SOBRE PLURALISMO Y HUMANISMO





1. Reconocer la pluralidad sin militar en el pluralismo

Nada más frecuente en nuestros tiempos que adscribirse al pluralismo. Aparece en el rostro renovado del liberalismo, como reconocimiento –entre tolerante y paternalista- de la diversidad de ideologías, corrientes estéticas, religiones o axiologías, y de sus formas prácticas, o sea, pluralidad de partidos políticos, iglesias y clubes. Se expresa también en la más reciente pero igualmente generalizada y tópica apuesta por la biodiversidad, sea esta cultural o ecológica. Del mismo modo, hoy el fervor pluralista se ha extendido incluso a los hasta ayer lugares sagrados de la verdad y la razón únicas, como la epistemología y la ontología, y bajo el manto unas veces de Wittgenstein y Heidegger, otras de Rorty y Derrida, los más apasionados llegan a defender, frente a la totalitaria voluntad de verdad, la igual legitimidad entre la poesía, la magia y la ciencia.

Quienes seguimos pensando, de la mano de Hume y de Diderot, que la tarea del filósofo es sospechar siempre de la voluntad de creer, oponerse siempre a la tendencia de la naturaleza humana a buscar refugio en la fe compartida, debemos abrir los ojos ante este nuevo credo universal. La unanimidad en la vocación pluralista es la religión filosófica de nuestro tiempo; pues aunque se trate de una doctrina que promulga el rechazo de la verdad única, existencialmente promueve y sanciona lo que condena, víctima de esa falacia performativa o inconsistencia existencial que se reproduce tenaz en los pliegues del discurso. Nos hemos acostumbrado a escuchar, en el debate público, junto a las mayores y más rotundas descalificaciones morales o técnicas de una determinada propuesta o estrategia política, la necesidad de añadir: “por lo demás totalmente legítima”. Un partido puede criticar a otro que su política lleva a un país a la ruina, que aumenta la desigualdad social, que le lleva al aislamiento internacional, que favorece la grosería moral y la banalidad cultural...., pero, a lo algo del repertorio, ha de hacer profesión de fe pluralista repitiendo varias veces de forma ritual el “por lo demás totalmente legítima”, condición sine qua non para que el discurso sea admisible.

¿No resulta increíble?. El discurso de fondo compartido descansa en el principio según el cual el pluralismo razonable es legítimo; descartada la diferencia no razonable, que pervertiría el verdadero pluralismo, cualquier posición, por bárbara o encantada que fuere, es considerada legítima. Los argumentos que se aporten en su contra carecen de validez si no van rematados por el estribillo del reconocimiento de la legitimidad absoluta de cualquier instalación en la disonancia. Porque la fuente de la legitimidad ya no es el fin, el objetivo, el resultado, o la verdad o racionalidad; la legitimidad se establece dogmáticamente, fijando de forma intuitiva la línea de demarcación de lo razonable. Déjenme recordar que en los de la preguerra de invasión a Irak pudimos oír a numerosos dirigentes antibelicistas de mi país, y de otros, las más duras críticas al gobierno por su vergonzosa alineación con los países que propiciaban la guerra, actitud que nos confortaba; pues bien, esos mismos dirigentes se sentían obligados –peor aún si se trataba de un tic automatizado- a salpicar rítmicamente su discurso crítico con la fórmula de reconocimiento de la legitimidad de la posición –sí, sí, de la posición belicista-, por lo demás bárbara y perversa, del Gobierno, en un obsceno esfuerzo por dejar bien claro que ante el tribunal del convencido pluralista el demonio tiene derecho a ser demonio..., si es pluralista.

Espero que esta referencia a la actualidad sirva para dar relevancia práctica al tema de fondo que intentamos comprender, a saber, la dudosa compatibilidad entre el humanismo, impensable sin una esencia humana universal que define un modelo ideal de ser humano, y el pluralismo, que postula la diferencia de distinciones esenciales inconmensurables. Un tema complejo y problemático, que puede abordarse en perspectivas diferenciadas, como venimos haciendo; un tema al que en este artículo nos acercamos desde fuera, es decir, profundizando en la problematicidad de la propia idea de pluralismo, en diferentes concepciones del mismo, que nos permite insinuar cómo tras sus diversas formulaciones se ocultan otras tantas formas de romper, distanciarse o reformular la idea humanista. Es decir, pretendemos profundizar en algunos problemas de la posición pluralista que nos ayuden a pensar mejor la crisis del humanismo que implica. De hecho, a través de la comparación, valoración y crítica de las posiciones de J. Rawls y Ch. Mouffe, dos filósofos de nuestro tiempo que hacen profesión de fe pluralista, ambos progresistas, defenderemos que la intensidad y coherencia de sus posiciones pluralistas se corresponde con la radicalidad de la ruptura con el proyecto humanista.

Aclaremos enseguida, antes de la puesta en escena, dos cuestiones que pueden afectar a la actitud espontánea del lector. Primera, no es nuestra misión defender el humanismo como un proyecto político cultural bueno en sí mismo; sólo queremos elevar a la consciencia que el pluralismo ético político, sean cuales fueren sus atractivos, se cobra el precio de una idea de hombre y sociedad que sigue resultando atractiva para sus defensores. Segunda, que nuestras reticencias ante el pluralismo no cuestionan ni el factum ni el atractivo estético de la pluralidad; nuestra crítica se dirige al pluralismo entendido como posición filosófica (ética, estética, política, epistemológica, etc.) y como proyecto político, sin que tengamos nada que objetar ni a la existencia de la diversidad (incuestionable) ni a sus encantos (manifiestos). Es obvio que en nuestra representación, espontánea o científica, del mundo éste aparece dominado por la pluralidad en todos sus órdenes y niveles, del físico al óntico, del fenómeno a la esencia; reconocemos incluso que esa pluralidad se reproduce de mil maneras y con mil rostros, como obedeciendo a una determinación intrínseca a la misma realidad. Reconocemos tan radicalmente la presencia de la realidad como plural, que nuestra primera sospecha surge, precisamente, ante la llamada prescriptiva a defenderla. Nos parece algo así como hacer de abogado del diablo, al que por viejo y por sabio debemos atribuirle la sabiduría suficiente para defenderse. Es tan obvia y tan real la pluralidad que no necesita nuestro reconocimiento; es tan tozuda en su manifestación y reproducción que no necesita nuestra defensa. O sea, que estando condenados a gozar y sufrir la pluralidad, no vemos necesidad alguna de militar en el pluralismo.

Para acabar con la descripción de nuestra posición, digamos que junto a la aceptación sin fisuras de la existencia inevitable de la pluralidad en cualquier dimensión de lo real estamos dispuestos a confesar nuestra actitud de resistencia a dejarnos seducir por la sirenas, a presumir que bajo la neutralidad afectiva y moral de una ontología pluralista no se esconde una axiología. Aunque sólo sea en recuerdo de Nietzsche, no abandonaremos la sospecha de que tras toda ontología se oculta una moral y tras toda moral está la biología. No es aquí el lugar de argumentarlo, pero sí el de insistir en que reconocemos el atractivo estético, ético y político de un mundo plural, en su fauna marina y en sus culturas, en sus lenguas y en sus esperanzas, en los colores de la piel y en las añoranzas de los ojos, y en tantas –tal vez no todas- cosas más. Pero ni siquiera el reconocimiento de que una gran fuente del atractivo y la eficacia del zoo humano mana de la presencia de la pluralidad en todos sus rincones e individuos constituye un argumento definitivo para convertir al político y al filósofo –sobre todo al político y al filósofo-, en sacerdotes de la pluralidad. Desde nuestra vocación de sospecha valoramos que la diferencia es hermosa, pero recordamos que suele esconder la exclusión; además, la unidad también es bella y la identidad tiene su virtud y su encanto.


2. Liberalismo social y socialismo liberal

Compartimos con Ch. Mouffe su preocupación por la ligereza con que se habla del pluralismo, dado que en su uso más genuino refiere nada menos que a la forma política actual del estado. “En general –nos dice- el pluralismo es uno de los valores a los que todos hacemos referencia, pero que tiene un significado poco claro y una inadecuada elaboración teórica. Esta ausencia de una teoría del pluralismo tiene graves consecuencias negativas para nuestra comprensión de la política democrática” [2]. Convencidos como estamos de que el pluralismo político es la forma actual del poder, que ayer aparecía como voluntad de verdad y hoy se disfraza de culto a la opinión, el reconocimiento de la carencia o debilidad de su conceptualización que señala Mouffe es una irresistible invitación a seguir indagando sobre el tema.

Como decimos, Mouffe describe su posición pluralista en diálogo y confrontación con Rawls, referente obligado en el debate contemporáneo sobre el pluralismo, cuyo diseño en su propuesta de liberalismo político ha pasado a ser canónica. Su método parte de una provisional identificación con la posición rawlsiana, subrayando las muchas coincidencias teóricas y políticas, para pasar después a una demarcación individualizadora en distintos frentes de conflicto.

En cuanto a las coincidencias, además de un genérico talante progresista y de una cierta y común sensibilidad social, ambos autores comparten la distinción conceptual entre liberalismo político y liberalismo económico, que permite pensar la propiedad privada y el mercado como elementos contingentes e inesenciales a la teoría de la justicia. Tesis ésta nada trivial, pues permite pensar un socialismo con propiedad privada y mercado, sistemas habitualmente considerados exclusivos e intrínsecos al capitalismo. También comparten una teoría de la justicia muy sensible a lo social, mediante inclusión en la misma de principios de distribución igualitaristas y solidarios, aunque siempre compatibles con la libertad individual.

