SOLIDARIDAD, AMOR Y UTILIDAD





1. Utilitarismo, pragmatismo y neopragmatismo.

A la mirada de superficie el utilitarismo y el pragmatismo aparecen como doctrinas con cierto aire de familia; y en autores tan relevantes como J. Dewey, ambas tradiciones pueden convivir y reforzarse mutuamente. No obstante, creo que deberíamos ser prudentes y no forzar su identificación. El utilitarismo ha sido siempre una filosofía práctica, con la pretensión de establecer criterios y normas cuyo respeto garantizara la justicia de la acción política (y, de modo más problemático, la moralidad del comportamiento privado); el pragmatismo, en cambio, ha sido fundamentalmente una filosofía teórica, orientada a la reflexión ontológica y epistemológica, aunque tuviera consciencia de poner en juego la acción humana. Y es precisamente este desplazamiento de sus respectivos escenarios de reflexión lo que permite su coincidencia fácil y no contradictoria en autores como Dewey, capaz de fundar una política reformista en una ética utilitarista y una epistemología pragmatista.

Ahora bien, el problema que aquí nos ocupa no es la relación de parentesco o compatibilidad del utilitarismo con el pragmatismo, sino con el neopragmatismo. La diferencia no es trivial. Todo “neo”, y el neopragmatismo no es una excepción, implica una renuncia al origen; encierra la paradoja de, al mismo tiempo, reconocer y negar su referente constitucional. Por tanto, las relaciones del utilitarismo con el pragmatismo clásico no se mantienen respecto al neopragmatismo; las correspondencias quedan subvertidas o amenazadas de subversión en la negación del origen que pone en juego. La posición del Rorty, autor que aquí y ahora es el objeto de nuestra reflexión crítica, no deja dudas al respecto. Por un lado, acentúa aún más el carácter teórico de la reflexión neopragmatista, deviniendo una metafilosofía con la mirada puesta en la epistemología pluralista y en la ontología de la contingencia, que implacable pone sus límites a la política y a la ética; por otro, sus pretensiones indirectamente prácticas están muy alejadas del ideal republicano progresista que, matices aparte, acercaba a Dewey y a J. St. Mill. En consecuencia, tiene sentido replantearse hoy el problema de la relación entre utilitarismo y neopragmatismo en un pensador como Rorty, cuyo discurso sirve, a veces sin conocerlo, a los políticos que con mayor o menor inconsciencia están construyendo el mundo globalizado y la cultura de la indiferencia, del mismo modo que, ayer, el discurso de Mill y el de Dewey inspiraban la política del estado nacional republicano y su cultura progresista.

La relación de Rorty con el utilitarismo aparece en distintas modalidades de tratamiento. Repartidos por sus textos encontramos, en primer lugar, referencias, siempre positivas, a la utilidad como valor individual y social a cultivar; pero identificar este hecho con su militancia en una doctrina utilitarista sería una impostura. La mayor parte de las veces esas referencias simplemente constatan, cual principio antropológico naturalista, que, como decía Bentham, los hombres buscan el placer y huyen del dolor; y añaden a ese factum una valoración trivial del bien buscado, por ser intrínseco a la vida, y elevándolo a norma moral en un gesto naturalista que ni se detienen a pensar. ¿Cómo negar bondad a la búsqueda de la felicidad? Parece extravagancia o impostura. Pero, a pesar de ello, esa moral naturalista de la felicidad, que si acaso alude a un utilitarismo grosero, tiene poco que ver con el utilitarismo en sentido fuerte, como doctrina práctica; las referencias de Rorty a la utilidad en este sentido no permiten acercarlo al utilitarismo. Que los hombres busquen su felicidad y que parezca razonable valorar tal acción positivamente, son cosas que pertenecen a un ámbito premoral; importantes, fundamentales, pero premorales. La apuesta rortyana por la utilidad puede indicarnos que Rorty comparte la moral de la utilidad, pero en modo alguno que adopte la teoría moral utilitarista; y, en rigor, ni siquiera los valores prescritos por el utilitarismo, que no consisten tanto en perseguir la utilidad cuanto en un modo de repartirla.

El utilitarismo es una doctrina moral en sentido fuerte, en tanto que postula, guste o no al cuerpo, el deber de incrementar la utilidad [1] al mayor número. Yo preferiría reformular el principio en términos negativos, como deber de disminuir la miseria (material, social, cultural, espiritual ) al menor número; pero ese utilitarismo negativo, más progresista y más conforme a una idea razonable de contrato social, supone tal vez salirse de los límites del culto a la utilidad; no es aquí el lugar de comentarlo [2]. En todo caso, el utilitarismo de la utilidad, más que el de la felicidad, configura una ética política (y con ciertos límites una ética privada) que implica un modelo de ciudad, de ciudadano y de vida. Es este el utilitarismo el que, a nuestro entender, está ausente en Rorty; el utilitarismo como doctrina práctica, que nada tiene que ver con el factum del reconocimiento positivo de lo útil, que incluso pensado como opción de valor llama, si acaso, a producir utilidad, al tiempo que silencia el modo de producirla y, sobre todo, de repartirla.


2. El utilitarismo y la última estrofa.

Junto a ese genérico y trivial reconocimiento de lo útil, que en rigor no afronta los problemas teórico y político del utilitarismo, en Rorty encontramos oro abordaje, con mayores implicaciones interpretativas y evaluativas. Nos referimos a aquellos lugares donde enfoca la propuesta utilitarista estrechamente ligada a la génesis del pragmatismo, como un componente esencial de esta doctrina. En tales casos no solo argumenta sustantivamente la felicidad o utilidad como un digno fin del hombre, sino que reinterpreta el significado que ese giro utilitario en moral tiene para la aparición del pragmatismo, que es tanto como decir para la culminación (superación) de la filosofía.. Así, al comparar las críticas de Nietzsche y Dewey a la tradición platónica, metafísica, falogocentrista, prefiere a este último porque no acompaña las mismas de “cierto desdén idiosincrásico hacia la democracia y el cristianismo” [3]; y, sobre todo, porque este pragmatismo deweyano pensaba que “la búsqueda de la verdad no difiere de la búsqueda de la felicidad humana, sino que es parte de esta última” [4]. Esa es la lectura que hace Rorty del utilitarismo: una ética política sin verdad, donde la utilidad sustituye y subordina al conocimiento. La tradición pragmática, de James y Dewey, sigue diciendo Rorty, es en sí misma un paso evolutivo: “el paso de una cultura que cifra el objetivo de la investigación en aprehender cómo son las cosas en sí mismas a otra que lo cifra en la consecución de mayores cotas de felicidad humana, constituye un ascenso evolutivo, al igual que el paso de una cultura esclavista a otra que aborrezca la esclavitud”. Al final del proceso, con el logro de la utopía pragmática, la investigación en física o en ética no se entenderá como proyectos cognitivos sino como “proyectos participativos encaminados a desarrollar concepciones que fomenten la felicidad general” [5]. Destaca, por tanto, no sólo el contenido práctico (valor de la felicidad) del utilitarismo sino su significado teórico en la historia de la filosofía: una ética sin verdad, legitimada por sus resultados concretos y contextuales.

