DE LA PATRIA AL ZOO




II. LA VIRTUD DEL CIUDADANO


1. La virtud civil: amor a la patria.

No es extraño que, ante la confusión a la hora de fijar las virtudes republicanas, tal y como veíamos en la sesión anterior, Viroli haya encontrado una peculiar manera de concretar la virtud cívica en el amor a la patria. Para ello cuenta con el aval de los clásicos, que encuentra en abundancia gracias a su erudición y a su facilidad en el rastreo de ideas: “Durante siglos los escritores políticos republicanos han sostenido que la pasión principal que da fuerza a la virtud civil es el amor a la patria” [1].

No le resulta difícil a Viroli, como digo, llevar a cabo ese rastreo de textos clásicos, especialmente en la Italia post-renacentista, que conoce de forma envidiable, para ilustrar la llamada unánime a la virtud y al amor a la patria; sólo nos deja la duda, por el uso descontextualizado de esas citas, si la llamada a la virtud es específicamente republicana o genérica. No es extravagante señalar que el amor a la patria se ha usado a veces para la llamada a la guerra, al sacrificio ante la escasez, a la sumisión en nombre de la unidad. Y si bien es cierto que en esos textos cuidadosamente recogidos la llamada a la virtud se hace en nombre de la república, no lo es menos que la res publica se usaba ya en esa época como nombre genérico del orden político, hasta el punto de que solía distinguirse entre repúblicas monárquicas, aristocráticas y democrática, sin olvidar las repúblicas mixtas. Por tanto, la documentación histórica no prueba la exclusividad republicana en el amor a la patria y a la virtud.

La estrecha relación entre amor a la patria y virtud cívica, que unas veces ponen como causa-efecto y otras identifican como nombres de lo mismo, hace que hablen poco y confusamente de las virtudes de ciudadanos, reduciéndolas a una especie de vaga disposición al sacrificio por la patria (sacrifico que Viroli se encarga de desdramatizar, para ajustarlo a nuestros tiempos), una preocupación por su unidad y armonía y, en general, dar prioridad moral al bien común sobre el particular. Contrasta, pues, la recurrencia de la llamada a las virtud con la vaciedad de contenido de las virtudes cívicas, que con frecuencia se reducen a una, la “virtud cívica”, presentada como caritas rei publicae, es decir, amor caritativo por la ciudad y por los ciudadanos, sacrificio del bien particular al bien común.

Esa república virtuosa es realmente blanda y almibarada, cosa que se revela en las conversaciones entre Viroli y Bobbio. En cierto sentido y con sutileza Bobbio se burla paternalmente de la propuesta de Viroli: “Me parece que la república de los republicanos, y por lo tanto la tuya, es una forma de Estado ideal, un “modelo moral”…El estado como debería ser y como no es: anhelo del futuro o nostalgia del pasado” [2]. Viroli contesta sumiso: “Te lo admito sin dificultad”; y plantea la gran cuestión, su oportunidad, su validez para el presente, tan desastroso que cualquier cosa es mejor: “¿no podría ser un ideal moral y político importante, en un momento como el actual tan pobre de ideales políticos capaces de mantener el comportamiento cívico?”.

Viroli no parece haber entendido la ironía de Bobbio. El problema no es que la propuesta republicana sea un ideal, ni siquiera que sea un ideal moralista; el problema es la huida a lo imaginario, al “republicanismo utópico”. Ante el mal real el pensamiento ha de plantear su negación, y por tanto será ideal y moral; pero ese enfrentamiento a la realidad puede hacerse desde la huida a lo imaginario –sin pararse a pensar a qué mano invisible se obedece-, o desde el esfuerzo por conocer el movimiento de esa realidad, por comprender su juego, su ritmo y su tendencia, por acotar los límites, las fracturas, las contradicciones, en fin, por hacer lo que el ser humano hace en la vida: intervenir en los límites de la negación posible, transformar el mundo con conciencia de finitud.

De ahí que valga la pena sopesar la densa posición de Bobbio frente a ese activismo idealista de Viroli: “Es el mismo tema que hemos tratado varias veces… En política soy realista. Creo que sólo se puede hablar de política si se mantiene una mirada fría sobre la historia. Sea monárquica o republicana, la política es lucha por el poder. Hablar de ideales, de virtudes, del modo que tú lo haces, me parece un discurso retórico” [3].

Como digo, Bobbio toma distancia irónica frente a la república de ciudadanos virtuosos. Para el severo profesor italiano el orden político es un mal necesario para combatir el mal, no un espacio para la perfección ética del hombre, como desde Aristóteles se ha tendido a pensar la ciudad; sabe que la presunción de ciudadanos virtuosos haría innecesaria la república; la necesidad del estado se basa en la tendencia viciosa de los hombres: “Los estados, repúblicas incluidas, existen para controlar a los ciudadanos viciosos, es decir, a la mayoría. Ningún estado real se rige por la virtud de los ciudadanos, sino por una constitución, escrita o no, que establece reglas para su conducta” [4].

En definitiva, “¿Qué otra cosa son buenas costumbres si no lo que tú denominas con exceso de retórica “virtud”? [5] Y Viroli, a la defensiva, dirá que su idea de la virtud cívica no es trágica, sino gay, jovial; no entiende por “virtud cívica” algo así como “inmolarse por la patria”, sacrificarle la vida y la propiedad. Se trata, por el contrario, de algo más débil, algo asumible, algo así como “una virtud para hombres y mujeres que quieren vivir con dignidad…, y hacen lo que pueden para servir a la libertad común: ejercen su profesión a conciencia, sin obtener ventajas ilícitas ni aprovecharse de la necesidad y debilidad de los demás; su vida familiar se basa en el respeto mutuo, de modo que su casa se parece más a una pequeña república que a una monarquía o una congregación de desconocidos unida por el interés o la televisión; cumplen los deberes cívicos pero no son dóciles, son capaces de movilizarse con el fin de impedir que se apruebe una ley injusta o presionar a los gobernantes parta que afronten los problemas; participan en asociaciones de distintas clases (profesionales, deportivas, políticas, religiosas; siguen los acontecimientos de política nacional e internacional; quieren comprender y no ser guiados o adoctrinados…” [6].

Me hubiera gustado ver la cara del viejo Bobbio, curtido en mil batallas, leal a su saber, con severidad republicana, al escuchar aquella descripción de una república apañadita, sin problemas, dulce, tierna, sensible… Porque creo que Bobbio es de los que piensa que hasta los sueños han de tener verdad para merecer su relato.


2. El patriotismo republicano.

Como digo, la cuestión del patriotismo republicano la ha puesto recientemente en escena M. Viroli en su polémico libro Per amore della patria [7]. Creo que es justo reconocer que se trata de una apuesta audaz, pues realmente se necesita mucha audacia para sacar de los arcones donde envejecía y reivindicar hoy el patriotismo, tanto porque la patria parece un referente anacrónico en el capitalismo globalizado como porque aún suenan los ecos, al menos en nuestro país, de la identificación del patriotismo con el fascismo. Pero también conviene enfatizar que se trata de una apuesta paradójica, pues paradójico es que la reivindicación del patriotismo republicano se haga precisamente en confrontación con el nacionalismo, único espacio ideológico donde sigue teniendo sentido y actualidad el patriotismo. En cualquier caso, los textos de Viroli, más sugestivos que los de la mayoría de actuales republicanistas, merecen una reflexión detenida y desapasionada, a la que enseguida nos entregaremos.


2.1. La idea de Patria.

Para comprender bien la propuesta de patriotismo republicano, tanto en su contenido como en sus límites y en su función, hemos de situarlo en su contexto teórico político, que no es otro que la pretensión de diferenciarlo tanto del “nacionalismo étnico” como del “nacionalismo cívico”. En cuanto al primero, según Viroli viene caracterizado ontológicamente como determinación natural; el amor a la nación se presenta arraigado en los instintos, en los hábitos, quién sabe si en los genes; las determinaciones nacionales no se eligen, se viven, se soportan, se arrastran por la historia. El segundo, a su vez, parece aludir a ese ideal cosmopolita de superar las fronteras (geográficas, políticas o culturales) y elevarse a la condición de “ciudadano del mundo”, que sitúa los derechos y las relaciones humanas por encima de las adscripciones naturales y política. Frente a ambos, y sin duda superándolos ética y políticamente, se enmarca el patriotismo republicano, que “Contrariamente al primero no reconoce ningún valor moral ni político a la unidad y a la homogeneidad étnica de un pueblo, sino que reconoce la relevancia moral y política a los valores de la ciudadanía que son totalmente incompatibles con cualquier forma de etnocentrismo; y, a diferencia del segundo, no proclama la lealtad a principios políticos universalistas cultural e históricamente neutros, sino la lealtad a las leyes, a la constitución y a la forma de vida de repúblicas concretas, cada una con su historia y su cultura” [8].

