LA IZQUIERDA A LA BÚSQUEDA DEL CONCEPTO PERDIDO
ENSAYO FILOSÓFICO




INTRODUCCIÓN


"... mientras en la vida vulgar y corriente todo tendero sabe perfectamente distinguir entre lo que alguien dice ser y lo que realmente es, nuestra historiografía no ha logrado todavía penetrar en un conocimiento tan trivial como éste. Cree a cada época por su palabra, por lo que ella dice acerca de sí misma y lo que se figura ser" (K. Marx, Miseria de la Filosofía, 1847)

I. Esta reflexión en modo ensayo versa sobre la izquierda en estos comienzos de siglo; aunque tengamos presente como fondo empírico de la reflexión su difusa génesis, su enrevesada genealogía, su convulso pasado, su desconcierto presente, su destino incierto, sus máscaras y sus gestos, y principalmente sus infinitas dudas existenciales que comienzan a afectar gravemente a su identidad, nos mantendremos en la distancia habitual de la mirada filosófica, tratando de pensar el barro sin hundirnos en él. Una reflexión que no se pretende neutral ni aséptica, pues sería una farsa hablar desde la tragedia sin pasión y sin voluntad de salvarse; una reflexión, por tanto, que sólo aspira a llegar a ser reflexión de izquierda sobre la izquierda. Diría para mayor precisión que se trata de una reflexión “crítica” si tal carácter no fuera redundante. No pretendo que sea una amable reflexión condescendiente de amigo comprensivo y compasivo, que perdona a los otros para perdonarse y ser perdonado por ellos, que elogia al grupo para sentirse elogiado como miembro del mismo; pretendo más bien que sea una crítica de compañero de viaje que también sufre la dureza del camino y conoce como los demás la inevitabilidad de recorrerlo, que ni quiere ni puede ocultar las heridas acumuladas ni los riesgos que acechan en lo que queda por recorrer. Dicho de otro modo, pretendo sólo hablarme en alto para que los demás oigan como susurro, sin disimular el cansancio, la reiterada quiebra de la fe, las dudas sobre el trazado, incluso la sospecha de que el largo camino no vaya a ninguna parte, sea sólo una heideggeriana senda en el bosque.

Una reflexión, en fin, relajada y abierta, pero que se pretende filosófica, es decir, que se pone condiciones, que se exige a sí misma comprender el lugar social donde la izquierda nace, se desarrolla, se exhibe, se debilita, se pierde, se silencia, se juzga, se esconde, se condena, se suicida… En definitiva, una reflexión que busca el concepto de la izquierda en busca de su concepto, para ayudar en esta búsqueda, la mayor y más urgente necesidad que la izquierda tiene hoy, pues una izquierda sin concepto de sí −sin autoconsciencia, sin saberse en sí izquierda y sentirse para sí izquierda− no es izquierda, no es nada; una izquierda sin ejercer conscientemente de izquierda, sin realizar la función que su esencia, su peculiar modo de ser, le exige, tiene existencia sólo en la memoria y el imaginario, en el pasado que ya no es y el futuro que no será lo que es, mero recuerdo o sueño, cuya calidad y belleza estará envuelta en el velo de tristeza propio de los objetos bellos e inertes en el museo.

Aunque la izquierda haya sido y sea un tema constante de debate, la filosofía le ha prestado escasa atención, le ha concedido poco tiempo, por lo que ha quedado como obligada conversación de sobremesa, extendida disputa en los medios de comunicación, ocasión constante de enconada reafirmación de la subjetividad entre tertulianos, motivo paradigmático de tragicómicas loas e insultos parlamentarios y tópica variable taxonómica en encuestas electorales y recuento de votos. Pero la filosofía, siempre reacia a bajar al fango de la historia, se ha resistido a descender a esos bajos fondos, prefiriendo mantenerse en los lugares excelsos de la política, entre las luces y sombras de la ciudad, pensando la autoridad y el poder, la dominación y la hegemonía, el derecho y los derechos, el bien público y el privado, las virtudes cívicas y la razón de Estado… La “izquierda” no parecía a los filósofos digno tema de reflexión, pues al fin era un actor secundario en una historia de gigantes, que estaba allí pero sin substancia ni entidad. Si se le concedía entrada en la escena era siempre como sucedáneo de los verdaderos sujetos, las clases populares, o como portaestandartes de las casas reales de las virtudes y valores.

Creo sinceramente que la filosofía no se ha tomado en serio a la izquierda como “categoría”; ni siquiera en Marx tiene una presencia de consuelo, siempre oculta y suplantada tras otros personajes ontológicos. Y si hago esta observación no es como juicio crítico a la tradición, sino como preámbulo para pedir que se me aplique el principio de caridad en la valoración de este ensayo, que sin duda sale lastrado por esa escasa tradición filosófica del tema, por ese gran olvido. Tengo la sensación de estar en los inicios de un nuevo camino, con escasa e insuficiente acumulación de producción teórica convencionalmente filosófica sobre la izquierda; y me siento afectado de inseguridad ante la duda de si esta ausencia de la izquierda de los escenarios filosóficos –insisto, “filosóficos”, en otros es un cliente fiel y habitual− responde o no a alguna razón que se me escapa, y que sea esa ignorancia mía la que me permite la audacia de alinearme con los pocos que antes lo hicieron [1]. En todo caso, quería pensar la izquierda y pensarla en la filosofía; sólo para eso, para comprenderla, para conocerla, para conocerme al saber qué hago al confesarme de izquierda y querer ser de izquierda, como tantos otros; quería saber qué tipo de realidad es la izquierda, y qué lugar ontológico ocupa entre los personajes o entes del paisaje capitalista. Y me puse a pensar en ella, en esa categoría tan evidente que hasta ahora la filosofía no había necesitado pensarla.


II. Este ensayo responde a las mismas preocupaciones y mantiene los mismos objetivos que el texto de una conferencia impartida en Pontevedra [2], que posteriormente y sobre las mismas bases teóricas fue discutido en una sesión del Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona. En los debates que siguieron a raíz de ambas exposiciones se revelaron sus agujeros, ambigüedades y carencias, pero de ese naufragio surgieron muchas y variadas cuestiones filosóficas y políticas de fondo, ignoradas o no explicitadas en aquel texto, que enseguida lamenté y, en consecuencia, me propuse en lo posible remedar. Consideré necesario, ineludible, incluirlas y responderlas en una nueva versión; pero eran tantas, tan variadas y tan importantes que de hecho implicaban una redescripción profunda, una reordenación radical de la exposición y un desarrollo generoso de los implícitos y las alusiones. En definitiva, a la conveniencia se sumaba la necesidad de una reestructuración a fondo de la reflexión, que desbordaba los siempre estrechos límites de una conferencia, formato de su origen.

Efectivamente, al repensar el problema y someterlo a la crítica se revelaron muchas de sus insuficiencias, confusiones y carencias, más de las imaginadas, tal que no podía editarlo con ligeros retoques. En consecuencia, opté por su redescripción, por una nueva escritura, por repensar la problemática de la izquierda sin límites (ni los “físicos” del formato, ni los “ideológicos” anidados en los prejuicios, ni los “lógicos” que acaba imponiendo el género literario). Por eso cambié el método (o “manera de demostrar”, que decía Descartes), relajando ligeramente la voluntad de síntesis en favor del análisis, flexibilizando el modo de exposición para dar más cabida a la investigación (del “ars demostrandi” al “ars inveniendi”, que decían los clásicos) aunque en formato de “alta divulgación”, sin el rigorismo erudito académico. Y en esa perspectiva cambié de “formato” y de “género” (literario), abandoné la conferencia y opté por el ensayo, que a todas luces permite mayor audacia y creatividad en el discurso, al rebajar la pretensión explícita de verdad, de saber probado. En compensación espero una mayor comprensión y benevolencia del lector, pues si bien todo saber suele ser provisional, el que asume el formato del ensayo se reconoce a sí mismo como el más humilde de los carruajes. Porque ahora más que antes, más que cuando comencé a escribirlo, estoy convencido de que la redacción no es sólo una tarea “provisionalmente” inacabada, sino definitivamente inacabable; he renunciado a esa tentadora pretensión de decir casi la última palabra para aspirar a que sea un mero comienzo, un intento más, en esa tarea que sí ha de hacer la izquierda de recuperar el concepto perdido.

A pesar de esa cómoda libertad que concede el género “ensayo”, mi pretensión de mantener el énfasis en la dimensión filosófica del tema conlleva la explícita preocupación por clarificar las cuestiones ontológicas y epistemológicas, que siempre he considerado conveniente anteponer a modo introductorio para configurar el contexto en que debemos situar nuestra reflexión. En este caso, dado que uno de los principales problemas de la izquierda actual, y donde se reflejan los demás, es la ausencia del concepto, la pérdida de su autoconsciencia, esa dimensión filosófica viene exigida ad casum, tal que la reconstrucción ontológica se mantiene en el ensayo como objetivo irrenunciable. Creo que el recorrido sobre algunas categorías del ser social, en particular del capitalismo como modo de existencia social, nos ayudará a entender y definir mejor la posición teórico-política en ese debate sobre la izquierda, que nunca acaba de plantearse a fondo; y por “a fondo” quiero decir sin guardar nada, sin dejar tinta en el tintero, sin reservar provisiones para la vuelta, poniendo en riesgo si fuera preciso incluso nuestra voluntad de superioridad moral. Digo “si fuera preciso”, aunque sintamos que nos aboca al nihilismo, pues, como ya revelara Nietzsche, el nihilismo teórico, la enajenación de nuestra voluntad en una ontología moral, es más peligroso y destructivo que el nihilismo psicológico; éste se siente, pesa en el alma, nos angustia, y aunque debilite nuestra voluntad de poder nos empuja a la defensa; aquél nos seduce, nos engaña, nos hace sentirnos bien, buenos, seguros y dominadores, y así oculta nuestra nihilización, la entrega absoluta de nuestra voluntad de poder, su sumisión a unos fantasmas exteriores. Sí, Nietzsche tiene cosas que enseñar a la izquierda, o ésta que aprender de Zaratustra.

La izquierda ha de pensarse a sí misma sin límites previos. No debiéramos resistirnos a poner a prueba nuestra superioridad moral, tan sacralizada por la izquierda que da la impresión de considerarla su principal valor, su elemento de distinción, con tal fetichismo que incluso le sirve para avalar sus fracasos. No tengo dudas de que hay razones para defender esa superioridad moral, pues al fin el orden ético de su ideario siempre apuntó a lo comunitario, a la defensa del débil, a la vigilancia del poder; y, en definitiva, siempre coincidió con ese generalizado sentido moral común de rechazo del sufrimiento y la miseria, de los privilegios y la desigualdad, que se revela en el ser humano en el silencio de las pasiones; pero, aun así, jugarnos a esa carta de humanitarista el ser de la izquierda, reducir éste a un catálogo de valores morales o a un modelo de conducta ética, a una posición de valor, no hace ningún bien a la izquierda, ni siquiera la hace superior en tanto que izquierda.

También estimula esa creencia en la superioridad moral la envidia manifiesta en las críticas de sus enemigos, en los que no entraré; y especialmente las que provienen de los amigos de ayer y que en su momento desertaron para encontrar su verdadero lugar, la reconciliación entre su existencia y su consciencia, en esa rabia mal gestionada con la que denuncian nuestro pasado izquierdismo leninista o maoísta, sin reconocer que en las luchas, en cualquier lucha, se usan los medios que uno tiene a su disposición, y que las carencias de éstos, que incluso llevan al fracaso, hablan de nuestra pobreza individual, pero en absoluto manchan la pureza de la necesidad que nos impulsaba a luchar ni la belleza ética de los objetivos que perseguíamos (y que ellos entonces también perseguían).

No, ni la sospechosa crítica de enemigos y examigos, ni la evidencia histórica de haber estado siempre al lado de los débiles, hacen objetivamente superior a la izquierda en ningún sentido; y no sería propio de ella simular superioridad moral, por al menos tres razones. En primer lugar, porque esa posición de valor no especifica, no individualiza, no diferencia, a la izquierda, ya que estar con los de abajo es una posición compartida con la gente de bien, con la gente decente; en segundo lugar, su ideal ético no la hace superior, porque reduce el ser de izquierda a una opción de valor, una determinación subjetiva. Por ambas razones la izquierda no debería simular excelencia moral, aunque la tuviera. No, la sensibilidad ética no es suficiente, pues es compartible y compartida de hecho con otros; su “esencia”, lo que la hace ser lo que es, siempre ha sido, es y ha de ser su diferencia, no la diferencia de valores sino de esencia, y es ésta la que debemos buscar y recoger en su concepto. Su ser, su identidad de izquierda, no es una determinación derivada de su posición de valor; al contrario, pensar la izquierda desde los valores que enarbola contribuye a silenciar su verdadero ser, la raíz del mismo, la fuente de donde procede ese ser: dicha raíz es ni más ni menos una determinación social objetiva, arraigada en la división social, en la desigualdad, en la dominación, que todo orden socioeconómico −todo− pone en escena. Debilitar o ignorar ese origen objetivo, esa razón de ser de la izquierda, sustituido por una opción de valor, le resta realidad; en consecuencia, en la perspectiva de una ontología materialista no va en favor de su superioridad, sino al contrario, dificulta que esa superioridad, que aporta la objetividad de su determinación esencial, se muestre, se revele y se haga sentir.

En fin, en tercer lugar, la pretensión de superioridad de la izquierda basada en la mayor eminencia de su posición moral, de sus valores, en rigor ni la hace superior ni la ayuda a ello, sino al contrario, la hace perder su autoconsciencia (o sanciona su pérdida); la lleva a ignorar su ser, lo que realmente es, y su razón de ser, lo que le hace ser lo que es, su esencia. Y en esa pérdida de la autoconsciencia se pierde su destino, se diluye y borra su función específica en el orden social que la crea, sostiene y reproduce. Por muy bellos que sean sus valores e ideales, y sin duda lo son, la izquierda degrada su superioridad ética si se define sólo por ellos e ignora el origen objetivo de la misma, su lugar en la relación social de dominación; empobrece y contamina su concepto si se obceca en derivar su superioridad de su opción de valor, en legitimarla en unos valores que, además, raramente son propios.

Para tener esta consciencia se requiere, como he dicho, pensar en una ontología materialista, distanciarse y no dejarse seducir por la ontología subjetivista dominante, desde la cual no es el ser sino el valor el origen y fundamento del origen, la eminencia y la determinación, o sea, el fundamento de la esencia. Este desplazamiento ontológico subjetivista, si se prefiere “idealista”, que con frecuencia afecta a la autoconsciencia de la izquierda, no es trivial. En el mismo tiene lugar la sustitución e inversión del origen de su superioridad ética, que deja de ser su origen social, la situación que se le asigna en el nacimiento de su formación social, para ser sustituido por su voluntaria elección de un código de valores, por la libre y subjetiva adscripción a una posición de valor, a un club de valores. Es decir, en ese desplazamiento o cambio ontológico, que sustituye la situación objetiva en el fondo (en la dominación) por la opción subjetiva en la superficie (en los fines), la izquierda se ve arrastrada a otra visión de sí misma y, en consecuencia, a pervertir su misión.

En ese movimiento se ve arrastrada de su vía propia de huida del sufrimiento y lucha contra la dominación a la pretensión impropia de pasar a ser dominante, que no se corresponde con su concepto (con el concepto que aquí construimos de ella), pues ni puede librarse de su ser, que lleva intrínseco el sufrimiento de la dominación, ni puede transfigurarse en dominadora, rasgo que no pertenece a su concepto. Su misión es acabar con las relaciones objetivas que determinan su condición de dominada, no la de construir un mundo mejor, aunque como gente decente, que también es la izquierda, persiga legítimamente ese ideal. Si olvida su origen, si incluso considera que es más bello perseguir libremente el ideal que luchar necesariamente contra la dominación, la izquierda se diluirá en la población de la gente decente, un ámbito social de máxima dignidad, sin duda, pero no específicamente de izquierda. Y ese olvido −sí, otro “olvido de la diferencia”− viene a ser otro modo de decir que, en ese desplazamiento ontológico a la izquierda, se le ha perdido la autoconsciencia, se le ha roto su concepto de sí.

Éste es el problema que nos llama a la reflexión, que nos exige pensar y repensar hasta el lenguaje con el que pensamos: la izquierda ha de construir su concepto, ha de restablecer su autoconsciencia; ha de conseguirlo para hacer lo que ha venido a hacer en este mundo, lo que está llamada a hacer. En lugar de mirarse al espejo y gozar de su belleza ética mediada por la belleza de los ideales y valores que dice defender (y a su modo defiende) y que proclama que son suyos (cuando suelen ser los comunes a las personas decentes), la izquierda ha de recuperar la consciencia de su razón de ser; y esta razón de ser de la izquierda −la izquierda actual, orgánica, en el capitalismo− no es otra que acabar con el dominio del capital. Si esta expresión parece áspera y se prefiere dulcificarla, puede hacerse diciendo que la razón de ser de la izquierda es emanciparse de esas inhumanas condiciones de existencia que le atribuyó el orden del capital. Pero, en realidad, expresarlo en término de “emancipación” o de “anticapitalismo” es indiferente; emanciparse del dominio del capital es otra manera de decir acabar con su dominio, que sólo se logra con su negación (si se prefiere, con su superación). Y, curiosamente, en ambos casos −en la emancipación del capital o en la destrucción del capital− el resultado es el mismo, el final del capital, que ipso facto es también el final de la izquierda; claro, el final de esta izquierda, la actual, la creada por el capitalismo, de la única que hablamos aquí. Luego vendrá otra, efecto de otras determinaciones, con otras funciones objetivas y subjetivas, pero esa será también otra historia.

La humilde máxima socrática “conócete a ti mismo”, que la filosofía ha desplazado por otras más sublimes, como conocer la verdad, o conocer lo absoluto, debería ser recuperada por la filosofía de la izquierda, en favor de sí misma y de la humanidad; pero, mientras tanto, y vayan por donde vayan la filosofía y la izquierda, la filosofía de la izquierda haría bien en hacer suya esa máxima, en dedicarse a cultivarla, en entregarse a esa humilde tarea de conocerse y quererse. Debería intentar conocerse desde su origen social, nacida en y de la escisión y la desigualdad social, en lugar de conocerse a través del espejo encantado de la elección de valores, que siempre agrada a la vista, o el espejo de feria de los ideales, que crea y banaliza deformaciones del cuerpo y el alma. En definitiva, debería procurar conocerse en y desde el barro de la historia, de donde procede y donde habita, y así tener una idea de sí menos exquisita y sublime y, por lo tanto, más fuerte y capaz de soportar la miseria de las conquistas y la fealdad de las derrotas.

A veces nos da más miedo perder esa noble titularidad moral con que nos definimos como izquierda que la propia derrota social; preferimos ser estériles si conservamos el título de superioridad moral; parece que soportemos mejor y toleremos más contentos los fracasos en la complacencia del victimismo trágico; a veces, pues, nos desviamos del concepto, que guía la existencia como izquierda, para salvar la consciencia moral, para limitarnos a vivir como personas decentes. Y eso sin duda es una actitud digna, claro que sí, es propio de personas honestas; pero hay que tener la valentía de pensar si además de digno en tanto hombre es correcto en tanto izquierda; con más concreción, la valentía de afrontar si lo moralmente digno para el género humano es siempre y necesariamente lo correcto para la izquierda, si en ocasiones renunciamos al deber para mantener la dignidad. Creo que se ha de tener esa valentía. Tal vez resulte inquietante plantear estas cuestiones, pero, a pesar de la lectura tópica de la parábola del alacrán, a veces no está mal ser fiel con el propio carácter, si es que lo tenemos, si es que eso de ser de izquierda tiene densidad, es objetivo, no es algo de usar y tirar, coyuntural, meramente contingente. Pues, al fin, ser fiel a la condición de izquierda es otra manera de luchar y defender la dignidad; a veces la guerra es la única vía que se tiene para la paz. Todo ello, claro está, si pensamos eso de ser de izquierda como determinación objetiva, no como mera opción de valor, no como mera sacralización del derecho liberal de autodeterminación a base de identificaciones plurales, libres, provisionales, reversibles; no como adscripción a un club o una secta democrática con derecho de entrada y salida.

Recuerdo aquellas reflexiones del joven Lukács argumentando que la moral es, y debe ser, cosa de sociedades justas. Consideraba que donde reinen los derechos, la igualdad real, las relaciones de equidad, y en la medida en que reinen, tiene sentido el culto a la moralidad, tiene sentido que la moral sea exigible; pero donde esas condiciones hayan sido sustituidas por la desigualdad, la opresión, la explotación, el dominio del más fuerte…, allí la norma moral, pensaba Lukács, se vuelve marrón y sospechosa de complicidad en la reproducción de ese orden inmoral del mal. No estamos en aquellos tiempos, pero la Aufhebung o superación regeneradora es lenta y perezosa, y siempre deja residuos. La izquierda no puede, o no debe, obviar ese desgarro entre su compromiso con la decencia, con la moralidad social, y su compromiso consigo misma, con su ser de izquierda; no puede esquivar esa a veces trágica −sí “trágica”, la incompetencia de Epimeteo nos perjudicó en el reparto− contraposición entre su función anticapitalista como individuo al que los dados le pusieron a la izquierda y su función humanitaria que le ha sido asignada como persona de buen corazón. Las contradicciones, sobre las que cabalgamos, a veces nos desgarran y olvidamos el orden justo de las lealtades, entre la fe y la caridad, entre cuidar el espíritu y ayudar al prójimo, entre ser ciudadano del mundo y ser miembro de una clase social, entre la búsqueda de reconocimiento y la fidelidad a uno mismo; por eso de vez en cuando hemos de detener el reloj y pensar que a veces, sólo a veces, las flores crecen gracias al fango.

Aquí y ahora la izquierda también tiene que afrontar la contradicción entre la ética de los principios y la ética de la responsabilidad. Al menos a la hora de la filosofía, como decía Hume, no puede haber lugar para transacciones, pactos y conciliaciones; a la hora del conocimiento del mundo no deberíamos ponernos límites externos, por dignos que sean. Luego, a la hora de la acción social, a la hora de la política, habrá que dar cabida a otros valores, e incluso ocasionalmente anteponer la conducta decente a la conducta de izquierda. Pero ahora no, ahora es tiempo del pensamiento, y debemos procurar el conocimiento de la realidad, aunque se nos hiele el alma.


III. La izquierda ha perdido su concepto; éste es el presupuesto del que parto, el diagnóstico de la situación; y mi propuesta es que la izquierda ha de buscar de nuevo su concepto, de construirlo más que encontrarlo, pues seguramente el de hoy no ha de ser del todo el de antes. El concepto de una cosa es algo así como la condensación de su experiencia, de su historia, de lo que ha sido (de facto, de iure o de inventione); el concepto siempre está en movimiento, y recoge incluso esos momentos del ser dominados por el no ser, por el nihilismo, el psicológico y el otro, el de la enajenación en cualquier exterioridad. Por tanto, este momento actual de la izquierda, en que se siente derrotada, en que existe desconcertada, también ha de incorporarse a su historia, ha de incluirse en su concepto, pues nos revela su modo de ser.

Son muchas las cosas que la izquierda habrá de recoger de la historia en su concepto, muchos restos de sus éxitos y sus naufragios, muchas experiencias que filtrar, analizar, interpretar y comprender para construir la figura de sí misma, para hacerse a sí misma, para devenir aquello nuevo que está llamada a ser hoy. No, no se trata de reconstruirse a semejanza de la del ayer real, con el cuerpo y el alma recordados o imaginados; la historia nunca retrocede, en la ontología materialista el ser es constante proceso de producción, proceso determinado de autoproducirse. Ha de reconstruirse como la izquierda de hoy, y en la corta medida que está a su alcance incluyendo un poquito de su mañana, lo que ya está llegando a ser, lo que está llamando a la puerta, sólo eso; en definitiva, ha de reconstruirse −no tiene otra manera a su alcance− como la izquierda que corresponde al presente.

En esa autoconstrucción permanente poco o nada puede aportar al elemento objetivo de su ser, a lo que es en sí, a las marcas sociales que arrastra; poco o nada puede aportar a lo que el mundo capitalista actual le hace ser, pues su determinación es muy constante; en cambio, le corresponde a ella, a la izquierda, generar el elemento subjetivo, la consciencia; le corresponde acumular saber, añadir para sí a lo que ya es. En definitiva y en concreto, la objetividad ya le ha cargado en el origen con esa nueva determinación que llamamos “derrota”, y ahora le corresponde reconocerse en su nueva figura, recuperar su autoconsciencia, y reconstruir su lugar y función en el orden social actual. Sin esa consciencia la izquierda apenas será algo más que un estrato social, una categoría taxonómica pasiva de la descripción positivista sociológica; en cambio con consciencia, y sobre todo con autoconsciencia, deviene categoría constitutiva y constituyente del orden social, de la producción del mismo.

Antes describí su realidad como “proceso determinado de autoproducirse”. O sea, proceso, autoproducción y “determinación” son elementos constituyentes de lo que es y puede ser. La izquierda ha de autoconstruirse bajo la determinación del ser y el tiempo, como ser ahí, que decía Heidegger. El mundo de ayer ha cambiado; el capital, siempre amante de las metamorfosis, ha mutado en sus formas fenoménicas, en sus mecanismos de reproducción; las estructuras sociales se han contorsionado, cuarteado o renovado; sus determinaciones o efectos en la población, que son la base material, el cuerpo, de la izquierda, ya no son del todo las que eran. Por tanto, la izquierda ha de hacer ahora lo que siempre ha hecho para oponerse al capital, revisar sus formas y mecanismos de lucha, aunque la situación actual de derrota le exija un gesto más intenso; ha de reconstruirse en su concepto y en su praxis como ha hecho siempre, al ritmo que marca el capital, y ahora éste parece bailar la “danza de la incertidumbre”, de movimientos imprevisibles, rotos, atonales, desconcertantes, y la izquierda ha de saber estar en esa danza. En este momento en que, entregado el capital a un desconcertante break dance que parece haberla hecho perder el ritmo y la sintonía, en que ella misma se encuentra disminuida y desconcertada, ha de hacerlo, no tiene elección, es parte constituyente de un juego que no ha acabado. No le es dado esperar, no le está permitido elegir calendario, ni siquiera horario, no puede decir “paso”, no puede ni figuradamente “dejar de ser”. Parar es desertar, ponerse de perfil es convertirse en una izquierda ilusoria, y eso objetivamente es impensable; ha de hacer su tarea en las condiciones que le marca el demiurgo. Como decía un buen amigo nuestro, “si luchas te pueden joder, si no luchas estás jodido”. Esa es la opción de la izquierda, y ahí no cabe tercera vía, no cabe laissez faire ni laissez passer; no hay lugar ni tiempo para el descanso del guerrero.

La izquierda ha de renovarse profundamente, ha de darse forma, nueva forma. Y ha de hacerlo mirándose a sí misma, sin duda, asumiendo cómo ha llegado a esta situación; pero sin flagelarse, sin partir del prejuicio del sujeto poderoso y altivo que atribuye sus fracasos a sus errores y a sus creencias (o a los errores y creencias compartidas de una parte del sujeto colectivo, para así proteger y salvar su figura global individual); al contrario, ha de partir humildemente del supuesto según el cual ella es lo que es por el capital y, en consecuencia, si se encuentra como se encuentra, la razón de su mal reside fuera, y ha de buscarla fuera de ella, en el orden del capital, en la lógica de su dominación. Y ha de entregarse a conocer a ese enemigo exterior, su lógica y sus debilidades, y sobre todo sus mecanismos de subsunción y dominación, su ejercicio de la hegemonía.

En los últimos tiempos se ha insistido de modo generalizado en la derrota de la izquierda. No sólo sus enemigos han declarado su muerte con celebraciones, sino que la propia izquierda −por acción u omisión, en la teoría y en la práctica, con la palabra y los hechos− ha insistido de mil maneras en confirmar esa sentencia, en avalar performativamente su verdad. De manera interna y particular, han exhibido su derrota en ese incansable espectáculo en que unas partes de la familia negaban a las otras el título y el derecho al título, la genealogía, su pertenencia a la historia común; ya se sabe, la pureza de sangre es más pura cuanto más concentrada, cuanto menos compartida, cuanto más única. También ha exhibido su derrota defendiendo la universalidad de su vejez, identificada con el anacronismo; hasta las categorías “izquierda” y “derecha” habrían devenido obsoletas; incluso los nombres de esas categorías; toda una carga de profundidad apoyada en que la realidad social es más compleja, fluida, móvil, mutante…, y no se deja aprehender hoy con las toscas redes del ingenuo lenguaje del pasado. Para pensar lo nuevo se necesitaría un léxico nuevo; sobre todo un vocabulario nuevo, lleno de significantes vacíos, para que los significados puedan fijarse a conveniencia, con ritmo atonal. Algunos, con ingenuidad, o con la audacia que presta la ignorancia, prefieren usar “los de arriba” y “los de abajo”, expresiones que ya usaba Platón, para decir lo mismo; o bien “ricos” y “pobres”, tan universalizadas que su origen se pierde en el tiempo. O sea, que si por un momento nos volviéramos empiristas y, como Locke, entendiéramos que las ideas son signos de las cosas, y las palabras signos de las ideas, la actualización de nuestro conocimiento del mundo pasaría por maquillar las palabras, por poner “derecha” e “izquierda” bajo la máscara. Lo otro, las ideas y las cosas, ni tocarlas; no es necesario, si les cambias el nombre ya no son. Nos lo dicta el subjetivismo, la bella filosofía dominante.

Cierto, algunas posiciones sobreviven gracias a su desmemoria, pues ayer −un ayer muy reciente, de apenas unos cuantos años, permitidme esta referencia ad hominem,que uso como mera ilustración− algunos sujetos que se reconocían nuevos −nueva manera de hacer política− entraron en la escena política esgrimiendo el lema “ni derecha ni izquierda” y esos mismos hoy se atrincheran, soportan la reacción a su ingenuidad e impotencia, cubriéndose el cuerpo con la manta de la izquierda, al igual que en el sueño de Mangogul, relatado por Diderot en Les bijoux indiscrets, los filósofos socráticos cubrían sus desnudos con el manto de Sócrates al llegar la luz del gigante, de la ciencia empírica. Sí, podemos llamarlo excesiva ingenuidad. Parece que olvidaran algo tan popular como la necesidad de dos para bailar un tango. Cuando Rousseau fundaba el origen de la propiedad privada en la expresión “esto es mío”, tenía la lucidez de reconocer que si el diablo malvado tuvo éxito fue porque “encontró otros que lo reconocieran, que aceptaran su apropiación”; de modo semejante, cuando con cierta arrogancia se declara solemnemente “somos la izquierda”, deberían mirar en derredor y comprobar que hay otros que los ven así, que los reconocen; y, en particular, observar en su alrededor si los efectos de su posición, de su acción, de su intervención, avalan su consciencia de sí, testimonian su proclamación, o si por el contrario, como cuentan los historiadores de las razzias de Almanzor, con la algarabía tratan de simular su victoria.

De todos modos, no vale la pena perder mucho tiempo en describir estos estrambóticos fenómenos de superficie; negar la existencia de la izquierda −lo mismo dicen otros de las clases− sólo merece esa irónica y cáustica respuesta gallega: “bueno, pero haberlas, haylas”. Tal vez lo más interesante y útil sea entender que estas posiciones, respecto a la izquierda o respecto a las clases, apuntan a un mismo origen, y éste no es nada trivial ni irrelevante, es muy serio, pues se trata del subjetivismo, cultura del capital, ideología dominante, que ha penetrado y se ha aposentado en nuestra “razón pública”. En ese “negacionismo”, como en tantos otros de moda, todo apunta a esa corrosiva máxima discreta, clandestina, según la cual el mal desaparece al dejar de nombrarlo, así de fácil. El subjetivismo opera de ese modo, fiel al supuesto de que la realidad la crea el sujeto, ha de reducirla a lo que el sujeto dice de ella; si te lo crees, estás vendido.

No deberíamos perder el tiempo en estas distracciones; todos tenemos memoria, aunque cada vez más corta, y sabemos que ahí fuera están la derecha y la izquierda, que pueden presentarse con distintos nombres; al fin en tiempos de carnaval las máscaras surgen de cada piedra. Eso es un factum incontrovertible, y a partir de ahí podemos acumular matizaciones; pero, junto a ese reconocimiento de su obvia existencia tras la máscara, hemos de tener en cuenta que la negación no siempre es inocente, no siempre responde a la pretensión de verdad; es decir, la negación aquí de la izquierda y la derecha no es mera ilusión intranscendente, sino que es una estrategia de la lucha contra la izquierda, en ese juego de simulazione y dissimulazione que con tanta lucidez describía Maquiavelo. Sí, juegos de distracción para que nuestra mirada se fije en el vestuario −primer signo de distinción y de poder en nuestra civilización− y así no vea que el rey está desnudo.

La izquierda está ahí fuera, sin duda; pero también es intuitivo que está herida, desconcertada, derrotada; sobre todo derrotada. Todos sabemos que la izquierda ha sido dada por “tocada y hundida” con relatos muy diferentes; pero hay acuerdo generalizado en que es así, que la izquierda ha sido derrotada. Hemos de partir de aquí, la izquierda ha de asumir su situación, tenerla en cuenta para pensarse. Ha de analizarse y psicoanalizarse, deconstruirse y repensarse, pero nada de reinvenciones ni ensimismamientos, nada de jugar a ser causa sui, nada de simular el ser con el querer, nada de esa cómica múltiple superposición cuántica entre el quiero, puedo, debo y soy, donde ya Hume veía una poderosa fuente de falacias naturalistas (y voluntaristas). Es suficientemente ímproba la tarea de la izquierda de conocerse a sí misma como para entregarse a simulacros de reinvenciones demiúrgicas; su misma historia revela que, como la encina del poeta, sobrevive derecha o torcida, con humildad, fiel a esa ley de la vida que consiste en “vivir como se puede”. Al fin, los límites son más dignos, o al menos más sanos, que las fugas y las algarabías; nada, absolutamente nada −excepto el no-ser, excepto la pura indeterminación, de la que no se puede decir nada− escapa a la determinación. Sí, la determinación es negación, y nos limita, y nos hace finitos, y nos desdiviniza, pero por ella somos, ella nos hace ser, ser algo, lo que sea, pero ser; y de eso se trata, de ser, de ser lo que somos, de asumir conscientemente ese nuestro ser ahí, que no hemos elegido, pero que podemos hacer nuestro y convertirlo en nuestra esencia; apropiarnos de su exterioridad, identificarnos con ella y así sentirnos y ser libres. ¿No es eso una ilusión? Desde una filosofía esencialista del sujeto, tal vez, pero desde una ontología materialista esa es la libertad real, posible, “necesaria”; sí, determinada, sólo lo determinado puede ser.

Claro que, en una noche de fiebre nietzscheana, se nos puede ocurrir que la verdadera esencia del ser humano es la otra libertad, incondicionada e indeterminada, y que en base a ella podemos, e incluso debemos, decidir qué somos, poner nuestra voluntad en el puesto de mando de la ontología. Incluso algunos podrán así ser felices, autoconfirmando que el ser lo define una posición de valor. Sí, el origen siempre se nos oculta un poco, siempre nos hace sentir que la primera posición ontológica es arbitraria, azarosa; así lo ha pensado la filosofía moderna, que nos empujaba a creer que nunca sabremos si la decisión fundamental, poner como primera piedra el ser o el valor, responde al tipo de ser humano que somos, de modo que siempre elegimos conforme a nuestra esencia, o al ideal que tenemos, que también expresa nuestra esencia, en este caso escindida; nunca sabremos si elegimos conforme a nuestro modo de ser (previo) o si lo que llegamos a ser depende de lo elegido. No nos adentraremos ahora en este laberinto, sólo pretendía enfatizar que la izquierda no debiera caer en esas tentaciones de entretenimiento.

En todo caso, los conceptos de consciencia y autoconsciencia también han de retocarse para construir el de izquierda; sin consciencia no hay izquierda, parece obvio, pero se pasa por alto que no se trata de una consciencia cualquiera, sino de una “consciencia de izquierda”, y así la reflexión parece enredarse en un bucle retórico. De momento nos sirve para llamar la atención sobre la cuestión, enfocada a pensar el acceso de la izquierda a su concepto. Como he dicho, creo que habría de dejarse a un lado toda tentación de solipsismo; no será por mirarse a sí misma por lo que la izquierda accederá a su concepto; la autoconsciencia no es ficción, no es creación, no es mero ensimismamiento; es conocimiento, es saber que se sabe, es reconocer la consciencia como consciencia del mundo, el saber de la consciencia como saber del mundo. La autoconsciencia es la representación de la consciencia como huella del mundo, como marcas de las cosas y heridas de las relaciones con ellas; es verse uno mismo sumido en el mundo, subsumido en la totalidad social.

Si asumimos estas premisas, que la izquierda está sin concepto, que necesita reconstruirlo para ser, que conseguirlo pasa en gran medida por su consciencia, y que ésta ha de verse como determinación del mundo, como saber del mundo, como presencia en ella de la realidad exterior, enseguida nos aparece la especial complejidad actual de esa tarea. Siempre es difícil el camino a la autoconsciencia, pero la izquierda de hoy tiene el horizonte más oscuro que nunca. En la medida en que en buena parte ese concepto exige el conocimiento de la realidad objetiva, en particular de la situación actual del capital, se comprende el plus de dificultad: esa situación del capital hoy es excepcionalmente problemática, es en rigor una situación de excepción. Tenemos, cierto, un concepto bien elaborado del capital, del modo de producción y de la formación social capitalistas; pero tenemos motivos empíricos y razones teóricas para reconocer su insuficiencia, sus carencias actuales. Motivos empíricos, pues son intuitivos sus cambios −extensos, intensos y sumamente acelerados− en las últimas décadas, de modo que hoy no sabemos si hablar de una nueva fase o de un final del capitalismo; es decir, de una etapa más de su desarrollo o de un momento terminal, de transición a otro orden social. Con la complejidad añadida que la propia evolución del capitalismo nos ha llevado a diluir la representación que teníamos de la alternativa, derivada del concepto clásico del capital. Hoy no sabemos si ese orden social alternativo, sucesorio, es del tipo “socialista”, en alguna de sus modalidades, o es mero e indescifrable momento “post”, o si de momento sólo revela el poder de la negación.

Quiero decir que antes teníamos una representación de la historia, muy apoyada en el concepto de capital, que nos permitía leer e interpretar los signos en claves de marcha hacia el socialismo. Sin duda, se ponía una fuerte dosis de imaginación en la representación de ese futuro, sin embargo, a nivel práctico servía para pensar la vida y muerte del capitalismo y su superación en una sociedad socializada, pensada de mil maneras, pero en la que la forma comunitaria sustituiría a la forma capital. Esas categorías cumplían su función satisfactoriamente; sus carencias no impedían la claridad de la consciencia y la operatividad de los conceptos; pero ese privilegio ha desaparecido en nuestros días. Hoy el capitalismo ha evolucionado, como siempre, pero esas metamorfosis ya no responden a una lógica −a la lógica de su concepto, del concepto clásico que teníamos de él−, sino a cambios profundos en las correlaciones internas de fuerzas contradictorias, que ha puesto de relieve que tesis marxianas tan sólidas como las referidas a las clases y sus luchas, a la pauperización, al creciente dominio por mediación de la política y la ideología, han de ser revisadas. Las mismas obedecían a un concepto de capital, del capitalismo clásico; pero ese capital ha cambiado, y con él ha de hacerlo el concepto. Aferrados al concepto clásico, nuestras representaciones resultarán anacrónicas y obsoletas.

Hay que revisar los conceptos. Una revisión obvia, sin (mala) consciencia de ruptura con nada, simplemente en coherencia con una ontología −por otra parte, muy marxiana−, una ontología materialista, histórica, práxica, dialéctica, subsuntiva, que implica pensar que a toda realidad, también a las categorías y representaciones teóricas, que al fin son productos, les llega el momento de su actualización, e incluso el de su obsolescencia. Sólo se trata de eso, de actualizar la ontología, de ponerla a la altura de los tiempos.

Estas últimas consideraciones pretenden llamar la atención sobre una idea que preside todo este ensayo: la necesidad de pensar el capitalismo actual para poder construir el concepto de izquierda. Obviamente, no es éste el lugar de abordar esa tarea, pero es inevitable recurrir a algunos aspectos −aunque los consideremos provisionales, a falta de una mejor fundamentación− de la nueva forma capitalista si queremos avanzar en nuestro objetivo; al fin la izquierda actual es una determinación del capital, y una determinación que sufre variaciones con la deriva del capital. En consecuencia, habremos de recurrir con cierta frecuencia a descripciones del capital actual, de su estado, de sus tendencias, que aunque respondan a reflexiones bien argumentadas no aparecen expuestas en forma sintética, unitaria y compacta, con la inevitable sensación de meras conjeturas. Y, ciertamente, son conjeturas, pero no improvisadas, o no del todo improvisadas. También con los avances en el concepto de izquierda ayudaremos a progresar en nuestro conocimiento del capital.

Sin comprender el capitalismo −insistiré mucho en ello− la izquierda no puede acceder a su propio concepto, ni siquiera saber cuál es su misión ante el capital. Al fin, como ya he dicho, hablamos de la izquierda orgánica actual, que en su origen es mera determinación del modo de producción, y es en esa relación donde nace y vive. Cuando insisto en que el capitalismo actual es de algún modo “post”, o es transición, o fase terminal, con todo el riesgo de tal tesis −que aquí, por supuesto, no puedo tratar con detenimiento−, lo hago porque sin una −aunque ligera y provisional− idea del capital en su momento actual es imposible construir un concepto de izquierda adecuado a nuestro tiempo. A medida que podamos ir construyendo el concepto de capital (actual), podremos progresar en el concepto de izquierda; y si llegáramos a la conclusión de que el capital ya no es dominante, o está en fase muy avanzada de dejar de serlo, nos veríamos obligados −además de ajustar el concepto de izquierda actual, anticapitalista, a esa fase, también terminal para ella− a decir algo sobre la nueva izquierda, aún no bautizada de ese modo de producción in péctore, que llama a la puerta y al que en hipótesis aludimos, que saca la cabeza y comienza a ver desde arriba la sociedad para aprehenderla, construirla y subsumirla.

Por tanto, no podremos cerrar nuestro conocimiento de la izquierda actual en tanto no avancemos lo mismo en el del capital. Como el análisis exige abstracción, aquí aislaremos a la izquierda para examinarla, pero necesariamente en su análisis tendrá alguna forma de presencia el capital, aunque sea de modo fragmentado, disperso, provisional e instrumental. La indefinición del modo de producción actual, la rápida descomposición del capital en la globalización, los cambios de jerarquía en las esferas de la formación social, la aparición en la escena de los problemas ecológicos exigiendo hegemonía…, son muchos los aspectos que, por no estar conceptualizados, dificultarán la tarea a la izquierda. Pero ahí reside precisamente la importancia de ésta. Lo diré de otra manera: creo que el desconcierto de la izquierda, y su derrota, tienen su causa ahí, en esos profundos cambios. Esas metamorfosis exigen cambios radicales en la consciencia y en la acción de la izquierda anticapitalista; los cambios en el orden capital imponen cambios en el modo de ser de la izquierda, que nació y se desarrolló a su ritmo. La izquierda ha de acceder al conocimiento de esos cambios y de los efectos en ella, ha de acceder a su consciencia de sí. Un nuevo mundo de la vida es otro mundo en el que intervenir con estrategias renovadas; es otra realidad que le provoca otras necesidades, le exige otras funciones y le pone otros obstáculos.

Y, si insisto tanto y tan repetitivamente en la importancia de los cambios del capitalismo, se debe a una razón que al menos debo mencionar: la incertidumbre a la hora de valorar las transformaciones del capital, de conceptualizar su forma actual. Una cosa es reconocerlas –nadie las cuestiona, es algo intuitivo− y otra distinta y más delicada es evaluarlas, y en particular establecer si su entidad sólo muestra cambios cuantitativos dentro de una fase del capital, o bien revela rasgos de una nueva fase cualitativamente diferenciada; e incluso poder comprender si se trata de una etapa de transición, o momento final; o si ya estamos en los comienzos de un nuevo orden que a falta de concepto y de nombre propio suele denominarse “post”. Por otro lado, si es “fase de transición” habremos de identificar hacia dónde va, si camina hacia un orden “socialista” abstracto, sin determinaciones históricas, para evitar disputas inútiles, en que se reconoce la hegemonía de la socialización en su sentido técnico, como dominio de lo colectivo sobre lo privado, o si se dirige a otro universo social de referencias aún desdibujadas. Si es “fase final” habremos de comenzar a pensar el día después, sin el cual el final se volvería eterno, y tratar de ir describiendo y construyendo las condiciones de posibilidad para que ese final no sea meramente el final, sino que se transmute o transfigure en lo otro.

Son muchas las cuestiones que la izquierda debe tener presente, muchas las preguntas que han de contestarse, aunque sea provisionalmente. Pero, aunque tuviera esas respuestas, queda otra cuestión pendiente, y que en cierto modo es previa en el orden lógico. Me refiero a determinar si la izquierda tras el final del capitalismo es la misma izquierda anticapitalista metamorfoseada o si ha devenido una nueva izquierda, radicalmente nueva, nueva de verdad, nacida en el nuevo big-bang. Claro que a nivel práctico podemos aplazar esta cuestión, pues el orden del capital sigue vivo y, mientras exista, aunque perdiera la hegemonía, seguiría teniendo sentido la presencia de la izquierda anticapitalista, seguiría siendo necesaria su tarea. No obstante, parece obvio que aparecerán situaciones para las que sería conveniente tener previstas las respuestas, aunque sea provisionalmente.

Las formaciones sociales, a diferencia de los modos de producción, son siempre complejas, híbridas, en las que bajo el modo dominante persisten subsumidos los restos de elementos, relaciones y formas anteriores, todos ellos formando parte de una estructura compleja, todos sobredeterminados, generalmente con una forma hegemónica dominante y bien definida. Pues bien, hay razones para pensar que el momento actual del capitalismo se concreta en unas formaciones sociales particularmente complejas, en las que conviven en yuxtaposición, en copresencia, con equilibrios inestables y contradictorios entre sí, elementos y relaciones más o menos residuales de esas distintas fases aludidas del capitalismo junto a las nuevas relaciones que luchan por salir, abrirse paso y consolidarse. Formas propias de la transición, de la fase final, de ese momento de indefinición de lo “post”, junto a elementos nuevos que revelan la fuerza de la “socialización” pero que cuesta identificarlos y, sobre todo, valorarlos, por estar aún subsumidos bajo la forma crecientemente debilitada y contaminada del capital.

Si ésa es la situación, se comprende que haya tantas dificultades teóricas para poner orden en ese revoltijo; es una tarea dura, prolongada, a realizar colectivamente; la izquierda ha de pasar por ahí para conseguir la autoconsciencia. Pero, además, es en ese territorio complejo e inestable donde ha de desplegar su praxis, su lucha; por tanto, la izquierda está obligada a encontrar el modo de intervención más adecuado para acelerar y gestionar la crisis del capital, incidiendo en el “eslabón más débil”, gestionando las contradicciones, en definitiva, cumpliendo su objetivo. En otras palabras, para llevar a cabo su praxis anticapitalista necesita conocer ese momento híbrido y confuso del capital y el lugar que en el mismo ocupa ella como parte de ese orden social; para actuar y cumplir su función ha de abrirse camino en esa selva de elementos y relaciones entrelazadas y sobredeterminadas, lo cual requiere consciencia y autoconsciencia. En consecuencia, se trata de un panorama que exige una tarea suficientemente compleja y nueva para sentirse perdida, desorientada, derrotada antes de empezar; pero es el mundo que le ha tocado vivir, el mundo que la ha producido, y la deserción es imposible; en rigor es su mundo, del que forma parte y que ha contribuido a construir, y por tanto en el que derecha o torcida no le queda más remedio que sobrevivir.

