I. INTRODUCCION
PANORAMA DE LOS ESTUDIOS UTILITARISTAS
“como quiera que sea, nosotros no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado posible la ciudad toda.” (Platón, República).
1. La razón de los prejuicios.
En 1957 decía J.O. Urmson: "Sostengo sin duda alguna que las interpretaciones del Utilitarismo de Mill son tan desaprensivas y van tan erradas que la mayoría de las críticas basadas en ellas carecen de valor y de razón" [1]. Reflexionaba sobre el hecho de que algunos filósofos sean estudiados "con la más paciente y acendrada erudición", mientras que las ideas de otros "son tomadas tan a la ligera y parodiadas tan burda y pertinazmente por parte de críticos y comentaristas que es difícil creer que alguna vez hayan sido leídos en serio, con interés y penetración, e incluso que realmente hayan sido leídos". Y consideraba que entre los más agraviados se contaba J. St. Mill [2]. Una obra como Utilitarismo -sigue diciendo Urmson-, que suele ser texto de lectura obligatoria en las Universidades anglosajonas, sigue siendo sistemáticamente falseado, sustituido por un "doble" sobre el que descargar fácilmente la crítica. Y si tal cosa sucedía en esas fechas con Mill, el utilitarista más tolerado por la crítica filosófica, lo mismo podría decirse respecto a Bentham, en cuyo caso la ignorancia de los textos ha sido tan manifiesta como el desenfado en la deformación y sustitución de sus ideas [3].
Dos décadas más tardes, en 1973, Bernard Williams acababa con estas palabras una crítica profunda y sin concesiones al utilitarismo: "No puede estar muy lejano el día en que no se sienta hablar del mismo" [4]. Así manifestaba una situación y una esperanza: la intensa presencia de la doctrina y el deseo de su silenciamiento.
Aunque ambas posiciones, de Urmson y Williams, parezcan divergentes, en el fondo son conciliables y, unidas, reflejan bien, si no el status del utilitarismo, sí la conciencia ante el mismo en el tercer cuarto del siglo. En conjunto ponen de relieve que no es incompatible la presencia viva y central de la doctrina en el debate ético contemporáneo con las deficiencias exegéticas y la falta de rigor analítico; pero la dramatización de las posiciones contribuye a la confusión hermenéutica. En consecuencia, y a fin de situar nuestra investigación, esbozaremos el actual panorama del utilitarismo con dos reflexiones: una referente a los "prejuicios" que perviven en el análisis y valoración de los textos utilitaristas; y otra relativa a la actualidad de la doctrina y las líneas principales de debate.
Si Urmson tenía razón en sus días, tal deficiencia ha sido en gran parte corregida. Los errores hermenéuticos, si los hay, no obedecen a la ignorancia de los textos, sino a otras razones. Dada la intensa producción filosófica sobre el tema en las últimas décadas [5], hemos de pensar que no estamos ante problemas teóricos genuinos, sino ante problemas teóricos envueltos y obstaculizados por prejuicios. Desde sus orígenes, y de forma reiterada, el utilitarismo ha sido interpretado y valorado desde el prejuicio. Se ha afirmado tan insistentemente que (a) no es sensible a los derechos del hombre, permitiendo incluso el castigo del inocente; (b) no es sensible a la libertad del individuo, imponiendo el interés de la totalidad social y negando la iniciativa privada mediante una política redistributiva igualitarista; (c) no es sensible a los valores intelectuales y culturales, al reducir el "summum bono" a mero placer sensual; (d) no es sensible a las reglas morales, subordinándolas a una racionalidad diseñada desde la satisfacción del interés egoísta...; se han afirmado tan insistentemente éstas y otras muchas cosas que se ha dificultado durante siglos un análisis imparcial de la teoría y, sobre todo, una actitud favorable para el desarrollo de la misma. Objeto de un constante debate ideológico, se ha forzado a tomar posición a favor o en contra, impidiendo la serenidad necesaria para adoptar una actitud, si no benevolente, como sería preferible, al menos de ecuanimidad crítica y positiva ante la misma.
Somos conscientes de que nada se puede hacer contra estos prejuicios, excepto recomendar con la misma insistencia la lectura sosegada de los textos y esperar con la misma constancia que le llegue su hora a la razón. Por tanto, eludiremos en lo posible entrar en la crítica a los mismos. Intentaremos, en cambio, afrontar las críticas filosóficas de fondo, las que cuestionan legítimamente la consistencia o la eficacia de la teoría. Nos limitaremos a ellas en lo posible, si bien somos conscientes de que mantienen con las críticas provenientes de los prejuicios una relación de feed-back difícil de romper.
Nuestra primera reflexión se centra en el hecho de que se hayan infravalorado las muchas aportaciones éticas y políticas progresivas del Utilitarismo y, en cambio, se hayan resaltado y sobredimensionado sus carencias de forma tan pertinaz que nos hace sospechar que no están alimentadas únicamente por limitaciones hermenéuticas, sino también por la larga militancia antiutilitarista en la que, desde sus orígenes, y de forma paradójica, parece montada la conciencia burguesa. De no ser así, podrían haberse resaltado las deficiencias "morales" del utilitarismo respecto al canon vigente de moralidad, pero simultáneamente se habrían valorado de forma muy positiva todas aquellas ideas y proyectos coincidentes con la misma. El Panoptikon [6] de Bentham no es sólo una propuesta de reforma carcelaria, sino una concreción de un complejo programa de reforma de las costumbres. Como ha señalado Colomer, Bentham llega a sugerir la extensión de "algunas soluciones técnicas del proyecto a hospitales, fábricas y escuelas" [7]. Interpretarlo en claves foucaultianas, a pesar de su atractivo literario, y a pesar de apoyarse legítimamente en algunos efectos objetivos que se derivan del mismo, implica encubrir la conciencia con que el utilitarismo asumía aquél proyecto, su espíritu y, como ha indicado Janet Semple [8], también implica ignorar el contexto histórico-social del castigo y los efectos progresivos de las propuestas benthamianas.
El Essay on representation [9] de 1778 le llevó a ser reconocido por la Asamblea Nacional de Francia como "ciudadano de honor", por su defensa del sufragio universal [10]. Su Constitutional Code (1822) ofrece una propuesta de reforma radical necesaria para la instauración de una "democracia pura representativa" [11]. Bentham defendió la renovación anual del Parlamento, el voto secreto y toda una serie de medidas que evitasen la perversión de los gobernantes, corrigiesen sus abusos y protegiesen al ciudadano. Todas estas medidas implican valores morales plenamente coincidentes con la "moral común", difícilmente conciliables con los supuestos de las críticas señaladas respecto a la falta de sensibilidad del utilitarismo benthamiano en cuestiones de derechos individuales, protección del inocente, etc. Estas propuestas de reforma, que al menos deberían servir para compensar ciertas formulaciones tal vez ligeras y conseguir un juicio global equilibrado, o bien son silenciadas o, en casos recalcitrantes e incorregibles, usadas tendenciosamente para decir lo contrario. Así, estas medidas de reforma, que parecen absolutamente racionales y coherentes con una concepción de la naturaleza humana desde el egoísmo psicológico, le han procurado críticas tan incomprensibles como las de Hart, que lo acusa de considerar a los gobernantes como sospechosos, como grupo de delincuentes en potencia [12].