¿Cómo se garantiza esa retórica al servicio de la felicidad? Rorty alude a concepciones que fomenten las “mejoras tecnológicas” y las “costumbres sociales más tolerantes y magnánimas”. Dichas concepciones, sin duda, no aspiran a ninguna universalidad; sólo pretenden ser localmente compartidas, alcanzar una intersubjetividad razonable: “la reflexión filosófica debería centrarse principalmente en la solidaridad humana y no en un género de objetividad más allá de la intersubjetividad” [6]. El pragmatismo es, para Rorty, ese cambio de tercio del cognitivismo a un utilitarismo sin verdad. Lo dice con toda claridad: “he llegado al convencimiento de que la doctrina del pragmatismo representa la propuesta de reemplazar la distinción entre apariencia y realidad -y entre la naturaleza intrínseca de algo y sus “características meramente relacionales”- por la distinción entre descripciones más útiles y descripciones menos útiles de las cosas” [7]. El pragmatismo lingüístico, por tanto, se funda en la conveniencia de abandonar un uso del mismo con pretensiones cognitivas por otro con simples fines utilitarios. E insiste: “Dicha doctrina supone que el progreso intelectual y moral no comporta la convergencia hacia la representación fiel de la naturaleza intrínseca de algo (sea de la naturaleza no humana o de nosotros mismos), sino más bien el hallazgo de descripciones cada vez más útiles de las cosas. Tales descripciones posibilitan modos de interacción con la naturaleza no humana, y con nosotros mismos, que nos hagan cada vez más felices” [8]. Frente al uso verdadero del lenguaje, propone el uso útil del mismo; frente a una representación de la esencia de las cosas propone una descripción favorable de las mismas. Apuesta así por la fuerza creadora del lenguaje, por su capacidad para presentarnos la realidad de mil maneras distintas y por su potencia para argumentar entre ellas las más útiles.

Puede resultar sorprendente esta conversión utilitarista de Rorty; puede parecer chocante que su opción pragmatista –que, como hemos dicho, es fundamentalmente una intervención en epistemología y ontología- se haga por razones utilitaristas, por una previa profesión de fe utilitaria, especialmente si se tiene en cuenta que este apego a la utilidad y a la felicidad está muy lejano a la exaltación, que abunda en sus textos, de los momentos de creación de los poetas románticos y de los políticos utopistas forjadores de estados, ajenos a tales trivialidades cotidianas. Pero esa aparente contradicción constituye en realidad el problema a descifrar. El reto pasa por pensar la apuesta por la autocreación poética como una opción por la utilidad. Y esa perspectiva no es extravagante, pues Rorty viene a decirnos que, dado que nuestro yo, nuestra identidad, es resultado de la acumulación de relatos que miran sobre sí mismos, si podemos, si tenemos suficiente potencia creativa, ¿por qué no autodescribirnos de forma que nos sintamos bien con nosotros mismos? ¿Por qué no escribir nuestra biografía en lugar de dejar que otros nos la escriban? Podremos cuestionar que nuestro yo sea sólo cuestión de descripciones; pero, si se acepta esa ontología, su propuesta poiética puede entenderse como una apuesta por la maximización de la felicidad. Incluso su ontología de la contingencia –puesta como opción tras la crisis del fundamento-puede pensarse como elección al servicio de una opción utilitarista, pues al liberar al hombre de toda esencia o determinación fuerte y dejarlo en el espacio de la contingencia, dispuesto siempre a redescribir su historia y su ser, le abre las puertas de la felicidad (aunque sea en lo imaginario) [9].

Por tanto, junto a las múltiples referencias positivas al valor de la utilidad, constatamos la máxima valoración metafilosófica que otorga Rorty a la teoría utilitarista, poniendo sobre sus hombros la génesis del pragmatismo. Pero, además, en ocasiones sus aprobaciones y elogio se dirigen directamente a las tesis y autores clásicos del utilitarismo. Así, no escatima elogios a J. St. Mill, adhiriéndose al testimonio que de él hace W. James en Pragmatismo: “de quien primero aprendí la amplitud pragmática de la mente y a quien me gusta imaginar como guía nuestro si viviera hoy” [10]. Que Rorty, haciendo suyas las palabras de W. James, declare a Mill creador de la “pragmática de la mente” y guía filosófico, no puede ser pasado por alto; pero tampoco tomado en su literalidad. Porque no es extraño que James sienta el utilitarismo milliano como algo familiar, tal cual lo hemos afirmado de Dewey; pero resulta de entrada sorprendente constatar la presencia de ese amor en Rorty. Tal cosa que requiere alguna explicación, que además nos precisa el sentido de este amor.

Rorty no oculta, sino que resalta su afirmación de que Mill era utilitarista y empirista; por tanto, da muestras de exquisita objetividad, aunque con ello ponga obstáculos en su camino. Efectivamente, con estas credenciales de utilitarista y empirista Mill no debía resultar sospechoso a James ni a Dewey; pero sí a los ojos de Rorty, quien, para acercar la figura utilitarista milliana al neopragmatismo, ha de depurarla de todo residuo empirista, que huele en exceso a filosofía de la representación y de la subjetividad, a pretensiones de verdad. Por ello lanza la tesis de que la filosofía anglófona en su devenir histórico se ha librado totalmente del empirismo; y que el pragmatismo ha jugado un papel en esa limpieza, con sus críticas a la verdad como correspondencia y al conocimiento como copia de lo real. Un utilitarismo no empirista, y, en consecuencia, no cognitivista, sería la antesala del pragmatismo; o éste la conclusión del proceso antirepresentacionista de aquél.

Claro que, mientras llegó la purificación, y de forma históricamente irreversible, el utilitarismo clásico fue empirista. Rorty no tiene fácil la justificación de su amor filosófico por Mill, que fue un convencido empirista; no obstante, recibe encendidos elogios de Rorty, de forma explícita y sin reservas. El reconocimiento es sin condiciones ni límites, hasta llegar a poner el pragmatismo como una metamorfosis del utilitarismo: “Pero el utilitarismo sigue conservando toda su pujanza y, según creo, la mejor forma de entender el pragmatismo es a modo de utilitarismo aplicado a la epistemología” [11]. Podríamos decir, sin exageración, que Rorty pone el pragmatismo como culminación del utilitarismo, cuando éste extiende su criterio de lo ético a lo epistemológico, cubriendo todo el ámbito filosófico de la reflexión. En ese desplazamiento la utilidad, del mismo modo que barrió la verdad moral, disolvió la verdad epistemológica (y en el mismo gesto se purificó de su lastre empirista). Pero tenemos razones para sospechar que ese ensanchamiento no fue una mera expansión, sino que supuso una reorganización interior: la disolución de la verdad afectaría tanto al estatus de los valores (sin verdad) como a su contenido y jerarquía (trabajo que está por hacer).