Declaradas las identidades Mouffe pasa a describir las diferencias. En cierto modo se ve a sí misma desde su proyección sobre el perfil rawlsiano, en quien ve la figura del “último hombre” (nietzscheano) del liberalismo, tal que el nuevo paso adelante (que el último hombre no puede dar) llevaría a la democracia social o al socialismo liberal. Ese terreno es el elegido por Mouffe como lugar de encuentro con quienes, como ella misma, proceden del repliegue del espacio marxista.

Es obvio que a Mouffe le gusta autodescribirse como una pensadora que procede del  inconcreto marco del radicalismo político de izquierdas, empeñada en una redefinición del socialismo en claves liberales. Así, en el artículo “De la articulación entre liberalismo y democracia “, con Macpherson como referente, dirá que “no cabe duda de que, en un momento en que somos testigos del comienzo de una nueva configuración política, con la inauguración de un diálogo prometedor entre liberales de izquierda y postmarxistas, Macpherson es un punto de referencia importante. Su tesis de que los valores éticos de la democracia liberal nos proporcionan recursos simbólicos para librar la batalla por una democracia liberal radical empieza a ser aceptada por muchas fuerzas de la izquierda cuyo objetivo es la extensión y la profundización de la evolución democrática. En efecto, quienes deseamos redefinir el socialismo en términos de democracia radical y plural compartimos la creencia de Macpherson en la radical potencialidad del ideal democrático liberal” [3]. Mouffe, que llama lucidez al reajuste del pensamiento a los nuevos tiempos (que otros llaman “derrota del pensamiento”), tiende a pensar la democracia radical como lugar de encuentro entre el liberalismo y el socialismo. Declarada imposible la victoria, y temiendo que la derrota sea exterminio, parece optar por salvar lo salvable buscando el armisticio, el encuentro en una tierra común o de nadie. Y como si le doliera ver un paso atrás en su renuncia al socialismo, presenta su propuesta como un paso purificador adelante en el liberalismo. La democracia radical puede así ser pensada como el lugar sagrado y apropiado para la reconciliación. Y para caracterizarla, entre el socialismo y el liberalismo, y frente a ambos, se agarra con fuerza a la categoría del pluralismo, nuevo elemento individualizador, que permitiría superar tanto el individualismo particularista liberal como el universalismo abstracto y totalizante del socialismo. Por tanto, pensar el pluralismo se convierte para ella en el principal objetivo de la filosofía política, que no es otro que el de pensar la democracia radical y pluralista, único orden político posible y deseable para el presente.

Ahora bien, esa voluntad de ir un paso más allá de Rawls para situarse en el lugar justo es el quid de la cuestión, tanto porque se postula que ese socialismo liberal, o ese liberalismo socialdemócrata, guarda las esencias de la felicidad del ser humano y de la justicia de la comunidad o sea, las esencias del verdadero humanismo), cuanto porque la descripción y justificación de esa posición filosófico política se concreta en la caracterización y argumentación del pluralismo. Se trata del lugar deseado por todos, de la posición a conquistar. De ahí que Mouffe, entregada a este empeño, entre en diálogo crítico y demarcador a varias bandas, especialmente con los comunitaristas, presos en la perspectiva holista, premoderna, incapaces de reconocer la individualidad –y, por tanto, refractarios a la temática de los derechos individuales, a la separación público/privado, y a otros principios esenciales a la democracia-, y con los liberales tout court, encerrados en el viejo liberalismo aferrado al individualismo e insensible a la solidaridad y a los valores colectivos. El resultado es una reformulación del liberalismo y del socialismo que permite su combinación gracias a la introducción de la idea de pluralismo. Una idea particular, sin duda, pero que se propone como condición teórica que permite pensar lo impensable para el liberalismo y el socialismo clásico, no pluralista. Llega, pues, a una posición similar a la rawlsiana, en la que también se reformula el liberalismo en perspectiva socialdemócrata gracias a la asunción del postulado pluralista

Para centrar el análisis en la comparación de la idea de pluralismo de ambos autores seleccionamos tres frentes teórico-políticos, sin pretensiones de exhaustividad. El primero, más político que teórico, concretado en la alternativa de un “pluralismo agonístico” mouffeano frente a un pluralismo contextual rawlsiano; el segundo, de mayor enjundia teórica, se configura en la confrontación entre la tesis de Mouffe según la cual el individualismo liberal es un lastre para el pluralismo democrático liberal y la de Rawls que compatibiliza individualismo y cooperación, que socializa el egoísmo racional de os individuos; en fin, el tercer frente se configura en torno a la enunciación de los límites y relaciones entre pluralismo social y pluralismo político, diferentes en ambos autores. Los abordaremos sucesivamente, en los siguientes apartados, confrontando ambas propuestas y atentos a desvelar la solidez teórica y las ventajas políticas de las mismas.


3. Pluralismo, agonismo y antagonismo

El primer frente de confrontación con el liberalismo, y de forma paradigmática con Rawls, se centra en el tratamiento del pluralismo en la teoría liberal. Mouffe entiende que hay una contradicción o confusión en el liberalismo, entre su reconocimiento y defensa pública del pluralismo y su tendencia teórica y política a diluirlo, a dominarlo, a ponerle límites, en definitiva, a reducirlo a la unidad. Cree que el liberalismo no otorga –ni puede otorgar dados los límites que impone su teoría- sustantividad al pluralismo; que en el escenario de representación liberal solo caben individuos privados por un lado y, por otro, la figura abstracta y universal del ciudadano, dibujada por las leyes. En cambio, para Mouffe, el pluralismo es la forma del nuevo orden político, la esencia de la democracia radical, y exige añadir al escenario las colectividades, las identidades intersubjetivas diferenciadas que constituyen la pluralidad política y social. Puede apreciarse, por tanto, que en este debate está implicada la dificultad de articular las tesis del liberalismo (clásico) con las del contemporáneo pluralismo; y en la medida en que aquél se expresaba en una ética y una antropología humanistas, ligadas a la idea de una esencia universalidad y abstracta del ser humano, se comprende la dificultad de articularlas con el contextualismo propio del pluralismo, que reivindica identidades situadas y localizadas. En el fondo, y muy esquemáticamente planteado, el problema a decidir es el de si el humanismo, propuesta antropológica, ética y cultural específica del proyecto liberal, se conserva compatible con el pluralismo. Porque, si éste rompe, y en la medida en que rompe, con la ontología individualista liberal, no parece razonable considerarlo coherente con el humanismo, y hay que revisar a fondo si puede mantener consistentemente sus ideas de justicia, moralidad y derechos universales del individuo.

La contraposición es correcta, a nuestro entender, respecto al liberalismo clásico, indisolublemente ligado al humanismo del sujeto moderno; pero se necesitan mayores matizaciones para mantener esta tesis respecto al liberalismo de Rawls quien, como señala Mouffe, ha dado un paso pero insuficiente hacia el pluralismo; o sea, podemos suponer, no ha roto suficientemente con la matriz liberal clásica ni, por tanto con el humanismo.

Hemos de tener presente que la problemática (tanto ético-política como onto-epistemológica) pluralista ha estado ausente del liberalismo a lo largo de historia, apareciendo en la actualidad e irrumpiendo confusamente en el espacio de reflexión y consciencia liberal. Mouffe podría encontrar argumentos, aunque no recurra a ellos, para mostrar las múltiples contradicciones entre la doctrina liberal clásica y el pluralismo e incluso para ahondar en sus contradicciones filosóficas y políticas, con lo cual podría embellecer su propuesta de democracia radical como superación del liberalismo (y no sólo del marxismo) gracias a un pluralismo consecuente. Aunque no recurra a estos argumentos, por ser ajenos a su línea de reflexión, destaca al menos la reciente irrupción del pluralismo en el liberalismo recientemente, desbordando sus límites y subvirtiendo su función social. Cosa cierta, pues es constatable que la problemática pluralista está prácticamente ausente en los primeros escritos de Rawls, y que incluso en los textos de la segunda época, como los recogidos en El liberalismo político, el pluralismo no está específicamente tematizado, ni siquiera tratado con intensidad, como revela el hecho de no haber merecido, si no un capítulo, al menos un apartado del libro. Esta ausencia permite pensar que el pluralismo no es para Rawls objeto directo de su reflexión, sino mero paisaje donde definir la política; es el contexto, a reconocer y a asumir, pero no es explícitamente el fin ni el criterio de valor. Con el desplazamiento de la teoría rawlsiana desde la perspectiva de la posición original a la del consenso sobrepuesto, el pluralismo adquiere sin duda cierto protagonismo, pero siempre como contexto sobre el que operar y no como objetivo prioritario de la acción. Esta débil forma de presencia, por tanto, apoyaría la interpretación de Mouffe que, aunque tímidamente, dibuja la ruptura filosófico política que el pluralismo introduce también respecto al liberalismo.