En el mejor de los casos, parece como si todas estas aportaciones a la defensa y protección de los débiles y de sus derechos frente al infortunio, frente a los otros o frente al Gobierno fueran insignificantes o absolutamente ajenas a la teoría; como si ésta fuera meramente una teoría del placer; más aún, una apología del placer meramente sensual. En su History of Economic Analysis [13], J.A. Schumpeter aún afirma que el placer en la teoría utilitarista es considerado en su forma grosera de "eating beefsteaks" [14]. Carlyle caracterizaba el utilitarismo como una "pig philosophy". En general, la filosofía utilitarista era calificada de "epicúrea", en su sentido -académicamente poco riguroso- de apología de los "placeres de la carne". Aunque, como bien dice H. Hazlitt [15], nadie que haya leído a Bentham, sobre quien recaen las acusaciones más ácidas, puede encontrar una sola excusa para hacerlo.
Hazlitt supone, con razón, que ni la mala fe ni la ignorancia son excusas en la crítica filosófica. La lectura de los textos cura de la primera. Efectivamente, hay dos argumentos que nos parecen definitivos al respecto. El primero de ellos es que, en su elaborada enumeración y clasificación de los placeres, Bentham incluye ciertamente los placeres de los sentidos, y los derivados de la conquista y disfrute de las riquezas y del poder; pero también figuran entre los mismos otros placeres tan poco groseros y tan razonables como los derivados de la salud, del ejercicio de la memoria y la imaginación, los de la amistad, el buen nombre, la piedad, la benevolencia y la buena voluntad.
Recordemos que cuando Bentham se plantea el problema de comparar, medir y evaluar los placeres, señala nada menos que siete circunstancias a tener en cuenta: su intensidad, su duración, el grado de certeza, su proximidad, su fecundidad (o capacidad para hacerse seguir de sensaciones del mismo tipo), su pureza (o capacidad para no ser seguido de sensaciones opuestas) y su extensión (o número de personas a las que afecta) [16]. Esas "circunstancias" ponen de relieve la distinción benthamiana de la "cualidad" en el placer. No le preocupa sólo la "intensidad". En su cálculo hedonista se intenta valorar la "cualidad", que se introduce a través de la duración, la pureza, la fecundidad. Su filosofía no es una apología de la "autoindulgencia": al contrario, es una llamada al hedonismo disciplinado y racional. En Bentham se encuentra constantemente la llamada a no sacrificar el futuro al presente: todo su cálculo, al margen de sus debilidades y extravagancias, expresa una preocupación constante por conseguir que el hombre se autodeternine, autoadministre sus posibilidades de felicidad. En Bentham hay un constante reconocimiento de la heterogeneidad de las personas [17]. La idea de que el utilitarismo menosprecia la libertad y la diferencia, y postula la uniformización, no es seria, aunque autores tan prestigiosos como D. Long [18] o L.J. Hume [19] la mantengan especialmente a la luz de nuevos escritos benthamianos [20].
Parece obvio que el criterio de utilidad no permite un cálculo certero; pero también debería parecer obvio que es "menos malo que todos los demás"; y, sobre todo, que "la fuerza de la hipótesis utilitarista deberá estimarse, pues, por la fecundidad en inferencias lógicas que demuestre y por las respuestas que a partir de ella sea capaz de dar a las concretas cuestiones prácticas y sociales que ya históricamente suscitaron su formulación" [21]. En definitiva, que el utilitarismo debe ser evaluado esencialmente desde su pretensión originaria: la de ser una guía para evaluar las políticas públicas no por su fidelidad a unos principios generales sino por las consecuencias obtenidas; y, además, que a la hora de su estimación se ha de tener en cuenta la existencia o no de propuestas alternativas más coherentes, potentes y eficaces.
El segundo argumento se basa en el olvido de la "obra" de Bentham, sustituida por un sólo texto. Las críticas a Bentham se centran en sus tesis de la Introducción a los Principios de Moral y Legislación. Aunque sea su texto más importante desde el punto de vista histórico-filosófico, es lamentable que se ignoren sus otros escritos, imprescindibles para comprender el sentido del mismo, su "evolución", su posición madura a la luz de las matizaciones que fue introduciendo en su teoría. Sin entrar en los múltiples problemas que una hermenéutica histórica plantea, debemos señalar que autores de prestigio, como D. Lyons [22], han señalado la existencia en Bentham de una importante evolución que aparecería clara en su Deontology (1834). Dicha evolución, que afectaría profundamente a su idea de felicidad, se concretaría -por lo que interesa a nuestro objetivo- en un progresivo abandono de la búsqueda de una aritmética moral, que "suponía la posibilidad de medición y comparación de los placeres y dolores de las distintas personas" [23]. Con ello quedarían en suspenso algunos de los "escandalosos" efectos del Utilitarismo, como la opresión de las minorías, el castigo del inocente.
Sin entrar en el análisis de esta evolución, decimos, es obvio que el juicio histórico sobre el Utilitarismo, para poderse mantener con dignidad y credibilidad, debería entrar en la valoración de estos textos. Porque resulta paradójico que no se intente revisar la teoría a la luz de las reivindicaciones prácticas que sus principales teóricos defendían: no sólo la democracia y la justicia, sino la defensa de todos los grupos minoritarios (y no tan minoritarios), como mujeres, disidentes religiosos, indigentes, esclavos, pueblos colonizados, homosexuales, etc.
Colomer ha caracterizado esta evolución benthamiana como el abandono de una "teoría moral sustantiva sobre el bien y el mal que pudieran administrar los gobernantes" para instalarse en una mera "teoría axiológica que afirma la bondad de la búsqueda de la felicidad y de la máxima realización de los deseos y preferencias de los individuos, por lo que sólo puede aplicarse en un régimen democrático" [24]. Tener presente la evolución del pensamiento de Bentham, o del utilitarismo en general, es metodológicamente correcto, en cuanto que supone un conocimiento más completo y un juicio más global de la teoría. Pero debe evitarse el riesgo de convertir la "evolución" en principio hermenéutico, en lugar de mantenerla en su status de "hecho" a describir y explicar.
