LA JUSTICIA Y LA CIUDAD





1. La justicia y la filosofía.

La filosofía política tiene en el presente tal vez el momento más esplendoroso de su historia. No sólo se ha afirmado como "disciplina regional", con cátedras, departamentos, institutos, revistas y congresos especializados en la materia; no sólo la filosofía en general, que ayer miraba hacia la ciencia, el lenguaje o la existencia humana, hoy pone sus ojos en lo ético-político como su lugar propio; además de ser parte y tema, tiende a ser fundamento. La filosofía parece renunciar definitivamente a fundamentos onto-epistemológicos o teológicos para asumir que su único horizonte de legitimación es la política; la verdad, la justicia, la belleza o el bien dejan de ser obra de la razón abstracta o de un sujeto pensante para buscar su fundamento en la deliberación, la elección colectiva, el consenso, el acuerdo.

Pero, sorprendentemente, esta eclosión de la filosofía política, esta deriva política de la filosofía, coincide con un mal momento de la política. Coincide, en primer lugar, con la crisis de las ideología fuertes, globalizadoras, que postulaban órdenes de vida definidos, modelos de comunidad estructurados, tipos de ciudad acabados y cerrados; es decir, con la crisis de los ideales político-sociales. En segundo lugar, coincide con una creciente oposición entre lo político y lo social, como ha subrayado H. Arendt; con una expansión de lo social que segrega a la marginalidad y la sospecha lo político y lo íntimo. En tercer lugar, la filosofía política contemporánea, con neto predominio del pensamiento liberal capitalista, acepta como presupuesto sagrado que su objeto es el de separar lo público de lo privado: lo público como esfera de lo común y lugar acotado de la razón y lo privado como esfera de lo individual y lugar del pluralismo y el mercado; lo público como ámbito de la justicia y lo privado como dominio de los ideales éticos y las estrategias económicas. En cuarto lugar, coincide con la crisis de las democracias liberales, del Estado de bienestar y de los primeros síntomas de debilidad del Estado de derecho, al ser cada vez más complicado contestar las preguntas sobre la relación entre derechos sociales y derechos individuales, entre el principio democrático y el principio de legalidad, entre el Estado y la “sociedad civil”.

En consecuencia, este momento esplendoroso de la filosofía política se caracteriza por los efectos causados por esa crisis de la política, que se concreta en la renuncia a pensar la ciudad y por la entrega a pensar la justicia. Se renuncia a la construcción de ideales políticos, sea decretando el “ pensamiento único”, sea relegando los ideales a la privacidad en nombre del pluralismo. Sólo la justicia, como condición mínima de una vida juntos, se pone a debate.

No es sorprendente, por tanto, que 1971, fecha de publicación de Una Teoría de la Justicia, de John Rawls, sea considerada como el año de nacimiento de la filosofía política contemporánea. La obra de Rawls tiene todos los ingredientes adecuados para el éxito: razonablemente normativa frente al descriptivismo analítico; confesadamente orientada a legitimar la democracia liberal, sus formas y sus valores; y militantemente fiel a ese presupuesto de pensar la justicia al margen de los ideales ético-políticos, al margen de una idea acabada de ciudad. No es tampoco extraño que el ensayo de R. Rorty "Trotsky y las orquídeas salvajes" se haya convertido en la metáfora privilegiada del "postmodernismo" filosófico, empeñado en hacernos creer que es posible conciliar al revolucionario ruso con las bellas flores, la "transformación del mundo" con el cultivo del jardín, la defensa de la justicia en la esfera pública y la entrega al cultivo de la individualidad y de la diferencia en la privada.

Nuestra reflexión versará sobre la pregunta: ¿puede definirse la justicia al margen de la ciudad?, ¿puede ser pensada la justicia como un "ideal mínimo y universal" de coexistencia pacífica compatible con el pluralismo de ideales ético-políticos y económicos aparentemente aparcados en el territorio de la libertad negativa? Y, en todo caso, ¿qué efectos teóricos y políticos se ocultan en el intento?

Adelantamos nuestras reticencias ante la pretensión común al pensamiento neoliberal y postmoderna de definir la justicia al margen de todo ideal político, de toda idea acabada de ciudad, dejando ésta no sólo abierta sino indeterminada; a su pretensión de restringir el ámbito de la racionalidad a la "razón pública", a la "justicia", procurando el mayor terreno posible a la "libertad negativa", que con sospechosa fortuna conceptualizó I. Berlin en "Dos conceptos de libertad", siglos después de que B. Constant describiera el problema con mayor brillantez en "De la libertad de los antiguos y de los modernos". Pero reconocemos que la teorización neoliberal no responde sólo a un "uso maquiavélico" de la filosofía al servicio de una ideología, sino que ella misma es el resultado trágico de 2500 años de filosofía, que han conducido a la "crisis del fundamento" post-nietzscheana o post-analítica. Crisis de fundamento, eso sí, que parece pensaba para comodidad del neoliberalismo.

Es decir, no pretendemos aquí y ahora hacer la crítica política al neoliberalismo, aunque en algún momento nos dejemos llevar por la pasión; pretendemos una crítica filosófica, que explique el momento actual. El marco explicativo en el que nos gustaría situar el tema viene determinado por el presupuesto de la interdependencia -o, al menos, el isomorfismo- entre las representaciones filosóficas del mundo y de la ciudad. Presumimos una interdependencia entre las ideas de “cosmos cerrado” y de “comunidad cerrada”; entre las ideas de “universo infinito” y de “sociedad abierta”; y, en fin, entre las de “mundo indeterminado” y “sociedad mínima”. No nos podemos detener en argumentar estas homologías, en cuya investigación estamos trabajando desde hace algún tiempo; pero las usaremos como contexto teórico.


2. La comunidad cerrada.

La idea de justicia tiene que ver con la forma de la ciudad, con las relaciones internas a la sociedad. De ahí que sea muy relevante ordenar nuestra reflexión en función de esas formas. De entrada nos centraremos en las “comunidades cerradas”, y distinguiremos varios tratamientos filosóficos de la justicia en relación con ellas.


2.1. En sus orígenes la filosofía pensó la justicia referida a alguna totalidad limitada, cerrada y perfecta. La más tópica fue el "cosmos", representación clásica del mundo cerrado, acabado y pleno de sentido. Si la perfección del "cosmos" yacía en su potencia para ser y mantenerse, en su eternidad, la justicia refería al funcionamiento equilibrado de sus partes, a su orden, garantía de su estabilidad y de su imperturbable existencia a lo largo del tiempo. El afortunado fragmento de Anaximandro nos habla ya de la injusticia como desajuste de las cosas en el todo, como individualización y desorden, y de la justicia como restitución de la armonía de la totalidad: "De allí de donde todas las cosas proceden, hacia allí tienden en su destrucción, según la necesidad; de este modo las cosas expían sus culpas y reparan las injusticias cometidas contra el todo según el orden del tiempo".

Y el pitagórico Filolao nos describe igualmente de la justicia como unidad y equilibrio de las partes en una totalidad: "La armonía, que es la justicia, se genera a partir de los contrarios; la armonía, que es la justicia, consiste en la unificación de las cosas diferentes y en el consenso de las cosas que disienten".

Con metáforas diferentes, siempre se expresa la misma idea de justicia como forma de una totalidad, como la regla que articula y preside el funcionamiento de los elementos de un todo garantizando así su perfección, es decir, su independencia y su perduración. La justicia no se refiere a las relaciones entre individuos aislados, sino a las articulaciones de éstos con la totalidad. La justicia es la regla que subordina la función y los fines de las partes a la perfección y el fin del todo. Ese todo fue el "cosmos" en los presocráticos; pero pronto se exportaría a la "polis" y al "hombre", sin variar su significado, como regla que articula, unifica, aprovecha y dirige las potencias de los particulares hacia el bien, la autosuficiencia, la perduración en el ser, del conjunto. Platón es el mejor exponente de este desplazamiento, por lo cual nos detendremos en su propuesta.


2.2. No es extraño que hace ya más de 2.500 años, en los orígenes de la filosofía, la obra más genial del pensamiento clásico, la República de Platón, versara precisamente sobre la justicia en la ciudad; no es extraño, por tanto, que en ella encontremos una posición arquetípica, que inevitablemente hemos de repensar. En la proyección histórica del diálogo platónico se ha leído en la República fundamentalmente la descripción de una "ciudad ideal", de una utopía. En ella se inspiraron los "espejos de príncipes" y las "ciudades ideales" renacentistas [ El mundo cuerdo y loco, de Antón Francesco Doni; La ciudad feliz (1553), de Francesco Patrizzi; La república imaginaria (1588), de Ludovico Agostini; o La República de Evandria (1625), de Ludovico Zùccolo [1], aparte de las más conocidas ( Utopía, de Thomas Moro; Ciudad del sol, de Tomasso Campanella, etc.). El texto platónico, por tanto, ofrece una descripción acabada, cerrada, de ciudad; un ideal de comunidad y de vida.

No obstante, cosa menos advertida, la República platónica es estructuralmente una reflexión sobre la justicia. En el orden lógico de la obra, el objetivo principal es la investigación de la justicia; la descripción de la ciudad ideal es un recurso retórico subordinado a ese fin. En el texto, en cambio, el ideal de ciudad parece agigantarse y ganar dominancia, hasta el punto de ensombrecer un tanto la idea de justicia. El efecto global es que la República resulta ser una profunda investigación sobre la justicia y la ciudad; una reflexión sobre la justicia para la ciudad.

La ciudad es la totalidad sobre la que Platón define la justicia. Para el filósofo ateniense la justicia es lo que hace que una ciudad esté bien construida. La perfección depende del contenido (riquezas, recursos, virtudes y cualidades de sus hombres, prudencia de sus gobernantes) y del ordenamiento de esos elementos. Esta última función es obra de la justicia. Ambos factores, por otra parte, deben referirse al tipo de ciudad, determinado por su fin. No necesita el mismo orden, las mismas virtudes y elementos Esparta que Atenas, por ejemplo,

La subordinación de la idea de justicia a la de ciudad se revela en el método platónico, sorprendentemente constructivista. Como sin duda ustedes recordarán, se inicia con unas pinceladas sobre la felicidad en la vejez, cuando los placeres abandonan el cuerpo. Tras rápidas sugerencias sobre la contribución de las riquezas o la salud a la felicidad de los hombres, el diálogo toma forma filosófica al centrarse en la justicia. ¿No encierra ésta el secreto de la felicidad? ¿Qué relación hay entre ser feliz y ser justo?