Esa redescripción rortyana del utilitarismo le permite reivindicarlo con fuerza, defenderlo frente a su mala prensa académica, y especialmente del desprecio recibido de la “metafísica” heideggeriana, que no han sabido ver la luz que anunciaba. Rorty critica la ceguera de Heidegger, que no supo leer en el utilitarismo la aurora de lo que él buscaba en tinieblas: “Pienso que las doctrinas que Mill defiende en Sobre la libertad y El utilitarismo (dos tratados en mutua dependencia y ligazón) representan la mejor manera de desembarazarse de lo que Heidegger denomina “metafísica”, la mejor manera de iniciar la próxima estrofa de lo que él llamaba “el poema del Ser, el hombre” [12]. No creo que, en el vocabulario rortyano, pueda decirse nada más bello de una filosofía que esa denominación de primera estrofa del poema del ser con que describe al utilitarismo. Quien conozca la obra de Rorty sabrá entender que no podía rendir mayor tributo a Mill que ponerlo a la cabeza de Heidegger, abriendo lo que éste, víctima de sí mismo, sólo pudo anunciar. Mill deja de ser el filósofo científico, ávido de verdad, para aparecer en figura de poeta vigoroso, creador. Pero, igualmente, el lector habitual de Rorty no se verá sorprendido de que deje las cosas así, con una brutal afirmación, dejándonos en la perplejidad, y dando por cerrado su discurso. Y digo su discurso porque el nuestro debería abrirse ahora, a instancia suya, al no poder liberarnos de la seducción de esas dos grietas abiertas al pensamiento: ¿qué significa aplicar el principio de utilidad a la epistemología? y ¿cómo leer a Mill para que suene a estrofa de un poema sobre el hombre sin sujeto? Pero nuestras pretensiones son hoy mucho más modestas.


3. Justicia, moralidad y conveniencia.

¿Es suficiente esta lectura rortyana del utilitarismo como tránsito al pragmatismo y esta interpretación de la antropología rortyana en claves de felicidad para considerar a Rorty un pensador utilitarista? Creemos que no, ni la perspectiva historiográfica ni la apuesta por una moral de la utilidad equivalen a asumir la doctrina utilitaria, a militar en el utilitarismo; o, en otras palabras, que en ningún momento hace referencia alguna al principio de distribución de la utilidad o cuestiones en el mismo implicadas. El problemático utilitarismo rortyano tendrá que decidirse en relación con el criterio de utilidad. Y puesto que no lo aborda directamente, tendremos que examinarlo refiriéndonos a su tratamiento de algunos tópicos inmediatamente conectados con el mismo, en especial los de justicia y solidaridad, y comparando su posición con la de su admirado Mill, cuya idea de justicia nos servirá de fondo.

Mill sitúa su reflexión sobre la justicia en el amplio escenario de la utilidad, presentándola como una de sus figuras. En dicho escenario distingue tres regiones o ámbitos, el de lo deseable, donde rige la razón prudencial; el de la moralidad, estructurada en torno al deber, dictado por la razón moral; y el ámbito de la justicia, configurado en torno a la obligación legal. En el fondo, la distinción refiere a la posibilidad y formas de la norma práctica. En el campo de lo deseable o de la mera conveniencia puede haber exhortación pero no norma: es deseable que García Márquez escriba una nueva novela, pero ninguna forma de la razón práctica puede sensatamente prescribírselo. Los otros dos ámbitos, en cambio recogen una división tópica de la época que distingue entre dos tipos de "deberes": a) los de obligación perfecta, que generan un derecho correlativo en alguna persona; y b) los de obligación imperfecta u obligaciones morales, que no generan tal derecho. Tan obligatorio es, según la razón práctica, pagar el salario acordado como practicar la beneficencia; pero, en el primer caso se determina y fuerza legítimamente su cumplimiento y en el segundo se deja al agente la libertad de elegir el momento de ejecutarlo. De este modo Mill sugiere que la justicia otorga un derecho personal (y una obligación correlativa del otro), lo que no ocurre con la moralidad, que tiene sujeto pero no tiene acreedores. La prescripción de la norma de justicia, además de la corrección del acto y la incorrección de su omisión, implica que dicha acción pueda ser exigida por otro; la moralidad, que en el contexto en que argumentamos se identifica a la solidaridad, en cambio, se sitúa fuera de los derechos, fuera del espacio de la justicia: "Nadie tiene derecho moral a nuestra generosidad o beneficencia ya que no estamos obligados a practicar tales virtudes con relación a ningún individuo determinado" [13]. La exigencia moral de solidaridad es abstracta, no tiene ninguna subjetividad como destino; la exigencia de justicia, en cambio, se hace siempre en nombre de otro, de un particular. Pero ambas son obligatorias y su cumplimiento está respaldado por la sanción: la moral, por la presión que ejerce la aprobación o el rechazo de la colectividad; la justicia, por la aplicación de la ley.

¿Puede considerarse la solidaridad como exigencia de la humanidad? Si por “humanidad” se entiende algo así como la naturaleza humana, una cierta idea del hombre, en definitiva, las prescripciones de la razón práctica, tal exigencia es trivial; pero entonces no se hace en nombre de nadie, sino en nombre de una idea. Si, por el contrario, “humanidad” se toma como nombre del conjunto de los seres humanos, como sujeto colectivo, entonces dicha exigencia caería en el ámbito de la justicia. Mill afirma con énfasis que si queremos distinguirlas hay que mantener esa diferencia: la justicia implica derechos mientras que la moralidad o solidaridad no engendra derecho alguno [14].

Esta cartografía nos servirá para probar el utilitarismo de Rorty. Éste, como veremos, no distingue entre lo moral y lo justo, entre solidaridad y justicia, pues no distingue entre obligación perfecta e imperfecta; en rigor, no reconoce obligación alguna, lo que le lleva a identificar los planos de la justicia, la solidaridad y la conveniencia, viendo a ambas como meramente deseables. Junto a esta diferencia –esencial porque implica la imposibilidad de cualquier prescripción del tipo del criterio de utilidad- hay otra que la radicaliza y apoya: Rorty, a diferencia de Mill, no distingue entre el plano de los sentimientos y el de las normas; las normas se reducen a exhortaciones, sin que impliquen obligación alguna.

Efectivamente, aunque Mill identifica en su origen y génesis los sentimientos de moralidad y de la justicia, dado que en cierto sentido la regla de justicia simplemente sanciona legalmente un deber moral, ese origen común (sentimiento de utilidad) no oculta la diferencia del deber de justicia, cuya fuerza prescriptiva refiere a la norma y a la racionalidad que la formula. El sentimiento de justicia, según Mill, incluye dos ingredientes: el deseo de castigar al culpable y el conocimiento o creencia en la existencia de individuos perjudicados. El deseo de castigar se genera espontáneamente a partir de dos sentimientos naturales [15], ambos instintivos: el impulso de autodefensa y el sentimiento de simpatía. A tal respecto el hombre se diferencia del animal en la capacidad de sentir simpatía con todos los seres sensibles; y, si algún hombre en particular no siente simpatía por algún individuo concreto, gracias a su inteligencia es capaz de concebir el interés en impedir y castigar toda conducta que amenaza la sociedad. Como dice Mill: "El sentimiento natural nos haría rechazar de modo indiscriminado cualquier cosa hecha por otro que nos resulte desagradable; sin embargo, cuando este sentimiento se moraliza mediante la incorporación de un sentimiento social, sólo actúa en el sentido que viene determinado por el bien general, de tal modo que las personas justas rechazan los daños causados a la sociedad, aun cuando ellas no resulten en modo alguno lesionadas, y no rechazan un daño que se les cause a ellas personalmente, por penoso que sea, a menos que sea de un tipo cuya represión interese tanto a la sociedad como a ellas particularmente" [16].Y así interpreta que la máxima kantiana sólo tiene sentido como propuesta de ajustar la conducta a una norma que todos los seres racionales pudiesen aceptar con beneficio para sus intereses colectivos (justicia como imparcialidad).