Una última cuestión a mencionar, que contribuye a complicar más el escenario que estoy describiendo, es el de la nueva “pluralidad de universos sociales". Si el marco conceptual materialista exige pensar que cada modo de producción crea su izquierda como elemento constituyente del mismo, tal vez deberíamos concluir que cada fase bien diferenciada determina a su vez una izquierda diferenciada, con marcas específicas y funciones adaptadas a la negación que ha de ejercer; pero, en todo caso, si introducimos la perspectiva de una fase “final”, una “transición”, un momento “post” y una presencia ya manifiesta de la “socialización”, es decir, si nos situamos en formaciones sociales híbridas, con elementos, relaciones, sujetos y formas económicas, políticas e ideológicas diversas, habremos de considerar que junto a la izquierda anticapitalista clásica, tout court, estarán presentes otras tantas figuras de la izquierda, todas anticapitalistas en tanto subsiste la hegemonía de la forma capital pero cada una con su determinación particular, sus funciones y objetivos diferenciados. Esta perspectiva, por tanto, nos pone ante la enorme magnitud del trabajo que hacer; y si bien en este ensayo habré de centrarme en la figura general de la izquierda anticapitalista, en lo común a las diversas izquierdas activas, será inevitable ocasionalmente referirnos a las otras y al problema de su diversidad. Más aún, en algunos momentos habremos de abordar la cuestión de forma directa, aunque parcial y esquemáticamente, pues intuyo que uno de los elementos que condicionan la confusión de la izquierda, la pérdida del sentido de su ser y su misión, es precisamente la diversidad sociológica de izquierdas anticapitalistas, es decir, todas actuales todas “orgánicas”, todas mediadas por el capital. Con la agravante de que las mismas, los “universales” que constituyen, no son conjuntos disyuntivos, sino que comparten elementos, se solapan, pues son izquierdas determinadas por la diversidad de formas de la dominación capitalista. Esa peculiaridad aporta densidad y complejidad al escenario en que la izquierda ha de ser y actuar; e intuitivamente se nos revela como un obstáculo relevante, un laberinto en el que perder el sentido de lo real resulta usual.

Habremos de dejar, por consiguiente, muchas cuestiones abiertas, y muchas apenas insinuadas. Pero de la misma manera que la izquierda actúa, con acierto o error, con consciencia o sin ella, antes de estar en posesión de su concepto y de sus fines, nosotros habremos de empezar a pensar antes de disponer de todas las categorías, asumiendo que su producción forma parte de los objetivos de este ensayo. Aunque suene contrario al sentido común, no podemos esperar a saber para comenzar a hablar, hemos de comenzar a decir para llegar a saber. Esperemos que al final las palabras se hayan constituido en pensamiento y hayan servido para tomar consciencia; confiemos, en fin, que nos hayan acercado a los conceptos.



PARTE I.

CINCO TESIS PARA UN CONCEPTO DE IZQUIERDA [3]

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Alguien dijo, con bastante razón, que la vida es un fenómeno de superficie; pero la peculiaridad de la vida humana, que implica conocimiento del mundo y comprensión del sentido de la vida misma, exige mirar dentro, bajar al fondo, penetrar las profundidades. En el Mito de la Caverna nos enseñaba Platón que, para cumplir nuestro deber de iluminarla, teníamos que salir de sus juegos de sombras y buscar la claridad fuera, subir a la escarpada montaña eidética y, tras el baño en la luz más luminosa, regresar con ella para alumbrar la oscuridad donde habitan los fantasmas. Hoy dudamos de que fuera de la caverna haya luz, y de que si la hubiere pueda encontrarse, y de que si la encontráramos nos sirviera para borrar las sombras de nuestra caverna. Seguro que seguimos creyendo que sin salir, sin la huida de las sombras, sin la redentora experiencia del desierto, sin el saludable baño escéptico, no podemos iluminar caverna alguna; seguimos convencidos de que permaneciendo en la caverna nos condenamos a vivir bailando en las sombras con los fantasmas. Pero ya no tenemos tan claro como el filósofo ateniense los objetivos y beneficios de esa salida; sabemos que hemos de salir, es el destino del filósofo, pero no estamos seguros de que sea posible un regreso, ni de que éste tuviera sentido. El baño escéptico es tan seductor para los filósofos de hoy como la luz cegadora para los filósofos de entonces que, recordémoslo, se resistían a volver, forzando la intervención personificada de las Leyes; y si ellos, platónicos, tras su baño de luz entre las ideas se resistían a regresar, como era su deber, para ayudar “a los de abajo”, nosotros, realistas y pragmáticos, adeptos al baño escéptico, nos sentimos exultantes liberados del deber del retorno, pues nada seguro podemos llevar a los de abajo, nada que les pueda servir. Es tan seductora la skepsis, tan excitante la tarea de buscar tinieblas en el concepto, que nos ha enredado en su vocabulario y hace valer con éxito esa eterna tentación de vivir en los márgenes de la racionalidad.

Antiplatónico por imperativo histórico, el filósofo de nuestro tiempo en su iconoclástica lucha contra las ideas universales y abstractas arroja con ellas los conceptos. Ahora bien, pensar sin conceptos no parece estar al alcance del hombre. Lo dijo Hegel ante quienes buscaban vías más divinas −el sentimiento religioso, la intuición estética− para acceder a lo absoluto: pensaba que la filosofía no tiene que ver con intuiciones ni sentimientos, sino con conceptos. Y aunque la filosofía del siglo XX nos haya enseñado, de la mano de autores como Adorno y su Dialéctica negativa, que todo concepto es una violencia sobre la realidad, en su doble función de incluir y excluir, creo que debemos quedarnos con su otra enseñanza: la que nos dice que, a pesar de todo, es ineludible pasar por las Horcas Caudinas del concepto, aunque se anteponga el peristilo de la crítica donde lavar impurezas.

Por eso entiendo que para pensar la problemática de la izquierda, de su consciencia de sí y su estatus teórico y político actual, hemos de bucear en sus entrañas y buscar allí su concepto, sin quedarnos en la superficie, en lo que los otros o ella misma dicen que es, en sus descripciones y, sobre todo, en sus interpretaciones de esas descripciones. Hay un sentimiento generalizado de que la izquierda está derrotada, desnortada e incluso obsoleta; no sabe qué hacer y ni siquiera sabe por qué a pesar de todo está, llegando a dudar de su identidad, de su nombre. Pero aunque no sean ya tiempos para gritar “sous les pavés, la plage”, aún podemos creer que dentro están los volcanes y aún contienen energía.

Si creemos lo que de sí misma dice la izquierda, la etiología de su malestar es que se ha quedado sin concepto. Y aunque consideremos su decir sobre sí misma un fenómeno, una manifestación de superficie, seguiríamos necesitados de buscar uno, aunque fuese provisional; perdido o negado, nos vemos obligados con urgencia a mirar al otro lado del espejo para encontrar, para producir, un concepto de izquierda que al menos nos permita comenzar a andar. Sólo en posesión del concepto podemos comprender su actual falta de concepto; sólo desde el concepto podemos comprender su estado existencial, sus constantes dudas de su sentido y misión, su inquietud ante su presente y su futuro, su divagar sin autoconsciencia y su improvisar en sus prácticas. Incluso su hubiéramos de aceptar ese diagnóstico generalizado de la actual situación de derrota de la izquierda, el significado de esa situación es muy diferente pensada desde un concepto superficial de izquierda como fuerza política, como sujeto, y por tanto susceptible de victorias y derrotas, que desde otro que presentara la izquierda como término de una contraposición, como aspecto constantemente subordinado de una relación, más aún, como el opuesto débil de la misma, condenado a habitar siempre territorios de sumisión, a revolverse contra la servidumbre y la dependencia a que es tenazmente arrojada. Incluso es posible −y me parece atractivo, y lo ensayaremos− un concepto de izquierda que piense que la derrota le es consustancial, está ya en su origen, es un elemento constituyente, que es en cierto modo su esencia, y le imprime carácter, y la hace ser lo que es. Quiero decir que podemos pensar la derrota como el fundamento de la izquierda, como el modo de ser propio de esa parte de la población siempre arrojada a los márgenes, siempre con un pie, o los dos, en el desbarrancadero de la historia. De este modo la derrota estaría en la base de su existencia, como fuerza constante de rebelión contra el origen, contra el momento constituyente de la formación social en que nació. Sí, la izquierda es resistencia a la derrota, a dejarse hundir, más que aspiración consciente a la victoria, como si cargara en sus alas el destino de Sísifo.

En definitiva, quiero subrayar que la derrota tiene significados muy distintos bajo diferentes conceptos de la izquierda; de ahí que hayamos de hilar fino en la elaboración de éste, pues en rigor ha de contener lo que ha sido, lo que es, lo que puede ser y lo que ha de ser. Su concepto debe contener incluso su situación actual y la salida posible si existiera a la misma. En consecuencia, sólo podremos comprender el sentido y la gravedad de la derrota actual de la izquierda, e incluso sus posibilidades en tanto derrotada, desde un concepto bien estructurado y muy actual, casi de mañana si fuera eso posible, que recoja de algún modo su historia y su propia consciencia de lo que ha sido, es y está llamada a ser.

La “derrota” es, ciertamente, una situación empírica, existencial; si le damos aquí especial importancia es por la universalidad del diagnóstico, que ha llevado −gente de izquierda incluida− a defender que ya no hay derecha e izquierda, que es una distinción obsoleta. Si se ha hecho esta operación con las “clases”, no debiera sorprender que se extendiera este negacionismo a la distinción izquierda y derecha. Al fin la división y oposición entre las clases es en el ámbito socioeconómico, en las relaciones de explotación, equivalente a la escisión y enfrentamiento entre izquierda y derecha en el espacio político, en las relaciones de dominación. Bien mirado, las cuestiones ontológicas de fondo suelen encubrir una batalla política; la existencia o no de “clases” o de “izquierda” (¡que existe la derecha no hay quien lo dude!) no es trivial, especialmente si se consigue que la propia clase trabajadora o la izquierda se lo crean. Si fuere así, verdad demostrada (a efectos prácticos), misión cumplida.

En este sentido me inclino por un concepto de izquierda que la presente como nacida en la derrota en el punto cero, como efecto de una derrota originaria y constituyente; lo mismo ocurre con las clases en un modo de producción, aparecen con éste, al constituirse éste, en su particular big bang. Como todo modo de producción conocido, configurador de una formación social compleja, la institución del capitalismo conllevó la aparición de unas formas específicas de diferencia y desigualdad, y por consiguiente de dominación; y en esa matriz estructurada aparecieron determinadas las clases con determinadas relaciones entre ellas, y en particular cada una con su posición relativa en las relaciones de producción y de poder. De modo semejante, aunque se trate de otro tipo de determinación, en toda formación social con desigualdad y dominación la población queda escindida en derecha e izquierda; creo que éste es un supuesto intuitivo, pero en todo caso lo iremos mostrando como intrínseco al orden social, como necesario en su origen. De momento me basta con resaltar que la izquierda tiene una determinación esencial en su origen, una determinación objetiva, constituyente, directamente vinculada al modo de producción, pero mediada por la formación social y la estructura de poder que éste instituye. Y esa determinación constituyente de la izquierda, –anuncio aquí la descripción que hemos de llevar a cabo–, tiene entidad propia, no se reduce ni a opciones de valor ni a pertenencia a estratos socio-económicos, aunque éstos tengan su peso como condiciones externas en el surgimiento de la consciencia de izquierda, en la “voluntad de poder” de la izquierda –concepto que también habremos de definir–.

Advierto de entrada que las actuales condiciones del pensamiento social, dominadas por el subjetivismo, nos forzarán a radicalizar la fuerza de la determinación objetiva, materialista, aparentemente infravalorando los otros componentes de su voluntad y acción; espero se tenga en cuenta el efecto distorsionador de la retórica, que hoy me parece inevitable para enderezar o equilibrar la resultante. No ignoro esos condicionamientos, pero aquí se trata de reivindicar la objetividad del ser de la izquierda.

En esta perspectiva entiendo que es en su mismo origen donde se decide su posición; lanzados los dados, la población que constituye la base orgánica de la izquierda estará en condición de dominada; podemos decir que en el origen está la derrota, nace de y en una derrota originaria. Por tanto, en cierto sentido puede entenderse mi insistencia en que esta condición sea considerada su sino, no su obstáculo; su modo de ser, no su modo de extinción; puede entenderse que considere aquello que la aparta del poder y la arrastra a sucesivas derrotas, aquello a destruir, lo que le imprime su carácter, incluso lo que le aporta la melancólica belleza de aquella figura de hidalgo irguiéndose frente a los molinos. Pues resulta que sí, que la escisión y oposición derecha-izquierda está en el origen, es constituyente de cada formación social; la izquierda anticapitalista nace en la constitución misma del capitalismo, como efecto inmanente e intrínseco. En ese “acto” inaugural, como fondo de su concepto, está la escisión derecha/izquierda, con hegemonía nítida y necesaria de la derecha, de modo semejante a como se muestra la escisión capital/trabajo, con dominio del capital, o burguesía/proletariado, con dominio de la burguesía, o relaciones de producción/fuerzas productivas, o bien base económica/sobreestructuras, o bien producción/poder político, o economía/política… y tantas y tantas otras contraposiciones de fuerzas, todas subsumidas en la forma capital, que las gestiona y dirige, que a su manera dirige los movimientos de las contradicciones hacia su objetivo de reproducción. Por tanto, el concepto de izquierda –al menos el concepto de izquierda que aquí pretendo construir y defender− hace pensar la derrota de la izquierda de otro modo, con otros matices y otros significados.

Una izquierda derrotada es prima facie una izquierda en su estado natural, conforme a su esencia; no tiene un significado formal diferente al reconocimiento de que el trabajador asalariado nació “derrotado”, nació de la expropiación de los medios de producción, de la sumisión al propietario de los mismos. La derrota es su condición de existencia, casi me atrevería a decir su naturaleza, aunque con afán meramente descriptivo; la derrota es la forma normal de existencia, desde su origen a su final, de todos esos términos subordinados de las contraposiciones que se articulan en la formación social capitalista. Por tanto, el concepto de izquierda no sólo es importante en perspectiva gnoseológica, como conocimiento teórico, sino en clave política, como conocimiento práctico, pues ayuda a valorar los valores, ayuda a calibrar de otro modo esos valores de derrota, victoria, subordinación, subsunción…

Comencemos, pues, por perfilar el concepto de “izquierda”. Para acercarnos al mismo enunciaré y argumentaré cinco proposiciones o tesis, cada una enfocando uno de los rostros o perspectivas de esa realidad que en su conjunto llamamos “izquierda”; cada una resaltando un aspecto de esa realidad social constitutiva de toda formación social compleja, en sí misma escindida en ser y valor, unidad conflictiva de existencia positiva y proyección negadora [4]. Confieso que mi pretensión es más provocadora que dogmática, que busco más generar reflexión que imponer la mía; no obstante, aunque rechace la ciega voluntad de verdad, estoy convencido de la utilidad del enfoque hermenéutico que adopto y de la solidez de la argumentación a la que acudo, sin cuyo imperativo se traicionaría el sentido del diálogo.

Cada proposición centra una crítica a un aspecto, a una desviación, a un exceso, como cinco correcciones a formas habituales de ser y aparecer de la izquierda, que en conjunto tratan de perfilar un concepto ajustado a un nuevo uso. La primera proposición, “contra el esencialismo”, reivindica pensar la izquierda como producto, por tanto, cambiante en su esencia y en su modo de existencia, pudiendo aparecer incluso travestida en su otro, disfrazada de derecha o como derecha camuflada; en lugar de una esencia eterna encerrada en una categoría inmóvil, busco pensarla en su devenir, en sus metamorfosis y transubstanciaciones, siempre sobredeterminada, siempre impura, siempre transeúnte. La segunda, “contra el subjetivismo”, reivindica un concepto que reconozca su habitual impureza y contaminación, su contagio y subordinación a la ideología dominante, y que asuma entre sus objetivos el de resistir y eludir esa subsunción, el de abandonar en la lucha las armas de su enemigo, hechas para reproducir su hegemonía. La tercera proposición, “contra el narcisismo”, es más circunstancial, pues pone el acento en la frecuente consciencia de la izquierda de su superioridad ética y estética; presunción que aparece en ese injustificado orgullo de ser izquierda, que en el fondo sublima y embellece la patología ideológica del capitalismo, el subjetivismo como consciencia dominante. La cuarta, “contra el idealismo”, complementa la ontología reivindicada en la primera y apunta a la ineludible necesidad de una voluntad de autonomía conceptual, de una autoconsciencia resistente a los condicionamientos, que le permita ver el mundo con otras gafas que las patentadas por el capital; en especial, que sea refractaria al atractivo de pensar la izquierda como un club ético, cuya pertenencia embellece a sus miembros. En fin, una quinta tesis o proposición, “contra el determinismo”, que manteniendo la perspectiva materialista ponga límites a la tentación cómoda de reducir las marcas de la izquierda a elementos económicos, a pertenencia a un estrato social, para pensarla eminentemente constituida en la política, como determinación política, o sea, bajo la herida de la dominación vivida, en uno mismo o en los otros.

Aunque esto es un ensayo, un ensayo filosófico, no un tratado doctrinal, y el género literario se ha elegido a consciencia, para ganar libertad y audacia, en modo alguno pretendo eludir la responsabilidad del rigor y la coherencia en la argumentación exigible; sí, en cambio, espero benevolencia por un texto con tantas cuestiones abiertas o meramente sugeridas, pues bajo la voluntad de trabajar por la autoconsciencia de la izquierda está activa la para mí irrenunciable voluntad de hacer pensar. Si lo logro, otros seguirán y mejorarán la propuesta.



1. CONTRA EL ESENCIALISMO.

Proposición 1

“La izquierda es una determinación del individuo, de su modo de ser. No es una esencia inmutable, pero tampoco una mera contingencia; no es un transcendental del ser humano, pero tampoco una opción ocasional y a tiempo parcial. Es un producto social e histórico, que aparece en el origen de una formación social, como elemento constituyente de los individuos de la misma. En tanto determinación social e histórica, carece de substancia propia: es un término de una relación dialéctica, en una contraposición constituyente. Todo orden social se constituye en su interior como escisión y dominación; los elementos constituyentes quedan ordenados en estructuras de contraposiciones subsumidas en una forma general dominante, que en nuestro mundo es la forma capital. La escisión derecha/izquierda es una de ellas, que manifiesta de forma inmediata la hegemonía del capital sobre la población. El análisis nos permite y exige abstraer los términos de la contraposición, pero ninguno tiene existencia propia. Izquierda y derecha carecen de vida propia, viven una de la otra, nacen y mueren juntas, siempre bajo la forma hegemónica que las subsume y determina”.

Comentarios:

1.1. El nombre da el ser a la cosa.

Como puede apreciarse, frente a una posición ontológica esencialista reivindico otra dialéctica; frente la explicación (objetivista o subjetivista) del modelo causa-efecto prefiero usar la dialéctica de la subsunción. Hemos de partir de aquí, dado que los conceptos son elaborados desde la sala de máquinas de la ontología, dependen de ésta; de ahí que a la hora de buscar el concepto de izquierda comencemos por esbozar una posición ontológica, en nuestro caso antiesencialista; dicho en positivo, una ontología materialista, que se articula en cuatro principios del ser: histórico, práxico, dialéctico y subsumido. Iré describiendo cada uno de esos rasgos de lo real sobre la marcha, sin orden lógico, cuando el análisis lo requiera; precisaré su sentido y límites cuando sea necesario y ayude a la comprensión del discurso, pero sin propósito de convertirlos en partes del programa.

Hay izquierda en todas partes, siempre la misma y siempre diferente. La izquierda, como categoría universal, aparece con diversas figuras históricas, siempre socialmente determinada, como producto de la vida en esas diferentes sociedades. Seguramente su existencia se pierde en el tiempo, a veces existencia sin presencia, incluso sin nombre, como ocurre con tantas otras cosas; pero a partir de un momento recibe el bautismo y se reconoce su presencia, y a partir de entonces curiosamente logramos encontrarla en figuras anteriores, en sus previas figuras anónimas, formas ancestrales, donde estuvieron sin nombre ni reconocimiento. Ya se sabe, no conocemos al hombre por el mono, sino más bien a la inversa. Pues eso, hay un momento en que la izquierda aparece de facto y de iure, con presencia, nombre y concepto, y a partir del mismo pensamos que existió siempre, y encontramos sus variedades reinterpretando las huellas del pasado, perdidas entre los fósiles.

¿Cuándo es ese momento augural, ese advenimiento de la izquierda a la comunidad léxica? Dejemos que los arqueólogos, doxógrafos y rastreadores de ideas y de nombres sigan haciendo su trabajo, que busquen su primera mandíbula o el primer jeroglífico donde se la mencione; para nosotros, preocupados por el presente, nos basta remontarnos a sus figuras inmediatas, que nos permitan pensar nuestra realidad en perspectiva histórica, que nos sirva de origen (convencional) de una genealogía materialista. Por eso partiremos de un ayer muy próximo, casi al alcance de la mano, donde la izquierda se nos revela transparente y ya aparece con rasgos físicos, psíquicos y funcionales conocidos, bien similares a los actuales.

Suele decirse que “derecha” e “izquierda”, en su sentido político, como categorías políticas, tienen su origen en la Revolución Francesa [5]. Esas cosas son anecdóticas, aunque agraden a los fetichistas [6]. Hoy resulta romántico, y hasta cierto punto útil, cultivar esa tradición, aunque sea dudosa, en que los girondinos de Brissot (la Gironde) se sitúan a la derecha del presidente y los jacobinos de Robespierre (la Montagne) a la izquierda. Ya sabemos que los lugares comunes o tópicos [topoi para los griegos, loci para los latinos] ayudan a fijar posiciones simbólicas. Pero lo más relevante de estas iconografías es el motivo, el contenido político adjunto a esas posiciones simbólicas; motivo muy especial en el caso de la Revolución de 1789 que nos sirve de origen, pues es nada menos que el momento del cambio más emblemático de esa revolución, ya que centra la atención en la cuestión del debate y el posicionamiento político, la toma de decisión, sobre el derecho del rey a vetar las decisiones de la Asamblea.

En este contexto tan emblemático, la derecha y la izquierda como distinciones de lugares físicos redireccionan su simbología, pasando de representar de forma más o menos genérica el bien y el mal, los santos y los pecadores, los virtuosos y los malvados, en definitiva, el premio y el castigo, a representar un simbolismo más particular y preciso, convertidas en significantes eminentemente políticos; en definitiva, pasan a simbolizar la diferencia y la oposición de lugares sociales, de posiciones políticas. Al concretar su simbolismo en la modernidad, en que el Estado se reivindica como lo divino en la tierra, la distinción ha de redefinirse, pues el Estado pasa a representar lo divino; la iconografía “derecha” e “izquierda” han de referenciarse a su relación con el Estado, a su posición a favor o en contra del mismo. En la resignificación pasan a designar actitudes ante la desigualdad y el orden social, y de forma particular sus posiciones de defensa u oposición del orden social; más explícitamente, la contraposición entre quienes defienden y quienes se oponen a un orden político, a unas relaciones de poder. En definitiva y en concreto, pasan a representar la distinción y enfrentamiento entre quienes, desde el señorío, desde arriba, optan por mantener la servidumbre, y quienes, desde abajo, desde la sumisión, optan por liberarse y buscar la emancipación.

Esta nueva simbología tiene lugar en el momento constituyente más sagrado de la Revolución Francesa, cuando se ha de decidir sobre el más alto privilegio real, en definitiva, sobre los límites del poder del monarca; se trata de fijar límites al poder absoluto, cuya reivindicación está en la base de la misma revolución. Mantener ese privilegio real con pretensión de organizar la población subordinada, sometida, a su voluntad, amenaza con convertirse en una forma esencial del nuevo orden político. En los tiempos feudales el rey había sido mero “primus inter pares” en el orden feudal, y ejercía su poder por mediación y límite de una red compleja de derechos que regulaban el vasallaje, pero en la construcción del Estado moderno el poder feudal, curiosamente, busca prolongarse metamorfoseado, transfigurado en pantocrátor (Deus in majestas), consolidando la figura política del absolutismo monárquico. El poder que no buscaba ni necesitaba el rey en la época feudal quería poseerlo y necesitaba ejercerlo ahora, con la institución monárquica a la baja y con la burguesía llamando a la puerta. Tal vez parezca una paradoja, pero respondía a la necesidad: en la sociedad, en el orden social que se estaba constituyendo, el poder político tenía que ser más poderoso, pues debía asumir tareas y funciones más complejas y potentes. La cuestión es si ese poder ilimitado podía encarnarlo una figura monárquica o un “leviatán”, pero el “absolutismo” respondía a una lógica, no a meras pasiones del alma.

Pues bien, en ese contexto, ante una forma de Estado que afectaba poderosamente a las diversas capas vivas de la población, especialmente a la burguesía que había ido constituyendo la sociedad mercantil en el seno del propio orden feudal, aparecen inexorablemente fuerzas políticas (organizaciones de la subjetividad) que defienden la monarquía absoluta y otras que se resisten y rebelan contra ella; o sea, la población queda escindida, es forzada a tomar posición, a luchar por sus intereses, su vida, su futuro. El posicionamiento político de unas y otras es, sin duda, una posición de valor, ideológica, subjetiva, pero bajo la misma actúan las determinaciones sociales objetivas; determinaciones al menos de dos tipos: las marcas del pasado, de su experiencia, de su desconfianza, de su sufrimiento de la desigualdad y los privilegios, y las necesidades del presente, de seguir adelante en la construcción de un orden económico, social, jurídico, cultural, antropológico y religioso que abriera la sociedad a nuevas capas ascendentes portadoras del progreso. Y esas determinaciones objetivas afectan a las consciencias, pues abren y cierran posibilidades, condicionan y operan en la voluntad de las diversas capas sociales, y a través de esas mediaciones llega a afectar a los valores, a la “moralidad”; en definitiva, llegan a determinar la posición ante esa gran cuestión del poder, y en concreto del poder real. Hay quienes se alinean con la monarquía, se ponen a su lado, el de los protegidos, la derecha, la diestra, del monarca; con su toma de posición construyen su modo de ser, elevando a consciencia sus instintos, experiencias y expectativas; y hay quienes, por la misma lógica y similares experiencias, pero invertidas, toman posición en contra, se sitúan en la oposición, a la izquierda o siniestra del monarca; se posicionan entre los “siniestros”, desafectos al monarca, que quieren revolucionar el mundo.

Sin entrar en concreciones, es obvio que esa nueva izquierda de Desmoulins, D´Anton, Robespierre, Marat… estaba objetiva y subjetivamente muy identificada con la clase burguesa, había ido gestando su cultura jurídica y política de ciudad, se autodefinía por su posición liberal y constitucionalista en el nuevo Estado que estaba surgiendo. Como clase ascendente, aquella burguesía había ido desarrollando una ideología y creando y compartiendo una subjetividad, una esencia común a aquellas diversas capas sociales. Entre los elementos comunes que se habían extendido con cierta fuerza en las consciencias de aquellas capas burguesas destacaban dos: por un lado, su sentimiento anti-feudal y anti-aristocrático, su rechazo de aquel mundo del privilegio de la sangre bajo la bandera de la igualdad natural entre los hombres; y, por otro, su celosa defensa de las libertades y derechos políticos, que les arrastraba a posiciones de rechazo radical del absolutismo.

Lo que intento subrayar es que, si bien su posicionamiento de resistencia, de oposición, de izquierda, procedía de modo inmediato de su subjetividad, pues se expresaba en valores, ideas y voluntad, de forma mediata esta consciencia a su vez era expresión del movimiento social, hundía sus raíces en la economía y la política, en el derecho y en los estatus. Quiero decir que la consciencia anti-absolutista, de izquierda, que se fue constituyendo frente al Ancien Régime, no era la de un sujeto abstracto que piensa en la imparcialidad, tras el velo de la ignorancia, sin sentimiento, intereses ni pasiones, sino la de una subjetividad encarnada, socialmente comprometida, histórica y culturalmente determinada. En definitiva, no eran de izquierda porque sus valores fueran superiores (más universales, más razonable e igualitarios), aunque lo pensaran y aunque todavía hoy así nos lo parezcan; no eran de izquierda por la desigualdad económica que sufrían, sino por el desigual trato y oportunidades que padecían en aquel mundo de privilegios. En positivo, eran de izquierda porque querían derechos iguales, porque se resistían objetiva y subjetivamente a determinadas formas de dominación por el poder político, porque se oponían a la derecha, a su mundo, a su positividad, y necesitaban transformarlo.


1.2. La izquierda burguesa.

Quiero subrayar aquí que cada figura histórica de la izquierda, como determinación social en un orden económico y político, queda constituida de manera específica y peculiar. La izquierda burguesa aparece como efecto directo de la forma política de dominación feudal, no como oposición a un modelo de producción. Por supuesto que también rechazaban el orden económico feudal, pero la clase burguesa no nació ahí, en la producción feudal, como marginación y rechazo a la misma, sino al margen del sistema productivo. En rigor la burguesía no formaba parte del orden feudal, aunque naciera en sus huecos, en sus márgenes, subsumida a su poder político; por eso fue capaz de crear y desarrollar un sistema productivo mercantil a su medida, bajo condiciones de “subsunción formal”, que iría ganando espacio hasta ser consentido e incluso apoyado por las clases feudales dominantes, que lo consideraron más eficiente. En consecuencia, es correcto decir que la resistencia a ese empeño que encontraron por parte del poder político feudal no fue el factor determinante de su “posición de izquierda”; la burguesía se constituyó como izquierda no en la esfera económica feudal, sino en la política; no bajo la explotación, sino bajo la dominación; y esta peculiaridad no es trivial, sin duda imprime carácter.

Es obvio, pues, que las distintas figuras de la izquierda burguesa no se constituyeron a lo largo de la historia en el frente de la explotación económica; la burguesía no surgió como clase creada, puesta y necesaria por la producción feudal. En el feudalismo la explotación de clase se ejercía en relaciones de servidumbre y, en consecuencia, si había una izquierda objetiva −objetivamente determinada en esas formaciones sociales− no era la burguesía, sino los siervos. Las clases burguesas no pertenecieron a ese modo de producción, aunque convivieran con él y lo sufrieran; aparecieron en las ciudades y fueron ellas las que desarrollaron una economía mercantil en el marco político feudal. Sin duda sufrieron la dominación política y, por su mediación, cierta extorsión económica, pero no creo que sea correcto hablar a finales del feudalismo, ni en la inmediata fase histórica postfeudal hegemonizada por la sociedad de estatus, en términos de “derecha feudal” e “izquierda burguesa”. Había indudablemente una clase burguesa antifeudal, y también una burguesía que en tanto enfrentada al orden feudal ejercía de izquierda. Pero no era una izquierda orgánica, generada en el feudalismo y por el feudalismo.

Se entenderá mejor si nos centramos en los intereses objetivos de la burguesía. Sin duda ésta tenía interés y necesidad de destruir la forma de la propiedad y los privilegios feudales, que suponían fuertes barreras a su desarrollo y sus pretensiones de hegemonía; pero la producción servil le resultaba marginal, bastante al margen de la economía mercantil de las ciudades que ella misma gestionaba y desarrollaba. Ni siquiera tenía un interés vivo en destruir las formas de producción serviles y comunitarias del feudalismo, que no eran su enemigo, ni su competidor, y que eran buena base de la producción mercantil. En cambio, parece razonable pensar que sí deseaban y necesitaban que fuera abolida aquella forma de propiedad de la tierra que impedía la compraventa libre de ésta en el mercado, el cambio de manos, y que ponía límites a su actividad mercantil. Le interesaba la desamortización, que sería un largo combate político jurídico en el que se jugaba el propio modo de producción capitalista. Aunque los siglos XV a XVII son tiempos sociológicamente complejos, podemos decir que en la economía genuinamente feudal decreciente la burguesía no estaba, no podía ser “izquierda”, y que en la economía mercantil creciente era ella la “derecha”, la clase “dominante” (como pronto sería intuitivo) aunque subsumida y dominada por el poder político.

No es aquí lugar de hacer su historia; sólo quería señalar y argumentar la especificidad de la burguesía, especialmente en su momento de oposición, como fuerza creadora y emancipadora; la burguesía fue o ejerció de izquierda, de negación exterior, antes de devenir símbolo de la posición de derecha. Y tal vez por ello siempre guardaría en su seno −en su concepto, en su biografía− cierta diversidad, una pluralidad de aristas que tanto cuesta comprender en el análisis sociopolítico. En el origen de la “izquierda burguesa” −origen político, determinación por el poder político− que tomamos como referencia, en tiempos de la revolución de 1789, se puede ver la contradicción que la acompañará de por vida, que aquí se manifiesta entre su aceptación de la monarquía… y su temprano rechazo del absolutismo. Muchas veces la burguesía, que trajo al mundo la genuina forma republicana, tuvo que vestirse con librea, traicionando su esencia para gozar de los privilegios. Pero bien mirado no debería sorprendernos, pues esa misma burguesía, con imagen de “izquierda” en el ancienne régime, era ya “derecha” en cuanto a la defensa del capitalismo naciente, que sólo esperaba su momento. Tanto es así que, como he dicho, uno de sus frentes de lucha contra la aristocracia tenía por objeto la liberación de la propiedad de la tierra de sus vinculaciones feudales, o sea, una lucha por disolver la particularidad de la propiedad aristocrática de la tierra (aunque fuese con el objetivo de que deviniera universal, derecho universal); y mientras apretaba contra los nobles, sus enemigos, al mismo tiempo la burguesía compraba los títulos nobiliarios para gozar de los privilegios de la aristocracia. Claro, siempre podía decir que su enemigo no era la nobleza, sino sus privilegios; cierto, como bien supo ver Hegel, la burguesía se constituyó en la sacralización de lo universal, que a su modo igualaba.

Ahora bien, la historia es un terrible roedor de fetiches. Bien mirado, podemos ver que, sin saberlo, al comprar los títulos-privilegios de la nobleza, la clase que puso a la orden del día la igualdad de los hombres en derechos universales era fiel a sí misma: hacía valer el derecho universal a la propiedad, incluso a la propiedad de lo sagrado. El tipo de propiedad feudal de la tierra impedía que ésta pudiera devenir propiedad en general, sin privilegios especiales; la burguesía, igualitaria en su esencia, exigía que pasara a estar a disposición de todos, convertida en objeto de compraventa libre en el mercado, como los títulos nobiliarios. Luego, con el derecho universal a la adquisición de la tierra conquistada, la burguesía dormía ya tranquila; sabía que lo universal es el paraíso del dinero, que se encarga de poner a cada uno en su sitio.

Si me he permitido este breve excurso por la historia, es sólo para ilustrar que cada izquierda tiene y ha de tener su especial modo de ser, su “esencia”, estrechamente determinada por las condiciones sociales (y no sólo económicas) que la hicieron surgir. La izquierda, pues, no es una esencia ahistórica inmutable; cada una de sus figuras históricas responde a condiciones y necesidades diferenciadas; cada una tiene un papel que cumplir y lo cumple en relaciones dialécticas con una derecha que la hace ser lo que es, y a la inversa. En particular, dado que la izquierda actual, en nuestro presente, que aquí nos ocupa, nace en y desde la producción, producto de la institución del capitalismo, es y ha de ser esencialmente anticapitalista; sin que ello nos impida ver que se constituye a sí misma principalmente desde la dominación política, o sea, frente a la forma de dominio político del orden del capital. Claro que la determinación económica está también presente en su constitución, pero de forma mediata, sólo en la medida en que posibilita y configura la dominación.

Quiero subrayar en este punto que hay otras figuras de la izquierda que sólo se pueden comprender desde la dominación, sin que las marcas económicas pesen en su consciencia; puede haber incluso una “izquierda burguesa” enfrentada a una derecha burguesa, pues el capital no reparte el valor, ni la riqueza, por igual entre los suyos; y, sobre todo, no todos sufren o conviven del mismo modo con la dominación. Pero la izquierda orgánica, la que no sólo se genera en el capitalismo, sino directamente e inmediatamente por el capitalismo, aunque se constituye bajo la dominación, se trata de la dominación capitalista, relación compleja que incluye entre sus componentes la explotación o desigualdad económica. La dominación es siempre la determinación inmediata de las izquierdas, de todas ellas; las otras determinaciones no son esenciales; tienen su peso, pero no son determinantes. En el caso de la izquierda actual, la izquierda anticapitalista, no podemos olvidar que su función ha de ser pensada en relación con una pluralidad de determinaciones, pero que su determinación esencial es la dominación; y si pesa mucho la componente económica se debe a que en el capitalismo la producción tiene su regla en la lógica del capital y, por tanto, en la ordenación política, cultural e ideológica de la sociedad.


1.3. Cada sociedad tiene su izquierda.

Cada izquierda responde a sus orígenes¸ en su acta de nacimiento figuran ya sus funciones. Conocer ese origen es una conditio sine qua non para acceder a su concepto, para saber qué podemos esperar de ella; por eso cada nación tiene figuras particulares de la izquierda. Es intuitivo que ser de izquierda no significa lo mismo en EE.UU. que en Italia, o en Cuba que en Afganistán. Y es trivial que ser de izquierdas en este siglo se parece poco a quienes lo eran en los orígenes del capitalismo. Lamentablemente se han estudiado poco estas diferencias; derecha e izquierda siguen esperando una categoría que permita pensar su historia, sus metamorfosis, sus transubstanciaciones.

Ahora bien, como sí se ha estudiado a fondo la historia de las clases sociales, podemos ayudarnos de ello, aunque no debemos confundir la relación izquierda-derecha con la relación entre clases. Puede confundirnos, pero nos puede ayudar; hemos de correr ese riesgo, y evitar que el miedo a la muerte nos impida vivir. Por ejemplo, en Inglaterra la nobleza formó parte del origen del capitalismo en su fase de acumulación. No era una clase orgánica, no pertenecía al orden del capital, pero se puso la “levita”, se vistió de gran burguesía sin perder los anillos y llegó a ser protagonista de un momento importante del capitalismo, el de la acumulación primitiva. No, no fue una clase del capitalismo, nacida en ese modo de producción; su intervención en el proceso de génesis del capital fue disfrazado de burgués, como figura social orgánica del feudalismo –gozando de los privilegios de la nobleza− que asumió la dulce contaminación de los negocios de la burguesía. La monarquía inglesa, mediante concesiones monopolistas (privilegio real) a familias nobles del comercio con las colonias (lana de Australia, té de la India, algodón de Egipto…), promovió el capitalismo y, de paso, logró una transición burguesa próspera y calmada. En Francia, en cambio, la nobleza no jugó esa partida, se aferró a sus relaciones feudales, a su propiedad de la tierra y a sus privilegios derivados de ello, y del control político y el fisco; con ello tensó la cuerda que llevó a la revolución.

Estas cosas pasan, la aristocracia se viste de burguesa y la burguesía se disfraza de aristocracia; y cuando no se entienden, se enzarzan entre ellas. Pero domina el travestismo, y es más fácil en la historia encontrar monarquías hundidas que aristocracias exiliadas. Las clases tienen una extraordinaria capacidad de adaptación, simulación y disimulación; tanta o más que las adscripciones políticas derecha o izquierda. No debemos olvidar esta peculiaridad de las metamorfosis y transustanciaciones, nos ayudan a comprender las paradojas.

El capitalismo tiene en cada país sus peculiaridades, y se impone con estrategias diferentes; las clases, efectos de esos movimientos, también las tienen; y la división en izquierda y derecha, las adscripciones o posiciones políticas, también son diferentes. Su origen, su constitución, lleva adscritas sus funciones, sus tareas y en gran medida su destino. Así debemos ver la izquierda, como un producto dialéctico intrínseco a cada sociedad, matrizada en ella, enmarcada en sus contradicciones. Si en Inglaterra la nobleza se vistió part time de levita sin escrúpulos, en Francia siguió amando las libreas y casacas. La burguesía francesa tuvo que enfrentarse a la llamada a la revolución, y cumplió su misión; pronto allí la burguesía tendría el poder político, mientras que en Inglaterra la aristocracia aburguesada mantendría sus privilegios durante mucho tiempo, en su particular proceso de contaminación sin renuncias; al menos mantendría “las formas”.

Aquí nos interesa de modo especial la izquierda burguesa francesa porque le cupo el mérito de reconocerse a sí misma, de identificarse, de nombrarse; a la Revolución Francesa le debemos dos cosas impagables: el nombre de “izquierda” y la “Marsellesa”, el himno más bello del mundo; lo de la “división de poderes” y esas cosas son vulgares. Como decía antes, la burguesía surgió en el mundo mercantil burgués, y ejercía de derecha en ese ámbito, sin que las clases feudales formaran parte del mismo; en cambio, como éstas mantenían el poder político de la nación, desde esa posición de dominio actuaban de freno y obstáculo al desarrollo económico. Era la política feudal la que obstaculizaba la producción mercantil y el desarrollo de la clase que lo sostenía. De ahí que, en aquella situación social confusa e híbrida, la burguesía, aun siendo hegemónica en la esfera económica mercantil, creciente, llamada a ser dominante, en el conjunto de la nación ejercía de izquierda: “izquierda” enfrentada a un poder feudal que la sometía y expoliaba. Por eso decía antes que la izquierda burguesa nació en el espacio de la dominación, no de la explotación; nació en un orden social en el que el poder se ejercía desde el control político, no del económico.

Lo que ocurre es que la burguesía no nació como clase orgánica del orden feudal; nació en ese orden, pero en un espacio económico, el mercantilista, marginal al feudalismo, que éste toleraría y acabaría beneficiándose, aunque así cavara su tumba. La burguesía nació en los prolegómenos del capital; de hecho se constituyó, apareció y desarrolló en la escena política de la mano del capital, aunque subsumida [7] en las formas político jurídicas parafeudales y mercantilistas de la sociedad de estatus, que es fundamentalmente una forma política. Por ello, insisto, en la esfera de la producción la burguesía no estaba subordinada a las élites feudales. Su conflicto, donde sufría la dominación y la exclusión, era en los espacios político e ideológico. Por eso su autoconciencia se expresa genuinamente en la lucha ideológica y política, en la reivindicación de la libertad de pensamiento y opción religiosa y en la reivindicación de los derechos políticos. Su objetivo económico histórico se fue abriendo paso, cada vez más tolerado y asimilado; en cambio, los obstáculos políticos y jurídicos resistían, se reproducían, apoyados en el poder político monárquico. De ahí que su autoconsciencia pasara por la transformación del Estado. Su ideal político, por el que luchaba, era la instauración del Estado liberal, el “gobierno representativo”, cuyo concepto o filosofía sería la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano; y en ese ideal de Estado se incluye la defensa de una sociedad civil libre y desarmada.

Esa posición de izquierda de la burguesía liberal y progresista se iría metamorfoseando a medida que, mediante su creciente hegemonía económica, pasaba a ejercer la dominación política e ideológica e iba consiguiendo instaurar ese ideal de Estado. De oposición al régimen aristocratizante pasaría a defensora del orden económico capitalista y de las instituciones y valores subordinados al mismo: o sea, a medida que afirmaba su poder económico y se hacía con el control del Estado y la hegemonía de la consciencia social, pasaba a defensora del orden que estaba construyendo. ¿Quiere eso decir que en el capitalismo consolidado, con la burguesía en el poder, no hay “izquierda burguesa”? ¿Que no hay izquierda capitalista? Yo no digo eso; yo al menos no lo entiendo así. El Estado, como forma de poder político peculiar, desde su aparición en la modernidad, siempre ha tenido, tiene y tendrá una función global de dominación en su defensa y reproducción de la totalidad; incluso considerado como arma de dominación de una clase, en concreto siempre sirve −y sirve desigualmente− como mínimo a una pluralidad de capas, sectores o grupos, con desigual presencia en el poder efectivo y con trato objetivamente diferenciado en el mismo. Por tanto, siempre hay objetiva y estructuralmente diferencias en las relaciones de dominación internas al bloque dominante; entre las diversas clases, capas y fracciones que lo constituyen; siempre habrá entre las capas sociales objetivamente interesadas en el capitalismo, algunas que se sientan subjetivamente −y que lo estén objetivamente− agraviadas tanto por las formas concretas del desarrollo de las relaciones de producción como por la subordinación política e ideológica que impone el aparato de poder estatal. Por eso nos encontramos que capas y sectores sociales capitalistas, objetiva y subjetivamente comprometidos con el desarrollo del capital, toman posiciones de disidencia respecto a sus clases, de oposición o de resistencias en momentos contingentes del proceso histórico.

En base a esta descripción creo que deberíamos extraer una conclusión: hemos de reconocer que puede existir, que suele existir e incluso que parece necesario que exista una “izquierda capitalista”. Molesta a la izquierda tout court, a la izquierda anticapitalista, ese supuesto, que el enemigo de clase pueda ser nuestro compañero de viaje político; nos molesta que la dignidad de la izquierda hayamos de compartirla con la gente del capital. Pero, como he dicho antes, lo importante es el concepto y éste ha de construirse sin trampas, aunque nos sangre el alma. Creo que sí, que en base a la argumentación con que fundamos la izquierda orgánica actual, la izquierda anticapitalista, la coherencia nos exige reconocer la posibilidad, la probabilidad y casi la necesidad –si no por imperativo apodíctico, sí por imperativo asertórico− de que exista la “izquierda capitalista”. Con toda la laxitud de su perfil ideológico y la inconstancia de sus posiciones políticas, no solamente derivadas de la experiencia sino de su esencia –se determina en la dominación, no en la explotación que acepta convencida, lucha contra los efectos irracionales, inhumanos, inmorales del Estado y del sistema productivo capitalista, no contra la esencia de éste−, pero es necesario (noblesse oblige) reconocer la realidad, y hemos de tenerla en cuenta en nuestras estrategias. Ignorarlo en el análisis nos desplaza al sectarismo fanático y constituye un serio obstáculo para pensar nuestra realidad y definir estrategias de acción exitosas. Hemos de contar con esa posibilidad −incluso considerarla en ciertos contextos con carácter de alta probabilidad− de existencia de fuerzas de izquierda capitalista que, sin dejar de defender el capitalismo, ofrecen resistencia a sus estrategias de desarrollo, resistencias por sus efectos en la distribución, o por su intervención o inhibición en la cultura, la ideología, las artes o la religión. Y esas formas de resistencias, que no cuestionan el capitalismo sino aspectos materiales del mismo, se expresarán subjetivamente en organizaciones, partidos o clubs, como diferentes figuras de la izquierda burguesa, −que, actualmente desaparecida la burguesía como clase, prefiero denominar izquierda capitalista− que se readaptan y sobreviven al ritmo de las formas de dominación del sistema.


1.4. Tres figuras de la izquierda.

Estas figuras de izquierda capitalista perviven, con mayor o menor presencia, cuando el capitalismo está económica, política y culturalmente plenamente afianzado; subsisten, pues, cuando el capitalismo ya ha forzado la aparición de lo que podríamos considerar su izquierda orgánica, la izquierda anticapitalista, inexorablemente presente, determinada desde las relaciones de producción que lo definen. Esta izquierda nueva y orgánica, cuya esencia es la determinación anticapitalista, no puede no existir, aunque se encuentre o se sienta vencida y desarmada; esta izquierda cabalga directamente sobre la determinación de clase −concepto éste que también deberíamos redefinir−, pero sin confundirlos ni subordinarlos mecanicistamente. A diferencia de la izquierda capitalista, la anticapitalista no puede desaparecer, aunque pueda sobrevivir “cautiva y desarmada”, hundida y desesperanzada. Al igual que no eligió ser, ni eligió el día para comenzar su historia, tampoco puede elegir su final, su abandono, su deserción. Nada ni nadie puede decidir esa aniquilación, ni siquiera el capitalismo que la engendró; del mismo modo que la engendró sin quererlo, en el acto mismo de constituirse, conforme al imperativo ontológico de que toda escisión genera desigualad y toda desigualdad genera una dualidad, una oposición, así mismo le está impedido aniquilarla y mantenerse sin ella; unidos para siempre, hasta que la muerte (común) los separe. Marx habló de modo semejante refiriéndose a la clase obrera, cuando decía que el capital engendraba a su enterrador…

Sin duda hay una fuerte relación entre la izquierda y las clases trabajadoras, pero cada una ha de mantenerse en su sitio, con su nombre, su objetivo y su concepto. Los marxistas clásicos siempre insistían en que una clase es una clase si tiene consciencia de clase; creo que podemos aplicarle la misma exigencia a la izquierda. Ahora bien, aunque dicha consciencia de clase presente similitudes formales y contenidos materiales parecidos o semejantes con la consciencia de izquierda, ni deben confundirse ni deben separarse del todo. Insisto en la diferencia para contrapesar la tendencia actual a la reducción de la izquierda a la clase; o a la sustitución de ésta por aquélla. La distinción, la conceptualización diferenciada, es una exigencia para distinguir ambas realidades; debemos mantener la diferencia, si se me permite, “en beneficio mutuo”, ya que en rigor sin una izquierda que tenga consciencia de izquierda, no hay consciencia proletaria, ni obrera, ni campesina, ni asalariada, ni popular, ni de “estudiantes y artistas”. Más aún, ante el desperfilamiento de las clases, difuminadas y diseminadas en el magma abstracto de los “trabajadores” −sin duda efecto del capitalismo, que las acompaña en sus transformaciones con sus metamorfosis de enmascaramiento−, me atrevo a sugerir que tal vez la izquierda con consciencia, autoconsciente, sea más necesaria que nunca para aprehender los límites de las clases bajo su difuminación universal. Incluso −el género ensayo nos permite ciertas audacias− me atrevo a plantear la cuestión de si no llegará el día en que, disuelta definitivamente la clase, haya la izquierda de asumir su función, de reemplazarla y cargar en su proyecto el de la clase. Es sólo una rêverie, habremos de seguir pensando.