El primer libro de la República recoge las primeras propuestas de caracterización de la justicia. Sucesivamente se van exponiendo, analizando y rechazando por inapropiadas diversas definiciones de justicia: "dar a cada uno lo que se debe" [2], "dar a cada uno lo que se merece" [3], "hacer favores a los amigos y daños a los enemigos" [4] "no hacer daño a nadie" [5] (Sócrates), "lo que conviene al más fuerte" [6], etc. etc. Todas estas concepciones serán desechadas por inapropiadas. A Platón no le preocupa la justicia conmutativa, como regla de intercambio interindividual; pero tampoco le preocupa mucho la distribución de bienes. La justicia refiere al orden y la perfección de una totalidad. Esta totalidad puede ser el hombre o la ciudad, como dos totalidades distinguibles. Pero la “idea” habrá de ser la misma: el “hombre justo” y la “ciudad justa” lo son en tanto que participan de la idea de justicia. Lo justo, por tanto, debe referir a algo común a esas totalidades de las que se predica la justicia. Por eso es indiferente encontrar la idea de justicia en una u otra. Y se ha puesto de relieve que es muy difícil encontrar la justicia en el hombre, decir qué es lo que hace que llamemos a alguien “hombre justo”.

“Sócrates”, con astucia, cambia hábilmente cambia el lugar de la indagación: del ámbito del "hombre justo" se traslada al de la "ciudad justa". Con una audaz metáfora, que podríamos llamar de las dos pizarras, somete a reflexión una tesis audaz: la justicia se lee mejor en la ciudad que en el hombre. Es más complicado ponerse de acuerdo en lo que hace que un hombre sea justo que coincidir en lo que hace que llamemos justa a una ciudad. Dice literalmente: "La investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi entender, una persona de visión penetrante. Como nosotros carecemos de tal visión, me parece que lo mejor es seguir en esta indagación el método de aquél que, no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos unas letras pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están reproducidas las mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo más destacado. Este hombre consideraría una feliz circunstancia, creo yo, aquella que le permitiera leer primero estas últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran realmente las mismas" [7].

El objetivo es leer la justicia en la pizarra grande, en la idea de sociedad justa o, si lo prefieren, en la ciudad justa construida idealmente; luego, conocido el mensaje, no será difícil releerla en la pizarra pequeña, en la idea del hombre justo. Así, la justicia queda subordinada, en el orden lógico, a la ciudad; es un elemento más de la perfección de ésta. El desplazamiento del lugar de investigación de la justicia desde el hombre virtuoso a la sociedad perfecta, insistimos, hay que tomarlo exclusivamente como mero recurso metodológico; Platón se encargará de poner de relieve que, junto al isomorfismo derivado a la teoría de las ideas, el “hombre justo” y la “ciudad justa” están ligados ontológicamente: el fin específico de la ciudad es la vida buena del hombre; y ésta vida buena es la vida dedicada a la contemplación y a la política, imposibles fuera de la ciudad.

Pero la subordinación de la justicia a la ciudad se revela también en la fundamentación ontológica. Elegido el nuevo lugar de indagación, como ustedes sin duda recordarán, "Sócrates" procede a construir en idea la ciudad perfecta [8], sin referencia alguna a la justicia, para no caer en petición de principio.

Creo que en nuestros días tendríamos muchas dificultades para proponer un ideal de sociedad sin referencia alguna a la justicia; algunos pensarían que, en rigor, la perfección de una ciudad se mide por su justicia. Pero el pensamiento griego pensaba la perfección desde una perspectiva globalizadora y fuertemente ontológica. Esta ontología asignaba a las todas cosas un doble ideal de perfección , resultado de la realización de los fines respectivos: una perfección común y otra particular. La perfección común es el ser, la potencia de cada cosa para "perseverar en la existencia", que dirá siglos después Spinoza. Ser es bueno; el ser es el bien. La perfección particular o específica de cada cosa era su fin (su telos), que consistía en la realización de su idea (su eidos), en la actualización de su naturaleza. La perfección particular es la realización de la naturaleza propia de cada cosa.

En el caso de la ciudad, su perfección común radica en su poder para subsistir como ciudad libre, independiente, diferenciada, gloriosa y rica; y su perfección particular consiste en conseguir y garantizar que sus hombres lleven la vida buena, es decir, sean ciudadanos dedicados a las más nobles praxis de la política y del conocimiento. Estos dos niveles de perfección de la ciudad confluyen en el ideal de autarquía, que es a un tiempo radical independencia (ausencia de determinación ontológica, física o política, o sea, potencia de ser en sí) y radical autosuficiencia (cultural, económica, militar etc., o sea, potencia de ser para sí).

La autarquía requiere la división racional del trabajo, es decir, un reparto de funciones tal que cada una sea realizada con la mayor eficacia. Para conseguir tal propósito, nos dice "Sócrates", nada más razonable que conseguir que las distintas funciones sean desarrolladas por los hombres más capacitados para ello y en dedicación continua y exclusiva a su misión. Sólo así dominarían sus respectivas artes (del gobierno, de la defensa, de la navegación, de la medicina, de la agricultura...), alcanzando así su perfección personal y la felicidad de ella derivada, al tiempo que conseguirían la mayor rentabilidad social, efecto del dominio técnico del arte.

Esta absoluta subordinación del individuo al ideal de autarquía de su ciudad, en el fondo es la garantía de que el hombre alcance su doble perfección: vivir y vivir como hombre, es decir, desarrollando las cualidades físicas, afectivas y mentales propias de su naturaleza, de acuerdo con la composición de metales de su alma. De este modo, la división del trabajo sirve a un tiempo al ideal de autarquía y bienestar de la ciudad y al ideal de perfección y felicidad individual. La ciudad así fundada cumple su fin último de hacer posible el buen vivir: "pienso que nuestra ciudad -dice "Sócrates"- si está rectamente fundada, será completamente buena" [9].

Además de en el método y en la fundamentación ontológica la subordinación de la justicia a la ciudad, en fin, aparece en la propia definición de la justicia. En una argumentación que no podemos aquí redescribir, “Sócrates” lee en la ciudad perfecta la idea de justicia: "Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad: a aquello para que su naturaleza esté mejor dotada" [10]. La justicia, presente en cada momento de la construcción de la ciudad perfecta, debe consistir en que cada cosa esté en su lugar, que cada cual cumpla su función: "hacer cada uno lo apropiado a su alma y no multiplicar sus actividades" [11]; porque esa ha sido la regla que ha dirigido su construcción.

Una regla, ciertamente, no arbitraria, sino perfectamente inferida de su ontología. De hecho Platón supone que así, y sólo así, se identifica el bien del individuo y el de la ciudad. El individuo, porque su bien, su perfección, la conquista plena de su naturaleza, de su fin, consiste en vivir conforme a su virtud; de eso depende su felicidad; la sociedad, porque el individuo "virtuoso", que domina su arte porque está bien dotado para el mismo y porque se dedica plenamente a su práctica, producirá más y mejor, lo que beneficia a la ciudad. Y como lo justo es que cada cosa se ordene a su fin, "la posesión y práctica de lo que a cada uno le es propio será reconocida como justicia" [12].

Recordemos que Platón escribe la República como respuesta a la tendencia de su época en que todos se creían capacitados para intervenir en la política, y no así en medicina o navegación, siendo el “arte del gobierno” el más difícil y el que más cualificación requiere.


2.3. Esta concepción que acabamos de redescribir no es propiamente platónica, sino común al mundo de las comunidades cerradas. Cuando Aristóteles aborda el tema de la justicia en la ciudad [13], dirá que ésta tiene fines ontológicamente fundados y que habrá tantas formas de justicia como modelos de ciudad. La justicia no es el fin de la ciudad, ni la instancia que marca a ésta sus fines. Al contrario, es sólo la adecuada ordenación de sus partes para mejor cumplimiento del fin común a toda ciudad, la autarquía, y el propio de cada una, expresado en su régimen. Por lo tanto, la justicia queda subordinada a los fines de cada ciudad: no es la misma en las democracias que en las aristocracias.

Así, puesto que la justicia es siempre una especie de igualdad -una polis es para Aristóteles una "comunidad de iguales"- concluye que la justicia democrática consiste en la "igualdad numérica" y la justicia aristocrática en la "igualdad de méritos". En las ciudades democráticas lo justo es "que cada ciudadano tenga una parte igual", pues sólo así esa ciudad cumple su fin de que gobiernen los más; otras ciudades con otros gobiernos deberán tener otra regla de justicia [14]. La justicia queda así establecida como una ordenación de los bienes, cargos y funciones adecuadas al fin de la ciudad, a su ideal.

Del mismo modo, Aristóteles subordina la justicia al ideal de hombre. Aristóteles distingue entre la justicia en el hombre y la justicia en la comunidad [15], la primera como virtud del individuo, referida por tanto a la vida moral, y la segunda como virtud del ciudadano, referida por tanto a las relaciones sociales y políticas. De este modo, se construyen y separan dos ideas de la justicia; se distinguen e incluso se oponen, pues, como decía el filósofo de Estagiria, "quizá no sea lo mismo en cada caso ser hombre bueno y ser buen ciudadano".

De todas formas, Aristóteles distingue entre la ciudad perfecta, ajustada al carácter de sus hombres y capaz de posibilitarle el buen vivir; y la justicia como ideal mínimo, como condición de estabilidad de la ciudad, Y reconoce que la justicia, como virtud moral, en cuanto a perfección es incluso inferior a otras como la amistad: "Cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, pero, aun siendo justos, sí necesitan de amistad" [16].