Tal evolución parece a primera vista coherente con, y avalada por, su desplazamiento desde posiciones de despotismo ilustrado, en que el gobernante debía realizar el cálculo de la felicidad legitimador de sus políticas, a posiciones democráticas, en las que el cálculo es sustituido por la mera agregación de preferencias individuales mediante las técnicas del voto o sucedáneos. Este desplazamiento en sus posiciones políticas se dio, en efecto; pero en unos margenes que deben ser acotados. Pues Bentham siempre fue escéptico respecto a la "armonía natural de intereses". Se inclinaba siempre por la intervención ilustrada, más que por la mera gestión de los deseos. Lo que ocurre es que, a la hora de elegir entre dos males, entre dos perversiones (la perversión que en el interés general introduce el voto como expresión del interés particular y la perversión introducida al sustituir el interés general por el interés de una minoría de gobernantes corruptos), optó por la menor, como era de esperar de su fidelidad al Principio utilitarista. Fueron las carencias históricas y concretas del Parlamento las que le llevaron a confiar, tal vez a su pesar, en el voto. De este modo aplicaba su teoría a una situación concreta; pero sin elevar a paradigma dicha aplicación. Bentham era demasiado ilustrado para confiar en la armonía y bondad de las preferencias.
2. El debate contemporáneo.
Se equivocó B. Williams. Desde 1973, fecha en que escribiera estas palabras [25], el utilitarismo no sólo no se ha olvidado, sino que se ha revitalizado. La crisis de la filosofía analítica, de las pasiones metaéticas, que dominaron el tercer cuarto del siglo, ha reabierto el gusto por las éticas normativas. Y el utilitarismo, aunque renovado y en pleno proceso de un fuerte debate interno, ha buscado un lugar y una expresión apropiada para los nuevos tiempos.
El renacer del utilitarismo contemporáneo va ligado a la obra de Smart, al comienzo de los sesenta [26]. Su éxito, como diría Maquiavelo, se debió en partes iguales a su virtù y a su fortuna. La primera, porque Smart supo retomar los argumentos clásicos del utilitarismos y tratarlos con el nuevo aparato de análisis, proporcionado por la metaética, la teoría de los juegos, de la elección racional, etc.; la segunda, porque apareció precisamente en los momentos en que la hegemonía de la pasión metaética, la crisis del análisis del lenguaje moral, en suma, el agotamiento del emotivismo, generaba nuevas posibilidades a las éticas sustantivas, normativas, realmente prácticas.
Durante medio siglo dominó la actitud definida en 1903 por G.E. Moore en su Principia Ethica: la tarea del filósofos moral, según él, debería de ser esencialmente la del análisis y presentación neutral de los términos de las teorías éticas, como "bueno", "deber", "justo", etc. Este análisis de los términos es considerado paso obligado para proceder a la justificación de los juicios éticos. Sólo si sabemos qué decimos cuando hacemos un juicio moral y qué significa tomar una decisión en asuntos éticos, podemos legítimamente pronunciarnos sobre los juicios morales y apoyarlos en razones pertinentes.
Aunque Moore ofreció en el último capítulo de su libro una ética normativa, este capítulo sería pronto olvidado. La metaética se situaría en posiciones mucho más radicales que las de Moore, de la mano de A.J. Ayer y C.L. Stevenson [27]. Ayer, con su talante militante neopositivista y antimetafísico será el teórico del emotivismo radical [28]. Su tesis central es que las expresiones morales, como todas las metafísicas, no tienen significado, expresando simplemente las emociones del hablante. Por su parte, Stevenson defiende un emotivismo moderado [29], más descriptivista, y propone a la Ética una tarea meramente clarificadora de los significados neutrales de los conceptos y juicios tal como son usados, distinguiendo lo que hay en ellos de descripción, emotividad, persuasión, etc.
Pero la figura más importante de la ética analítica de la postguerra es Richard Mervyn Hare. Su inspirado El lenguaje de la moral [30], y su profundo Libertad y razón [31], estuvieron en el centro de la reflexión ética de las últimas décadas. Para Hare la tarea del filósofo moral está limitada al conocimiento preciso de las reglas lógicas que presiden el uso de los predicados éticos. El analista acaba su papel donde el moralista comienza [32]. De este modo, la ética renuncia a toda normatividad: su terreno es el lenguaje.
El auge de la metaética [33] implicaba, lógicamente, el debilitamiento de las éticas normativas. En particular, dado que el análisis ético arraigó de forma especial en el mundo anglosajón, el utilitarismo sería la ética normativa más afectada, por ser ella misma una ética genuina de este ámbito geopolítico. Pero, como decimos, esta caída del utilitarismo no se debió a su postergación en favor de otra ética normativa, sino al rechazo de todo normativismo implicado en las posiciones emotivistas y metaéticas de la analítica del lenguaje moral. El relativismo, el escepticismo y el liberalismo eran contenidos filosóficos frecuentemente implicados en estas posiciones, útiles en la preocupación por rechazar toda moral absoluta, única, "totalitaria", y por presentarse como una defensa de la conciencia moral individual frente a toda coacción. El periodo de entreguerras, y el de la segunda postguerra, fue especialmente sensible a todo totalitarismo, incluso en el terreno de la moral.
Ahora bien, parece como si el utilitarismo renaciera periódicamente, tomando fuerza en momentos concretos. Gozó de una fecunda etapa clásica con Bentham [34] y Mill [35], con formulación naturalista. Tuvo una reactivación o refundación intuicionista con H. Sidgwick [36] y G.E. Moore [37]. Esta refundación no sólo aspiraba a evitar los graves problemas derivados de la "falacia naturalista", sino a conciliar sus tesis con la preferencia por los placeres superiores, relacionados con la estética y con la amistad, que el utilitarismo clásico había igualado a los demás.
Tras la etapa emotivista, relativista y subjetivista, en la que cada sistema ético valía como los demás siempre que cumpliera las reglas lógicas el lenguaje moral, en la que no tenía sentido pretender un sistema ético, sino que la moral se adecuaba al gusto de cada uno, el utilitarismo volverá a resurgir con la propuesta de Smart, gozando de una amplia aceptación a partir de los años setenta [38]. Smart, como hemos dicho, no volvió al utilitarismo clásico o al intuicionista, sino que aceptó los efectos de la analítica del lenguaje moral. Por ejemplo, no defenderá que el utilitarismo sea el único sistema legítimo de ética normativa; simplemente defiende que, entre todos los posibles, de acuerdo con la metaética al uso, el utilitarismo le parece el más satisfactorio.
De todas formas, Smart propone una vuelta al normativismo. La tarea del filósofo ético, para él, no puede quedarse en el análisis lógico; debe responder directamente a las preguntas sobre el bien, sobre el deber, sobre lo justo. Esta vuelta al normativismo no favorecerá únicamente al utilitarismo; pero, por las razonas antes aludidas, en el ámbito anglosajón será la doctrina ética con más desarrollo en los años setenta.