Si la izquierda capitalista aparece bajo diversas formas políticas e ideológicas, derivadas de las distintas posiciones en las estructuras económicas, sociales, culturales, políticas o ideológicas, aunque en cierto modo sometida a ellas de hecho las siente y valora como “dominación de amigo”, como exigencia contra la desviación del camino recto; la izquierda anticapitalista, en cambio, también sometida a las mismas determinaciones, expresa su sufrimiento y reacción ante ese mismo dominio de la estructura como insoportable y enemigo; y cuando tiene consciencia lo entiende como inherente al capital, inexorable y sin solución posible. Además de esta mayor intensidad de la dominación y del plus de dolor que añade la consciencia de su inexorabilidad e inevitabilidad, la izquierda anticapitalista sufre y sabe que esa dominación tiene su fuente en la producción, en las condiciones sociales de la producción de la vida mediante el trabajo; sabe que el capital domina desde allí, y sabe por tanto que la dominación del capital en las diferentes esferas sociales remite a su sobrevivencia. Y así la izquierda eleva a consciencia esa experiencia, ese saber, de que su intervención teórica y práctica en las luchas políticas o ideológicas ha de estar siempre subordinada a, y mediada por, el objetivo de resistencia al capitalismo y a sus mecanismos de reproducción. Y esa es la diferencia conceptual esencial entre ambas izquierdas en el mundo del capital: la izquierda capitalista puede plantear resistencias y luchas en cualquier lugar social, pero sin tocar ni cuestionar el orden del capital, sino en su nombre (para mejorarlo, para hacerlo compatible con la “justicia”, para que devenga un capitalismo de rostro humano); la izquierda anticapitalista, en cambio, ha de subordinar sus intervenciones a un único fin, frenar y revolucionar el orden del capital. Así lo exigen los conceptos, y aunque ya sabemos que la realidad, siempre imperfecta, siempre híbrida y mestiza, se encarga de emborronar la pureza, no está de más que mantengamos los conceptos claros y distintos, para conocernos y reconocernos. ¿Por qué guiarnos por los conceptos? Poco o mucho, alumbran más; la obscuridad es el terreno preferido de la dominación.

Como he dicho, llamaré a esta figura, de forma genérica, izquierda anticapitalista o izquierda orgánica, en cuanto generada como reacción ante la dominación bajo la forma del capital. No usaré el término “izquierda marxista”, habitual en la historiografía, para evitar falsos debates que nos alejen del objetivo principal. Considero que la adhesión al marxismo es una determinación particular, aunque tan abundante como diversa, de las izquierdas anticapitalistas; cada una configura sus análisis y su acción con mayor o menor adhesión a la teoría marxista de la historia y del capital. Esa relación gradual, diferenciada, con la teoría, será sin duda muy relevante en algunas ocasiones, pero aquí nos alejaría de nuestro objetivo; por tanto, en la medida de lo posible dejaré esa determinación fuera de nuestra reflexión. Aquí nos interesa pensar la izquierda anticapitalista desde la determinación del capital, no de su relación con el marxismo; y, en consecuencia, nos interesa interpretar su necesaria y particular presencia en los distintos lugares del todo social, allí donde se manifiesta cualquier modo de dominación capitalista; más aún, nos interesa interpretar esa presencia de la izquierda en la perspectiva de que, si bien su determinación social esencial está en la política, en la dominación político-jurídica y cultural, su raíz y puesto de mando está instalado en la esfera económica, en la función de explotación, rostro trasero de la reproducción del capital.

Quiero aclarar un poco más −presiento su necesidad− el sentido que doy al término “anticapitalista” como determinación esencial de la izquierda orgánica en nuestras sociedades. Uso el término en sentido literal y en toda su amplitud, es decir, en cuanto expresa la posición frente el capitalismo. Cubre cualquier vía o estrategia y cualquier modelo de sociedad alternativo en tanto estén centrados en el rechazo al orden del capital. No coincide, pues, como he dicho, con el uso del término en ciertas tradiciones marxistas, donde “izquierda” se usa como reconocimiento y se aplica reductivamente a la estrategia de algunas fuerzas de izquierda particulares, con la pretensión explícita de diferenciar la estrategia “revolucionaria” de la estrategia “democrática” como modelos alternativos y contrapuestos de lucha contra el capitalismo. A estas figuras de la izquierda anticapitalista, que se piensan y se quieren diferenciadas de otras fuerzas “reformistas” o “democráticas”, y que realmente pueden serlo en cuanto a la estrategia de lucha contra el capitalismo y de construcción de una sociedad alternativa, las llamaré izquierda revolucionaria (que incluye en su seno su propia diversidad) en sentido descriptivo, sin referencia de valor, simplemente para cumplir con la razonable exigencia de reconocer su diferencia. Insisto y preciso: una fuerza de izquierda es “revolucionaria” por su estrategia, no por la belleza ética o estética de sus objetivos ni por sus resultados prácticos conseguidos. Esta diferenciación de la izquierda “revolucionaria” entre las anticapitalistas sólo es requerida para el análisis en ciertas coyunturas y en ciertos niveles de abstracción, mientras que en otros contextos basta con la caracterización genérica común de “anticapitalista”.

Tenemos así tres grupos de “izquierdas” objetivamente determinadas: la izquierda capitalista, que cuestiona las formas concretas de explotación y dominación del capitalismo, algunas de sus formas fenoménicas, pero no la esencia de éste, y las dos izquierdas anticapitalistas, la democrática y la revolucionaria, que se posicionan radicalmente frente al capitalismo, si bien con distinta estrategia, tanto de lucha como de construcción de la sociedad alternativa. Aceptar esta variedad también ayudaría a salir del narcisismo y de ese estéril debate por la imagen en el espejo. Técnicamente, y respetando la objetividad, anticapitalista es cualquier fuerza que dificulta la valorización del capital, aunque sea inconscientemente; y genuinamente de izquierda es cualquier formación política que de forma constante, sistemática y consciente resiste el capital y busca su sustitución, sea por medios revolucionarios o democráticos. Al fin una figura de la izquierda no puede ser juzgada sólo por su eficacia o utilidad, ya que éstas no pertenecen a la esencia; ser o no ser de izquierda no se deriva ni de su eficacia, −si no el capitalismo sería de izquierda, si es cierto lo que dice Marx de que crea a su propio enterrador…−, ni de su profesión de fe, a no ser que nos volvamos todos platónicos. Ser de izquierda equivale a una posición social, definida por un conjunto de relaciones complejas, que incluyen determinaciones objetivas, consciencia, fines y modos de vida adecuados, que trataremos de ir describiendo.

La distinción de estos tres bloques de izquierda debería ayudarnos a superar ciertas confusiones, entre las que destaco dos: la frecuente confusión entre ser y ejercer de izquierda y la identificación de la izquierda con la decencia. Ambas confusiones provienen de un sospechoso narcisismo que cultiva con éxito el subjetivismo. Usaré “ser de izquierda” para subrayar la presencia de la determinación objetiva, estructural; es una determinación ontológica que constituye al sujeto, no que éste elige; una determinación que se sufre, se lleva encima, como la etnia, el sexo, la clase, la lengua. Usaré “ejercer de izquierda”, en cambio, para referirme a las actitudes o acciones creadas o muy mediadas por la subjetividad. Esta distinción conlleva que se puede ser de izquierda y no ejercer de ella, y ejercer sin serlo; conviene, en consecuencia, acabar con el narcisismo de la fetichización del ser o del ejercer a capricho, según nos convenga subjetivamente.

La segunda clarificación mencionada se refiere a la apropiación de la decencia por la izquierda, que suele hacerse identificando la consciencia o posición de valor de izquierda con la consciencia o posición de valor de la gente decente. Ser de izquierdas no es idéntico a ser decentes, esto es trivial; lamentablemente y en rigor conceptual, el concepto de izquierda no incluye de forma intrínseca el de decencia. Sí, lo afirmo con claridad, se puede ser y/o ejercer de izquierda sin ser decente. Y a veces se dan estas situaciones existencialmente, y tenemos que decidir si el olor a ratas lo justifica todo. Por suerte, no es aquí tarea nuestra esta dilucidación; nos compete sólo aclarar el concepto, y éste pasa por reconocer la diferencia entre izquierda (o derecha) y decencia. A veces podemos sentirnos más unidos en la lucha contra el mal social o político con personas simplemente decentes que con personas de izquierda. Podemos y debemos lamentar que esto ocurra, pero no habríamos de cerrar los ojos: podemos y debemos exigir a la izquierda −¡y a la derecha!, ¡y a la raza humana!− que sea decente, pero no podemos exigir a la gente que sea de izquierda, sería un contrasentido, o una reducción implícita de la izquierda a la decencia. Por consiguiente, no podemos ni debemos confundir ambas posiciones de valor: posición de decencia y posición de izquierda. No son los mismos fines ni los mismos medios los asociados a cada uno de esos conceptos, aunque a veces puedan acercarse y coincidir.


1.5. Izquierdas capitalistas.

No tiene sentido para nosotros, salvo en alguna pincelada ocasional, tomar en consideración a las izquierdas capitalistas; sólo muy puntualmente habremos de referirnos a ellas y siempre para precisar mejor el concepto y la función de la izquierda anticapitalista. Ya sé que el término “izquierda capitalista” nos suena mal, como si con ello violásemos la creencia –sin duda un prejuicio− en que todo lo que suena a capitalismo fuera de derecha, como si traicionásemos nuestra creencia en que cualquier oposición o resistencia fuese ya de facto anticapitalista. Las cosas no son tan constantes, tan fijas y tan definidas; al contrario, una ontología materialista y con vocación dialéctica ha de saber explicar que una figura tan incuestionablemente anticapitalista como el obrero es el fundamento de la producción del capital, el manantial de donde brota el valor. La izquierda también es hija del capital, y también su función anticapitalista está inscrita en la reproducción del capital. Esa concepción de que cualquier alianza con las fuerzas gestoras del capital, por coyuntural que sea, es una contaminación inaceptable, una traición; por mucho que nos pese reconocerlo, es un prejuicio y expresa más la falta o confusión del concepto que la lealtad a éste.

Si miramos la historia, han sido las políticas de frente amplio de la izquierda las que, al ser valoradas como fracasos, han ayudado al enraizamiento de esas creencias; pero con mucha frecuencia esas valoraciones se han hecho de modo muy subjetivo y bajo los efectos de la experiencia inmediata. Los resultados de las políticas no pueden establecerse de inmediato, con el sabor a fracaso en los labios; hay que mirar desde la frontera, como decía Spinoza, para abarcar la totalidad. Y, en todo caso, aunque con nueva metodología se llegara a similares resultados, siempre hemos de preguntarnos si estamos usando bien el concepto, pues parece que se viven como fracasos las derrotas ante la derecha, como si fuera una lucha neutral y con reglas, árbitro y reglamento equitativos, cuando lo correcto es pensar que en esa lucha la derecha siempre vence mientras el capitalismo continúe. O sea, lo correcto es pensar que la derrota de la izquierda, que se expresa en su subsunción en el capitalismo, en su sobredeterminación por los elementos de la estructura, es su modo habitual y normal de existencia. En definitiva, la mala experiencia de los frentes amplios que la izquierda puso en escena tras la segunda Gran Guerra, aún debe reevaluarse y, sobre todo, valorarla desde un concepto que entienda que el destino de la izquierda no es triunfar, sino “rodar y rodar”. Aunque nos duela el alma.

Por otro lado, esa actitud de rechazo de la izquierda anticapitalista a reconocer la posibilidad de existencia de una izquierda capitalista, exigiendo para sí y sólo para sí el título de “izquierda”, se ve reforzada por la idea laxa y fenoménica de capitalismo instalada en nuestra cultura política (a la falta de un concepto riguroso del capital). Esa carencia nos empuja a identificar como izquierda el “progresismo”, el “humanismo”, el “humanitarismo” −no incluyo otras figuras aún más actuales y activadas para no perder lectores antes de la lectura− e incluso cierto “liberalismo crítico”, reservando la defensa del capital a la derecha más rancia. Es cierto que esta distinción suele hacerla la izquierda, pero la derecha se encuentra cómoda en ese escenario, lo alienta y lo apoya. Y así se refuerza el tópico de las dos derechas, que en cada país y en cada momento toman ropajes particulares, pero el más consolidado es el protagonizado por liberales y neo-con [8].

No cuestiono que sea correcta o útil esa distinción tópica entre las derechas, pero no deberíamos aceptar su conversión en oposición radical, como suele hacer la derecha “moderada” o “centrista”; ellos tienen motivos prácticos para hacerlo, y sacan su jugo político a esa diferenciación, pero la izquierda no ha de comprar ese discurso, ha de sospechar del mismo y ha de analizarlo y valorarlo con su propio instrumental teórico y ético. Creo que asumir el tópico de la distinción y oposición en el seno de la derecha entre “moderados” o “liberales”, y “cripto” o “ultra-derecha” o “neo-con”, no responde en general a la experiencia y, sobre todo, con diferencias fenoménicas coyunturales oculta una identidad de esencia de objetivos finales que la izquierda en modo alguno debe diluir o menospreciar.

Una estrategia retórica al uso, a la que recurren la izquierda y la derecha, es a identificar, diferenciarse, distanciarse y situarse fuera del “próximo”. La derecha se inventa a los ardientes “neo-cons” para situarse fuera, en el imaginario conservadurismo templado liberal: así, situada frente al demonio ávido de guerra y poder, ve embellecida su imagen de inocencia, sentido común, moderación y “decencia”; los malos son los otros, y cuando entre los mismos se logra abstraer a los otros, lo que queda sale purificado. La izquierda por su parte no escapa del todo a esta retórica y se inventa el “izquierdismo” −donde el enemigo ve el “terrorismo”−, lo viste de negro y rojo, lo aleja de sí para aislarse e identificarse como izquierda razonable, incontaminada de extremismos, y así sentirse pacifista, pluralista y razonable. Son estrategias de autoidentificación, que se comprenden y justifican en la práctica política, pero que en rigor pasan por borrar o difuminar los conceptos. Ese juego retórico entre lo mismo y lo otro –insisto, aunque tenga su sentido y utilidad en la vida real− nos lleva a quedarnos en la superficie, en las descripciones fenoménicas más o menos coyunturales, que nos impiden acceder a los conceptos; y, en consecuencia, a definir mal las estrategias y a cosechar fracasos y sinsabores.

No podemos entrar aquí en esos problemas, aunque sería atractivo hacerlo; en todo caso, vale la pena al menos mencionarlo para así tomar consciencia de la necesidad de ver las actuales derecha e izquierda como determinaciones internas a la compleja realidad social que llamamos capitalismo, y ligadas al devenir del mismo. En esta perspectiva, comenzaré por enfatizar que los conceptos de derecha e izquierda hoy, aunque refieran a manifestaciones de explotación y opresión presentes en todos y cada uno de los lugares sociales, −pues en todos aparece la dominación, estando ésta subordinada a la hegemonía del capital−, tienen como referente privilegiado la valorización del capital. La izquierda anticapitalista puede y tiende a verlo así, es empujada a ello por la dialéctica social; la izquierda capitalista, en cambio, tiende a invisibilizar esa raíz, esa determinación fundamental, y se queda en el fenómeno (de desigualdad, injusticia, discriminación…) que interpreta como expresión de imperfecciones, anomalías, fallos “humanos”, subsanables en el seno del capitalismo, con una mejor gestión del mismo. La izquierda anticapitalista, bajo la continua experiencia del sufrimiento del mal social de la dominación, acabará por verlo como necesario, estructural, intrínseco al orden del capital, y la izquierda capitalista, con sufrimiento desigual y amortiguado ante la situación y con la convicción de la bondad ideal del capital –como forma racional de asignación de bienes− afianzará su consciencia de que el mal socia es una anomalía ocasional, una contingencia solucionable.

Sin duda sigue y seguirá pendiente ad aeternitatem la democratización y humanización del Estado, un objetivo que une en el camino a diversos compañeros de viaje; y sin duda en ese empeño pueden coincidir en tramos del recorrido diversas figuras de izquierda capitalista y anticapitalista. También en la lucha contra la corrupción, que compite tenaz y con éxito por el maillot de la permanencia, hay recorridos compartidos; y en algunas de sus más nuevas figuras, como la reciente y floreciente del “capital apátrida”, que bien podría ser signo del capitalismo en retirada, son muchos los sectores y capas sociales que confluirán en un frente común; hay una izquierda capitalista clásica y nacional a la que, habituada a justificarse en el esfuerzo y el mérito, le repugnan esas nuevas figuras del señorío sin costos. No obstante, las coincidencias en la negación de aspectos particulares de la dominación no deben ocultarnos ni la radical diferencia en los objetivos finales ni la base que legitima las luchas de una y de otra; al fin, incluso algo tan universal como democratizar el Estado puede servir a fines muy distintos, incluso a alternativas sociales contrapuestas, a formas de emancipación irreconciliables.

Decir que la izquierda orgánica hoy es la izquierda anticapitalista implica asumir que la forma esencial de dominación es la que se da en la relación de capital; y que esta dominación se ejerce no sólo en la esfera del trabajo sino en las distintas esferas de la vida social, siempre al servicio del capital. Esto no implica ignorar o menospreciar otras figuras de la izquierda capitalista, nacidas bajo el signo de otras formas de dominación, en especial la izquierda nacionalista, pero también la izquierda republicana, e incluso figuras humanistas de la izquierda liberal; en algunos países tiene aún relevancia una izquierda religiosa. La dominación capitalista se ejerce de muchas maneras y sobre muchos colectivos; pero la principal, por ser de la que se alimenta y a la cual están subordinadas las otras formas de dominación, es la conectada y al servicio de la explotación capitalista del plusvalor.

Quiero enfatizar este aspecto para no obviar lo más mínimo que hoy, entre posiciones de izquierda afectadas de post-subjetivismo, está arraigando la sublime y angélica idea de una forma de capital que se valoriza sin plusvalor; desde esta perspectiva post-marxista, claro está, lo lógico es asumir que entramos en el post-capitalismo. Y ahí, se nos dice, aparecerán nuevas formas de dominación y, en consecuencia, un nuevo cuadro de izquierdas o post-izquierdas. O sea, es la llamada a asumir que lo vejo no existe –o no merece existir−, que hemos de cambiar la manera de “hacer política”. Vete a saber por qué motivos reales –sociales o psicológicos− lo dicen; sólo se me ocurre pensar que, si están convencidos y responde a sus necesidades, se entreguen a cambiar los modos y maneras de expresar esa mediación, a reinventarse cuantas veces quieran y puedan. De todos modos, siempre me ha parecido ridículo, a veces patético, ver cómo se trata de convencer al otro de que no le aprietan los zapatos, de que el mal que le aqueja es una apreciación subjetiva e incluso imaginaria. Considero ante esos casos que tal vez consigan que el afectado insolente silencie su dolor, pero difícilmente lograrán que no sufran sus pies constantemente castigados. Es lo que creo, pues no renuncio a mi capacidad ni a mi derecho a saber cuándo y dónde me aprieta el zapato.

Para mí el capitalismo actual sigue siendo capitalismo; muy metamorfoseado, muy transformado, que ha aprendido mucho de su propia historia, que se ha innovado y se ha dotado –él los inventó− de nuevos relatos, de nuevas narrativas en las que, cual espejo encantado, poder verse bello y legítimo. Sí, pero sigue siendo capitalismo, no puede dejar de serlo, aunque ya sea capitalismo viejo en su esencia, pues no ha aprendido a valorizarse conforme ha llegado a concebir su desbocada imaginación, saber, sin extracción del plusvalor al trabajo; no ha logrado cumplir ese su objetivo secreto, tan secreto que aún no parece consciente del mismo. Tal vez lo busca, para ser autosuficiente, como los dioses, pero no lo ha alcanzado ni parece a punto de lograrlo. Y, por eso, porque sigue ahí, apretando como los dioses los cuerpos y las almas de los hombres, su existencia genera indefectiblemente izquierda, y de modo particular y propio izquierda anticapitalista.

Esa es la determinación objetiva de la actual izquierda orgánica; y ahí nace su función inexcusable, su condición y su destino: resistir al capitalismo y dificultar su reproducción; nació para ello. A esa función orgánica cada grupo añadirá su subjetividad, su rabia, su desesperación, su sueño, tal vez su resignación; unos pensarán en una estrategia democrática y otros en luchas revolucionarias, unos con la vista puesta en una sociedad socialista y otros anarquista o meramente igualitarista. Esos son los diversos uniformes, los diversos estandartes e insignias, las diversas enseñas de identidad, la diversidad de las formas de conciencia de esa misma posición política de izquierda actual. Y esta diversidad nos revela, no lo olvidemos, que la izquierda es, en la superficie, subjetividad, pensamiento y voluntad, sentimientos e ilusiones, conocimiento e interés; es todo esto, sin duda, pero lo es al mismo tiempo que es determinación objetiva, al mismo tiempo que efecto estructural. Más aún, es todo ese complejo subjetivo porque es una determinación del capital, porque éste impone la dominación y las formas de sumisión, porque la división social que impone no deja a los seres humanos más alternativa que la complicidad y colaboración o la resistencia y la lucha por su superación. Podemos decir aquí también, para cerrar este apartado, que la izquierda como mera determinación objetiva, seguramente es ciega, pero sin ella es mera consciencia vacía. Quedémonos con el todo, tiene mayor riqueza ontológica.



2. CONTRA EL SUBJETIVISMO.

Proposición 2.

“Hay dos maneras de pensar la izquierda: como posición de valor y como determinación objetiva. La primera, la más habitual, es una noción empirista, intuitiva, de superficie, que nos presenta su epicentro en el conjunto de valores de unos grupos humanos, centrados en la igualdad, el progreso cultural y moral, la redistribución de la riqueza, la solidaridad… La segunda, que pretende romper la superficie, la apariencia, y penetrar en el hipocentro, llegar a su origen y razón de ser, es una noción que nos presenta la izquierda como efecto político de la hegemonía vigente de un modo de producción, y cuya forma general se concretaría en estar a favor o en contra del mismo, en pensar y actuar para la reproducción o para la sustitución de ese modo de producción. La primera idea es necesariamente subjetivista e inevitablemente arbitraria y confusa; la segunda es más objetiva y puede aproximarse a la claridad y distinción que exigía Descartes a la razón”

Comentarios:

2.1. El subjetivismo filosofía dominante.

Habitualmente nos movemos en la primera representación, que corresponde al subjetivismo, ideología o forma de consciencia dominante en nuestra época. Ya lo he dicho en numerosas ocasiones, el subjetivismo es la ideología actual del capitalismo; la filosofía del sujeto es la forma de conciencia que corresponde al capitalismo: sólo este modo de producción la hace posible y necesaria. Esta idea del subjetivismo como forma de consciencia dominante actúa aquí de presupuesto, pues no podemos entrar en su argumentación; pero pienso que es razonable y aceptable, pues incluso provisional e intuitivamente se nos revela como una hipótesis nada extravagante.

Efectivamente, nos gusta vernos desde la autodeterminación; nos priva poder decidir libremente hacernos, ser, de izquierda o de derechas; nos agrada en exceso elegir entre el bien y el mal y decidir los contenidos del bien y del mal. Recordemos el De dignitate hominis, de Pico della Mirandola, considerado texto pionero del humanismo, en el que la afirmación de la dignidad humana radicaba en esa libertad, que el mismo Dios respetó al crearnos, de elegir entre una vida propia de las bestias inmundas y otra propia de los coros angélicos de serafines y querubines. Y recordemos que la modernidad romperá los límites de ese humanismo limitado a la libertad de elección del tipo de vida en un mapa del mundo donde los lugares y los caminos hacia el bien y hacia el mal estaban trazados, y dotará al ser humano de esa sublime libertad-poder de hacer el mapa, fijar los lugares, decidir los nombres del bien y del mal. Con Nietzsche, que en cierto modo anticipa el cierre de la modernidad, pierde sentido la transgresión de los valores, que implica el reconocimiento de la existencia objetiva y transcendente de los mismos, sustituida por su transfiguración, por el cambio de función, figura y esencia, ahora puestos elegidos y nombrados por el sujeto como el bien y el mal en un acto demiúrgico.

Volviendo a nuestro tema, no considero la concepción subjetivista de la izquierda como una idea vergonzante; tal cosa equivaldría a caer en ese subjetivismo que yo mismo critico. Primero, porque aquí el subjetivismo es, en gran medida, un inevitable punto de partida, dada la subordinación de su origen y su modo de existencia. En efecto, la izquierda nace en y de la dominación social, efecto de la determinación social; y contra la dominación se reacciona instintivamente, subjetivamente, sin necesidad de estar en posesión de explicaciones científicas; y contra la opresión inmediata y directa se reacciona instintiva y emocionalmente, identificándola sin más con el mal. Rebelarse sin mediaciones, espontánea, subjetivamente, sin análisis ni verificaciones, contra el mal social que se sufre, no puede legítimamente ser criticado o deslegitimado. Criticar en esa actitud la falta de consciencia o saber científico sería pedante y estéril. Segundo, porque objetivamente ese subjetivismo expresa cierta consciencia, superficial pero operativa, de oposición, de resistencia a la dominación; no es una reacción de clase o de identificación política consciente, es simple reacción inmediata y espontánea del individuo en su natural lucha por la vida. Por tanto, el subjetivismo como reacción contra el mal social cae dentro de lo natural, y como tal puede −y tal vez debe− ser descrito y conocido, pero no juzgado ni valorado. En consecuencia, hay formas del subjetivismo que considero inevitables y legítimas; no son ésas las que llamo ideología dominante del capitalismo.

En otra perspectiva, el subjetivismo de la gente y de la izquierda en particular no es ni puede ser prima facie despreciable, aunque sea pensado y reflexionado, aunque se sepa que se está defendiendo una visión subjetivista. Luchar por vivir, por librarse de la miseria y la desigualdad, es natural e inevitable, no juzgable en términos metodológicos ni éticos; ahora bien, incluso un subjetivismo reflexivo, como tomar una posición de valor (subjetivista) contra el sufrimiento o la opresión, contra la corrupción o la injusticia, es una conducta que, aunque moral, aunque no reductible a lo natural, en absoluto es despreciable. Goce o no de fundamento científico o de exégesis retórica, se trata de una posición ética propia de lo que llamamos una “persona decente”; puede ser valorada y juzgada, por supuesto, pero en modo alguno merece ser menospreciada; el sentido común puede ser alguna vez erróneo e incluso perjudicial, pero nunca puede ser considerado perverso.

Pues bien, esa actitud, esa posición natural de “persona decente”, debería ser habitual y común, cual signo de distinción, en los individuos de izquierda; esos valores compartidos con las personas decentes deberían estar presentes en la izquierda de manera especial, como normativos, como exigibles, como intrínsecos a su ser de izquierda. No, lo sabemos, no agotan el ser de izquierda, ni siquiera son sus rasgos específicos, pero deben formar parte de su posición de valor. Y sí, una persona de izquierda está obligada a ser decente, como persona y sobre todo como izquierda. ¿Los de derecha también están obligados? Tal vez, sin duda como persona, pero si la derecha no es decente no contradice su esencia qua derecha; en cambio, si no es decente la izquierda, es un fraude al concepto.

Cierto, hay aspectos en que también la derecha está obligada a ser decente, faltaría más. Todo el campo moral cubierto por la ley es obligatorio para todos, pero la ley no cubre, no prescribe la totalidad de la obligación moral. Si así fuera, diríamos que ahoga nuestra libertad, que no nos deja ser buenos al impedir que seamos malos…

La retórica es capaz de dar brillo al carbón. Me refiero a que hay campos de prácticas y relaciones sociales donde hay silencio de ley y, tal vez por eso, son lugares sociales donde grita con más fuerza la consciencia moral, espacios en los que los “deberes” de la izquierda y la derecha no coinciden; o, si se prefiere, ámbitos en los que la voz de la consciencia transcendental susurra persuasiva a la derecha: “la norma moral va contra tus intereses y contra tu función social como derecha, puedes legítimamente traicionarla”; por el contrario, en la izquierda esa melodía suena con otro acento al decir: “la norma moral defiende tus intereses y tu función social como izquierda, lucha en su defensa”.

¿Se necesita un ejemplo? Muy fácil, cuando la consciencia moral prescribe repartir las riquezas, o el trabajo, o el sufrimiento, y en general las alegrías y las penas. Y de esas cosas trata la moral. No la moral de la izquierda, no: la moral. Por eso digo que la izquierda puede siempre hacer suyas las preocupaciones y valores de la gente decente, pero la derecha no siempre. Los cristianos deben saberlo, por aquella bella imagen del hondón de la aguja. Por eso ser subjetivo en defensa de una vida ética no es genuinamente de izquierda, pero ésta debería incluirlo en su mochila, para su viaje.

En definitiva, el subjetivismo en la conceptualización izquierda-derecha no es prima facie reprochable a la posición de izquierda: los efectos perversos surgen cuando la concepción subjetivista se instala como figura fetichizada de la ontología individualista, cuando lo manifiestamente ilusorio se presenta y hace pasar por concepto de lo real. Entonces el subjetivismo ha de ser objeto de crítica, pues el subjetivismo en el pensamiento no es neutral, huele a lo que antes se solía llamar “carácter de clase”.

La forma habitual de manifestarse el subjetivismo en el discurso político es identificar derecha e izquierda con sendos catálogos de valores, cual reglas que deben cumplir los individuos para ser lo que son; ni siquiera nos paramos a pensar la falacia de promulgar reglas y valores para ser un buen representante de la izquierda (o de la derecha) a quienes lo son (por ius soli o por ius sanguinis): para quienes no lo son de raza no valdría la pena. Los intentos de catalogar en valores los conceptos de izquierda y derecha han sido y siguen siendo variados y curiosos, compartiendo en general esa idea de que ser de izquierdas o de derecha es como pertenecer a una secta, que se identifica y distingue por sus valores, reglas de conducta, objetivos e ídolos, e incluso gestos y vestuario [9]. Basta una ojeada para constatar su superficialidad y sus tópicos. Siempre están ausentes algunos que hoy nos parecerían básicos; otros podrían estar en las dos columnas; y en general faltan las determinaciones fuertes, que permitan comprender que ser de izquierdas o derechas no es una afiliación de quita y pon, sino algo más serio. En cualquier caso, si nos empeñamos en actualizar el cuadro, comprobaremos que no obtenemos resultados claramente más útiles; con ello sólo logramos reproducir el error de caracterizar la izquierda por una lista de valores o reglas de conducta cívica. Es el criterio taxonómico el que no da para más, el que deberíamos dejar de lado.

Pongo unos ejemplos, para su reflexión: la legalización de la prostitución, las corridas de toro, la cuestión Je suis Charlie, la pertenencia a la UE o a la OTAN… ¿puede decidirse con claridad y de modo convincente la posición de valor de la izquierda en cada uno de estos casos? ¿Podríamos ponernos de acuerdo? Me temo que no. Creo que los valores de la izquierda son móviles en el tiempo, que hay distintas figuras de izquierda con distintos repertorios, que los valores pertenecen a distintos planos de la vida social, no todos de igual relevancia. Un listado de valores cerrado para caracterizar un grupo social tan extenso y complejo no pasará de ser una amalgama desordenada y ciega de buenos deseos, de conductas deseables, de ideales no siempre conscientes y, por tanto, arbitrarios. Tal vez dejan ver ciertas preocupaciones, sentimientos y necesidades, compartidas por los miembros del grupo, pero no hay concepto, éste estará necesariamente ausente; y sin concepto esos valores no escapan al fetichismo, en el caso que nos ocupa un cuestionable fetichismo narcisista.

La izquierda no puede ser caracterizada por un cuadro de valores; un concepto tan subjetivista deviene un lastre. Ser de izquierda no equivale a sentirse de izquierda, ni siquiera a querer ser de izquierda. Deberíamos aceptar −en honor del concepto y en favor de su triunfo− que la izquierda no es un club liberal en el que se ingresa por elección, al que se pertenece, en el que se entra y se sale; no es un ideario y una profesión de fe del mismo. En definitiva, no es una creación nuestra, una iglesia más, con reserva del derecho de admisión; no es un artificio para identificarnos, ni unas credenciales para entrar en sociedad. Por el bien del concepto, insisto, y por el éxito de la función social de la izquierda, deberíamos descargarle de contenidos subjetivos e intentar cargarlo de objetividad. Aunque con ello llore nuestra alma narcisista.


2.2. La posición de valor.

En esta segunda tesis se expresa un cambio de ontología para buscar el concepto. Entiendo la condición de izquierda como un efecto objetivo de la instauración de un orden social cualquiera. Sin duda alguna su institución irá acompañada de una posición de valor, pero no es ésta la que genera la izquierda, sino simplemente la que expresa y testimonia su aparición. La posición de valor es la expresión fenoménica de la izquierda, su manera de reconocerse y manifestarse subjetivamente; algo así como el “valor de cambio” respecto al “valor”, que no sólo lo cuantifica y visibiliza, sino que de hecho realiza su ser, pues si no se realizara (si la mercancía no se vendiera) no llegaría a tener valor de cambio, y en consecuencia nunca habría tenido valor, no habría sido nunca propiamente mercancía, todo habrían sido ilusiones, figuras imaginarias, pretensión o voluntad de ser no realizadas. Así es, en efecto, pues sin esa realización del valor en valor de cambio ninguno de los dos, ni el valor ni la mercancía que lo transportaba, habrían existido realmente, sólo lo fueron en la imaginación de su porteador. Sí, su productor o su propietario pensaba que sí, pero era una ilusión, existían como valor y mercancía sólo en su cabeza, en su voluntad, en su falso concepto de ambos. Es su metamorfosis en valor de cambio la que “a posteriori” da el ser, la que hace que fuera real lo que podía no serlo.

Pues bien, la posición de izquierda ejerce una función análoga al valor de cambio, ya que hace real la condición de izquierda, la determinación objetiva, que sin su actualización devendría proyecto inútil. Sin la posición efectiva de izquierda, por muy real que parezca a juzgar por sus marcas, sus credenciales existenciales objetivas, sería cosa muerta, tan vacía como el valor y la mercancía que no se realizan; tan vacía de valor como ellas. Vacía de ser, sin destino ni función efectiva, mero gesto, mera puesta en escena. Su realidad, su verdad, no la pone el imaginario del sujeto, la pone el momento de la posición de valor determinada, la posición de izquierda. Y esa posición de valor determinada no es una mera acción o elección libre y espontánea, como una preferencia aleatoria y particular del sujeto, sino que, en tanto determinada, es una asunción por éste de su realidad, a semejanza una vez más del momento antes descrito en que el valor de cambio pone el reconocimiento y la validación del valor y de la mercancía. La posición de izquierda es así el momento del reconocimiento y reconciliación consciente del individuo con su determinación social, el acto de reconocerse a sí mismo como lo que es; momento de asumir su carga histórica y determinarse conforme a ella, en coherencia con ella. En definitiva, la verdad de la determinación esencial de la izquierda la pone la subjetividad, en su toma de consciencia de que ella misma es una determinación social, una función a cumplir, que debe cumplir; la sociedad la crea, la pone y la consciencia la provoca, la activa y la legitima.

Desde el símil de la clase social, decían los clásicos que “no hay clase sin consciencia de clase”; por tanto, la consciencia creaba la clase (para sí); pero en el fondo estaba la determinación social que provocaba la situación de clase (en sí). Aunque sería un error pensar la izquierda y la derecha en analogía con las clases, insisto de nuevo en ello, hay cierta similitud en la forma de construir sus respectivos conceptos. Y esta similitud viene de que las clases (adscripción económica, lucha contra la explotación) y la división izquierda-derecha (adscripción política, lucha contra la dominación) son determinaciones estructurales, que remiten a la totalidad social, y en ambos casos mediadas por la consciencia; sin la mediación de ésta, unas y otras serían descriptores muertos, intuiciones ciegas; y sin la presencia de aquélla, serían vivencias imaginarias, conceptos vacíos.


2.3. Poder y dominación.

En todo caso, la posición de valor de la izquierda, expresión del subjetivismo, ha de someterse a los límites de su función objetiva, que le asigna la totalidad; debemos precisar y fijar de modo insistente esta función, esta “demanda” social, para evitar que tienda a confundirse o diluirse en la genérica posición de valor de las personas decentes. La posición de valor decente es mucho más amplia y laxa que la posición de valor de izquierda; la izquierda no es el único grupo humano que quiere acabar con el mal social en sus diversas formas, ni siquiera la única fuerza social que quiere acabar con los males del capitalismo; hay muchas personas decentes que también los sufren y desean acabar con ellos. Pero la izquierda, aunque debe identificarse con esa gente de bien, no debe diluirse en su cualidad (aunque pertenezca a ella por derecho propio), no debe desperfilar su misión específica. Si se me permite expresarlo solemnemente: no debe desviarse de su papel histórico, de la misión que le corresponde y que se espera de ella.

Ya Weber nos enseñó que toda agrupación humana se constituye bajo relaciones de dominación; y Foucault radicalizó esta tesis, viendo la presencia del poder en el origen de toda relación humana. En esta línea considero que toda formación social, en tanto supone la organización de la división del trabajo, la jerarquización de las prácticas y la fijación de las funciones, implica necesariamente relaciones de dominación, del tipo que sea; e implica, por tanto, que unos grupos sociales salgan favorecidos y otros perjudicados, unos dominantes y otros subordinados. La representación iconográfica universalizada de ese efecto hace que unos estén a la derecha y otros a la izquierda, unos arriba y otros abajo; son formas simbólicas de decir que toman posición a favor o en contra de ese orden social. Cada uno está en su lugar, le corresponde una posición y, por tanto, una función; su función.

Esta perspectiva implica reconocer que estamos atrapados en relaciones de dominación, y que estamos repartidos en esa estructura de dominación; y que, al actuar en ella, inevitablemente favoreceremos su reproducción o bien ofreceremos resistencia y disfuncionalidad a la misma. “Apocalípticos” e “integrados” son sólo la expresión abstracta y efectista de esa escisión; son figuras que se expresan en y desde la subjetividad, pero que responden a determinaciones más oscuras, discretas y persistentes. Y el reconocimiento de esta determinación objetiva que opera bajo la subjetividad no debilita ni enturbia la lucha contra la dominación; al contrario, pone la constancia, la continuidad, la necesidad de fondo. Es la misma base material en la que enraízan los grandes ideales, para guiarnos, aunque resulten inalcanzables; en esa base de dominación, desigualdad e injusticia surge la izquierda, contra esa situación, como inmediata e irrenunciable resistencia a la misma.

Las formas de dominación en cualquier formación social son diversas, y aparecen en sus diversos lugares y con diverso grado de generalidad, más o menos locales o extendidas; y en todos ellos surgen resistencias y rebeliones, sea en el trabajo, en la política o en las artes. No sólo son sincrónicamente diversas, sino que son diacrónicas, se mueven evolucionando, metamorfoseándose. Ya que un orden social es una totalidad viva, como un ecosistema, los elementos que lo integran también están vivos, no son esencias inmutables, se desplazan, se adecúan, se reagrupan, se correlacionan, se enfrentan y reconcilian, crecen o desparecen, progresan, incluso pasan de oprimidos a opresores; o al menos lo sueñan.

Por tanto, la izquierda entendida como resistencia a la dominación, en todas sus formas, aparece en la escena social en figuras diversas, en organizaciones y programas diferenciados, en función de los lugares, de la forma y de la extensión de las relaciones de dominación que la originan. Puede haber –y hay− incluso una izquierda filosófica, no sé si somos conscientes de ello. Lo importante ahora es resaltar que, en todas sus formas, la izquierda surge como resistencia a la dominación, como oposición, y como exigencia de cambio de esa situación.

Quiero reivindicar este concepto de izquierda como fuerza de oposición, intrínseca a toda forma social, incluso a aquéllas en las que la izquierda de ayer ha llegado al poder –no solo al gobierno− e instaurado una nueva formación social, pues en ese mismo instante se constituyen nuevas relaciones de dominación y habrá, activa o silenciada, nuevas posiciones que se resistan, o sea, una “nueva izquierda”, la izquierda exigida por ese nuevo tiempo, la izquierda objetivamente “orgánica”. ¿No es ésa la lección de Adorno y de Foucault, que ya hemos olvidado? ¿Es que no recordamos la máxima spinoziana “omnis determinatio est negatio”? ¿No nos recordó Jacques Derrida que “toda clausura es el reverso de una exclusión? ¿Se nos ha olvidado pensar?

Sí, la izquierda es fuerza negadora, resistencia a todo cierre, a toda definición, a toda frontera definitiva. Es, antes que nada, resistencia a la dominación en todas sus figuras. Y sólo es y debe ser alternativa positiva como estrategia de defensa, como construcción de trincheras para consolidar posiciones y evitar retrocesos [10]. Me atrevería a decir que lo propio de la izquierda no es instaurar un orden justo; que ese sea su sueño y que el mismo sea necesario se basa en el presupuesto de que ese nuevo orden fije las conquistas conseguidas en la lucha contra la dominación, sea un punto de no retorno. Por consiguiente, ese sueño no se justifica en la conquista del bien (siempre problemático) sino en la derrota del mal (tal vez provisional).



3. CONTRA EL NARCISISMO

Proposición 3.

“El narcisismo es una patología particular del subjetivismo y, por tanto, su modo de ser más banal. En la izquierda el narcisismo se revela como orgullo de pertenencia, como expresión de alta moralidad, de haber elegido la más digna, noble y heroica posición de valor, de haber determinado su ser con los mejores ideales. En realidad, el narcisismo es una manera grosera y perversa de concretarse el subjetivismo, y por consiguiente una contaminación tóxica de la ideología dominante. Uno de sus efectos aparece en la catalogación de los falsos positivos, que disfrazados juegan con cinismo la partida derecha vs. Izquierda”.


Comentario:

3.1. La razón no requiere orgullo.

La profesión de fe de izquierda suele exhibir el mérito de ponerse del lado de los débiles, suele poner en valor el riesgo y sacrificio de luchar con quien tiene muchos números de perdedor; en su retórica se revela el orgullo de estar con quienes tienen de su lado la razón o la historia, y el culto al heroísmo de combatir el mal, la fuerza oscura de los poderosos. ¿Hay razones para este orgullo? Como todo, depende de los límites, de las determinaciones en juego y de las mediaciones.

En general creo que nunca hay razones para el orgullo patológico y antisocial, esa hybris individualizadora que los clásicos veían como desprecio a la comunidad a la que se pertenece y que de forma rotunda castigaban con la némesis. El orgullo arrogante, individualizador y diferenciador, sospechoso en todas las tradiciones, también en la cristiana, en rigor es una forma de sublimación de la debilidad humana, y siempre expresa ausencia de autoconsciencia, ignorancia de saber quién somos, qué nos ha hecho ser como somos y cómo estar donde estamos. La autoconsciencia, el saber reflexivo, suele hacernos más humildes, más iguales, y sentirnos menos pagados de nosotros mismos.

En concreto y en el contexto que aquí nos ocupa, una izquierda orgullosa de ser “izquierda” es más fuerte, más sólida, más eficaz; todo grupo humano refuerza su vínculo, su identidad, con la voluntad de pertenencia, y ésta se alienta de ese orgullo de formar parte de un colectivo. Este orgullo de lo comunitario es distinto, e incluso opuesto, al orgullo privado, individualizador; el orgullo de pertenencia, de identidad, tiene más densidad ética que el narcisismo de un individuo o grupo. No obstante, incluso este orgullo homogeneizador, sin arrogancia, que crea ciudadanía, debe tener sus límites, sus determinaciones, para no degenerar en su contrario; debe tener oposición para no devenir sectario; debe tener fronteras para no devenir totalitario. Quiero decir, en definitiva, que un hombre o mujer de izquierda consciente de sí no puede sentir un orgullo de ser de izquierda más allá del que puede sentir un trabajador asalariado de ser “asalariado”. Tal vez se trata de otro tipo de orgullo, más cercano a la dignidad que a la arrogancia, más acto de afirmación que de supremacía. La izquierda, como los asalariados, no tiene motivos para querer permanecer en su ser, en su situación de subordinados y sometidos; su “orgullo” no debe llegar ahí, si acaso se trata de otro tipo de orgullo. El orgullo ilimitado e incondicionado, narcisista y supremacista, hará daño a su causa, a sus objetivos, o al menos no le hará ningún bien; y siempre supone la incoherencia de querer el efecto pero rechazar la causa, de sacralizar el efecto de la causa silenciada que se combate.

El orgullo es una pasión siempre difícil de gestionar, particularmente por la imprecisión del límite cuantitativo o por la difuminación del límite cualitativo entre sus variantes. Habitualmente el orgullo de ser izquierda acostumbra a ser seductor, suele ser ingenuo y jovial, una forma retórica de expresar lealtad a una posición honesta y noble, a un compromiso generoso y desinteresado; ponerte al lado del débil, de la figura trágica que carga con el peso del destino, genera fuertes vínculos de identidad, por ello se presenta como bello y heroico; funciona como un mecanismo de autoafirmación colectiva, expresión de resistencia y coherencia con una identidad, con una condición, e incluso con una maldición. Esta variante del orgullo, de rostro humano, de sobrevivencia, no obedece a las mismas condiciones y motivos que la arrogante y supremacista pretensión de superioridad que caracteriza al narcisismo que aquí me propongo denunciar. El orgullo narcisista es otra cosa, es una patología que aparece en esos extemporáneos y tristes juegos florales, verdaderos espectáculos olímpicos de reafirmación y comunión nacional, en que se combate por ser más de izquierda y de la buena, como si a las medallas al citius, altius, fortius hubieran añadido la del sinistrius. Aquél genera igualdad y comunidad, éste diferencia e individualismo.

Pues bien, estas consideraciones sobre el orgullo tienen su razón de ser aquí en tanto componente del narcisismo que con frecuencia afecta a la izquierda. La izquierda narcisista actual es una figura a la vez curiosa y patética, que a la colonización por el subjetivismo dominante ha añadido la ilusión olímpica de ser mejor en algo, aunque se trate de algo cuya mera existencia expresa carencia, desigualdad, injusticia, anomalías a exterminar. Se comprenderá mi argumento: si la izquierda es un efecto en el momento constituyente del capitalismo, el orgullo de ser de izquierda, que lleva a pretender su eternización, implica un reconocimiento oculto del capitalismo; por tanto, ese orgullo es perverso, es una aberración, propio de una izquierda que lamentablemente ha perdido su autoconsciencia, y con ello ha olvidado su condición, si se prefiere, su naturaleza. Efectivamente, la izquierda es una determinación social, ser de izquierda es llevar esa marca en el cuerpo y en el alma; marca que configura un modo de ser, una condición social del ser humano, −no naturaleza humana, como enseguida aclararé−. Quiero decir, en definitiva, que ser de izquierda no es una elección en un acto de poder o empoderamiento, es algo a soportar, e incluso a sufrir, algo que llevar con dignidad y coherencia, con convicción, pero sin dejar de luchar por su extinción. La izquierda ha de tener por objetivo su extinción, como el trabajador asalariado. Extinción que se debe conseguir no por la vía de la eutanasia, de la deserción, sino por la vía materialista de anulación de las condiciones materiales de existencia que producen y reproducen la izquierda, su necesidad, su inevitabilidad; extinción que va del brazo de la desaparición de las condiciones que la hacen ser, aparecer y manifestarse como rechazo del orden existente, como oposición a la positividad. En ese sentido la izquierda, a semejanza de la condición de asalariado en el capitalismo, es una lucha contra sí misma, contra la necesidad de su existencia; no está destinada a vencer y someter a la derecha, sino a liberar al mundo de la escisión en izquierda y derecha.