Es decir, la idea de justicia supone una regla de conducta y un sentimiento que sanciona la regla por estar en su origen y ligado a la utilidad. La regla es común a la humanidad y al servicio de su interés; el sentimiento se refiere al deseo de que sufran castigo los infractores. Esto implica la idea de un perjudicado: violación de sus derechos. La justicia, por tanto, es en su origen un deseo de proteger o vengar un daño sufrido por uno mismo o por alguien con quien se simpatiza; y en su máximo desarrollo es ese sentimiento cuando incluye a todas las personas por ampliación de la simpatía y/o por el autointerés inteligente.

Por tanto, la idea de derecho es clave para la idea de justicia en Mill, a diferencia de lo que ocurre en Rorty, que reduce la justicia a virtud moral, a sentimiento de benevolencia o piedad. Tener derecho a algo es poder exigir con razón a la sociedad que lo garantice, que proteja su disfrute, bien mediante la ley, bien mediante la educación y la opinión pública: "Tal como yo lo entiendo, pues, tener derecho es tener algo cuya posesión ha de serme defendida por la sociedad. Si quien presenta objeciones continúa preguntando por qué debe ser así, no puedo ofrecerle otra respuesta que la utilidad general" [17]. Ahora bien, no toda cosa útil socialmente es considerada derecho; sólo las cosas más esenciales. Como dice Mill, aquí, como ocurre a menudo en la psicología, "la diferencia de grado se convierte en una auténtica diferencia de calidad" [18].

Por lo dicho hasta aquí puede apreciarse que la concepción milliana de la justicia ofrece dos aspectos irreductibles a la mirada rortyana. Por un lado, no es mera virtud moral, mera solidaridad, sino ligada a los derechos (y por tanto exigible); lejos de ser mero sentimiento de lealtad ampliada es pensada como regla fuerte de exigencia en el cumplimiento de los derechos. Por otro lado, aunque tenga su origen en un sentimiento natural espontáneo deviene norma de justicia cuando adquiere una formulación universal; lejos de expresar simpatías por los vecinos regula las relaciones entre los hombres haciendo abstracción de sus determinaciones naturales y contingentes.


4. El “nosotros” y la solidaridad.

Plantearnos en serio el utilitarismo rortyano exige previamente plantearnos en serio el criterio utilitarista como una regla de solidaridad. Dejando de lado las cuestiones epistemológicas y los extravagantes cálculos de la felicidad, y sin entrar en la grieta abierta entre el utilitarismo del placer (Bentham) y el de la excelencia (Mill), lo filosóficamente relevante del utilitarismo como filosofía práctica es su máxima de la mayor utilidad para el mayor número, que responde a unos postulados de justicia distributiva. El utilitarismo es, desde esta perspectiva, una manera de pensar y concretar la solidaridad [19]; por eso es interesante comentar la idea que Rorty tiene de la misma.

La utopía liberal rortyana se basa en una premisa sorprendente, a saber, que los miembros de una comunidad pueden considerar que “vale la pena morir” por una convicción que saben es histórica y contingente, fruto del azar, sin fundamento [20]. Decimos “sorprendente” porque, en rigor, y en parte fomentado y avalado por discursos como el rortyano, parece que una característica de la conciencia de nuestra época postmoderna es, precisamente, sospechar que no hay nada, ni lo más sagrado y fundado, por lo que valga la pena morir. Siempre ha sido difícil estar dispuesto a morir por aquellas cosas en las que se cree, incluso por las consideradas más verdaderas; y he aquí que, en plena conciencia nihilista, cuando al fin llega a todos los confines cultos la nueva de la muerte de Dios, Rorty nos sorprende con un discurso de consolación. Viene a decirnos que no nos preocupemos, que sigue habiendo convicciones por las que vale la pena morir, y que precisamente se trata de representaciones fáciles y ligeras, soportables; más aún, que es en su ligereza y volatilidad, a salvo de todo lastre metafísico, donde radica su mérito.

¿Por qué se mete Rorty en estos avatares? ¿No es más coherente con su filosofía de la contingencia una alternativa nihilista que una esperanza consoladora? Tal vez sí, pero su utopía liberal le exige una defensa (apasionada bajo su máscara ironista) de la misma; y sería pobre defensa la basada en la premisa de que, al menor obstáculo o peligro, lo mejor es la deserción. Parece tener más fuerza retórica la llamada a defender, hasta la muerte, una creencia liberal, aunque se sepa que carecemos de razones fuertes para creer en ella. No es fácil, la verdad, imaginarnos al prototipo de filósofo ironista, que Rorty incansablemente describe, dispuesto a beber la cicuta, como cualquier socrático obsoleto; no es fácil incluso si, como indica Rorty para mantener al menos el escenario, en lugar de morir por la verdad, la ley, la justicia, el bien, la libertad o cosas así, asume la muerte por motivos más ligeros, superficiales y contingentes.

En todo caso, esta idea le sirve como entrada a su formulación, acotación y defensa de la solidaridad. La cuestión que pone en juego es la siguiente: “¿tenemos la obligación moral de experimentar un sentimiento de solidaridad con todos los demás seres humanos?”. Ya es sospechoso que se plantee la obligación de tener un sentimiento, y no la obligación de actuar solidariamente, con lo cual nos hurta el problema moral. Y es más sospechoso que, como siempre suele hacer, recurra a la argumentación de otro, en este caso de Wilfrid Sellars, en su Science and Metaphysics. Este autor considera un hecho conceptual el que las personas constituyan una comunidad, un nosotros, en razón de que se conciben el uno al otro como uno de nosotros, y por no querer el bien común desde el punto de vista de la benevolencia, o desde un punto de vista moral, sino por quererlo como uno de nosotros. Es decir, la identidad colectiva no responde a ningún proyecto moral, pero tampoco a una determinación natural, sino a algo tan contingente y liberal como la libre decisión personal de pertenecer a un club social. Se funda en una decisión, en la intención de ser uno del grupo; y esa decisión de devenir uno de nosotros, de un nosotros cualquiera, es lo que Sellars llama “we-intentions”. En tanto que ese nosotros no obedece a ninguna determinación natural o sociohistórica, puede pensarse abierto a todos los que quieran pertenecer, como un club sin derecho reservado de admisión, con el atractivo del pacto social en sus versiones clásicas y puras, que nunca estaba cerrado ni por exigencias a los socios ni por numerus clausus. Pero el mismo Sellars, consciente de que todo nosotros es efecto de un cierre, de una clausura que excluye a los otros, a otros nosotros, frente a los que se constituye como horizonte de sentido, se encarga de controlar nuestro entusiasmo al advertirnos de que el colectivo aludido con “nosotros” es siempre limitado y contextual, con determinaciones históricas y culturales, eso sí, siempre contingentes; nos dice, al fin, lo que ya sabíamos: que todo nosotros excluye a los otros. Parece una burla, pero no es tal. La lucha contra las exclusiones políticas siempre se ha basado en el rechazo de cualquier fuerza legitimadora de las determinaciones naturales; ahora Sellars, al tiempo que las rechaza, conforme a la mejor tradición progresista, como determinaciones metafísicas, nos las devuelve por la ventana, conforme a un genuino liberalismo postmoderno, travestidas en determinaciones contingentes. Y aunque desde las alturas filosóficas pueda pensarse que algo hemos ganado, pues lo arbitrario es más vulnerable que lo necesario, para quien sufre la exclusión le resulta indiferente si se hace en nombre de la naturaleza o del capricho humano, al fin versiones hermenéuticas de lo mismo.