Hoy, 2500 años después, no podemos aceptar ni los supuestos filosóficos ni las propuestas políticas de Platón y Aristóteles. Ya no es posible pensar la política desde una ontoteleología del bien, desde un ideal de ciudad como comunidad cerrada, desde una antropología diseñada desde el mito de las almas de metal. Y tampoco es posible aceptar un ideal de comunidad que hace ciudadanos a una minoría, que apoya la democracia en la exclusión de esclavos, extranjeros, mujeres, etc. Nos lo impiden 2500 años de crítica filosófica y política; nos lo impide nuestra clara apuesta por la libertad y la igualdad, de escaso valor en la comunidad cerrada. No obstante, algunos postulados metateóricos de la filosofía clásica siguen con pretensiones de validez, tanto más fuerte cuanto que las propuestas contemporáneas, que han renunciado a ellos, siguen siendo insatisfactorias. Nos referimos, especialmente, a los cuatro siguientes:

a). Presupuesto primero: La justicia está subordinada a un ideal común de vida y a un ideal de vida en común. Es imposible pensar la justicia sin referirla, aunque sea de manera implícita o enmascarada, a un ideal de ciudad, a una manera de entender el la vida.

b). P resupuesto segundo: aunque la justicia es algo intrínseco a la ciudad perfecta, aunque forma parte del ideal de ciudad, no es el ideal, no agota todas sus perfecciones (la ciudad perfecta no es la "ciudad justa"; una ciudad pobre o vencida puede ser justa, pero no perfecta). La justicia no agota el ideal moral; es un ideal mínimo.

c). Presupuesto tercero: la ciudad justa ha de ser pensada en relación estrecha con el hombre justo, y a la inversa. Refiere, pues, a la necesidad de un ideal de hombre, de vida, de moralidad, sin el cual toda concepción de la justicia se revela arbitraria y carente de sentido. Refiere a una concepción de la ciudadanía, de los derechos, de la identidad personal.

d). Presupuesto cuarto: la justicia ha de ser pensada con referencia a un modelo de ciudad, que debe ser argumentado sustantivamente, éticamente. Refiere, pues, a un ideal de ciudadanía, a un ideal de república, a un orden institucional determinado. La justicia, como aquello que optimiza las perfecciones y virtudes de la ciudad, es relativa al modelo de comunidad; a cada ciudad, a cada totalidad, le corresponde una regla propia de justicia (la justicia de Esparta es diferente a la justicia de Atenas). Perder ese referente convierte el ideal de justicia en una norma puramente formal y contingente, que tal vez posibilite el mercado y el pluralismo, pero que es insensible a mil formas de barbarie.


3. La sociedad abierta.

Podría pensarse que esta concepción clásica de la justicia como regla del orden y buen funcionamiento de las partes de la ciudad (o del hombre) con fundamento ontológico y moral, referida a un ideal del hombre y de la sociedad, entendida sólo como elemento de perfección, es propio de una idea de ciudad cerrada, de una filosofía que prescribe dogmáticamente una concepción del bien con pretensiones de fundamentación metafísica; podría sospecharse que desde un pensamiento con perspectiva de "sociedad abierta", en que se renuncia a proponer un modelo acabado de ciudad, la justicia no puede referirse al ser de ésta, a su perfección, sino al contrario, dictarle su ser, su forma y sus límites. Podría pensarse, en fin, que en una sociedad abierta no tiene sentido hablar de perfección ni de ideal, siendo la justicia una mera condición de posibilidad para que los hombres vivan sin matarse. Pero tal perspectiva no es tan obvia ni tan eficiente como parece.

La "ciudad abierta" pertenece a la modernidad, y no es ajena al "universo infinito" y, en general, al profundo cambio de paradigma filosófico, en el que la metafísica del ser o del objeto es desplazada por la metafísica de la conciencia o del sujeto. Aunque adentrarnos en esa especulación nos alejaría de nuestro interés actual, conviene recordar que la modernidad trajo, junto al "universo infinito de Galileo, Newton y Laplace, la perspectiva de la sociedad abierta de Hobbes, Locke y Kant. Y de la misma manera que el universo laplaceano era infinito en sus modos pero fijo y cerrado en sus leyes, la ciudad liberal queda abierta en sus contenidos o "modos de vida" pero bien delimitadas las reglas y procedimientos por los derechos de los individuos y los pactos constitucionales. El "demonio de Laplace" se jactaba con razón de poder conocer el pasado y el futuro del mundo, en sus más mínimos detalles, sin más instrumentos que las leyes de Newton y una descripción completa del mundo en un instante; el filósofo de la sociedad abierta se complace con fijar las leyes de justicia, que definan el espacio donde construir diversos proyectos éticos y opciones de vida, que quedarán siempre bajo esas reglas universales derivadas de la racionalidad. Nada del pasado, del presente o del futuro queda fuera de la ley newtoniana, aunque se desconozcan los casos; igualmente, nada queda fuera de las leyes del pacto, aunque la “privacidad” simule lo contrario. En uno y otro caso, la libertad como espontaneidad, independencia o azar es una ficción o simple límite a conquistar. El espacio “abierto” no es “indeterminado”.

Pero el camino de la modernidad es largo. En la etapa clásica la crisis del fundamento ontológico del objeto es compensada por la fundamentación metafísica del sujeto; las leyes de la naturaleza son sustituidas por las del entendimiento o del sujeto trascendental; la razón encuentra en sí misma lo que antes encontraba fuera de ella, a saber, el orden, la ley y el sentido. La verdad, el bien, la justicia, privadas ya de referente trascendente, encontrarán un referente inmanente. Aunque ya aparecen posiciones antimetafísicas, que interpretan la verdad y la justicia como convenciones o acuerdos entre los hombres, como construcciones o artificios suyos, en general esos artificios serán justificados desde la razón, que pone la necesidad y la universalidad, o sea la legitimidad.

Lo que sí podemos afirmar es que con la modernidad se afirman dos tendencias: por un lado, la construcción de la justicia y de la ciudad se pone en manos de las decisiones individuales; en segundo lugar, la justicia y la ciudad comienzan a separarse. La justicia comienza a perfilarse como la garantía de la mínima comunidad, de la simple asociación, lo que hace que los hombres intercambien en paz; será el espacio universal y común; deben construirlo los individuos en elecciones guiadas por la racionalidad, por la exigencia de universalidad. La ciudad, como el conjunto de formas de vida diversas y libremente elegidas, se constituye en el espacio de lo particular; deben construirla los individuos, pero sin someterse a la racionalidad o la universalidad; es el dominio del pluralismo, de la libertad negativa, de la diferencia, de lo extraño a la razón, de aquello "de lo que no se puede hablar", por usar la célebre expresión wittgensteiniana.

De todas formas, estas tendencias se desarrollarán en el tiempo. En un principio se aceptó relegar la religión al ámbito de lo privado, como estrategia para la paz social. La estabilidad del Estado moderno parece depender en gran medida de su neutralidad religiosa. Este hecho se ha convertido en símbolo, y crece la tendencia a creer en la conveniencia de relegar a lo privado cuanto sea susceptible de conflicto. La tentación crece en función de la concepción del hombre y de la vida que se defienda: si se piensa en hombres incapaces de negociar y de sentir solidaridad, si se piensa en que la “vida buena” es la “buena vida”, se reducirá lo público y común a su mínima expresión.

Aun así, ciertas confusiones avalan el proceso. Hoy la relación entre “público” y “privado” no es la misma que en otros tiempos. Hoy es un error de anacronismo conceptual identificar lo público con lo político y lo privado con lo particular. Hoy lo “público” es lo “social”, que se extiende más y más, sin dejar apenas espacio a lo político y a lo íntimo. Se entiende esta idea arendtiana si se reconoce que la mayor parte de lo político es “gestión”, por tanto “sociedad”; y que gran parte de lo privado, incluso la sagrada propiedad, está cada vez más regulada socialmente.


3.1. Pero volvamos a nuestra historia. El problema de la demarcación entre lo público y lo privado es bien descrito por J. St. Mill, al distinguir los círculos concéntricos de la convivencia, la moral y la justicia, repartiéndose la totalidad de la acción social. En el fondo, dice Mill, no se distinguen por el grado de libertad, por la indiferencia de las acciones en su seno, sino por la diferente forma de regularlas y sancionarlas. Todas las acciones caen dentro de la racionalidad práctica, todas deben someterse a la razón; se diferencian por las tres formas diferentes de sanción: la ley, la presión social y el riesgo de ineficiencia. Son tres círculos móviles, desplazándose en sus dimensiones; tres esferas que agotan la razón práctica: razón jurídica, razón moral y razón prudencial. En Mill esas esferas, y en particular la justicia, dependen de los valores e ideales de un pueblo o de una civilización y del arraigo d ellos mismos en sus hombres. La ley sólo es necesaria cuando ni la prudencia ni la moralidad consiguen que los hombres hagan lo que deben hacer, cuando no consiguen la “comunidad” necesaria.

Queremos insistir en este aspecto. Los clásicos -recordemos a Platón- usan la justicia constantemente, como regla de ajustamiento de las piezas de la sociedad, como garantía de cada cosa esté en su lugar. Con la modernidad parece romperse esa necesidad de la presencia de la justicia en todos los rincones de la ciudad; pero es lo aparente. La modernidad construye la ciudad abierta: en un acto puntual, el contrato social, establece las leyes generales en cuyo seno deben regularse todas las demás acciones. No hay espacio ajeno a esas leyes, no hay privacidad que pueda oponerse a ellas; simplemente, a ejemplo del universo newtoniano, no cabe dictar cada hecho o prescribir cada situación. Los individuos son libres de operar conforme a ellas; como no es pensable su oposición o transgresión, su privacidad es una forma de vivir conforme a la ley de la justicia. Los modernos eran, en general, exquisitamente racionalistas como para aceptar comportamiento ajenos a la razón; simplemente, tienen otra manera de entender el ajustamiento.

En general, los pensadores modernos tenían una idea de la ciudad sobre la cual definían la justicia como el “ideal mínimo”; los otros ámbitos se dejaban relativamente libres, sometidos sólo a la presión moral y a la fuerza de la conveniencia. La tolerancia, el pluralismo, eran criterios en favor del ideal mínimo; pero no eran fines en sí mismos, no eran ideales. La esperanza ilustrada radicaba en la expansión de la racionalidad a todos los rincones de la conducta del ser humano,

Esta concepción de la justicia en la modernidad la encontramos bien descrita en Thomas Hobbes. En su obra desaparece toda fundamentación ontológica, todo ideal del hombre y todo ideal moral y comunitario, sustituido por la simple asociación comercial. La justicia aparece nítidamente como condición mínima de existencia.

El autor del Leviatán define la justicia [17] en relación a la ciudad: pero no ya como expresión de su perfección, sino como descripción de sus condiciones de existencia. En concreto refiere la justicia a la ley y los contratos: lo justo es cumplir los contratos, pues "donde no hay ley, no hay sociedad ni hay injusticia". Hemos de recordar que Hobbes pone la tercera ley de la naturaleza, que enuncia "que los hombres cumplan los pactos que han celebrado" [18], como fuente y fundamento de la justicia: "La injusticia no es otra cosa que el no cumplimiento del pacto; y todo aquello que no es injusto es justo", dice con rotundidez el filósofo inglés. Esta identificación de la justicia con el cumplimiento de la ley responde a que la ley es el espacio de lo universal, de lo común, de lo aceptado, de lo social; el resto es dominio de la naturaleza y la privacidad. En una idea de ciudad como simple asociación de individuos para poder vivir e intercambiar en paz, la justicia se reduce a la garantía de esas condiciones, que Hobbes identifica con el cumplimiento de la ley.