En consecuencia, el orgullo narcisista no cabe en la izquierda consciente de sí. La izquierda narcisista, la presencia y arraigo del narcisismo en la izquierda, incluso la tentación narcisista de la izquierda, es una carencia de autoconsciencia, una amenaza a su existencia; una patología difícil de eliminar que hemos de eludir. Como tentación está ahí, aprovechándose de que la voluntad de poder de la izquierda, que mide su salud y vitalidad, se ve reforzada por el orgullo identitario como en cualquier otro universal concreto (orgullo de clase, orgullo de nación, orgullo de pueblo, orgullo de club, orgullo de equipo…); pero hay que procurar que el orgullo no degenere en arrogancia y supremacismo, en culto banal a la diferencia.

Por tanto, conviene mantener la distinción entre una izquierda orgullosa (en los límites de la humildad) y una izquierda arrogante (en terrenos del supremacismo); pero, además de ambas, creo necesario distinguir otra variante, la izquierda de los “falsos positivos”. Me refiero a aquellos individuos cuyo disfraz usurpa el lugar y finge la función de la izquierda. Sin duda hay falsos positivos anodinos, inertes, que simplemente se hacen pasar −por mala fe, inercia o mimetismo− por gente de izquierda, asumiendo su rol, su lenguaje y sus gestos; considero que este tipo es poco relevante para el presente y el futuro de la izquierda, y no me detendré si quiera en valorarlos. Pero hay otro tipo de falsos positivos que, con potente voluntad de poder consiguen que su disfraz sea atractivo, tan seductor que no sólo oculte lo que lleva adentro sino que consiga ser identificado como la verdadera izquierda, la izquierda más izquierda. Curiosamente, en ese afán de representar el ideal puro de la izquierda, que les arrastra a situarse siempre más allá, logran su objetivo; el “más allá” siempre acaba estando “fuera”. Antonio Negri en su revelador libro Marx altre Marx, nos revela que el “altre” está más allá de los límites del concepto.

Este tipo de falso positivo, bien armado retóricamente, logra engañar a la izquierda, parasitarla, unirse a ella en eficiente simbiosis, incluso ocuparla y poseerla si ésta pasa por momentos de debilidad de su consciencia; y así logra atraerla y desplazarla al festival narcisista. Al hablar aquí de “falsos positivos” no me refiero a la gente que, sin la condición social, sin determinación de izquierda, por inercia o mímesis se incorpora indiferente u oportunista a esa posición; me refiero en concreto a quienes, conscientes de su ser en el mundo, simulan y pasan por miembros de la izquierda, asumen sus gestos, los embellecen y subliman, y en el teatro de la vida llegan a representarla. Suelen ser comediantes, gente que sin tener condición de izquierda asume la función de oposición y ejerce de izquierdista con la pasión y el radicalismo propios de la ficción.

No es éste el lugar para describir y valorar estas contaminaciones o figuras contaminadas de la izquierda; basta señalar su existencia para que, al recurrir a los ejemplos, a las intuiciones, con el fin de reforzar los conceptos, no tomemos por izquierda estados o fenómenos de la misma provocados por los falsos positivos. Éstos no deben confundirse con el narcisismo, no agotan esta patología subjetivista de la izquierda, pero en muchos casos están en su origen, en ciertas situaciones la pueden arrastrar, ocultar y subordinar, hasta llegar a representarla en el debate ideológico desde su potente y especial control de los resortes de los patrones estéticos del momento. Estos falsos positivos son una falsa izquierda, y mejor una farsa de la izquierda; su génesis y funcionamiento responde a otra lógica; pertenecen más bien a una modalidad de narcisismo exhibicionista y voyeuriste, que gusta vivir y disfrutar las tragedias de la vida simbólicamente. La potencia de esta pseudoizquierda para imponer patrones culturales a la izquierda es obvia, pues al fin cuenta con la ayuda del capital, que en substancia encuentra en esa izquierda voyeuriste un oportuno aliado en tanto debilita o logra desviar su acción de rechazo; además, su influencia es especialmente intensa y eficiente en esa izquierda de conceptos debilitados, que afectada de subjetivismo se identifica y define a sí misma como una opción de valor.

Mencionada su presencia, y su amenaza, dejemos de lado a los impostores para valorar en general la penetración del narcisismo en la izquierda, problema más constante y resiliente, en tanto penetra de la mano de necesidades inevitables y de valoraciones convenientes si no imprescindibles. Hubo tiempos en que ser de izquierda no se compraba, no era rentable; no llevaba a los palcos ni a las butacas de platea, sino al “gallinero”… cuando no conducía y condenaba a la clandestinidad; pero habremos de reconocer que en el correr del tiempo ha crecido su cotización en el mercado, ahora se vende bien. No es extraño que este orgullo de la posición de izquierda, esta exhibición del sacrificio heroico contra el poder, suela darse con más frecuencia y fuerza en quienes viven la posición de izquierda como opción y no como determinación. Es decir, el narcisismo de la izquierda brota y arraiga con más densidad en quienes entienden ser de izquierda por convencimiento y decisión propia, como una voluntaria adscripción subjetiva a un modelo, un partido, una misión; a quienes entienden ser de izquierda como una opción ideológica, densa en sentimientos éticos, libremente elegida. Así pensada, la izquierda resulta más atractiva y seductora para ellos, pues les permite presentarse en escena y decir que son de izquierda porque quieren, porque han decidido estar con los buenos, asumir sus riesgos, inquietudes y sufrimientos, sin que nada excepto su buena fe y su consciencia moral les empuje a ello; han optado por decirse y ser de izquierda incluso contra sus intereses, perdiendo oportunidades, renunciando a privilegios, poniendo en riesgo su futuro.

El adagio popular dice que para bailar un tango se necesitan dos. Rousseau lo entendió muy bien cuando, para dar cuenta de la aparición de la propiedad privada, señaló las dos condiciones: la de un ser humano que dijo “esto es mío”, imponiendo la posesión efectiva, tan fuerte y duradera como lo fueran sus fuerzas naturales, y la de otros muchos que le dieron la razón, que aceptaron su decisión y le otorgaron el “reconocimiento” o legitimación social de la apropiación privada. Aquí pasa algo similar, pues no basta con la usurpación del espacio, el lenguaje y el gesto de la izquierda por los falsos positivos, sino que se requiere también el coro que reconociera y sancionara esa apropiación, ese acto de poder; y el reconocimiento coral de la izquierda se logra tanto más ágil y fácilmente cuanto más débil conceptualmente sea ésta, y en especial cuanto más subjetivista sea su concepto de sí misma. En definitiva, el narcisismo de la izquierda es posibilitado por el subjetivismo de su autoconsciencia; como vengo subrayando, el narcisismo es la patología íntima de este subjetivismo epistemológico y ontológico que la izquierda sufre impuesto por el orden del capital.

No quiero cerrar este comentario sin mencionar cierta similitud, aunque invertida, de esta figura del izquierdista narcisista con la del déspota ilustrado. Estas figuras sociales suelen gozar de gran atractivo y reconocimiento, que proviene de la extravagante y fascinante combinación de sus dos determinaciones. En el déspota ilustrado la fascinación procedía de ser “ilustrado” siendo “déspota”, es decir, su opuesto; el mérito no le venía de su condición de ilustrado, sino de que no siéndole necesario lo fuera; incluso seducía su pasión, devenida obligación, de parecer o simular ilustración contraviniendo y devaluando su función de déspota, de la cual dependía su vida, pues era esa función de déspota la que le permitía todo tipo de privilegios, incluso el de hacer ocasionalmente de ilustrado. Nadie como Diderot comprendió la perversión de ese juego narcisista; había vivido entre déspotas ilustrados, había gozado de cierta confianza y amistad, incluso benevolencia, pero al fin, a lo largo de los años, conocería la lógica del simulacro y llegaría a decir que sólo hay una figura más abominable que la del déspota, la del déspota ilustrado. Y lo cierto es que acumulaba avales suficientes en cicatrices y traiciones para decirlo con claridad y autoridad; vivió en sus carnes de ilustrado el dolor del más cruel de los látigos, el de los nobles y narcisistas déspotas que un día tuvo como protectores y amigos.

Con el izquierdista narcisista ocurre algo semejante, pues siendo narcisista no parece coherente esa necesidad de exhibirse con identidad de izquierda; no parece que la derrota y la subordinación que la izquierda lleva escrita en su cuerpo y en su alma sea buen terreno para el narcisismo; no se ve que los valores y formas de esta patología subjetivista puedan reconciliarse con la necesidad de igualdad y comunidad de la izquierda. Pero tal vez por reconciliar los opuestos, o por jugar a la misma farsa, el déspota ilustrado y el izquierdista narcisista aparecen en mi imaginario como figuras cogidas de la mano.


3.2. El narcisismo encadenado.

La izquierda afectada de narcisismo se parece en muchos aspectos a la representada por los falsos positivos, a pesar de sus remarcables diferencias; se parecen, por ejemplo, en que ni una ni otra están en su lugar, en que interpretan roles contradictorios y en que con excesiva frecuencia abandonan y dejan a la deriva al huésped, al compañero de viaje, a esa izquierda que a veces han ocupado, usurpado e incluso representado. Ser de izquierdas hoy pasa en buena parte por controlar la pulsión narcisista, por poner distancia con el narcisismo y con todas las formas de aparecer del subjetivismo. Considerarse de izquierda, asumir el compromiso de izquierda, significa tomar posición en las luchas de resistencia frente al capitalismo, y hacerlo con la consciencia de que se está ahí, formando parte de las mismas, porque en parte está en juego la propia vida, al menos la vida soportable, de cierto bienestar, pero sobre todo está en juego la vida digna, la irrenunciable dignidad de gente decente; en definitiva, consciencia de que se está en ellas porque se sufre la dominación y la desigualdad en sus diversas manifestaciones, se está para enfrentarse, resistir y negar esa situación.

Con esto quiero decir que se está ahí, en la izquierda, como mera forma de existencia o modo de ser, en todo caso sin méritos especiales, si acaso por “mala suerte”, y más bien por esa terrible ley de permanencia en el ser, que también rige en lo social, según la cual pesa lo suyo la determinación sociológica de clase. No hay razón para sentir orgullo de estar en la izquierda, ni para literalmente desear “larga vida a la izquierda”, si se tiene de la misma un concepto materialista (en el sentido ya definido); ese orgullo suele provenir de un concepto idealista, en el que se interpreta la izquierda desde el subjetivismo, que la ve como opción personal de valor, como una elevación del ser del hombre a una posición de eminencia que consolidar y cultivar, cual kierkegaardiana esfera de la existencia; y a veces ese orgullo deriva particularmente del subjetivismo patológico propio del narcisismo, que cultiva la idea de existencia de izquierda como opción libre y meritoria, con aromas de heroísmo, por ser generosa, solidaria, de exquisito altruismo.

Cierto, la derecha también tiene su orgullo y su particular narcisismo, pero de otro estilo, y aquí no nos interesa; entre otras cosas, porque hasta cierto punto el narcisismo de la derecha es comprensible, sus gentes tienen motivos para sentirse superiores ahí, en el mundo de la vida, que en buena parte gestionan y ordenan. En cambio, el narcisismo de izquierda me parece más intolerable porque equivale a decir: “soy de izquierda porque quiero, porque elijo estar con la virtud y el valor, porque soy capaz de sacrificar mi bienestar a valores superiores…” Ese discurso, hecho desde el mero subjetivismo, no es de izquierda, aunque sea una máxima sabia aceptar a todo el mundo que venga a ayudar a recolectar la cosecha amenazada por la tormenta; no, no es un argumento específico de izquierda, no responde a los fines particulares de la izquierda objetivamente determinada; incluso resulta sospechosa u ofensiva esa atribución para la gente que es y se siente de izquierda, y que ejerce de izquierda con humildad, porque en ello le va una vida mínimamente digna. La gente de izquierda no narcisista, exenta de orgullo, sabe intuitivamente que está ahí, en su posición, en gran medida porque le ha tocado; no considera que ello comporte mérito, y mucho menos orgullo. Está allí por motivos simples, por los mismos que trabaja con un salario escaso, que acepta que la tierra no sea de quien la trabaja, que a igual trabajo correspondan distintos beneficios, que tiende la mano a quien cae a su lado, que protesta por los abusos que ve en los otros…. Y también sabe intuitivamente, aunque no lo conceptualice, que le gustaría no tener que ser de izquierda por no existir o haber desaparecido la necesidad de serlo; y sabe que si se dieran esas condiciones no añoraría el pasado, no echaría de menos las luchas del pasado, ni los relatos gloriosos de injustas derrotas y victorias efímeras. Esa gente estaría satisfecha de haberlas dejado atrás, pues en su fuero interno sabe que ni fueron tan épicas ni tan gloriosas como las cuentan.

Poco tiene que ver esa actitud sencilla y humilde de resistencia con la izquierda narcisista que teatraliza su lucha como epifanía de su esencia superior, aureolada en una misión de inmolación evangélica, que inevitablemente conduce a esa triste y sombría figura que tantos y tantos revolucionarios encarnaron tras su exitosa revolución, en la que uno tras otro iba quedando literalmente fuera de lugar, sin encaje en el nuevo orden de cosas. La izquierda narcisista triunfadora se alimenta del recuerdo de su obra de ficción, celebrando como victoria las derrotas heroicas, las resistencias sin conquistas; incluso se mantiene en las derrotas reconvirtiéndose en activista de la “memoria histórica”, reescribiendo en tonos épicos y bajo la excitación retórica lo que la gente normal recuerda en silencio y con dolor, sin elevar la voz, con miedo a que el mal resucite. Así, mientras la izquierda que estuvo allí, que sabe que estuvo allí y que sabe lo que allí pasó, la izquierda narcisista se entrega a ocultar su ausencia con constante exhibición de los méritos por haber estado allí, por haber sido como uno debía ser, sin estar obligado por nadie, ni por los dioses ni por los hombres; simplemente por el honor de ser ese guerrero universal que encarna su idea de hombre de izquierda. No sé, pero tal vez en esa febril entrega al amor de sí, en secreto y meramente insinuado, en la algarabía de la izquierda narcisista late fuerte el orgullo arrogante de ser sí mismo, de seguir siéndolo en la derrota y más allá, cuya pasión le arrastra a sentir que para ser ayer y hoy de izquierda se ha de seguir siéndolo incluso después de la muerte. Sí, creo que la izquierda narcisista es empujada por su propia determinación constituyente a ir aún más lejos, obligada a fijar el relato de que la izquierda no debe morir, y por tanto no muere −los idola por definición son eternos−, aunque haya dejado de ser, aunque hayan desaparecido las condiciones que la engendraron y que ponían su necesidad, aunque ya no tenga qué hacer. El narcisismo, al fin pasión subjetivista, exige pensar que la izquierda siempre es necesaria, incluso después de su muerte, pues siempre le quedará a la izquierda la obligación de vivir para no ser olvidada, para legitimar su existencia pasada, para dar fe de que existió. Al fin, el subjetivismo tiene ese límite, que hasta Lenin en su Materialismo y empiriocriticismo denunciaba en el obispo Berkeley, en su forma de entender el principio esse est percipi. El narcisismo reactiva el problema: ha de sobrevivir la izquierda para hablar de ella misma y de su pasado, pues no existió si no hay quien hable de ella. Y en esa falaz lógica argumentativa se llega a la conclusión de que la función de la izquierda hoy es hablar de sí misma para mantenerse en el ser; este ensimismamiento es la última y más sublime expresión de su mutación narcisista.

Entre el relato calmado del hombre de izquierda que, tras la imaginaria victoria, no se preocupa del olvido, pues sabe que nunca lo olvidarán quienes estuvieron allí y quienes escucharon su historia, y el relato sobreactuado de la izquierda narcisista −con buena o mala voluntad, pero afectada de esa patología del subjetivismo capitalista−, que exige incluso la militancia a posteriori, que añora el agonismo de los viejos tiempos aunque sea en la ficción, se da la diferencia entre el ser en sí de izquierda, aunque no esté bien definido el ser para si, y el de ser meramente para sí, ser meramente autoconsciencia, mero concepto subjetivista, por tanto vacío de existencia.

Estoy convencido de que estas consideraciones se entienden mejor si acercamos el narcisismo al populismo, dos contaminaciones de la izquierda, sin duda emparentados; pero del populismo hablaré después, y en todo caso considero conveniente mantener la distinción conceptual entre ambos, pues no todo populismo es genuinamente narcisista. Lo importante a mi entender es tomar consciencia de la importancia del concepto, que pone límites, que nos ayuda a sortear el deslizamiento hacia los distintos desbarrancaderos que amenazan la marcha histórica de la izquierda. El narcisismo es uno de ellos, de los más seductores. Una izquierda narcisista no es sólo una izquierda estéril, es una rémora de la izquierda, es una antiizquierda. Esto es relativamente fácil de apreciar cuando ese narcisismo tiene un origen exterior, cuando procede de los “falsos positivos”, que serán más y más potentes, tanto más contaminantes y tóxicos cuanto más “prestigio” tenga la izquierda, cuando más pasos dé la izquierda en su buena dirección. Pero el carácter antiizquierda de la izquierda también tiene otro origen, otra vía de contaminación, en este caso interior, como he tratado de describir; el narcisismo brota con fuerza en esa necesidad de la izquierda, como agrupación humana, como organización social, de tener vínculos que aporten y refuercen su unidad, su identidad, su cohesión interna, en definitiva, su acción. Y ese es un terreno fértil y húmedo para la aparición del orgullo, que se manifiesta conveniente y necesario; y donde aparece el orgullo aparece el riesgo de exceso, el orgullo arrogante, el orgullo de hybris que hemos comentado. Por eso la izquierda necesita un concepto de sí claro y robusto, que permita cuanto fortalezca su eficiencia y ponga freno a cuanto abierta o enmascaradamente la ponga en peligro; un concepto, en fin, hasta cierto punto disciplinario, que bien tape con cera nuestros oídos, o al menos nos ate al mástil para resistir seguros los cantos de sirena.


3.3. La perspectiva de superación del capitalismo.

No debieran despistarnos los innumerables usos de los términos “izquierda” y “derecha” a lo largo de la historia; todos ellos expresan formas de representación por los hombres de la lucha del bien y el mal, pero hoy el mal social, su figura universal, es el capitalismo, del mismo modo que el bien es la resistencia al mismo, su debilitamiento y su superación. Digo “superación” y no “destrucción” porque si un sector mayoritario de una nación se opone al capitalismo no es por lo que produce, por los bienes, medios y posibilidades que proporciona, sino por el modo de producirlos y distribuirlos. No son la máquinas, ni los productos, ni siquiera medios tan emblemáticos del capital como el dinero o el mercado, los que generan desigualdad, injusticia, sufrimiento, represión innecesaria, violencia gratuita, y por consiguiente lo que la izquierda ha de combatir; las causas del mal social en el capitalismo no son los medios o instrumentos, son las relaciones de producción y de dominio en que se sustenta, las sumisiones y jerarquías que produce y reproduce, su intolerable reparto social del dolor y el bienestar, de las penas y las alegrías, de la apropiación privada de las riquezas y la socialización del trabajo. Y si ellas son la causa, hacia ellas ha de dirigir la izquierda su acción, ha nacido para eso.

La superación de ese estado de cosas implica sin duda su destrucción, la negación de ese orden social, de muchos de sus elementos producidos ad hoc para su reproducción, de sus relaciones de propiedad y sus dispositivos de dominación que hace posible lo que Marx llamaba “subsunción formal” del trabajo en el capital. Sin duda superar un modo de producción implica destrucción, aniquilación de muchos de sus elementos, pero no de todos; del uso de muchas categorías, pero no de todos sus usos ni de todas ellas. Todos los modos de producción, incluso el más poderoso de los conocidos, el del capital, incluyen subsumidos elementos y relaciones procedentes de modos de producción anteriores, y en especial del “origen”, de lo que podríamos llamar contenido cuasi natural de las categorías. Por ejemplo, la producción social será siempre determinada en cada modo de producción, pero siempre ha de haber trabajo, medios de trabajo, materias primas…; y siempre los productos han de tener valor de uso, ligado a las propiedades “cuasi naturales” de los elementos empleados en producirlo, aunque ese origen cuasi natural sea siempre en realidad un referente transcendental abstracto, necesario para pensar, pero que siempre aparece bajo una determinación social concreta. En todo caso, y esto es lo principal, no todo lo que hay en el orden capitalista es de origen capitalista, aunque todo allí funcione por y para el capitalismo; en nuestra ontología materialista las cosas son y no son, como el gato de Schrödinger, a la vez y en dimensiones diferentes.

En consecuencia, la superación del capitalismo no habría de ser pensada como destrucción o aniquilación hasta de su sombra; incluiría inevitablemente la eliminación de ciertos elementos y relaciones, pero no de todos; desaparecerá, negada y superada, la totalidad, pero no el conjunto en pleno. Es razonable que esa destrucción incluya a la forma capitalista de la propiedad y de la distribución, a la organización de las distintas esferas, a la estructura de subordinaciones, jerarquías y subsunciones, así como a las clases orgánicas y a otros elementos esenciales; pero otros elementos, relaciones y formas del conjunto perdurarán y pasarán a subsumirse en otro orden, bajo otra hegemonía. Pero incluso esos elementos aludidos en abstracto como “esenciales”, en cuanto a su forma de destrucción o superación, habrían de entenderse en clave relativista y dialéctica. Se destruye lo “esencial” qua esencial, es decir, deja de ser lo “esencial”... para el capital, deja de ser aquello que le permitía ser y reproducirse como capital, aquello que soportaba y garantizaba su existencia; pero puede seguir subsistiendo subsumido en otra forma, al servicio de otro orden y otro fin; e incluso puede subsistir como obstáculo, como resistencia, como residuo; en definitiva, como expresión de la metamorfosis de lo esencial que ayer representaba el ser real y ahora pasa a significar aquello cuya presencia impide o niega la aparición de un orden nuevo (ocasionalmente socialista).

Por poner un ejemplo, parece obvio que la tecnología digital ha sido y sigue siendo para el capitalismo un instrumento “esencial” para su forma y ritmo actual; en su implantación hubo de dejar en la cuneta medios y formas anteriores obsoletas, tal que nadie cuestiona su profunda identificación con la lógica y el orden del capital. No obstante, en una alternativa revolucionaria ese factum no es necesariamente un obstáculo del nuevo orden que requiera su total negación, pues esa realidad técnica puede y debe subsumirse bajo un orden socialista, encuadrarse en su forma, en su estructura de fines, de modo que, trabajando en la producción social, deje de funcionar para el capital y los intereses privados y pase a hacerlo para el bien social y la riqueza común. Incluso tiene sentido pensar que esa tecnología se basa e implica, exige e impone, una alta socialización del trabajo y la vida, y que es susceptible de un cambio de relaciones de dependencia y subordinación.

Por el contrario, otros elementos y relaciones del capitalismo −los que constituyen la esencia de este modo de producción− habrán de ser negados, suprimidos. Por mencionar el elemento más tópicamente capitalista, la propiedad privada capitalista de los medios de producción, parece a todas luces no subsumible bajo relaciones socialistas, pues la presencia de unas implica la ausencia de las otras. Es cierto que podríamos profundizar más, y ensanchar la semántica de la categoría “propiedad privada”, ahora identificada con la propiedad capitalista actual, y elaborar una tipología variada, clara y distinta, todas ellas encajables en la producción capitalista pero opuestas en grados y modos diferentes a la categoría de “propiedad común” del pensamiento socialista; y es obvio que también podríamos delimitar diferentes figuras de “propiedad colectiva”, y confrontando ambos repertorios encontrar estrategias apropiadas para pensar la transición de una propiedad a otra sin cataclismos sociales. Ahora bien, en todo caso, y dejando de lado este juego constructivista, lo que conviene poner de relieve es -tanto en la forma capitalista de la propiedad privada como en la actual tecnología digital, ambas esenciales al capitalismo de nuestro tiempo-, es que cada orden social pone unos límites a sus elementos constitutivos, y que el paso de uno a otro exige hacer distinciones entre lo que ha de ser negado de modo absoluto, eliminado, y lo que sólo es negado en su función o en la jerarquía de esa función, tal que puede reciclarse a un nuevo orden social.

En todo caso, pues sólo son ejemplos, lo que quiero señalar es que en la alternativa al modo de producción habrá elementos del capitalismo que quedarán fuera y otros que quedarán dentro, debidamente subsumidos; y que será un proceso de reajustes y selecciones, en el que quienes tengan que construir aquel nuevo orden, con las necesidades objetivas y la subjetividad de su momento, tendrán razones para decidir y en consecuencia irán decidiendo; pues no nos compete a nosotros, desde la ontología que proponemos, decidir ya el modelo social futuro y lo que cabe y no cabe en él, lo que hemos de desguazar y reciclar.

Como he dicho, las categorías son productos, y por lo tanto tienen historia y metamorfosis. Las categorías con las que nos representamos el universo capitalista incluyen los elementos subsumidos, apropiados, hechos suyos, por este modo de producción. Son “capitalistas” porque globalmente sirven al capital; e individualizadamente cada uno ejerce una función asignada para la reproducción del capitalismo; aislados, en su función abstracta, cumplen una función cuasi “natural”, que en otro orden social recibirá su determinación específica. Es cierto que las máquinas y las instituciones, su materialidad, siempre funcionan bajo una forma social, que les asigna las funciones; pero la misma máquina o relación puede ser susceptible de distintas subsunciones: estar al servicio de la producción de “valor”, figura de la riqueza en el capitalismo, o al servicio de la provisión de “bienes”, valores de uso. A la máquina, como decía Marx de la levita, le da igual el sastre que la diseñe, la modista que la zurza y el ciudadano que se la ponga; como levita no tiene nacionalidad ni estatus social, es cuasi “natural”; pero ya se encargará la sociedad de darle uso “social”, de asignarle representaciones simbólicas. Y si bien es trivial e irrelevante para ella que se use para marcar estatus o para abrigarse, no lo es para quien la lleva puesta ni para quien la mira y la admira. La diferencia, en todo caso, no le viene a la levita de sus propiedades como cosa útil, no proviene de su valor de uso, sino que le viene de fuera de ella, de quien la luce y de quien la envidia.

La izquierda, por tanto, debería tener claros los contenidos y límites de su oposición a un sistema social, pertenezcan a la esfera económica, político-jurídica, cultural o filosófica; debería saber qué elementos y relaciones sociales ha de combatir y por qué. El esteticismo de izquierda, o la izquierda estetizante, casi siempre manifestación del narcisismo, es una forma de fuga que sirve de autoengaño, cuando no de engaño directo por medio de los falsos positivos. La gran destrucción del capitalismo no es necesariamente signo de izquierda; el radicalismo de la universalidad responde a juicios de valor propios de pensamientos esencialistas, que no entienden que el gato de Schrödinger está vivo y muerto, en ambos estados, hasta que abramos la puerta. En perspectiva dialéctica, en cambio, la izquierda ha de ejercer la negación, el rechazo, desde la posición concreta actual: de aquello que hoy, no mañana, fortalece y reproduce el capitalismo. Ésa es su función hoy. Mañana será otra, será el momento de reconstruir la casa salvando lo que se pueda y que venga bien para su nuevo destino, sin temor a que lo ayer condenado pueda ser reciclado, o a la inversa. La izquierda no puede sacralizar un modelo abstracto y aferrase a su construcción; hoy ya no puede hacer lo que ayer hizo y hoy se arrepiente, como construir el modelo ideal con un solo partido, fijar modos alternativos de representación democrática, identificar lo común con lo público… Lo que nos enseña la historia es que todo envejece y que es estéril intentar dilucidar cómo será el futuro cuando no nos corresponde a nosotros hacerlo. Conocer los límites, no caer en la sacralización de las abstracciones, ser humildes y coherentes, eso es lo que se puede pedir a la izquierda. No que salve al mundo, pero que ayude a resistirlo y, si de algún modo puede, a dirigirlo hacia las verdes praderas.

Permitidme un recuerdo a un viejo amigo antifranquista que, tras treinta años en el exilio, de nuevo en nuestro país y en contacto con la izquierda universitaria del momento, una izquierda que a la sazón buscaba su lugar, sus formas, su ética y su estética, o sea, se buscaba a sí misma, –no su razón de ser, que era obvia, que estaba allí, se dejaba ver−, nos contaba que no entendía nuestras disquisiciones sobre la revolución. Simplificando mucho, nuestra conclusión era que la revolución ya no podía ser lo que se pensaba. Marx la había pensado de forma muy concreta, centrada en la esfera económica, como supresión de la propiedad privada de los medios de producción, y lo demás, el orden a construir, vendría dado. Lenin, en cambio, vino a mostrar que no podía ser meramente económica, sino eminentemente política (“la política en el puesto de mando”, decíamos). Unas décadas después, Mao nos convence de que la revolución no podía acabar ahí, que para no corromperse debía extenderse a la cultura (“revolución cultural en marcha”). En fin, para abreviar, en aquellos días había llegado Marcuse a nuestras universidades y librerías proclamando que una revolución “actual”, libre de anacronismos y del moho obrerista, había de incluir la antropología y la estética, había de incluir nuestras “formas de percepción” del mundo. Y allí teníamos a nuestros directores de cine soñando que la revolución se hacía gracias al travelling de la cámara y al juego de flashbacks, rompiendo la linealidad del discurso y la alienante coherencia del relato; y allí teníamos a nuestros arquitectos que combatían a la burguesía sustituyendo en los bloques de piso las cocinas, lavadoras y cuartos de baños privados por servicios colectivos en el semisótano.

Mi amigo, un comunista honrado, con cárcel y campo de refugiados a su espalda, y con décadas cruzando la frontera clandestinamente, no entendía nada de nuestra creatividad. No abrió la boca en el debate. Luego me dijo algo así: “No hemos hecho la primera y ya os preocupáis por la sexta. Que tengáis suerte”. La de Marx, la primera, que al menos era fácil de pensar, seguía pendiente; la de Lenin (“el poder a los soviets”) y la de Mao (“poder obrero y campesino”) y la del “Ché” (“del monte a la ciudad”), estaban ahí, a la cola, esperando su hora. Y ya estábamos criticando la marcusiana, la “revolución ontológica”, pues había concluido que las primeras no tenían solución mientras no consiguiéramos pensarnos diferente. ¡Pobre amigo! Ni una sola queja, pero seguro que se fue pensando: “Para esto…”


3.4. Entre el bien y el mal.

He sostenido antes que no debieran despistarnos los absurdos debates estéticos por la mayor o menor belleza de ser de izquierda o de derecha; en esas batallas estériles siempre gana el mismo, el que tiene interés en que hablemos de los valores y no del ser, de los accidentes y no de la substancia, de los fenómenos y no de la cosa, de la inflación y los precios del mercado y no del hambre o el frío. Esas batallas son tan absurdas como la de decidir si es más bello o moral ser trabajador asalariado o patrón −en el eufemismo permanente en que se mueve nuestro discurso hoy se diría entre trabajar por cuenta ajena o por cuenta propia−; son tareas variadas de entretenimiento, de distracción. Cada uno está donde está y lo razonable es que sea desde ahí, desde su posición determinada, desde donde construya sus armas (su consciencia, sus conocimientos, sus valores, sus relaciones, sus instituciones…) para resistir y salir adelante. Y entre esas armas ha de estar, sin duda, su consciencia de sí, como clase y como izquierda, su posición en el mundo, el conocimiento de su lógica y de sus dispositivos de reproducción, sus formas de escisión, desigualdad, dominación…, en fin, todo aquello que le ayude a resistir la realidad y a transformarla en cuanto le afecte negativamente.

“Derecha” e “izquierda” son nombres o símbolos de los dos conceptos con los que la humanidad ha intentado, desde siempre, representarse el orden social, siempre escindido, siempre estructurado en la desigualdad y la dominación; son los dos conceptos con los que la humanidad ha pensado la lucha eterna entre el bien y el mal. Ha sido así a través de milenios: en los distintos lenguajes y las distintas culturas la derecha –siempre desde el poder y ejerciendo de Arquitecto y Juez, los dos bellos títulos del demiurgo− se ha identificado con lo puro, recto y noble, con lo justo, lo normal y el orden, incluso con lo sagrado; en definitiva, con el bien. La izquierda, a su vez −siempre subordinada, siempre en la oposición, asumiendo el lugar que le dejaban y tratando de usarlo en su defensa−, ha sido identificada con lo impuro, curvo, oscuro y vil, con la desgracia y la crueldad, con la anormalidad y el desorden, incluso con lo profano; o sea, con el mal. Ha sido así en todas las culturas, encontramos descripciones parecidas en los Evangelios [11], en el Talmud, en el Corán, en la filosofía griega [12]… Esa distinción y jerarquía se reproduce en los gestos y los símbolos: griegos y romanos juran con la derecha y saludan con el brazo derecho en alto y apuntando hacia adelante, como los fascistas. Por cierto, hay gente de nuestra izquierda reciente que saluda puño en alto… pero con el brazo derecho. Nosotros nos saludamos estrechando nuestras manos derechas. El mismo Freud recoge esta tradición al decir en La interpretación de los sueños que “El camino de la derecha (el camino derecho) significa siempre el camino del Derecho, y, en cambio, el izquierdo, el del delito. De este modo puede el segundo representar la homosexualidad, el incesto y la perversión, y el primero, el matrimonio y el comercio sexual con una mujer, etc. El camino de la derecha (el camino recto) significa siempre el camino del derecho, y en cambio, el izquierdo, el del delito” [13]. Y si lo dice Freud, a ver quién le lleva la contraria.

Todo este simbolismo puede servirnos como acercamiento a la idea de que derecha-izquierda es una relación de lucha entre el poder constituido y la resistencia al mismo. No es tanto la confrontación entre dos mundos, el real y el ideal, el objetivo y el subjetivo, sino entre dos fuerzas: la que tiende a conservar el orden social existente y la que se resiste y quiere emanciparse del mismo. Con frecuencia, bajo el dominio subjetivista, se atribuye a la derecha y a la izquierda dos ideales sociales, dos códigos de valores, dos modos de vida… Estas distinciones son correctas, asumibles, en cuanto se ajusten razonablemente a la realidad, cosa que ocurre cuando esas contraposiciones se entienden como posiciones enfrentadas en una misma formación social; es lo que vemos habitualmente en la lucha entre la izquierda y la derecha en nuestras naciones. En cambio, a veces se las distingue por sus dos modelos de sociedad, el capitalismo y el socialismo, o una u otra sociedad alternativa, tal que el capitalismo es la derecha y el socialismo la izquierda. ¿Es esta distinción correcta o contiene falacia?

De entrada he de decir que esta distinción en el fondo desdibuja la realidad, y afecta a los conceptos; distinguir la izquierda y la derecha por los modelos de sociedad que proponen idealmente es una distinción declaradamente subjetiva que borra cualquier huella de objetividad, de determinación social, del concepto de izquierda. En ese escenario de representación, ser de izquierda o derecha sería, esta vez sí, una opción meramente ideológica, una mera posición de valor; no tendrían más legitimidad que la que les proporcionara el número de votos. En esa perspectiva la izquierda pierde su razón de ser, y sin duda su historia, e incluso sus orígenes.

Creo que derecha e izquierda no se relacionan de forma inmediata por las dos ciudades ideales que persiguen, sino por su posición a favor o en contra del sistema social en que ambas existen, del que son determinaciones inevitables. El conflicto derecha/izquierda no es tanto la contraposición entre dos ideales, dos cuadros de valores, dos misiones evangélicas, sino entre dos actitudes ante el mundo social que divide y enfrenta a los seres humanos; entre dos actitudes también subjetivas, sin duda, pero siendo ambas expresión de relaciones de dominación y dependencia que una de ellas, la derecha, defiende y reproduce, mientras la otra, la izquierda, rechaza y ofrece resistencia. Por tanto, nacen juntas, se desarrollan juntas, se producen una a la otra… en una tópica relación dialéctica. Si la izquierda y la derecha fueran autoconscientes comprenderían que solas no pueden existir, que ambas han nacido en el capitalismo −como derecha e izquierda del capitalismo− y ambas desaparecerán con él. Otro modo de producción o sistema económico-social −excepto que fuera el CTS, la “comunión de todos los santos”− aparecerá sin duda con su “derecha” y su “izquierda”, pero estos nombres no denotarían los mismos referentes, no cargarían con el mismo contenido.

Cosificar la izquierda es un rasgo del narcisismo, que la convierte en una substancia eterna, que traspasa todas las rupturas de la historia, que sobrevive a todas sus muertes; su eternidad es una condición de su embellecimiento; su divinización es una exigencia de su sacralización. La izquierda perdería su atractivo narcisista si se reconociera finita y contingente; el orgullo sagrado de la pertenencia exige pensarla como un modo de ser universal, que subyace puro bajo apariencias temporales diversas. Por decirlo de modo tosco: la izquierda narcisista seguiría sintiéndose izquierda, la misma izquierda, en una situación postrevolucionaria; en cambio, tendería a pensar que la clase obrera no sigue siendo la misma clase obrera en el socialismo; que el proletariado y la burguesía ya no son clases −si acaso residuos− en el nuevo orden social; pero la izquierda… ésta seguirá siendo la misma e idéntica, pues lo necesita el narcisismo para ser quien es, para seguir sintiéndose instalado en la eminencia.

Cierto, parece más efectivo desde la razón instrumental proponer que, tras la alternativa social, la izquierda estará en el poder; al fin esa alternativa es el triunfo del buen y la izquierda lo encarna y simboliza en la consciencia narcisista. Decir a la izquierda “lucha por tu desaparición” no parece atractivo; decir al obrero “lucha por salir de esa condición” tal vez sí. Pero la izquierda no es la clase adecuada para el narcisismo, la izquierda es más digna, más excelsa, más sublime; por tanto, permanece, se mantiene a través de las revoluciones, viene a decir. Asumir que su existencia es también efímera, y que se va con la tormenta de la revolución o con la dulce llegada del alba, es algo así como negarle belleza, manchar su atractivo, restarle esencia. En definitiva, deberíamos pensar bien estas cosas, y asumir como formación de la izquierda la lucha contra el narcisismo, que no sólo entorpece, sino que desvía, contamina y degenera la consciencia y función de la izquierda. También este límite debe incluirse en el concepto.



4. CONTRA EL IDEALISMO.

Proposición 4.

Izquierda” y “derecha”, en una ontología materialista, son categorías que refieren a posiciones o funciones sociales del individuo en tanto ser social, sólo y exclusivamente a su modo de ser social. Esa dimensión existencial no agota su realidad, ni siquiera tiene que constituir su esencia; es una dimensión importante de su existencia, pero no la única, ni necesariamente la principal. Por analogía, y sólo por analogía, podemos considerar de izquierda o de derecha a la función social de instituciones, magistraturas, figuras políticas o jurídicas, situaciones o relaciones económicas, etc.; pero esa consideración no debemos derivarla de sus características materiales o formales, ni de sus estatutos, proyectos o programas oficiales pragmáticos o ideales, casi siempre formulados en términos del interés general. La consideración de una institución como de izquierda o de derecha ha de basarse únicamente en su posición específica ante el orden capitalista. En este sentido, un gobierno no es de izquierda porque la fuerza política que lo sustenta lo fuera o lo sea; ambos tipos de instituciones, partidos y gobierno, son de izquierda si y sólo si su actuación, su praxis, tiene como objetivo −inmediato o mediato, pero de modo efectivo− la salida del orden del capital, la emancipación de su sumisión a la forma capital”

Comentarios:

4.1. El ideal para resistir la realidad, la ciencia para transformarla.

Con esta tesis contra la concepción idealista de la izquierda trato de dar objetividad a la expresión “ser de izquierdas”, sacar de su concepto la sumisión al idealismo moralista en el que habitualmente queda enmarcado, su reconocimiento en la moralidad. Por supuesto, nadie es de izquierda a tiempo completo, aunque sí pueda ser constante y eterna su voluntad de ser de izquierda. Por otro lado, si bien militar en una organización de izquierda ayuda a esa autodeterminación, no es suficiente garantía, pues la voluntad de poder, la representación de sí mismos, de los individuos y las organizaciones, no son suficientes para constituir el ser. Es una pedantería voluntarista pretender que se es lo que se quiere ser, aunque cada uno pueda halagarse y consolarse como pueda. Una vez más con Hegel, el para sí no basta, no implica el en sí; tampoco a la inversa, ciertamente, pero el en sí parece una buena primera fase, en espera, que apunta bien al ser; puede esperar el para sí, llamarlo, atraerlo, forzarlo; en cambio, el para sí sin pasar por el en sí, la subjetividad indeterminada, la autoconsciencia sin consciencia, resulta extraño, gratuito, ficticio, vacío, ilusorio.

Querer ser no es ser, quererse de izquierda ni siquiera conlleva el ejercer de izquierda. En cambio, uno puede ser y/o ejercer de izquierdas sin quererlo, inconscientemente, en-sí; y puede ejercer sin serlo ni quererlo, espontáneamente, contingentemente. Pero no se es de izquierda espontáneamente, ni por mera voluntad, ni por ensimismada convicción. Ser de izquierda ha de incluir ambos momentos: el de la determinación social, que coloca al individuo como efecto del todo escindido, una parte exterior a la otra, marcado en su situación; y el momento de la consciencia de esa determinación, que por mediación de ese autoconocimiento genera la voluntad explícita de defensa, de enfrentamiento, de oposición. Es algo similar a la aceptación por el individuo del reto del sistema social: tú me has puesto aquí, en el lado de la servidumbre, y yo acepto la lucha, te acompañaré hasta el final, nos destruiremos juntos. Se entiende así nuestra insistencia en presentar la izquierda como consciencia, que no es sólo conocimiento de su fin y destino, sino de sí mismo, de su historia, de las marcas de la experiencia con que la consciencia constituye su ser.

Ahora bien, para que ese reto no sea de mera aceptación, de resistir pasivo hasta la muerte, sino de aceptación rebelde, buscando en cada momento acortar esa historia −acortar la historia−, el individuo ha de llevar a cabo una intervención eficiente, una lucha con efectos prácticos. Con esa exigencia, con ese imperativo práctico, entra en juego la necesidad de asociación, de organización de sus respuestas e iniciativas. Puede haber, de hecho hay, posiciones individualizadas de izquierda que en su aislamiento quedan lastradas de esterilidad; formalmente siguen siendo de izquierda, pues en el individuo se dan las dos exigencias, la determinación social y la consciencia, pero su praxis, espontánea o continuada, pierde su efectividad fuera de la asociación, fuera de los partidos u organizaciones de izquierdas. Sin éstos la intervención del individuo, esté activa en momentos dispersos de resistencia o de modo continuo, se convierte en una aceptación del reto inútil; moralmente digna tal vez, pero poco eficaz. Con la peculiaridad de que si se tiene consciencia de esa ineficacia la posición misma resultaría sospechosa: es necesariamente una posición sospechosa en la medida en que de facto renuncia a cumplir su misión de debilitar todo lo posible al capitalismo. La inmolación personal, por sublime que sea el motivo, no hace cosquillas al capitalismo; una lucha justa, larga y conscientemente estéril será propia de persona decente, pero no de individuo de izquierda.

En definitiva, la posición de izquierda incluye la convicción de que la lucha es colectiva y sólo puede hacerse eficazmente en el seno de organizaciones. Cierto, ello puede significar nuevos problemas, pero la cuestión aquí no es la de evitarlos, sino la de hacer efectiva la acción política. Cuando los problemas de la organización son capaces de imponer el desánimo y la diáspora, el mal no está sólo en que debilita la fuerza de la izquierda, sino en que revela la debilidad previa de ésta. No hay problema de organización que no pueda ser asumido, paliado o soportado cuando la “voluntad de poder de izquierda” es potente; ésta puede perder unas décimas de intensidad o potencia, pero quedan bien compensadas por la “producción añadida de la socialización”. Deberíamos pensarlo seriamente, pues parece obvio que la izquierda vive como uno de sus principales enemigos su impotencia para construir organización, para construirse como organización; su “muerte técnica” tiene mucho que ver con su dispersión libertariana (“libertaria” es otra cosa).

En nuestros tiempos de subjetivismo victorioso es muy relevante evitar caer en el discurso idealista de la “izquierda subjetivada”, que incurriendo en la falacia sentimentalista (a imagen de la falacia naturalista) suele pasar del quiero al es. La voluntad de izquierda, la subjetividad de izquierda, es importante, sin duda; pero el ensimismamiento, el narcisismo, son riesgos a la vuelta de la esquina. De ahí la importancia de reconocer lo que antes se llamaba “las armas de la ideología dominante”, que hemos simbolizado en el subjetivismo. Hemos de asumir que, aun sintiendo la dominación y rebelándonos frente a ella, en muchas situaciones no es fácil identificar la posición objetiva, efectiva, de izquierda. La queremos, pero no siempre la sabemos. En los casos fáciles (miseria, corrupción, exclusión…) no hay duda, todos de acuerdo; pero, como he dicho ya, en esos casos triviales coinciden todas las personas decentes, sin distinción de clase o de adscripción política. Ahora bien, hay otras muchas situaciones que son complejas de discernir, en las que nos vemos tentados a improvisar, y en ellas llamamos “opción de izquierda” a cualquier ocurrencia, cuanto más novedosa e insólita mejor.

La consciencia decente, por atractiva y noble que sea, es idealista; el ideal no tiene por qué ser malo, mientras se tenga por ideal y se trate como ideal. Como siempre, el error procede de la abstracción, necesaria en el análisis, pero que si olvidamos su tiempo y su destino (regresar a lo concreto, reinstalarlo en la totalidad) y lo substantivamos, sacralizamos y universalizamos (en forma más prosaica, lo “cosificamos”), acabamos creando monstruos. De este modo un ideal, que juega su papel con eficiencia para guiarnos en la distancia, acaba sirviendo para negar y condenar la realidad imperfecta e impedir las mediaciones, pactos y transacciones socialmente necesarias para avanzar en su transformación. De instrumento de esperanza y guía deviene en obstáculo y medio de división y dispersión; ése es el cambio de uso perverso del concepto.


4.2. El ideal de la decencia no es suficiente.

Toda posición, por idealista que sea, que trate de eliminar o disminuir el sufrimiento, la miseria material, moral o intelectual, la exclusión social, la injusticia, la desigualdad... es en sí misma meritoria, sin duda; y en muchas situaciones de absoluta necesidad, de urgencia, es comprensible que esas máximas absorban nuestra voluntad. Ahora bien, una cosa es enfrentarse al mal, intentar paliarlo, y otra querer acabar con el mal y juzgar estéril y despreciable cuanto no lo consiga de raíz: lo primero es loable, incluso urgente, pero a veces no es lo más importante. La izquierda siempre tendrá dos ideales guiando su actitud y su práctica: el ideal de gente decente y el ideal de acabar con el capitalismo. En ambos casos, aisladamente, ha de asumir esa contradicción entre dar pasos humildes que parecen ser insignificantes y estériles o entregarse a la retórica (y, en ocasiones, a la práctica) de la revolución. Pero, dado que ambos actúan de modo simultáneo, y con lógicas propias diferentes, ve agravada la cuestión de a cuál de los dos ha de dar primacía y el modo y los límites de esa prioridad. Sin duda es un problema práctico importante, que exige tener los conceptos claros y bien estructurados, pues no hay recetas universales.

Relegar la lucha contra el capitalismo por las urgencias en corregir sus heridas diarias es una opción comprometida, pero inaplazable; y esa tarea también ha de asumirla como misión inaplazable la izquierda anticapitalista; no es su misión esencial, pero ha de incluirla en su repertorio. No obstante, ha de hacerlo sin dejar de mirar a la cima, que es adonde debe dirigirse, sin perder el norte y perderse en las derivas. La solidaridad, la lucha por la decencia, incluso por el bienestar general, con ser importante, no son credenciales suficientes para pertenecer objetivamente a la izquierda orgánica, actual, inevitablemente anticapitalista, que no sólo trata de resistir y paliar el sufrimiento y la exclusión, la desigualdad y la injusticia, sino que aspira a eliminar las condiciones sociales que inevitablemente producen y reproducen esa condición.