A Rorty le viene como anillo al dedo esta descripción de Sellars, pues le permite decir: no tiene sentido exigir solidaridad más allá del “nosotros” voluntariamente constituido, con lo cual se reduce a poco más que una voluntad de lealtad. Y, para apuntalar la posición, redescribe a Sellars interpretando el “nosotros” como referido a los que son como nosotros en algo, sea la raza, la cultura, la afiliación política o religiosa, la generación. ¿Puede ese “nosotros” referirse a todos los seres humanos? Según Rorty no, porque en tal caso el “nosotros, los seres humanos”, al incluir la humanidad entera, se opondría a lo no humano, a los animales, los vegetales, las máquinas, los extraterrestres, etc.; en cuyo caso no tendría fuerza de identificación ni de obligación moral. El nosotros que incluye a todos los seres humanos aporta una identidad muy abstracta y, sobre todo, sin contenido moral; en cambio, cuando el nosotros, aunque sea muy amplio, se afirma excluyendo a otro grupo de seres humanos, sea éste el tercer mundo, las mujeres, el populacho, los judíos, los violentos, el eje del mal, etc., en tal caso la diferencia es sustantiva y moral, acota el ámbito de las obligaciones morales frente a lo otro, relegado al estatus de cosa. Rorty, que conoce bien a Derrida, aplica las tesis de éste de que toda identidad introduce la diferencia, de que toda identificación pone en marcha una exclusión. Y para que la diferencia tenga contenido moral lo excluido debe ser de la misma naturaleza, lo otro debe ser un los otros, es decir, otro nosotros.

En el fondo Rorty está aplicando la idea humeana de “benevolencia limitada” [21], pero con un sutil y problemático desplazamiento. Efectivamente, Hume la aplica en la descripción de la génesis de los sentimientos morales; en este escenario su argumentación es persuasiva, pues es difícil defender que todo ser humano tenga como determinación natural el amor a la humanidad; es más razonable creer que ese amor queda limitado a círculos estrechos que pueden ensancharse, pero siempre con límites y a costa de la intensidad (por ejemplo, de la familia a los vecinos, a la aldea, a la patria...). En ese escenario es razonable la valoración de Rorty: “nuestro sentimiento de solidaridad se fortalece cuando se considera que aquél con el que expresamos ser solidarios, es “uno de nosotros”, giro en el que el “nosotros” significa algo más restringido y más local que la raza humana” [22]. Incluso es razonable su insistencia crítica en que decir que somos solidarios con alguien “por ser un ser humano” es una explicación débil y poco convincente. Los ejemplos que relata son contundentes, y hoy tiene otro a su disposición aún más fuerte: el trato de los USA a su americano talibán.

Ahora bien, el problema de la solidaridad, como el de cualquier otra norma moral, no se puede decidir en el escenario de los sentimientos morales. Lo que está en cuestión no es lo que sentimos -que, ciertamente, está determinado y limitado por la contingencia, la historia, la naturaleza, etc.- sino lo que debemos hacer. Yo soy capaz de comprender que los sentimientos del pueblo americano frente a “uno de los suyos”, como el yanquee talibán, sean de otra índole que los suscitados en ellos por los talibán afganos o saudíes; como soy capaz de comprender los sentimientos de compañerismo y solidaridad mafiosa entre un grupo de jóvenes que ocultan la conducta miserable y delictiva de uno de ellos, pues esos sentimientos pertenecen al plano de lo fáctico, de los hechos psicobiológicos o psicosociales; en definitiva, soy capaz de comprender la condición amoral de los seres humanos, que les es intrínseca, pues no son ángeles o santos. Lo que ya me resulta difícil comprender es qué tiene que ver tal condición fáctica, psicosocial o antropológica, con el problema de la moral; y lo que me resulta inadmisible es que, en vez de lisa y llanamente ignorar la norma moral por sus carencias ontoepistemológicas se juegue con la descripción de sentimientos para, sin confesarlo, erigirlos en modelo, criterio y límite de la moralidad; y lo que me resulta ilegitimable es que, por encima de tales sentimientos contextuales, no se pueda postular, como ideal humano, cultural, histórica y contingentemente aceptado, la aplicación universal e igualitaria de la misma regla moral de igual trato. Porque la pregunta en cuestión no es por los hechos o fenómenos naturales, sino por las normas morales que, con frecuencia, y sin necesidad de asumir el rigorismo kantiano, pueden ir contra los mismos.

En esta perspectiva, insistir en que nuestro sentimiento de solidaridad se fortalece cuando el otro objeto de nuestra solidaridad es “uno de los nuestros”, es trivial; pero no tiene más significado que reconocer que las ratas se reconocen entre sí por el olor, buscan estar juntas e incluso se protegen entre ellas. Ese sentimiento más que solidaridad es mero instinto gregario de autoprotección; si quiere llamarse “solidaridad”, se trata de una solidaridad ajena a la cuestión moral; nada tiene que ver con el problema moral, que hace abstracción de cualquier figura de la afectividad. La insistencia en cuestiones fácticas (existencia de esos sentimientos locales, gremiales, gregarios, familiares y ausencia de los otros, de los morales universales y abstractos) no decide el problema moral. Aunque pudiera argumentarse de forma convincente que los seres humanos en nuestra época son incapaces de un sentimiento de solidaridad universal, incluso aunque se mostrarse razonablemente que los sentimientos de estos seres humanos actuales son contrarios a tal idea moral, aún así seguiría siendo pertinente la pregunta: “¿deben los hombres cumplir la norma de solidaridad universal?”. En todo caso, y al margen del estatus moral de esa solidaridad gregaria, lo que parece derivarse de esta reflexión es la distancia insalvable entre Rorty y el utilitarismo: en éste la justicia y la solidaridad son afectadas por un principio que prescribe su ejecución incuestionable, más allá de los sentimientos y deseos y contra estos si fuere necesario.