El rechazo de toda fundamentación ontológica pone a la justicia como construcción artificial de los hombres. Hobbes "desnaturaliza" la justicia [19], le niega cualquier referencia a la naturaleza humana, y la pone como cosa de los hombres en la ciudad: "La justicia y la injusticia no son una facultad ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo con sus sentidos y pasiones. Justicia e injusticia son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad". La justicia se refiere a las relaciones convencionales entre los hombres; en rigor, apunta ya Hobbes, la justicia se refiere a las relaciones de intercambio entre los hombres. Donde no hay propiedad, no hay intercambio; y donde no hay intercambio no hay sociedad. La justicia es garantía de la propiedad, y la propiedad es el símbolo de la sociedad. ¿Para qué vivirían juntos los hombres sino para proteger la propiedad?

En la visión hobbesiana la justicia ya no forma parte del ideal ético de ciudad; es manifiestamente la forma y la garantía de la sociedad mínima. Hobbes separa del espacio de la justicia (de la ley, de la sociedad), el espacio de lo privado, de la libertad negativa. No situará en este dominio los ideales éticos, pues el hombre hobbesiano, solitario y lobo del hombre, es poco dado a la amistad, la piedad, el amor o la colaboración; pero deja el espacio abierto para que otros, con otra idea del hombre, hagan de ese ámbito el lugar del pluralismo y de los proyectos de vida. En todo caso, Hobbes pone en ese ámbito sin empacho el mercado, que otros amagan bajo el pluralismo y las libertades individuales.

Aparece así una reestructuración de los ideales de justicia y de ciudad. Si la justicia deviene ideal mínimo de subsistencia, renunciando a la razón ética para contentarse con la prudencial, la ciudad deviene un simple lugar donde vivir la privacidad protegidos-sometidos a la ley. No cabe duda de que de este modo la justicia comienza a perder su dimensión moral, deja de formar parte del ideal ético-político: pero también la ciudad pierde toda referencia ética, al relegarse la vida moral a los espacios privados de la libertad negativa. En rigor, la justicia sigue subordinada a una idea del hombre y de la sociedad; aunque esta idea ya no sea un “ideal”.

Este empobrecimiento ético-político de la justicia, su carácter de estrategia de subsistencia y moralmente neutral, aparece con mayor claridad en la reflexión humeana. Si en el orden cerrado la justicia formaba parte de la perfección de la ciudad, con Hume la justicia nace y sobrevive indisolublemente ligada a la imperfección, a la miseria material y moral. A partir de Hume la justicia será definitivamente pensada como ideal mínimo (a veces el único ideal), mera condición de posibilidad de la vida social, y como ideal débil, mero consenso o contrato eternamente sometido a la negociación y al acuerdo.

Hume ilustró en su teoría de las "circunstancias de la justicia", retomada por Rawls y muchos otros pensadores contemporáneos, tanto el carácter intrínseco de la relación de la justicia con la sociedad como su carácter meramente prudencial y el carácter contingente de su universalidad. La justicia, nos viene a decir el escocés [20], no tiene su reino ni en la abundancia ni en la perfección humana; su lugar es la escasez y la indigencia. En un orden natural de sobreabundancia, la justicia es inútil: "Parece evidente que, en un estado tan feliz, todas las virtudes sociales florecerían y se decuplicarían; pero no se habría soñado nunca en la cauta y celosa virtud de la justicia. ¿Para qué repartir los bienes allí donde todos tienen más que suficiente? ¿Para qué hacer nacer la propiedad donde no es posible el daño? ¿Para qué llamar mío a este objeto si, cuando alguien lo toma, no necesito más que alargar la mano para poseer algo igualmente valioso? En este caso, siendo la justicia totalmente inútil, no sería sino una vacía ceremonia y nunca podría tener sitio en el catálogo de las virtudes".

En un orden social de hombres absolutamente benevolentes, la justicia sería superflua: "¿Por qué habría yo de ligarme a otro hombre por contrato o promesa para que me hiciera un buen oficio, sabiendo que él está dispuesto con la mayor inclinación natural a buscar mi felicidad y a realizar espontáneamente el servicio deseado (...)? ¿Por qué alzar mojones entre el campo de mi vecino y el mío, cuando mi corazón no ha hecho división alguna entre nuestros intereses, sino que participa de todas sus alegrías y tristezas con la misma fuerza y vivacidad que si fueran mías".

Pero, a la inversa, en una situación natural de absoluta penuria, donde ni la mejor distribución consigue la sobrevivencia, la justicia sería estéril: "El uso y tendencia de esa virtud es procurar felicidad y seguridad, conservando el orden de la sociedad; pero allí donde la sociedad está a punto de perecer por una necesidad extrema, de la violencia y de la injusticia no puede venir un mal mayor; y cada hombre queda entonces autorizado para proveer para sí por todos los medios que le dicte la prudencia o le permita la humanidad".

Y, para cerrar el cuadro de las hipótesis, una situación social de un hombre virtuoso entre malvados, una situación sin ley ni gobierno, en situación de guerra de todos contra todos, la justicia sería perversa: "y como su propio concepto de justicia ya no tiene utilidad para sí mismo ni para los otros, sólo debe consultar los dictados de su autoconservación, sin tener en cuenta los que ya no merecen su cuidado ni su atención".

Para que la justicia tenga sentido es preciso que haya escasez, egoísmo y desigualdad; para que sean necesarias leyes justas han de haber necesidades que satisfacer, bienes escasos que repartir, egoísmo que combatir y desigualdad (diferencia, diversidad, pluralidad) que medir, comparar y regular [21]. La justicia sólo justifica su existencia por los efectos de su ausencia; su aportación positiva haciendo decrecer o desaparecer las circunstancias, la convertirían tendencialmente en innecesaria.

Hay que decir, no obstante, que Hume tiende un puente entre la justicia y la moralidad, puente que expresa la distancia: la justicia, al hacer posible la sociedad, hace posible el surgimiento del sentimiento moral en el hombre, que no es otra cosa que la interiorización por el hábito de las leyes de la justicia. El hombre socializado puede llegar a tener un sentimiento del deber, a actuar por impulso moral y no ya por imperio de la ley. Su idea del hombre, capaz de “benevolencia limitada” y de “simpatía”, le permite ese puente, que con ser débil es importante.

Abre así el espacio a Kant, que aspira a que los hombres cumplan con la justicia por deber, y no por obediencia. Kant tiene como ideal de ciudad la “sociedad jurídica”. El derecho, la ley, aspecto exterior y coactivo de la justicia, garantiza la sociedad y ofrece al hombre las condiciones de posibilidad de su vida moral, del ejercicio de su autonomía. El ideal es más ambicioso que la sociedad jurídica: se aspira a que los hombres actúen por deber, por interiorización de las normas morales, y no por miedo a la sanción legal; pero el ideal jurídico es ideal mínimo y condición de posibilidad de todo otro ideal.

En el caso de Rousseau se recupera el ideal ético como ideal de ciudad, definido como un sistema de relaciones entre los hombres donde ha desaparecido la sumisión-dominación interpersonal. Rousseau recupera la idea de justicia como el orden que hace a una ciudad perfecta, es decir, que garantiza la libertad positiva, la igualdad política y económica, y la fraternidad entre los hombres; la perfección de la ciudad exige el dominio de lo común en valores, religiones, proyectos, sensibilidades; exige un ethos, un ideal colectivo.


3.2. Nuestras referencias a Hobbes y a Hume, a Kant y a Rousseau, podían extenderse a Locke, a Diderot, a Burke, a Bentham o a Robespierre. Por debajo de las diferencias, debidas a posicionamientos filosóficos y políticos diversos, se van afirmando unos principios que poco a poco van acaparando el monopolio de la modernidad, definiendo la idea de la justicia en el horizonte de las sociedades abiertas. Estos principios, vistos desde los cuatro presupuestos de la filosofía clásica, aparecen así: Primero: Del fundamento ontológico moral se pasa a la elección colectiva. Como ésta es irreconciliable en determinados campos de la racionalidad práctica, se renuncia a lo privado quedando la “justicia” como único nivel de la vida humana sometido a la racionalidad. De todas maneras, se mantiene la exigencia de racionalidad, con distintas formas de sanción de la misma, en el terreno de lo “privado”. Segundo, la idea de justicia en la ciudad sigue relacionada con el ideal de "hombre justo"; pero ahora el "hombre justo", excepto en Rousseau, queda desprovisto de todo contenido ético, sustituido por una moral subjetiva e individual. El “hombre justo” es el que cumple sus pactos; como máximo, el que comercia con honradez. El resto de su vida privada, queda fuera de la justicia. Tercero, la justicia también refiere a un modelo de ciudad, pero a un modelo abierto, que acepta el pluralismo, que admite la revisión de leyes y normas. Ahora bien, esa permisividad de la esfera privada como lugar de la diferencia, en los clásicos modernos no es un bien en sí, sino una razón estratégica. En rigor, hay una fuerte presión de la racionalidad sobre la moralidad y la ideología para unificarla y darle coherencia. La racionalidad práctica pone unos imperativos o procedimientos de decisión de las máximas o formas de la acción que, permitiendo una diversidad de contenidos, garantiza la uniformidad formal. Y, en el fondo, como el método no es nunca neutral, el pluralismo es respetado sólo como imperfección. Cuarto, la justicia en la filosofía moderna se aleja definitivamente de la ética e incluso tiende a desmarcarse de la moralidad, que queda encerrada en el dominio de lo individual y privado. Esta “desmoralización de la justicia”, al ser cada vez más claramente un concepto prudencial o de racionalidad instrumental, pone de relieve la neutralidad axiológica de la justicia. En todo caso, la justicia queda como condición de existencia de la asociación.


4. Panorama contemporáneo.

Si al cosmos cerrado, a la polis, le corresponde una idea de justicia como perfección de la ciudad, y al universo infinito, a la ciudad abierta, una idea de justicia como condición mínima de existencia de la sociedad, ¿qué idea corresponde al "universo indeterminado" y a la "democracia de opinión", las totalidades cósmica y civil de nuestros días?.