Este patriotismo, pensado como “amor artificial”, obra de la razón, reclama para sí el valor de la ciudadanía y de la moralidad, “la virtud civil y la cultura de la ciudadanía”, que no germinan en “el tronco de la homogeneidad cultural, étnica o religiosa”. El patriotismo republicano, por tanto, es meramente político, y presupone y exige la exclusión de las determinaciones naturales, históricas y culturales. Puede así presentarse como una nueva identidad, elegida libre y voluntariamente, que se sustituye a determinaciones ónticas o naturales; por tanto, se trata de una auténtica autodeterminación.

Dicho así, ciertamente, tiene atractivo antropológico y ético. Se trata de una autoidentificación que promete acabar con el mal ético y político de nuestras sociedades –la fragmentación individualista, la privatización de la existencia, la diseminación del sentido- sin necesidad de recurrir al otro mal, el propio de las identificaciones naturalistas, como la homogeneidad étnica o religiosa: “La virtud civil y la cultura de la ciudadanía republicana no germinan en el tronco de la homogeneidad cultural, étnica o religiosa. Los pueblos que presumen de un alto grado de homogeneidad desde el punto de vista étnico, cultural y religioso se distinguen frecuentemente por la intolerancia y el fariseísmo más que por el civismo” [9].

En un mundo como el del capitalismo de nuestro tiempo donde la comunidad parece imposible, donde la ciudadanía es un simulacro cada vez más prescindible, los republicanistas nos ofrecen la casa olvidada de la república republicana, derrotada por la historia pero presente en el imaginario colectivo, con capacidad parea renacer como utopía que aporte sentido a nuestra existencia. Y conscientes de que en este mundo nuestro, de identidades erosionadas y móviles, subjetivado y relativizado, los únicos referentes de identidad política fuertes van ligados a la religión y a la nación, afilan sus armas para mostrar las sombras del fanatismo intrínseco a las teocracias y los nacionalismos y las luces de la propuesta republicana, como forma laica de la ciudadanía capaz de la regeneración moral: “La política, una auténtica política republicana, puede cumplir por si sola la tarea de hacer renacer la cultura civil en nuestras sociedades democráticas sin buscar ayuda en la homogeneidad cultural o étnica” [10].

Ahora bien, esta necesidad de demarcación frente al nacionalismo, de distinguir entre el patriotismo republicano y el nacionalista, se convierte en un problema teórico que obstaculiza el atractivo de la apuesta política. Personalmente estoy convencido de que en sus orígenes la república moderna –las antiguas no tenían este problema-, que no es otra cosa que el estado moderno, se constituyó como forma genuinamente política; en la idea, como forma política pura, invisibilizando todo tipo de adscripciones, pertenencias, genealogías, en fin, casacas. Lo peculiar del estado moderno es esa presentación ideal de una comunidad de individuos libres e iguales, sin apellidos, sin velos, sin historia. Y gracias a esa puesta en escena universalista e igualitaria podía pretender yuxtaponer una unidad o identidad común a las identidades diferentes que subsumía: pueblos, naciones, religiones, clases, estamentos, señoríos, fueros, gremios, privilegios o familias. Esa era la patria, la idea de una identidad común “libremente” aceptada, que mantenía las diferencias debidamente desplazadas a la sociedad civil y la privacidad, pero que no las reconocía en la esfera político jurídica. Por tanto, entiendo la pretensión de Viroli de proponer la patria como identidad política, como vínculo jurídico cuya esencia será la constitución, las leyes y las instituciones que las crean, custodian, vigilan y aplican, limpias de contaminaciones exteriores, incluida la cultura. Esa era la idea de la república y era vivida como mayoría de edad de los hombres, que al fin se libraban de las determinaciones externas y optaban por una identidad libremente elegida.

Si la patria, en los orígenes del estado moderno, es un concepto político jurídico, que refiere a un modelo constitucional, a unas leyes comunes, a una identidad libre y racionalmente escogida, vaciadas de nación, de etnia, de religión y de cultura, tal cosa ocurre por necesidad, por las condiciones históricas de su surgimiento. La idea republicana de patria que ahora reivindican los neorepublicanos es excesivamente parecida a la república liberal, que respondía a las necesidades intrínsecas a la constitución del estado liberal moderno. El estado liberal se constituye sobre la invisibilización de las diferencias étnicas, históricas, culturales, religiosas, sociales, etc., instituyendo un vínculo abstracto que llamarán “patria”. Las invisibiliza en la idea, pero las mantiene fuera, en la sociedad. Ese vínculo abstracto es indispensable para poner la unidad, para sustituir la supresión de las diferencias en la esfera pública y su inevitable devaluación en la esfera privada; pero no borra, ni puede hacerlo, la diferencia en la sociedad. Al contrario, la unidad política, vacía de vida, se justifica frente a la diversidad y pluralidad en ésta. El estado moderno, la república moderna, como totalidad equilibrada, armónica, de individuos que compiten y cooperan, se basa en ese juego entre la unidad y universalidad que reina en la esfera pública, en el espacio común, y la diversidad y particularidad que reina en el espacio privado. Lo público es la esfera de la neutralidad, originariamente exterior al mercado y a la familia.

Comprendo que Viroli acentúa el carácter meramente político de la idea de patria, su carácter artificial, como creación humana, y así bien diferenciada de la nació y de cualquier otra vinculación histórica o natural: “es útil tener en cuenta que los escritores políticos clásicos tenían bien clara la diferencia entre los valores políticos y culturales de la patria y los valores no políticos de la nación, y es significativo que, para describir unos y otros, utilizaran términos diferentes: patria y natio[11]. Nos dice: “Los teóricos del patriotismo republicano consideran que el valor político más elevado es la república, entendida como un conjunto de instituciones políticas y una forma de vida basada en ellas; los nacionalistas, en cambio, ponen en primer lugar la identidad cultural, étnica o religiosa concreta del pueblo; los primeros sólo consideran auténtica patria las repúblicas libres, mientras que para los otros hay patria donde exista un pueblo que ha sabido conservar su identidad cultural” [12].

Ahora bien, vaciar la patria de nación (de cultura, de historia, de costumbres...) no es una tarea conceptualmente fácil, dado que en la realidad esas identidades forman parte de la misma vida de los individuos; y esta confusión existencial se traspasa a los conceptos, que aunque sean abstracción no peden renunciar a su verdad, es decir, a describir la realidad. Esto se aprecia en las ambigüedades y confusiones que aparecen en e texto de Viroli, especialmente a la hora de vaciar de cultura la patria. Así, tras haber definido, en términos excluyentes, la patria como una figura política y la nación como figura cultural, nos sorprende al afirmar: “Eso no quiere decir que la república sea una institución pura o esencialmente política, diferente de la nación entendida como realidad cultural. Los teóricos políticos republicanos siempre han descrito la república como un ordenamiento político y una forma de vida, es decir, una cultura” [13]. En consecuencia, nos dirá, el patriotismo republicano tiene un significado cultural, es “una adhesión a una cultura concreta”, e incluso “no proclama ningún credo puramente político” [14]. Ahora bien, una patria sin cultura como elemento de identificación, una patria reducida a instituciones políticas neutras y procedimentales, ¿en qué se diferencia de la patria neoliberal contemporánea?; ¿no es ese el pluralismo político individualista y aséptico del que el republicanismo quiere huir? Si la diferencia entre la patria republicana y la patria nacionalista reside en que “no asigna gran valor a al hecho de haber nacido en el mismo territorio, de pertenecer a la misma etnia, de hablar la misma lengua, de tener las mismas costumbres, los mismos dioses, el mismo Dio” [15].