En coherencia con esta reflexión habría que sostener que el pluralismo, ideal tipo del estado democrático de las sociedades capitalistas, no es liberal en su esencia; y habría que concluir que la propuesta de Rawls, referente filosófico del liberalismo político contemporáneo, es o bien anacrónica (si acentuamos su esencia liberal), o al menos confusa (si centramos la mirada en su insatisfactoria redefinición del liberalismo en un contexto regido por la diversidad social). Es bien cierto que los textos de Rawls muestran que su preocupación tópica es la de conseguir una sociedad estable y justa a partir de individuos libres e iguales que se hallan divididos en adscripciones o identificaciones sociales y culturales diversas, todas ellas razonables pero incompatibles entre sí. Dicho de otra manera, nos parece cierto que la preocupación de Rawls es, reconociendo la pluralidad de partida (existencia de la diversidad socio cultural), y asumiendo aparentemente una posición ontoepistemológica pluralista (inconmensurabilidad de las doctrinas igualmente razonables), conseguir un orden social estable y justo, conseguir por tanto cierta unidad, que suele expresar en la ida de cooperación. La tarea de la política, la construcción de la sociedad justa, consiste para él en conseguir la cooperación entre las identificaciones plurales; si se prefiere, en compatibilizar la exclusión, intrínseca a toda identidad particular, con la cooperación. Esta idea de cooperación, repetida hasta la saciedad, considerada intrínseca a la idea de sociedad de nuestra tradición democrática, es el alma de su discurso; por tanto, parece preocuparle más la salvaguarda de la unidad que el afianzamiento de la pluralidad.

Podríamos documentar ampliamente esta tesis, que Rawls repite hasta la saciedad en El liberalismo político [4]. Pero basta remitir al $3 de la “Conferencia I”, explícitamente dedicado a “la idea de la sociedad como un sistema equitativo de cooperación”, donde se puede comprobar la centralidad de esta idea rawlsiana. A diferencia del liberalismo económico más clásico, que recurría a la armonía preestablecida leibniziana, a la mano invisible smithiana o a la máxima “vicios privados, virtudes públicas” mandevilliana, todas ellas figuras ontológicas de la astucia de la razón y coberturas morales del laissez faire, laissez passer, Rawls encarga a la política la función de instaurar y consolidar la cooperación justa; encarga, por tanto, a la razón, que construya cierta unidad a partir de la pluralidad, cierta identidad a partir de la diferencia. Con ello Rawls se nos revela como un pluralista muy tibio, lo que da argumentos a la interpretación crítica de Mouffe, que ha erigido el reino del pluralismo en casa común de los seres humanos, donde pueden y deben confluir marxistas y liberales una vez liberados de sus lastres históricos regresivos. Ahora bien, que sea acertada la interpretación de Rawls como un pluralista tibio, que al fin y al cabo es la que hace Mouffe, no aporta argumento, si no objetivo al menos razonable, para rechazarla. ¿Por qué habría de ser su alternativa de democracia pluralista (más bien pluralismo democrático, pues se redefine la democracia para ajustarla a las tesis pluralistas) preferible a la de liberalismo político (liberalismo pluralista) de Rawls? Nos tememos que esa prioridad no pueda fijarse sin una concepción del hombre que valore críticamente el humanismo y su pérdida, así como el humanitarismo que parece implícito en el antiindividualismo de Mouffe; pero nuestra autora no aborda esta cuestión, con lo cual su alternativa, propuesta como paso adelante respecto a la de Rawls, sólo se juega en su atractivo ideológico.

Pero una somera comparación de ambas propuestas, que enseguida llevamos a cabo, cuestiona las pretendidas ventajas del pluralismo radical de Mouffe respecto al tibio y razonable de Rawls, entre otras cosas porque no es -y creemos que no puede ser- tan radical como se autoreconoce y porque tiene serios problemas de coherencia con sus propios postulados. Efectivamente, Mouffe fija su posición reflexionando sobre una distinción clásica entre lo político, ligado a la dimensión de antagonismo y de hostilidad que existe en las relaciones humanas, antagonismo que se manifiesta como diversidad de las relaciones sociales, y la política, que apunta a establecer un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por lo político [5]. La distinción, a nuestro entender, podría instituir un buen escenario, dominado por el conflicto entre lo real (desorden, conflictividad, irracionalidad) y lo ideal (orden, armonía, razón), que permitiría presentar la pluralidad como garantizada por lo real, siempre tozuda, a pesar del esfuerzo unificador de la razón, que así no tendría que optar entre ser totalitaria metiendo lo real en el lecho de Procusto o desnaturalizarse al servicio de la heterogeneidad, manteniendo la paz entre mil dioses contingentes y arbitrarios. Pero Ch. Mouffe no acepta este escenario y lo rechaza, creemos, porque en esa representación la pluralidad aparece del lado de lo en sí, de lo real, de la positividad, y por tanto el pluralismo es excluido del ideal, de la esencia, quedando implícitamente catalogado como forma de lo irracional (de la voluntad). No puede aceptar el confinamiento de la pluralidad en la esfera de lo otro (de la razón, de la subjetividad, de la política), como determinación de la naturaleza, marca de la necesidad, huella tal vez del mal; quiere instaurarlo en el lado de la razón, del ideal político, de la acción humana libre y consciente.

Así se comprende el tono de su diálogo simultáneo con comunitaristas (especialmente Taylor y Sandel) y liberales (Rawls). Critica a los primeros por disolver el pólemos en la polis, ausentando el antagonismo, bella expresión del pluralismo, y convirtiendo la identidad en único ideal posible y deseable; y a los segundos porque mantienen la diferencia, y por tanto la pluralidad, pero siempre desactivada y con la unidad (consenso, convivencia, paz) al fondo, en el marco de la cándida creencia en la armonía espontánea de intereses. Frente a ambas posiciones, su alternativa -que no podía recibir otro nombre que el de “democracia radical”, cuya calificación pretende proteger su proyecto de forma rotunda-, aspira a fijar el pluralismo, con su irrenunciable fuerza disgregadora, en todos los dominios de la polis, encargando a la política, y a la razón, su mantenimiento y radicalización. Así, haciéndose eco de la idea moderna de que la razón une y las pasiones disgregan, y respondiendo a la propuesta rawlsiana de relegar a la privacidad todo lo que genere diferencias y conflictos en la esfera pública, nos dirá que “el objetivo de una política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto al pluralismo” [6]. Frente a la búsqueda rawlsiana de la cooperación y, por tanto, del consenso y la unidad de puntos de vista, Mouffe, comprensiblemente harta de la incolora y átona política de nuestro tiempo, de la política del discurso unificado y de la casa común, de la política de concesiones y consensos, reivindica la refrescante redefinición ideológica, la libre contraposición de alternativas, confiando a la historia la victoria de las buenas.

Pero, como ya hemos insinuado, la pasión por la diferencia de nuestra autora no llega a los ritos de sangre; le agrada el conflicto dialéctico o retórico, pero sin llegar nunca al enfrentamiento serio, a la confrontación en que se ponga en juego la existencia; en sus propias palabras, le gusta el agonismo, pero no el antagonismo. En coherencia defiende que “se requiere crear instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo [7] o, lo que es lo mismo, “transformar el enemigo en adversario”. Entiende que frente a la “democracia deliberativa”, que busca la superación del antagonismo y la armonización, la democracia radical ha de reivindicar el conflicto regenerador y agónico,  pero no el disgregador y antagónico. Como casi siempre, las terceras vías o son banales o son confusas.

Un pensamiento como el marxista, que confiaba la reconciliación final a un proceso dialéctico de la realidad, ponía el conflicto -el real, la lucha a muerte, la revolución- en la base de la política; era una clara alternativa al liberalismo, que confiaba en reconciliar las diferencias en la unidad política del estado universalista. Cuando el conflicto deja de ser pensado ontológicamente, para pensarse simbólicamente, tal que la lucha es escenificación de diferencias reconciliables; cuando eso ocurre, decimos, hay que sospechar que se está en la misma matriz liberal, por mucha pasión parlamentaria o por mucha confrontación retórica que se ponga en escena. Y, en este supuesto, no aparecen con claridad las ventajas teóricas o prácticas que pudieran llevarnos a preferir la activación escénica del pluralismo agónico de Mouffe a la propuesta de cooperación en la pluralidad de Rawls.

La pretensión de fundar la prioridad del pluralismo ha de basarse en la exposición argumentada de sus ventajas teóricas y políticas respecto al liberalismo, y no simplemente en la autoproclamación de pureza y actualidad. Situadas las propuestas de Rawls y de Mouffe en el escenario liberal, que es el suyo, y con la aspiración a compararlas en base al criterio que ambos autores aceptan, el de la bondad del pluralismo, podríamos comenzar por preguntarnos sobre la mayor o menor consistencia y eficacia de cada propuesta en la defensa de la pluralidad social. En este sentido, el discurso de Mouffe tiene a su favor una tesis que sin duda podemos compartir, a saber, que la política como fuerza unificadora, creadora de identidad, de un “nosotros”, está siempre condenada a un fracaso, porque la realidad es inagotable e incontrolable. Pero esta es una tesis ontológica, avalada por la experiencia histórica, que tiene efectos equivalentes a otra, política y no metafísica, de Rawls, según la cual el pluralismo es intrínseco a la sociedad democrática occidental: “la diversidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales presentes en las sociedades democráticas modernas no son un mero episodio histórico pasajero; es un rasgo permanente de la cultura pública democrática. Bajo las condiciones políticas y sociales amparadas por los derechos y libertades básicos de las instituciones libres, tiene que aparecer -si es que no ha aparecido ya- y perdurar una diversidad de doctrinas comprehensivas encontradas, irreconciliables y, lo que es más, razonables” [8]. Por tanto, en la propuesta rawlsiana la pluralidad es intrínseca a la democracia, ya que la pluralidad de doctrinas razonables “no son simplemente el producto de intereses individuales o de clase, o de la muy comprensible tendencia de la gente a concebir el mundo político desde una perspectiva limitada, sino que son, en parte, el resultado del trabajo de la razón práctica en el marco de las instituciones libres” [9]. El funcionamiento de la razón, nos viene a decir, en su inevitable búsqueda de unidad, garantiza la inagotable presencia de la pluralidad, su incansable producción y reproducción.  En el reconocimiento de la existencia e inevitabilidad de la diversidad, aunque sea desde explicaciones ontológicas diferenciadas, ambos autores coinciden.