Aparentemente la reflexión neoliberal sobre la justicia se sitúa en continuación con la modernidad: Rawls se reclama de Kant y Rousseau, Buchanan y Gauthier de Hobbes, Nozick de Locke, Barry de Hume. Pero en la medida en que la perfecta definición del universo infinito newtoniano-laplaceano cede el paso a un orbe crecientemente indeterminado; en la medida en que la república representativa y parlamentaria cede terreno a la democracia de opinión y mass-mediática; en la medida, en fin, en que la propia filosofía hace entrar en crisis la conciencia y el sujeto trascendental, se produce un verdadero salto cualitativo en la reflexión sobre la justicia y la ciudad.

Si en el pensamiento sobre el universo, el principio de indeterminación de Heisemberg y la lógica cuántica post-einsteiniana fuerzan a la reflexión filosófico-científica a poner la indeterminación como tema, y no ya como límite, en la reflexión filosófico-política se padece una situación similar. Unas veces, caso de R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad [22], ha interpretado esta tendencia como irrupción de la contingencia en el lenguaje, en el yo y en la comunidad liberal, de la mano de autores como Marx, Nietzsche, Freud, Heidegger, Proust, Baudelaire, Foucault, Dewey, Derrida, Rawls o Habermas. Esta tendencia afecta a la concepción de la justicia, cada vez más alejada de todo ideal de hombre o de ciudad, cada vez más reducida a norma débil, inestable, provisional, revisable, de convivencia; más aún, en norma de equilibrio entre hombres y grupos de diferente poder. Otra veces, como en las abundantes teorías de la justicia neoliberales, la indeterminación se asume bajo la forma del procedimentalismo. Y ahí se agrupan tanto filósofos liberales como Rawls, Nagel o Dworkin, como libertarianos del estilo de Nozick, Rothbard o Friedman.

Nuestra idea es que este universo indeterminado, esta sociedad mass-mediática contingente, en que la democracia parlamentaria languidece y es suplantada por la democracia de opinión, en que los ideales son débiles y hasta los derechos pierden definición, siendo interpretados puntual y contingentemente por las voluntades espontáneas y efímeras reconstruidas por las ondas, se corresponde con una concepción de la justicia ajena a la ciudad o, si se prefiere, con una idea de la justicia adecuada a una "ciudad mínima", precaria, efímera, anómica, en constante revisión de sus principios, en constante reconstrucción, entregada a consensos frágiles, a débiles matrimonios de interés y de sangre; una sociedad que más que abierta es indeterminada, que más que libre es indiferente.

Nuestra opinión, en fin, es que en la actualidad se busca una idea de la justicia sin ciudad, cosa que convierte la tarea en prometeica cuando se aborda con honestidad, y en una farsa cuando se diluye en el juego retórico.


4.1. En el ámbito de la reflexión ético-política, el panorama contemporáneo es fruto de una historia, caracterizada por la batalla contra la razón práctica. El antecedente más próximo es el de ese largo periodo en que la filosofía se empeñó en argumentar la neutralidad del discurso filosófico práctico. En esto coincidían vías muy diferentes.

a). A partir de los Principia Ethica de G.E. Moore, la tradición analítica, apasionadamente metateórica, limitó la filosofía al análisis del lenguaje, convirtiendo en bandera el principio de la “neutralidad axiológica”

b). A partir de la “ontología fundamental” de Heidegger, la tradición fenomenológica-existencialista desautorizaba a la razón para imponer su ley (de verdad o de deber) al ser y llamaba a un compromiso práctico en las reglas sin razón, a un consenso sin racionalidad.

En ambos casos se cuestiona la “razón práctica”, en la que Kant confiara para determinar la justicia y el ideal de paz perpetua. Como máximo, se aceptaba la razón práctica en su dimensión instrumental (adecuación de los medios a los fines); pero no en su dimensión moral, de poner y justificar los principios y los fines, en definitiva, de fundamentar los ideales. Se afirma que no hay razón alguna para preferir unos ideales a otros, unas instituciones a otra, unas normas a otras. El emotivismo de C.L. Stevenson, el imperativismo de A.J. Ayer, el prescriptivismo de R.M. Hare, junto al situacionismo existencialista, coinciden en lo fundamental: en el no cognitivismo ético, en el escepticismo ético-político.

Este movimiento en la teoría ética tiene su expresión en la teoría política en una reconsideración de la idea de democracia. Esta, incluso en su tradición de “democracia formal”, respondía a ciertos principios sustantivos; ahora el concepto evoluciona hacia la “democracia procedimental”, como mecanismo de elección colectiva [23]. La “ primacía de la democracia sobre la filosofía” (Rorty), y la “ democracia como procedimiento” (Rawls), son dos formas del neutralismo axiológico de la filosofía práctica. Y el neutralismo ético, como el político, responden sin duda a la irrupción de la indeterminación en la filosofía, cuyo efecto más inmediato es la despolitización.

En los últimos años, no obstante, el positivismo lógico ha perdido audiencia y fieles; el dominio de Weber, y su separación de la gestión de los valores, ha perdido igualmente credibilidad. La ciencia acepta que sus decisiones teóricas incluyen valores y reglas prácticas, y que sus decisiones no son neutrales. Ante esta situación, parecen caber dos alternativas: o bien el descrédito definitivo de la racionalidad, siguiendo al deconstruccionismo y al pragmatismo, o bien la rehabilitación de una moralidad práctica, fuertemente normativa.

Pero ¿qué rehabilitación puede ser hoy aceptable? No es posible volver a la ingenuidad de las filosofías del “punto de vista moral” (G.E. Moore, D. Ross). Quedan, pues, a mi entender, tres alternativas:

a). Vía comunicativa: se busca una nueva salida en la lógica dialógica (K.O. Apel, J. Habermas). En esta vía no se confía ya en la racionalidad objetiva de los ideales, pero se sigue confiando en la racionalidad subjetiva de los hombres. En el fondo, y con nuevos procedimientos (imperativos), es una defensa de un nuevo sujeto trascendental.

b). Vía contractualista: Se asume una posición constructivista y se intenta decidir qué acordarían unos sujetos en unas condiciones dadas. Hay tantas versiones como sujetos y condiciones. La elección “arbitraria” de las “circunstancias”, por tanto, puede servir de apoyo a cualquier pacto.

c). Vía comunitarista: recupera la tesis tradicional de referencia de la justicia a un modelo social, a un contexto, entendido como unidad de sentido.

Como vemos, el rasgo principal de la relación entre justicia y ciudad en la filosofía contemporánea viene caracterizado por la “desaparición” de la ciudad, por su “indeterminación”, que convierte a la justicia en el último vínculo de sociabilidad. Sólo los comunitaristas, los escasos marxistas y los ecologistas parecen resistirse hoy a la pérdida de la ciudad como referente de la justicia.


4.2. Este rasgo aparece con nitidez a la hora de clasificar y caracterizar las teorías de la justicia. Un dato relevante es la agobiante hegemonía de las teorías liberales de la justicia, preocupadas de la distribución de bienes y los equilibrios de fuerza entre individuos, y ajenas a cualquier orden sustantivo de la ciudad. Philip Pettit [24] (de la Universidad de Bradford), ha distinguido cuatro líneas contemporáneas de reflexión sobre la justicia: 1) Justicia como bienestar, o nuevo utilitarismo (John C. Harsanyi [25] y Amartya Sen [26]; 2) Justicia como equidad, representada por Rawls; 3) Justicia como legitimidad, representada por R. Nozick; y 4) Justicia como consenso, representada por Habermas.

Y considera que todas ellas tienen como presupuestos comunes el individualismo ético, que conduce al pluralismo o neutralismo moral, y el individualismo metodológico. Todas, en consecuencia, renuncian al referente metafísico y al referente social como vías de fundamentación. Todas son, en sentido laxo, liberales. La justicia, en consecuencia, pasa a concretarse en las normas que configuran unas relaciones de intercambio elegidas o plausiblemente elegibles por los individuos.

Van Parijs [27], a su vez, clasifica las teorías de la justicia en perfeccionistas y liberales. Las perfeccionistas suponen una idea de "vida buena" a cuyo fin ético están subordinadas; suponen, por tanto, un ideal ético distinto al ideal de justicia y determinante de éste. Las liberales, en cambio, no admiten ideales éticos, son "neutras" respecto a cualquier modelo de vida moral, renunciando a su valoración y jerarquización.

Aunque la división de Parijs parece esperanzadora, pronto deja ver la asimetría de la clasificación. Casi todas resultan "liberales" si, en vez de poner la mirada en detalles irrelevantes ("defensa furibunda del capitalismo" o individualismo competitivo, posesivo, narcisista, egoísta), se tiene en cuenta un criterio más técnico y relevante, como la adopción del "individualismo metodológico", fundado en tres principios: a) el interés general sólo es suma de los particulares; b) la legitimidad y la justicia de una norma o de un estado de hecho provienen de su libre elección por los individuos; y c) la indiferencia o insensibilidad a las diferentes propuestas de "buena vida", o sea, el pluralismo o la neutralidad que Habermas denomina irónicamente "el punto de vista postmetafísico".

Con este criterio, la teorías liberales pueden incluir la vasta gama que va de Nozick a Rohemer pasando por Hayek, Gauthier, Dworkin, Rawls, Barry y Habermas. Las teorías "perfeccionistas" (marxistas, ecológicas y comunitaristas), en consecuencia, quedan marginalizadas.

Gauthier [28], por su parte, nos ha ofrecido una clasificación de las teorías de la justicia sencilla y clara, tomando como referente dos tipos de racionalidad práctica: la concepción "maximizante" y la "universalista", según tome en cuenta la satisfacción de intereses personales o de todos. Gauthier rechaza ésta, que atribuye a Kant, y se alinea con la primera, que atribuye a Hobbes. De todas formas, lo relevante es que asume los presupuestos liberales de privatismo, pluralismo e individualismo metodológico.

En la propuesta de Gauthier se inspira la más elaborada de B. Barry [29], que ha dividido las teorías de la justicia en dos tradiciones, según dos conceptos de justicia: a) la justicia como ventajas mutuas (de los sofistas a Hobbes y a Gauthier); y b) la justicia como imparcialidad (de Kant a Rawls). Aunque parecen contrapuestas, en el fundo comparten los principios liberales. La diferencia entre ambas reside en que en las primeras se tiene en cuenta lo que los individuos deberían elegir si fueran racionales (razón instrumental) y en las segundas se tiene en cuenta lo que deberían elegir si fueran razonables (razón moral).

Esta panorámica puede servir al menos para poner de relieve el predominio absoluto de las teorías liberales. Las comunitaristas apenas sirven de contrapunto para acentuar los déficits de sus rivales; las de ascendencia marxista, expían aún la derrota ideológica del comunismo; y las ecologistas, interesantes en aspectos particulares, siguen en el mar de la indefinición. Las teorías liberales son, sin duda, las mejor adaptadas a las nuevas condiciones teórico-ideológicas de vida; y, en buen darwinismo, son las que sobreviven.