¿Qué clase de patria es la republicana? La verdad es que cuesta entender una “cultura” o una “forma de vida” vaciada de la lengua, las costumbres, los dioses... Y ni siquiera es fácil suprimir el territorio, al menos en su forma abstracta, como fronteras del derecho de ciudadanía. Recordemos que el patriotismo republicano también se opone al “nacionalismo cívico”, al que llama así por considerar que aspira a una “nación universal” en base a una determinación natural: la universalidad de la naturaleza humana. Lo cierto es que no es fácil proponer una idea de patria vacía de todos esos contenidos. Creo que estas dificultades eran las que veía Bobbio, recogidas en Diálogo en torno a la república [16], cuando le recuerda a Viroli el peligro de estas identificaciones patriótica, que toman expresión en descripciones del patriotismo republicano como “pasión humana genuina”, o “condensación o quintaesencia de la virtud cívica”, o cuando lleno de exaltación patriótica identifica el patriotismo con la virtud cívica, tesis que Viroli repite sintiéndose orgulloso de formularla: “La virtud cívica: éste es el verdadero significado del ideal republicano del amor a la patria” [17].

Bobbio, con fina ironía paternalista le contesta: “Cuidado con el amor a la patria, recuerda el lema Dulce et decorum est pro patria mori, tantas veces repetido y escrito en los frontones de los edificios públicos. También el fascismo hablaba de patria, afirmaba que había que defenderla, había que dar la vida por ella. Los que tienen el poder suelen emplear el término “patria” de forma engañosa” [18]. Pero Bobbio va más lejos y cuestiona la mayor, manifestando que, a su entender, en el fondo la patria no es identificable con la república, es decir, no es una figura meramente política, sino que está contaminada de nación: “la patria es el lugar donde has nacido y vivido, donde te has formado. Decir que un Estado no republicano, un estado despótico, no es tu patria es un argumento retórico. Durante el fascismo, ¿Italia era o no tu patria?” [19].

Seguramente fueron muchos los que renegaron de la Italia fascista o la España franquista como patria; y muchos renegaron paradójicamente mientras luchaban por liberarla del fascismo y la dictadura. O sea, viene a concluir Bobbio, el vínculo con la patria es más complejo, la distinción patria/nación de Viroli es artificiosa y poco útil. Bobbio venía a decir: al tanto, los fascistas se apoderaron de la idea de patria, nos la robaron, nos dejaron sin patria…, en buena medida porque nosotros no queríamos esa patria, esa identificación con la Italia fascista. Pero, de este modo, se abre una escisión entre la patria como referente físico, territorial, histórico, objetivo, y patria como ideal político moral, asociado de una u otra forma a ese soporte material; o sea, patria como lugar de nacimiento y patria como ideal de vida colectiva.

Pero Viroli no ceja, y aprovecha la salida que Bobbio le brinda al afirmar la no identidad total entre ambas, entre patria como el lugar donde se nace y como ideal político moral, para redefinir su tesis aprovechando una referencia histórica: “Los romanos empleaban dos términos distintos, patria y natio. Patria se refiere a la “res publica”, la constitución política, las leyes y el modo de vivir derivado de las mismas (y, por tanto, es también una cultura); natio indica el lugar de nacimiento y lo que a él va unido, como la etnia y la lengua” [20].

Bobbio con elegancia latina marca la distancia. Dice sentirse “italiano de nación”, no de patria. Dice, incluso, desde esta perspectiva de la patria, sentirse “anti-italiano”, al otro lado del río, frente a los “archi-italianos”, a los fascistas. Considera que “los fascistas eran la otra Italia”. O sea, viene a decir que siente vínculos con Italia como nación, vínculos de lengua, historia, sentimientos..., pero no siente vínculo especial con la “forma política”, con el proyecto político.


2.2. Figuras del patriotismo.

Y así entramos en el meollo de la cuestión, el debate sobre el patriotismo, a caballo de la más dura realidad: el ciudadano de las revoluciones modernas era patriota, se sentía patriota, y la ciudad premiaba esa “virtud”, vivida como pasión; pero era un patriota que tenía enemigos, que luchaba contra ellos, que perseguía la conquista de sus derechos, de un “orden republicano”. El ciudadano contemporáneo está limpio de esa pasión, no tiene patria que defender o instaurar, ni siquiera tiene enemigos contra los que valga la pena jugarse la vida o el bienestar. El capitalismo nació generando y premiando el patriotismo, pero actualmente no necesita patriotas. Basta notar que los “patriotas”, que siempre nacen en otros lugares lejos de la metrópolis, son “insurgentes”, “guerrilleros” o “terroristas”, pero nunca patriotas. Las sociedades capitalistas no necesitan patriotas, ni repúblicas, ni ciudadanos; por eso acaban con ellos, metamorfosean sus figuras, subliman su sustancia.

Cuando Viroli afirma se plantea la descripción del patriotismo republicano frente a otras dos figuras del patriotismo, la comunitarista y la cosmopolita, que él llama respectivamente “nacionalismo étnico” y “nacionalismo cívico” [21], en realidad trata de definir un modelo diferenciado del liberal, expuesto por Habermas en su teoría del patriotismo constitucional [22], y por comunitarista MacIntyre en Whose Justice? Which Rationality? [23] Habermas, es bien sabido, monta el debate para dilucidar la herida entre identidad nacional e identidad político o ciudadanía que el nazismo y la segunda guerra mundial habían abierto en la conciencia alemana. Es fácil imaginar la profunda crisis de identidad en la conciencia nacional alemana de la postguerra, la conciencia de culpa, el rechazo de aquel nacionalismo que, aunque fuera por inhibición, les había llevado al desastre. Para nosotros no debería ser difícil entenderlo, dada nuestra no identificación con la identidad nacional del franquismo; de ahí que al patriotismo constitucional haya sido bien aceptado entre nuestros políticos e intelectuales, que podían pensar la nueva constitución democrática como el inicio de una nueva identidad forzada alrededor de un texto, o sea, de unos derechos y unos valores [24].

La idea habermasiana del patriotismo constitucional responde a la tradición liberal y cosmopolita. Se trata de forjar una unidad, una identidad, sobre unos contenidos (reglas y valores) pactados en una constitución, principalmente unos derechos y unos principios de funcionamiento democrático [25]. Aquí lo importante no es un país, una nación, una geografía, una historia, una cultura, una lengua….; la adhesión es a unos valores, a un programa ético político, tal que la “patria”, como concreción en un estado, es contingente. Y cuanto más complejo es el estado, y más plural la sociedad, con mayor claridad se evidencia que la adhesión es unas formas abstracta, universales. Lo que no resta importancia, para que esa identidad arraigue y esté viva en los ciudadanos, creando convicciones y lealtades profundas, a la conveniencia de que el compromiso con esos valores abstractos esté situado en la historia y en la memoria colectiva, ligado a hechos concretos [26]. El orgullo nacional para la nueva Alemania, dice Haberlas, radica precisamente en haber sido capaces de superar el fascismo y lograr una unidad en torno a un proyecto político defendible más allá de las fronteras. La solidaridad será densa y fuerte si los principios morales y políticos arraigan en convicciones axiológicas de carácter histórico cultural [27].

Como bien dice Habermas, el patriotismo constitucional nace en 1848, en los orígenes del estado liberal alemán, cuando se funden la conciencia nacional y el espíritu republicano; pero esa unidad fue quebrándose para romperse definitivamente en la barbarie nazi, donde la “nación” pasó a significar pureza étnica, expulsión de lo otro en nombre de lo mismo. De ahí la necesidad que ve Habermas de recuperar el “patriotismo constitucional”, o sea, una unidad basada en la lealtad a unos principios universalistas de libertad, democracia y derechos de los individuos; una unidad política, que da origen a una “nación de ciudadanos”, diferenciada de la otra, que se postulaba como unidad de un pueblo (identidad prepolítica de lenguaje y cultura). Esta nueva república, basada en la unidad en torno a unos principios cada vez más vacíos de ética, cada vez más meramente político-procedimentales, es la que parece más apropiada y compatible con el pluralismo, permitiendo en su seno diversos estilos de vida, diversos valores, diversas culturas.

A pesar de que el mismo Habermas mantiene la tendencia a dar cierta densidad al pacto constituyente, que se revela en su idea de que los valores abstractos, para ser amados, deben situarse en la historia y la memoria colectiva, no cabe duda de que su propuesta esté en línea con el liberalismo cosmopolita. Por eso entiende que su patriotismo constitucional es diferente al propuesto por los republicanos, que para el filósofo alemán es idéntico al comunitarista. Éste, derivado de Aristóteles, arrastra la idea de ciudadanía como pertenencia a una comunidad ético-cultural que se autogobierna; o sea, es un comunitarismo. El republicanismo tendería a pensar el individuo como partes de la ciudad, individuos que pueden expresar su identidad moral sólo dentro de la tradición y cultura común. Haberlas rechaza esa idea de la ciudadanía por no considerarla válida para sociedades pluralistas y no servir para una verdadera “nación de ciudadanos”.