Y difícilmente podía ser en nuestros tiempos de otra manera, e igualmente coinciden en el reconocimiento de la diversidad por razones estéticas. Las diferencias surgen a la hora de definir la función de la razón, y en particular de la razón política, ante esa diversidad existente y atractiva. Podría pensarse que, en coherencia con esas tesis, la razón política debería estar a favor de construir y mantener la pluralidad, de llevarla al límite. Es la estrategia por la que en el fondo se decanta Mouffe, quien opta por encargar a la política -a la razón- el cuidado y respeto de lo otro (de la diversidad, de lo irracional, del pluralismo), de construir y mantener bien ordenado y equilibrado el jardín de la diversidad. Mouffe exige a la política -a la razón- que luche por construir un “nosotros plural”, donde la identidad y la diferencia se articulen en una relación tan confusa como paradójica. Rawls, en cambio, encarga a la política -a la razón- la construcción de la unidad y la instauración de la universalidad, sabiendo que es un ideal límite, inalcanzable, y que el ejercicio democrático de la política -de la razón- engendra y reproduce penelopeanamente la pluralidad. La alternativa se plantea entre una llamada desesperada a la política -y a la razón- a generar pluralidad (lo que parece imposible y perverso) o una llamada a que tejan su unidad, su nosotros, en la ciudad y en el pensamiento, liberadas del riesgo del totalitarismo al estar garantizadas ontológicamente la diferenciación y la contraposición.

Dejando de lado el problema de la legitimidad teórica de derivar la moral de una ontología, sea la que fuere, creemos que hay fuertes razones para pensar que, en coherencia con la ontología pluralista, puede encargarse a la política -a la razón- que cumpla su intrínseca función unificadora luchando contra lo otro, contra aquello que la niega o limita, sean cuales fueren las máscaras o figuras con que se presenta; puede exigirse a la política -a la razón- que luche por la identidad de la ciudad y la universalidad del ideal, contra el fraccionamiento y el particularismo, sus límites y amenazas; puede encargarse a la política, a la razón, que trate de imponer su voluntad de unidad de forma radical y sin concesiones. Dada que la pluralidad está garantizada fuera de la razón, puede pensarse ésta como lo que es, una fuerza unificadora (que, como dice Rawls, en su función libre engendra siempre, paradójicamente, la pluralidad), sin que con ello devenga una fuerza totalizadora.

Esta posición filosófico política, a nuestro entender coherente con la rawlsiana, es compatible con la ontología pluralista porque no es en modo alguno una apuesta por el dogmatismo monista (ni por la unidad totalitaria). La garantía de este límite es doble. Una garantía teórica, puesta por la ontología rawlsiana, que entiende que el ejercicio democrático de la razón en su búsqueda de universalidad y unidad reproduce diversas formas de diferencia y pluralidad. Y una garantía práctica, que pone la propia razón al autolimitarse con el principio de tolerancia, que se autoimpone a sí misma y que define su espacio de legitimidad, renunciando en su lucha por la unidad a cualquier alianza con la fuerza, a conseguir la unidad a sangre y fuego, matando o silenciando al mensajero -al otro, al diferente. Mientras la razón actúe dentro del principio de tolerancia, que garantiza su diferencia respecto a la fuerza, no sólo actúa legítimamente contra la pluralidad intrínseca a lo otro, sino que no eliminará ésta, siendo así compatible el uso normal de la razón y la reproducción de la pluralidad.

Por tanto, bien mirado el debate se plantea en torno a la alternativa entre una política agonística y una política prometeica. En ambos casos la pluralidad parece garantizada, pero con distinto estatus. En la política agonística que propone Mouffe la pluralidad aparece garantizada por el hombre, instituida como producto o fin de la política; y en la visión prometeica la pluralidad es garantizada por los dioses (o las contingencias) que diseñaron la esencia del mundo, tal que no sólo la hace resistente a la unificación que ejerce el concepto, sino que augura que éste siempre se escinda, que la razón libre en su libre juego provoca intrínsecamente la diversidad de representaciones; de este modo la pluralidad es subproducto y límite -tanto su negación como su condición de existencia- de la política. Y si bien sería difícil -pues al fin se trata de dos representaciones estratégicas- asegurar empíricamente qué posición, la de Mouffe o la Rawls, obtiene mejores resultados, lo cierto es que en el primer caso la política es inexorablemente esquizofrénica, aunque en el segundo tal vez sea inevitablemente trágica.

La ambigüedad esquizoide de una política pensada desde las coordenadas de Mouffe no se resuelve con artificios retóricos, como el de distinguir entre “enemigo” y “adversario”. Mantener a lo otro dentro de lo mismo, a lo irracional dentro de lo racional, a “ellos” dentro del “nosotros”, como propone nuestra autora [10], sólo es pensable como instinto tanático. Para dulcificarlo, es cierto, Mouffe sugiere distinguir dos figuras del otro o de los otros: el “ellos” exterior, que toma el rostro del enemigo, y el “ellos” interior, que dulcifica su rostro con los rasgos del adversario. De este modo logra el prodigio de que lo otro esté, en el mismo lugar y tiempo, presente y ausente: ausente como enemigo y presente como adversario. Está ausente -queda fuera de la ciudad- como antagonismo; y está presente -dentro de la ciudad- como agonismo. Así, según Mouffe, “podemos comprender por qué el enfrentamiento agonal, lejos de representar un peligro para la democracia, es en realidad su condición misma de existencia” [11]. La verdad, cuesta trabajo pensar que en la guerra o en el mercado los individuos tengan tiempo y ganas de, ante los otros, desdoblarlos en los dos “ellos” y dar a cada uno el trato debido. Políticamente perece más sensato aspirar a lo imposible (con lo cual el “ellos” está trágicamente garantizado), a saber, a verles a “ellos”, a todos los “ellos” y con todos los rostros y trajes que presenten, como a uno de nosotros e incluso como a uno mismo. Y aun así me temo que nadie será tan cándido de pensar que acabaremos con la diversidad.

Entendemos el cansancio que produce la homogeneización de los discursos políticos en las democracias contemporáneas; pero las causas hay que buscarlas fuera de la política, y las alternativas han de pasar por comprender la formación de la subjetividad en el capitalismo contemporáneo. Llamar a los partidos a que se distingan en el vestido, cuando éste tapa los mismos cuerpos, es tan estéril como pueril. Y, sobre todo, es una sinrazón, pues pedir a la política que genere fraccionamientos, o a la razón que cultive la diferencia, resulta descabellado incluso para quienes hablan prosa sin saberlo.

La propuesta de una política agonista de Mouffe es tan insostenible que la propia autora ha de recurrir, sobre la marcha, a reparaciones y suturas. Así, ante la expectativa de que se le pregunte cómo puede sostenerse una actividad política orientada a crear pluralidad, tal que mida su bondad o eficacia por el éxito en la fragmentación y dispersión social que genere, da un paso atrás y reconoce la bondad de lo idéntico diciendo: “Por cierto que la democracia no puede sobrevivir sin ciertas formas de consenso -que han de apoyarse en la adhesión a los valores ético-políticos que constituyen sus principios de legitimidad y en las instituciones en que se inscriben-, pero también debe permitir que el conflicto se exprese” [12]. Con lo cual uno sospecha que para este viaje no se necesitaban tan repujadas alforjas. Porque, al fin, ahora nos habla de un tipo de unidad que permita expresión de la disidencia, ámbito que el principio liberal de tolerancia garantizaba formalmente a plena satisfacción.

Obviamente, todo discurso que reivindique el derecho al disenso tiende a ser bien recibido por las conciencias progresistas y de izquierda, sensibles a muchos siglos de lucha por conseguir formas efectivas de libertad de expresión. Esta sensibilidad se mantiene en los momentos actuales en que, si bien formalmente esos objetivos han sido en cierta medida conseguidos, dada la docilidad y el gregarismo que acechan la vida social sigue sonando bien la idea de que una “democracia radical ha de hacer posible el disenso”. En los momentos actuales, con la homogeneización impuesta por la sociedad de consumo y los medios de comunicación de masas, con la pérdida de perfiles ideológicos puesta en escena por la despolitización y el nihilismo, sumidos en la oscura noche schellingiana, compartimos sinceramente la nostalgia de Mouffe por el abandono de la escena de más fuertes identidades y esperanzas. Y en cierto modo comprendemos su voluntad de recuperar la oposición izquierda/derecha, cuya difuminación en esta inacabable deriva hacia la “república del centro” impide visualizar al adversario, cosa que disuelve el sentido de la política. Pero esta situación no se combate con la cándida consigna de pensar por si mismo (que hoy se traduce por la llamada a la disidencia), como si la ausencia fuera un simple error y no un síntoma. En todo caso, si en realidad se huye de la cándida actual escenificación socio/competidor, y si la misma no se quiere visualizar en términos de amigo/enemigo, sino sólo como aliado/adversario, los márgenes se estrechan y subjetivizan tanto que no vemos la diferencia política ventajosa respecto a la propuesta de Rawls.


