día había de aparecer y había de desarrollarse como lo hace. Lo requiere como instrumento la voluntad de acumulación intrínseca al capital, su insaciable sed de plusvalor relativo; y lo requiere como forma técnica la propia forma capital, que cabalga sobre la creciente socialización derivada de la creciente división del trabajo, voluntad de unidad de una realidad necesariamente escindida y fragmentada. Y considero importante resaltar esta idea de que la máquina pertenece a la lógica del capital porque con ello se manifiesta y acentúa la inevitable contradicción entre trabajo objetivado y trabajo vivo:

“En la máquina el trabajo objetivado se contrapone materialmente al trabajo vivo como fuerza que lo domina y como subsunción activa de este bajo sí mismo, no sólo a través de la apropiación del trabajo vivo, sino en el proceso de producción real mismo” [19].

Aquí el capital se encarna en el trabajo objetivado, en la máquina, y aparece como capital fijo; y la relación de apropiación de valor (explotación), simultáneamente a la dominación (en el proceso técnico), se ejerce sobre el trabajo vivo. La máquina como trabajo objetivado se contrapone al trabajo vivo, a la fuerza de trabajo, de dos maneras: por un lado, la domina, la subordina, la somete a su ley, a su ritmo, a su forma, y por otro lo subsume, hace que ese trabajo vivo funcione como el trabajo muerto, objetivado en la máquina, o sea, que funcione materialmente como capital fijo. Esa es la “subsunción activa” total, en que no sólo el valor de uso del capital fijo se manifiesta como capacidad de apropiación del valor de uso de la fuerza de trabajo, sino que, además, aparece como presupuesto y condición de posibilidad de la propia producción de valor, tal que la “fuerza valorizadora” de la capacidad de trabajo se debilita, se desvanece, tiende a ser invisible, al tiempo que crece y se agiganta la capacidad -o, al menos, la imagen- valorizadora de la máquina. De ahí que Marx llegue a decir que

“en el capital fijo que existe como maquinaria, la relación del capital como el valor que se apropia de la actividad valorizadora está puesta a la vez como la relación del valor de uso del capital con el valor de uso de la capacidad laboral; el valor objetivado en la maquinaria se presenta además como supuesto frente al cual la fuerza valorizadora de la capacidad laboral individual desaparece como algo infinitamente pequeño” [20].

Con indudable finura analítica nos desvela el doble vínculo entre vínculo el trabajo objetivado, figura del capital, y la fuerza de trabajo: por un lado, la relación de capital, de apropiación del valor, en que el capital se apropia de la actividad valorizadora de la fuerza de trabajo; por otro, la relación de valor, entre el valor de uso del capital fijo y el valor de uso de la capacidad laboral. Doble relación en la que, enfrentados el capital fijo y el trabajo vivo éste aparece tan poderoso como valor objetivado y como valor de uso en la producción que “la fuerza valorizadora de la capacidad laboral individual desaparece como algo infinitamente pequeño”. Todo favorece el espejismo de que sustancialmente el proceso de producción y valorización es obra de un mismo sujeto, el capital.

Y así vamos entrando en el problema. Fijémonos en la última referencia, ésta que señala que “la fuerza valorizadora de la capacidad laboral individual desaparece como algo infinitamente pequeño”. En la nueva base material, del capitalismo desarrollado, del capitalismo tecnológico, la producción de valor de uso, de riqueza social, del obrero individual deviene insignificante frente a la potencia productiva de la máquina, y la producción de valor de esa fuerza de trabajo deviene insignificante frente “al valor objetivado en la maquinaria”. Así aparece, así se ve en el fenómeno, y así es en la realidad. Pero en esa descripción en ningún momento dice Marx que la máquina crea valor, y mucho menos que el trabajador ya no crea plusvalor; otra cosa es que la apariencia fenoménica induzca a pensarlo, se deje pensar así. La falacia está en el salto, en la interpretación de lo que se ve, de lo que es en el fenómeno, como expresión transparente de la esencia. Pues es una realidad que la producción material de la fuerza de trabajo resulta insignificante ante la productividad que introduce la máquina; y es una realidad que el plusvalor del obrero individual es insignificante con el enorme valor acumulado en la figura de capital fijo en el momento de la gran máquina. Y es comprensible que, siendo así, el trabajador individual pierda relevancia relativa, tienda a “desaparecer” de la escena, a “invisibilizarse”, a devenir un actor secundario, tanto en su función de productor de valores de uso como en su función de valorización de capital. El fenómeno, que es nuestra única vía segura de acceso al ser de la realidad, es también obstáculo para el acceso a la misma, no nos deja ver el otro lado del espejo, nos empuja a tomar por realidad absoluta la fenoménica.