La respuesta a haberlas por parte de G. E. Rusconi [28], a quien presta atención Viroli, nos sirve para dibujar otra figura del patriotismo, la nacionalista; y no es que Rusconi sea un nacionalista, pero precisamente por eso sus argumentos tienen más poder de persuasión. Rusconi critica a Habermas precisamente que separe la ciudadanía, definida con principios políticos universales, del sustrato histórico y cultural específico de la nación. Reconoce el mérito de tomar distancias respecto a la adhesión incondicional a la idea de “nación cultural”, con su terrible carga histórica; pero nos recuerda que si ha habido barbaries en nombre de la nación también las hubo en nombre de la libertad, e incluso en nombre de Dios. En todo caso, dice, las cosas son como son, y arrastramos la carga nacional como arrastramos la carga biológica.

O sea, resulte o no atractiva la idea de un aséptico patriotismo constitucional, su existencia real es dudosa; no le parece razonable olvidar que la identidad nacional se basa en una síntesis de principios universales de ciudadanía con contenidos prepolíticos vitales de carácter etno-cultural. Para Rusconi, pues, la “ciudadanía cultural” de las sociedades democráticas modernas se conserva y florece no a pesar de, sino gracias a y en el interior de, los contenidos etno-cuturales. La nación es parte del Lebenswelt, del mundo de la vida y opera como contexto histórico en el que se desarrolla el discurso democrático universalista. La nación de ciudadanos vive dentro y nutriéndose de la cultura nacional. Al fin, nos dice, el mismo recurso de Habermas a expresiones como “patriotismo” reenvían a ese pathos el mundo de la vida, a lo nacional. Tal vez podamos ser leales a una constitución, y defenderla con altos sacrificios; pero eso no es patriotismo.

También para Walzer: el único patriotismo posible y aceptable (en EE. UU) es de los valores republicanos. La nación no ha sido un referente de lealtad étnica o religiosa. Sólo la lealtad política. La vía que conduce al patriotismo es la del socialismo democrático, alargando pos procesos de participación en la toma de decisiones (sin tocar los valores liberales).

Es lo que defiende John H. Schaar, que dice: “No amamos y no podemos amar esta tierra de modo como los griegos o los navajos amaban la suya. Cierto, la tumba de algunos de nuestros antepasados están aquí, pero muchos de nosotros tendríamos dificultades en responder a la pregunta “donde está la tumba de nuestros bisabuelos”. El suelo americano no ha estado habitado por un Gran Espíritu, y sobre nuestra tierra no hay millones de lugares consagrados a deidades menores. Emancipados del panteísmo, no vivimos inmersos en un ambiente vivificado de fuentes y bosques sagrados. Hemos tomado la tierra de otros pueblos que para nosotros no tenían ningún valor” [29]

En definitiva, el patriotismo americano sólo puede ser político. Como dijo Lincoln (discurso en el City Hall de Filadelfia): “Tenemos entre nosotros junto a estos hombres –que descienden de nuestros progenitores- la mitad de nuestro pueblo que no descienden de nuestros progenitores; son hombres que vienen de Europa –de Alemania, Irlanda, Francia y Escandinavia—hombres que han venido aquí y se han establecido entre nosotros, acogidos como iguales. Si miran atrás en la historia para trazar una relación directa de sangre, no encontrarán ninguna en este suelo, ni pueden remontarse hasta la época gloriosa de la Guerra de la Independencia y sentirse parte de nosotros; pero cuando miran aquella veja Declaración de Independencia, descubren que aquellos hombres de otro tiempo dijeron: nosotros consideramos estas verdades autoevidentes: “que todos los hombres han sido creados iguales”; y entonces ellos sienten que aquel sentimiento moral profesado entonces pone en evidencia su relación con aquellos hombres, que es el origen de todos los principios morales, y que ellos tienen el derecho de exigirlo como si fuesen de la misma sangre y de la misma carne de los hombres que escribieron aquella declaración que liga juntos los corazones de los patriotas y de los hombres que aman la libertad, y que ligará siempre aquellos corazones patriotas mientras el amor a la libertad exista en la mente de los hombres del mundo” [30]

En el lado comunitarista nacionalista la posición está bien defendida por MacIntyre, para quien el patriotismo es lealtad a los valores de pertenencia de la nación, que considera superiores a los valores políticos de la república. Pero es también la posición de autores nada comunitaristas ni nacionalistas, pero consideran que el pathos patriótico es impensable sin el vínculo nacional. Rusconi, pues, se opone a la separación ciudadanía/nación, y reivindica la ciudadanía concreta, ligada al Lebenswelt. Si la patria es sólo aparato político jurídico administrativo, no tiene sentido llamar al patriotismo, al compromiso. La lealtad civil y la solidaridad que la democracia necesita para funcionar, no nace de principios universales de ciudadanía, sino de la identificación con la concreta comunidad política y cultural que se llama nación. La nación democrática es demos y etnos: pertenencia voluntaria a una comunidad y raíces históricas y culturales comunes.

Creo que así quedan bien descritas las dos figuras del patriotismo que se disputan el espacio político de nuestras repúblicas. La propuesta habermasiana, acorde con el ideal cosmopolita, que en el fondo reclama la lealtad a un ideal ético político, pero que reconoce tal vez a su pesar que, como dijera Hume, la razón es esclava de las pasiones, tal que si no hay pasión por la razón carece de fuerza; en consecuencia, ha de enmascarar la lealtad a los principios abstractos con el amor a sus formas concretas y particulares de aparición histórica; o sea, una patria liberal republicana pero con cierto pathos nacional. Rusconi, en cambio, parece menos apegado a la lealtad constitucional y aporta argumentos “realistas” de la inevitabilidad de la presencia de la nación en nuestras vidas; si hay patriotismo en sentido fuerte, amor a la patria hasta el sacrificio, ese patriotismo está mediatizado por la nación.

Ciertamente, a Viroli le queda escaso espacio para dibujar una tercera figura del patriotismo. De entrada nos dice que comparte la tesis central de Rusconi: “en el corazón y en las mentes de los ciudadanos la virtud civil no viene simplemente sostenida por valores políticos universalistas, sino por la identificación con la cultura particular de un pueblo [31]; que le parece excesivamente nacionalista. Pero es fiel a su idea republicana: “Amar la patria para los autores republicanos quería decir... amar la república, o sea, la libertad común y las leyes, y la igualdad civil y política que la república protege” [32]

Viroli quiere encajar el patriotismo republicano entre el nacionalismo y el nacionalismo civil. El mero hecho de esta denominación ya es indicativo de su voluntad de rechazo, pues sólo si se entiende el universalismo habermasiano como voluntad de una “nación universal” merecería tal nombre; pero no es este el caso, Habermas es un cosmopolita razonable, no apunta a una idea de ciudadanía universal, guiada por el bien de la humanidad, como Martha Nussbaum en Los límites del patriotismo, por ejemplo. En el fondo la misma idea que usa Habermas para dar densidad ético-antropológica a su propuesta es la que usa Viroli, y por semejantes razones. Viroli aprovecha la idea de Habermas de que el patriotismo constitucional para conseguir un lugar en la mente y el corazón de los ciudadanos ha de tener una existencia particular, concretarse en una república particular, ve en ello un acercamiento a su patriotismo republicano. Seguramente es así, que los hombres aman con más fuerza las ideas abstractas concretadas en instituciones; pero el problema es si esas instituciones son amadas por las ideas universales que encarnan (como quiere Habermas) o porque son nuestras (con defienden los comunitaristas). Por otro lado, no está tan claro que no podamos amar los valores universales, por ejemplo, de la democracia; al menos cuando no se tienen en las propias instituciones sí que se aman, se reivindican, aunque residan en tas repúblicas. En cualquier caso, las diferencias entre Habermas y Viroli tienden a cerrarse en la medida en que el republicanismo de éste huye del comunitarismo

Para encontrar ese lugar intermedio entre el nacionalismo cosmopolita o cívico y el étnico opta por engordar la patria a costa de la nación, es decir, por traspasar algunos contenidos tópicamente pertenecientes a la idea de la nación a la pálida idea de la patria liberal para que devenga patria republicana; de este modo el patriotismo, el amor a la patria, no será sospechoso de amar la nación ni de carecer de pasión: “Tenemos necesidad de la patria, no de tener o de carecer de nación” [33], nos dice.