4. Individualismo y pluralismo

El segundo frente de comparación que hemos elegido gira en torno al tratamiento de la componente individualista por el liberalismo y por el pluralismo. En este ámbito la tesis de Mouffe sobre la incompatibilidad entre individualismo y pluralismo, tiene mayor densidad teórica, pues de facto sostiene la incompatibilidad del individualismo (al menos en su forma clásica liberal) con el pluralismo que ella postula; en concreto defiende que el pluralismo político exige una redefinición del individualismo que supera los límites del marco teórico liberal, tesis que a nosotros nos parece aceptable. Denuncia con acierto la frivolidad con que los pensadores hablan de pluralismo, como si éste fuera intrínseco al liberalismo, o incluso la forma madura de éste, y explicita su pretensión de redefinirlo como criterio de demarcación entre el liberalismo clásico y la democracia radical. Así, comentando sus coincidencias con Bobbio, nos dice que los acuerdos con el filósofo italiano acaban “cuando (Bobbio) declara que en un Estado moderno la democracia no tiene otra alternativa que ser una democracia pluralista. Precisamente por esta razón veo el individualismo como obstáculo, porque no nos permite teorizar que el pluralismo es una vía adecuada” [13]. Es decir, Mouffe entiende que el pluralismo, que considera intrínseco a la democracia, es incompatible con el individualismo, que entiende intrínseco al liberalismo; de ahí que liberalismo y democracia tengan una raíz y un desarrollo paralelos (enfrentados, diríamos nosotros), y que la tarea pendiente desde la izquierda sea la de pensar el individualismo en los límites del pluralismo democrático. O sea, de nuevo se trata de salvar lo bueno del individualismo (libertades y derechos individuales) y abandonar su lastre particularista liberal, dando entrada a la perspectiva democrática del individualismo, que recogería lo bueno, relegaría lo malo y también recogería lo bueno de la utopía socialista. Aunque en su formulación esquemática tiene sentido, se trata de un propósito complejo y que pronto se revela confuso, como enseguida veremos.

Lo más nítido del proyecto es la necesidad de superación del individualismo, como manifiesta al decir que “para desarrollar soluciones a los problemas que encaran hoy en día las democracias liberales y para suministrar una articulación efectiva entre metas socialistas y los principios de la democracia liberal, es menester trascender el marco del individualismo” [14]. No entra a describir pormenorizadamente el individualismo al que se refiere, con lo cual sus referencias suelen hacerse a una idea de individualismo genérico, con un discurso que supone la complicidad del lector y que poco a poco deja ver a su través que el individualismo rechazado es el ético; es decir, se rechaza lo malo del individualismo, que resulta ser a fin de cuentas el egoísmo. Creemos interpretar correctamente a Mouffe, quien insiste en que no pretende regresar al holismo, que considera premoderno, y no oculta su reconocimiento al liberalismo por haber sacado a los hombres con su alternativa individualista de su negra noche teológica y animista en que estaban sumergidos. Pero, hechos estos reconocimientos, Mouffe sostiene que la hora del individualismo ya ha pasado, que es el momento de dibujar una alternativa social que, siendo pluralista, no sea individualista; o, al menos, que lo sea sólo tras una profunda profilaxis y una conveniente metamorfosis del individualismo; es decir, que si la alternativa ha de ser de algún modo individualista, no sea egoísta. Como nos dice nuestra autora, “el problema está en teorizar lo individual, no como una mónada, un yo “sin trabas” que existe con anterioridad a, e independencia de, la sociedad, sino como constituido por un conjunto de “posiciones subjetivas”, inscritas en una multiplicidad de relaciones sociales, miembro de diversas comunidades y participantes en una pluralidad de formas colectivas de identificación” [15].

La perspectiva que introduce este texto, y por ello lo hemos recogido, es particularmente interesante, pues es una de las pocas veces en que Mouffe alza sus alas del discurso político y pone la mirada en la ontología del individuo. Creemos que, efectivamente, el problema de la relación entre individualismo y pluralismo ha de abordarse desde las distintas propuestas de identificación o de individuación aportadas por la filosofía moderna, aunque tal cosa desborda nuestras pretensiones actuales [16]. Pero la propuesta de Mouffe es genérica, imprecisa y confusa. Genérica, por ejemplo, en su atribución al liberalismo, sin distinción de posiciones, de una idea esencialista de individuo, tomando como referente ontológico a la mónada leibniziana, como sustancia definitivamente cerrada, sin puertas ni ventanas, cual esencia metafísica invariable. Imprecisa, al ocultar que si bien esta visión antropológica tiene cierta presencia en algunas concepciones filosóficas modernas, no ha sido la única ni la idea reina del liberalismo político, que con frecuencia ha considerado como privilegio de la individualidad precisamente la de autodeterminarse mediante sus elecciones libres. En fin, confusa, porque induce a pensar que el pluralismo, que en definitiva es la apuesta por la intersubjetividad, es más socializante que el individualismo, en tanto apuesta por la particularidad, enmascarando que las más radicales defensas del individualismo -y nos basta citar la antropología política de Hobbes y la propia monadalogía leibniziana- eran compatibles con la apuesta por la universalidad.

Aunque el pluralismo sea revestido de colectividad y el individualismo de particularidad, el gran silenciado o sacrificado es el universalismo y su transculturalidad; tras la crítica del esencialismo y la apuesta por identidades construidas con una pluralidad de “posiciones subjetivas”, lejos de diluirse se afianza el individualismo. La historia nos recuerda que el radicalismo individualista iba de la mano de la reivindicación de la universalidad de los derechos de los individuos; y que dicha alternativa surgía, precisamente, frente a una sociedad políticamente pluralista y que se pensaba a sí misma en una ontología pluralista, como era el ancien régime.  Claro que no se trataba de un pluralismo democrático; ni liberal, por supuesto. En el liberalismo político contemporáneo la libertad del individuo (su individualidad como independencia) se piensa como capacidad de determinar su ser mediante identificaciones y adscripciones voluntarias (como pluralidad de opciones). De ahí que se piense el pluralismo (cultural, religioso, estético, filosófico, en fin, con los diversos rostros del mercado) como trascendental del individualismo, como su condición de posibilidad. ¿Qué otra libertad vale la pena sino la libertad de elegir, nos vienen a decir los liberales?.

Pero, si nuestra apreciación es correcta, la idea de individuo que maneja el liberalismo contemporáneo, que a grandes trazos es la idealizada por Rawls, no se diferencia, a su pesar, de la que maneja Mouffe. La verdad es que insiste mucho en esta redefinición del individualismo diciendo que “lo que está en juego no es el rechazo del universalismo a favor del particularismo, sino la necesidad de un nuevo tipo de articulación entre lo universal y lo particular” [17]. Pero, a la hora de concretar la nueva forma, no se sale de las ambigüedades de siempre, como se aprecia en el siguiente texto: “Sin volver a una posición que niega la dimensión universal del individuo y sólo deja espacio al puro particularismo -que es otra forma del esencialismo- tiene que ser posible concebir la individualidad como constituida por la intersección de una multiplicidad de identificaciones e identidades colectivas que constantemente se subvierten unas en otras” [18]. Que es tanto como decir ni lo uno ni lo otro, ni el liberalismo malo ni el comunitarismo malo, sino una tercera vía que tiene algo, lo bueno, de cada posición. Ni el hombre abstracto ni el individuo egocéntrico, sino un ser contextualizado, como si ese indefinido concepto de intersubjetividad fuera pensable sin los sujetos (subjetividad compartida) y sin el universal (universal concreto, espíritu de un pueblo). Nuestra autora no se cansa de recurrir a Ch. Taylor o M. Sandel frente a Rawls, y a la inversa, mostrando así sus dificultades para describir con trazos fuertes esa anunciada nueva posición que quiere seguir siendo liberal, pero ya no individualista, y que puede ser socialista siempre que se trate de socialismo liberal; una posición que, en fin, finge superar sus carencias teóricas mediante el prodigio de autodeclararse pluralista, con lo que se conjuran los demonios del individualismo malo del liberalismo y del universalismo malo del socialismo totalizador.

No podemos ocultar que nos resulta pintoresca esta forma de superar el individualismo consistente, precisamente, en pensar al individuo como un consumidor de determinaciones o identidades, todas de libre elección, universalmente compatibles y no excluyentes. Como ya hemos dicho, pensamos que este individualismo al que apunta Mouffe es el individualismo tout court, intrínseco al liberalismo. Un individualismo que necesita de la pluralidad como condición absoluta de su existencia, pues se constituye ilusoriamente a sí mismo (se crea) eligiendo, seleccionando un abanico de identificaciones, adscripciones, modelos, de todo tipo (ideológicos, políticos, estéticos, morales, religiosos...). Por tanto, el individualismo del liberalismo clásico era ya pluralista, radicalmente pluralista, sin más límite que el impuesto por la ontología individualista del liberalismo, que exigía que todas esas identificaciones o adscripciones fueran libres, contingentes y reversibles [19]. El liberalismo que postula Mouffe como antiindividualista en tanto que reconoce y permite entrar en escena la pluralidad es una ilusión, efecto de superficie del orden político liberal en el momento de la desontologización del pensamiento y la exhaustiva mercaderización de lo social.