El "giro al normativismo" de los 70 es un hecho. El propio Hare, en Moral Thinking, lo ha reconocido y a su manera lamentado. Le parece a Hare que el proceso en el que se da este nuevo giro normativista de la Ética tiene dos aspectos. Por un lado, y es lo que ve de positivo, una recuperación de los temas sustantivos y prácticos de la ética, olvidados o relegados por el análisis; del otro, y es lo que más lamenta, el silencio, el olvido y aún el menosprecio respecto a las viejas cuestiones metaéticas respecto al significado de los términos morales, sin dedicarles una sola palabra aunque sólo fuera para demostrar que no son importantes [39]. Creemos que Hare acierta en el diagnóstico; y compartimos su melancolía, pero no su sorpresa: la filosofía siempre se empeña en volver al principio, renunciando a cualquier pretensión de convertir el suyo en un conocimiento acumulativo, a aprender de los errores de la historia. Es justo llamar la atención respecto a que el emotivismo y la metaética fueran reacciones justificadas, que constituyeron un progreso, que activaron la reflexión ética; es justo advertir que olvidar esa experiencia nos llevará a repetir la historia, a reiniciar un discurso ingenuo. Pero, como decimos, las cosas no parecen tener este rumbo [40].
La propuesta de Smart es inimaginable sin Moore, sin Ayer, sin Stevenson, sin Urmson [41] y sin Hare. Su propuesta de un utilitarismo no naturalista y no ognitivista sólo podía salir de un diálogo fecundo con esa tradición analítica. Smart admite, de acuerdo con esta tradición, el fracaso histórico y la imposibilidad lógica de una fundamentación naturalista, positivista, del utilitarismo; y admite, igualmente, la inaceptabilidad de un fundamento intuicionista. Por tanto, su apuesta por el utilitarismo, por un "utilitarismo del acto no cognitivista" no puede tener una fundamentación racional, sino exclusivamente práctica: es una toma de posición razonable, "una recomendación", que simplemente expresa la adhesión al principio de la "benevolencia generalizada" [42]. Se trata, pues, de un utilitarismo que presupone la autonomía de la ética, su diferencia con la ciencia, de tal modo que no necesita ni una fundamenta natural ni intuitiva; un utilitarismo, por tanto, liberado de residuos dogmáticos de implicaciones liberales o paternalistas, en suma, liberado de aquel supuesto "ilustrado" de la teoría clásica, según el cual las prescripciones utilitarias, en la medida en que se trataba de una ética científica, bien fundada, debían obedecerse y podían instaurarse al ,argen de las decisiones o elecciones, de las preferencias personales, de los individuos.
Una propuesta teórica de estas características, sin dejar de ser susceptible de críticas diversas, tiene la virtud de ser una propuesta abierta y actual: por eso ha sido tan fecunda. Ha sabido unir la propuesta más radical de reformulación teórica del utilitarismo con la más firme defensa de la razonabilidad del mismo frente a otras éticas. Ha abierto así una nueva etapa que, como decíamos, convirtió en fallido el vaticinio de Williams. Las dos últimas décadas, en crisis definitiva el emotivismo, el debate no se ha montado sobre el evolucionismo ético, o el relativismo, o el nihilismo, o las éticas existencialistas, o las éticas teológicas; el debate se ha centrado sobre el utilitarismo. A veces con posiciones negativas, sin más objetivo que negarlo; otras, con posiciones críticas razonables, señalando sus límites y aspirando a una ética adecuada a la actual vida de los hombres. La ola antiutilitarista ha sido -y sigue siendo- extensa e intensa; pero ello tal vez sea lo que mejor expresa la consolidación del utilitarismo como la ética normativa con más peso teórico, frente a la cual la filosofía moral ha de ajustar cuentas.
El debate ha sido doble: de reformulación interna y de autodefensa. Y, aunque diferenciables en el análisis, ambos procesos se han dado de forma combinada e indisociable. Entre las diversas propuestas antiutilitaristas merecen destacarse, por el impacto que han producido en el pensamiento político y moral contemporáneo, las de J. Rawls [43], R. Nozick [44], R. Dworkin [45], todas ellas muy conocidas en nuestro país, por estar sus obras traducidas y sus ideas ampliamente difundidas. Pero hay otras propuestas, como las de T. Nagel [46], S. Hampsphire [47] y N. Rescher [48], entre otros autores, que a pesar de su hasta ahora menor fortuna en su difusión [49] merecen la mayor atención por su calidad teórica.
Considerándolas en conjunto, podemos decir que en todas ellas aparece una cierta tendencia "neo-intuicionista" o "cripto-intuicionista". Rechazan el utilitarismo por consecuencialista y por poner la felicidad, o la satisfacción del deseo, o las preferencias como criterio; y consideran que hay otros requisitos que una teoría ética no puede dejar de cumplir, como el de garantizar la equidad, los derechos adquiridos, los derechos de las personas, las motivaciones altruistas... Rawls ha sido, tal vez, el mejor defensor de una ética de la equidad en los últimos años [50]. Aunque, en rigor, la equidad era un tema preferido del utilitarismo clásico [51], como el altruismo o la benevolencia.
De todas formas, la crítica más dura al utilitarismo es, como ya hemos anunciado, la de Williams [52], que ha insistido en las limitaciones del utilitarismo ante la conciencia humana. El utilitarismo, según él, supone una concepción estrecha y podre del hombre [53]. Esta ha sido la crítica más frecuente en los últimos años: el utilitarismo vería al hombre como un sujeto sin identidad, sin estructura de preferencias sólidas y continuas, sin proyecto, sin creencias y valores; es decir, un hombre que se mueve por reacciones instantáneas, guiadas por la promesa de placer, sin raíces, sin personalidad. En muchos momentos nos da la impresión de que Williams critica al "hombre" del preferentismo más que al del utilitarismo; pero este anacronismo es comprensible por la confusión contemporánea entre ambos.
En general, un rasgo del utilitarismo contemporáneo es el de su apertura a las críticas; es decir, el de su aptitud antidogmática más predispuesta a reformular la teoría y matizar los principios para cumplir las exigencias de la lógica y la metodología, para abrirse a lo razonable, que en el fondo fue su pretensión original. Además de Smart y de Hare [54], otros autores han reformulado la doctrina, conscientes de que no basta con refugiarse en el criterio de la mayor felicidad para el mayor número. Tal fórmula parece actualmente insuficiente, dados los problemas (de cuantificación, de fijación del contenido de la felicidad, de su moralidad, de la simetría placer-dolor, etc.) que plantea. Se ha buscado en los deseos racionales, las preferencias informadas, los intereses a largo término, unos sustitutos a la "felicidad" más idóneos para la racionalización de la teoría.