Ahora bien, incluso esta voluntad anticapitalista se queda en mera determinación subjetivista si no va unida a una posición y una acción objetivamente anticapitalista, lo que requiere consciencia de izquierda; consciencia inaccesible, imposible, sin conocer la realidad en la que surge, que marca su destino y define su ser: en definitiva, sin conocer el capitalismo. Conocer no sólo sus síntomas, no sólo sus fenómenos, pues éstos los sabemos, los vemos, los sufrimos, sino conocer también su esencia, su funcionamiento, su origen, génesis y horizonte al que se encamina. Ha de conocer su lógica, no ya sólo sus efectos de explotación de la fuerza de trabajo sino sus medios y sus recursos para su reproducción, para mantener su hegemonía, todo ello mediante sus variadas formas de dominación. Es y ha de ser ésa la lucha de fondo propia de la izquierda orgánica; a ella le corresponde, le ha sido asignada por el propio modo de producción que la ha engendrado; a ella ha de subordinar las otras, las ocasionales, las batallas en la superficie por la igualdad y la justicia; ha de enfocar sin duda éstas para, como síntomas, al mismo tiempo acercarse a su objetivo propio.

La consciencia de izquierda, como la consciencia de clase −que no es lo mismo, aunque próximas en rango−, no se consigue fácilmente. No es fruto del azar, ni del instinto, ni de la necesidad objetiva, ni de la voluntad subjetiva. Recordemos las infinitas batallas por definir la consciencia revolucionaria, indisociablemente unidas a los intentos de imponer la propia visión de la misma; estrategias todas arraigadas en el mismo error, en el supuesto de que la posición de izquierda responde a un modelo fijo, transhistórico, incondicionado, tal que cualquier desviación es deserción. Tener consciencia de clase o consciencia de izquierda se confundió muchas veces con servir a un credo, un protocolo, casi un algoritmo, como si se tratara del catecismo de una religión laica. La misma idea de “anticapitalismo” se ha vivido a veces como aniquilación de lo existente en el reino del capital, cuando en realidad –como han anticipado en la práctica las revoluciones socialistas− se trata de borrar de la faz de la Tierra algunos elementos y relaciones, pero conservar los otros cambiando su subsunción, que no es poca cosa.

La perspectiva de la annihilatio mundi se olvidaba así de lo esencial, ese materialismo y esa dialéctica con que hemos de pensar categorías tan fundamentales en el espacio político como “izquierda” (o “derecha”). Olvidaba que las categorías sociales, al fin productos de la vida social, se mueven, cambian, se metamorfosean, envejecen y se rejuvenecen. Olvidaba, o ignoraba, que las cosas, las relaciones o las prácticas, no son esencias, sino que su ser le viene dado por la forma de la totalidad en la que están subsumidas; es ésta la que hace que el trabajo o la máquina sean “capital”, y sirvan al capital y su reproducción, o sea, riqueza que crea más riqueza social.

Entiendo que necesitamos un criterio ya, para caminar cada día, y no podemos esperarlo como resultado de recorrer la vereda; lo necesitamos para hacer el camino, no para después. Su ausencia nos entrega a la incerteza, nos pone al lado del desbarrancadero del subjetivismo, nos arrastra al idealismo, a los buenos deseos. Hay muchas situaciones que nos interpelan y nos exigen respuesta de izquierda, y ésta no es la que brota espontánea de nosotros, como improvisada ocurrencia. La espontaneidad natural, el instinto, no son metodologías fiables. Insisto una vez más: la determinación social, incluso la determinación de clase, no garantiza la consciencia; ésta es a su vez un producto a generar y cuidar, a producir. Por eso necesitamos con urgencia un concepto, y lo necesitamos ya.

Ante la urgencia y faltos del mismo, surge en nuestra mente la cartesiana idea de una “moral provisional”, mientras tanto. Y que, en este sentido, una respuesta verosímil y oportuna, siempre y en sí misma defendible aunque sea espontánea, la encontraríamos en la máxima de posicionarnos siempre a favor de los débiles y contra los poderosos. Podríamos, pues, asumirla como “máxima provisional de izquierda”. Parece correcto, es una buena perspectiva, apunta en la buena dirección. Es, sin duda, una actitud de personas decentes. Pero ¿es ésa la condición suficiente para ser de izquierda? ¿Ser de izquierda es reducible a ser decente, vuelvo a preguntar? Creo que no, que la decencia es conditio sine qua non, sin duda, pero no basta, no es satis conditio, no es suficiente. No lo sería aunque tuviéramos su contenido en un catálogo de valores debidamente ordenados y jerarquizados; la cualidad de una posición para ser de izquierda orgánica ha de estar en relación con la posición anticapitalista.

Ser de izquierda, en sentido objetivo, se define propiamente por sus efectos −los efectos de la acción de ser− en el capitalismo, no por sus efectos de alivio o defensa de los seres humanos sometidos al capitalismo; ser de izquierda propiamente se decide por la resistencia y oposición a la valorización del capital, no por la defensa y oposición a la explotación y opresión del capital en los seres humanos. Éste es el criterio que nos saca del idealismo y nos pone en perspectiva de materialismo filosófico: valorar la acción, medir la oposición, por sus efectos en la marcha del capital, en su ritmo de valorización, no en su maquillaje humanista.

Aunque indudablemente la posición de izquierda incluirá otras muchas funciones, incluidas las luchas contra la dominación en todas sus formas y lugares, su tarea propia es la oposición a la reproducción del dominio del capital; los otros planos, el enfrentamiento a las otras formas de dominación, serán siempre funciones derivadas, indirectas. Y es así aunque estas tareas sean el fin principal de una persona decente; y aunque por ello la posición de izquierda pueda compartirlas con las personas decentes de clases y adscripciones políticas distintas; no obstante, insisto, la posición de izquierda tiene además, y como su fin principal, el de enfrentarse a la valorización del capital, en todos los lugares de las estructuras y las subestructuras donde el capital encuentre apoyos. Esa ha de ser su función, y aunque tiene el deber −por coherencia− de ocuparse de las cuestiones y luchas propias de las personas decentes, no puede olvidar la perspectiva de su posición orgánica, es decir, no ha de olvidar su función propia de tener siempre presente la lucha contra la valorización.

Con ello quiero decir que ser de izquierda es una función no reducible a la moralidad. Nos encanta identificar consciencia de izquierda con consciencia ética, y ésta es un buen componente de aquélla; pero no debieran confundirse. Tal vez tampoco debieran nunca separarse del todo, pero sin confundirlas nunca. E insisto porque la lucha contra el capital no siempre coincide con la moralidad, porque con excesiva frecuencia la lucha moral queda convertida en posición de valor asumible por el capital; y este riesgo ha de asumirlo la izquierda, pero consciente del mismo, evitando sus efectos.

En definitiva, el canon de medida de la posición de izquierda hoy no ha de reducirse a si protege mejor o peor a la población ante el capitalismo, ni siquiera a si debilita los efectos de la voracidad de acumulación de éste, sino que ha de orientarse a la obstaculización o debilitamiento de su “voluntad de poder”, a dificultar o menguar su potencia de reproducción, su capacidad de hegemonía, en definitiva, a menguar su capacidad de valorizarse.


4.3. Delimitar bien las funciones.

No es nada fácil clarificar el ser de izquierda (de un individuo, una organización o una política) recurriendo a la objetividad de su posición, pero no podemos renunciar a esta pretensión; tomar consciencia de la dificultad ya es un primer paso en ese camino. He insistido en que cuanto se oponga a la valorización del capital es justamente calificable de posición de izquierda. En consecuencia, reivindicar mejores condiciones de trabajo, de salud, de vida, o exigir respeto y cuidado del medio ambiente, etc., en tanto frena la valorización debe ser considerado genéricamente de izquierda; exigir que el capital corrija y compense los abusos sobre la naturaleza y los mares es de izquierda. En cambio, un “pacto de rentas”, que la izquierda puede asumir y hacer suyo en tanto lo interpreta como resultado de una lucha, para conservar posiciones, nunca puede ser en sí mismo un objetivo de la izquierda, pues tal pacto prima facie no debilita al capital, incluso puede darle tregua, favorecerlo. El reparto del trabajo sí es de izquierda, no ya porque favorezca a las clases bajas, porque sea igualador, sino porque afecta a la valorización; y también es per se de izquierda luchar por los mayores impuestos a los beneficios, por poner límites a las ganancias empresariales o financieras… Todo lo que sea sacar, vía fiscal o vía políticas sociales, valor del circuito del capital, obstaculiza la valorización, y aunque por la mediación de las políticas sociales en cierta proporción acabe regresando, si los cambios no han sido coyunturales, sino estructurales, esos obstáculos acaban haciendo su efecto.

Hoy vivimos bajo la amenaza de la inflación galopante; y nos dicen que para paliarla no conviene subir salarios, y que gravar beneficios acaba repercutiendo vía inflación en los consumidores. Son debates complejos y muy técnicos, o eso dicen, más para rendir nuestra curiosidad que para satisfacerla. La respuesta de izquierda ha de ser clara: si son complejos, que los simplifiquen, ellos dominan los instrumentos, incluso lingüísticos, y si son técnicos, que los humanicen, que traten kantianamente al ser humano, como fin y no como medio. Lo inadmisible, aunque comprensible en la batalla, es la pretensión clandestina de impedir que la izquierda sepa y que quiera saber; lo inaceptable es esa respuesta que la empuja a quedarse fuera del planteamiento de esas cuestiones. Además, ya quedan atrás los tiempos de la izquierda ignorante, ya hay gente de izquierda que habla muy bien el lenguaje de la economía, incluso el dialecto de la “ingeniería fiscal” y de los contables; y esta gente sabrá traducir las preguntas y respuestas al lenguaje ordinario.

Dicho esto, sentado que la izquierda no ha de aceptar límites en su saber, sí que debemos preguntarnos por otros “límites”, que realmente interesa a la izquierda imponer a debate. Hemos de partir de esta premisa, que la misión de la izquierda no es garantizar un capitalismo estabilizado y equilibrado, ni siquiera uno con rostro humano; su función no es buscar soluciones para controlar la inflación sin decrecer la producción o ayudar con su aceptación de políticas de austeridad a repartir los costos del desmadre. Esa función la tienen otros, que ya irán desgranando y decidiendo sobre la marcha, y bien venido sea cualquier ventaja que aporte a la población más desfavorecida, conforme a nuestra “máxima provisional de izquierda”. Que ellos hagan su tarea, pues a la izquierda le corresponde sólo que de esta crisis el capital salga más débil, con más cesiones, con más heridas estructurales, con más contradicciones, en definitiva, con menos futuro. Y con ese criterio la perspectiva de igualar incrementos de salarios y pensiones a la inflación es una reivindicación sana y saludable, una lucha de libro, sobre la que no debería haber dudas.

Que no considere misión de la izquierda un funcionamiento equilibrado del capitalismo no quiere decir que deba ser indiferente a la producción social. Si hay un límite razonable que la izquierda ha de asumir en su lucha anticapitalista es precisamente éste, no dañar su potencial de producción, la “riqueza de la nación”, que hoy viene de perla al capital pero que mañana será garantía de existencia de otros modos de producción, incluso menos productivistas. Quiero decir que la izquierda debe abandonar aquella broma de mal gusto de su pasado al asumir la máxima “comunismo, aunque sea de la miseria”. No, nada de eso, uno no es anticapitalista de izquierda por amor al comunismo (de la miseria o de la abundancia) ni a ningún modelo; lo es impulsado por la forma social, arrastrado por los efectos intrínsecos a la misma; y, sobre todo, porque esa forma social ayer se abrió camino porque solucionaba más problemas que los que creaba, satisfacía más necesidades que las que engendraba, eliminaba más sufrimiento que el que producía…, pero hoy ya no es el caso, hoy su saldo es intolerable, tanto más cuanto que hoy ya hay alternativas llamando a la puerta; alternativas más razonables y equitativas, con capacidad de producción tan potente como la existente; alternativas, al fin, que reconocemos ha sido el capitalismo el orden social que las ha hecho posible y, a su pesar, las alimenta y engorda.

Aunque aquí no podemos enredarnos en problemas empíricos, los límites teóricos han de quedar claros: la izquierda ha de saber distinguir en el sistema productivo capitalista los elementos (técnicos, científicos, metodológicos, humanos) subsumidos hoy bajo la forma del capital –y susceptibles mañana de estarlo bajo otra forma hegemónica− de aquellos elementos y dispositivos que sólo actúan en la valorización del capital. Son éstos los elementos a transformar y negar, no las máquinas, ni los mercados, ni siquiera los bancos, que en su momento serán evaluados, modificados, subordinados y subsumidos, tanto tiempo como se considere conveniente y en las condiciones que vayan determinando quienes tengan que hacerlo. Ahora no es el momento de decidirlo, bancos a la izquierda no le corresponde en este tiempo histórico la misión de diseñar la existencia su existencia, los perfiles, funciones y organigramas de los bancos o de cualquier institución o magistratura para el socialismo o la sociedad futura. En realidad, no considero que ése sea su papel en ningún tiempo, en ninguna fase; su tarea, y bastante tiene con ella, es la de limitar la hegemonía de los sectores económicos e instituciones jurídicas e ideológicas y someterlos a la política, lugar de batalla de la izquierda, aunque en ese ámbito también domine la derecha.

En general, no debiéramos olvidarlo, las reivindicaciones de mejoras sociales pueden ser defendidas desde posiciones ajenas al anti-capitalismo (recordemos que entre las clases defensoras del capitalismo también caben posiciones de izquierda); o sea, la lucha por las mejoras de las condiciones de existencia no identifica a la izquierda orgánica. Por otro lado, ¿cómo calificar a las formaciones socialistas y a sus políticas progresistas y de sensibilidad social cuando está en el gobierno? En tanto que contribuyen a paliar los efectos de la dominación del capital, y a recortar su ritmo de valorización, deberían ser consideradas de izquierda; pero en cuanto que están en el gobierno, con cuotas de poder político, y no van más allá de unas reformas que el capital no sólo resiste, sino que le consolida (recordemos que las décadas de Estado de bienestar han sido también las de mayor desarrollo y hegemonía del capitalismo), difícilmente podrían ser consideradas de izquierda. Es decir, afrontamos la paradoja de que determinados objetivos y reivindicaciones son de izquierda cuando se hacen desde la oposición y no así cuando se ejercen desde el gobierno.

No nos enredaremos en esta vieja polémica, pues sólo pretendo ilustrar la complejidad de definir en concreto y objetivamente los caracteres de la posición de izquierda. Tal vez tendríamos que recurrir a valorar esas políticas “socialdemócratas” desde el proyecto de las fuerzas políticas que lo implementan, si realmente consideran las reformas un objetivo en sí mismo, si sólo buscan un capitalismo humanizado, o si las interpretan como pasos realistas en una estrategia hacia la superación del capitalismo llevándolo a sus límites. O tal vez deberíamos afrontar con valentía que la izquierda es ontológicamente una determinación de oposición, que nace como reacción y en esa función agita su sentido. Ya sé que duele renunciar a la pretensión de organizar la ciudad; no en vano los hombres lúcidos del Renacimiento y la Ilustración, al imaginar a Dios, o sea, al imaginarse a sí mismos venciendo su propia finitud, se lo representaron como “Gran Arquitecto del Universo”. Nada más profundo que el deseo de ser demiurgo, al menos de la ciudad, que es considerada obra humana por excelencia. Sí, duele renunciar a ese ideal; pero una izquierda consciente debería tal vez asumir que las ciudades las hacen los hombres como pueden, y que su propia función como izquierda es la que es: rebelarse contra cualquier forma de dominación, allí donde aparezca. Tal vez en lugar de erigirse en poder constituyente, que está condenado a devenir poder constituido, debería asumir que lo suyo es actuar como resistencia a las formas de dominación intrínsecas a toda formación social.



5. CONTRA EL DETERMINISMO.

Proposición 5.

“La determinación social, en la clase o en la izquierda, tiene siempre un origen, pero no el mismo en todos los individuos. Ella puede provenir de la miseria, de la opresión, de la injusticia o de la posición de valor, combinándose entre sí para reforzarse o neutralizarse. Aislar e individualizar esta determinación de la izquierda, sin reducirla deterministamente a las condiciones económicas de existencia, es una tarea importante para construir su concepto; reconocer la pluralidad en la determinación de la izquierda pasa por comprender la consciencia como elemento constituyente de la misma”.

Comentarios:

5.1. La izquierda como determinación política.

Suele cometerse al pensar la izquierda el mismo error que al pensar la clase, a saber, interpretar la determinación de forma “determinista”; en ambos casos el error tiene el mismo origen y semejantes perniciosos efectos, pero el concepto de izquierda es más sensible, tolera menos esa desviación epistemológica. Parece que la clase resiste más carga “determinista”, que en su constitución hay menos mediaciones o son más débiles. Parece obvio que no podemos reducir la clase a mera determinación económica, y mucho menos a la ejercida desde la participación en la distribución (rico/pobre); no obstante, la determinación de clase es profunda y extensamente económica, y está específicamente sellada en la producción, marcada por la relación del trabajador con los medios de producción, con el proceso y con el producto. Por supuesto que hay otras mediaciones, y entre ellas la consciencia, ya he insistido en ello; pero la determinación económica es densa e insustituible. En cambio, aunque la determinación constituyente de la izquierda cuenta entre sus componentes con el factor económico, considero que hay otros muchos factores de peso, entre ellos la forma política hegemónica en la formación social; en realidad me inclino a pensar que el elemento principal en la determinación de la izquierda es el político. También aquí pesan otros componentes, como el ideológico, el étnico, el antropológico, el cultural…; en una ontología materialista, en la que todo ente es producto, cualquier realidad será siempre efecto de relaciones múltiples. No obstante, en esa red siempre hay dominancia, y en el caso de la izquierda la determinación hegemónica y determinante es la política. En base a ello postularé que la determinación de clase es fundamentalmente económica mientras que la determinación de izquierda (y de derecha) es fundamentalmente política, ello sin olvidar que ambas beben de todos los ámbitos y actúan en todos ellos.

Como estamos condenados a hacer frecuente uso de la analogía entre ambos conceptos, aprovecharé esta ocasión para fijar aquí algunas de sus diferencias más relevantes. Es difícil pensar el concepto de la clase o el de la izquierda sin referencia al otro; pero también aquí hay diferencia, especialmente si se adopta una perspectiva ontológica cartesiana, muy habitual, en la que sin duda parece más asequible, más autónomo, un concepto “claro y distinto” de clase que de izquierda. Ahora bien, dado que nuestra perspectiva no es cartesiana, sino materialista, dialéctica y práxica, esa aparente superioridad e independencia del concepto de clase ha de ser rebajada y un tanto relativizada. Reconozco que entre los conceptos también hay jerarquías, hay relaciones de subordinación y hegemonía, y hemos de asumirlo bajo la tensión dialéctica; pero hemos de resistir la tentación de diluirlos en el causalismo mecánico, de degradar uno a mero efecto, cual mero siervo, y coronar al otro como monarca demiúrgico, en el límite causa sui y causa totius. En una ontología materialista hasta los siervos son “causa”, en el sentido de “condición de posibilidad”, de los señores.

Pues bien, en ese juego de jerarquías entre conceptos el de clase ha sido hasta ahora más potente, por su historia, por su función, por el mayor desarrollo y consolidación de la teoría económica del capital sobre la teoría política del mismo; pero, no lo olvidemos, los conceptos son móviles, como cualquier otra realidad en una ontología materialista, y las relaciones y subordinaciones entre ellos bailan, se desplazan, varían sus posiciones relativas. Dada la evolución de la demografía mundial, y dada la “evolución” de las clases, su derivada negativa, en el capitalismo actual, no resulta extravagante pensar que hoy la izquierda se afianza como referente práctico, ocupando el lugar que ayer se atribuía a la clase; hasta el punto de que algunos llegan a considerar que está llamada a ser el sujeto histórico que grosso modo ayer correspondía a la clase. No, no lo propongo como tesis, ni siquiera especulativamente; sólo lo menciono de pasada, como interrogante y con pretensiones retóricas; y para que si llegara el momento en que fuera necesario abordarlo en serio no tengamos las puertas cerradas.

Lo cierto es que para pensar la izquierda en clave materialista necesitamos un fundamento objetivo de la misma, una determinación constituyente. Esta necesidad de la objetividad no significa que hayamos de situarnos en un causalismo de la “materia”, aquí la causación economicista; por el contrario, la objetividad de la determinación, en una ontología dialéctica, exige huir del determinismo; o sea, hemos de reivindicar la objetividad, sin duda, pero bajo forma dialéctica, no en su versión causalista mecánica o causa-efectista. Una ontología que, en nuestro caso, requiere fijar bien la función en ella de la consciencia (la izquierda es una posición activa, una praxis consciente) y su modo de ser subsumida (en otras prácticas, en una estructura compleja de relaciones). “Praxis consciente” que no quiere decir consciencia (exterior, incontaminada como el demonio de Laplace) de una praxis (de lo otro ajeno y distinto), como si consciencia y praxis pertenecieran a sujetos o entes distintos, como si fueran realidades diversas; al contrario “praxis consciente” invoca una praxis que incluye la consciencia al modo como la máquina incluye el saber inscrito en sus movimientos, que Marx nos describiera en los Grundrisse. Se trata de una consciencia que surge de la experiencia de la acción, que es ella misma una acción −es praxis teórica−, y que por mediación de esa experiencia contiene y guarda en ella como componentes propios los efectos de su acción. Los efectos de la propia praxis, por tanto, forman parte de sus componentes, la alimentan y constituyen; al igual que los medios de producción que intervienen en la producción son a su vez efectos, productos, de procesos productivos. Como tales elementos de la consciencia como medios de producción, esos elementos intervienen en el proceso de creación, en la acción, como consciencia, como saber. Pero no un saber objetivado y sacralizado, cosificado, devenido saber-guía de la misma; en la praxis consciente el saber es constitutivo de la acción, elemento de la misma, y se expresa en su acción como el saber de la máquina en los movimientos de ésta.

Como ya he sugerido en diversas ocasiones, una manera apropiada de acercarnos a los conceptos de izquierda y derecha nos exige diferenciarlos de la “clase social”. En ambos casos se trata de determinaciones, de marcas ontológicas, ineludiblemente sociales e históricas, y en modo alguno biológicas o innatas. En tanto realidades sociales la clase y la izquierda se producen en la vida de los individuos, en su existencia, en su producción, en esa tarea histórica y social de hacerse a sí mismos. Por tanto, son determinaciones del ser de los individuos en tanto sociales e históricos, en tanto seres que se hacen en sociedad y a lo largo de su existencia; y seres que se hacen mutuamente por mediación de esas relaciones, por eso insistimos en que la izquierda es un producto de la derecha, una determinación de ésta, y de forma más amplia y compleja de la sobredeterminación del capital. La “derecha”, pues, es otra mediación en la constitución de la izquierda en el capitalismo; como la clase asalariada lo es de la capitalista del momento.

Generalmente, como he indicado, se acepta que la determinación de clase pertenece a la esfera de la producción, es la marca de las condiciones materiales de producción en que está anclado el individuo. Por decirlo de modo grosero y simplista, pero efectivo, la clase es como la huella de la explotación, que divide a la población en propietarios y desposeídos de los medios de producción; es la determinación económica fundamental, puesta en escena por el modo de producción, y tiene sus efectos en las otras esferas y determinaciones por mediación de la formación social que dicho modo de producción instituye. En cambio, la división izquierda/derecha es una determinación política, que nace también en la existencia histórica, y que recoge sus variadas experiencias, pero codificadas en otra perspectiva, conforme a otra marca o huella, la de la dominación.

En tanto que existenciales en su origen e históricas en su desarrollo, clase e izquierda refieren a la vida de cada individuo, son como dos registros de sus necesidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos y sus luchas; dos registros que conviene diferenciar en sus respectivos conceptos y que metodológicamente conviene correlacionar, por sus relaciones estrechas. Dos registros de muy desigual desarrollo, pues mientras que el de la clase está muy elaborado −la ciencia social y la filosofía lo han escrito y descrito en abundancia−, el correspondiente a la izquierda y la derecha apenas contiene relatos tópicos, subjetivos y coyunturales. Con toda su incuestionable problemática, la “pertenencia de clase”, de la que hoy se habla poco, es un concepto más elaborado que el “ser de izquierda”, del que se habla mucho más, aunque se haya pensado menos. Hoy la clase cuenta con un concepto razonablemente sólido, aunque a veces difuso entre los ruidos y gritos del combate, que la ciencia social puede manejar con cierta eficiencia; en cambio, la izquierda parece semánticamente huérfana, como objeto de libre adquisición y disposición, convertida en uno de tantos significantes vacíos usados como espejos de feria. De ahí que sea inevitable usar la clase para pensar la izquierda; con más rigor, usar el concepto de clase para elaborar el concepto propio con que pensar la izquierda.

En coherencia con lo dicho, mantendré en este ensayo la consideración de “izquierda” y “derecha” como determinaciones genuinamente políticas, o sea, determinaciones de los individuos en tanto que seres políticos, determinaciones de su modo de ser político; y uso “individuo político” en el sentido amplio de individuos que viven en la polis, no en el más restrictivo de individuos que actúan en la política. Por tanto, interpretaré siempre la izquierda como marca de la experiencia de la dominación presente en la estructuración de cualquier formación social, y en particular la capitalista; en cambio, pensaré la clase como experiencia de la explotación, específica en cada formación social, y en nuestro caso procedente de la hegemonía del modo de producción capitalista. No creo que pueda demostrarse la verdad o la bondad racional o a priori de este posicionamiento teórico, pero confío en que la consistencia lógica y la potencia hermenéutica que ponen en escena convenzan a posteriori de su adecuación a la realidad,


5.2. La izquierda como modo de ser del individuo.

Quiero, pues, enfatizar la dimensión política de la determinación de izquierda, es decir, la determinación de su modo de ser político, de su posición política; no en cuanto a sus otros modos de ser, a sus otros ámbitos de existencia, aunque estén conexionados, aunque formen parte de una totalidad; el análisis nos permite y exige la abstracción metódica de la determinación política. No es irrelevante recordar que no se es de izquierda o derecha en la familia, en tanto que miembro de ella, ni en un equipo de futbol, ni propiamente en una iglesia; simplemente en estos universos no tiene sentido, no está operativa esa determinación. Si no obstante usamos izquierda y derecha para calificar a los miembros de un club o una iglesia es porque, aunque mediados por estas adscripciones, tratamos de situarlos en su situación política en la esfera social, siendo anecdótica su pertenencia una familia o secta, mero modo de identificarlos como individuos de los que hablamos.

O sea, los individuos son de izquierdas o derechas en la esfera política, no en sus ámbitos de vida más o menos privados. Si en algún caso adjudicamos a los individuos la calificación de derecha o izquierda en el seno de un club o asociación, lo hacemos por analogía, tratando el universal concreto como un ente homogéneo e individual; o bien porque tratamos estos colectivos como totalidades semejantes a una sociedad, con orden, desigualdad y jerarquía en su seno, que expresan la presencia en ella de la dominación y su enfrentamiento recíproco; o bien porque vemos estas luchas en el seno de esas organizaciones formando parte de la lucha política, interpretándolas como forcejeos por hacer que esos colectivos tomen posición política en la esfera nacional. Pero siempre se hace por analogía, el ser de izquierda es básicamente individual. Analogías que dejan ver sus costuras en casos emblemáticos, como al considerar a los gobiernos, y a los Estados, de derecha o de izquierda, en cuyos casos se transparenta esa idea subjetiva de lugar a la izquierda o a la derecha del Padre que ha atravesado la historia en la iconografía del Pantocrátor, simbolismo que hoy se expresa de modo más grosero en la oposición Comunismo versus Libertad (alias estratégico del Capital). Como si no hubiera derecha e izquierda en el comunismo; como si la libertad −la concreta, determinada, real− no tuviera siempre su derecha y su izquierda.

Entiendo, pues, que la determinación izquierda y derecha pertenece substantivamente a los individuos y en su ámbito de existencia político, aunque por analogía o como metáfora la usemos en otros contextos y la apliquemos a universales concretos En esta perspectiva, si hablamos de familia, equipo deportivo, secta o iglesia de izquierda o de derecha es en tanto “individuos” jurídicos, en tanto instituciones o sujetos colectivos que tienen una posición y ejercen una praxis individualizada en la esfera social; organismos que subsumen individuos y que en su forma y en su función reflejan, aunque sea confusa y difusamente, el modo de ser dominante entre los subsumidos.

En definitiva, en todo colectivo humano del que hablemos de izquierda o derecha es siempre por analogía. Por analogía hablamos de derecha e izquierda en el seno de una institución o asociación, deportiva, lúdica o humanitaria, a las que consideramos a modo de sociedades con su economía, su ética y su política internas, con sus luchas de poder y sus enfrentamientos por la distribución de cargos y jerarquías; y por analogía hablamos de ellas al considerarlas elementos individuales, sujetos jurídicos, morales o políticos que toman posición social de valor ante y frente a los otros −que también por analogía y bajo la figura literaria de la personificación tienen voluntad de poder−, y que tienen efectos políticos, que inciden en la conservación o subversión del orden de una formación social.


5.3. La izquierda y su consciencia.

Dejamos bien sentado, pues, que la izquierda no es la clase, y que una de sus diferencias esenciales es que su determinación fundamental es política, y no económica. Veamos ahora otra diferencia, precisamente en un elemento que comparten, que en cierto modo las unifica, pero que de cerca sirve para diferenciarlas. Me refiero a la consciencia, pues es obvio que ambas praxis incluyen la consciencia como elemento constitutivo y constituyente, es decir, que la consciencia no sólo forma parte de una y otra, sino que sin ella ni una ni otra serían lo que son, no serían clase ni izquierda.

Una y otra incluyen la consciencia. Los clásicos del marxismo ya advertían que no hay clase sin consciencia de clase; creo que podemos y debemos afirmar lo mismo de la izquierda. Y si respecto a la clase puede haber “falsa consciencia”, respecto a la izquierda suele haberla; y en ambos casos esa ilusión viene de la mediación de la ideología hegemónica, que en tanto dominante contamina, deforma, perturba la creación (la constitución) de la clase y de la izquierda, contaminando la consciencia que interviene en su creación. Esa consciencia, en ambos casos, se produce en el proceso histórico de la vida social, con su ritmo propio, pero sin duda combinado con el ritmo de producción de las marcas, las huellas, las heridas y cicatrices que constituyen el elemento objetivo de la clase y de la izquierda.

Clase e izquierda como conceptos desarrollados implican consciencia, que prima facie es la actividad mediante la cual la subjetividad del individuo se hace cargo de la objetividad de éste, de su situación, de su historia; la subjetividad hace que el ser del individuo salga de su en sí (ciega tendencia a sobrevivir y reproducirse) y pase al para sí (tendencia a su reproducción mediada por la razón); la consciencia da cuenta del individuo, de su ser y su actividad, conoce y reconoce que esa actividad se ejerce sobre el mundo, y que ese objeto está ahí, fuera de ella, es real y no ensueño solipsista; en fin, la consciencia se reconoce como saber, y reconoce que ella como consciencia, como saber, no sería nada sin el mundo, sin su objeto. Pero esa consciencia individual es más que un sujeto que da testimonio de lo real como separado y ajeno; ella misma se sabe origen del objeto, de esa praxis que testimonia; se reconoce parte activa en la constitución del objeto, se reconoce en ella, la reconoce suya y reconoce en ella su origen y su verdad.

Clase e izquierda, por consiguiente, son realidades sociales son consciencia, pero pensada en una ontología materialista, o sea, no como actividad creativa de un objeto ni como representación libre de un sujeto, sino como elemento constitutivo y constituyente de éste, como determinación del modo de ser de éste. La izquierda como totalidad es producto, pero su consciencia, que interviene en su constitución, es también producto, es determinación del sujeto (a su vez realidad compleja y determinada) por la objetividad; pero esa objetividad es el mundo que en la representación de la consciencia ha de aparecer como objeto, distinto de ella, y que de forma inmediata ve exterior y ajeno, pero que llega a comprender como obra en cuya realización ha participado. Es decir, la consciencia reconoce que su representación del objeto no es exterior al sujeto, sino que forma parte del mundo del sujeto; más aún, llega a comprender que ese objeto en cuya producción ella participa, a su vez es un elemento que interviene en la constitución del sujeto, en la producción de la consciencia. Esta descripción abigarrada y confusa de la génesis y la acción productiva de la consciencia, exigida para intentar relatar una relación dialéctica compleja de producción, podemos resumirla diciendo que la consciencia está subsumida en un ser humano, a la vez biológico y social. Si tenemos claro el concepto “subsunción” nos ahorramos las complejidades de la descripción del proceso dialéctico.

En base a lo dicho podemos concluir que, por las mismas razones que no hay clase sin consciencia de clase, no hay izquierda sin consciencia de izquierda. La analogía nos es útil aquí una vez más, pero no deberíamos exagerarla, ni sacralizarla, ni exceder sus límites, ni saltar a la semejanza. No hay clase (ni izquierda) sin consciencia de clase (de izquierda) porque el concepto de clase incluye su autoconsciencia y su intervención creadora. Podría decirse que es posible un concepto de clase sin consciencia, y que de hecho lo usamos a veces en ese sentido. Cierto, pero esa “clase” sin consciencia es otro significante, y no es lo que aquí nos interesa: esa clase es mero estrato, sector o parte de la población, mera cantidad, según una taxonomía que tiene cierta utilidad en la sociología positivista, pero que sirve poco o nada para comprender la vida social. Esa clase inerte es un concepto descriptivo positivista, que permite hablar de clase obrera, clase media, clase intelectual, clase pobre, clases pasivas… para distinguir sectores o estratos de la población, como para hablar de tipos de metal, especies de árboles, variedades de rocas. Sirve para lo que sirve, tal vez para describir lo existente, pero escasamente para comprender su lógica, su movimiento, y mucho menos su autoproducción determinada. En cambio, la clase y la izquierda con consciencia de sí se piensan a sí mismas como proceso de construcción, como sujeto histórico que sabe, sufre y goza su posición, que asume su situación y su autoconstrucción; por decirlo épicamente, como sujeto que cumple su destino.

Así pensadas la clase o la izquierda, como consciencia de clase o consciencia de izquierda, no son meras figuras de la consciencia, meras formas abstractas de la consciencia; al contrario, son formas de consciencia concretas de clase o de izquierda; es decir, son clase o izquierda autoconscientes (para sí, subjetivas) y determinadas por su ser (su en sí, su objetividad). Ésos son los conceptos dialécticos de clase e izquierda que trato de definir y demarcar, y que usaré a lo largo de esta reflexión. Por un lado, la clase, pensada como una objetividad consciente, un en sí que genera y determina un para sí; un ser consciente de sí, de su origen, genealogía y destino, de su posición en el todo social. Y, por otro, sin abusar de la analogía, podemos pensar la izquierda como una subjetividad objetivada, un para sí que se reconoce en su en sí, que encuentra en éste su razón de ser, superando la mera consciencia ética de posición de valor. Recurriré cien veces a la analogía, pero está lejos de mi empeño procurar la identidad, ni siquiera la semejanza; al contrario, reconociendo su estrecha relación y dependencia, buscaré siempre la diferencia, su distinción, incluso su oposición. Sólo así se puede llegar a construir sus respectivos conceptos.

Clase e izquierda son consciencia y existen en tanto consciencia; no son algo fuera de la consciencia. Pero no son consciencia en abstracto, como propiedad o capacidad común a los seres humanos, sino de forma determinada y concreta: consciencia de clase, de ser, deber y querer ser clase; consciencia de izquierda, de ser, deber y querer ser izquierda. Y todo ello sin confusiones, manteniendo viva la diferencia, pues si bien consciencia de izquierda no implica ser clase, ni siquiera querer ser clase, pues significa sólo ser izquierda, en cambio la inversa no parece cumplirse. Efectivamente, la consciencia de clase no significa sólo ser clase y querer ser clase, implica también ser izquierda y querer serlo. La determinación de clase es objetivamente más potente que la de izquierda; la determinación de clase tiende a subsumir la determinación política, pero todo ello en un cuadro complejo de sobredeterminaciones.

Solemos usar la expresión “ser de izquierda” en el sentido de pertenecer a una parte de la población que hace de izquierda, que tiene una posición (subjetiva y objetiva) de izquierda, que actúa conforme a reglas y valores que identificamos de izquierda. También aquí, como en la clase, la consciencia de izquierda es una consciencia determinada por el ser; el para sí tiende a reconocer al en sí en su origen. Esa consciencia de izquierda cuando aparece arrastra la determinación de la existencia, arrastra las heridas del ser, sus resistencias e impulsos, sus marcas particulares. A veces, pero sólo a veces, esas marcas, esas heridas, pertenecen a la clase; pero no siempre, y no siempre de forma inmediata. Las marcas de la izquierda y de la clase no tienen por qué ser las mismas; ni esas marcas ni sus respectivas consciencias han de ser idénticas; al contrario, pueden ser diferentes y diacrónicas, y aparecer en lugares y tiempos distintos. Por eso es un error epistemológico confundirlas, y un error político no diferenciarlas, incluso hasta la ocasional oposición.

No obstante, como consciencias determinadas por la objetividad, hay cierta similitud entre ambos modos de ser, el de la clase y el de la izquierda; en ambos casos se trata de posiciones sociales, en ambos casos se dan sobredeterminadas por la totalidad de la estructura social, en ambos casos participan de esa sobredeterminación. Por ello, aunque aquí nos ocupemos sólo de la izquierda, será inevitable recurrir a la clase, un concepto más estudiado, más firme, y servirnos del mismo en nuestra tarea de construir un concepto para la izquierda hoy.


5.4. La subsunción dialéctica.

Cerraré este primer apartado con un comentario que afecta a las cinco proposiciones de esta primera parte; no se trata ni mucho menos de un resumen o conclusión, sólo pretendo en el mismo una mayor clarificación del presupuesto ontológico que subyace en las cinco anteriores tesis y sus comentarios.

De lo dicho se desprende –espero que así sea−, que la izquierda y la derecha, ya se piensen como realidades sociológicas, como formas de conciencia o como meras categorías analíticas o hermenéuticas, pertenecen a una sociedad concreta, están siempre encuadradas en una formación social históricamente determinada; dado que en nuestro caso se trata de la sociedad capitalista, decimos que los tipos de adscripción o posición política, como la derecha y la izquierda, están subsumidos bajo la forma del capital. Ahora bien, sabemos que cualquier elemento subsumido tiene por definición dos rasgos ontológicos comunes a todos los elementos del sistema: por un lado, funciona de forma efectiva al servicio del movimiento de la totalidad, al servicio del capital; por otro, no ejerce esa función de buena gana, libremente, sino que ofrece resistencia a la subordinación y la sumisión, dentro de unos límites −los marcados por su inexorable tendencia a sobrevivir, a permanecer en el ser− se resiste a esa dominación. Y ese doble rol de la izquierda actual, que por un lado contribuye a la reproducción y valorización del capital y, por otro, actúa de resistencia y obstáculo al mismo, cuando se trata de individuos o agrupaciones de ellos, se juega tanto en la objetividad −como fuerza material que interviene en el movimiento, como vector ciego componente que participa en la constitución de la resultante− cuanto en la subjetividad, en la conciencia, constitutivas del vector, de su magnitud y dirección.

La autoconsciencia, conviene recordarlo, es una fuerza que interviene poderosamente en la intensidad relativa de uno y otro rol. La izquierda, en tanto fuerza que participa en y de la determinación estructural y de la consciencia, es sensible a ambos movimientos; nace ahí, y desde ahí ha de resistir y rebelarse contra esa estructura que la sobredetermina. No escapa a su finitud, ni a su dependencia, pero no se diluye ni difumina mientras siga ejerciendo esa doble función, mientras no renuncie a ser ella misma. En otro orden de cosas, hablando de otros elementos constitutivos de la sociedad, Marx hablaba de “subsunción formal” y “subsunción real”, para distinguir dos momentos de lo subsumido: en el primero, conservaba su ser, su modo de ser, su personalidad y su diferencia, aunque estuviera subordinado; en el segundo, habría sufrido tantas modificaciones y adaptaciones que habría mutado, habría sido “superado”, negado, sustituido. Un ejemplo elocuente sería el de la institución de los gremios, en su fase final, cuando de forma sustantiva se estaba pasando de un modelo de producción a otro. El gremio dejaba de ser el modelo para ser elemento subsumido en la producción capitalista, en la forma capital. Ésta respeta de momento su ser, su forma de ser (su organización y sus funciones productivas materiales), aunque su función principal haya cambiado, ya que ahora sirve a la valoración del capital y no a la reproducción de estatus. En un segundo momento, el de la “subsunción real”, del gremio sólo quedarán elementos, restos de un desastre, que apenas sirven de ladrillos utilizables en la construcción de la fábrica manufacturera naciente.

Nótese bien, la izquierda, como el gremio, como el trueque, como las formas rudimentarias del dinero mercancía, en tanto que inscritas y subsumidas en el orden o en la forma del capital tienen asignada una función nueva, la de servir a la reproducción del capital. Como todo orden de subsunción tiene por contenido, como elementos subsumidos, no tanto elementos simples cuanto relaciones sociales, en especial contraposiciones −contradicciones−, la izquierda propiamente debería ser pensada como término de una contraposición, ocupando un lugar en la “contradicción”. Y aunque ese lugar que le toca no es precisamente el dominante, siempre reservado a la “mano derecha” de la forma dominante, en este caso reservado a la derecha, gestora del capital −elemento que representa al capital en la contradicción subsumida−, no por ello pasa a ser irrelevante; ni es menos necesaria ni deja de influir como “opuesto” en el movimiento de la contradicción, aunque haya de soportar el viento en contra de las sobredeterminaciones.

La subsunción es la forma como el capital ha de gestionar las contradicciones, enseñanza que se deriva de su experiencia, de su irse constituyendo como puede. En la subsunción destaca que el capital, mediante la “forma capital”, ha de cuidar de la contradicción en su conjunto, del capital y del trabajo, de la derecha y de la izquierda, de ambos términos y de su relación. Como necesita la contradicción, ha de procurar gestionarla de tal forma que no se descontrole, que no se aniquile, pues su éxito depende de que se mantenga el equilibrio desigual y el resultado se oriente en la dirección de reproducción de la totalidad. Aunque dominada, la izquierda −como la clase trabajadora− no puede ser destruida, pues a su modo rebelde sirve al capital.

Recordemos que el capitalismo es un orden social que sabe y se beneficia de un hecho importante: es más productivo (de valor, que es lo que produce el capitalismo) el trabajador asalariado que el esclavo; en la ontología dialéctica el movimiento pivota sobre la negación; el capitalismo avanza más por las necesidades sociales que le aprietan que por la imaginación creadora de sus guardianes. Marx argumentaba con fuerza que el capital no creaba las máquinas porque fueran más productivas, sino porque en un momento del desarrollo escaseó la fuerza de trabajo. Por eso al principio se vendían más en Estados Unidos que en Inglaterra, ¡donde se producían! La fuerza de trabajo es la que crea plusvalor, y el capital no pudo nunca dar la espalda al mismo, imprescindible para su reproducción; y en ésta la clase, pero también la izquierda, tenían y tienen un lugar privilegiado.

Por eso pienso que, sean cuales sean los fenómenos de superficie, la izquierda no puede ser suprimida; controlada sí, pero eliminada no; y, en coherencia, podrá ser cada vez más vigilada pero cada vez menos castigada. El capital habrá de cuidarse de la función de la izquierda, pero no puede liberase de ella, pues no puede reproducirse sin reproducir sus “condiciones genuinas”, que incluyen la desigualdad, la explotación y la dominación, un terreno donde la clase y la izquierda son autóctonas. En definitiva, la forma capital, como forma general dominante, ha de gestionar las contradicciones para que las jerarquías y subordinaciones entre ellas y entre sus términos y con la totalidad cumplan su fin, pero no está en su mano eliminar las contradicciones, suprimir sus elementos.

Cuando expreso esta función de la forma capital como “gestión”, como obra de un sujeto –valiéndome de una figura literaria, la personificación− lo hago a consciencia de que es una expresión retórica: que la forma capital “gestione” cual si fuera un sujeto las contradicciones que subsume, la totalidad que conforma, puede decirse también de otra manera, más impersonal y objetiva, que los términos y las contradicciones, como fuerzas individuales sobredeterminándose entre sí, generan una “resultante” móvil, en equilibrio inestable, que reorientándose en cada momento se constituye en vector que expresa el movimiento de la totalidad hacia su fin. Son dos formas de decir lo mismo, una en perspectiva teleológica, con la forma capital subjetivada y personificada gestionando como demiurgo la complejidad de su reino, y otra en clave mecanicista ciega de juego de fuerzas que se combinan y generan una resultante que guía al conjunto sin fin alguno. Dos maneras de leer el proceso, el mismo proceso, que una ontología dialéctica desvela, y usa alternativamente, sin abstraer una y sacralizarla en dogma. Dos maneras de expresar una realidad que, como el gato de Schrödinger, está en los dos estados, vivo y muerto, teleológico y mecanicista.

No puedo detenerme ahora en la explicación de esta ontología de la subsunción, pero tampoco podría silenciarla, pues a mi entender apunta a una vía de conocimiento de la realidad social y de autoconsciencia sin las cuales no escaparemos al subjetivismo [14]. La teoría de la subsunción se halla en estado práctico en la obra madura de Marx, básicamente en El capital. Pero nunca llegó a tematizarla, excepto en el famoso Capítulo VI Inédito, que fue segregado del texto y quedó fuera del mismo, no conociéndose hasta 1933 cuando lo publicó en edición bilingüe el IMEL de Moscú. Para mí la teoría de la subsunción, o mejor, la concepción de la historia desde la perspectiva de la subsunción, es como la mirada cercana del materialismo histórico. La perspectiva aérea es la ontología materialista y dialéctica, que ayuda en ese nivel de análisis muy general y abstracto, pero que arrastra a la simplificación de la representación, a la pobreza de los conceptos, cuando se pretende que sea algo más que eso, algo más que una laxa mirada aérea. La subsunción, en cambio, nos permite análisis más concretos, nos facilita la comprensión del movimiento de elementos que desde el materialismo histórico se confunden en el magma de una identidad abstracta.

Diría más, la perspectiva del materialismo histórico facilita –no digo que promueva− la caída en el discurso subjetivista: la lucha de clases como enfrentamiento de dos realidades exteriores la una a la otra, incontaminadas, puras, que se disputan y van ocupando la totalidad; en cambio, la perspectiva de la subsunción obliga a ver estas fuerzas en una red de contraposiciones, de conflictos, de formas diversas de dominación, influyendo unas en las otras. Por eso la lucha entre la derecha y la izquierda es más compleja y sutil que el enfrentamiento de clase. Hay más figuras y juegan en más tableros y más complejos.

Derecha e izquierda son elementos de la historia que quedan invisibilizados en la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, o entre base económica y las sobreestructuras político-jurídicas e ideológicas. En cambio, en la perspectiva de esta ontología de la subsunción, izquierda y derecha son formas de la acción social que concretan esas dialécticas, esas confrontaciones, esas luchas. Siempre estaremos en un plano bastante general y abstracto, pero no tanto: en la perspectiva de la subsunción no sólo vemos la distinción aérea tierra-mar, o bosque-llanura, sino que distinguimos en ellos ciudades, coníferas, cultivos… que adquieren presencia como cuando un avión va descendiendo en su aterrizaje.

¿Por qué es importante esta perspectiva hoy? Entre otras cosas, por esa insoslayable necesidad de escapar al subjetivismo, a la tendencia a pensar la “voluntad política” como decisiones morales de sujetos libres. La subsunción nos obliga a pensar la derecha y la izquierda como realidades, como fuerzas, inevitablemente sometidas al orden del capital y en relación conflictiva con el mismo. Sí, incluso la derecha, en tanto que subsumida, tiene sus contradicciones y resistencias respecto al capital. Ésa es la gracia de la mirada dialéctica, que no respeta ningún orden por sagrado y poderoso que sea.



PARTE II

EL “SER” DE LA IZQUIERDA Y “SER-DE-IZQUIERDA”.