En todo caso, y pasando ya a la comparación con la posición de Rawls, no tenemos la menor duda de que esta concepción del individuo que descubre Mouffe es similar a la que trasluce la obra rawlsiana. Para ilustrarlo basta remitir al $5 de la “Conferencia I” de El liberalismo político, dedicado a “la concepción política de la persona”, donde en breves trazos el autor norteamericano nos describe el juego de la identidad en el marco de una concepción política, no metafísica [20], del individuo. Rawls señala que, en la sociedad liberal, los individuos se conciben a sí mismos y unos a otros “con facultad moral de tener una noción del bien” [21]; y esto incluye, sin duda, capacidad de abrazar “una particular concepción del bien” en un momento dado, pero también capacidad de “revisar y alterar esa concepción por motivos razonables y racionales”. O sea, Rawls piensa los individuos con capacidad para autodeterminarse moralmente, para adscribirse a una u otra concepción moral o religiosa; y, sobre todo, considera que los cambios de fe o de ideología, los cambios en ese dominio de su identidad, no afectan a su identidad política, su “identidad pública, o institucional, o su identidad como asunto del derecho básico” [22]. Si los cambios de identidad religiosa o ideológica, o cultural, etc., implicaran inexcusablemente cambios en su identidad pública, se trataría de otro tipo de sociedad (de estamento, de castas, etc.), pero no sería una comunidad liberal.

Rawls considera que los vínculos personales, las adscripciones, lealtades y compromisos diversos constituyen la “identidad moral” del individuo y dejan su huella en la vida de las personas. Nos dice que “si, súbitamente, los perdiéramos, andaríamos desorientados y seríamos incapaces de llevar a cabo nuestros propósitos. De hecho, podría pensarse que no habría ya nada que llevar a cabo” [23]. Señala que nuestras concepciones del bien cambian, a veces abruptamente, otras lentamente. Lo importante, en todo caso, es que esos cambios no implican “cambio en nuestra identidad pública o institucional, ni en nuestra identidad personal, según entienden este concepto los filósofos de la mente” [24]. Por tanto, el individuo de la representación liberal rawlsiana cuenta, como contenido de su libertad, con la facultad de decidir sus identificaciones, y de hacerlo de forma no irreversible. Y esa diversidad de identificaciones posibles, reversibles, transversales y no excluyentes, forma el paisaje del pluralismo en la sociedad liberal. En el caso de Rawls, por lo demás un caso arquetípico, ese pluralismo es la condición del individualismo y subordinado a éste. La insistencia de Mouffe en oponerlos nos parece más insatisfactoria, y peor argumentada, que la de Rawls acercando el pluralismo a la esencia del liberalismo, al ponerlo como condición de posibilidad del individualismo. Comprendemos la insistencia de Mouffe en diferenciar su opción democrática de la del liberalismo, pero no ha elegido un buen criterio de demarcación. Puede decir con toda la contundencia de la cual es capaz: “Sostendré que si queremos defender y profundizar el pluralismo que constituye el valor clave que el liberalismo aportó a la democracia moderna, tenemos que liberarnos del cepo del individualismo para estar en condiciones de abordar de una nueva manera nuestras identidades como ciudadanos” [25]; pero sospechamos que el “cepo” sigue atrapando a la democracia radical de modo irremediable. Es decir, sospechamos que la pluralidad de opciones de identificación que tal democracia postula, lejos de superar el individualismo aporta una articulación de forma menos esencialista y más actual. El pluralismo es el individualismo de la cultura postmetafísica o, para ser más precisos, del capitalismo postburgués.

Lo que sí parece cierto, aunque no lo menciona ninguno de los dos autores, es que el pluralismo, en la medida en que, por reificación, otorgue sustantividad a las identificaciones, barre de la escena al humanismo, no al individualismo. El humanismo, proyecto ético-político y cultural de la burguesía, por encima de esas identificaciones contingentes e individualizadoras proponía un modelo humano, una forma de existir común y compartible; el pluralismo contemporáneo, pretendidamente desontologizado, al cosificar las adscripciones positivas y vaciar la idea universal se vuelve objetivamente antihumanista. El pluralismo ontológico, así pensado, es incompatible con el humanismo porque ha renunciado a la idea de esencia o ideal humano común, sustituido por una pluralidad de ideales culturales. Estas implicaciones antihumanistas que aquí señalamos, y que en modo alguno entendemos como argumentos en defensa del humanismo, suelen ser silenciadas por  las distintas opciones pluralistas, que por inercia siguen con su contradictoria profesión de fe humanista, evitándose así la nada fácil tarea de argumentar su alternativa desde una nueva y explícita opción de valor.


5. Lugares del pluralismo

El tercero y último de los frentes de confrontación escogidos se da en torno a la distinción entre pluralismo social, político y constitucional o, si se prefiere, en torno a los límites del pluralismo, a la demarcación de su campo de aplicación. Esta confrontación se resuelve en diferentes debates, y uno de ellos es el que se centra en torno a la idea rawlsiana de la “prioridad del derecho sobre el bien”, que presuntamente supone la existencia de un espacio, el del derecho o las reglas de justicia, ajeno al pluralismo, y que plantea el interrogante de si el pluralismo en lo político tiene un límite político-jurídico, un límite constitucional.

El punto de discusión se remonta a la pretensión rawlsiana de encontrar un lugar teórico aceptable desde donde decir legítimamente una concepción de la justicia compatible con el hecho del pluralismo. Es sabido que Rawls ha buscado ese lugar por dos vías. Primero, como “posición original”, con explícitas contaminaciones racionalistas y universalistas; luego, como consenso sobrepuesto o por superposición, con un claro desplazamiento hacia el contextualismo. En ambos casos el objetivo era el mismo: argumentar la elección de los principios de la justicia como equidad (de cuya validez no se duda) y ponerlos como reglas para ordenar la sociedad; pero la justificación de la elección es diferente en uno y otro. El recurso a la teoría de la posición original es una intento epistemológico, basado en el supuesto rawlsiano de que las personas libres y racionales, preocupadas por satisfacer sus intereses y situadas en posición de partida de igualdad, conocerían lo mejor para ellos y así coincidirían en la elección. El recurso a la vía del consenso por superposición es un intento práctico, ajeno a la validez de la elección y sensible, en cambio, a la presencia en los electores de intuiciones y valores fundamentales compartidos, latentes en su sentido común, derivados de su pertenencia a una tradición cultural compartida y encarnados en las instituciones liberal democráticas. O sea, el objetivo de fondo no ha variado, pues sigue respondiendo a una idea de la sociedad como reunión de personas libres e iguales que cooperan entre sí, que Rawls describe de Una Teoría de la justicia (1971) y mantiene en “Justicia como equidad: política no metafísica” (1985), y a un proyecto de moral pensada como el conjunto de normas a las que deben someterse los individuos en la búsqueda de la satisfacción de sus intereses y proyectos; pero se ha producido un fuerte desplazamiento en la argumentación, pues se pasa de un escenario en que la elección racional se erige en fundamento del orden justo a otro donde se instaurar la determinación histórico cultural como base de acuerdo. Como es sabido, el mismo Rawls reconocerá este desplazamiento y hará autocrítica de la contaminación epistemológico racionalista que sufrió su primera propuesta, contaminación que le habría llevado a derivar principios de justicia prácticos de la teoría epistemológica de la elección racional. Esta autocrítica incluía el remedio a la perversión, a saber,  la reivindicación de los mismos principios de justicia por su presencia en la cultura pública democrática occidental y su coherencia con sus fundamentos.

Mouffe reconoce y ve con buenos ojos este desplazamiento [26], que interpreta como cambio desde el escenario individualista, genuinamente liberal, hacia otro más pluralista; pero lo considera insuficiente y critica que, a pesar de todo, Rawls reserve un lugar para lo universal. Cree que ese límite se debe a que Rawls piensa la sociedad justa en claves morales, ignorando lo genuinamente político de la comunidad. Y ese moralismo, al que le es intrínseca la tentación universalista, parece a nuestra autora un obstáculo al pluralismo que sólo una concepción más política (menos moralista) de lo político eliminaría.

Así se comprende que el centro del debate lo protagonice la tesis rawlsiana de la primacía del derecho sobre el bien. En tanto que tesis determinante de la idea rawlsiana de justicia, habría de ser válida en los dos escenarios, el de la posición original y el del consenso sobrepuesto. Ahora bien, por diversas razones que aquí no abordamos, la tesis deja ver sus flancos débiles en este escenario contextualista. Esos flancos han sido puestos de relieves en la crítica antirawlsiana de los comunitaristas como Charles Taylor [27] y Michael Sandel [28], quienes han señalado, por un lado, el carácter abstracto del individuo liberal (occidental) rawlsiano, efecto del olvido de que el ser humano es producido como resultado de todo un largo y complejo desarrollo cultural, que incluye hábitos, valores, prácticas, instituciones, reglas, en fin, todo un modo de vida; por otro, los autores comunitaristas han denunciado igualmente la ilusión que se comete al poner como criterio de justicia, asumible desde la pluralidad de doctrinas y culturas, unas reglas o principios con pretensiones de neutralidad o aculturalidad, simulando situarse en el “ojo de dios”, como dice Putnam, o en el “entendimiento divino”, como decía ya Hume hace dos siglos y medio.