En los 70 destaca, en esta perspectiva, el trabajo de John Harsanyi, con un "neo-utilitarismo" fuertemente inspirado en problemas, conceptos y modelos de la ciencia económica, en especial de la teoría de la decisión racional y la teoría de juegos. Los trabajos de Harsanyi [55] ofrecen una versión desarrollada y renovada del neointuicionismo [56]. Harsanyi relaciona la moralidad con las preferencias, no con la felicidad; pero sólo con ciertas preferencias. Para determinar cuáles son éstas, recurre a lo que llama "modelo de equiprobabilidad". Dicho modelo, como reconoce el mismo Harsanyi, es una reformulación de la tesis clásica de Adam Smith, por la cual el juicio moral requiere el punto de vista de un "espectador imparcial y simpatético". Esta tesis, en sustancia, también la recoge Rawls con su teoría de la "posición originaria" y el "velo de la ignorancia". Por tanto, lo esencial respecto al criterio clásico es que, primero, son las preferencias individualmente manifestadas, y no la felicidad resultante de la acción, lo que se tiene en cuenta en el cálculo; y, segundo, han de ser tenidas en cuenta sólo las preferencias cualificadas, las únicas relevantes para la maximización.
Otra revisión del utilitarismo es la de Hare, en este caso en línea no cognitivista [57], quien en la etapa más reciente se ha esforzado en poner el utilitarismo como conclusión lógica e histórica de su análisis del funcionamiento lógico de los conceptos éticos, que iniciara en sus primeras obras. Para ello ha tenido que evolucionar mucho su posición desde Freedom and Reason (1963), donde no veía ninguna posibilidad para decidir entre diversas teorías éticas formalmente legítimas, renunciando consecuentemente a toda toma de posición ética sustantiva y reduciendo la labor del filósofo de la moral a la mera analítica del lenguaje. En Moral Thinkings, en cambio, considera que el utilitarismo es la teoría normativa que constituye la aplicación consecuente de la prescriptividad y la universalidad que, como es sabido, son para Hare los requisitos lógicos esenciales del uso moral del lenguaje. Por tanto, defiende que su teoría sobre el significado de los términos morales puede ser el fundamento de una teoría del razonamiento moral normativo: y esa teoría normativa es el utilitarismo, aunque sea un utilitarismo renovado.
En esta tarea de ofrecer un utilitarismo con rostro más humano, más coincidente con la conciencia moral común, Hare llega a señalar analogías estructurales entre la ética kantiana y el utilitarismo; su propuesta, pues, de hecho parece acortar distancias entre utilitarismo e intuicionismo. Hare distinguirá al afecto entre un nivel de pensamiento intuitivo en moral, que coincide con las decisiones y evaluaciones usuales en ética; y otro nivel de pensamiento crítico, que es donde entra en juego la teoría utilitaria. Este último sería el nivel ideal: una especie de lenguaje perfecto, que entra en juego cuando las intuiciones fallan, cuando los principios tradicionales entran en crisis y se necesita una justificación maximizadora.
Como Harsanyi, considera que el criterio utilitarista tiene que ver con las preferencias, no con la felicidad. Del mismo modo, recorta las preferencias moralmente relevantes, rechazando sin ambigüedades que se hayan de tener en cuenta las preferencias actuales, reales, de cualquier individuo. Para determinar la "cualidad" de las preferencias, el punto débil y más problemático de todas estas versiones renovadas del utilitarismo, desarrolla una teoría de la selección de las preferencias relevantes en base a su criterio de universalidad. Se trataría de considerar imparcialmente las preferencias nuestras y de los demás: sin exigencias de egoísmo ni de altruismo. Hare se ayuda de la distinción fuerte que establece entre prudencia y moralidad. Según la misma, la prudencia comportaría el interés de cada uno en la satisfacción futura de las propias preferencias; la moralidad, en cambio, significaría adquirir un interés efectivo por la satisfacción de las preferencias de las otras personas reales [58]. La universalidad equivaldría a la síntesis entre ambas: considerar imparcialmente las preferencias nuestras y de los otros.
Por último, otra propuesta neoutilitarista, cercana a las dos anteriores, es la de Richard B. Brandt, expuesta en su The Theory of Good and Right [59]. Tal vez sea la versión más actualizada del utilitarismo. Su preocupación es la misma que en los dos casos anteriores: cómo individualizar las preferencias relevantes. Para ello define el utilitarismo como la propuesta de maximizar la satisfacción de los deseos racionales. Para seleccionar los "deseos racionales" hay que pasar por una psicoterapia cognitiva [60]. Si el utilitarismo clásico partía del placer y el dolor inmediato, Brand llega a los "deseos racionales" tras una terapia en la que la información y la crítica permiten la selección. Con ello Brandt consigue una propuesta con menos puntos débiles para la crítica de los intuicionistas y contractualistas, en especial frente a la acusación de cuidar poco la idea de persona. Los "deseos racionales" o "bien informados" de Brandt implican una concepción sólida de la persona como ser complejo, estructurado, con identidad, con valores, con intereses a largo plazo [61].
Como se ve, la línea de los utilitarismos nuevos, que no son los únicos [62], tiene una constante: no tomar en cuenta todas las preferencias, sino las seleccionadas, aportando criterio razonables de selección. Sea la "benevolencia generalizada" de Smart, el "modelo de equiprobabilidad" de Harsanyi, la "universalidad" de Hare, los "deseos racionales" de Brandt..., el objetivo es el mismo: aplicar, previo al cálculo, una selección de las preferencias pertinentes. Parece que el problema reside en huir del "calculador ilustrado", y de la teoría del placer en que se apoyaba, sustituyéndolo por la "calculadora democrática". Como esta también presenta visibles perversiones, se intenta someterla al control de cualidad, con lo que, de hecho, se reinventa el "calculador ilustrado" en forma de "calificador ilustrado". En lugar de calcular, diseña el programa de la calculadora. De esta forma, el límite humano desaparece sólo aparentemente del cálculo, pues en rigor se reintroduce a través del metalenguaje.
De todas formas, es constatable que las dificultades que se encuentran para cualificar las preferencias, aunque no sean ni menores ni menos extravagantes los problemas que generan, resultan menos inquietantes que las derivadas del cálculo de la felicidad en el utilitarismo clásico, aunque nos tememos que sustancialmente sean equivalentes. Esta situación, curiosa y paradógica, tiene la ventaja de favorecer un clima más fecundo para el debate filosófico.