Tenemos, pues que amar la patria. ¿Cómo se logra? Engordándola un poco con elementos atractivos, capaces de apasionar. Es claro: no debemos intentar robustecer la italianidad de los italianos protegiendo su unidad étnica y cultural, sino trabajar sobre valores políticos de la ciudadanía democrática y defenderlos como valores que forman parte de la cultura el pueblo italiano. Y dice: “Entre ser “italianos” y ser “buenos ciudadanos” no hay una correlación necesaria; no es necesario ser genuinamente italianos, en el significado etno-cultural, para ser buenos ciudadanos, mientras que se puede ser purísimos italianos, en el sentido etno-cultural, y ser pésimos ciudadanos” [34].

Y Viroli hace una llamada muy interesante: los valores políticos de la ciudadanía democrática no son productos de la razón abstracta, impersonal, descontextualizada, sino expresión de una cultura y una historia. La libertad y la justicia son parte de nuestra cultura occidental, y no pueden ser enseñados como abstracciones, sino por su presencia en la vida, en situaciones de la historia, en caso vibrantes; para que lleguen a conmovernos o arrastrarnos, a movilizarnos por ellos, han de estar presentes en los relatos históricos, en nuestra memoria colectiva. Y concluye: “Para separarse del nacionalismo alemán, Habermas vuelve la ciudadanía más universal y política posible; para distinguirse de Habermas, Rusconi presenta la ciudadanía lo más nacional posible. Uno y otro van demasiado lejos, incluso en direcciones opuestas. El patriotismo constitucional de Habermas corre el riesgo de no responder a la exigencia de identidad nacional alemana. (...) Rusconi, por su parte, parece volver a los italianos más italianos para hacer de ellos mejores ciudadanos de lo que son. El peligro es que devengan sólo demasiado italianos, o sea, deseosos de afirmar y diferenciar la pureza de su identidad etno-cultural. Si trabajamos la italianidad corremos el riego de olvidar al ciudadano en la calle” [35].

Por otro lado, aunque se aleje de la densidad moral del nacionalismo, no quiere identificarse con la escuálida propuesta habermasiana liberal: Justamente porque rechazan la certeza del dogma, las repúblicas laicas necesitan memorias y conmemoraciones. Las democracias que defienden más celosamente que cualquier otra cosa la separación entre la Iglesia y el Estado, es decir, los EE. UU. y Francia, son también las repúblicas que celebran con gran afán su historia. Las memorias son un medio potente de mover los ánimos hacia el compromiso civil. Cuando se conmemora un episodio lejano de resistencia y lucha por la libertad; cuando se evoca una página dolorosa de nuestra historia; cuando se habla de mártires, de hombres o mujeres que han dado alguna cosa importante a la república, que han construido un círculo social o fundado una liga, se puede suscitar en el ánimo de quienes participan en ello un sentimiento de obligación moral a proseguir la obra de aquellos hombre y mujeres que conmemoran. El pasado puede devenir patrimonio para la formación civil de las nuevas generaciones” [36].

Cuando Viroli recoge una célebre cita de Rousseau, donde el ginebrino dice: “no son los muros, ni los hombres los que hacen la patria, sino las leyes, los usos, las costumbres, el gobierno, la constitución, y aquello que resulta de todo esto. La patria se forma en las relaciones entre el Estado y sus miembros; cuando esas relaciones cambian o se disuelven, desaparece la patria”, lo hace para deslindar los referentes nacionalistas y republicanos, tal que éstos son políticos, construcciones de los hombres en comunidad. En consecuencia, queda insinuado el correspondiente deslinde entren los respectivos sentimientos de ellos derivados: los nacionalistas quedarían clausurados como “naturales” y prepolíticos, particularmente el territorio y la lengua, y los republicanos se apropiarían de la historia. Esta distinción es en sí misma muy discutible, y pone el dedo en la llaga: ¿puede sostenerse un republicanismo sin un fondo nacionalista? Ese proyecto ilustrado de pensar la patria como una pura construcción política que permita una identidad sobrepuesta a la inexorable diversidad nacional, ideológica y cultural, ¿puede sostenerse sin derivar a una propuesta cosmopolita?

Pienso que Viroli no ha situado bien el origen del republicanismo. Puesto éste en la constitución de los estados modernos, tenía que aspirar a reunir en una misma comunidad política a clases y grupos sociales muy heterogéneos. Y si bien es cierto que, como nos dice el profesor Viroli, “los teóricos republicanos eran perfectamente conscientes de que el tipo de comunidad generada por el hecho de vivir en la misma ciudad, o la misma nación, o de hablar la misma lengua, y de adorar a los mismos dioses no era suficiente para generar el patriotismo republicano en el corazón de los ciudadanos” [37], no se ve cómo pueda aparecer esa pasión si no es como cálculo racional. A mi entender, la representación alternativa al nacionalismo es el cosmopolitismo; pero éste, del que parecen haberse apropiado los liberales, resulta sospechoso a Viroli, que de este modo se queda en una posición incómoda: pensando más bien en desmarcar el republicanismo del liberalismo, comienza por deslindar nacionalismo y republicanismo, para dar más entidad e independencia a éste. Pero en ese empeño los logros son limitados, pues, o bien convierte el nacionalismo en una caricatura, vaciándole de lo histórico y reduciéndole a determinaciones “naturales”, o bien la particularidad del republicanismo queda reducida a una identidad política sobrepuesta que difícilmente resulta apasionante y que, sobre todo, difícilmente puede verse como pasión.

O sea, la confrontación nacionalismo/republicanismo queda reducida a una diferencia: dos ideas de la verdadera patria: “La patria de los republicanos es una institución moral y política. La nación de Herder es una creación natural. Este considera las nacionalidades no como producto de los hombres, sino como la obra de una fuerza viva, orgánica, que anima el universo. Las repúblicas se originaron debido a la virtud extraordinaria y a la sabiduría de sus legendarios fundadores. Las naciones las hizo el mismo Dios…” [38]

Claro está, para Herder es ontológica y éticamente privilegiada la nación sobre el orden político, sea éste monárquico o republicano; y no le preocupa mucho la desaparición de un orden político, y sí la nación. Pero, como el mismo Viroli refleja, esa idea nacionalista de nación puede ser reformulada. No deja de ser curioso que Viroli, al reconocer que no siempre la idea de nación ha sido usada contra el espíritu republicano, caso Herder, recurra a Mill. Así, en J. St. Mill aparece descrita de otra manera, en la que el nacionalismo no significa “antipatía por los extranjeros”, ni “cultivo de particularidades absurdas”, ni “rechazo a adoptar lo que otros países han descubierto como bueno”. Mill dirá que “las naciones que tienen el espíritu nacional más fuertes son las que tienen menos nacionalidad”, es decir, están menos a la defensiva, están más abiertas. Se sienten más seguras ante lo extraño, más capaces de asimilarlo y adaptarlo. Por eso para Mill el nacionalismo es más un principio de simpatía hacia dentro, hacia los que viven juntos, que un principio de antipatía hacia fuera, hacia los otros: “Hacemos referencia a que una parte de la comunidad no ha de considerarse forastera frente a otra parte; a que han de cultivar el lazo que les hacen sentir que son un pueblo, que su suerte está unida, que lo que sea malo para un compatriota es malo para ellos mismos; y que no pueden, de forma egoísta, desentenderse de su participación en los problemas comunes cortando la conexión” [39]

No es fácil entender una república republicanista donde no se otorgue gran valor al territorio; no sé cómo se adquiere en ella la ciudadanía.... Lo curioso es que, tras radical diferenciación, niega contraposición entre ambas ideas, y para ilustrarlo recurre a una fuente de autoridad (extraña manera de argumenta), que curiosamente no es republicana, sino liberal. J. Stuart Mill, que en su System of Logic nos ofrece la siguiente definición del principio de marcionismo: “Es prácticamente superfluo decir que no entendemos “nacionalidad” en el sentido popular del término, como antipatía insensata hacia los extranjeros; como una indiferencia respecto del bienestar general de la raza humana o como una preferencia injusta por los presuntos intereses nacionales o como el rechazo de adoptar en nuestro país lo que ha sido considerado bueno por otros. Entendemos, en cambio, el principio de simpatía, no de hostilidad; de unión, no de separación, Entendemos el sentimiento de comunión de intereses entre quienes viven bajo el mismo gobierno y dentro de los mismos confines naturales o históricos, Entendemos que una parte de la comunidad no se considere extraña respecto a la otra parte; entendemos que las diversas partes de la comunidad hagan, de su relación, un valor; que sientan que son un solo pueblo; que sientan que sus cuerpos se funden juntos y que lo malo para cualquiera de sus compatriotas es también malo para ellos; que no deseen egoístamente liberase de los inconvenientes comunes que les tocan rompiendo esta relación” [40]

Tendríamos que sacar una conclusión: la idea liberal de nación de Mill no va contra el espíritu republicano. Lo cual complica este juego de delimitaciones, pues parece que el nacionalismo es el enemigo común de liberalismo y republicanismo… Y su recurso a G. Mazzini es poco afortunado, pues la cita que recoge no ayuda a esclarecen ese fondo pasional que Viroli desea poner en el origen de la república: “Una patria es un asociación de hombres libres e iguales unidos en el fraternal acuerdo de trabajar por un fin único. (...) Una patria no es una agregación, es una asociación. No hay patria verdadera sin derecho uniforme. No hay patria verdadera donde la uniformidad del derecho es violada por la existencia de castas o privilegios” [41].