Mouffe hace suyas estas críticas comunitaristas y defiende que ni los derechos ni la justicia pueden ser concebidos previa e independientemente de las formas específicas de asociación política en que enraízan, sino que son elegidos y valorados como bienes de una comunidad, lo cual implica que responden a un concepto de bien. Los derechos y la justicia como equidad, bajo su apariencia de neutralidad y acontextualidad, se legitiman en la medida en que son considerados un bien por y para los individuos de una sociedad determinada. En consecuencia, Mouffe considera que la opción rawlsiana es falaz, que su principio de prioridad del derecho sobre el bien simplemente enuncia que el bien propio de las sociedades democráticas occidentales es el derecho, que ciertamente no es un bien sustancial (ético, religioso o estético), pero sí un bien formal.

Ahora bien, nuestra autora no se contenta con esta crítica, que nos parece razonable pero no definitiva, y añade otra de más profundo calado, dirigida a la premisa mayor, es decir, a la necesidad misma de relegar el bien a la privacidad que subyace en la tesis rawlsiana. Como es conocido, Rawls recurría a esa distinción jerárquica entre el derecho y el bien porque entendía que no era posible un criterio de justicia aceptable por una sociedad pluralista si el mismo no excluía todo contagio de cualquier idea de bien, necesariamente particular; Mouffe, en cambio, sostiene que es posible dicho criterio ético común de justicia, siempre que no se pretenda su universalidad. Nos dice: “Pero si Rawls tiene razón en querer defender el pluralismo y los derechos individuales, se equivoca en creer que ese proyecto exige el rechazo de cualquier idea posible de bien común, porque la prioridad del derecho por la que él aboga sólo puede darse en el contexto de una asociación política específica definida por una idea del bien común, salvo que en este caso debe entenderse en términos estrictamente políticos, como el bien común político de un régimen democrático liberal, esto es, los principios del régimen democrático liberal en tanto asociación política: igualdad y libertad” [29].

O sea, la tesis de la prioridad del derecho sobre el bien, que crea la ilusión de que una diversidad de individuos e incluso de culturas puedan compartir unas reglas comunes de justicia al tiempo que cada uno organiza su vida de acuerdo con su peculiar e inconmensurable idea del bien, queda herida de muerte en cuanto se revela que esa idea de justicia no puede escapar a la determinación cultural, es decir, no puede pensarse como enunciado de un sujeto trascendental desencarnado. Ante esta paradoja, Mouffe opta por una fuga hacia delante, optando por una idea de democracia que asume en su fundamento último una idea de bien que, por ser democrático, es considerado común, aceptable por todos. Aunque no queda claro en el texto, supongo que debemos de entender “común a todos los demócratas” (en coherencia con la exigencia de razonabilidad que Rawls impone al pluralismo), lo que implica la imposibilidad de buscar un lugar (moral) común de reconciliación global y la consecuente opción de entender lo político como inevitable espacio de enfrentamiento entre opciones comprehensivas diversas, razonables o no, entre ellas la posición democrática. Aunque no sé si con esta interpretación me estoy yendo más allá de Mouffe, creo que sólo así sería coherente su crítica a Rawls, pues sólo así lo político pasa a pensarse, ciertamente, como lugar de una irreductible pluralidad, condición indispensable para mantener la lucha agónica.

En todo caso, parece que en la posición de Mouffe la posibilidad de un pluralismo radical pasa por eliminar toda reserva universalista, poniendo la pluralidad y el antagonismo como esencia de lo político, llevando esta escisión o fragmentación más allá del espacio político convencional (el asociativo, las ideologías, los partidos), hasta el núcleo constitucional; o sea, en rigor, asumiendo una idea de lo político como enfrentamiento de posiciones (racionales o no, razonables o no) inconmensurables. Una perspectiva de este tipo implica ciertamente una reevaluación de lo político frente a lo moral, pues supone liberar lo política de esa exigencia de referente moral común que supone el límite constitucional. Si tal posición fuera la de Mouffe, tendría fundamento su critica a Rawls según la cual el pensador norteamericano usaría una idea de lo político empobrecida, reducida a “política de interés” [30], basada en un escenario de de representación en que los individuos están orientados únicamente a la satisfacción de sus intereses en un marco normativo moral, tal que la sociedad es pensada básicamente como un mercado donde se realizan los proyectos de vida individuales y las reglas de justicias son consideradas reglas morales para poner orden y evitar perversiones en los intercambios. Crítica tanto más justa cuanto que el mismo Rawls no esconde esta peculiaridad al considerar que su concepción política de la justicia es sin duda una concepción moral, si bien una concepción moral elaborada para un tipo específico de sujeto, a saber, para instituciones políticas, sociales y económicas. Y aunque es cierto que este moralismo se fue debilitando, y Rawls llegará a sugerir que tal vez sería más adecuado corregir ese moralismo y comprender la teoría de la justicia como parte de la filosofía política [31], la perspectiva moralista sigue presente y se hace acreedora de críticas como la de Mouffe, orientadas a señalar la ausencia de sustantividad de lo político. En un escenario de representación en términos de negociación entre intereses privados contrapuestos que pueden regularse técnicamente y en los límites puestos por la moral, se oscurece, o queda marginado, lo genuinamente político (los conflictos, los antagonismos, las relaciones de poder, las formas de subordinación, etc...), y ocupado su puesto por los efectos derivados de la escisión entre economía y moral, con lo cual la política deviene gestión de los conflictos económicos desde la moral. En el escenario liberal rawlsiano, donde el mal es mera contingencia, lamentable y evitable violación de las reglas de juego aceptadas, la dimensión agónica, cuasi trágica, de lo político se desvanece, porque en el fondo se ha desvanecido el pluralismo que la alimenta.

Mouffe, como decimos, parece sumarse a la crítica, aunque deja ver sus vacilaciones.  Ve en el límite constitucional lo específico del liberalismo individualista, y en la superación del mismo la caracterización propia de la democracia pluralista. Caracteriza este punto de vista político por dos rasgos, que toma del interesante trabajo de Hanna F. Pitkin [32]. El primero refiere al sujeto de la pluralidad, que en la moral será la persona y en la política el público o, más en concreto, agrupaciones más o menos estables de ese público (intersubjetividades) que mantienen puntos de vista diferenciados y cuya reconciliación (siempre temporal, parcial y provisional) es el objeto de la política. Y el segundo refiere al carácter de la pluralidad, que la matriz moral rawlsiana presenta como diversidad contingente y fácil de reducir mientras que la perspectiva política de Mouffe establece como irreducible y antagónica. Es decir, Mouffe piensa que Rawls ha infravalorado lo político, y en especial la pluralidad política, pues si bien ha reconocido la pluralidad inconmensurable en la religión o la filosofía, y de ahí que las reenvíe al espacio privado para obviar el problema, no ha dado el mismo tratamiento a lo político, donde la irreductibilidad de la pluralidad queda secuestrada u ocultada. La sustantividad del pluralismo político cristalizaría en una sociedad dividida en intersubjetividades que, aunque abiertas (exigencia liberal democrática), mantendrían cierta estabilidad y objetividad, que Mouffe no precisa, pero que remitirían inevitablemente a distintas concepciones del bien.

Según esta línea argumental el error de Rawls, y así llegamos al final de nuestro recorrido, estaría en haber limitado el pluralismo al campo del bien, eliminándolo del campo del derecho; de este modo, al relegar el bien a la privacidad, donde puede vivir en su diferencia, lo público, como reino del derecho, quedaba liberado del conflicto y ajeno al pluralismo. Se conseguiría así imaginariamente la “utopía liberal perfecta”, una sociedad plural jurídica y moralmente bien ordenada gracias a la eliminación de la idea de lo político [33], en la que lo público y lo privado, definitivamente separado, se respetan sus respectivos monopolios de lo universal y del pluralismo. La alternativa de Mouffe, orientada a reintroducir el bien en lo político, se atrinchera en el juego entre una idea de bien común a la opción democrática compatible con una idea de pluralidad de bienes, en tanto que se piensa lo político sin excluir las opciones no democráticas.

Si esta crítica fuera consistente estaríamos ante una diferencia profunda entre ambos autores. Pero, al igual que en las otras, el discurso de Mouffe, dotado de voluntad de confrontación, acaba diluyendo las diferencias y, al fin, perdiendo fuerza y confluyendo con su adversario. Es así porque, por un lado, Mouffe en rigor no reivindica la radical pluralidad de lo político, como prueba su escaso interés en incluir las posiciones no razonables (terrorismo, fundamentalismo); pone el énfasis en la posibilidad teórica y conveniencia práctica de pensar el espacio político democrático como el de un bien común, con lo que, en rigor, pone límites al pluralismo radical y sustantivo, que debe asumir la posibilidad de existencia de posiciones irreductibles. Se puede apreciar esto cuando, comentando a Carl Schmitt y su dura crítica al liberalismo, nos dice que “Schmitt tiene razón en insistir en la especificidad de la asociación política y creo que no debemos dejar que la defensa del pluralismo nos lleve a sostener que nuestra participación en el Estado en tanto que comunidad política está en el mismo nivel que nuestras otras formas de integración social. Toda la reflexión sobre lo político implica el reconocimiento de los límites del pluralismo. Los principios antagónicos de legitimidad no pueden coexistir en el seno de la misma asociación política; no puede haber pluralismo en ese nivel sin que la realidad política del Estado desaparezca automáticamente. Pero en un régimen democrático liberal esto no excluye el pluralismo cultural, religioso y moral en otro nivel, ni una pluralidad de partidos diferentes. Sin embargo, este pluralismo requiere lealtad al estado en tanto que “Estado ético” que cristaliza las instituciones y los principios propios del modo de existencia colectivo que es la democracia moderna” [34]. Texto relevante, que apoya rotundamente nuestra interpretación, pues revela que la pluralidad aceptada en la idea de pluralismo de Mouffe, sea liberal o democrático, no puede cuestionar las dos instancias esenciales del liberalismo, el individuo y el estado, sino integrarse en su matriz y cumplir una función instrumental: permitir, al mismo tiempo, la autocreación del individuo mediante sus libres y voluntarias identificaciones y la difuminación de los conflictos entre el individuo y el estado metamorfoseándolos en conflictos religiosos, culturales y políticos, cuyo desarrollo se acepta en los límites del Estado, símbolo de la unidad indiscutible. Texto que, al mismo tiempo, pone de relieve el exceso de su crítica a Rawls, ya que ahora viene a reconocer un límite al pluralismo, ese recinto sagrado que de una u otra forma remite a las constituciones democrático-liberales. La diferencia con Rawls -que sólo tendría relieve como rechazo del principio de razonabilidad- se difumina.