5. Convencionalismo y moralidad.

Rorty puede aportar razones –y en muchos textos lo ha hecho- dirigidas a mostrar la arbitrariedad de esa regla de solidaridad universal, es decir, la carencia de fundamentación racional, su carácter de regla histórica y contingente; y aquí sus argumentos son potentes y en gran medida irrebatibles. Aparcando el problema de si son o no definitivos, podemos asumir a efectos de nuestra reflexión esa hipótesis. Podemos aceptar que las normas morales carecen de fundamento ontoepistemológico, racional, conforme a la inútil pretensión de la historia de la filosofía postplatónica; podemos aceptar el escenario pragmático como apropiado para la filosofía práctica. Pero, aun así, se nos abren dos vías de sospecha. Una, ¿por qué Rorty no asume el desierto nihilista?; ¿por qué tras su terrible deconstrucción de la razón moral le da por coquetear con los sentimientos morales?; ¿por qué no reducir éstos, en tanto que fenómenos contingentes y de superficie, a esas huellas ciegas que tanto elogia cuando, en su deconstrucción del yo y siguiendo el viaje lacaniano redescribe a Freud?; ¿dónde ha descubierto el valor de esas convulsiones emocionales? Otra, que aunque Rorty hubiera ilustrado de forma contundente que la regla moral de solidaridad es una mera convención, cuyo origen causal se pierde en una red de necesidades, experiencias, contingencias, huellas ciegas, etc., es decir, aunque la haya privado de fundamento racional, no la ha privado de sentido si, como él hace, se sitúa en un escenario pragmatista, según el cual las ideas no se valoran por su verdad sino por su bondad. La tesis pragmatista de que el sentido es siempre contextual no elimina el problema del sentido ni el de los argumentos para la elección del mismo.

Que toda regla moral sea una mera convención no es una objeción práctica, no es un motivo suficiente para su rechazo o menosprecio: acabamos de ver cómo el propio Rorty confiesa querer defender que hay convenciones por las que “vale la pena morir”. Cuestionar la verdad o validez absoluta de la regla de solidaridad universal no cuestiona en lo más mínimo su valor y validez (su verdad) actuales, su momento de verdad y autenticidad; no cuestiona que valga la pena morir por ella; más aún, en términos pragmáticos, no cuestiona ni siquiera su utilidad ni su eficacia. Ciertamente, es cuestión del escenario de representación, del juego de lenguaje o, para hablar más clásico, de la ideología; pero, en principio, un neopragmatista no tiene legitimidad para vetar ninguna ideología desde su criterio de inconmensurabilidad de los discursos.

Puede argumentarse que sí, que “haberlas haylas”, pero que son otras, no ésta. En tal caso, habrán de aportarse razones, que ya no refieran a la arbitrariedad o contingencia, para desautorizar la regla universal de solidaridad y no otras, como la propia regla de libertad universal que parece impregnar la utopía liberal tan querida a Rorty. Y creo que no valen los argumentos retóricos a los que Rorty recurre. No son válidos textos como “es parte de la idea cristiana de la perfección moral el tratar a todos, aun a los guardias de Auschwitz o de Gulag, como pecadores, lo mismo que otros. (...) El universalismo ético secular ha hecho suya esta actitud del Cristianismo” [23]. El “amor al prójimo” cristiano es una prescripción perfectamente diferenciable de la solidaridad universal. En todo caso, la regla de solidaridad no sustituye a la de justicia ni exime de las injusticias cometidas. Al contrario, la regla de solidaridad en el fondo viene a paliar la “injusticia” de la justicia, es decir, su ausencia o el mal social que la justicia permite; por eso siempre se prescribe respecto a los débiles, los pobres, los oprimidos, los marginados, quienes sufren un desastre natural o los efectos ciegos del desarrollo, etc. No tener en cuenta las “circunstancias de la solidaridad”, es decir, el escenario de legitimidad y validez de la norma, permite argumentaciones retóricas a quien, por otro lado, ha hecho de la retórica una profesión de fe de la filosofía..

Nosotros comprendemos reticencias como las de Rorty ante una actitud moral universalista; pero nos contamos entre quienes él censura porque consideran que “encierra algo moralmente dudoso el preocuparse más por un ciudadanos neoyorquino que por una persona que afronta una vida igualmente desesperanzada y estéril en los barrios bajos de Manila o de Dakar” [24]. Más que “moralmente dudoso” consideramos tal posición abiertamente inmoral en tanto que atenta contra la regla moral más propia de nuestro tiempo y tal vez la única por cuya defensa muchos consideran que vale la pena morir: la que rechaza de nuestras almas y de nuestros lenguajes la xenofobia. Decir que la benevolencia es y será siempre limitada, no pasa de ser una perogrullada; pero no hay nada escrito en lo dado que nos exija respetarlo; y, curiosamente, aún tendríamos muchas menos razones para respetar lo dado si adoptáramos la posición de Rorty, que nos invita a redescribir-construir la realidad sin respeto a fantasmas trascendentes.


6. Transculturalidad y transcendentalidad.

Creemos que algunas de las ambigüedades de los textos de Rorty proceden de su identificación entre pragmatismo y liberalismo; tal vez lo que está en juego sea la posibilidad de un pragmatismo no liberal, es decir, una posición filosófica pragmatista y una posición política no liberal. Sin abordar el problema a fondo, y solo para introducir algunas sospechas, veamos como se manifiesta en algunos lugares.

El combate rortyano contra la universalidad de la norma moral presenta a veces huecos y concesiones. Así, cuando aplaude que se exhorte a ser solidarios con miembros de otros nosotros, de otras culturas. Admite, pues, la llamada transcultural y dice compartir “la exhortación a que extendamos nuestro sentido de “nosotros” a personas a las que anteriormente hemos considerado como “ellos”” [25]. Aunque se trata de exhortaciones, no de prescripciones fuertes, Rorty distingue fugazmente los dos escenarios, el de los sentimientos y el de las normas morales; y admite la bondad o conveniencia de trascender los límites de la tribu y extender el sentimiento de solidaridad más allá del instinto; acepta abrir el club a nuevos socios. No renuncia a su pesimismo respecto a la permeabilidad de los sentimientos por esa máxima; ni tampoco a su convicción de que esa máxima de solidaridad transcultural carece de fundamento racional; pero merece destacarse que ahora Rorty distingue los dos planos, el de los sentimientos y el de las normas, y en éste se abre a lo universal, al borrar las fronteras de exclusión.

Esa débil y fugaz defensa de la vocación de transculturalidad es una buena vía, pero en Rorty está lastrada por su militancia antitranscendental. Está convencido de que afirmar con fuerza esa vocación y, sobre todo, ensancharla de tal modo que la transculturalidad se confunda extensionalmente con la universalidad, favorece la recuperación del punto de vista trascendental. Esta preocupación aparece cuando, tras defender la exhortación a la solidaridad transcultural, inmediatamente advierte que la misma no responde a ninguna exigencia ontológica o racional; que los liberales se diferencian de “los otros” precisamente en eso, en que quieren ensanchar la solidaridad, pero considerándola una regla sin fundamento metafísico, cuya validez deriva de pertenecer al léxico occidental, fruto de la contingencia.