Puede apreciarse que esta idea es genuinamente liberal. Si Viroli la considera un ejemplo claro de “principio de nacionalidad interpretado como equivalente a la idea republicana clásica de patria”, reaparece la ya aludida dificultad de deslindarla del liberalismo. Y tampoco es muy afortunada su referencia a Carlo Pisacane, cuya idea resume así: “Nacionalidad significa la libre expresión de la voluntad colectiva de un pueblo, de un interés común, de total y absoluta libertad, sin clases, grupos o dinastías privilegiadas. El amor por la patria sólo puede crecer en el suelo de la libertad, y sólo la libertad puede convertir a los ciudadanos en defensores de la república. Bajo el yugo de príncipes y monarcas, las pasiones del patriotismo están condenadas a degenerar” [42].

No encuentro problema en admitir, con Viroli, que Manzini y Pisacane interpretan el principio de nacionalidad como lo opuesto al nacionalismo, como rechazo del mismo; más dificultades tengo en admitir que la consecuencia que de ello se deriva sea una nítida distinción y jerarquización entre republicanismo y nacionalismo: “Por tanto, la diferencia entre el patriotismo republicano y el nacionalismo es bastante grande” [43]. Por un lado, porque se basa en argumentos de autoridad, por tanto, en el subjetivismo de Mazzini y Pisacane; por otro, porque la posición de ambos está fuertemente condicionada por el rechazo de una forma particular del nacionalismo, el herderiano. Ahora bien, Viroli distingue dos formas de nacionalismo, el cívico y el étnico y frente a ambas sitúa el patriotismo republicanismo: “El patriotismo republicano difiere del nacionalismo cívico en que es una pasión y no el resultado del consentimiento racional. No se trata de lealtad a principios políticos universales neutrales tanto histórica como culturalmente, sino de compromiso con las leyes, la constitución y la forma de vida de una república particular” [44]. Y aunque pensar el patriotismo republicano como pasión, ya lo hemos visto, puede ser tolerable por su ambigüedad, pues puede entenderse como equivalente al amor a las matemáticas, a la música, a la humanidad..., en cambio explicitar con nitidez que no es el resultado del conocimiento racional, aparte de parecer gratuito, extiende negras sombras sobre el republicanismo. Ese “compromiso” al margen de la racionalidad, de la reflexión y la libre decisión, como una determinación maldita a amar la propia ratonera, resulta delirante. El amor a las leyes porque son nuestras, a las que estamos sometidos, no es comparable a un amor a las leyes porque las hemos hecho nosotros, y por tanto conformes a nuestros principios. Sin mediación de la racionalidad, el patriotismo republicano es una variante enmascarada del fanatismo. Dicho de otro modo, la comparación con el “nacionalismo cívico” no le resulta ventajosa (otra cosa es esa caracterización del nacionalismo cívico como “lealtad a principios políticos universales neutrales tanto histórica como culturalmente”, que resulta confuso).

Viroli sigue: “El patriotismo republicano es también diferente del nacionalismo étnico porque no concede relevancia moral o política a la etnicidad. Por el contrario, reconoce relevancia moral y política, y belleza, a los valores políticos de la ciudadanía, particularmente la igualdad republicana, que son hostiles al etnocentrismo” [45]. Esta caracterización es realmente irrelevante, pues no dar relevancia moral y política a la etnicidad no es exclusivo del republicanismo; a tal efecto el liberalismo, en todas sus figuras, parece aventajado.

La conclusión que puedo sacar es: en el escenario elegido, el patriotismo republicano sale malparado de una comparación con el “nacionalismo cívico”; y frente al nacionalismo étnico, sus privilegios no superan a los del liberalismo. ¿Valía la pena todo esto?


3. Amor y pasión.

Es sorprendente que en el artículo de Viroli “El sentido olvidado del patriotismo” [46], que venimos comentando, no aparecen ni una sola vez –si mi lectura, y sobre todo si la omnisciencia del Word, no me han traicionado- las palabras “liberalismo” y “liberal”; es sorprendente por tratarse de un texto que responde a la obsesión de los neorepublicanistas, y de modo especial de Viroli, de autodefinición del republicanismo frente al liberalismo, su “otro”, cuya mera presencia amenaza su identidad. Pero a medida que avanza la lectura se vislumbra que esa confrontación no está ausente, que era una ilusión creer que los neorepublicanos puedan pensar sin negar el liberalismo; simplemente ha cambiado su forma de presencia, que ha pasado de fondo sobre el que recortarse a difuso referente no aludido.

Efectivamente, en este artículo abierta y explícitamente se trata de establecer la diferencia entre nacionalismo y republicanismo, y la superioridad –teórica y ética- de éste. Pero este objetivo, si se lograra, sería una victoria que forma parte de la otra guerra, la eterna confrontación entre liberalismo y republicanismo. Para el liberalismo, a mi entender, el nacionalismo y el republicanismo clásico forman parte de una misma familia ideológica, el comuni(tari)smo, esa familia de posiciones políticas que en distinto grado y forma defienden ontológica y éticamente la mayor eminencia de la comunidad respecto al individuo [47]. Desde esta perspectiva, la pretensión de Viroli de desmarcar con nitidez el republicanismo del comunitarismo persigue ganar sustantividad y excelencia ética, reforzándose así frente a la argumentación liberal y protegiéndose de las críticas antitotalitarias contra cuanto huela a “holismo social”. Por tanto, el liberalismo está en el horizonte de demarcación del discurso republicanista de Viroli, cosa que no deberíamos perder de vista.

Aquí, como digo, la batalla es contra el nacionalismo, y la disputa se estructura alrededor de la cuestión del patriotismo, de la confrontación de las dos formas de amar a la patria, la nacionalista y la republicana (está implícito que lo liberales, que en el fondo no tienen patria, no sienten ese amor, y el comunismo no está ni en el horizonte, descartado, tal vez porque ya advirtió Marx que los proletarios no tienen patria). En rigor, y dada la pasión de Viroli por la argumentación etimológica –cuya enigmática y nunca explicitada potencia normativa se usa con finura-, los únicos que tienen patria son los republicanos, sólo este discurso gira en torno a la idea de patria; los demás usan sucedáneos de baja calidad, según escritor italiano. Los nacionalistas tienen natio, a la que aman, a la que están condenados a amar, arrastrados por determinaciones ontológicas prepolíticas y pre-racionales; su pensamiento y su sentimiento gira en torno a esa natio que les otorga su ser y prescribe su deber. Los republicanos, que a efectos prácticos no tienen natio, que han superado esa determinación ontológica para darse otra a sí mismos, la han sustituido por la patria, una nueva identidad, que para Viroli es antitética de la puesta por la natio, a la que aman y a la que se deben como el autor a su más bella obra, a la creación que le permite sentirse artista.

Quiero subrayar aquí este paralelismo, importante para comprender y valorar la posición del autor de Per amore della Patria: a nacionalistas y republicanos les es común ese amor a su totalidad de referencia (la nación o la patria, respectivamente), y de esa vinculación nacen sus deberes para con ella. La diferencia, por el momento, reside en que, siempre según el filósofo italiano, la natio es una realidad natural, a la que se reverencia, y la patria una realidad artificial, políticamente construida, a la que se venera; o sea, la natio es obra de Dios y la patria es obra de lo mejor –lo divino- del hombre.