Lo curioso es que Mouffe defiende la bondad de ese límite y rechaza el “pluralismo total” que fingen los defensores de la democracia procedimentalista. Como alternativa propone una democracia que afirma algunos valores, como “libertad e igualdad”, que toma como sus “principios políticos”; una democracia que fija una forma de coexistencia que pasa por la separación entre lo público y lo privado, la Iglesia y el estado, derecho civil y derecho religioso: “Estos son algunos de los logros básicos de la revolución democrática y lo que hace posible la existencia del pluralismo. Por tanto, no se pueden cuestionar estas distinciones en nombre del pluralismo. De aquí el problema planteado por la integración de una religión como el Islam, que no acepta estas distinciones” [35]. Texto magnífico que revela el carácter etnocéntrico de los principios políticos de una democracia pluralista y que marca con claridad los límites de este pluralismo, que son los límites intrínsecos al liberalismo; texto que manifiesta una idea de lo político cerrada y ordenada, lo que implica un límite a la pluralidad, un lugar para la identidad.

Mouffe entiende que un proyecto pluralista aportaría entusiasmo a nuestras sociedades, inundadas de escepticismo y apatía. Pero incluso cuando da relevancia a esta terapia pluralista, ha de recurrir a los límites: “Sin embargo, para conseguirlo hace falta instaurar un difícil equilibrio entre, por un lado, la democracia entendida como conjunto de procedimientos necesarios para administrar la pluralidad, y, por otro lado, la democracia como adhesión a valores que informan un modo particular de coexistencia. Cualquier intento de dar precedencia a un aspecto sobre el otro corre el riesgo de privarnos del elemento más precioso de esta nueva forma de gobierno” [36]. Lo que, en prosa, quiere decir que la democracia radical permite y persigue una pluralidad consistente con el orden y los valores democráticos, y nada más, tal que cualquier cultura o religión no democrática ha de ser o integrada o excluida. La pluralidad que admite la propuesta de Mouffe es la diversidad de estrategias para conseguir el bien común de la democracia liberal, la libertad y la igualdad; pero en modo alguno admitiría una pluralidad de bienes sustantivos legítimos.


6. Pluralismo y normativismo

Nos parece que, en éste como en los anteriores frentes, la crítica de Mouffe a Rawls se diluye, pierde fuerza y no logra situarse al nivel de las expectativas suscitadas. Y en el fondo no podía ser de otra manera, pues a pesar de todo Mouffe comparte con Rawls, además del talante político socialdemócrata, la posición filosófica normativista, es decir, la pretensión de ordenar la sociedad conforme a un modelo, en este caso democrático. Desde esta posición ambos están determinados a pensar la política como creación de un “nosotros”, por tanto, a imponer lo común a la diversidad o, si se prefiere, a subsumir la pluralidad dentro de lo universal compartido; y con tal presupuesto las diferencias son contingentes. Rawls parece tenerlo claro al considerar el derecho, como la verdad, compartible y, en el fondo, aunque no lo diga, como un bien común; por tanto, el núcleo constitucional no es lugar del pluralismo, sino condición de posibilidad de éste, su trascendental; ese lugar sagrado guarda las esencias últimas del humanismo, los valores atribuibles a una idea aún esencialista de hombre. Si Mouffe quiere romper este límite y llevar la pluralidad al sancta sanctorum de lo político, habría de reconocer que el derecho y, especialmente, su núcleo básico, la constitución, no debe ser unitaria y cerrada, sino abierta a la inclusión de una pluralidad de concepciones del bien, de lo justo, de lo social y de lo político, sean racionales o no, sean razonables o no. Y, en el mismo gesto, habrá de reconocer el fraccionamiento definitivo de la esencia humana en una pluralidad de determinaciones contextuales.

¿Es esto pensable? Sí, pero desde fuera de la filosofía, desde una posición teórica que no aspira a decir la sociedad justa o buena -sea su esencia la cooperación igualitaria o la lucha agonal-, sino a comprender el escenario político como confrontación, incluido el antagonismo, como procesos de dominación, como inacabable metamorfosis del poder, como lucha sin horizonte de reconciliación, donde el “nosotros democrático” se reconoce particular cara a cara a otras intersubjetividades con las que está condenado a vivir y a enfrentarse. Sí, es pensable, pero sólo desde un discurso que no se sitúa en el ojo de Dios, comprendiendo la totalidad, reajustando a su gusto lo mismo y lo otro, sino que acepta su finitud, su limitación, instalándose en lo mismo, en la subjetividad, en la conciencia, y afrontando con riesgo la lucha por la transformación de lo otro, que siempre será el límite, que nunca será reducido.

Pero Mouffe no hace esta apuesta; su alternativa es también un orden ideal cerrado, aunque le otorgue la ilusión de apertura que aporta el simulacro de lucha agonística. Y no lo hace porque asume los límites de la representación liberal de la pluralidad, en la que ésta es creación de la subjetividad, excluyendo aquella diversidad puesta por determinaciones exteriores a la política, como la clase, la etnia y, con ciertos matices, la nación. Sólo un pluralismo que incluya estas formas de pluralidad sería radical y garantizaría la confrontación infinitamente abierta; sólo ese pluralismo, respetuoso y sensible a la pluralidad prepolítica, plantea retos irresolubles a la política y a la razón; en fin, sólo ese pluralismo, no liberal, inquieta las conciencias deseosas de paz.


J.M.Bermudo (2006)




[1] Publicado en J. M. Bermudo (Coord.), Del humanismo al humanitarismo. Barcelona, Horsori, 2006, 11-34. SBN, 978-84-96108-27-1.

[2] Ch. Mouffe, El retorno de lo político, Barcelona, Paidós, 1999, 126.

[3] Ibid., 143-144.

[4] Basten unos ejemplos: “¿cuál es la concepción más adecuada de la justicia para establecer los términos equitativos de la cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, y considerados como miembros plenamente cooperativos de la sociedad durante toda su vida, desde una generación hasta la siguiente” (Ibid., 33); ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables” (Ibid., 33).

[5] Ch. Mouffe, Op. cit., 14.

[6] Ibid., 14.

[7] Ibid., 13.

[8] Ibid., 66-67.

[9] Ibid., 67.

[10] Ibid., 16 ss.

[11] Ibid., 16.

[12] Ibid., 17.

[13] Ibid., 135.

[14] Ibid., 136.

[15] Ibid., 136.

[16] A. Renaut, La era del individuo. Barcelona, Destino, 1993.

[17] Ch. Mouffe, Op. cit., 137.

[18] Ibid., 137

[19] Por eso el liberalismo nunca defendió, sino que intentó negar o silenciar, las diferencias ontológicas (el pluralismo ontológico) en sentido fuerte, como las diferencias de etnia, de sexo o de clase.

[20] J. Rawls, El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1996, 59, n.31.

[21] Ibid., I, § 5, 60.

[22] Ibid., I, § 5, 60.

[23] Ibid., I, §5, 61.

[24] Ibid., I, § 5, 60.

[25] Ch. Mouffe, Op. cit., 128.

[26] “Las creencias religiosas y morales son ahora asunto privado sobre lo cual el estado no puede legislar, y el pluralismo es un rasgo decisivo de la democracia moderna” (Ibid., 72). Valora, pues, éste pluralismo social y cultural, pero le parece insuficiente por no extenderse al núcleo jurídico y constitucional de lo político.

[27] Ch. Taylor, Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996; La ética de la autenticida, Barcelona, Paidós, 1994.

[28] M. J. Sandel, El liberalismo y los límites de la justicia, Barcelona, Gedisa, 2000.

[29] Ch. Mouffe, op. cit., 72.

[30] Ibid., 75.

[31] J. Rawls, La justicia como equidad: una reformulación. Barcelona, Paidós, 2002, n. 2.

[32] H. Fenichel Pitkin, Wittgenstein and Justice. Berkeley, University of California Press, 1972, 216 (Traducción castellana, Wittgenstein: el lenguaje, la política y la justicia. Sobre el significado de Wittgenstein en el pensamiento social y político. Madrid, CEC, 1984).

[33] Ch. Mouffe, op. cit., 78.

[34] Ibid., 179.

[35] Ibid., 180.

[36] Ibid., 181.