Lo curioso es que, en coherencia, Rorty no tiene argumento alguno para proponer una exhortación a la solidaridad universal; incluso parece desearlo, cuando dice: “La concepción que estoy presentando sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana” [26]. Esta confianza por el progreso moral, y la valoración del mismo desde la expansión de la solidaridad, emocionaría a Kant. En cambio, Rorty tiene argumentos para exigir que la exhortación no devenga prescripción o norma moral y que la universalidad no sea pensada como criterio moral sino como mero horizonte de la transculturalidad ampliada. De ahí que, tras su proclama sobre el progreso moral, lo matice insistiendo en que no se trata de avances generalizados de cada yo hacia la realización de su esencia, sino “de la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación; cuando se las concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de “nosotros”” [27].

Rorty, sin violar los principios de su posición filosófica, podría defender una propuesta de solidaridad universal si la “universalidad” no fuera un trascendental, si no respondiera a exigencias de la razón o a supuestos metafísicos como el de una naturaleza humana que pone la identidad de la especie. Por eso huye del lenguaje de la filosofía de esencia y pone como base de esa solidaridad transcultural lo que considera un rasgo moral común a los seres humanos, a saber, el de rechazar el dolor en el otro. Seguramente, como se desprende de otros contextos, también les reconocerá el deseo de libertad, con lo que, curiosamente, estaríamos ante las dos verdades rousseaunianas del corazón: infinito deseo de ser libre y piedad ante el dolor del otro. Rorty apuesta así por una limitada y contextualizada moral natural, que no se funda en una naturaleza racional o telos común a los hombres, que carga a éstos con el deber de realizar su esencia, sino en el hecho comprobado de sentir simpatía ante el otro, en la “capacidad de advertir el dolor y la humillación y de identificarse con ellos” [28]. Rorty, en su batalla contra Kant, no necesita ir más lejos que Hume, por sus ideas de simpatía y benevolencia limitada, e incluso por la escuela escocesa del moral sense o moral sentiment.

Si al final Rorty, siguiendo a Sellars, se contenta con la tesis de éste, según la cual la solidaridad es algo construido antes que descubierto, producida en la historia antes que reconocida en ella, ¿qué decir? Sólo que nos sigue pareciendo ingenuo, que lucha contra fantasmas filosóficos desaparecidos de la escena. Ya nadie defiende una moral racional a priori. Lo que se plantea no es la evidencia racional de las máximas morales universales; es algo más sencillo, a saber, si sobre el instinto de rata “vale la pena” sobreponer una regla de solidaridad universal; si por encima de su determinación natural los hombres pueden proponerse vivir conforme a máximas e ideales convencionales pero atractivos. Y las reconocidas convencionalidad y artificiosidad de la norma, definitivas para el filósofo que siga pensando en términos de fundamento, que se vería arrastrado a la conciencia trágica del “último hombre”, deberían ser asumidas con optimismo por la filosofía de la contingencia de Rorty.

No tenemos dificultad en admitir la tesis de Sellars según la cual la obligación se identifica con “validez intersubjetiva”; y mucho menos su distinción entre solidaridad y benevolencia, siendo ésta una dimensión psicológica o afectiva. Pero nos distanciamos y manifestamos nuestras sospechas cuando contextualiza la esencia de la intersubjetividad, cuando la refiere a comunidades particulares como su límite. Ese êthos no puede agotar la dimensión moral; no vemos razones para que la intersubjetividad, de hecho cultural y acotada, no pueda tener pretensiones de universalidad. No entendemos por qué una cultura no puede aspirar a expandirse. La intersubjetividad es un referente adecuado a la hora de explicar el origen y la realidad histórica de la regla morar, su esencia histórica y contextualizada; pero ese origen no implica un límite para su aplicación; una norma de origen y esencia intersubjetiva puede tener pretensiones de universalidad. No creemos absurda una idea de intersubjetividad abierta, autodeterminándose; e incluso creemos que la misma es consistente con el pragmatismo epistemológico rortyano. En todo caso, lo que nos parece indudable es que la fórmula del criterio utilitarista es esencialmente universalista; y aunque podría decirse que en el fondo se silenciaba la clausura, el límite, puesto por la frontera del Estado nacional, no afectaba al principio sino a un presupuesto tácito de aplicación.


7. Solidaridad, dolor y humillación.

La batalla contra las abstracciones ha dado siempre buena rentabilidad retórica; Rorty lo sabe y no desaprovecha las ocasiones. Nada hay más seductor que enunciar la preocupación por el hombre concreto, frente a las instituciones o categorías que imponen el deber. Al ironista no le preocupa el hombre como sujeto moral, excesivamente sublime, sino como individuo que puede ser humillado: “Su sentido de la solidaridad humana se basa en el sentimiento de un peligro común, no en la posesión común o en un poder que se comparte” [29]. Esa preocupación por la particular, que retórica e ingenuamente se identifica con lo real –e incluso con lo verdadero y bueno- se presenta como la buena moral, la que vale la pena; y lo particular en el hombre es su dolor, su miseria, no sus derechos o valores morales. Por eso “[El ironista] piensa que lo que le une con el resto de la especie no es un lenguaje común sino sólo el ser susceptible de padecer dolor, y, en particular, esa forma especial de dolor que los brutos no comparen con los humanos: la humillación” [30]. La solidaridad no es algo que depende de compartir una verdad o una meta comunes, sino una cuestión de compartir “una esperanza egoísta común: la esperanza de que el mundo de uno –las pequeñas cosas en torno a las cuales uno ha tejido el propio léxico último- no será destruido” [31].

Tras cada reflexión rortyana se esconde su rechazo de lo trascendental. Tal vez esa preocupación sea efecto de la posición consistente de su filósofo ironista; la incoherencia o impostura surge cuando, declaradas fantasmas las ideas, la emprende a palos contra las ideas grandes e inicia un ritual de adoración de las pequeñas. Un buen ejemplo nos lo ofrece al distinguir entre dos lecturas del lema “debiéramos tener en la mira a los marginados”. Una, que Rorty considera correcta, lo interpretaría como prescripción de crear un sentimiento de solidaridad más amplio que el de ahora; otra, que califica de incorrecta, se propondría reconocer una idea o deber de solidaridad universal trascendental. Manifiestamente Rorty resucita fantasmas contra los que luchar. El intuicionismo moral es hoy una doctrina obsoleta, que nadie defiende. Su verdadero enemigo, al que debería plantar acara, no es el intuicionismo, sino la tesis que defiende una moralidad que, reconociéndose histórica, cultural, convencional y sin fundamento ontoepistemológico, conforme a las exigencias más genuinas del pragmatismo, mantiene no obstante pretensiones de universalidad, aspira a constituirse como modelo de vida al menos con la misma legitimidad –y creo que con mayor grandeza y atractivo- que su apuesta por una benevolencia limitada, respetuosa (¿por qué?) con los límites del egoísmo. En rigor el adecuado escenario del debate es el que Kant escogiera para el juicio estético: la asumida subjetividad del juicio sobre el gusto coincide con la pretensión de universalidad del mismo que aparece en el inevitable factum de las discusiones estéticas. Pretender que los otros compartan nuestros gustos y, en moral y política, nuestros valores, parece compatible con el reconocimiento de la subjetividad del mismo.