Es en cierto modo una pena que Viroli haya mantenido oculto el referente principal del discurso, el liberalismo. Si le hubiera dado entrada habría puesto en escena un tercer modelo, el de la societas, que habría ayudado a enriquecer y clarificar este juego de demarcaciones. Al no estar presente, la demarcación del republicanismo frente al nacionalismo recurre a rasgos sospechosamente liberales o, al menos, no peculiares y propios, como enseguida mostraré.


3.1. Pasión republicana y pasión nacionalista.

Sorprende, de entrada, que si bien la distinción entre nación y patria es realmente clara, en cambio la contraposición nacionalismo/republicanismo, aunque esforzada y laboriosa, resulta escasamente convincente. Ello es debido en gran medida a su empecinamiento en considerar el republicanismo una “pasión”, como si pretendiera separarlo de la frialdad del análisis económico y moral para ligarlo a un pathos de entrega heroica, incondicional, a un ideal inevitable. Puede ser que este planteamiento gane audiencia para el republicanismo, especialmente en nuestros tiempos de rebelión contra la racionalidad, pero esos sugestivos efectos retóricos acaban siendo neutralizados por la inevitable contradicción con el contenido del republicanismo. El desahogo esteticista de Viroli –el emotivismo es una forma de estetizar la amoral- es difícil de mantener en este ámbito de las ideologías políticas, donde tarde o temprano se espera de las mismas que nos ofrezcan ideales imaginables –idealmente posibles-, para lo cual inevitablemente han de mostrar su potencia para pensar la realidad social, es decir, representársela en conceptos.

Lo cierto es que los mismos argumentos genealógicos y de autoridad que busca Viroli para argumentar esta tesis de la pasión republicana son poco convincentes e incentivan las sospechas. Pues no defiende, como podría pensarse, una “pasión razonable”, tal como las describiera Helvétius en De l’esprit, una convicción profunda y contrastada, serena y firme, derivada de la reflexión y la virtud, sino una pasión romántica que arrebata y determina el alma de quienes son tocados por ella, de los republicanos. Para ello parte de lo que considera un hecho empírico constatable en los textos de “filósofos, historiadores, poetas, agitadores y profetas pertenecientes a la familia republicana, durante los dos últimos milenios”, a saber, que todos ellos son defensores del “amor a la patria”, un “amor generoso y compasivo por la república (caritas reipublicae) y por sus ciudadanos (caritas civium) [48]. No le es difícil rastrear los textos y encontrar citas apropiadas al respecto; lo cuestionable es su lectura de los mismos en claves tan emotivistas, interpretando ese “amor a la patria” como una pasión en sentido fuerte.

Efectivamente, Viroli se lanza a la búsqueda de linajes nobles para el republicanismo y encuentra autores cuyas ideas –aparte de la peculiar forma de republicanismo que dibujan- ha de retorcer y violentar para que encajen en esa empresa de mostrar el republicanismo, desde sus orígenes, como una pasión. Cuando recurre a Tolomeo de Lucca (1227-1327?) como autoridad “republicana”, historiador dominico muy ligado a Tomás de Aquino, poco apasionado y muy racionalista, entresaca una expresión suya (“Amor patriae in radice charitatis fundatur”) y nos empuja a pensar gratuitamente la caridad como “pasión”, pues el dominico entiende la caridad como subordinar lo privado a la común, y esa posición por lo común, esa caritas, más que ardor parece requerir serenidad. Y cuando menciona a Remigio de Girolami, no duda de nuevo en retorcer las descripciones del austero teólogo dominico medieval italiano (1235-1319), cuyo texto Tractatus de bono communi (1302) es de rigurosa impronta tomista, para que sirva a sus propósitos de argumentar sin límite su idea del republicanismo como pasión política. Así dirá que “hasta cuando el amor por la patria respeta los principios de la justicia y la razón, y, por tanto, es denominado amor racional (“amor rationalis”), tal como dijo Remigio dei Girolami, se trata del afecto por una república particular y por unos ciudadanos particulares que nos son queridos porque compartimos con ellos cosas importantes: las leyes, la libertad, el foro, el senado, las plazas públicas, los amigos, los enemigos, la memoria de las victorias y el recuerdo de las derrotas, las esperanzas, los miedos” [49].

Remigio dei Girolami hablaba, ciertamente, de “amor rationalis”, y puede comprenderse ese amor intelectual, esa pasión reflexiva por la ciudad y los ciudadanos; pero no veo la necesidad de “irracionalizar” ese sentimiento, y veo una impostura oponerla a la razón, como hace Viroli: “Es una pasión que crece entre ciudadanos iguales y no el resultado del consentimiento racional otorgado a los principios políticos de la república en general” [50].

Buscar expresiones que funden el “amor patrie” en la “caritas reipublicae”, incluso indentificarlo a “patriae caritas”, no lleva necesariamente a pensarlo como passio. Entre otras cosas porque en toda la tradición filosófica, y la Ética de Spinoza es el mayor monumento al respecto, la pasión siempre se ha pensado como algo que el sujeto soporta, que lejos de ser efecto de la libertad es negación de ésta. Y si Maquiavelo, otra referencia de autoridad preferida por Viroli, hablaba del deseo del hombre de “vivere libero”, no veía esa libertad a caballo de las pasiones. Si ha habido una idea constante en la tradición republicana es que los hombres no son espontáneamente amantes de lo público, ni generosos, ni caritativos, y que tales virtudes no brotaban espontáneamente de sus almas. Todo lo contrario, era la ausencia de esa pasión, de ese sentimiento moral, lo que justificaba la tesis republicana de poner el reinado de las leyes como fundamento de la república; las leyes como base de la formación del carácter, del ethos, de los hombres. Ya Helvétius llamaba a la Legislación “ciencia de la educación”, forjadoras de las costumbres, los valores y los sentimientos, en definitiva, de las virtudes republicanas.

No es fácil entender la insistencia y tenacidad de Viroli en esta tesis del republicanismo como pasión o, si se quiere, de la pasión patriótica como esencia diferenciadora del republicanismo. Aunque reconoce lo por otra parte obvio, que el republicanismo es un producto histórico cultural, busca un datum más originario, más rotundo y absoluto: “Desde luego, el patriotismo republicano tiene una dimensión cultural, pero es primariamente una pasión política” [51]. Parece que en ese origen pre-racional, incondicionado reside la grandeza o eminencia del republicanismo. Bien mirado, teniendo en cuenta que su objetivo demarcador pasa por fijar un abismo entre nacionalismo y republicanismo, parece que lo propio sería la idea tradicional de identificar el nacionalismo con las determinaciones naturales, prepolíticas, espontáneas, irracionales, dejando al republicanismo como resultado de la cultura, de la racionalidad, de la moralidad, de la libre elección. ¿Por qué se separa de esta línea hermenéutica? ¿Por qué insiste en que el republicanismo, aunque tenga una dimensión cultural, prima facie es una pasión?

Soy capaz de entender que se esfuerce, no sin confusión e incluso contradicción, en liberar el republicanismo de los “elementos prepolíticos comunes derivados del haber nacido en el mismo territorio, pertenecer a la misma raza, hablar la misma lengua, adorar a los mismos dioses o tener las mismas costumbres”; y comprendo que intente cargar esta sumisión de la identidad a la exterioridad en el “debe” de la cuenta del nacionalismo; al fin siempre es preferible que el mal lo carguen los otros. Incluso comprendo que intente convencernos de que, en su profesión de fe republicana, “el patriotismo republicano no descansa en un credo puramente político”, sino que descansa en algo más profundo y noble [52]. Al fin los hombres hacen con su historia como los pueblos: siempre buscan un origen sagrado legitimador. Lo que resulta inasimilable y refractario a toda comprensión es esa voluntad de caracterizarlo como una pasión, pues aparte de arbitrario y confuso tiene visos de ser contradictorio incluso con las referencias de autoridad a las que recurre. Porque si bien es cierto que Cicerón consideraba que los lazos de la patria eran más dignos que los de la natio, ello no se debía a que los primeros se fundaran en una pasión, sino todo lo contrario, porque respondían a una convicción racional, a una decisión de hombres reflexivos y libres. Para Cicerón, como siglos después para los ilustrados, la pertenencia a una nación era algo contingente, o sea, y no necesariamente bueno ni mal, no necesariamente desfavorable o ventajoso. Era algo así como una determinación ontológica exterior, que uno cargaba en su mochila toda la existencia. En cambio la patria, pensada como creatio, como obra de los hombres, en una acción racional, libre y voluntaria, era obra de la virtú, en el más genuino sentido maquiaveliano de capacitación y dominio de un arte. Y aunque es cierto que en la tradición republicana está siempre presente el amor a la patria, lo está bajo estas dos determinaciones: como fin ético y como pasión razonable. Como fin ético, es decir, no como dato natural; es algo que la república debe perseguir y lograr como condición de su perfección y, si se quiere, de su perseveración en el ser, no como condición genealógica. Como pasión razonable, es decir, como se ama la justicia, la belleza, la ciencia…, todo lo cual requiere previamente el conocimiento, el concepto.