Marx no ahorra efectos literarios para resaltar esa realidad vivida, como nos muestra en la siguiente descripción, en la que la pone como efecto de la producción en masa la pérdida del vínculo entre el valor de uso y las necesidades del productor:

“con la producción en masas enormes, que es puesta con la maquinaria, desaparece también en el producto toda relación con la necesidad inmediata del productor y, en consecuencia, con el valor de uso inmediato; en la forma en que el producto es producido, y en las proporciones que es producido, está ya puesto el que sea producido exclusivamente como portador de valor y el que su valor de uso sea exclusivamente una condición” [21].

Pero su descripción apunta a ver más allá del fenómeno, pues pone a éste como expresión de un orden racional que le transciende y le justifica. Cosa que vemos, por ejemplo, cuando pone el vínculo necesario entre la producción en masa propiciada por la máquina y la pérdida de relevancia del vínculo entre el valor de uso del producto y las necesidades vitales y sociales del trabajador. Y esa disolución del vínculo con las necesidades sociales expresa, precisamente, que el capitalismo deviene cada vez más un proceso ensimismado, que subordina con creciente exigencia la producción a la valorización. Siempre necesitará de la mercancía para alimentar su valorización, y por tanto del valor de uso del producto; pero esa utilidad se aleja de las necesidades del trabajador, de las necesidades sociales, como se nos presenta hoye en el consumo superfluo. Al capital le interesa el producto como portador de valor, y desplazará la producción para maximizar esta func ión del mismo, al margen de su utilidad social.

El capital va cumpliendo así su destino, metamorfoseándose para mejor cumplirlo. Y dentro de esa lógica aparece inevitablemente la inversión de dominación en la relación entre trabajo objetivado y trabajo vivo: no sólo aquél se apropia de éste (relación de valor), sino que en el mismo proceso subordina a éste (relación técnica) y al menos en apariencia lo sustituye. El trabajo objetivado ya no se presenta simplemente bajo la forma de producto o de medio de producción, sino bajo la forma de “fuerza productiva” que, con su potencia, amenaza con ser única. Y todo ello en un proceso constante, inmanente, nada arbitrario, en el que el capital manifiesta su ser.


J.M.Bermudo (2014)




[1] K. Marx, Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse), 1857-1858, 3 vol. México, Siglo XXI, 2007. Vol. II, 216-221.

[2] G. II, 195 ss.

[3] Ibid., 200 ss.

[4] Ibid., 216 ss

[5] Ibid., 225.

[6] Ver al respecto sus primeros escritos periodísticos de la Gaceta Renana.

[7] G. II, 217.

[8] Ibid., 217.

[9] Ibid., 218.

[10] Karl Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse). 2 vols. Barcelona, Crítica (Grijalbo), 1978, 81 (Traducción de J. Pérez Royo, de la edición de las OME 21/ Obras de Marx y Engels, dirigida por M. Sacristán). Añadiré, no obstante, la página de la edición de P. Scaron citada (K. Marx, Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse), 1857-1858, 3 vol. México, Siglo XXI, 2007. Vol II, 216-221). Lo hago así porque ésta es la edición que habitualmente usamos en estas lecturas, y que a su vez recoge la paginación de la edición alemana Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie, 1857-1858. Dietz Verlag, Berlín, 1953).

[11] Ibid., 81/218.

[12] Ibid., 81/218.

[13] Ibid., 81/218.

[14] No podemos entrar en esta cuestión, pero sí recordar que la defensa del hombre en Marx no se hace ya en claves humanistas. Es decir, la idea del hombre dueño de la naturaleza, que usa libremente los medios a su alcance para dominarla, Marx la ha abandonado; no le preocupa la pérdida de este hombre, porque ya en su juventud apuntaba que esa imagen del hombre es una enajenación de su ser genérico (el humanismo es inhumano, podríamos resumir). En cambio, en Marx está presenta la crítica al capitalismo en cuanto no crea, sino niega, las condiciones de posibilidad de realizar su ser genérico, comunitario. Por tanto, no lamenta la inversión funcional (hombre al servicio de la máquina); lamenta en cambio que, en esta nueva determinación, el hombre se aleje aún más de esas condiciones comunitarias que le permitirían una vida realmente humana.

[15] G. II, 81/218.

[16] Ibid., 81/218.

[17] Ibid., 82/219.

[18] Ibid., 82/219.

[19] Ibid., 82/220.

[20] Ibid., 82/220.

[21] Ibid., 83/220.