4.3. El predominio de las teorías liberales significa la consolidación de la justicia como las normas elegidas o elegibles por los individuos para poder comerciar en paz y, así, poder disfrutar de una vida individual fuera de la ciudad. La justicia define la "mínima comunidad" necesaria para una vida individual fuera de la ciudad. Y esa mínima comunidad se reduce a establecer unas reglas de reparto de los bienes y de los cargos -o de las condiciones de acceso a los mismos- que puedan ser aceptables por todos. Las diferencias surgen a la hora de justificar la verosimilitud o racionalidad del reparto aceptable, es decir, a la hora de establecer hipotéticamente qué elegirían los individuos... Obviamente, según las "circunstancias" en que se realice la elección, así será el resultado. Lo cual indica, en el fondo, que en la realidad, con circunstancias variables, la justicia está sometida a esa precariedad, a esa constante reinterpretación, a la que hemos aludido como propia de una sociedad cada vez más sumergida en la indeterminación.

El dominio acentuado de teorías liberales impone una gran homogeneidad conceptual, aunque aparezcan posiciones disidentes. En líneas generales los distintos autores liberales coinciden en identificar la justicia con la racionalidad, entendida ésta como un criterio de reparto de los bienes que sea aceptado por los individuos. Se rechaza cualquier alternativa "intuicionista" y toda argumentación ontológica, epistemológica o teleológica, y se aceptan sólo aquellos criterios que supuestamente serían elegidos por los individuos en determinadas situaciones o circunstancias. Para establecer o construir esos criterios hay que describir una escenografía (posición inicial u original, negociación o contrato y elección) desde la cual parezca plausible la elección de los principios de justicia propuestos. Curiosamente, la universalidad que se supone intrínseca a la elección racional exige la neutralidad moral e ideológica; los principios de justicia, por tanto, han de ser compatibles con el pluralismo, o sea, no pueden referirse a visiones globales del mundo, la vida, el hombre y la sociedad. La justicia ya no es una "virtud", ni forma parte de los ideales ético-políticos; al contrario, ha de ser neutral ante ellos. Esta "neutralidad" es, supuestamente, la condición de su universalidad, es decir, la exigencia para que pueda ser elegida por individuos diferentes y opuestos.

¿Cómo puede pensarse plausiblemente que individuos con fines, sensibilidades, objetivos e intereses divergentes y contrapuestos elijan unas mismas reglas comunes para convivir en paz? Sin duda alguna, la primera exigencia es la neutralidad moral, es decir, que dichas reglas no formen parte de ningún ideal privado; la segunda exigencia es la de constructivismo metodológico, a saber, que las normas de justicia sean elaboradas por todos.

Subrayamos el carácter general de estas tendencias de la reflexión contemporánea sobre la justicia conscientes de la diversidad de posiciones. No confundiremos a J.E. Rohemer [30] o a J. Rawls con M. Rothbardt [31] o David Friedman [32]; pero, en el fondo, las diferencias se deben menos al contenido de sus ideales de ciudad, a sus posicionamientos sociopolíticos, que a la explicitación de los mismos en sus respectivas teorías de la justicia. Aunque sospechamos que el contenido dicta en secreto el método, nos tememos que el método está protegiendo e imponiendo el contenido.


4.4. A partir de aquí, caben las divergencias, pero destacan dos líneas. Una, la justicia como desenlace del intercambio entre individuos titulares de derechos, que aceptan un procedimiento en base al respeto a los mismos, por suponer que es más importante el derecho individual que la justicia; otra, la justicia como normas de "ventajas mutuas", lleva a describir una situación de "negociación racional" entre los individuos en situación real. En una primera fase de la negociación se finge estar en "estado de naturaleza" o situación no cooperativa, y se intenta establecer qué decisión o criterio de reparto sería aceptable por los competidores desiguales; a continuación, en una segunda etapa de negociación, se finge una situación de colaboración en la que se define el incremento de producción o excedente debido a la productividad. El criterio racional (aceptable por ambas partes) y, por tanto, de justicia, habrá de reflejar la desigualdad de los individuos, pero también habrá de ser sensible al excedente por colaboración.

Digamos, de todas maneras, que el “neocontractualismo” presenta una diferencia fundamental con el contractualismo clásico, al disolver la ciudad en la indeterminación. Vimos que, en rigor, el contractualismo moderno servía para definir las leyes de la ciudad, tal que la espontaneidad, independencia o privacidad quedaran a ella sometidas. El neocontractualismo tiende a dejar en la indeterminación el mayor campo posible de la sociedad; trata de establecer y fijar el mínimo posible de la acción social. Ahora el “pacto” tiende a ser un proceso de negociación continuada, en el que ningún estado de cosas final queda establecido; más que las reglas, se fija el “procedimiento” de decisión de las mismas, procedimiento que garantiza esa indeterminación de los resultados.

Dentro de la primera línea un representante clave es Nozick, quien abiertamente ataca contra las teorías de la justicia de “estado final”, es decir, aquellas que refieren a la ciudad como totalidad acabada. Prefiere recurrir a la “historia”, es decir, a fundar la justicia de una situación en función de su genealogía. En otras palabras, en función de que se haya llegado ahí cumpliendo las reglas del procedimiento (posesión legítima, libre transferencia, etc.).

No es ajeno al problema que nos ocupa que Nozick recurra a la vieja teoría de los derechos naturales; los individuos son supuestamente titulares de derecho previamente y al margen de la sociedad. Por tanto, no hay justicia si no se respetan esos derechos: la justicia así da la espalda a la ciudad. Ni el punto de partida ni el de llegada han de ser equitativos; la justicia son unas reglas de juego, de un juego cruel en el que la seducción de que todo está por decidir no pasa de ser una ilusión; lo más probable es que el juego simplemente reproduzca una aventura cuyos resultados la razón sabe descifrar con anticipación; tal vez por eso se desee silenciarla.

Buchanan [33], representante elegido de la segunda línea, acepta igualmente la indeterminación como límite que la justicia ha de respetar; en su imaginario proceso de negociación, aparentemente todo es previsible. Adopta la estrategia constructivista de argumentación de la justicia, donde el contrato o acuerdo es descrito en analogía con la realidad del mercado. Los individuos, en situación de anarquía y sin compartir ninguna regla ni valores, negocian y contratan en situación de "desigualdades múltiples" (fuerza, destreza, astucia, inteligencia...), cada cual buscando su interés. El resultado de esa lucha desigual por los bienes es una situación de equilibrio, que se alcanza cuando se igualan utilidad y costos marginales. Se define por la distribución de recursos en producción, defensa y prelaciones.

Esa situación correspondería a la distribución natural, es decir, una distribución sólo sensible a las dotaciones de los contendientes. Pero dicho límite de distribución es también racional, pues todos reconocen que, a partir de ahí, perseguir más botín es dilapidar esfuerzos. Conocido ese límite, y reconocido como ineficiente, que establece la parte que uno se llevaría en situación de estado de naturaleza, la racionalidad aconseja pactar, pues así se aseguran sus propiedades y se posibilitan intercambios recíprocos. La necesidad del pacto expresa el momento de las reglas.

La justicia, por tanto, es un contrato en esa situación de equilibrio. El primer pacto es un "acuerdo de desarme": utilizar en la producción de bienes los recursos que antes cada cual usaba en la lucha por la posesión. Cada cual "renuncia" a la defensa o el ataque, a la violencia, en la medida en que los demás hacen lo propio. Se establecen ciertos límites a la libertad de los participantes; por tanto, comienza a aparecer la posesión efectiva constante, cuasi el derecho de propiedad.

El segundo es el establecimiento del derecho de propiedad: establece el reparto inicial y las reglas de intercambio de bienes. No hay, como en Locke, derecho al producto del trabajo; la situación de distribución natural no lo garantiza; la negociación entre desiguales permite pensar que logren acuerdos asimétricos. En rigor, se admitirá que cada cual tenga unos derechos de propiedad que sean beneficiosos a los demás, o que sea más beneficioso concedérselo que discutírselo. Es decir, la distribución será una cuestión fáctica; su estabilidad dependerá de la relación entre la utilidad en caso de conseguirlos y el costo marginal para ello. Si no hay acuerdo, habrá una situación anárquica, que exigirá una redistribución, en un nuevo ciclo. Buchanan, por tanto, admite la posibilidad de una fuerte desigualdad social; incluso de la esclavitud o de una fuerte opresión de los fuertes sobre los débiles.

Lo tercero es la instauración de un poder estatal que con su coacción disuada de cuestionar la distribución y sus reglas; o sea, aumente los costos marginales. Sólo así la situación gozará de estabilidad. El Estado, por tanto, tiene por función simplemente la protección imparcial de los derechos acordados; no es su misión re-distribuir ni reformar esos derechos.

Los acuerdos constituidos forman el contrato constitucional, que define el orden social, o sea, su estructura básica de derechos. Los participantes deben actuar en ese marco para modificar sus posiciones relativas y obtener nuevas ventajas: por intercambios de bienes privados (contratos bilaterales) o por creación de bienes públicos (contratos multilaterales). Es un nuevo equilibrio satisfactorio y eficiente. Se reparten las ventajas de la cooperación. Esta nueva red de contratos elaborada en el seno del contrato constitucional es llamada por Buchanan contrato postconstitucional.

Como se ve, la justicia se reduce a los equilibrios de fuerza entre participantes egoístas racionales que buscan sus intereses. Es un pacto de la razón prudencial, no moral. Sólo son justas aquellas instituciones aceptadas por el individuo en una lucha desigual. Dirá que es aceptación libre y voluntaria; y lo es, en sentido hobbesiano; pero esa situación inicial no incluye una idea que suele ser común en la mayoría de versiones del contractualismo: igualdad de derechos de los sujetos. Al menos en Hobbes la "igualdad natural" se reflejaba es una igualdad en la renuncia. Respecto a la ciudad, es el orden de lo privado, donde la razón no tiene nada que decir.

El problema es que cualquier resultado es correcto; no hay modo de calcular el resultado final. Por tanto, aparecía indeterminación en forma de incertidumbre del resultado y de procedimentalismo: el procedimiento legitima el resultado. El “consenso unánime”, que mide la racionalidad social, no es un acuerdo argumentado sobre intereses universales; es un compromiso de intereses particulares irreductibles, aceptado por relaciones asimétricas de fuerza. No supone el ideal social; acepta el desenlace incierto.