Realmente, insisto, no es fácil entender la tenacidad con que Viroli se esfuerza en pensar el republicanismo como pasión. Pues si bien es cierto que la patria es la idea clave del republicanismo, y el amor a la patria el valor más querido en el mismo, el filósofo italiano reconoce que se trata de una idea abstracta, que no tiene nada que ver con el “lugar en que hemos nacido” y al que nos sentimos vinculados por determinaciones prepolíticas. Todo lo contrario, para el italiano la patria es en su esencia una construcción política, una forma de vivir en comunidad, “sinónimo de república y libertad”. En consecuencia, el “amor a la patria”, aunque pueda llegar a ser tan potente como para justificar la entrega de la vida a su servicio, incluso para dar la vida en defensa de su dignidad y de su gloria, no deja de ser un sentimiento mediado por el conocimiento y derivado de una valoración intelectual, más o menos económica (intereses) o moral (valores). Puede amarse a la patria como se ama a una religión, sin duda; pero esa “cualidad” no siempre es virtuosa en sentido republicano; ni siquiera la “intensidad” mide la virtù. El amor hobbesiano a la patria puede ser suficiente y, a veces, más conveniente que el de algún iluminado jacobino. En todo caso, lo que parece razonable es entender que ese amor republicano a la patria siempre sigue al análisis racional, condición de toda decisión libre; y que, por tanto, el amor republicano difícilmente puede separarse de la idea del buen ciudadano, que no es el cargado de virtudes (cardinales y teologales) cristianas sino, sobre todo, el hombre que piensa por sí mismo. Considero que no es una impostura decir que lo propio del republicanismo es la voluntad de autonomía, que supone inequívocamente la subordinación de la vida (deseos, sentimientos, pasiones…) a la razón, tal que el amor a la patria tiene la legitimidad ética de su racionalidad (que en el plano práctico quiere decir su moralidad) y la legitimidad política de su universalidad (si creemos con Spinoza que la razón une y la pasión separa)


3.2. Pasión política y pasión pre-política.

Para concluir, veamos de forma resumida las virtudes específicas del patriotismo republicano respecto al nacionalismo. La primera nos da un ejemplo de la manera de argumentar de Viroli, recurriendo a lo que han dicho los antiguos (por supuesto, con citas descontextualizadas, de Cicerón, Rousseau, Montesquieu, Maquiavelo o Manzini-, creo que Garibaldi no debió hablar de estas cosas, ni Robespierre…). La primera diferencia nos la cuenta así: “A este efecto es útil tener en cuenta que los escritores políticos clásicos tenían bien clara la diferencia entre los valores políticos y culturales de la patria y los valores no políticos de la nación, y es significativo que para describir los unos y los otros utilizaran dos términos diferentes: patria y natio. Tanto la patria como la nación instituyen lazos entre los individuos, pero el vínculo que la patria o res publica establece entre los ciudadanos es más estrecho y más digno que los vínculos de la nación, como escribe Cicerón en De Officiis (I,17.53)”

Tras fijar la superioridad de los vínculos ético políticos en torno a las instituciones y leyes de la república respecto a los lazos naturales (culturales, étnicos,, religiosos, lingüísticos…), nos rebela la segunda diferencia, ésta referida a la interpretación del “amor a la patria”. Del mismo modo, no hay defensa conceptual, sino referencia a los “escritores políticos clásicos” que así lo consideraban. Según esos escritores: “el amor a la patria es una pasión artificial que se ha de alimentar y renovar constantemente con medios políticos, en primer lugar, con un buen gobierno y la participación en la vida pública. Para los nacionalistas, el amor a la patria es un sentimiento natural que se ha de proteger de la contaminación y de la asimilación cultural para que viva y se fortalezca. Esta diferencia deriva obviamente de que los primeros consideraban que la república era una institución política, mientras que los segundos creen que la nación es un producto de la naturaleza o de Dios” [53].

Esa es toda la argumentación a favor del patriotismo republicano. Y para quien valore mucho la participación política –que, por cierto, no veo que no pueda estar presente en la propuesta nacionalista- recordemos que Viroli ha dejado bien claro que la libertad republicana no debía confundirse con la democracia participativa, estableciendo la separación precisamente en torno al problema de la participación: Él ha afirmado con contundencia: “Consideran (siempre ellos, los escritos políticos clásicos) que el gobierno de la ley hace que los individuos sean libres no porque la ley sea su voluntad, porque le hayan dado su consentimiento, sino porque la ley es un mandato universal y abstracto y, como tal, protege de la arbitrariedad” [54]. Y sigue: “La concepción republicana de la libertad también es diferente de la idea democrática que afirma que la libertad consiste en “poder darse normas a uno mismo y a no obedecer otras normas que las que uno se ha dado a sí mismo (libertad en el sentido de autonomía) (…)

La concepción republicana de la libertad política es próxima a la idea democrática de la libertad como autonomía de la voluntad, en la medida que ve en la constricción una violación de la voluntad; éstas, no obstante, no es idéntica a la libertad democrática, en tanto considera que la voluntad es autónoma cuando está protegida del peligro constante de ser sometida a construcción, no cuando la ley o la norma que regula mis acciones corresponde a mi voluntad. Los escritos políticos republicanos no han sostenido nunca que la liberad consista en la acción regulad por la ley autónoma, es decir, aceptada voluntariamente, o en el poder de darse normas a nosotros mismos y de seguir sólo las normas que nos demos; sino que han sostenido que el poder de darse las leyes –directamente, por medio de representantes- es el medio eficaz (junto con oros) para vivir libres, en el sentido de no estar sometidos a la voluntad arbitraria de uno, de pocos o de muchos individuos” [55].

Por otro lado, aunque se aleje de la densidad moral del nacionalismo, no quiere identificarse con la escuálida propuesta habermasiana liberal: “Justamente porque rechazan la certeza del dogma, las repúblicas laicas necesitan memorias y conmemoraciones. Las democracias que defienden más celosamente que cualquier otra cosa la separación entre la Iglesia y el Estado, en decir, los EE. UU. Y Francia, son también las repúblicas que celebran con gran afán su historia. Las memorias son un medio potente de mover los ánimos al compromiso civil. Cuando se conmemora un episodio lejano de resistencia y lucha por la libertad; cuando se evoca una página dolorosa de nuestra historia; cuando se habla de mártires, de hombres o mujeres que han dado alguna cosa importante a la república, que han construido un círculo social o fundado una liga, se puede suscitar en el ánimo de quienes participan en ello un sentimiento de obligación moral a proseguir la obra de aquellos hombre y mujeres que conmemoran. El pasado puede devenir patrimonio para la formación civil de las nuevas generaciones” [56].

Vista así, la Patria parece un buen sustituto de la Iglesia, una congregación de individuos piadosos, un refugio de la árida soledad a la que el liberalismo ha conducido a los seres humanos. Quien deambula abandonado en la noche helada, ¿no habría de sentir atractivo por un cálido y protegido refugio hogareño donde compartir aunque sólo sean silencios? Es difícil resistirse al discurso neorepublicanista, a su propuesta de vida comprometida con la virtud pública; es difícil rechazar el hechizo de las sirenas sin sentirse duro de corazón. Pero mientras el neorepublicanismo dibuje sus contornos frente al rostro liberal, sin ver el otro lado del espejo, conservándolo intacto, su figura será utópica y ucrónica en el sentido bellos de ambos términos. Pues al otro lado del espejo está el capitalismo, y el capitalismo de hoy, el lugar social donde el ideal republicano no tiene cabida. Y es que en la selva difícilmente hay lugar para ágoras y foros civilizados; y es que los zoos en las selvas no tienen sentido y en las ciudades no tienen esperanza.


J.M.Bermudo (2010)