A Rorty le gusta dar palos al muerto y seguir con su cruzada contra la filosofía de las esencias. Su insistencia en que una lectura metafísica del lema moral supone pensar la filosofía como un tribunal exterior capacitado para decidir el bien y el mal del hombre y de la ciudad, dictando su ley a la política, es una trivialidad que hoy nadie cuestiona. Podemos compartir con Rorty que no existe ese tribunal, que la filosofía no puede aspirar a poseer el léxico último desde el cual decidir el orden de y los límites de la democracia; en definitiva, que la filosofía no puede aspirar a haber alcanzado la verdad, el conocimiento y, además, la evidencia de que dicho conocimiento tiene más valor que “las libertades democráticas y la relativa igualdad social de las que, desde hace muy poco tiempo, algunas sociedades ricas afortunadas han llegado a gozar” [32]. Pero, al mismo tiempo, entendemos que una lectura ironista supone pensar la filosofía al servicio de la política democrática, como ayuda al intento rawlsiano de conseguir el “equilibrio reflexivo” entre las reacciones instintivas y los principios generales de nuestra cultura.

Cuando insiste en que no existe ningún tribunal autorizado, y que en lo público como en lo privado hay cosas más evidentes que las defendidas por la metafísica, como el valor de las libertades (público) o el amor u odio que sentimos ante una persona particular (privado), sólo podríamos objetar, recordando a Vico, lo que éste reprochara al entusiasmo de Descartes por su cogito: la evidencia no es ciencia. Es obvio, como dice Rorty, que la escisión de la vida entre lo público y lo privado, así como el factum del pluralismo, llevan a dilemas morales difíciles de resolver; que es ingenuo pretender hacerlo recurriendo a un tribunal de la verdad o que el léxico final de una persona o cultura es radicalmente último; que la ampliación y revisión de un léxico no es fruto de un dictado desde otro léxico exterior, sino de un proceso de la historia y el azar. Y tiene razón al decir: “No existe una manera neutral, no circular, de defender la afirmación liberal de que la crueldad es lo peor que podemos hacer, del mismo modo que no existe una manera neutral de respaldar la tesis de Nietzsche de que esa afirmación expresa una actitud de resentimiento, de esclavo, o la de Heidegger de que la idea de “la mayor felicidad para el mayor número” es sólo un poco más de “metafísica”, de “olvido del Ser”” [33]. En definitiva, es potente su argumento de que no podemos ir más allá de los procesos de socialización que nos llevaron a esa creencia; que no podemos buscar un fundamento menos efímero y contingente a esa norma moral; que hemos de partir de donde estamos y hemos de asumir nuestro etnocentrismo. Las dudas surgen en su defensa de ese etnocentrismo tolerable, digno, porque se trata del “nuestro”, dice Rorty, del etnocentrismo de los liberales del mundo occidental del siglo XX, que incluye su expiación al haber asumido el deseo de ensancharse, “de crear un éthnos aún más amplio y más abigarrado” [34]. Dudas resistentes a la seducción de su discurso, muy persuasivo en su dimensión crítica, por ejemplo, cuando defiende que mantener la esperanza en que los seres humanos lleguen a tener el sentimiento de solidaridad con la humanidad es ingenuo, e incluso enfermizo; según él, equivale a “un torpe intento (del filósofo) de secularizar la idea de llegar a ser uno con Dios” [35]. Atractivo cuando busca sacar la exhortación a la solidaridad, como condena universal del dolor y la humillación, de los léxicos últimos de las distintas culturas e individuos, para así, sin necesidad de compartir una axiología, poder sentir la solidaridad. Sugestivo cuando apuesta por una “identificación imaginativa con los detalles de las vidas de los otros” frente al reconocimiento de la misma como “algo previamente compartido”, perteneciente a un léxico común. El poder seductor del discurso rortyano se debe en gran medida a su actualidad, a su hábil conexión con la sensibilidad de nuestro tiempo, de solidaridades puntuales, fraccionadas y efímeras, si se quiere, solidaridades sin reglas, sin deberes, que permitan ser vividas como el acto de dar del superhombre nietzscheano en vez del humilde acto de cumplir o servir, demasiado humanos, demasiado utilitaristas.


J.M.Bermudo (2002)




[1] Uso “utilidad” en vez de “felicidad”, por dos razones, que aquí no puedo argumentar: primera, porque está en el espíritu de la doctrina utilitarista; y segunda, porque es una formulación más conforme con la filosofía contemporánea.

[2] He expuesto la tesis del “utilitarismo negativo” en mi libro Eficacia y justicia. Posibilidad de un utilitarismo moral. Barcelona, Horsori, 1993.

[3] “Prólogo” a la edición castellana de Consecuencias del pragmatismo, de 25/X/94. Madrid, Tecnos, 1996, 12.

[4] Ibid., 12.

[5] Ibid., 12.

[6] Ibid., 12.

[7] Ibid., 13.

[8] Ibid., 13.

[9] Este segundo nivel de contacto de Rorty con el utilitarismo, conectado a la génesis del pragmatismo, sin duda merece un tratamiento más detenido; aquí sólo pretendemos constatar su presencia.

[10] Ibid., 13.

[11] Ibid., 13.

[12] Ibid., 14.

[13] J. St. Mill, El utilitarismo. Madrid, Alianza, 1984, 112.

[14] “En cierto sentido tanto la justicia como la moralidad ponen en juego la idea de castigo, aunque la primera recurre a la ley y busca una reparación, mientras que la segunda sólo expedienta un reproche social y atiende a la mera corrección. Decir que algo es moralmente incorrecto equivale a decir que es reprobable, que debe ser castigado de uno u otro modo: "de no ser mediante la ley, por medio de las críticas de sus conciudadanos, y de no ser mediante las críticas de sus conciudadanos, a través de los reproches de su propia conciencia” (Ibid., 110).

[15] Ibid., 110.

[16] Ibid., 115.

[17] Ibid., 118.

[18] Ibid., 119.

[19] Suponemos que en el utilitarismo hay una clara diferencia entre los ámbitos de la justicia y la solidaridad, y entre la justicia y la moralidad en general; y esta distinción debería compararse con la conocida idea rortyana de la justicia como lealtad ampliada (Cf. “La justicia como lealtad ampliada”, en R. Rorty, Pragmatismo y política. Barcelona, Piados, 1998, 105-124). Pero aquí no abordamos esta reflexión.

[20] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991,208.

[21] "El origen de la justicia se encuentra únicamente en el egoísmo y la limitada generosidad de los hombres, junto con la escasa provisión con que la naturaleza ha subvenido a las necesidades de éstos" (Treatise, II, 495).

[22] Ibid., 209.

[23] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Edic. cit., 209.

[24] Ibid., 210.

[25] Ibid., 210.

[26] Ibid., 210.

[27] Ibid., 211.

[28] Ibid., 211.

[29] Ibid., 109.

[30] Ibid., 110.

[31] Ibid., 110.

[32] Ibid., 215.

[33] Ibid., 216.

[34] Ver su artículo “Solidaridad u objetividad”, en Post-Analytic Philosophy.

[35] R. Rorty, Contingencia, ironía, solidaridad. Edic. cit., 216.