4.5. Otra línea contractualista, más cercana al contractualismo clásico, insiste en la exigencia de universalidad, siguiendo la racionalidad moral del liberalismo clásico. En esta perspectiva la aplicación del método constructivista lleva a describir una situación que garantice la incorporación del elemento de universalidad. Para ello hay quien recurre, como J.C. Harsanyi [34], J. Rawls [35] o J.P. Sterba [36], a la escenografía de la "posición original", en la que cada agente busca su interés bajo el "velo de la ignorancia" que, al impedirle conocer sus circunstancias particulares, le lleva a elegir neutralmente. Otros, como G.H. Mead [37] o L. Kohlberg [38], cuyas tesis las hace suyas J. Habermas [39], se trata de definir un "juego de roles" en que cada uno se pone en la situación del otro. En fin, hay casos, como el de B. A. Ackerman [40], que buscan la universalidad como resultado de un "diálogo neutro" sometidos a reglas que imponen el respeto igual, la insensibilidad ante la vida buena y el igual trato. La bondad de las propuestas, por tanto, estará en función de su eficacia para conseguir la ficción de elección con carga de universalidad. Lo cierto es que, a pesar de la diversidad y sofisticación de las propuestas, no conseguimos ver sus ventajas respecto al método simple del "espectador imparcial", defendido actualmente por Nagel. Estas escenificaciones del constructivismo, como ocurre con las encuestas de opinión, en el mejor de los casos confirman el sentido común.

Es fácil comprender que, en el fondo, y a pesar de las ficciones constructivistas, subyacen silenciadas ciertas concepciones del hombre y de la vida, ciertos ideales sociales; es más difícil saber si no se explicitan por mera exigencia metodológica y por coherencia con una porque son inconfesables y es más eficaz la retórica de la neutralidad filosofía que asume la crisis del fundamento, o simplemente y el pluralismo morales. En todo caso, sean motivaciones metodológica o retóricas, el discurso tiene sus efectos prácticos: la justicia se desconecta más y más de un ideal de ciudad, se segrega de todo ideal ético, se convierte en ideal mínimo y débil de subsistencia negociada y amenaza con suplantar el ideal político. La justicia, si tuviera voz, acabaría por decir: "La ciudad soy yo". Una ciudad, ciertamente, reducida a las relaciones de intercambio legítimo.


4.6. Rawls merece una reflexión particular. Suele ser considerado indistintamente como socialdemócrata y como liberal. Y, a juzgar por sus propuestas prácticas, es difícil salir de la ambivalencia. Pues bien, esta vacilación o ambigüedad es el reflejo de la relación que establece en su teoría entre la justicia y la ciudad. Sus ambigüedades políticas.

Su concepción de la justicia nos ofrece: por un lado, una teoría o conjunto de principios desde los cuales decidir las normas de justicia; por otro lado, una metateoría o argumentación de esos principios; y, en fin, una metodología o restricción práctica y argumentativa de las condiciones de contraste y elección de esa metateoría. Es decir, una regulación de las condiciones de argumentación.

La teoría (principios de libertad compatible, de igualdad de oportunidades, de la diferencia) viene apoyada en la metateoría o posición original. Como la legitimación procede inmediatamente de que dichos principios sean elegibles, lo importante son los argumentos a favor de su elegibilidad. Pero no una legitimidad cualquiera, sino siguiendo un procedimiento. Rawls introduce así el ”procedimiento” en el fundamento de la justicia; las normas de justicia no dependen de su mayor verdad o moralidad, sino de su mayor consensualidad. La metodología, por tanto, acaba imponiendo su ley: pues la metodología dicta las condiciones de la elección, los límites del procedimiento: El “consenso racional” de Apel y Habermas, en Rawls se redescribe como “contrato procedimental”. En ambos casos lo justo es lo justificado, y los justificado es lo acordado según un procedimiento

La teoría rawlsiana define la justicia como una cualidad de la ciudad, de su orden y función; pero no de toda la ciudad, sino de un ámbito restringido, de lo que llama "estructura básica de la sociedad", y que viene a ser el ámbito del sector de lo público, de la "razón pública". La justicia se predica de la "EBS"; no tiene sentido hablar de "mercado justo" o de "hombre justo" o de "ciudad justa". La justicia rawlsiana, de este modo, parece responder al ideal clásico de definir el buen orden de la sociedad; aunque ahora se renuncie a ordenar toda la sociedad y se limite a una reducida esfera, dejando un amplio espacio a lo privado. De todas formas, esta restricción tiene efectos cualitativos, y no sólo cuantitativos.

Efectivamente, no se trata simplemente de liberar de la justicia -de la ley, del acuerdo racional- la esfera del pluralismo y del mercado, de las libertades negativas y de los proyectos individuales; en el fondo, al definir la "EBS" se la piensa subordinada a este fin: es "justa" porque respeta el mercado, el pluralismo y las libertades negativas; e incluso sus principios más progresistas, como el de igualdad de oportunidades y el principio de la diferencia, son "justos" en tanto que definen condiciones mínimas para que el mercado, el pluralismo y las libertades negativas se sustenten. La justicia de la "EBS" parece pensada para dejar al hombre fuera de la demarcación de la justicia, para garantizar la libertad privada, en fin, para garantizar la "no-ciudad" [41].

Rawls, en el fondo, hace como Laplace: buscar un punto arquimédeo desde donde poder ordenar y juzgar las instituciones sociales, contemplando el orden moral “sub species aeternitatis”. Parte de la ausencia de un consenso básico sobre el orden institucional y aporta argumentos para decidir en una dirección. Su teoría está al servicio de un modelo de sociedad indeterminada, es decir, que deja sin definición sus formas institucionales excepto las mínimas, la estructura básica de la sociedad, de la cual depende la libertad e indefinición del resto. La justicia de Rawls no se predica de la sociedad, sino de un segmento: la EBS, la que afecta al reparto de los bienes sociales primarios, de los que depende el ámbito de la libertad negativa, en que cada hombre luche por conseguir sus proyectos.


4.7. Como puede apreciarse, el contrato contemporáneo tiende, con diversos grados, a dejar la ciudad en la indeterminación, es decir, fuera de la razón. Sólo Habermas parece mantener la defensa de la racionalidad, alcanzable no ya por el sujeto trascendental sino mediante el diálogo; pero, en rigor, o se postula que la racionalidad del diálogo se mide por sus conclusiones, con lo que se regresa a la ilustración, o se acepta la justicia como sucesión de consensos provisionales y débiles, siempre expuestos a revisión. El “contextualismo” parece el desenlace obligado de la renuncia al sujeto trascendental. Habermas parece compartir con Rawls ese destino.

Por eso el deconstructivismo de un Derrida y el pragmatismo de Rorty son objetivamente aliados del neoliberalismo, al poner a su favor el discurso de la contingencia y de la diseminación del sentido, es decir, de la desintegración de la razón y de toda esperanza -y legitimidad- del hombre para imponer al ser su razón práctica. Nos tememos que vuelva a tener razón Kant cuando, en su teleología de la naturaleza, decía que los ideales no están para representar el mundo, sino para transformarlo a la medida de la subjetividad; y que el teleologismo se cumple si hacemos como si nos lo creyéramos. Tal vez haya quien esté interesado en que no lo creamos para que así no se realice.


5. Reflexión final: justicia y política

Desde un punto de vista general, el renacimiento de las teorías de la justicia expresan al mismo tiempo una necesidad y una carencia, ambas explicables desde un aspecto de la filosofía política que las enuncia, que podemos caracterizar como un cierto "déficit de comunidad". Efectivamente, parece que la necesidad de pensar la justicia, y los resultados limitados del intento, se derivan de una filosofía que ha apartado definitivamente sus ojos de la totalidad social para asumir el punto de vista del individuo; que ha dejado de hablar desde la comunidad para hablar desde el hombre. De este modo, la justicia aparece como una exigencia suprapolítica; no como algo que el Estado haya de ordenar, sino como algo que los individuos deben resolver. Parece como si la reivindicación de la justicia fuera contra el Estado, que en la representación aparece como incapaz de crearla y defenderla; y, por tanto, queda desautorizado para servir como referente. La justicia es vista así como un suplemento o superación de la política.

La actual efervescencia de la reflexión filosófica sobre la justicia, sea desde el derecho o desde la moralidad, refleja la negación de la política como el lugar adecuado de la justicia. El resurgimiento de cierto "iusnaturalismo difuso" debe ser interpretado en esa misma dirección: el derecho natural expresa el rechazo, o la desconfianza, en la política. Incluso cuando se "simula" una posición constructivista, al hacer derivar los principios de justicia de un acuerdo o pacto entre agentes contratantes, se trata siempre de una actividad racional, de individuos pensados aislados, egoístas, ensimismados; las mismas circunstancias que describen la "posición inicial" son marcadamente individualistas y desocializadas. La justicia que tiende a confundirse con la elección racional es una justicia apolítica, cuando no antipolítica; una justicia que huye de la deliberación empírica, real, condicionada, de sujetos socialmente determinados y comprometidos, capaces de generar formas (valores, prácticas, instituciones, derechos) que compartir.

Tal vez una buena manera de acabar esta reflexión sea recordando un pensamiento de Pascal, cuando decía: "La justicia está sometida a disputa; la fuerza es fácilmente reconocible y está exenta de disputa. Así, no se ha podido dar fuerza a la justicia, porque la fuerza ha negado la justicia y ha dicho que ésta era injusta, y que ella misma era justa. Y así, no pudiendo hacer fuerte lo que es justo, se ha hecho justo lo que es fuerte" [42]. Lo fuerte, en nuestro tiempo, es el deseo del individuo; lo justo, un orden social en que poder vivir como seres universales, compartiendo lenguaje, sentimientos, intereses, alegrías y penas.

En fin, no quisiera cerrar esta reflexión sobre la teoría de la justicia liberal, la dominante en nuestros días, sin al menos esbozar telegráficamente algunas de las críticas puestas en escena por sus adversarios.