Las anteriores cinco tesis onto-epistemológicas, que configuran el concepto, nos permiten ya enfocar más de cerca el problema inmediato que nos ocupa: un acercamiento al ser de la izquierda, y al ser-de-izquierda, en nuestro tiempo y en nuestra coyuntura. Es decir, nos permite acercarnos a lo que la izquierda es objetivamente, como determinación de la formación social en que es, en que está subsumida, y a su conciencia de sí, a su subjetividad, que también sufre la determinación de la totalidad y de la coyuntura en que existe. Por tanto, intentaré hacer aquí una caracterización de la condición actual de la izquierda y después, en la Parte III, propondré o sugeriré algunas vías de superación de su actual estado y cierta perspectiva de acción.

La idea que guiará esta parte del recorrido gira en torno al diagnóstico, inusualmente compartido, casi universal, que se hace la izquierda de sí misma −aquí la visión de la derecha no nos interesa, es la que es y basta− según el cual se reconoce derrotada y vencida. La izquierda se siente, se ve a sí misma, derrotada, grave y definitivamente derrotada. Sorprende la general aceptación de esta imagen de sí de la izquierda actual, que florece incluso en aquellos sectores de la misma que siguen activos, haciendo lo que se puede.

Me propongo describir, analizar y evaluar este diagnóstico ampliamente compartido de la existencia actual de la izquierda. Y lo haré en torno a tres consideraciones que en conjunto describen una idea, que entiendo fiel al concepto de izquierda, de lo que deben ser atributos de una izquierda actual, anticapitalista y, por tanto, materialista. Estas tres consideraciones son las siguientes. Primera: su existencia, su ser en el mundo, es y ha de ser el propio de una izquierda derrotada; la presencia en ella de los signos de la derrota no debiera sorprendernos ni alarmarnos. La derrota no es una contingencia, es la marca social de su identidad, nació con ella y está condenada a llevarla a cuestas a lo largo de su existencia. Segunda: la derrota, aparente o real, indica que ha sido derrotada, no que haya sido vencida. Pensada como determinación ontológica, la derrota es para la izquierda su modo propio de existir; en coherencia, no puede ser definitiva, no puede ser vencida, no puede desaparecer definitivamente; pueden sucumbir unas figuras históricas de ella, pero nacerán otras mientras haya una u otra forma de dominación, que es su lugar de origen. Tercera: que la profundidad y gravedad de esa derrota se manifiesta en la pérdida de su conciencia de sí, que se advierte incluso en esa incansable retórica apasionada por autodefinirse. Es esta consciencia de sí la que, presentándose como vencida, se convierte en la verdadera amenaza de muerte, pues mantiene a la izquierda en la inconsciencia y la inacción, en el ensimismamiento y la renuncia. Entregada a psicoanalizar su subjetividad, inevitablemente dañada y contaminada, en vez de buscar y encontrar su misión en el conocimiento de la totalidad capitalista en que está subsumida, ayuda a cumplir su propio pronóstico, acaba neurótica teniendo razón.

Esas tres ideas (izquierda derrotada, no vencida y sin autoconsciencia) servirán de guía a mi reflexión; las tres configuran el objetivo que me propongo, de describir la situación actual de la izquierda anticapitalista, la izquierda orgánica en nuestras sociedades occidentales. Para describir esta condición de la izquierda usaré la misma metodología de exposición que vengo usando en este ensayo, es decir, exponiendo su descripción en varias tesis o proposiciones y comentando a continuación algunos aspectos de las mismas. Sin ánimo de exhaustividad, como meras sugerencias para posteriores enriquecimientos y desarrollos.



6. LA DERROTA DE LA IZQUIERDA

Proposición 6.

“La izquierda es cosa del pasado, la taxonomía izquierda-derecha está obsoleta, no sirve para describir ni codificar la realidad. Murió con las clases, y con el “comunismo”, murió con la base social de la que se alimentaba. Conviene buscar otros referentes como conviene buscar otro sujeto histórico, más plural, más flexible, más adecuado a las formas de vida y a los valores post-ilustrados. La izquierda ha sido vencida definitivamente, incluso el lenguaje huele a rancio”.

Comentarios:

6.1. La izquierda “derrotada”.

Esta proposición no recoge mis ideas (o las recoge en negativo); pero tampoco son las de “los otros”, las que divulgan los enemigos políticos; en realidad las formulan muchos estudiosos, con su pretensión de imparcialidad, imposible pero no estéril, con sus razones y argumentos empíricos, sólidos aunque no sagrados. Pero, sobre todo, y es la razón de más peso, recoge las ideas que comparte y promueve la gente de izquierda. Sí, se oyen frecuentes y agudas entre nosotros, entre quienes nos sentimos y nos queremos de izquierda. En consecuencia, por tratarse de un diagnóstico universalizado en su multiplicidad y avalado por el paciente, que es quien se supone tiene el derecho a decidir en última instancia la terapia, parece rotundo, inapelable. No obstante, la razón crítica no ha nacido para creer, y menos para obedecer; lo suyo es dudar y, mientras tenga fuerza, negar y negar. Las creencias, cuanto más arraigadas estén, cuanto más universales se muestren, más debieran considerarse sospechosas por la izquierda, más debieran atraer a su crítica; al fin la izquierda parece encarnar la razón crítica, ambas nacidas para sospechar y negar.

Es cierto que si vemos y sobre todo si oímos a la izquierda nos entran ganas de asumir el diagnóstico que hace de sí misma: “ha devenido obsoleta”. Su presencia en las luchas sociales está diluida, está ahí, pero sin reconocerse a sí misma; las reivindicaciones van por otras vías, se hacen con otros lenguajes, se guían con otros relatos. La izquierda, cansada y envejecida, parece no encontrar su lugar sin travestirse, sin metamorfosearse; y un tanto desconcertada se entrega a recitar el mea culpa (o el “tua maxima culpa”, que es la versión narcisista de la autocrítica). Al menos en el gesto espontáneo domina el derrotismo, que lleva su discurso a buscar causas, y sobre todo culpables; a buscar causas para delimitar culpas; en vez de orientar el análisis a comprender los errores propios y las virtudes −técnicas, militares, no éticas− del enemigo, que alguna virtù habrá de tener dada su supuesta victoria. El discurso −ahora se dice “relato”− se dedica machacón a ese fin: aislar a los culpables y de incógnito salvar de la quema el imaginario del propio heroísmo; mala estrategia es ésa, pues no lleva a ninguna parte y además tiene el efecto perverso de confirmar performativamente el diagnóstico de muerte irreversible.

Partiremos de ahí, de ese autodiagnóstico, pero con diferente enfoque, con diferente interpretación del mismo. Asumiremos como dada, como punto de partida (revisable y reinterpretable, faltaría más), la derrota de la izquierda, y como factum, éste sí incuestionable, la consciencia compartida y muy extendida de la misma; pero trataremos de mostrar lo que hay de ilusorio en esa consciencia de sí de la izquierda, especialmente en la valoración más radical, que piensa esa derrota como definitiva, como absoluta, lo cual arrastra a sentirse no sólo derrotado, sino hundido y vencido.

Aquí reside un primer problema, en la identificación entre derrotado y vencido. Intentaré argumentar que, conforme a su concepto –al concepto de izquierda que he descrito y argumentado anteriormente−, puede haber sido derrotada, así lo parece y tal vez así sea, pero no puede ser vencida, a pesar de los síntomas; puede sentirse definitivamente derrotada, y en consecuencia a efectos prácticos puede decirse coloquialmente vencida, pero aun así no lo está, no lo puede estar, tal cosa es imposible por impensable. Sí, conforme al concepto, el definido por nosotros −y por tanto discutible, pero que tenemos derecho a proponer y a defender, y a mostrar su potenciahermenéutica y sus efectos prácticos (éticos y políticos), que a posteriori constituirán las razones para su aceptación o rechazo−, la izquierda puede ser derrotada, y puede que empíricamente lo esté, y así lo parece, y lo acepto como presupuesto, pero no puede ser vencida; el lenguaje pone límites a lo que puede decir y éste es uno de ellos.

Por otra parte, conforme a ese concepto su situación de derrotada no depende en lo fundamental de la izquierda, que al fin sufre la debacle que le infringe otro; es derrotada por otro, siente la derrota, la ve, la reconoce en sus carnes; es suya porque la sufre, no porque la haya producido, no porque sea ella la causa. En consecuencia, no es la responsable, no tiene la “culpa”, le viene de fuera; la soporta, carga con ella y le causa dolor, vive con ella aunque quisiera ocultarla, aunque pasara a negarla, pero no se es responsable del mal que no ha engendrado. Su derrota es un estado exteriormente determinado, una situación en la que ha sido arrojada, una contingencia sobrevenida.

Ahora bien, aunque reconocida su derrota por casi todos, en cambio nadie puede legítimamente declararla vencida. La condición de vencida refiere a dos significados bien delimitados. En el más usual, “vencida” denota derrota permanente, situación que bien pensado implica su complicidad, implica que acepte esa valoración de la situación y se dé por vencida; en definitiva, es necesario que se entregue, y tal requisito es impensable en tanto que la izquierda no tiene ese privilegio de elegir su muerte. Recordemos que, en el concepto que defendemos, ser de izquierda no es una elección de la que se pueda abjurar; es una determinación que se sufre, que se soporte, aunque sea con dignidad e incluso con cierto orgullo. Si bien darse por vencida, renunciar, abandonar, es una idea con sentido, pensable en el framework de un concepto idealista de izquierda, en que ella misma se supone sujeto libre, con capacidad inseparable de decidir su ser y su modo de ser, en cambio no tiene cabida en el contexto teórico de un concepto materialista de izquierda como el que aquí propongo, según el cual la izquierda es consciencia, pero también objetividad; en rigor, consciencia de una objetividad. En base a ese concepto no está en manos de la izquierda entregarse y someterse al otro definitivamente, que equivaldría a negarse, a aniquilarse, recurriendo a la eutanasia o el suicidio; tal privilegio, insisto, no está a su alcance; el ser de izquierda no proviene de la decisión libre de un sujeto.

Efectivamente, si prima facie parece que estar vencida es cuestión suya, implica la aceptación por su parte de la derrota como definitiva −lo que expresamos con “darse por vencida”−, entonces sin declararse vencida no está vencida; y no podría declararse tal si tuviera un adecuado concepto de sí, si tuviera autoconsciencia, si supiera lo que es, si se conociera a sí misma. En consecuencia, si se declara vencida, definitivamente derrotada, es porque carece de su concepto. Si se reconociera como determinación objetiva intrínseca a la forma del capital, sabría que no puede desistir, que no puede dejar de ser lo que es; reconocería que incluso “derrotada” (sometida, subordinada) sigue ahí.

Entiendo que a efectos prácticos se considere esta argumentación un tanto o un mucho retórica, pero considero que posee su importancia teórica, pues tiene mucho que ver con la ausencia o carencia del concepto; de ahí el interés que ponemos aquí en construirlo. En definitiva, la condición de “derrotada” cabe en el concepto materialista de izquierda, pero no la condición de “vencida”, que sí cabría en una concepción subjetivista. Una derrota no pasa de ser un rechazo −una neutralización, la reducción a ineficacia− de la intervención de la izquierda en la sociedad; la derrota, pues, no pasa de ser el fracaso coyuntural en la realización de su lucha o en la conquista de sus objetivos esperados, y de esas decepciones la historia de la izquierda las cuenta a docenas. En cambio, “vencida” quiere decir anulada, disuelta, negada; y eso es más difícil de entender.


6.2. Aprendamos de un “parte” de guerra.

Para exponer retóricamente nuestra argumentación con claridad recurriré a un “parte oficial de guerra” que resuena permanente en nuestros oídos, y que tiene que ver con lo que aquí nos preocupa. Dicho parte decía: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. LA GUERRA HA TERMINADO”. No hace falta decir la fecha, ni el firmante, lo sabemos. El “Ejército rojo" no era la izquierda, no era sólo la izquierda ni toda la izquierda, pero sí era de izquierda, sí era un instrumento privilegiado de la misma en aquel momento bélico. Como parte de la izquierda sí había sido totalmente derrotado, de modo inapelable; destruido, aprisionado, dispersado, o sea, había devenido “cautivo y desarmado”; se acabó su lucha. Derrota absoluta, el ejército de la República, y por tanto el instrumento armado de la izquierda, había sido vencido. Desaparecido para siempre en combate.

En las guerras, con derrotas definitivas, hay ejércitos “cautivos y desarmados”, hay vencedores y vencidos; sin embargo, en esas mismas guerras la izquierda es derrotada pero no es ni puede ser vencida. La izquierda (tanto la anticapitalista como la republicana) fue indudablemente derrotada, sin apelación, perdió la guerra, sufrió las derivadas de la derrota; pero no fue vencida. Y la mejor prueba empírica de que seguía viva, de que seguía existiendo, es que no sólo sufrió los efectos inherentes a la derrota, sino los efectos −“¿post mortem?”− derivados de su supervivencia, de su decisión postbélica de no entregarse, de no dejarse desarmar, de no entregar su consciencia. En definitiva, después de la derrota sufrió los efectos de seguir siendo izquierda, de seguir haciendo de izquierda. ¿O no fue así?

La lectura de los hechos lleva a decir que la izquierda sufrió por derrotada y por no vencida a la vez, por su resistencia post-derrota, por no declararse vencida, por no reconocer al vencedor; aunque derrotada, no aceptó la derrota como definitiva, como absoluta, y siguió atrincherada en sus valores y en su odio, en sus miedos y en sus razones, en su sed de venganza y en sus esperanzas de regreso, en todo aquello −todo es válido− que ayuda a soportar la barbarie. Creo que tenemos aquí una experiencia nuestra, próxima, que avala empíricamente nuestra idea de que la izquierda puede ser derrotada y, en cambio, no vencida.

Podría objetarse que “no todos”, no toda la izquierda republicana, socialista, obrerista, sindicalista, anarquista, comunista… tuvo la misma actitud ante la derrota; que muchos, aunque fuese protegidos en el silencio y negociando el miedo, resistieron, no renunciaron a ser lo que eran, pero otros no, otros cedieron. Yo creo que este enfoque es sesgado, y quisiera aclararlo. La misma expresión “no todos”, la distinción entre héroes y renegados, obedece a un concepto de izquierda grosero, narcisista y poco operativo. Desde un concepto de izquierda idealista, de izquierda como una parte de la población definida por un ideal o un código de valores, identificada por su posición de valor, en definitiva, por su voluntad de poder…, tal vez tenga algún sentido la distinción entre quienes renuncian y quienes se someten, entre quienes aceptan su desarme (ideológico) y entregan el alma y quienes resisten heroicos, aunque sea en silencio, manteniendo su ser. Pero ese enfoque no parece correcto en clave materialista. No me lo parece, pues incluso aceptando la distinción habría muchas matizaciones que incorporar al diagnóstico y muchos elementos contextuales para pulir el juicio, el elogio y la condena; no me lo parece, además, porque desde un punto de vista materialista de la izquierda, que es el concepto que trato de definir y defender, todo se ve más transparente y simple: la izquierda no puede ser vencida, aunque ella misma se lo crea, aunque en el plano fenoménico se entregue, aunque en el simulacro renuncie; los individuos tal vez sí, no lo discutiré ahora, pero la izquierda no. La izquierda no es un individuo, ni un individuo colectivo; no tiene individualidad, no tiene substantividad, pues es un término de una relación; no es un sujeto. Y como término en la relación dialéctica no puede ser vencida por su otro, que es el opuesto, el otro término de la relación; en la relación dialéctica los dos opuestos en lucha viven juntos, los dos mueren juntos, es impensable pensarlos aislados: ni hay derecha sin izquierda, ni señor sin siervo, ni burgués sin proletario… Derecha e izquierda nacen y mueren juntas, sin victoria de una u otra; la victoria propiamente no es de ninguno de los miembros de la contradicción, es de lo que sobrevive, de lo nuevo que surge de y sobre lo viejo. La victoria es de la nueva totalidad, del nuevo orden social, con sus nuevos sujetos.

En el concepto de izquierda que he propuesto, en perspectiva ontológica materialista, no cabe su condición de vencida, pues tal situación es incompatible con la necesidad que está en su origen y su esencia. Insisto en ello: la izquierda en esa perspectiva surge como determinación necesaria del orden socioeconómico instaurado, no es una mera creación, un error del demiurgo, una aparición contingente o fruto de alguna exterioridad (la razón, el sentimiento moral, la voluntad de poder). Por eso, por ser necesaria, no depende de lo que hagan o decidan los individuos de manera contingente, aislados o solidariamente; la izquierda no vive o muere ligada a la vida, los sentimientos, los miedos o la consciencia de éstos.

En perspectiva idealista, vista como creación humana, como opción de valor subjetiva y libre, la existencia de la izquierda resulta ciertamente algo contingente, accidental, y conforme a ese concepto sí cabe su aparición y desaparición, en función de la adhesión o la deserción de sus miembros; en esa perspectiva ontológica idealista sus sentimientos y su consciencia son determinantes, y tiene sentido que se diga que ha sido vencida. Pero en la perspectiva materialista desde la que vamos construyendo su concepto se ha establecido que no es así, que su existencia es una determinación social intrínseca al capitalismo, que al constituirse como totalidad lo hace mediante la inclusión en ella de la escisión, la desigualdad y la dominación; el capital crea la izquierda cuando crea la desigualdad y el dominio en su seno, y no puede dejar de crear estas relaciones.

El capital puede derrotar las pretensiones subjetivas de la izquierda, estas o aquellas iniciativas, sus luchas, sus aspiraciones, pero no puede borrar de esa parte de la población la huella de la división y la jerarquía, la marca de las mismas en su vida; y no puede hacerlo porque él mismo no puede subsistir sin la diferencia. Recordemos, no puede aparecer sin la previa expropiación de los medios de trabajo, sin convertir la fuerza de trabajo en mercancía, sin acumulación de valor mediante el plusvalor… Por consiguiente, no puede vencer a la izquierda, porque no puede eliminar su marca ontológica, esa herida constituyente, cosa que exigiría la disolución del capital. Y sin borrar esa marca ontológica, la izquierda no puede desaparecer, dejar de existir, o sea, no puede ser vencida; podrá aniquilar o diezmar su fuerza, su voluntad, sus esperanzas, pero en las mismas condiciones volverá la primavera. Sólo podría aniquilarla destruyendo las condiciones en que nace y se sostiene, superando la formación social que el capital construye necesariamente, superando el orden del capital; o sea, con su propia defunción, que no puede desear.

La derrota, no obstante, es real; tan real y tan dura que puede llegar a parecer definitiva. Pero, en realidad, sólo afecta de forma directa a su ejercicio de izquierda, a su praxis, a su función fenoménica; y coyunturalmente a su consciencia, a su voluntad de poder; pero sus marcas objetivas están ahí, su determinación esencial perdura y se reproduce. Nos parecerá que afecta a su esencia sólo en tanto que identifiquemos a la izquierda por su lucha, por la expresión de sus objetivos, por su discurso político; si estos rasgos fueran los que, contra nuestra idea, le aportaran el carácter de izquierda, entonces tendríamos que pensar que esos atributos constituyen su esencia, y en buena lógica habríamos de concluir que la derrota afecta a su esencia. Pero, como digo, su esencia no viene de ahí, su esencia es otra; lo que le hace ser izquierda es otra cosa. Por consiguiente, la derrota no afecta a su ser; afecta a su subjetividad, no a su determinación objetiva; la derrota acaba con su forma de aparición fenoménica, o la transfigura, pero no borra su marca ontológica.

Tal vez podríamos describir la situación recurriendo al vocabulario hegeliano: ha sido derrotada para sí, se ve a sí misma derrotada, se siente derrotada, pero no lo ha sido en sí, sigue estando ahí, esperando –aunque sea sin esperanza− mejor ocasión. Aunque no sé si con ello aclaramos la cuestión o la enredamos más.


6.3. Derrotada en origen.

Bien mirado, no me sorprende que la izquierda esté y se sienta derrotada; incluso me agrada, pues es un síntoma que muestra algo de consciencia, yo diría que de mala consciencia. Lo extraño sería que saltara de contento por sus éxitos de ayer, aunque algunos e importantes ha tenido en su historia. No me sorprende, porque, conforme a su concepto, la derrota es la condición habitual de su existencia; su propio ser viene de una derrota: del big-bang particular de la revolución capitalista donde surge ya emerge en derrota. Nacida como forma de la escisión que introduce el capitalismo desde su origen, la izquierda manifiesta su inexorable vínculo con la derrota; en rigor, nace de una doble derrota, a cuál más hiriente.

La escisión, la desigualdad y la exclusión intrínsecas a la forma social del capital es ya la derrota de la humanidad, de la población del universo casi en su conjunto, que queda dañada y enfrentada, definitivamente atravesada por la dominación, condenada a la lucha entre los desiguales; y la izquierda forma parte de esa población, cada uno aisladamente como individuo y como persona queda afectado por el enfrentamiento en la vida. Pero, además, la izquierda como una totalidad determinada inmediatamente por la escisión y la desigualdad, queda afectada por tocarle el lado malo de la escisión, por ser arrinconada entre los de abajo, en el lugar de los no elegidos, a la “izquierda” del señor. Por tanto, sufre en el origen una doble derrota: la de la universalidad, del ser social en general, condenado a la escisión, y la de la particularidad de su ser de izquierda, de ser la parte de la población dañada, condenada en la jerarquía. Sufre como miembro del género humano dividido y enfrentado y sufre como la parte más perjudicada de esa escisión.

Cuando digo que el ser propio de la izquierda actual, anticapitalista, es el de una izquierda derrotada en el origen y en el camino ha de entenderse en sentido fuerte, como su condición de existencia. Tal vez cabría decir que esa es su “naturaleza”, pues es su modo de ser natural desde el origen; pero como se trata de una determinación social, y dado que en un nivel más abstracto esa población condenada a ser izquierda, a sufrir y arrastrar la determinación de izquierda, tiene su “naturaleza” humana común a todas las demás posiciones sociales no afectadas de pecado original, prefiero no ir más lejos y caracterizarlo así, como “condición”. Si se prefiere, podríamos denominarlo “condición natural”, sin elevarlo a “naturaleza”, quedándonos a medio camino; lo aceptaría si eso basta para entendernos. Lo importante aquí es considerar la izquierda como una determinación o condición social de una parte de la población; una condición social tan natural que de facto y sin serlo hace las veces de naturaleza de ese sector social, en tanto oculta y suple su verdadera naturaleza, común a toda la población, a toda la especie, la “humana”.

Sería tal vez más preciso decir que es la condición casi natural de una parte de la naturaleza humana, pero no sé si aclara el concepto. Dado que esa condición es tan originaria e inevitable en el capitalismo, tal vez en todo orden social, a veces enfáticamente nos permitiremos considerarla indistintamente como “naturaleza” o como “condición”, según aconseje el contexto. En definitiva, aclarados los conceptos, o los problemas de éstos, podemos flexibilizar los usos de los términos; y la progresiva construcción del contexto de izquierda nos ayudará a ir precisando o matizando según sea necesario.

Por su naturaleza o su condición, lo cierto es que toda izquierda está, más o menos extensa e intensamente, subordinada en el seno de la división social del modo de producción; por eso su forma “natural” o normal de acción política, su posición política natural, es la de oposición. Pero su condición de subordinación –si fuese hegemónica sería dominante, tendría el poder− no implica que siempre esté en modo derrota; mientras está en lucha no podemos decir que haya sido derrotada; la derrota existencial, objetiva, y sobre todo la derrota con consciencia de derrota y sin voluntad de resistencia, es una situación empírica contingente, un momento de su historia. En tanto oposición, su forma natural de existencia es el enfrentamiento y la lucha, y la derrota está siempre en su horizonte; pero en esas situaciones psicológicas de derrota, que tienen todas ellas manifestaciones fenoménicas visibles, con distinta gravedad, intensidad y duración, no se pone en juego su existencia. Ésta está garantizada estructuralmente, en tanto es efecto de las contradicciones sociales; la misma estructura que expresa su derrota y la condena a ella, también garantiza su existencia, la imposibilidad de su aniquilación, de su desaparición. Su situación fáctica de sentimiento de derrota sólo indica que, de momento, es débil, que está lejos de conseguir sus objetivos, e incluso de poder creer en su avance.

Por tanto, quiero enfatizar que es su condición o naturaleza, su origen, en rigor su determinación ontológica, la que hace que la izquierda esté siempre formalmente derrotada, ocupe siempre una posición de derrota; pero es esa misma determinación ontológica lo que la hace invencible, lo que vuelve impensable su desaparición. El concepto dialéctico de su ser nos abre ese horizonte, ese escenario de representación donde hemos de centrar la mirada y encuadrar nuestros juicios. Una vez más, recuerdo la bella metáfora kantiana de la paloma: que aquello que la frena es precisamente lo que hace posible su vuelo. No deberíamos abandonar nunca esa perspectiva dialéctica si no queremos que la comprensión del mundo se nos escape entre paradojas y fugas abstractas.

En conclusión, podemos decir que la izquierda está siempre transcendentalmente derrotada, en el sentido de que siempre ha de mover sus alas con esfuerzo para volar; no ha tenido el privilegio de las nubes, que se dejan llevar si esfuerzo, sin trabajo. Pero mientras vuela, aunque se frene, esconda o huya, no está existencialmente derrotada; está en su lucha, sigue resistiendo, le quedan fuerzas para ello; cuando las fuerzas fallan, y a veces fallan, la paloma se posa desfallecida, abandona el vuelo, pero no por ello deja de saber que lo suyo es volar. Y aunque la izquierda por su parte −que no es una paloma, que no es un ser vivo, que la metáfora no da para tanto− también pueda en algún momento abandonar su lucha, su función, debilitada en sus fuerzas, derrotada por los obstáculos, ella no abandona, no le está permitido ese privilegio de los seres vivos de suicidarse, de decidir morir; su derrota existencial, su situación concreta de derrotada, a diferencia de la condición transcendental, es meramente fáctica, se da en un tiempo limitado, en un momento histórico.

Sí, ahora, en nuestro tiempo, se ve, se nota y, sobre todo, se siente su derrota. Y nuestra percepción empírica está reforzada y avalada por ese otro hecho que vengo señalando, por un testimonio privilegiado: es la misma izquierda la que dice que se siente o se sabe derrotada. Por tanto, el principio de autoridad empirista que domina nuestra cultura nos empuja a asumir esta situación existencial de derrota. Es obvio que puede resultar ilusorio el principio que otorga mayor autoridad al testigo al sujeto de la experiencia, pero para valorar los fenómenos resulta difícil buscar una autoridad más creíble que la del testimonio del juez. En realidad, el testimonio empírico no sale del incierto mundo de las apariencias; hoy ya sabemos que puede ser fraudulento y contradictorio, hoy ya sabemos que la autoconsciencia del autor juzgado como testimonio puede ser falaz. Incluso sabemos más: sabemos que es intrínseco al “juez juzgado” generar falacia performativa, ese poder terrible de acabar forzando el cumplimiento de su diagnóstico.

Efectivamente, como esta percepción de sí misma de la izquierda no deja de ser subjetiva, es innegable que sintiéndose así, frustrada y desanimada por la derrota, actuará conforme a ese sentimiento, con voluntad de poder muy debilitado, con pocas ganas de “empoderamiento”, como suele decirse hoy; su sentencia pesimista y negativa se autocumplirá. A su condición transcendental de derrotada, de la que hablábamos antes, se añade ahora su situación existencial de derrotada; aquélla, bien entendida, era una fuerza a su favor, ésta en cambio neutraliza aquella fuerza y vacía su arsenal de energía. En conjunto, derrota sobre derrota, derrota filogenética de los ya derrotados ontogenéticamente.


6.4. No vencida como Sísifo.

Derrotada pero no vencida. Si el ser de izquierda viniera definido por la adhesión a un catálogo de valores, por un ideal, la derrota existencial, contingente, implicaría su condición de vencida; en tal caso, como el ser proviene de la adhesión a los ideales, cuando se pierden éstos, cuando se deja de luchar por aquello en lo que se creía pero ya no se cree, no se sufre de una derrota simple existencial, sino de una derrota del transcendental, de lo que la constituía como izquierda, o sea, una derrota definitiva. En ese caso, con la derrota desaparece la lucha y aparece la relación entre vencedor y vencido, y ambos se reconocen como tales, acabando el duelo.

Pues bien, no veo que sea ésta la situación; a pesar del desánimo y la desmoralización, no veo una derrota definitiva, no puedo pensar ni imaginarme nuestro mundo empírico sin izquierda; insisto, ni intuitiva ni conceptualmente puedo contemplar esa situación. Si no la veo empíricamente, en el mundo sensible, muy posiblemente se deba a que no se da, a que bajo tanto alarmismo y manifestaciones de impotencia perduran rasgos, gestos o signos que nos invitan a esperar; sin optimismo, pero sin desertar. Seguro que aquí o allá, hoy o mañana, pocos o muchos, hay quienes siguen ejerciendo su ser de izquierda; seguro que esos ecos de las marcas de resistencia podemos percibirlas en el fango de la derrota actual, basta leerla e interpretarla en lenguaje materialista.

Y si no puedo pensarla es porque resulta impensable, porque esa situación no cabe en su concepto. Aunque esos ecos intuitivos que aprecio de la vida de la izquierda en su derrota fueran una ilusión, un espejismo, está esta otra razón que vengo describiendo, una razón más poderosa, que nos obliga a pensar que la derrota de la izquierda no es, ni puede ser, definitiva, que la izquierda no puede ser vencida. Y esa razón consiste en que, como he dicho, pensada como determinación estructural, como efecto de la escisión y desigualdad inevitables del capitalismo en la población, no tiene sentido su desaparición. En una ontología materialista, dialéctica, histórica y práxica, la izquierda pertenece a la esencia del capitalismo, a su efecto inexorable en la formación social a la que subsume. Y, como tal, efecto no puede desaparecer mientras dure la causa.

El capital, aunque en su locura pueda llegar a querer los efectos sin asumir la causa, no puede lograrlo, y ahí muestra su finitud. La izquierda no puede ser vencida, no puede desaparecer, como no puede serlo el trabajador asalariado; la izquierda y la clase sufrirán mil derrotas, pero sin esos personajes no hay función, se acaba el juego. Podrán desaparecer unas figuras históricas de la izquierda, unas formas de subjetividad y de lucha, pero aparecerán otras, distintas en la superficie pero idénticas en el fondo: resistencia y oposición al capitalismo, rebelión contra el orden social que instaura. Como el capital no puede renunciar a su valorización −sería su disolución−, y no sabe valorizar el valor sin apropiarse del plusvalor, y esa apropiación siempre será explotación, apropiación del trabajo de otro… y ese otro se resiste por naturaleza a la explotación y la opresión…, aquí o allá siempre resurgirá la izquierda cual Ave Fénix; renacerá la izquierda en los hombres y mujeres que no aceptan, pues no nacieron para ello, la servidumbre voluntaria.

Ahora bien, esta consolación de la imposible ausencia no debe exaltar nuestras pasiones; el problema subsiste, la izquierda no está vencida pero sí está derrotada. Y la actual derrota de la izquierda es especialmente grave, la vuelve extremamente impotente, pues a la impotencia o falta de fuerzas que conlleva y expresa toda derrota se añade la derivada de la pérdida de su conciencia de sí, que la lleva a sentirse inerme y desconcertada, sin saber qué hacer, sin saber siquiera qué haría si tuviera fuerzas que no tiene. Esta pérdida de autoconsciencia se manifiesta constantemente de mil maneras, entre ellas repartiendo culpas, o en su incansable necesidad de redefinirse e incluso reinventarse, que equivale a negar lo que fue en el pasado y a buscar otra forma actual de ser; pero algunas de estas vías las comentaremos en su momento.

Quiero cerrar esta reflexión sobre el diagnóstico de derrota de la izquierda, ya en exceso reiterativa, insistiendo en que, a pesar de la profundidad de la crisis, y de la consciencia generalizada de la misma, lo más grave es que no veo síntoma alguno que de lejos anuncie el final del túnel. Y no porque no se busque, pues conforme al concepto descrito hemos de asumir que la determinación social está ahí, empuja, agita, y tarde o temprano encontrará salidas. Pero creo que a los obstáculos empíricos se añade peligrosamente el señalado y resaltado de la pérdida de autoconsciencia, que es equivalente a caminar sin concepto, a caminar a tientas. Por eso insisto en que la salida pasa por recuperar el concepto clásico, sin duda con traje contemporáneo, pero que parta de la izquierda como un efecto social, una determinación estructural, intrínseca al orden del capital, compartiendo inexorablemente su destino, con existencia –vida y muerte− ligada a la del capital. Porque la tentación de reinventarse, redescribirse, reencontrar el espacio… es caer en la expresión más exotérica del subjetivismo, ya que implica pensar –o asumir sin pensar− que el ser o no ser es una elección privilegiada del sujeto.

En fin, a nivel práctico la profundidad de la derrota de la izquierda no consiste tanto en la impotencia física y funcional cuanto en la pérdida de autoconsciencia; la profundidad de la herida proviene de no saber qué es, de ignorar su origen y destino. Es esa pérdida la que empuja a la izquierda a creerse responsable de la derrota y entregarse a la gestión de las culpas; es esa pérdida la que le hace ver su derrota como definitiva y a soñar otro modo de ser sin los pecados originales; es esa pérdida de autoconsciencia la que le cierra todas las puertas de la consciencia, pues le lleva a buscar solución en la subjetividad, inventándose otro hábitat, otra función, otro método, y todo eso que incluye la expresión “otra manera de hacer política”. Buscar la respuesta en la subjetividad, que en tanto derrotada está inevitablemente dañada y contaminada, es ahondar la confusión y desconcierto de los giros en el laberinto; abandonar el conocimiento de la totalidad capitalista, del enemigo, del actor de su derrota, como territorio donde rehacerse y seguir adelante, es la mejor manera de hundirse en la ciénaga, a modo del barón de Münchhausen.



7. LA IZQUIERDA Y LA ECONOMÍA.

Proposición 7.

“La izquierda ha sido derrotada fundamentalmente en el espacio económico, su lugar natural; perdió su rumbo en ese enorme desierto de las relaciones de producción, que quiso cruzar guiándose por las coordenadas confrontadas de reforma-revolución. Hoy la izquierda vaga, deambula, entre las dunas, resistiendo la sed, sí, pero disecándose en la resistencia, sin avanzar, sin saber hacia dónde avanzar, sometida a mil espejismos. Ya no conoce el terreno que la vio nacer, No obstante, la noche parece ser la mejor hora para pensar en el desierto”.

Comentarios:

7.1. El frente económico.

La actuación de la izquierda, su praxis de oposición, ha de darse en todos aquellos lugares sociales en los que el capital interviene y busca apoyos para su reproducción, o sea, en todos los ámbitos de una formación social que crea y le sirven para su valorización. Obviamente, con el mismo criterio se comprende la diversa relevancia relativa de esos frentes, y la conveniencia en que, con recursos finitos, la izquierda sepa elegir la distribución de sus fuerzas entre ellos. Por muy divina que la izquierda se vea a sí misma no puede estar en todas partes, al menos no en todas con igual potencia y eficiencia. Esto puede parecer trivial, y lo es, pero la experiencia histórica nos muestra que no está de más advertirlo y recordarlo.

Desde su origen, desde los orígenes del capitalismo, la izquierda tendió a ver el frente económico como su lugar por excelencia; era allí donde debía realizar su actividad, donde justificar su existencia. Creo que no es exagerado decir que esa primacía del frente económico llegaba hasta ocultar la existencia de otros frentes, de otros lugares donde dar la batalla; al menos disimulaba la relevancia de los mismos. En todo caso, la literatura de aquellos tiempos nos revela la hegemonía del frente económico, seguido del político −más discutido− y de algunas esferas de la ideología, como la religión, cuyos efectos en la vida de la izquierda se dejaban notar a primera vista. Creo que es un hecho aceptado esa focalización de la izquierda desde sus orígenes en la producción y distribución; y un hecho que respondía a la realidad objetiva: primero, porque era allí donde se manifestaba de forma inmediata el mal social, la desigualdad, la diferencia obscena; segundo, porque aquel capitalismo parecía ejercer su dominación en la esfera económica, en las relaciones de producción, que en el pensamiento marxista pasarían a ser consideradas como la pieza clave de la vida social y de su historia. O sea, aunque en gran medida fuera por instinto más que por autoconsciencia, la izquierda en su primera época, en la de su nacimiento y consolidación, se lo jugó todo a la “revolución” contra el orden económico, contra la propiedad privada de los medios de producción; su lucha, en sus formas, estrategias, mecanismos, representaciones y discursos, giraba en torno a la revolución contra el capital, pensado éste con rostro económico.

Subrayo “contra el capital” para enfatizar la relativa simplicidad de su función antes de que se fueran incorporando a su concepto otras dimensiones (política, cultural, estética, ontológica…). Su tarea, por tanto, estaba bien definida, sin ambigüedades, sin discusiones: la izquierda buscaba la revolución en las relaciones de producción, y por extensión en las condiciones de vida en la esfera económica. Ser de izquierda tenía poco que ver con otras preocupaciones, cuyo olvido o tibieza hoy la convertiría en sospechosa. Problemas como los de la “cuestión nacional”, el “género”, la “diversidad étnica”, “los derechos de los animales” o el “cambio climático”, que hoy sirven de aparatos de medida de la cantidad y la calidad de la componente de izquierda que cada individuo o cada institución arrastra, en el primer siglo y medio de su existencia apenas preocupaban a algunos intelectuales de la izquierda; había cosas más urgentes, más insoportables, más fundamentales, y se intuía que de su solución se desprendería la de las otras.

Pues bien, esa primacía del campo económico como territorio de actuación de la izquierda, que respondía a una determinación estructural, derivada de la esencia y del momento del capitalismo, hizo que se viera como su hábitat indiscutible; y aún hoy se sigue viendo así en gran medida. La izquierda por excelencia, suele decirse, es la izquierda social, es ser de izquierda en lo social; y por “social” se entiende las condiciones materiales de vida, que remiten preferentemente a lo económico. Por eso tal vez extrañe esta “Proposición 7”, que describe y afirma el relativo desplazamiento de la acción de la izquierda fuera del terreno económico, su preferente actuación actual en otras esferas en menoscabo de la considerada “propia”. Y puede parecer una tesis tanto más extraña cuanto parece enfrentarse a un tiempo al concepto y a la intuición. Al concepto, en tanto la izquierda nace ligada al capital y éste tiene su centro de mando en la esfera de la producción; a la intuición, en tanto que empíricamente a primera vista no se aprecia con claridad ese desplazamiento y realmente parece contraintuitivo, dado que la izquierda sigue hablando constantemente de “economía”. Además, la izquierda de hoy tiende a definirse, reconocerse y avalarse de izquierda precisamente radicalizando sus reivindicaciones económicas, manteniendo las posiciones más radicales en la distribución de la riqueza, en el reparto igualitario de los bienes sociales; o sea, su comportamiento actual sugiere que está donde estaba y donde debe estar, en la lucha por el “reparto” mejor de la riqueza.

Ante las posibles dudas que pudiera suscitar esta proposición debo asumir la conveniencia ineludible de explicar bien su sentido, comenzando por clarificar cuanto me sea posible los conceptos; hecho esto, si aún es susceptible de dudas y rechazos, sólo puedo pedir que mantengamos abierto el debate, que en el mismo se irán encajando las piezas; estoy convencido de que superando ciertos tópicos se irá despejando el paisaje. Al fin, el “desplazamiento” de la intervención de la izquierda hacia fuera de las relaciones de producción −hacia otras áreas de la economía, como el mercado o la distribución, y hacia otras esferas de la sobreestructura, como la política y la cultura− no es un hecho acabado y cerrado, es un proceso en marcha, y con su evolución acabará poniendo a cada interpretación en su lugar. El futuro, ciertamente pensado en una perspectiva dialéctica, ha de estar abierto, pero no totalmente ausente, pues dialécticamente no se puede describir el presente sin señalar adonde apunta, asumiendo el riesgo de que la historia nos enmiende la plana.

Con esta pretensión de explicitar bien el sentido de la tesis, quiero señalar dos consideraciones. La primera refiere al enfoque hermenéutico, que al representarse la esfera económica como el lugar propio de intervención de la izquierda lo hace de forma parcial y sesgada, casi excluyendo o menospreciando las otras esferas. En gran parte se debe a la abstracción, ineludible efecto analítico, necesaria en el conocimiento de la totalidad; y en parte al peso del determinismo, de la explicación causalista lineal, que confunde la hegemonía con la pura dominación mecánica. Con ello se desenfoca el análisis dialéctico que exige representarse la intervención económica en sus relaciones con las restantes esferas, entre sí sobredeterminadas por la forma del capital que las subsume. Es decir, suele olvidarse que la intervención de la izquierda en la esfera económica tiene sus repercusiones en las otras esferas de la dominación del capital, y a la inversa. Por tanto, conviene precisar que en el desplazamiento que anuncia la proposición hacia las sobreestructuras no se supone un abandono de la intervención económica, simplemente se reconoce que hay un cambio significativo en el modo de intervención en ella; cambio que no debemos entender como “error” de la izquierda, como si respondiera a una elección libre de ésta, sino provocado por la realidad, por la propia evolución del capital y sus formas de reproducción.

La segunda consideración es sobre la percepción empírica del desplazamiento. Podríamos recurrir a la intuición empírica que parece revelar el carácter contraintuitivo de la tesis, que nos muestra que la izquierda lejos de ignorar la economía habla cada vez más de ella. La preocupación de la izquierda por la “cesta de la compra” parece obvia, no puede negarse, casi nos ahoga la repetición; pero esta preocupación por las pobrezas parciales y los costos alimentarios y energéticos debe ser bien valorada. Es cierto que los temas del día que se suceden y solapan −la carestía de la vida, la creciente desigualdad, el salario mínimo, la renta universal, la pobreza infantil, juvenil, eléctrica, sanitaria, energética, fiscal…− refieren a la economía; pero una vez más debemos distinguir entre lo que son simples reivindicaciones económicas derivadas de la dignidad y la decencia y, por otro lado, aquello que constituye las reivindicaciones y objetivos específicos y propios de la izquierda. Los relatos y discursos reivindicativos usados en extenso tienen un fuerte aval ético, pero su lenguaje dista mucho de ser anticapitalista, incluso de parecerse a éste. La intensa atención de la izquierda a la posición en la redistribución, exceptuando lo que se haya de exceptuar, suele hacerse en un discurso y una actitud de gente decente, en clave humanista y humanitarista, enlazando con la cultura cristiana. En cambio, una posición de izquierda consistente pasa por conocer la lógica del capital, sus mecanismos de reproducción actuales, y orientar su acción a la intervención en ellos; sin esta perspectiva, la actividad de izquierda acaba encuadrada en el marco de la valorización del capital, o sea, acaba perdiendo la peculiaridad de su posición, de su “posición de valor” −si se prefiere, de su “voluntad de poder” negativa o antipoder−, y entregada a la protección de los débiles, empeño sin duda digno, y en ciertas condiciones urgente e irrenunciable, pero no específicamente de izquierda.

En consecuencia, invito a pensar esta proposición sin prejuicios y, con toda la potencia crítica de que se disponga, valorar en serio si a pesar de su apariencia antiintuitiva no tiene cierto contenido de verdad. Aunque pueda parecer contracorriente e insuficientemente documentado decir que la izquierda ha sido expulsada de sus posiciones propias en la economía, en el marco de la producción, entiendo que deberíamos pensarlo sin previos posicionamientos dogmáticos; y aunque los fenómenos empíricos lo oculten o disimulen, es sano sospechar que bajo el pavés, si no la playa, se encuentra oculta la tierra que lo aguanta. No deberíamos olvidar que el capital es travesti por naturaleza, le encantan las metamorfosis. Basta tener en cuenta que al capitalismo le entusiasma hablar de economía, incluso reducirlo todo a música económica, el territorio donde parece más presentable, para sospechar que su ruido silencia las voces de otros lugares donde también opera. Habla de riqueza, incluso de reparto del PIB, pero guarda en el silencio y protege en la privacidad la propiedad; le gusta hablar de Estado de derecho pero evita poner en escena el debate sobre uno de sus lugares sagrados, los paraísos fiscales; loa y exige democracia, pero mantiene prohibida con denso silencio la votación sobre el reparto de la riqueza social. El capital, en definitiva, sabe que es preferible plantear la guerra en el territorio de los otros.

Creo que, bien valorado, puede decirse que sí, que hoy la izquierda ha huido de la producción y se ha asentado en el terreno de la política, se ha aposentado allí y se encuentra confortable en su nuevo frente; y hemos de comprender bien este proceso, que sin duda puede ser leído como síntoma de derrota, pero que no obstante nos ayuda a comprender las complejidades y aristas del concepto de izquierda. Al fin la izquierda se define en el frente de la dominación, a diferencia de la clase que enraíza en la explotación; y la dominación parece tener hoy su hábitat propio en la vida política. No ayer, cuando el capital joven y arrogante se jactaba de dominar con la libertad en el mercado, manteniendo el poder político en stand-by; pero sí hoy, cuando más débil, viejo y prudente sabe que el poder político pertenece a la vanguardia en las luchas modernas. Por tanto, tal vez deberíamos pensar que ese desplazamiento de la izquierda no es un viaje de placer de explorador, ni una decisión de estratega experto; con ello simplemente busca su lugar, mejor, un lugar; o sea, la izquierda se ha visto arrastrada por el capitalismo, en ese movimiento aparece su marca histórica. La misma forma social capitalista que la puso como oposición desde su origen en el terreno económico la desplaza ahora al político; no ha elegido ella el terreno, hemos de pensarla siempre como subordinada; si se quiere, rebelde, pero subordinada.

Ahora bien, en esas peripecias, zarandeada por los vientos de las batallas, aprende, se fortalece, resiste y sigue su lucha. En esta perspectiva el desplazamiento nos muestra que la lucha en el capitalismo se manifiesta cada vez más como lucha política, que es aquí donde se juega la partida; y ese desplazamiento del frente de confrontación es claro síntoma de que la fuerte hegemonía de la economía, de la “base”, ha cedido en favor de la política. Y nos revela también que si el capitalismo desplaza la lucha a la política quiere decir que ha perdido control en la batalla entre las fuerzas en conflicto subsumidas bajo su forma social, y en particular el conflicto derecha/izquierda; y lo ha perdido en su lugar sagrado, en el territorio económico, donde dominaba netamente desde su origen. Hoy esa batalla contra el capital, que pone en juego el modo de producción, se da fundamentalmente en la política. Lo que se juega es el modo de producción, sin duda, pues mantener el poder político es la única condición de posibilidad de supervivencia del capital, pero el enfrentamiento se da fuera de las relaciones de producción, en otro lugar de hegemonía del capital. Un lugar que no es propiamente “exterior”, ajeno o indiferente, dado que es también lugar del capital desde su origen; pero que no es el sancta sanctorum, nones su corazón, y allí las heridas duelen menos. Sin duda, lo que está en juego es la partida económica, obviamente, y la izquierda no debiera olvidar que si el capital lleva la batalla a ese dominio, si acepta que se juegue en provincias, se debe tanto a que está débil e inseguro cuanto a que prefiere protegerse con las mediaciones. Las batallas políticas no suelen ser golpes directos y definitivos al capital; la mediación de la ley es siempre una garantía.

La izquierda no debe ignorar este hecho, pero tampoco que desde su origen, y tal vez constatando empíricamente la fortaleza del capital en el espacio económico, tomó consciencia de que la lucha tenía que ser política; la revolución que pensaba aquella izquierda era económica, pero se daba en la política; en otras palabras, intuía o sabía que política y economía iban de la mano, eran dos lugares del capital. En consecuencia, la izquierda sabe que la batalla política no es necesariamente peor terreno de lucha que la economía para sus armas; si bien ha de tener presente que el asalto al Palacio de Invierno es sólo un episodio contingente, tal vez históricamente necesario pero siempre insuficiente, en el camino de la emancipación del pueblo de la explotación económica y la dominación política.

El factum es que la izquierda se ha desplazado o ha sido arrastrada al nuevo frente de confrontación; por instinto o por consciencia, o con instinto y progresiva consciencia, ha ido reconociendo que ése es su lugar. Lo relevante es de nuevo la consciencia, pues no se debe olvidar que lo que está en juego en la lucha contra el orden del capital, su objetivo final, es siempre ganar la partida económica, liberarse de las relaciones propias del modo de producción. Si el desplazamiento a la esfera política conlleva la pérdida de consciencia, el olvido de su razón de ser, y lo suplanta con las ilusiones de las victorias políticas, en ese caso es muy probable que, al sentirse subjetivamente ganadora, en realidad esté celebrando objetivamente su derrota. En cambio, si tras las dudas y el comprensible desconcierto por el cambio de frente −en que la conquista de la democracia acaba siendo fin en sí mismo−, si tras el olvido de la diferencia entre el frente político, donde la izquierda ha de representar lo universal, y el económico, donde la izquierda mantiene su marca de clase…; si tras ese momento recupera su autoconsciencia, reconoce el lugar donde lucha y el lugar por el que lucha, la izquierda disputará en la esfera política la alternativa en las relaciones de producción, y mantendrá o recuperará su lugar y su función propia en el orden social actual.