Tal vez sea oportuno pensar que hoy la ética se mueve hacia una época en que, superadas las teorías unilaterales contrapuestas, se esfuerza en construir concepciones pluralistas e integradas que, sin eludir la crítica como método, se atenga más a resolver los problemas morales que a dilucidar las carencias de las teorías rivales. Y, el utilitarismo, parece haber renunciado a su fidelidad absoluta al principio de utilidad para integrar nuevos contenidos que la vida práctica reclama. De ahí que, en los últimos años, hayan aparecido interesantes desarrollos críticos de la teoría utilitarista, como los de Griffin [63], Allison [64] y Parfit [65] que comienzan a dotar al utilitarismo de elementos conceptuales adecuados para los nuevos tiempos [66].
3. El marco de nuestra investigación.
El presente estudio se encuadra en un programa de investigación más amplio que estamos llevando a cabo, apoyado con una beca del FAI, de la Universidad de Barcelona, sobre la revisión general del utilitarismo, y del que ya hemos anticipado logros parciales en algunas publicaciones y contribuciones a Congresos. Ello explica que, en nuestro análisis en esta "unidad de investigación", a veces se den por supuestas ciertas tesis que objetivamente debieran ser argumentadas, pero que, a nuestro entender, ya han sido debidamente documentadas y argumentadas en el estado actual de realización del programa general. Por ello pensamos que describir los grandes rasgos del proyecto puede ayudar a situar esta investigación sectorial.
La pretensión general es la de investigar la génesis histórica del "utilitarismo" a fin de elaborar un concepto del mismo como "idea reguladora", en vez de como "concepto" descriptivo. Sabemos que no partimos de cero, pues los trabajos de R.B. Brandt, B. Williams, J.J.C. Smart, J.O. Urmson, H.J. McCloskey, R.E. Harrod, D. Lyons, D.H. Hodgson, J. Naverson, R.M. Hare... han abordado en las últimas décadas problemas tan atractivos como la relación del utilitarismo con los derechos del hombre, con la ética normativa, descriptiva y consecuencialista, con la justicia, con la "social choice", con el "social welfare", con la elección y la decisión racional, etc., todos ellos temas que siguen exigiendo reflexión y clarificación. No obstante, a nuestro entender, presentan deficiencias en el método y en el enfoque hermenéutico debidas a la falta de perspectiva histórica y a su uso de los conceptos "utilitarismo", "liberalismo", "socialismo", individualismo", etc., en sentido descriptivo, en vez de como "ideas reguladoras" (en expresión kantiana), llevan a la confusión y/o a la paradoja. Un uso más regulativo del concepto y una mayor sensibilidad respecto a las determinaciones históricas, como pretendemos, promete un razonable optimismo respecto a la fecundidad de los resultados. Y debemos esclarecer que si bien nos situaremos en una perspectiva hermenéutica con fuerte base histórica, en modo alguno se trata de una justificación histórica del utilitarismo, sino de un uso de la historia como elemento interpretativo del ideal político que el utilitarismo aspiró a diseñar.
La idea rectora de nuestra investigación, por tanto, nutre en primer lugar de una sospecha hermenéutica. Creemos que históricamente se ha dado un excesivo divorcio entre la reflexión ética y la historia de la filosofía. Tal cosa ha llevado a un progresivo distanciamiento del "utilitarismo", como doctrina, de sus textos y de su contexto. Tal cosa en sí no es necesariamente ilegítima: una doctrina, aunque sea un constructo artificial, tiene todo su sentido teórico y, especialmente, práctico. Con todas las prevenciones necesarias podemos aceptar que el "utilitarismo" es, desde el punto de vista teórico, lo que la Filosofía define que es, y desde el punto de vista práctico lo que los hombres entienden que es. Nada que objetar al respecto. Ahora bien, una "cosificación" semejante de una doctrina filosófica sólo puede satisfacer a los entusiastas numantinos que la defienden y a los fustigadores del "doble" que la combaten. En cambio, para quienes piensen que una doctrina filosófica es algo vivo, en constante reajustamiento, enriquecimiento, expansión, autocontrol..., recurrir a la historia, a los textos y a los contextos, constituye una alternativa metodológica fecunda. No se trata de esa actitud historicista que busca la verdad de la situación; se trata simplemente de una estrategia productiva. En base a esta idea hemos iniciado una lectura sistemática y extensa de los textos utilitaristas, hemos comenzado a trazar la génesis y variantes de las principales ideas utilitaristas, hemos inventariado, analizado y revisado las sucesivas interpretaciones y críticas a lo largo de la historia, etc. Pero, sobre todo, hemos ido extrayendo "ideas" del utilitarismo clásico útiles para repensar los principales problemas actuales del utilitarismo.
En el contexto de ese programa general, y en lo referente a esta sospecha hermenéutica, en la presente investigación nos hemos propuesto únicamente plantear algunos de los frentes de debate más importantes, en los que el utilitarismo tiene retos ineludibles. Nuestro objetivo es "revisar" la doctrina utilitarista, o la interpretación usual de la misma, a fin de comprobar si es posible: (a) Capacitarlo para responder de forma razonable y persuasiva a las principales objeciones tópicas; (b) Presentarlo como una doctrina fuertemente humanista, centrada en un programa de reformas sociales y políticas progresista, a fin de eliminar la "mala imagen" con que el prejuicio ha envuelto la doctrina; y (c) Contribuir a deshacer la paradoja de un debate "filosófico" exacerbado entre doctrinas éticas que, en cambio, confluyen en un amplio consenso práctico.
Nuestro método se apoyará fuertemente en los textos clásicos, buscando en ellos las ideas, los matices o la ocasión de ua reflexión productiva y fecunda. De tal método resultará que, por su apariencia, esta investigación pueda ser interpretada como un intento de defender el verdadero utilitarismo de los orígenes. No es esa nuestra intención, aunque estamos convencidos de que el utilitarismo clásico carecía de ciertos vicios que aparecen en la "cosificación" de su programa en doctrina. La propia ambigüedad y diversidad de los textos, el hecho de que cada uno respondiera a situaciones reales complejas y diversas, al mismo tiempo qie impone la confusión, la ambigüedad y la diversidad, ofrece también la fecundidad necesaria para una reformulación de las tesis.
Decimos, pues, que nos apoyaremos en los textos clásicos como método, pero que nuestro objetivo no es una revisión histórica del utilitarismo, ni una defensa de la propuesta de uno u otro autor. Los usaremos y tomaremos como fuente de ideas e inspiración para reformular la actual teoría utilitarista a fin de probar su potencia para responder satisfactoriamente a los principales retos del debate moral.