Comencemos por los comunitaristas. El comunitarismo contemporáneo, que agrupa una pluralidad de familias diversas, ha alzado su voz contra el liberalismo de manera persistente, pero con más sentimientos que argumentos. Unas veces (A. MacIntyre [43], W. Williams [44]) critican la separación de la justicia de la ética, del ideal de vida. Entienden que el liberalismo se centra en los derechos y obligaciones y se olvida de la virtud, de los modos de ser del hombre y la ciudad. La crítica es razonable, pero cualquier compartiría, con Rawls, que efectivamente, "Una concepción de la justicia no es más que una parte de una visión moral" [45]. Otras veces (M. Sandel [46]), la crítica apunta al enfoque liberal, al presupuesto de una persona como individuo sin ataduras, desencarnado, sin identidad ni compromisos no elegidos. Esta crítica afecta directamente al individualismo metodológico, que supone la elección como obra de sujetos sin éthnos ni sexo. Pero Rawls podría contestar que sólo rechaza los fundamentos ontológicos, cosa razonable en el siglo XX, y que no excluye las determinaciones culturales de los individuos. Al contrario, Rawls ya insistido en que la suya es una teoría de la justicia para las democracias occidentales, para hombres occidentales.

Un tercer frente de críticas (del tomista MacIntyre a los radicales Bowles y Gintis [47], pasando por M. Walzer [48]) critican al liberalismo su defensa del pluralismo, su llamada a los individuos a elegir su propia concepción de la vida. Esto, según estos comunitaristas, unido a las circunstancias socioeconómicas (movilidad, identidades frágiles, fidelidades precarias, compromisos efímeros...) lleva a una ruptura del individuo con la comunidad, a una sociedad atomizada, de constante competencia y ocasional y frágil cooperación. Una crítica de este tono tiene poca credibilidad.

Walzer [49], como muchos comunitaristas de nuestros días, siguen pensando que la justicia es un modo de ser de la comunidad: "Una sociedad determinada es justa si su vida esencial es vivida de cierta manera, esto es, de una manera fiel a las nociones compartidas de sus miembros". Walzer refiere claramente la idea de justicia al orden propio de la comunidad: "La justicia está enraizada en las distintas nociones de lugares, honores, tareas, cosas de todas clases, que constituyen un modo de vida compartido. Contravenir tales nociones es (siempre) obrar injustamente". Por tanto, cada sociedad tiene su idea y sus reglas de justicia, y sería extravagante compararlas y jerarquizarlas, lo que supondría el supuesto de una idea absoluta de justicia desde donde decidir la perfección de cada ciudad. En realidad, para la tradición de las comunidades cerradas, la justicia universal y absoluta no tiene más credenciales que el poder de la cultura a que pertenece para imponerla a las otras; credenciales eficaces, pero de nulo valor filosófico.

Por su parte los ecologistas, a su vez, critican a las teorías liberales que no tengan presenten las externalidades del entorno y la suerte de las generaciones futuras (es una crítica sesgada y no correcta. Posiciones como la de Gauthier parten de la imperfección de la competencia [50]. Otra crítica ecologista, más radical, dice que aunque se tengan en cuenta los bienes del entorno, se sigue dentro de la lógica industrial, que no ha solucionado la escasez, sino que la instaurado definitivamente, ha destruido los bienes comunales, ha convertido el planeta en un depósito de recursos en disputa.

Los ecologistas parten de un supuesto, según el cual la expansión productiva no elimina la escasez, sino que la agrava. La alternativa es cambiar las relaciones con la Tierra y con las cosas. Tal cambio supondría una pérdida por parte de los ricos... ¿Cómo lo admitirían? Si no lo admiten, ¿cómo justificar la imposición? Decir que la opción por el crecimiento cero o el decrecimiento se justifica en la renuncia al nivel medio de vida de los que están por la opción ecologista, o decir que la renuncia colectiva sería favorable a todos, es de poco peso. A veces los ecologistas critican no la justicia, sino su insuficiencia; en un mundo como el actual, la preocupación por la justicia solo es esperanzadora si crece la preocupación por la vida buena, por una sociedad no basada en el consumo material. La justicia no agota la ética, vienen a decir. Lo cual es una trivialidad, pues esto lo pensaba Aristóteles hace veinticinco siglos.

Acabamos con una mención “honorífica” a los marxistas, que apenas han estado presentes en el debate. Es comprensible, pues el marxismo tiene pocas pretensiones de fijar una teoría de la justicia propia, que realmente encuentra muchas dificultades de encaje con la ontología social marxiana; su objetivo en las escasas y dispersas intervenciones en el debate ha sido más bien el de criticar el liberalismo y desvelar su juego retórico. Por eso han centrado su crítica antiliberal en el olvido de la producción y las condiciones forzadas de reparto del producto social en el mercado. Limitar la justicia a la "distribución equitativa", vienen a decir, aparte de las dificultades para definir la equidad, es condenar la norma o criterio a la exterioridad, extraída de una relación abstracta, arrancándola de su lugar en la ordenación de la sociedad. Otras veces lo que rechazan los marxistas es la exigencia liberal de neutralidad de la justicia respecto a los ideales privados; o seda, critican la tesis rawlsiana de la separación entre lo correcto y el bien. Entienden que una teoría de la justicia defendible debe referirse a una concepción global de la sociedad buena, a una visión de la vida buena, a la cual queda subordinada la justicia.

Y eso es todo, de alguna manera hemos de acabar, y no es el peor modo dejando vivo el reto marxiano, que se solapa con el aristotélico: la justicia es un ideal mínimo, tanto más bello y necesario cuanto más imperfecta es la ciudad. Donde hay amistad, ¿para qué la justicia? Donde hay fraternidad, ¿para qué?


J.M.Bermudo (1997)




[1] Evelio Moreno Chumilla (ed.), Las ciudades ideales del siglo XVI. Barcelona, Sendai, 1991.

[2] República, 331d

[3] Ibid.,332 c.

[4] Ibid.,332d.

[5] Ibid.,335e.

[6] Ibid.,338c ss.

[7] Ibid.,368 c-d.

[8] "Edifiquemos con palabras una ciudad desde sus cimientos" ( República. 369c).

[9] Ibid.,427e.

[10] Ibid.,433a.

[11] Ibid.,423b.

[12] Ibid.,433e.

[13] Política 1317b.

[14] Ibid., 1131b.

[15] Ética Nicomáquea, 1129a-1131a.

[16] Ibid., 1155a.

[17] Leviathan, XIII.

[18] Leviathan, XV.

[19] Ibid., XIII y XV.

[20] Ver An Enquiry Concerning the Principles of Morals. Sección III: "Of Justice", Par I. (Ed. P. H. Nidditch en Oxford, Clarendon Press, 1992, págs. 183-192).

[21] Jean-Piere Dupuy nos dice lo que ya Hume había repetido hasta la saciedad: "(no hay justicia) en un mundo en que los recursos no fueran escasos y los intereses de los hombres no estuvieran en conflicto" ( Le sacrifice et l'envie. París, Calmann-Lévy, 1992, pág. 36).

[22] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991.

[23] Cf. P. Bachrach, Crítica de la teoría elitista de la democracia., Buenos Aires, 1973.

[24] Philip Pettit, Judging Justice. An Introduction to Contemporary Political Philosophy. Londres, Routledge & Kegan Paul, 1980.

[25] J.C. Harsanyi, Essays on Ethics, Social Behavior, and Scientific Explanation. Dordrecht, Reidel, 1976; Rational Behavior and Bargaining Equilibrium in Games and Social Situations. Cambridge U.P., 1977.

[26] A. Sen es profesor en la London School of Economics. Autor de libros como On Economic Inequality (Oxford U.P., 1973), y Poverty and Famines (Oxford U.P., 1981).

[27] Van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa?. Barcelona, Ariel, 1993.

[28] D. Gauthier, Morals by Agreement, Oxford, Oxford University Press, 1986.

[29] B. Barry, Theories of Justice. Hemel-Hempstead, Harvester-Wheatsheaf, 1989.

[30] J.E. Roemer, A General Theory of Exploitation and Class. Cambridge (Mass.), Harvard U.P., 1982 (Traduc. castellana en Madrid, Siglo XXI, 1989)

[31] M. Rothbard, For a New Liberty. The Libertarian Mnaifesto. Nueva York-Londres, Collier, 1978; The Ethics of Liberthy. Atlantic Hithlands (NJ), Humanities Press, 1982.

[32] D. Friedman, The Machinery of Freedom. Guide to Radical Capitalism. La Rochelle (NY), Arlington House, 1962.

[33] J. Buchanan, The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan. University of Chicago Press. 1975,

[34] J.C. Harsanyi, Essays on Ethics, Social Behavior and Scientific Explanation, Dordrecht, Reidel, 1976.

[35] J. Rawls, A Theory of Justice. Oxford, Oxford University Press, 1971 (Traducción castellana Teoría de la Justicia, México, FCE, 1976).

[36] J.P. Sterba, The Demands of justice. Notre Dame y Londres, University of Notre Dame Press, 1980.

[37] G.H. Mead, Mind, Self and Society from the Standpoint of a Social Behaviourist. Chicago U.P., 1934.

[38] L. Kohlberg, "The Clain to Moral Adequacy of a Highest Stage of Moral Judgement", Journal of Philosophy 70 (1973).

[39] J. Habermas, Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln. Francfurt, Suhrkamp, 1983 (Habermas, en rigor, se atrinchera en la "metaética", tal que no propone ninguna teoría de la justicia. Pero de sus textos se extraen tesis con las cuales inferir una teoría).

[40] B. Ackerman, Social Justice and the LIberal State. New Haven (Conn.), Yale U.P., 1980.

[41] R.P. Wolff, Understanding Rawls, Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 1977 (Hay trad. cast.: Para comprender a Rawls, F.C.E, México, D.F, 1981).

[42] B. Pascal, Pensées, nº 285, ed. J. Chevalier (ed. Brunschvics, 298).

[43] A. MacIntyre, After Virtue. Londres, Duckworth, 1981 (Traduc. castellana en Barcelona, Crítica, 1984); Whose Justice?, Whose Rationality?, Londres, Duckworth, 1988).

[44] B. Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Londres, Fontana, 1985.

[45] Rawls, 1971: Secc. 77.

[46] M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge U.P., 1982.

[47] S. Bowles y H. Gintis, Democracy and Capitalism, Londres, Routledge, 1986. Ver al respecto M. Walzer, «The Cornmunitarian Critique of Liberalism», Political Theory 18 (1990):6-23, secc. II-IV.

[48] M. Walzer Spheres of Justice, Nueva York, Basic Books, 1983.

[49] Michael Walzer, Spheres of Justice. Oxford, Martin Robertson, 1983 (En castellano, Esferas de la justicia. México, FCE, 1993, pág. 322-325).

[50] Ver D. Gauthier, Morals by Agreement. Oxford U. P. 1986 (en castellano, en Madrid, Gedisa, 1994); y Moral Dealing: Contract, Ethics, and Reason. Ithaca, Cornell University Press, 1990.