Insisto en este punto no para menospreciar la lucha política, sino para llamar la atención sobre la fascinación de la política, el “encantamiento” del Estado, el ensueño de su hegemonía. A la izquierda le ha gustado siempre la política, se ha sentido bien en esa esfera, ha creído siempre que es su terreno; y, sobre todo, ha creído que ahí puede vencer. Y actualmente estamos acostumbrado a oír las llamadas a hacer política, y elogios tópicos como “es la hora de la política” (no de los jueces, ni de la ley, sino de la Política con mayúscula). La verdad es que luego, cuando la política no puede resolver ni siquiera los problemas habituales de convivencia, se busca la expiación con la piadosa regla de cargarle las carencias a la educación; con ingenuidad que a veces se acerca al cinismo se espía la propia culpa atribuyendo esa misión a la educación, considerando que es ésta la que ha de resolver los problemas, o al menos que es en ella, en su ámbito, donde políticamente se han de identificar y allanar obstáculos. “Hay que identificar, tratar y curar el mal en su origen”, se dice con complacencia. Y así se emprende ese camino trazado por la inconsciencia, de ilusión tras ilusión, en el que estamos condenados a movernos mientras no asumamos radicalmente que en la vida social reina la contradicción y no el alma bella, la objetividad material y no el sujeto inocente; mientras no asumamos que incluso el sujeto no deja de ser un sujeto “educado”, y por la educación se filtra la fuerza de la objetividad en su tendencia a la reproducción.

Lo que quiero decir, en definitiva, es que la izquierda ha de asumir −forma parte de su autoconsciencia− que el mal social más grave de todos radica en la terrible desigualdad que constituye la realidad del capitalismo; que ese mal es intrínseco, que no sólo no puede ser técnicamente resuelto por el capital, sino que no puede conceptualmente hacerlo, porque capitalismo es en esencia desigualdad radical. No hay mayor desigualdad (no hablo de la cesta de la compra) que la de una sociedad en que, condenada al trabajo, asigna a unos la propiedad de los medios de producción y a otros la de su sola fuerza de trabajo. Sobre esa base, ¿qué importa el nivel de vida, la renta per cápita, los saldos en azul? Ésa es la desigualdad madre, y el capital que la gestiona no sólo no puede eliminarla, sino que ni siquiera puede querer superarla, pues la necesita, va contra su esencia.

Sin duda esa desigualdad aparece a primera vista como desigualdad social, económica, de distribución de los bienes; pero pensada con atención se nos revela en toda su complejidad y en todas sus dimensiones, de las que no está ausente la política. Hasta la pobreza es una desigualdad política, pues esa pobreza deriva de la ausencia de propiedad y ésta, a diferencia de la cruda posesión efectiva, es una relación política. La propiedad privada es una relación social, implica el reconocimiento, implica el orden político; o sea, desde el origen el problema del capital es un problema político; y su solución o disolución se dará en la esfera política; esto no es una open question, es una cuestión obvia. Pero, aunque sea así, los problemas sociales no se resuelven con la inversión del poder, con el simple asalto al Palacio de Invierno; los problemas sociales están atravesados por la determinación de las relaciones de producción, donde economía y política (y derecho, e ideología) se identifican tanto que borran sus diferencias.

Como decía antes, las esferas están “entrelazadas” como las partículas en la física cuántica, e incluso hay superposición entre ellas. Ahora bien, esa desigualdad de posición en las relaciones de producción, que vivimos como fuente de opresión e injusticia, el capital no puede querer superarla, sería un suicidio, y de momento no parece tan desesperado. Hay otra desigualdad, en apariencia más genuinamente política, aunque no inocente en perspectiva económica, que ontológicamente es tanto o más importante y que, a pesar de ello, tal vez por ser menos universal, suele soportarse mejor: el régimen monárquico. Sí, la Monarquía mantiene el pulso al capital en cuanto órdenes sociales de dominio acentuado. No sé cuál de las contradicciones es más potente, si la del trabajador condenado a trabajar y que es desprovisto de los medios de producción o la del ciudadano que, obligado a considerar a todos iguales, ha de aceptar la desigualdad de un rey. Podemos caer en la tentación de decir que todo es igual, todo es lo mismo, que Monarquía es sinónimo de capitalismo… No, el camino de la identidad no es aconsejable, conviene mantener viva la diferencia. Aunque sólo sea porque esta contradicción el capitalismo puede superarla, y de hecho la ha superado en la mayor parte del planeta. La desigualdad que impone el orden monárquico no pertenece al capitalismo, no entra en su concepto, aunque puede convivir con ella, a veces cómodamente, en fecunda simbiosis. Pero no es lo mismo, y esta diferencia no le pasó desapercibida a Marx.

En todo caso, aunque la izquierda haya de aceptar el frente que le imponga la situación global, no ha de aceptar la forma de consciencia que convenga al poder dominante; la determinación objetiva no le pertenece, no la elige, pero su consciencia puede y debe ser suya, construida por ella. Y esta componente de su ser es muy relevante, a la larga es el elemento decisivo. De ahí mi insistencia en no caer en las ilusiones, ni de la educción ni de la política; en todas partes su lucha ha de ser contra el capital, a través de las mediaciones imprescindibles.

Para la izquierda la política es el arte de construir otro nosotros, frente al capital que ha creado y reproducido el suyo: éste, un nosotros con derechas e izquierdas; el “otro”, sin derecha capitalista y sin izquierda anticapitalista. Posiblemente la izquierda sueñe con un nosotros sin derecha ni izquierda, pero parece improbable esa comunión de los santos; no obstante, ese ha de ser el objetico de la izquierda, aunque el resultado tienda más bien a otro orden social, otra forma de subsunción social, que dará entrada a otra derecha y otra izquierda nuevas, enfrentadas, con motivos y destinos diferentes. Claro está, esos ya serán los problemas de otra nueva izquierda, ya no nos compete a nosotros dilucidar; cada uno ha de jugar su partida y asumir sus límites.

Acabo el comentario a esta proposición subrayando la idea que me preocupa, la del encantamiento de la política. Podríamos pensar que, dado que la izquierda, a diferencia de la clase, se define en el frente de la dominación, este desplazamiento de la economía a la política puede interpretarse como regreso a su lugar natural. Cierto, pero no debemos olvidar que ésta, la dominación, no es un concepto meramente político y de la política, sino que tiene más dimensiones. La dominación, ya lo sabemos, la ejerce el capital preferentemente por mecanismos económicos y, sobre todo, para un único fin, su valorización, que es su forma peculiar de reproducción. Una doble razón suficiente para comprender la hegemonía de lo económico en los objetivos y estrategias de la izquierda actual; un doble motivo para huir de representaciones mecánicas y acercarnos a la dialéctica, en que el ser o el significante no son esencias sino funciones, modos de existencia contextuales. La dominación es económica y política, así como ideológica y cultural; los distintos ámbitos distinguidos en la representación de la totalidad de sociedad son sólo categorías analíticas, cuya diferencia supone la identidad. Con ellas dividimos y separamos la unidad en aspectos abstractos, con lugares y tiempos sociales distinguidos, cada uno un ámbito de acción y de vida, una diversidad de realidades claras y distintas; pero ese mecanismo analítico de representarnos la unidad en su pluralidad exige no olvidar su fundamental conexión. En definitiva, la dominación y la lucha por la dominación en la esfera política no afecta sólo a lo político, también pone en juego la dominación económica, y a la inversa. El desplazamiento fuera de lo económico que describe esta proposición no es interpretable como desplazamiento de una lucha “económica” a otra “lucha política”, caracterizada aquélla contra la explotación y ésta contra la dominación; eso sería una simplificación excesiva, pues desde ambos lugares, desde ambos frentes, se ponen en juego los mismos objetivos y resultados.


7.2. La producción, territorio de la izquierda.

El frente económico era, es y seguirá siendo el propio de la izquierda actual, la izquierda anticapitalista. Y como éste era, y sigue siendo, su hábitat principal, no es extraño que sus éxitos y sus fracasos, y en particular su derrota que ahora nos preocupa, se haya dado especialmente en el frente de lucha económico. Sin duda la derrota existencial actual que sufre la izquierda se ha dado en diversos frentes, pero ha sido en el espacio económico donde la batalla ha sido más dura y cruel, más determinante. Son muchas las razones por las que ha sido así, pero de momento quiero destacar una: la batalla de la izquierda es contra su progenitor putativo, el capitalismo, y aunque a Herr Kapital le duelen las heridas en todo el cuerpo social, pues en todas partes, en todos sus órganos, se apoya para su reproducción, se resiente más de las que provienen de los golpes sufridos en la producción. Por eso es ahí donde la izquierda centra y debe centrar todos sus efectivos, y donde el capital acumula protección, pues al fin es el “centro histórico” a proteger y salvar. En los otros barrios, menos sensibles, admite alguna tolerancia, siempre que no ahoguen el City Centre. Parece obvio que tolera mejor la democracia en los parlamentos que en la fábrica, como tolera mejor la igualdad en la gestión de la justicia que en la gestión económica.

En su lucha contra el capital, la izquierda no es el elemento dominante; ello quiere decir que no elige libremente el lugar ni las armas, que suele imponerlas el enemigo. Y este enemigo, el orden del capital, parece encontrar hoy mejores defensas en la política que en la producción, tal vez porque es más débil de lo que solemos pensar por su excelsa presencia. Y la izquierda parece haber aceptado ese reto, como si también aumentaran sus esperanzas. Como el capitalismo, en tanto que orden social, es lucha, hemos de considerar que el desplazamiento del centro de mando a la política es resultado de esa lucha, del movimiento de ambos opuestos. Como si ambos se encontraran ahí cómodos, cada uno para perseguir su destino; como un movimiento no programado o deseado, sino mero resultado espontáneo, como deriva de la contradicción, que es en esencia imprevisible.

O sea, de la noche a la mañana, capital y trabajo, derecha e izquierda, se encuentran ahí, enfrentados en el espacio político, dirimiendo los límites de la dominación. De aquella lucha entre el patrón y los obreros en la fábrica, a solas, decidiendo la explotación y sus límites, hemos pasado −simplificando mucho y con buena carga de abstracción− a la tópica reunión a tres, patronal, sindicatos y gobierno, para llegar a pactos o consensos de ventajas mutuas. No ha sido fácil, pero poco a poco los “agentes sociales” −sindicatos y patronal unidos en el concepto− y el “gobierno” han ido aceptando este modelo de confrontación. Las organizaciones en conflicto, del trabajo y del capital, cada uno según sus fuerzas, encuentra en este protocolo más o menos esperanzas, pero el formato parece imponerse inexorablemente, como si ni una ni otra parte tuvieran fuerzas −ni pudieran imaginar llegar a tenerlas algún día− para imponerse, como si se sintieran envejecidas y en declive. El capitalismo ve ahí su única posibilidad de prolongar su decadencia y la izquierda goza del placer de irse diluyendo, como si instintivamente supiera que su disolución, su no necesidad, es su triunfo.

La mirada dialéctica no logra enfocar simultáneamente las respectivas perspectivas de los opuestos; estamos condenados a la visión unilateral, que podemos corregir y dialectizar pasando sucesiva pero constantemente de una a otra, y teniendo en cuenta en cada caso la otra mirada. Por ejemplo, podemos situarnos en la atalaya del capital. Desde aquí se nos muestra como preocupante su salida de su atrincheramiento en el City Centre y su desplazamiento hacia los suburbios; necesita salir de su recinto, el lugar sagrado de su hegemonía, para defenderse fuera, a campo abierto, con más riesgos. Podemos sospechar que esta necesidad no es su fuerza sino su debilidad, y tal vez sea conveniente tener en cuenta la hipótesis de la enfermedad actual del capital. Aunque el capital siempre haya cuidado −con desigual protección, ciertamente− de sus distritos periféricos, como la ciudad imperial de sus provincias, o las metrópolis de las colonias, en ellos solía mostrarse más flexible, aceptar con menos dolor las pérdidas, por eso permitía adulteraciones y disidencias sin grandes desgarros, ya que sus ecos apenas llegaban a sentirse en el centro, dentro de sus murallas. Aquí el capital suele mostrarse inflexible e intolerante, se trata de su centro histórico, donde guarda el tesoro, lugar de culto de las esencias. Mientras se mantenga intocable el palacio del emperador, el plano de la ciudad puede corregirse en función de las circunstancias; mientras el ritmo de la valorización del capital se mantenga sólido y sano, se permiten las disidencias políticas e ideológicas; incluso a veces se propician, para consolidar esa función del valor.

El capital sabe y sabía, lo ha sabido siempre, que puede convivir con formas políticas e ideológicas distintas, e incluso antagónicas. Basta recordar la pluralidad de formas sobreestructurales con las que ha convivido el capital, incluso diversidad de formas técnicas de la producción, frente a la terrible uniformidad de su esencia, inmutable, inalterable, intocable, su valorización por mediación de la compra de la fuerza de trabajo, por mediación de su propiedad sobre los medios de producción. Hemos conocido capitalismos bajo regímenes políticos fascistas, dictaduras militares, Estados liberales, semiliberales y pseudoliberales, democracias de baja y media intensidad, bonapartismos y monarquías de todo pelo… Incluso tenemos en el presente capitalismos tan exóticos como los que crecen en regímenes políticos comunistas y en repúblicas o monarquías teocráticas.

El capitalismo ha mostrado su capacidad de sobrevivir, incluso de protegerse y salvarse, con todo tipo de regímenes políticos, confesiones religiosas, doctrinas éticas y estéticas. Lo aguanta todo, es un todoterreno dúctil, maleable y resiliente excepcional. Es capaz de vivir entre virtuosos y viciosos, entre fanáticos de la fe y expertos de la corrupción, entre monjes inquisitoriales y traficantes de todo tipo. Lo que no tolera es que se le toque su City Centre, esa cripta sagrada donde se forja el ritmo del capital, la tendencia de la tasa de ganancia, la valorización del valor, y esas pequeñas cosas grises que no siempre se entienden del todo. Lo económico, la esfera de la producción, es el sancta sanctorum de su templo, que parece responder al lema: “que no entre quien no sepa filosofía”. Sí, “filosofía”, no “economía”, ni “política”; no me he equivocado, pensadlo bien y comprobaréis que tiene sentido.

Pues bien, en este contexto hemos de reconocer que la izquierda ha sufrido su derrota en el espacio económico, y que por ello ha sido una derrota particularmente dolorosa y dura, traumática, desesperante. Ha perdido en casa, podríamos decir, ante los suyos, donde se sentía más firme y superior. Reconocemos en su descargo, como he dicho, que ése era el principal lugar de la lucha, donde puede hacerse mal al capital; añadamos y aclaremos, sobre todo, que no era todo su campo, que todo el campo social es del capital, en todos domina, en todos ejerce su hegemonía; en fin, advirtamos que el lugar no lo eligió ella, que se lo dieron hecho. Cierto, fue su lugar de nacimiento, donde quedó constituida, y donde se alimentaba, pero no era de su elección; además, por otro lado, nació condenada a enfrentarse al orden existente bajo la determinación económica y con el talón de acero del capital apretando su pecho. Fue algo así como la línea Maginot de su lucha, puesta por ella pero no elegida, construida por el débil pero a la defensiva ante el fuerte.

Ahora bien, como todas las categorías, el capital se ha metamorfoseado, y la izquierda actual, que forma parte del capital como elemento de la contradicción que subyace al mismo, parece no haber tomado nota del cambio, pues no ha reconstruido el concepto; su derrota “psicológica”, que forma parte de su ser, de su “voluntad de poder”, debilita su posición y su acción en el mundo. Ante el cambio fáctico irreversible del capital, se ha quedado en una alternativa: o bien mantener su concepto clásico de capital, con el riesgo inapelable de quedar obsoleta, inoperativa, marginada, o bien reinventarse creativamente, erigiéndose en sujeto libre, vistiendo el viejo traje del concepto idealista, modernizado con los restos del naufragio, a base de recoger aleatoriamente fenómenos de superficie. Incluso cuenta con una tercera opción de gracia a la que acogerse: la de hacer suya la máxima postmoderna de vivir sin concepto, que tiene el atractivo de la alegría juvenil y la frescura de la movilidad elástica, frente a una inercia asfixiante que la realidad impone al alma. Desde cualquiera de esas tres opciones la izquierda se condena a ejercer la oposición en un mundo que desconoce y que se niega a conocer; y, sin conocer ese nuevo modo de ser del mundo del capital, su lógica, sus tendencias, su destino, sus dispositivos y tretas, se condena ella misma a la esterilidad y a la inesencialidad, a no poder hacer lo que es su razón de ser. En rigor, sin concepto del capital acaba perdiendo su propio concepto de izquierda, dado que no deja de ser en sí una determinación del capital.

Dicho con todas las excepciones personalizadas que fueren necesarias, la izquierda se ha quedado sin concepto del capital; lo ha dejado conscientemente en la cuneta, por obsoleto, o tal vez lo ha sustituido inconsciente por otro de prête-à-porter, más tolerable como compañía. Ésta es la situación: si la izquierda es una determinación del capital, y ya no conoce el capital, no puede conocerse a sí misma. Puede postularse como un ideal ético, como una posición de valor, y definirse a su conveniencia, pero una ilusión no es autoconsciencia, y si bien un ideal puede ayudar psicológicamente, incluso portar efectividad en la lucha práctica, nada puede hacer para corregir la inesencialidad a la que el concepto idealista condena al sujeto individual o colectivo.

En estas condiciones −situada en la política ignorando que lucha contra el capital− puede decirse razonablemente que la izquierda ha perdido necesariamente su posición, y por eso ignora su función, no sabe qué hacer, qué le corresponde hacer; ha quedado inerme y confusa, inoperante, fuera de juego. Ésa es su situación objetiva, su ser en sí donde no cabe la culpa. Otra cosa es su situación subjetiva, psicológica, derivada de vivir su situación como “derrota”, como impotencia o fracaso, resultado de error y con efectos de culpa. Ambas dimensiones son existenciales, y por tanto importantes, pero hay que diferenciarlas y distinguirlas, y tratar a cada una como corresponde a su naturaleza. Porque de hecho ambas aparecen unidas, confundidas, interactivas entre ellas, afirmándose y rechazándose recíprocamente. Sin concepto de capital y sin concepto de izquierda se comprende que se sienta confusa, abatida, desconcertada; todos ellos son síntomas de la pérdida de autoconsciencia.

La pérdida de autoconsciencia se manifiesta de modo inmediato como pérdida del saber sobre sí misma, en sus dos dimensiones: en la esfera subjetiva, en su “ser para sí”, constituido por lo que sabe o cree de sí, y en la esfera objetiva, en su “ser en sí”, en la determinación social, las marcas que sea cual sea su para sí siguen en ella, en el ser de la izquierda. Marcas renovadas, del nuevo momento del capital y del nuevo orden desigual que instaura; marcas que sólo son perceptibles desde el concepto, desde la teoría, lo cual pone de manifiesto la exigencia inexorable del conocimiento del capital actual. Sin esa teoría, pensando desde los viejos conceptos, éstos imponen como marcas las viejas, las clásicas, sin sus metamorfosis y sus cambios de función; y de este modo convierten la praxis en ciega, mera reacción a un malestar espontáneo.

Hemos de tener en cuenta que el para sí de la izquierda es una situación subjetiva de la misma, pero nosotros hemos de tratarla como una situación objetiva; para nosotros es objetivo que la izquierda se ve a sí misma subjetivamente desconcertada. Esa subjetividad es también nuestro objeto de reflexión; debemos interpretar su consciencia subjetiva como realidad objetiva a comprender desde su desarrollo, en su evolución, en su génesis material; incluso la confusión, o las carencias de su consciencia debemos considerarlas hechos reales, consistentes, determinaciones de un contexto socio-histórico. Es decir, no debemos interpretar ese estado de consciencia como un error o vicio privado de la izquierda, una anomalía o contingencia efímera que en tanto que tal sería impensable; ni como una culpa accidental de la que fuera responsable; nosotros debemos pensarla como una determinación socio histórica objetiva, comprender su origen, etiología y tendencia evolutiva.

Quiero decir con ello que hemos de asumir como postulado que la izquierda es lo que es ahora, no lo que fue ayer; es lo que ha llegado a ser en esta situación, es su modo de ser actual. Y también hemos de asumir que, si la izquierda de hoy difiere de la de ayer, se debe a que el capitalismo ha cambiado; y si ha perdido su consciencia de lo que es hoy −lo que fue ayer no le sirve, o le sirve de obstáculo− hemos de atribuirlo a que no ha sabido −no ha podido aún− conocer ese cambio y redefinir su concepto de sí en relación al mismo. En consecuencia, es esta carencia coyuntural la que ha vuelto su praxis anacrónica y bastante estéril, haciéndola perder su propio sentido, su propia autoconsciencia; pero esta carencia no es culpa, forma parte de su ser actual, de las heridas de su lucha. De ahí mi insistencia en que sólo reconstruyendo el concepto de capital la izquierda puede abandonar su existencia inesencial y su consciencia desgraciada de ella, y así volver a ser lo que es y poder llevar una vida conforme a su esencia, que siempre vendrá determinada por el mundo y por su conocimiento del mundo.


7.3. Las metamorfosis del capital.

El futuro no se deja ver como será, sólo como es; es decir, en su representación subjetiva, en lo que nos deja saber de su ser aún no determinado. Aunque sea poco, algo nos deja ver, algunas ventanas están entreabiertas; al fin el presente es sólo el origen del vector del futuro. De todos modos, éste aparece en las sombras. Si la izquierda se siente derrotada o desconcertada se debe a que la situación −no el presente ni el futuro, sino el tránsito, la relación de constituyente entre ambos− la desborda y descoloca, la hace sentirse espectadora inerme, la impide verse necesaria. Ahora bien, en coherencia con lo que vengo argumentando, la izquierda, su modo de ser actual, responde a profundas transformaciones del capitalismo que están construyendo el futuro, o dibujando la carencia de futuro, en lo que nos es dado ver del mismo. Esas hondas metamorfosis del mundo del capital que dibujan su futuro, ayer inexistentes e inconcebibles y que hoy le hacen presentarse casi irreconocible, enmascarado, protesizado, ciberizado y cyborizado, tal vez anuncien −me impulsan a pensarlo− que está en fase terminal, que ya está siendo colonizado y parcialmente subsumido por un nuevo orden social, un nuevo modo de producción; tal vez sean signos de que el futuro no es suyo, que lo está construyendo otro, aunque bajo su manto, aunque a sus espaldas.

Me gustaría hablar de esta sospecha con todas las cautelas del mundo, sin pretensión alguna de escandalizar. Veo en el capitalismo de hoy, por el futuro al que apunta, que tiende a desaparecer. Todo ello sin perjuicio de reconocer que, sin duda alguna, el capitalismo sigue apareciendo como dominante, y en gran medida siéndolo realmente; su dominio se nota, se palpa, eso es indiscutible. Lo parece, pero no sé si ya lo es del todo, ni en todas partes, dado que su situación es claramente desigual en las distintas formaciones sociales. Tengo el presentimiento de que, de aquí a unas décadas, cuando los historiadores reconstruyan nuestro momento histórico y vean zonas del futuro que nosotros no podemos ver, relatarán que el pasado no es del todo lo que era, lo que creíamos que era, lo que ahora nos parece ser. Pero ésta es una cuestión que no está a nuestro alcance; nosotros hemos de pensar el presente en modo presente, y desde el presente sentimos que el capitalismo sigue dominando nuestras vidas; que a pesar de sus heridas y sus cojeras, mantiene globalmente su marcha de elefante, con su polvo y su ruido. Esto no está en cuestión, como tampoco debería estarlo su creciente debilidad; aunque sea de modo parcial, local y desigual, podemos observar cambios forzados, mutaciones de sobrevivencia, que no parecen responder a su lógica, a sus planes. Pueden parecernos arbitrariedades o excentricidades del patrón que en tanto logra imponerlas muestra su poderío, y su salud, pero, si logramos perforar la superficie, tal vez constataremos que se trata de signos que piden otras interpretaciones; comprenderemos que sus metamorfosis, desaforadas aunque ingeniosas e impactantes, que logran hacerle aparecer joven y creador, con el infinito por delante, no logran disimular sus arrugas y sus gestos de impotencia.

Hay al menos dos o tres aspectos intuitivos que parecen signos de ese profundo cambio hacia la decadencia, y que deberían estudiarse más a fondo y enfocados a sus efectos en la posición de izquierda. Aspectos ya detectados e inventariados por los estudiosos desde hace décadas, señalados y valorados con otras perspectivas hermenéuticas y otros objetivos críticos −y tal vez con excesiva prudencia hermenéutica, sin arriesgar hipótesis audaces o temerarias−, lo que ha impedido entenderlos en clave de decadencia, e incluso de cambio de etapa. Aspectos que, si perdemos el respeto a la positividad y su potencia reproductiva, tal vez podríamos interpretar de modo muy diferente, al menos como nueva fase del capitalismo, y con sus matizaciones como fase terminal del mismo. Por supuesto, con todas las ponderaciones y, muy especialmente, respetando la escala de los tiempos históricos, que no suelen ser los de nuestras urgencias.

Pienso con convicción y sin reserva alguna que estamos entrando en otra fase del capital; y pienso dentro de la debida incertidumbre que se trata de la fase final. Pero pienso −y creo que esto ayudará entender mi posición, a descargarla de sospechas de optimismo voluntarista− que ese cambio ya en marcha no es el futuro que soñábamos muchos de nosotros. El “eterno retorno” que parece ser el destino del ser nos permite pensar lo que la visión del progreso indefinido ocultaba, a saber, que cuando se llegue a la última etapa de la historia, en la que el hombre será dueño de sí mismo, el camino estará tan trillado, los pertrechos tan desgastados y el sujeto tan degradado que parecerá el reino de Atila. Las “verdes praderas” imaginadas en el progreso infinito pasan a ser eriales de polvo bajo el eterno retorno. Cierto que el futuro nunca es lo que era, pero deseo que tampoco sea como me siento tentado a pensar.

En este sentido, pienso que el mal social que ahora vivimos ya no es el mal puro del capital, sino una mezcla en equilibrio con el mal del nuevo orden inmediato que ya está en construcción; y lo que viene no parece ser mucho mejor que lo que tenemos. Claro que podemos descargar nuestra ira contra el capital, que sin duda lo merece, y cargar en su debe la destrucción de las condiciones que nos está dejando, en lo ecológico, en lo antropológico, en lo ético… ha arrasado y nos deja incluso sin imaginación; sí, sin autoconsciencia. Podemos hacerlo, y la izquierda actual, anticapitalista, debe hacerlo, y tiende a hacerlo; pero entregarnos al determinismo es tan estéril como bañarnos en el subjetivismo y, en todo caso, el problema del futuro pertenece a la izquierda del futuro, y sería un error dejar su solución, o su trazado, a la izquierda del presente. Nosotros aún estamos bajo el pie del capital, y tenemos faena por hacer; y, con el pie al cuello, ni la imaginación es sana y fresca.

Lo que parece indudable es que, sea cual sea nuestra valoración de los profundos cambios del capital, los leamos en clave de decadencia o de evolución, manifiestan la necesidad de una renovación en la teoría y la práctica de la izquierda anticapitalista. Sean signos de revitalización o de agonía, de fortaleza o de debilidad, la izquierda sigue teniendo ahí su objeto, su campo de acción. Aunque en diversos momentos recurriré a la perspectiva señalada de decadencia terminal del capital en la tarea de construcción del concepto, es siempre sobre ese supuesto: la izquierda debe cumplir su rol hasta el último día; y tras el último, jubilarse y pasar el testigo a la siguiente.


7.4. Signos del fin de la historia.

De forma implícita, y en algunos momentos explicitada, en esta reflexión tiendo a asumir esta perspectiva del capitalismo terminal en el horizonte próximo, aunque sabiendo que es futuro y que la izquierda sólo actúa en el futuro interviniendo en el presente. La verdad, me resulta difícil no ver su fase final en este capitalismo apátrida y subvencionado, asumiendo voluntariamente en muchos casos su subordinación a los planes económicos públicos; aunque pudiera pensarse que lo hago con voluntad puramente provocadora, y así lo parezca, lo cierto es que no tiene esa pretensión. Creo sinceramente que hay signos suficientes como para pensar que el capital está a la defensiva −aunque se nos presente como más agresivo e inhumano que nunca− y que está en juego la batalla por la hegemonía que le disputan otros modos de producción. Si éstos no parecen claros y distintos, visibles ni identificables, se debe sin duda a que están aún en fase de transición, pero también a que nos es difícil ver lo que no conocemos, y ese modo alternativo no se parece al futuro que habíamos imaginado y cuya imagen buscábamos en la realidad. Estamos en una transición en la que el capitalismo convive en simbiosis con la creciente socialización, pero esa socialización no es el socialismo, el futuro también aquí ya no es lo que era.

Todo ello me reafirma en la necesidad apremiante de reconocer −y actuar en consecuencia− que la complejidad de nuestras sociedades exige una profunda revisión teórica, una nueva conceptualización, y que la izquierda necesita estar en posesión de la misma para cumplir su función de oposición. La izquierda necesita conocer la naturaleza y situación actual del orden “socializado” del capital y su lugar en el mismo para poder ser lo que está llamada a ser. Lejos de haberse radicalizado la escisión, la distinción, la confrontación, la lucha a muerte entre capitalismo y socialización pensada como “socialismo”, en el proceso real el proceso ha tendido a tomar una de las formas más pastosas y abstractas de la hegeliana Aufhebung, donde la presencia de la conservación es todavía densa aparición de la negación es aún débil y superación se vislumbra borrosa; como si estuviéramos en ese momento de la producción en que la transformación de la materia prima y los medios de trabajo en producto pasa por la indefinición, ese momento de la transubstanciación en que todo es posible, en el que se está generando el futuro sin dejarse ver.

Si bien no es éste el lugar de abordar en extenso esta idea, ni siquiera de plantearla con cierto orden y cierta estructura, no quiero dejar pasar esta ocasión sin señalar algunos de esos “signos” a los que he aludido, a efectos de ganar cierta credibilidad y benevolencia para mis sospechas. Podemos interpretar como signos algunos cambios profundos en el fenómeno, en las manifestaciones empíricas del capital, que nos aparecen como contrarios a su esencia; cambios sorprendentes, impensables hace un siglo, y que sugieren nuevos tiempos. Se trata de metamorfosis que, hechas bajo el control del capital, es decir, hechas por y para la reproducción de éste, las interpreto como síntomas de su debilidad, a modo de esa medicina imprescindible para sobrevivir que al mismo tiempo envenena el cuerpo. Entre estos signos que considero ilustrativos de la tesis finalista sobre el capital −que lo interpreta en situación de cuidados paliativos− se encuentran un par o tres de cambios fenoménicos que, si bien parecen triviales, dado que los solemos valorar como mutaciones ofensivas del capital para ampliar su dominio, en realidad cambian de significado y devienen cargas de profundidad cuando los pensamos como mecanismos de estrategias defensivas para sobrevivir −aunque sea de sobrevivir en su hegemonía, única forma de reproducción pensable− en condiciones cada vez más insostenibles.

Ahora bien, estos cambios han de ser seleccionados y enfocados a una descripción orientada a resaltar sus efectos en la izquierda; por tanto, su selección responde a unos objetivos teóricos y a una metodología cuyos axiomas o supuestos deben ser previamente explicitados. Éstos son supuestos, que ofrecen una definición de los objetivos generales del ensayo: a) que el capitalismo se ha transformado y se transforma velozmente, fenómeno obvio e incuestionable; b) que ese movimiento está en la base, es el determinante, de la situación actual de la izquierda, supuesto con tanta carga intuitiva que también se impone como razonable; y c) que la izquierda sólo saldrá de su situación y se reencontrará consigo misma recuperando un concepto de capital adecuado al momento actual, inferencia que parece en sí misma un inoperativo ontológico.

Conforme a los mismos puedo ya mencionar algunas de estas transformaciones del capital que interpreto como signos de su situación en fase terminal. Describiré la aparición de los mismos como efecto de la evolución del capital, como si éste pasara por varios momentos: el de capital de propiedad, el gerencial, el de gestión y el subvencionado. La dirección del movimiento apunta siempre a una constante, salvar la propiedad, reproducirla, pero paradójicamente el movimiento lleva a transformarla, a restarle poder, a convertirla en rey sin corona.

Globalmente esos cambios parecen estructurarse en el desplazamiento de una forma del capital basada en la propiedad privada −con una concreción genuinamente capitalista de la misma, centrada en los medios de producción y a su través en la apropiación del plusvalor− a otra basada en la administración, en la labor gerencial, una forma de capital centrada en la posesión y puesta en marcha de la producción; desplazamiento que podríamos interpretar como creciente participación en la hegemonía del capital de las “relaciones técnicas” respecto a las “relaciones sociales”. El capitalismo gerencial ordena las relaciones en y entre los distintos ámbitos o esferas de una formación social de modo muy diferente al capitalismo de propiedad.

Bien mirado, la gerencia es la figura juvenil y temprana de la gestión. Es obvio que “gestión” se presenta como un concepto complejo, que incluye variables diferentes y que se van desarrollando en el tiempo, como todas las grandes categorías. Nace al servicio de la propiedad, pero en su crecimiento acaba disputándole y usurpándole la soberanía. Su origen se remonta a épocas muy tempranas del capitalismo, cuando la emblemática figura del “patrón” representaba el capital; la izquierda entonces tenía claro el enemigo, el capital tenía propietario y la propiedad era su arma de dominio. Pronto el propio crecimiento del capital volvió obsoletas estas figuras, estas relaciones, y hubo de crear otras. La progresiva y generalizada concentración de capital requería la sustitución de la figura del “patrón” por la del “gerente”, una mediación importante, pues representaba a la propiedad, pero ocultando al propietario; el rostro del enemigo se iba perdiendo en la niebla, la izquierda tenía más dificultades para incidir en la propiedad, y así se le escapaba el objetivo. Con el tiempo, la expansión cuantitativa de la propiedad, unida a su difusión bajo la forma de participación en las grades sociedades anónimas y en los fondos colectivos y de grandes corporaciones, irían borrando de la faz de la tierra al sujeto (propietario) capitalista, que lleva a la izquierda a enfrentarse con sus representantes, un ejército móvil de metáforas del propietario, figuras abstractas, elusivas, que la arrastran a la izquierda a la confusión y la contradicción.

Cuando el Estado, a veces en manos de fuerzas de izquierda, salva a los bancos con dinero público para librar de su hundimiento a los clientes, no nos gasta una mera broma de mal gusto: entre esos clientes hay mucha gente de izquierda y, sobre todo, muchísima gente decente que no es culpable de nada. Y cuando en esos bancos están, en su accionariado, los fondos de pensiones de miles y miles de trabajadores, no pueden cerrarse los ojos a los efectos de sus crisis. ¿Qué puede y qué debe hacer la izquierda en esos casos? Hará lo que pueda y saldrá del hoyo como le sea posible, echando mano del instinto y del oportunismo; pero, sin un concepto claro, todo serán improvisaciones, correcciones y enmiendas, que desgastan incluso los significados de las palabras.

Como digo, “gestión” apunta a transformaciones simultáneas y desiguales; y contradictorias, pues nace al servicio servil de la propiedad y acaba usurpándole la función y relegándola a la pasiva existencia marginal. En las formas juveniles del capitalismo gerencial, que va sustituyendo al patrón por el gestor, derivado de la mera evolución del capital, parece un mero desarrollo cuantitativo, simple sustitución en la dirección del proceso del propietario titular por los gerentes. Esta transformación parece una determinación técnica, propia del crecimiento y la concentración del capital. Pero en el fondo su génesis incluirá un salto cualitativo, no ya en la mayor eficiencia y complejidad de la sociedad anónima respecto a la empresa familiar, sino en la eficacia de sus capacidades de reproducción, que afectan a la izquierda en tanto que se ve forzada a identificar sus figuras y sus contradicciones en otras coordenadas. Podríamos llamar a este modelo del capital, resultado del crecimiento y expansión, capitalismo gerencial, o dimensión gerencial del capitalismo de gestión. La hegemonía absoluta de la figura del “gerente” sobre la del “propietario” me parece un signo inequívoco de envejecimiento del capital; cierto que es su manera de hacerse grande, pero el volumen es una carga para el crecimiento.

Demos un paso más en el tiempo y veamos otro signo, el de la fase madura de la gestión. Sin despreciar este proceso de asalto al poder de los gestores, del capitalismo gerencial, no pasa de ser una primera fase de la gestión. Por tanto, me interesa poner el énfasis en la figura desarrollada de ésta, cualitativamente diferenciable de la mera actividad gerencial. Si la gerencia crecía respecto al patrón por exigencia del desarrollo capitalista, por su fuerza, la gestión se impone por la debilidad, y sobre todo por la creciente fuerza de su enemigo, el capital público. Con el capitalismo de gestión desarrollado entramos en una figura del capitalismo más reciente, en la que la propiedad pública de medios de producción ha crecido con fuerza, fenómeno que es síntoma de debilidad del capital. El capital pasa a ocupar espacios de producción en los que, siendo básicamente de titularidad pública, renuncia a la propiedad y asume resignado (añora su fuerza) pero contento (garantiza su existencia) su dirección, su gestión, en condiciones contractuales. Este cambio es importante, pues permite al capital reproducirse y sobrevivir obteniendo el plusvalor por mediación de la gestión de “servicios públicos externalizados”; o sea, fuera del circuito clásico de la producción propia. Estos procesos complejos han ido desfigurando el rostro clásico del capital, y acaban configurando un modo del capital que responde a otra lógica y a otras contradicciones. Hoy ha devenido un parvenu, un capitalismo que no se reconoce en el pasado y que éste no lo habría aceptado. Éste es el capitalismo de gestión genuino, en el que la propiedad genuinamente capitalista ha perdido peso frente a la gestión en la producción del plusvalor, y por tanto en la configuración del orden social en su totalidad. Exagerando un tanto, un capitalismo sin, un capitalismo sin capital y sin propiedad, que parece ser su paraíso actual.

Debiéramos poner atención en el desarrollo de este capitalismo crecientemente interesado en la gestión de lo público, que llega a parecer su paraíso −plusvalor sin riesgo− pero que en realidad expresa su debilidad, su existencia actual a la defensiva. En un curioso proceso de ingeniería genética del capital, por creación ex nihilo, el capital privado, que originariamente buscaba su valorización por mediación de la producción, presionado por las circunstancias se fue acostumbrando a reproducirse sin necesidad de inversión productiva. En los últimos tiempos, bajo la figura de “privatización del servicio” u otras similares, centros de titularidad pública (de enseñanza, de salud, de limpieza, de seguridad…) han pasado a gestión privada cada vez de forma más extensa y diversa. Esta figura actual del capitalismo de gestión, primo hermano del capitalismo subvencionado, es más insólita de lo que a primera vista parece, pues supone la renuncia a la propiedad privada de toda o de gran parte de la infraestructura, de titularidad pública, refugiándose en la “gestión” para conseguir su inexcusable valorización. Un capitalismo joven y sano sospecharía por principio, o por instinto, de esa subordinación al Estado, en lugar de buscar precipitadamente su cobertura.

Si algo parecía consubstancial al capitalismo en el siglo XIX y principios del XX era la radical ausencia del Estado en el mundo de la producción; en ocasiones la separación no era tanta, siempre se estaba lejos de lograr ese ideal, pero así se vivía y así se reconocía; la fuerza del capitalismo se expresaba por la radical suficiencia del capital privado para desarrollar la producción y, sobre ella, construir una formación social capitalista nacional. Sí, el capital desde su origen aspiraba a construir la totalidad social, y por eso exigía e imponía la subordinación de todas las esferas y sectores a la producción. La literatura del liberalismo económico es explícita y elocuente al respecto. Estado mínimo, moral ascética en la fase burguesa de acumulación y consumismo hedonista un siglo y medio después, progresivo embellecimiento como virtud de la posesión de riquezas, haciendo cambiar el discurso ideológico del cristianismo siempre virtualmente cercano a los pobres; el capitalismo fue adaptando los instrumentos de todo tipo que posibilitaran su crecimiento y hegemonía. No es difícil entender que la izquierda encajara su lucha, sus reivindicaciones, su posición de valor, en ese cuadro capitalista. Los lugares de explotación, de dominación y de alienación ideológica estaban bien acotados, y la división de la población derecha-izquierda parecía emanar nítida y firme de ese orden social.

Hoy los tiempos han cambiado. Las guerras mundiales y el propio desarrollo transnacional obligaron al capital –que antes que nada es capital, o sea, tendencia ciega a la valorización− a dejarse contagiar y contaminar por las “ayudas” del Estado, por la intervención en operaciones de producción, especialmente en grandes obras de infraestructura. Pero esa fase de intervención, poderosa pero bien circunscrita, con el devenir del tiempo daría paso a otra más cercana y distinta: la simple “subvención” al capital para que sirviera a los intereses de la nación, nación cuyos grandes objetivos se subordinaban a los del capital que la defendía y la patrocinaba… en un bucle virtuoso. Así entramos en un capitalismo subvencionado, que se extendió como mancha de aceite, y que fue valorado como expansión –los índices de crecimiento al respecto así lo marcaban− cuando en realidad eran signos que manifestaban debilidad y caída de su salud.

En los últimos años, este capitalismo subvencionado pasó a ser dominante; “dominante” no en cantidad, pues una inmensa parte de su masa de iceberg permanecía en su lento y rítmico caminar, pero sí en la parte visible, la que marca tendencia y la que agita las aguas. El capital se acostumbró a ese cambio climático y acabó aspirando, cosa que lograba en cada vez más ocasiones, a operar sin capital propio: cesiones de terrenos públicos, avales para préstamos, subvenciones a fondo perdido, préstamos de regalo y dudoso retorno, exenciones fiscales, fraudes registrales… permitían al capitalista hacer empresa sin capital propio; a veces no porque se careciera del mismo, sino porque era más seguro no arriesgar lo propio.

Todos somos capaces de imaginar los motivos, y todos tenemos rastros en la memoria de casos increíbles. Ese capitalismo subvencionado, desvergonzado, sin protección del velo de dignidad que aportaba el riesgo, era el peor enemigo que podía tener la izquierda: un patrón relativamente inmune a sus formas de lucha, pues si van mal dadas se cierra la fábrica y a otra cosa. A la izquierda en su defensa de los débiles sólo le quedaba una salida, que se reveló perversa, pero inevitable, que acababa satisfaciendo la voracidad de un capital “sin patrimonio” que sabía que en el peor de los escenarios saldría indemne y se llevaría lo puesto: conseguir que en la mesa de negociaciones se sentaran las instituciones públicas, ejerciendo de mediadores (léase, de pagadores). Travesti empedernido, de ejercer desde el Estado cuando éste era juez y parte el capital pasó a reivindicar trato igual por el Estado, que ahora ha de ser juez y no parte. Los agentes sociales negocian y el Estado juez ayuda a unos y otros. En esta deriva el capital mantiene abierto el pico como las crías de las alondras, esperando que el Estado deposite su ración; en consecuencia, hacer nación no es ya su objetivo, son tiempos de supervivencia, que exigen deserciones, huidas y exilios a paraísos fiscales; ser nómada fue siempre una tentación, ahora ser apátrida es un lujo. Ahora se obra por crear empresas… sin capital; así se entiende, espero, mi sospecha de que esto no es ya lo que era, que este capitalismo está a la deriva.

Para cerrar este comentario, fijémonos en una experiencia muy reciente, la de los ERTES. Tomada bajo extrema urgencia, por sus efectos parece que a posteriori se ha revelado positiva y tal vez de izquierda. Pero tengo la impresión de que también aquí el asno tocó la flauta a su manera, sin concepto. Desde luego no se hizo con consciencia de construir comunidad; prueba de ello es que, lejos de ser una medida generalizable, sólo parece apta para ocasiones extremas. Y es cierto que en algunos casos se esgrimieron, no sé con qué sinceridad, que se trataba de medidas por la igualdad, pero muchas más veces escuchábamos que el objetivo era mantener los puestos de trabajo, mantener el tejido empresarial. En fin, aunque personalmente tengo la sospecha de que no se hizo desde una posición consciente de izquierda −si acaso desde una posición humanitaria para proteger a la población trabajadora más débil−, creo que fue una medida socialmente justa. Y aquí la cito exclusivamente como signo de debilidad del capital, cada vez más necesitado de ayuda. En esta situación, desde el punto de vista de la izquierda, la cuestión es la siguiente: dado el poder económico del Estado y la debilidad del capital, ¿cómo considerar estas medidas? ¿Favorecieron el sostenimiento del capital o aceleraron su caída? Por suerte, pronto tendremos la respuesta al verlos bien en Panamá y las Bahamas, bien en las colas del desempleo y de Cáritas.

El argumento de fondo en políticas como las de los ERTES, bien vistas por los “agentes sociales” y por los Gobiernos, parecía ser el de apuntalar las empresas para no destruir potencia productiva, y eso beneficia a todos. Como máxima universal no es de izquierda, pero en circunstancias concretas es razonable defenderla. No quiero aquí entrar a valorar esa idea del utilitarismo positivo según la cual cuanto más fuerte esté el roble más sombra dará a todos; no es aquí el lugar, ya lo hice en otra ocasión [15]. Lo que sí conviene destacar es que revestir de izquierda cualquier política de sostenimiento y reproducción del sistema se está convirtiendo cada vez más en una tendencia de la propia izquierda, que no vacila en defender la subida de salarios con el terrible argumento de que convierte a los trabajadores en un potente sujeto de consumo que actúa obviamente sobre la demanda y de este modo desarrolla la producción, aumenta la riqueza y trae el bien de todos; salarios para que estimulen la producción, se creen puestos de trabajo –el nuevo “bonus” humanitarista− y aumente la riqueza nacional, con lo cual algo salpica a todos. Ese tipo de argumentos, que no sé si tratan de seducir a la derecha, celosa defensora del capital, no me parece de gran recorrido. De hecho, la derecha tiene otro bucle virtuoso más a su gusto, que la izquierda no compra: bajar impuestos para que haya más liquidez en el mercado, aumente la demanda y la actividad económica, y por su mediación suban los ingresos en valor absoluto habiendo bajado la presión fiscal, con lo cual el Estado tendrá más recursos para ayudar a los pobres. Si esta argumentación exquisitamente liberal no echa raíz en la izquierda, tampoco la del aumento de salarios hará mella en la férrea defensa numantina del capital. Los círculos virtuosos están muy de moda hoy, cuando la lucha por la hegemonía del relato parece ser más importante que la cosa; no obstante, la izquierda debería pensar si la batalla por el relato no es, como en el juego del mentiroso, la batalla en pantalla que siempre pierden quienes más necesitan ganar la otra, la que no sale en escena.

En todo caso, aunque nos hayamos ido por los cerros de Úbeda, con estas reflexiones sólo quiero llamar la atención sobre un hecho: el capitalismo ha cambiado, y está cambiando, y por ello es necesario actualizar su concepto, conocerlo mejor. Y si, como sospecho, estos cambios expresan retroceso, decadencia, defensiva, debilidad, mutaciones para sobrevivir como se pueda, dejando en ello sus plumas y su esencia; si estamos en un postcapitalismo o en una transición a un orden socialista, el hecho de que el capital se deslice por el capitalismo sin (sin riesgo, sin capital, sin patria…) es un motivo añadido para revisar el momento actual del capital y la posición de la izquierda coherente con esa fase. Tal vez con las ideas más claras del momento actual, y con una ajustada representación de ese estrecho espacio de futuro que nos es dado conocer, la izquierda estaría en condiciones de redefinir o readaptar su consciencia de sí y su función, la lucha que nos es dado esperar de ella.