En segundo lugar, un objetivo del programa de investigación, y que está constantemente presente en este trabajo, es el de defender el utilitarismo como racionalidad práctica. Efectivamente, nuestro enfoque histórico-filosófico general interpreta utilitarismo como un esfuerzo por recuperar la razón para la Ética. Esta disciplina filosófica, tras la crisis del racionalismo ético provocada por "los modernos", es decir, por la irrupción de la filosofía naturalista y del cartesianismo, había intentado buscar un apoyo epistemológico sólido en el empirismo: las escuelas del "moral sense" y del "moral sentiment" expresarían ese esfuerzo por fundar la moral en los sentidos -aunque hubiera que postular un sentido muy especial- tras la crisis de la razón. La obra de Hume muestra ya las insuficiencias de esta salida antimetafísica y empirista de la Ética, y la propuesta de una salida de talante utilitarista. El conocimiento de la alternativa de Hume, dado el contexto teórico en el que se genera, es necesaria para comprender históricamente el utilitarismo y para una lectura renovada del mismo.
El utilitarismo, pues, a nuestro juicio, surge como un esfuerzo por recuperar un lugar para la razón en la Ética, frente a los "sentimentalismos", incapaces de salvarse de la caída en el subjetivismo, y sin regreso al racionalismo cartesiano, condenado al intuicionismo. Recuperación, pues, de una racionalidad nueva: la racionalidad de la nueva ciencia. Esta nueva racionalidad, que el utilitarismo pretende incorporar a la "moral" -es decir, en su significado histórico, a la vida civil, a las cosas humanas- se concreta en una metodología naturalista. La idea de Bentham según la cual la moral ya había tenido su "Bacon", pero le faltaba su "Newton", expresa esa razonable y comprensible actitud del utilitarismo, que no podía saltar sobre su época. Por eso, desde sus orígenes, el utilitarismo en su dimensión filosófica presentaría una constante pasión por el método, por convertir la moral en ciencia.
Otro objetivo general, que inspira nuestra reflexión, es que el utilitarismo en sus orígenes ilustrados se concibió a sí mismo como una moral a escala humana. Si la determinación metodológica era inseparable del problema general de la filosofía moderna, de la necesidad de instaurar una nueva racionalidad, de la forma en que fue cristalizando la revolución científica, de la batalla antimetafísica, antiteleológica, etc., del mismo modo la determinación ética, instaurando la felicidad, en su sentido desacralizado, como sumo bien, es inseparable de la nueva teoría de la naturaleza humana emergente, de la nueva ideología ilustrada, de los nuevos valores de la conciencia social. La nueva época, con nuevas posibilidades de vida, exige una conciencia de sí diferente, que le evite la angustia y la culpa de vivir. Los contenidos del bien serán revisados. En este empeño el utilitarismo no va en solitario; pero es la ética más comprometida en ello.
El programa ilustrado había triunfado en su mensaje teórico, "pensar por sí mismo", y en su consejo práctico, "perder el miedo a la vida" [67]. Este implicaba unos nuevos valores y una nueva forma de asumir y practicar las virtudes de siempre. Si para Platón el sabio sólo salía de la caverna mediante la larga ascesis, con lo cual había que convertir en "deber" el regreso a la misma para ayudar a salir a la luz a los presos del deseo, los ilustrados conciben la posibilidad del goce en el cultivo del conocimiento, del arte, de la política, tal que la tarea pedagógica se convierte en manera espontánea de ser. Y una concepción del hombre de este tipo requiere y supone una "nueva moral", no tanto en los contenidos de la misma cuanto en el sentido de su práctica y en los fundamentos de sus reglas. Una moral más humana, pues, como Kant vería con lucidez, sin libertad política no hay autonomía de la voluntad, y sin autonomía no hay moralidad: ésta, como la libertad, como el Estado que la posibilita y expresa, es una conquista histórica de los hombres; hasta entonces la idea moral es sólo una luz orientadora. La moral exige unas condiciones sociales (libertad política, independencia económica) y unas condiciones humanas (educación, conocimientos, hábitos) de posibilidad. La moralidad exigible, por tanto, debe diseñarse en esos límites: debe tener escala humana.
Los dos objetivos señalados nos permiten comprender que el utilitarismo esté caracterizado en un doble frente: metodológico y ético. Desde el punto de vista metodológico el utilitarismo se convierte en consecuencialismo estricto; más aún, por razones historiográficas que aquí no abordaremos, el "utilitarismo" pasa a ser identificado con "consecuencialismo". Desde el punto de vista estrictamente ético el utilitarismo pasa a ser interpretado como "hedonismo", o sea, una doctrina ética que toma como summum bono a la felicidad.
Es fácil convenir en que el utilitarismo es una doctrina consecuencialista que pone la felicidad como el sumo bien. Pero sólo desde una concepción clara de la génesis de este tópico pueden darse pasos clarificadores de los muchos y diversos problemas implicados. En particular, y dentro de los límites de esta investigación, sólo así podemos distinguir y analizar los dos tipos de problemas, que a veces se entremezclan favoreciendo la confusión.
Por un lado, los problemas del cálculo, tanto los que surgen en torno al "cálculo del placer", como los que se generan en torno al "cálculo de las consecuencias". Sin duda alguna, problemas importantes, complejos y tal vez irresolubles. Pero, no obstante, problemas que no pueden razonablemente ser proyectados contra la pertinencia del principio, contra la elección del "sumo bien". Por otro lado, los problemas del principio, de la elección de la felicidad como bien supremo. Por ejemplo, los derivados de la caracterización de la felicidad, de su identificación con el placer, de la cualidad del placer; o los derivados de la relación entre felicidad y utilidad, entre placer y bienestar, y de su relación con otros valores.
Consideramos que se trata de órdenes heterogéneos de problemas; mezclarlos intencionadamente manifiesta una clara posición retórica, en la que la persuasión ha sustituido al análisis. Por ello, cuando se plantea un problema tan clave de la Ética, y tan protagonista de la historia del utilitarismo, como el de las reglas, las décadas de debate no aportan claridad, sino cansancio. En cambio, considerando que en el problema de las reglas se articulan los dos tipos de problemas señalados, las vías de reflexión se esclarecen. Efectivamente, en el debate sobre las reglas se yuxtaponen los problemas derivados del cálculo, en tanto que las reglas son siempre "cálculos sincréticos", cálculos abreviados, sucedáneos de cálculo, y los derivados del principio, en tanto que una regla recibe su legitimidad última en el axioma o principio que expresa, en su adecuación instrumental a un fin, aunque este fin sea la autodeterminación de la voluntad por el deber.
Así se comprende también el doble frente de ataque al utilitarismo desde las teorías rivales, especialmente el intuicionismo y el deontologismo. Los retos serios planteados al utilitarismo proceden unas veces de sus dificultades para establecer el estatus de las reglas; otras veces, de sus dificultades para convencer de la legitimidad de su principio, es decir, de su propuesta de la felicidad como bien supremo. Un inventario analítico de las críticas nos permitiría distinguirlas y alinearlas en estos dos repertorios. Pasaremos a ello de forma separada.
En fin, un último objetivo general, tal vez el más concreto y pretencioso de nuestra investigación es el de investigar si el utilitarismo puede dar respuestas consistentes a algunos de los principales y constantes retos que se le presentan desde posiciones intuicionistas y deontológicas. Este objetivo es el verdadero centro de este trabajo, y al mismo se subordinan tanto nuestro análisis de las distintas versiones utilitaristas, tanto "ortodoxas" como "renovadoras", como nuestra apuesta por un utilitarismo negativo y no positivo, que adopte como criterio y fin último la utilidad y no la felicidad o el placer, y que adopte el corolario del cálculo en sentido heurístico, y no metodológico. Esta opción pretende situarse en el esfuerzo que en los últimos años diversos autores, desde posiciones diferenciadas, llevan a cabo por configurar una versión del utilitarismo abierta a la humanidad y al progreso, a la prudencia y a la moral, a la libertad y a la justicia; posición que nosotros creemos coincidente con el espíritu de los primeros teorizadores utilitaristas.
Para ser más explícito, nuestra pretensión general en este aspecto, y que en el presente trabajo no es abordada de forma directa y detenida, es la de ligar el utilitarismo con el pensamiento socio-político progresista en la fase de consolidación del capitalismo. Un pensamiento sensible a los efectos negativos -desde el punto de vista racional y ético- del liberalismo económico pero celoso defensor de la individualidad; un pensamiento que articule la racionalidad práctica y la moral del humanismo ilustrado progresista: entre la "injusticia" y la "ineficacia"; un pensamiento que, a nuestro entender, sólo ha triunfado y se ha desarrollado en sus formas más conservadoras y éticamente perversas; un pensamiento, en fin, que aspiró originariamente a ser la concreción social de la filosofía ilustrada, cuyo entusiasmo sucumbió con la Revolución Francesa y cuya esperanza desapareció con la "restauración".
De las tres ideas que condensó el lema de la Revolución Francesa, y que aspiraban a regir las conductas individuales y la acción política de los hombres, dos de ellas hegemonizaron sendas ideologías rivales: la "libertad" dominó el liberalismo, oscureciendo en él la bondad de la igualdad; y la "igualdad" absorbió el ideario socialista, subordinando en el mismo el anhelo de libertad. Pero la "fraternidad" no engendró una tercera alternativa; si acaso, marginada de lo político, protagonizó ciertos sentimientos o estados de conciencia de la sociedad civil, tomando la beneficencia forma de caridad, perdiendo su sentido ilustrado y revolucionario y acabando por reducirse a humanismo o moral religiosa. Y esta pérdida de la fraternidad en la historia ha sido causa y efecto de la escisión libertad/igualdad, pues es la condición de posibilidad de una articulación de ambas sin subordinaciones. La pérdida de la fraternidad ha determinado la escisión de la conciencia occidental en esas dos ideologías que, amando la libertad (en el socialismo) se la sacrifica en nombre de la igualdad, o reconociendo la igualdad (en el liberalismo) se la marginaliza en la orgía de libertad. Pues bien, sospechamos que el utilitarismo podría haber sido la ideología de la fraternidad. O, si se prefiere, la ideología que permitiría articular una moral y una política en la que libertad e igualdad no fueran objetivamente rivales, sino condiciones necesarias.
4. La tesis defendida.
Aunque estos objetivos señalados están presentes en este trabajo y le dan sentido, el mismo responde a una aspiración más limitada, respecto a la cual deben valorarse sus logros y sus carencias. Podemos describirla escuetamente como sigue.
El utilitarismo, en su forma clásica, puede satisfacer razonablemente las exigencias de una "moralidad prudencial", pero no de una moralidad en sentido fuerte. Los esfuerzos de los utilitaristas para reformar la teoría y dar respuestas a estas carencias o no son consistentes o llevan a transgredir su marco teórico. La razón del fracaso es su respeto a los supuestos epistemológicos que fundamentan la doctrina utilitarista clásica. Dichos fundamentos son netamente positivistas, de corte comteano, puestos por Mill. El inductivismo milliano determina la concepción de las "reglas" y del "principio" de modo que, desde la fidelidad al mismo, no se sale del naturalismo.
Una reformulación humanista del utilitarismo, es decir, una versión del utilitarismo moral sólo es posible rompiendo con la epistemología de Mill y sustituyéndola por la nueva concepción de la racionalidad que ha diseñado la contemporánea filosofía de la ciencia: sea bajo la forma del "racionalismo crítico" de Popper y Albert, en el que las "conjeturas" son empíricas sin ser inducciones fácticas; sea la aportada por Kuhn, con su teoría de los "paradigmas" y de la "comunidad de científicos" como ámbitos de configuración de la racionalidad; sea, incluso, una racionalidad dialógica o comunicativa, en el sentido de Apel o Habermas.
No postulamos cuál de éstas alternativas es preferible. En rigor, todas ellas son en principio apropiadas para la reformulación del utilitarismo que propugnamos. Y, además, aunque no sea un tema directamente abordado en nuestra investigación, tenemos argumentos suficientes para apoyar la tesis de que estas formas de racionalidad ya aparecieron -aunque no fueran las triunfantes- en la Ilustración; es decir, que no es un anacronismo recurrir a ellas.
Para probar esta tesis hemos analizado uno de los debates más tópicos y centrales en la historiografía utilitarista: el debate sobre las reglas. Creemos haber mostrado suficientemente que no hay alternativa en el marco de la epistemología inductivista y de la concepción de las "reglas" que la misma impone. También creemos haber mostrado que esos límites desaparecen desde una concepción no inductivista de las reglas y del Principio, abriendo así las puertas a una fundamentación en epistemologías contemporáneas.
Por último, creemos haber mostrado igualmente que en el marco de estas nuevas epistemologías pueden pensarse más apropiadamente dos revisiones del utilitarismo: el utilitarismo "negativo" y el utilitarismo de la "utilidad". Consideramos que el utilitarismo negativo permite -y exige- repensar los conceptos de la teoría de forma que privilegie los elementos humanistas y morales de la misma. Y consideramos también que al poner como fin último de la Ética utilitarista la "utilidad", en vez de la "felicidad", no sólo se eliminan numerosos problemas -a veces bizantinos- insolubles, sino que se logra dejar la decisión de ser moral a la voluntad individual, limitándose la ética, la doctrina, a perseguir que el hombre logre las condiciones en que tal decisión es posible. Es decir, renuncia la Ética al summum bomum contentándose con guiar al hombre a las condiciones de autodeterminación.
Somos conscientes de que cada parte, por sí sola, constituye una investigación diferenciada y autónoma. En tal caso, habrían requerido algunos tratamientos adicionales. Aquí, no obstante, figuran a título de ilustración de la tesis principal: el utilitarismo moral sólo es posible desde una concepción no inductivista de la racionalidad.