7.5. La doble derrota.

La derrota de la izquierda ha partido del espacio económico, de la profunda mutación del capitalismo en las últimas décadas; de la noche a la mañana hubo de sufrir la creciente esterilidad de sus luchas y la inconsistencia de su discurso, de esas luchas y ese discurso que había construido y mantenido desde sus orígenes, apropiados para combatir otro capitalismo, en todo caso ajustados a sus marcas, que eran determinaciones de aquel otro capitalismo. Buena parte de los sentimientos y de la legitimación de la izquierda anticapitalista estuvo siempre enraizada en el espacio económico, en el mundo del trabajo, lugar social donde se decidía su ser y su modo de ser. Allí encontró, pues allí está, el mal fundamental con el que cargó la historia a una parte mayoritaria de la nación, de las naciones: la desigualdad económica y la explotación; y allí estaba y sigue estando el origen de los demás males mediados por esas condiciones de producción: la dominación, en forma de opresión política o jurídica, de injusticia, de exclusión; y allí estaba y está, recordémoslo una vez más, la razón de ser de la izquierda, el origen de su doble función o doble fuente de sentido de su existencia: por un lado, debilitar al capitalismo para paliar provisional y parcialmente la miseria, el sufrimiento y la exclusión; y, por otro, intervenir en su superación cara a alumbrar un nuevo orden socioeconómico en el que los males sociales quedaran reducidos a la irrelevancia; o, al menos, y mientras tanto, desgastar y contrarrestar la hegemonía del capital.

Si caracterizamos –como he hecho y como en general se reconoce− la derrota actual de la izquierda como honda (por sus efectos) y grave (por sus particulares dificultades para superarla), se debe a que afecta simultáneamente a las dos funciones originarias de la izquierda anticapitalista, como una doble derrota o dos derrotas superpuestas. Por un lado, derrota en su lucha contra las causas de la desigualdad y las injusticias que ésta arrastra, y contra las diversas formas de dominación política y hegemonía ideológica que de ella se derivan; derrota ésta que se manifiesta en su insatisfacción explícita ante la evidencia del mantenimiento del poder del capital, incluso su percepción del crecimiento de su dominio. Por otro lado, derrota por su incapacidad para haber ido construyendo un orden alternativo, consolidando relaciones y formas de poder de izquierda −de “contrapoder”, que algunos solían decir− que al menos permitiera o ayudara a visibilizar el camino recorrido y a mantener viva la esperanza.

Desde mi punto de vista, la primera insatisfacción está justificada y en ella ha de fijar la izquierda su mirada, analizarla, diagnosticar su origen y montar la terapia; en ese sentido he subrayado que su lucha es contra las “causas” y no sólo contra los efectos (la desigualdad y las injusticias). Quedarse en éstos es perderse en la superficie, y se manifiesta en el desplazamiento del discurso de la crítica al capitalismo, tarea específica de la izquierda, a la crítica ética del orden social, común a las personas decentes; ese desplazamiento realmente supone el olvido del ser por parte de la izquierda, que sin solución de continuidad pasa de ver el mal en la producción a verlo en la distribución, y de aquí a verlo en las leyes, en la educación, o en la falta de voluntad, que siempre cierra el ciclo. Y no es lo mismo, aunque vayan unidos, pues exigen tratamientos y soluciones distintas.

La segunda insatisfacción, en cambio, no me parece justificada. Esta segunda derrota no debería ser considerada tal; la derrota de la dignidad y la decencia, de los ideales éticos y las virtudes nobles, no es tarea de la izquierda qua izquierda; convertirlo en fin propio expresa las carencias de su autoconsciencia, la indefinición de su concepto. Esta derrota ética de la gente no debería vivirla así, como propia, pues no es una genuina tarea de la izquierda; su destino, la marca de su determinación, no la empuja de modo directo e inmediato a construir en positivo un mundo mejor, sino a oponerse al presente, a negar lo existente. Subrayo de nuevo lo dicho y repetido: la razón de ser de la izquierda es la oposición, la crítica a la positividad, no la creación de otra, la instauración de un mundo mejor. Esta función pertenecerá a los individuos que forman la base social de la izquierda, les corresponderá como seres humanos, o como persona decente, pero no qua izquierda. Ha de quedar clara esta distinción, a pesar de que sea un factum incuestionable que la izquierda hizo suyo este objetivo, lo asumió con tanta constancia y veneración que llegó a parecernos su esencia. Una izquierda sin ética nos resulta con razón un simulacro; una izquierda sin mirar a un mundo mejor nos parece una perversión del lenguaje. Está tan unida la lucha contra el capital a la lucha por la igualdad y la justicia, y en esa unidad ha destacado tanto ésta sobre aquélla, −al fin lo que sufre el ser humano son los efectos, no las causas−, que la lucha contra el capital empalidece, incluso se oculta, sustituida definitivamente por la lucha contra la miseria y el dolor, que parece más humana y más heroica.

Esta sustitución inadvertida del objetivo principal y propio, casi inevitable, hemos de sacarla a la luz. No sólo para dar al César sólo lo que es del César, y no cargar en la consciencia de la izquierda los fracasos del género humano, sino para comprender bien la situación actual y así salir de ella. Efectivamente, asumir como objetivo propio un mundo igualitario y justo justifica que, ante la experiencia subjetiva de su fracaso, éste se convierta en factor que ahonda su crisis y su desesperanza. Es una derrota de la dignidad y decencia que se suma a la derrota de la izquierda en su lucha contra el capital y su expansión; se comprende su efecto en la consciencia, en su “voluntad de poder”. Ahora bien, distinguiendo los dos objetivos, poniendo el constructivo o positivo como tarea común y el negativo de oposición como tarea propia, se nos amplía el horizonte de reflexión. Bien pudiera ser que el fracaso o derrota de la izquierda en su lucha contra el capital no fuera tal, o al menos no fuera tan claro y tan grave; podríamos pensar incluso que esa derrota es imaginaria, inducida por la otra, por la sufrida por la humanidad; en definitiva, podríamos pensar que el capitalismo se hunde −y, en consecuencia, que la izquierda no es derrotada, sino destacada partícipe de ese hundimiento− y que la humanidad fracasa de momento en la construcción de la alternativa, pues los problemas sociales se reproducen, y aunque son nuevos se ven como continuidad de los viejos. En esta perspectiva, la crisis de la izquierda no sería debida a su derrota; sería debida a que en el movimiento de la sociedad ha perdido autoconsciencia, ya no sabe dónde está ni quién es su enemigo ni cuál es su función. Un desconcierto comprensible, porque en esa hipótesis hemos de incluir que es la izquierda −la actual, la anticapitalista, mera determinación del capitalismo− la que se está hundiendo al mismo ritmo que el mundo del capital; la que ha de desaparecer con él. Y en su lugar ha de aparecer otra, descontenta, insatisfecha con el nuevo orden que va naciendo; otra con otras marcas y otra consciencia; otra izquierda que, en esta fase de transición, necesariamente confusa e indeterminada, ha de arrastrar en su en sí esa indefinición de su ser y esa confusión de su consciencia. Y así se nos abre otra perspectiva hermenéutica de su derrota, devenida su victoria; otras formas de valorar su acción, en un mundo en el que las cosas −los sujetos, los problemas, las representaciones− ya no son lo que eran.

Tendremos que volver sobre estos problemas más adelante, cuando hayamos de precisar mejor los límites entre la izquierda, los partidos políticos de izquierda y la ciudad de la vaca multicolor de las “mareas” y los “movimientos” como el de los indignados; aunque por exigencias del análisis, y sólo en la medida que sea imprescindible, tengamos que ir señalando algunos aspectos para avanzar en la delimitación de la izquierda. De momento habremos de insistir en el esquema de las dos derrotas, del que aún podemos sacar jugo; y lo haremos, claro está, sin dejar de resaltar que la izquierda se mueve con el capital, como término de su contradicción, y sabiendo ya que si abrimos la perspectiva del comienzo del fin de la reproducción del capital hay que afrontar el fin de la izquierda anticapitalista, que deja de ser actual para ser residuo sociológico.

Me centraré, pues, en la primera derrota señalada, en lo que solemos considerar fracaso en su función genuina, su lucha directa y abierta contra el capital, y contra sus formas político-jurídicas e ideológicas, que tan profunda insatisfacción provoca al verse a sí misma, subjetivamente, estéril e impotente. Este aspecto ofrece por sí mismo suficientes motivos para considerarla honda y grave; pero también invita a pensar que su crisis es el cumplimiento exitoso de su destino, lo que literariamente podemos llamar “realización de sus sueños”.


7.6. Doble fracaso, doble culpa.

En su representación de sí misma, la derrota de la izquierda proviene de manera inmediata de la ineficacia de su intervención en el orden de la producción, ineficiencia que por sí misma es suficiente amenaza de su existencia; al pensarse impotente y estéril, pierde sentido su lucha y su pretensión de ser. La izquierda lo percibe así, se siente así, aunque objetivamente sea un juicio cruel y sesgado, casi suicida; vive así su historia sin futuro, aunque sea porque no tiene un concepto de sí adecuado; fenomenológicamente nos aparece como consciencia que se ve y se piensa impotente y estéril, o sea, consciencia que no se reconoce, que no es autoconsciencia. Ella es saber, es su saber de sí; es su saber del mundo, pero al que conoce sólo por sus huellas en ella. Es el saber del mundo a su través, por su mediación; o sea, ese saber pone los límites, determina su fuerza, su voluntad de poder, su confianza y esperanza, el sentido de su existencia. Mundos distintos determinan distintas consciencias, y en particular distintas izquierdas.

La izquierda, en su percepción de sí, no ha logrado vencer en su función de resistencia y protección, pues si bien pueden argumentarse logros históricos cuantitativos importantes, incuestionables, a fecha de hoy siguen presentes problemas de sufrimiento y miseria, de opresión y exclusión, sangrantes, inaceptables en un modo de producción potente como el capitalista –donde hemos llegado al “final de la utopía”, como clamaba Marcuse hace ya medio siglo−, e intolerables en medio del derroche obsceno de algunas capas sociales. No sólo la izquierda, todas las personas decentes soportan el horror y la impotencia ante las nuevas formas de exclusión inhumana de quienes pagan con su vida, asfixiados en zulos estancos de los camiones o ahogados en el mar abierto, la búsqueda de aquél paradigmático derecho liberal consagrado en la constitución de los Estados Unidos que atribuye a los hombres “el derecho a buscar la propia felicidad”. Paradigmático por su belleza y por su cruel inutilidad, pues ¿de qué sirve el derecho a huir cuando no impide que te cierren la puerta?; ¿de qué sirve el derecho a tener una ciudadanía si no te dejan elegir la comunidad para ejercerla?

Sin duda alguna, a esa insatisfacción de la izquierda, que rigoristamente traduce a culpa, y ante la persistencia del mal a combatir, suele añadirse la escasez de los objetivos positivos conseguidos, lo cual agrava el resultado de su balance. Aunque defenderé que la izquierda no puede ni ha de tener un programa preciso y cerrado, un modelo definido de comunidad alternativa, que lo suyo es una función negativa de oposición al capital, parece obvio que en la práctica la negación de la positividad implica o exige sin nombrarlo la afirmación de unos resultados positivos inmediatos, por imaginarios e imprecisos que sean, pues quien quiere la causa no puede en coherencia dejar de querer el efecto. En este sentido, la izquierda ha tenido y tiene algunos objetivos positivos básicos, que resultan de su lucha contra el capital; de algún modo espontánea y provisionalmente ha positivado en su ideal lo otro del orden del capital. Como la lucha por la negación suele ser árida sin esa sombra ideal que la acompaña, la izquierda ha acabado luchando por ese ideal frágil y provisional, indefinido, a pesar de la concreción con que se le presenta, reducido a lo otro del hambre, del dolor, de la obscena desigualdad, de la cruel exclusión. Así, al verse a sí misma al final de los siglos sin avances en la construcción de un orden alternativo, no puede evitar vivir su ausencia como fracaso, ni dejar de sufrir su historia como derrota. Y así, con esta segunda derrota acumulada a la del escaso éxito en la negación del capital, incrementa su insatisfacción hasta hacerla insoportable.

En consecuencia, a la derrota en su función propia, que experimenta como impotencia para poner en retirada al capital, añade esta otra que es común a la gente de bien, a la gente decente, y que la izquierda hace suya no por ser izquierda sino por ser al mismo tiempo “buena gente”. De este modo se hunde en la depresión al constatar que sigue pendiente la conquista de objetivos básicos, como el de una vivienda digna, la eliminación de la pobreza sangrante, el derecho efectivo al trabajo… en un escenario capitalista de la opulencia y el derroche; y al observar lo conseguido, los derechos sociales reconocidos, y comprobamos que claramente manifiestan que no son lo que eran, que lo de ayer casi utópico es hoy mínimo e insuficiente y que la esencia de esos derechos ha revelado su finitud, fragilidad y reversibilidad.

Ahora bien, como ya he dicho, la izquierda ha de definirse por su lucha contra el capital, y no por la construcción de una sociedad alternativa; aunque de forma inmediata su acción negativa participará en la construcción de lo nuevo, la parte positiva no es tarea suya propia. Es más bien tarea de organizaciones y partidos políticos, que tienen sus programas y se justifican por su oferta de vida social completa; claro que en los partidos hay hombres y mujeres de izquierda, y dejarán su huella en sus programas y acciones; pero habitualmente el elemento de “izquierda” queda subsumido en la organización, en los límites de su programa y estrategia; e incluso puede quedar objetivamente enfrentado a otros partidos donde también militan gentes de izquierda. Tener bien definidos los conceptos de “izquierda” y de “partido” (como los de “indignados”, “gente decente”, etc.) nos ayudaría a no confundir prioridades de acción de cada uno y a colaborar mejor y a no debilitar nuestras fuerzas en debates narcisistas y con frecuencia dogmáticos.

La izquierda es en el origen más universal y espontánea, los partidos son y han de ser más eclécticos y organizados; los clásicos “partidos leninistas” de otro tiempo, que trataban de sintetizar izquierda y partido, sea cual fuere el éxito pasado que les asignemos, parece evidente que hoy tienen grandes dificultades para existir. La izquierda de hoy, y la de cada momento histórico, tiene una tarea objetivamente asignada, y sería bueno que la ejerciera subjetivamente, con consciencia, y que la distinguiera y coordinara con sus otras funciones derivadas de la dignidad, de la decencia, del humanitarismo. La izquierda no puede ser un partido, pero los partidos, incluso los “partidos de izquierda”, no organizan ni pueden organizar la izquierda o parte de la izquierda; organizan voluntades de poder complejas en torno a un programa; y eso no es lo mismo, ya lo veremos.

En todo caso, cuanto más complejo sea el partido, cuanto más “partido de gobierno” sea o se considere a sí mismo, menos posibilidades tiene de ser un partido de la izquierda; se llamará “partido de izquierda” en el sentido de incluir a gente de izquierda, de tener “sensibilidades” de izquierda, y otras descripciones empíricas más o menos reales o ilusorias; pero no puede ser un partido de la izquierda, porque la izquierda no puede organizarse en un partido; ni siquiera puede ser un partido de parte de la izquierda, porque la izquierda subsumida en el partido deja de ser izquierda, deja de pensar, de actuar, de perseguir objetivos de izquierda, objetivos propios de la izquierda; deja de guiarse por la máxima de cumplir su destino, su determinación, para subordinarse a la lógica, los fines y las estrategias de la organización particular, aunque ocasionalmente puedan coincidir en buena parte con los sujos.

Dentro de un partido, esos objetivos propios de la izquierda quedan subsumidos en la forma del partido, han de subordinarse y someterse al programa y la estrategia del partido; aunque ocasionalmente coincidan los objetivos del partido con los de la izquierda, el militante los sigue por ser miembro del partido, no por ser de izquierda, argumento que en el seno del partido sonaría a “libresco”. Y prueba de ello es que, cuando ocasionalmente entran en conflicto, cosa que puede pasar y pasa, la decisión final es la del partido, que exige lealtad; la lealtad que exige la izquierda, sin duda más abstracta, supondría su exclusión, romper esa complicada pero conveniente unidad.

En un partido los individuos base social de la izquierda renuncian a ser sí mismos para formar un colectivo, para ser miembros de un universal concreto. Y ese dejar de ser uno mismo ha de tomarse en serio, pues equivale a pertenecer a una nación, a subordinar nuestra voluntad en una constitución, una asamblea o un destino común. Y no estoy sugiriendo, en gesto liberal, que la gente de izquierda no entre en los partidos; a pesar de su crisis actual –el tema merece otro ensayo− los partidos “de izquierda” siguen siendo un instrumento importante de lucha por una sociedad más justa e igualitaria, que implica acabar con el capital; siguen siendo importantes, pues, en una lucha de la izquierda, ésta ha de defenderlos como instrumentos. Si la gente de izquierda quiere ser eficaz, habrá de abandonar su actitud individualizada y libre, a veces liberal, y buscar más eficacia de su lucha en un colectivo. Estoy tan convencido de que es difícil y requiere mucha química (mezclas, combinaciones, ionizaciones, radiaciones…) como de su absoluta conveniencia.

Ser de izquierda no es equivalente a ser de un partido; la “pertenencia” no tiene el mismo sentido en ambos casos. De un partido se es miembro, es decir, la pertenencia implica sumisión a la forma de la organización; es una elección, una autodeterminación, se opta por una forma de ser en el mundo. En cambio, la izquierda no tiene “miembros”, a no ser metafóricamente; la pertenencia a la izquierda no es autodeterminación, subsunción en un programa o estrategia de vida. Aquí el universal concreto, la izquierda, es resultante, sin programa, sin jerarquía. No se milita, excepto metafóricamente, en la izquierda, que no tiene propiamente una estrategia; sí en el partido, diferenciado e identificado en su estrategia. Por eso un individuo no ha de entrar de militante dejando a la puerta su condición de izquierda; ha de entrar sin olvidarse de esa condición de izquierda y buscando en la militancia la consecución de mejores resultados. Esa mayor eficacia en una acción colectiva partidista, que nos niega la espontaneidad, es o puede ser objetivamente más de izquierda, tener más efectos realmente anticapitalistas, que la pureza de la batalla imaginaria desde la soledad y la impotencia.

Por tanto, la izquierda será más eficaz estando organizada, y por ello tiende a organizarse, y habría de hacerlo con más convicción y pasión. La determinación social de izquierda es ciega y la consciencia individual, por lúcida que sea, no logrará la fuerza de una organización colectiva con consciencia. Pero dentro y fuera se es de izquierda si una y otra lucha resisten y debilitan al capital; ése es el criterio, ésa es la línea de demarcación. Lo que sí conviene tener claro es que la posición de izquierda, tal y como la vengo caracterizando, no puede tener un programa ni una estrategia definida; de ahí que tenga que organizarse en partidos; y de ahí el problema eterno de “unir a las izquierdas”, que en rigor es el de “unir a las organizaciones de izquierda”. Tarea difícil, tal vez imposible, pues una organización tiene un programa social y una estrategia que responde a ideales y busca su positividad; por tanto, pueden unirse en la negación, y en algunos de los efectos comunes inmediatos que se derivan de la negación, pero una unión estable ante un modelo de comunidad seguramente es imposible, desborda los objetivos y pretensiones propias de cada partido. La unión de la izquierda debe pensarse de otro modo, de manera más abstracta, como coincidencia y coordinación en la oposición al capital, que es lo que la identifica; la unidad de acción y de objetivos o es muy abstracta o es ilusoria. Vale la pena reconocer los límites y las expectativas razonables, en lugar de caer en maximalismos dogmáticos que simplemente ahondan en las heridas y en las rencillas.

Esta necesidad de organización es sin duda un tercer factor que agrava la situación actual de la izquierda, pues a su insatisfacción como izquierda se une su insatisfacción ante la crisis de los partidos de izquierda, en los que milita o en los que desde fuera le sirven de apoyo y de referencia. Es muy importante esta confluencia de ambas crisis, y de otras que después abordaremos, para valorar bien la hondura y gravedad de la misma. En una mirada con más objetividad parece razonable reconocer que la izquierda tiene un buen bagaje histórico, que los derechos sociales conseguidos, aunque efímeros, inestables, insuficientes y excesivamente formales, no carecen de valor; incluso parece justo reconocer a la izquierda ciertos logros socioeconómicos, aunque su pesimismo los silencie. Seguramente es su consciencia de sí la que le impide verse a sí misma y tratarse con equidad; y esa consciencia de sí es la que es por la acumulación de frentes de derrotas.

No es extraño que donde su derrota se manifiesta más radical e inconsolable es en su papel de generar esperanza, en su función de alternativa emancipadora, que incluso parece haber desaparecido de su horizonte, hasta el punto de que sólo figuras de la izquierda revolucionaria, muy minoritarias, manifiestan su voluntad de alternativa al capitalismo. Si ni ella misma cree en sí misma −ni en su lucha de ayer ni en sus posibilidades de hoy−, es comprensible que concluya que su presencia social es inútil, prescindible, indiferente e innecesaria; y se comprende que sin ese liderazgo se sienta responsable y se lama las heridas. Pero es así, con esa “consciencia desgraciada”, o simple “mala consciencia”, como su derrota real pero no necesariamente definitiva deviene trágica y se vive como tragedia; se vive como oracular, la manera más sofisticada de redención, de conseguir el perdón por quien se siente pecador. De este modo, una derrota que está en la base de su pérdida de consciencia de sí, que ignore su origen y su destino, acaba siendo un acto sacrificial donde el fuego purificador redime a vencedores y vencidos, todos ellos víctimas de un destino trágico, de un lamentable entretenimiento de los dioses.

O sea, los éxitos innegables de la izquierda en su función de resistencia, de protección de los débiles, no pueden ocultar su fracaso tanto en su función de hegemonía, en la vía de emancipación, como en su conquista de la relativa autonomía que, sin dejar de ser fuerza subsumida, garantiza la iniciativa en su lucha por debilitar al capital y neutralizar su reproducción. Pues, al fin, una tarea meramente redistributiva −como la que aparece como desiderata en los programas, los cuales toleran mayores audacias ideales− que no afecte sensiblemente a la valorización del capital deviene una función que acaba por reforzar la vida de éste. Pero que la consciencia de la izquierda llegue a esa conclusión requiere el supuesto que aquí tratamos de poner sobre la mesa: el supuesto de que ha perdido su autoconsciencia, de que piensa desde ontologías y posiciones de valor ajenos.

La pérdida de consciencias de sí, la falta de concepto, tiene otro efecto perverso: lleva a ciertas figuras nuevas de la izquierda a vivir como esperanza –vivir de su muerte− la derrota de las fuerzas políticas de izquierda clásicas, nacidas en el capitalismo nacional y productivo y muy neutralizadas en el capitalismo de consumo. Efectivamente, éstas son las figuras derrotadas, y la profundidad de la herida no hay que verla en las curvas de los votos, sino en la difuminación de la militancia, que expresaba su consciencia. Los sindicatos y los partidos de clase han sido derrotados, o sea, han pasado a una fase de casi “subsunción real”, en el concepto marxiano. Pero eso sólo querría decir que el capitalismo ha avanzado y se ha consolidado, sólo eso. Quienes ven ahí un espacio liberado y pendiente de ocupar caen en la trampa de pensar según la lógica del mercado: tras una crisis, cierran empresas y en sus huecos, darwinianamente, florecen otras, las más o mejor dotadas.

No debiéramos engañarnos. Las izquierdas post-capitalistas son otras figuras de izquierda, que corresponden a otras formas de exclusión y dominación del capital; pero sólo serán objetivamente anticapitalistas si afectan a la valorización. Y no lo afectarán por muy radical que sea el programa de redistribución o por muy bella que sea la retórica del gobierno de las gentes; lo afectarán conociendo sus contradicciones reales y actuales e incidiendo en ellas.


7.7. Una larga batalla por la estrategia.

La izquierda anticapitalista, desde sus orígenes, se constituyó sobre la escisión y contraposición de las dos funciones que le son intrínsecas. Mucho se ha escrito sobre ello, pero el hecho es que no pudo articularlas y ese fracaso acabó debilitándola y fragmentándola en una pluralidad de izquierdas, que unas a otras se negaban el título, el reconocimiento. El esquema de esta larga batalla lo sintetiza el enfrentamiento entre socialdemocracia y revolución, en las décadas a caballo de los siglos XIX y XX; y el debate podemos simbolizarlo en el debate de dos dirigentes con notable potencial teórico, Rosa Luxemburg vs. Eduard Bernstein, con sus respectivas obras Reforma o revolución (1900) y Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1899).

La izquierda quedó enredada en ese debate, y en el mismo la cuestión de la estrategia, de las formas de lucha, acabó desplazando al contenido. La historia fue la que fue, y no vale la pena lamentarnos. Hoy sabemos que ambas vías tenían razón en su crítica a la otra; hoy sabemos que ambas vías fracasaron. Como he dicho en otro lugar, ambas fueron parciales y sectarias; pero ambas fueron figuras de la izquierda y, como también he dicho, ambas estaban afectadas por su −deficiente− manera de pensar la subsunción, la dialéctica social. La vía reformista, inspirada en Bernstein, tenía razón al pensar que al socialismo se llegaba por mediación del capitalismo, manteniendo y subordinando los elementos productivos, políticos e ideológicos en una forma nueva que eliminara la forma capital; pensaba Bernstein con razón que el socialismo no podía construirse ex nihilo tras la aniquilación del capitalismo. Pero la socialdemocracia calculó mal los inexorables riesgos de esa estrategia, la enorme probabilidad de perderse en el camino, de desorientarse y quedar en el bucle del capital. Y se quedó en su red, pasó objetivamente a estar a su servicio, y devino cuasi izquierda capitalista. Como no tenía clarificada la dialéctica de la subsunción, acabó víctima de ella: acabó literal y absolutamente subsumida en el orden del capital, mera variante del desarrollo de éste.

Tampoco las experiencias luxemburguista y leninista fueron lo que eran, resultaron lo que decían ser. Pongamos un caso paradigmático, el de Cuba, de especial interés para nosotros. Tomaron el poder por las armas, desmantelaron el capitalismo, aportando una “prueba empírica” de la validez de esa vía (de esa estrategia de conquista del poder), e intentaron crear un nuevo orden socioeconómico sin contagio del capital. La historia fue la que fue y hoy se ven forzados a reconstruir un camino que −a toro pasado, es cierto−, se nos revela que nunca debieron saltarse. Una lección equilibrada y no sectaria a extraer de esta experiencia es que la manera de “destruir” el capital es aniquilando su “forma”, no su “materia”, no los elementos –o buena parte de ellos− que tiene subsumidos, dominados, en sí mismos naturales, y que por tanto funcionan en la reproducción del capital pero ejerciendo al mismo tiempo resistencia al mismo; elementos sometidos al capital, pero sin formar parte de su esencia. Tampoco entendieron la dialéctica de la subsunción, y su voluntad de revolución se estrelló contra la objetividad. No entendieron que la destrucción del becerro de oro no implicaba tirar el oro; con ese fetichismo se logra exaltación, pero no se construye un mundo real.

Resultado de este doble fracaso histórico de la izquierda: el capital se apoderó del espacio económico de una forma que amenaza ser definitiva. La simbólica caída del Muro de Berlín (1989) rompió el tablero de juego político internacional. La derecha se quedó sin su tarea de defender el orden del capital, ya no amenazado por nada ni nadie; y la izquierda se quedó sin mundo por el que luchar y sin mundo contra el cual luchar. No quedaba nada fuera del espacio victorioso del capital. La lucha entre el bien y el mal se mantuvo de forma sutil: lucha entre seguir adelante alegres o volver a la oscuridad de la polarización, al telón de acero. Cuando no se tiene elección, es realmente fácil elegir.

Hoy la izquierda no sabe ni puede contraponer otro modo de producción al capitalismo; se limita a luchar contra sus efectos más inhumanos y, explícita o implícitamente, a reivindicar un rostro humano del capital, o sea, a defender objetivamente el ideal del orden capitalista. No es poco, pero no es suficiente; sirve para proteger a las clases populares, pero no para fijar esas protecciones y mucho menos para avanzar hacia una sociedad emancipada. La izquierda ejercía y ejerce de buena gente, de consciencia decente, pero no de izquierda. Y esta carencia hería sus entrañas, la hizo sentirse culpable.

Derrotada la izquierda orgánica, incluso ha calado la idea de que, para hacer lo que hay que hacer (crear trabajo, crecimiento, bienestar…), lo hace mejor el capitalista. El capital ha logrado legitimarse como única forma económica pensable, reduciendo las alternativas de izquierda a los márgenes. Su hegemonía en este espacio es total: comparad, nos dice, el bienestar de los países capitalistas con los otros; comparad la eficiencia de los servicios privados con la de los públicos. Incluso la corrupción llega a parecer propia de lo público, ignorando que el capitalismo actual tiene poco de neoliberal y mucho de capitalismo subvencionado y parásito de lo público, pues el gran capital en gran medida vive de los contratos públicos y en otra buena parte de gestionar empresas y entes públicos.

Ni la socialdemocracia clásica ni la izquierda leninista habían comprendido bien el mundo del capital; no es extraño, pues la comprensión del mundo histórico casi siempre tiene lugar al atardecer. Creo que en esa alternativa la izquierda se perdió; y que entre otros factores de esa derrota hay que contar su conocimiento abstracto y superficial del movimiento del capital. Desde luego no contemplaron la dialéctica de la subsunción, que les habría proporcionado representaciones más concretas que la visión del largo horizonte de la dialéctica histórica.

Acabo con una última y breve consideración sobre la “revolución” y su no estar ya a la orden del día; una consideración provocativa, pero que debemos pensar. En el estado actual del capitalismo desarrollado parece que la “revolución” es tarea más propia de la izquierda que de la clase; en la disolución progresiva del capitalismo se evidencia que el capital ha vencido al trabajo, a la clase; si se prefiere, en esa larga batalla las clases protagonistas parecen diluirse y perder hegemonía. En consecuencia, podríamos pensar que ahora el protagonismo en la lucha por la “revolución” corresponde a la izquierda, que ha asumido la dirección. El capital ya había desarticulado y anulado a la burguesía, reducida a restos, y la había sustituido por otros agentes: gestores, gerentes, grandes corporaciones… que conviven con una masa de trabajadores escindidos, desclasados, fragmentados, jerarquizados, instalados en trabajos móviles y precarios; capital apátrida y trabajadores cada vez más necesitados de una patria. Hoy las clases parecen figuras translúcidas que están y no son. Esta situación es coherente con nuestra sospecha, pues la transición del capitalismo implica eso, que sus elementos se degradan, mutan sus funciones y sus jerarquías, devienen fantasmas que esperan una nueva encarnación. Mueren las clases nacidas con el capital (y persisten en la medida en que éste aún pervive en la agonía) y, como antes sugeríamos, muere la izquierda anticapitalista (con una persistencia semejante). Y en complejas amalgamas y metamorfosis conviven con las nuevas formas y relaciones que nacen y crecen como pueden.


7.8. Persiguiendo la propia sombra.

Y hoy, ¿cómo nos encontramos? Bueno, depende del “hoy”, ese maldito universal que tanto hiciera pensar a Hegel. Depende de si se trata del hoy de un cierto ayer, por ejemplo, del 18 de Julio de 1936: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”; o si se trata de un hoy más reciente, de anteayer o de mañana, entonces lo cierto es que “estamos jodidos”, así de simpe, sin adornos sublimes. Creo que es la expresión que mejor representa la subjetividad del momento, y por tanto la objetividad de nuestra consciencia, de su estado de desánimo y derrota. “Estamos jodidos” dice muchas cosas: un poco cautivos, un mucho desarmados, un muchísimo confusos. Para no alimentar el duelo, prefiero decirlo filosóficamente: “hoy estamos sin concepto”. Y eso es estar ciegos, pero no del todo vacíos; las heridas las llevamos a cuesta, y cuando sangran elevan el ánimo.

Lo paradójico es que sigue el debate, uniforme y aburrido, apenas coloreado por la aparición de figuras de izquierda tan ávidas de novedad que han de verse a sí mismas en el espejo encantado de su propio discurso. “Nuevas” izquierdas con “nuevos” espacios gracias a la “nueva” retórica. Pero me temo que, aunque realmente estuvieran repletas de novedad, serían del tipo I+D+I, del innovar o morir, que carcome hasta la investigación universitaria. Y es que el capitalismo se lo come todo, se come los referentes de las palabras, se come los significantes, se come hasta el futuro. Sí, no es retórica, es descripción: se come su futuro. Basta echar un vistazo al panorama de personas e instituciones, pueblos y Estados, endeudados hasta los ojos, comiéndose el mañana, el sueldo, la renta o el PIB de un mañana cada vez más lejano a veinte o treinta años vista. Y no es accidental, no es algo ocasional y anecdótico; el capitalismo marcha así, se reproduce así, avanza comiéndose el tiempo futuro. Garantiza su reproducción controlando nuestro trabajo futuro. Ya veis, toda la vida creyendo que estamos condenados a trabajar para vivir y el capitalismo nos hace ver ahora que no podemos vivir de nuestro trabajo, que la vida es más cara, que necesitamos pagarla hoy con el trabajo de mañana.

Fijémonos en la siguiente paradoja: con el trabajo capitalista no podemos limitar nuestra vida al presente, tenemos que vivirla echando mano del futuro. Y no, no podemos aplazar la vida, no podemos esperar al futuro, pues no podemos vivir el presente de nuestro trabajo en el presente; la vida en el capitalismo no espera a que llegue el futuro, no puede sostenerse sin vaciar el futuro. Entendemos que no pueda echar mano de la reserva del pasado, por inexistente, pero ahora nos exige entender que tengamos que echar mano de esa reserva imaginaria del futuro. ¿No es sorprendente y estremecedora esa necesidad de comerse el futuro para vivir el presente? Pues aún más sorprendente y estremecedor es haber de reconocer que no podemos abandonar esa carrera tras la pastanaga del burro tirando del carro.

Es así de inexorable la lógica que nos impone el capital: si algún rebelde se resistiera a echar mano de esa reserva de futuro, no llegaría nunca a ese nivel histórico de vida digna y decente. Cuando llegara al futuro se encontraría en el presente, en un presente prolongado; y no entendería su encierro en el laberinto. Si decide hoy no “hipotecarse”, como el presente no permite reservas para el futuro −no permite reservar a valor de hoy la vivienda del futuro−, éste no llegará nunca, a no ser como una continuación del presente, con el rebelde persiguiendo su sombra, pues el trabajo no da para más. Sin hipotecar nuestra existencia futura no podemos ser hoy −acceder a la vivienda− y tampoco seremos mañana. Para mantenernos hoy, y ya veremos qué pasa mañana, hemos de entrar en la lógica de comernos el futuro; los individuos y los pueblos parecen así condenados a girar en esa rueda infernal de consumir las reservas (imaginarias) del futuro.

Un ejemplo a pie de tierra. ¿Qué es la compra de un piso mediante hipoteca? Pues eso, la manifestación fenoménica de la forma universalizada de vivir hoy a costa de nuestro mañana. Si, rebeldes por convicción, decidiéramos no entrar en el juego y dedicarnos a “ahorrar” para el futuro, ir acumulando nuestros limitados excedentes salariales para que mañana –un mañana muy largo: ¿diez, quince años?− podamos comprar el piso al contado, sin hipoteca, con lo ganado y ahorrado, y por fin vivir al día de nuestro trabajo, nos llevaríamos una sorpresa. Esa decisión heroica comportará probablemente, muy probablemente, dos efectos similarmente trágicos. Cuando pasen esos quince años de austeridad, de vivir dentro el presente en los límites del valor del trabajo, acumulando sacrificadas reservas para el futuro esperado, veremos que éste nos sorprende y castiga nuestra rebelión: se nos muestra como reproducción del pasado en el nuevo presente. El piso sigue inaccesible, pues habrá incrementado su precio en cantidad semejante o superior a lo que la gente común consigue ahorrar (ahorros que son sacrificios, vida escasa) en ese plazo de tiempo. Y ante esa nueva eternamente repetida situación podemos imaginar al capital sonriendo con crueldad ante nuestra tragedia, su victoria: o bien asumimos el destino y parodiamos resignados, vencidos, a Sísifo, repitiendo el ciclo, entregados al buble vicioso, volviendo a la casilla de partida y de oca en oca rodar y rodar…; o bien, igual y más indignamente vencidos y resignados, asumimos el error, renegamos de la rebeldía y sí, ahora sí, compramos el piso debidamente hipotecado. ¿No es trágica la alternativa de tener que elegir entre la inanidad de Sísifo, repitiendo una historia sin final posible, o la indignidad de haberse de arrepentir, confesar el error y la culpa, asumir la sanción de los quince años sin vivir, sin piso, sacrificando el presente al futuro, para al final subir al tiovivo?

Podríamos preguntarnos retóricamente cómo es esto posible, cómo sigue y sigue el juego conociendo el resultado. Pero en el fondo sabemos que la respuesta es tópica y muy sencilla; Sísifo lo sabía, y sabía que tenía que seguir. Como en cualquier juego, para saber quién gana hay que mirar bien y conocer a la banca, que organiza y dirige el juego. El capital nunca pierde, siempre acabas comprando el piso. Él vive de tu trabajo, que no es otro que conseguir la valorización del valor. Los productos mercancías, como el piso, son valor de uso cargado de valor; el valor de uso en los bienes de consumo final, como el piso familiar, es mero cuerpo muerto, sólo sirve al capital en tanto le sirve de cebo y en tanto transporta el alma, el valor. Cuando sale del circuito, ni se entera, pues sale el cuerpo con su valor de uso, pero su valor, con plusvalor incluido, se ha quedado en casa; ha sido realizado en dinero y se mantiene reinvertido en el ciclo siguiente, por lo que sirve así de refresco al nuevo ciclo ampliado. Los “excedentes salariales” conseguidos gracias a una larga lucha de la izquierda global (en todas sus formas y figuras) regresan así al circuito del capital; el resto del salario, el de reproducción de la fuerza de trabajo, regresa diariamente, con lealtad infinita. O sea, nada importante para el capital, nada de valor, con valor, sale del circuito del capital sin garantizar su regreso (bueno, sí, hay alguna leve fuga, pero, al igual que la energía libre, va en el pack de la fórmula einsteiniana).

Si es así, si tarde o temprano el valor vuelve a su lugar natural, como en tiempos aristotélicos ¿por qué las hipotecas? Podríamos decir que por simple voracidad, porque no hay razón para dejar de comer hoy lo que te comerás mañana. Pero no, la verdad es que el capital no puede esperar, necesita comerse el salario del futuro ahora; necesita acelerar los ciclos, pues en cada uno el capital suda capital. Es su ley, al fin es finito y tiene sus determinaciones, entre ellas la de acelerar el ciclo, la de recortar, quitar tiempo al tiempo, comerse el tiempo. La hipoteca es la figura del capital en su esencia, comiéndose el futuro, como si tuviera prisa por consumirse. Y esas prisas, bien valoradas, tal vez signifiquen que instintivamente −permitidme la personificación− presiente que se le acaba la vida, que no puede esperar; cada vez le late más rápido el corazón.

Por eso insisto e insisto en que hay que conocer bien sus mecanismos, sea para cultivarlo o para combatirlo. De otro modo, la izquierda podría conseguir éxitos en su función, pero se trataría de ventajas efímeras y muy caras. Tal vez podría lograr pisos (hipotecados) para todos, pactar unos topes para los tipos, negociar avales oficiales para las “entradas”, y cosas así. Con eso todos felices, pues nos permite salir de ese buble trágico y vivir nuestro presente con dignidad. Pero ello no evitaría la herida principal, la tal vez mortal: no evitaría que sigamos consumiendo nuestro futuro. Podríamos decir que eso importa poco, que el futuro es incierto, que la vela que va por delante es la que alumbra, y esas cosas del saber popular. Y tienen su razón, sin duda, pero pensando bien las cosas entendemos que esa “hipoteca” de nuestro trabajo futuro arrastra muchas servidumbres y dependencias, carga de muchas cadenas, se paga en múltiples monedas.

Y no, no propongo huelga general contra las hipotecas, aunque no estaría nada mal. Mi interés es llamar la atención sobre los mecanismos y dispositivos del capital, en este caso concretados en su necesidad de consumir el tiempo, que carga de deudas a los individuos, a las corporaciones, a los Estados, a los pueblos. No es una cuestión accidental, local, de superficie; el capital funciona así. Mientras el capital sea dominante, el trabajador asalariado habrá de vivir como si no tuviera futuro propio, y por tanto se comprende el atractivo de vivir el presente consumiendo el futuro; pero también las corporaciones y los países están condenados a hipotecarse, unos con más garantías que otros. No es posible poner muros a esa necesidad, que está en su esencia. Definitivamente, el capital se alimenta del “tiempo”, en un doble sentido, y siempre buscando incrementar el plusvalor: alargando el tiempo y acortando el tiempo. Sí, ése es su juego, así se alimenta. En su modalidad de tiempo de trabajo acorta el tiempo de trabajo necesario, pagado, y alarga el tiempo de trabajo excedente, no pagado, donde se genera el plusvalor; en su modalidad de tiempo de rotación del capital, de tiempo de los ciclos, la lógica del capital impone la aceleración creciente que incrementa el plusvalor. Y es esa necesaria aceleración creciente la que lleva al capital a comerse el futuro, y tal vez en el mismo juego su futuro. La izquierda debería pensar en esa necesidad del capitalismo de dominar el futuro; necesidad que ha conseguido antropologizar y moralizar. Parece que el capital encuentra seguridad en nuestra preocupación por el futuro, que en realidad es el de su reproducción. La preocupación por el futuro y su control es una obsesión de la ciencia y de la moral, al tiempo que la producción acorta sus tiempos, limita sus proyectos, busca la inmediatez. Nos preocupamos más y más por el futuro cuanto más y más lo consumimos e hipotecamos. Creo que estas contradicciones, que merecen mejor descripción y conceptualización, deberían preocupar a la izquierda. Al fin es un aspecto esencial del capitalismo actual, sea cual sea su destino próximo; al fin, como buen depredador, se está comiendo su futuro.


7.9. La izquierda del futuro.

Regresemos del excurso por el reino de las hipotecas. Las izquierdas también parecen estimuladas a comerse su futuro. Se ve en la improvisación de sus tomas de posición, en la necesidad incluso de adoptar una posición de valor ad hoc ante cualquier situación imprevista, y hay muchas. La izquierda se reinventa, incluso disfruta rediseñándose, descubriendo o creando y ocupando nuevos espacios, confesándose a sí misma que no es ni debe ser izquierda de ayer, sino izquierda de futuro, de un futuro que ya está aquí, que nos inunda, ante el cual debemos estar preparado para recibirlo adecuadamente. Se piensa y viste de futuro para ser consumida en el presente; pues reinventándose por mediación de sucesivas eutanasias está firmando su renuncia a lo que en realidad es y puede ser, y su entrega sin retorno a un futuro que, como bien se ha dicho, nunca es lo que era. Ese maquillaje de futuro, renuncia incluida al pasado, es una contaminación de la lógica del capital. El futuro no es de la izquierda atual, de esta izquierda anticapitalista; el futuro será de otra izquierda, que la actual ni puede imaginar ni debe imitar, pues no son la misma ni sus luchas serán equivalentes. Miremos el problema en los partidos actuales: no son los de ayer ni serán los de mañana. Quienes se empeñan en permanecer en el pasado o en travestirse en los del futuro sólo logran permanecer en la marginalidad.

Estos gestos o piruetas, a mi entender, tienen que ver con esa pérdida de autoconsciencia a la que me vengo refiriendo; por no aceptar su destino, el de ser siempre oposición, y por tanto siempre en cierto sentido derrotada; por no asumir que la izquierda, como el siervo frente al señor, sólo puede emanciparse en compañía del señor, esperando la muerte conjunta de ambos. Sólo asumiendo su ser, su razón de ser, sabrá esperar confiada, siendo lo que es, sin preocuparse por decidir qué y cómo debe ser; es y será lo que este mundo haga de ella, siempre rechazo de una positividad injustificada que la condena a estar debajo, entre los “desiguales”. Y creo que sólo en su autoconsciencia de que no ha de crearse, que ya se encarga el mundo de crearla y de llevarla a su posición natural, podrá seguir siendo izquierda, fuerza constante hacia el hundimiento redentor del capitalismo.

No es en la mutación o en la metamorfosis programada donde la izquierda encontrará su paz, su reconciliación consigo misma; los cambios subjetivos, conforme a ideas o valores, aparte de arbitrarios, son gratuitos, pues en gran medida los problemas sonviejos y su persistencia no se debe a los valores con que se persigue su desaparición. En todo caso, no veo que esa abstracta voluntad de cambio, de renovación o reinvención, se encuadre en la vía de comprender la necesidad del fracaso de las figuras clásicas de la izquierda anticapitalista; es muy barato condenar al infierno a las izquierdas del pasado por sus vicios o errores subjetivos.

Tampoco veo en parte alguna que se busque la salida a la actual situación persiguiendo la autoconciencia por medio del saber objetivo del capital, mediante el análisis y conocimiento del actual momento del capital, de donde la izquierda actual procede. No veo que la izquierda intente redefinirse y reconstituirse desde el análisis de las figuras actuales del capital, como el capital subvencionado, parásito de lo público, o el capital apátrida, insolidario con la formación social, incluso con las otras figuras del capital nacional. Y no veo que la izquierda persiga autodeterminarse desde el análisis del capitalismo de consumo, y de la esquizofrenia a la que éste nos condena al exigirnos orden y racionalidad de día, momento de la producción, y espontaneidad y seducción de noche, momento del consumo. No veo nada de eso y, en cambio, veo la intensa contaminación subjetivista, la ideología dominante, incluso en los programas de construcción artificiosa de las figuras de la izquierda y de los líderes políticos, donde la inmediatez irreflexiva, la ductilidad sin principios, la improvisación “creadora” rayana en mera ocurrencia o la escenografía de la sociedad del espectáculo expresan las determinaciones que el capital impone hoy a todas las prácticas sociales, de la investigación al sexo. Veo por todas partes la subordinación ideológica, incluso en las posiciones subjetivamente críticas y radicales.

Nos cuesta entender que el capital hoy no ejerce su dominio desde su poderío económico y político, con ser ambos más potentes que nunca, sino desde su hegemonía ideológica, más sutil y seductora que siempre. Hoy la ideología del capital ha devenido laxa, tolerante, fluida, líquida; sin duda porque es adecuada a su lógica de apropiación, pero sobre todo porque, en tanto dominante y en la medida en que contagie a la izquierda, asegura su victoria, aunque sea de mera supervivencia. Antes, cuando las ideologías y formas de consciencia eran bien determinadas y fuertemente dogmáticas, la represión y la ascesis correspondían a la moral de la burguesía, y desde ella reproducían su hegemonía; pero a la izquierda le correspondía la defensa de la libertad y la vida, banderas potentes y a la larga vencedoras, Ahora, en cambio, con esa batalla por la hegemonía perdida, la derecha relaja su consciencia y relativiza sus valores, y en la medida en que la izquierda haga suya esa “emancipación” quedará hegemónica en esa atmósfera de relajación y desfiguración de las idolologías. No en balde fueron los pensadores de derecha quienes enarbolaron con más fe el fin de las ideologías, presentándolo como liberación del dogmatismo y la sumisión moral; como ya nos había anunciado Lukács en su no en vano cuestionada obra La destrucción de la razón, cuando la burguesía, constructora de la racionalidad moderna, no pudo dominar con ésta, la declaró corrupta y elogió la adhesión a la irracionalidad, para ahora seguir dominando con ésta. Así suelen ser las cosas cuando la izquierda toma como alternativa hoy lo que ayer era tabú para la derecha, sin entender que hoy no es ya tabú, sino forma de consciencia que apoya su modo de reproducirse; así suelen ser las cosas cuando la izquierda olvida su razón de ser y se viste de la necesidad de adaptarse, que sólo debería considerarse positivo si es para mejor cumplir ese destino.

Entiendo, y no me agrada nada constatarlo, que las izquierdas de hoy, especialmente las organizaciones de izquierda socialmente más extendidas, con presencia parlamentaria, han desertado del conocimiento del orden del capital, manteniéndose atrincheradas en los tópicos; y mucho menos conocen e intentan conocer las nuevas figuras del mismo que van apareciendo. Y sin conocer el capital actual no puede haber concepto de izquierda en sentido riguroso; y sin concepto no hay autoconciencia; y sin autoconsciencia no podemos tener, ni siquiera aspirar a tener, la izquierda necesaria para resistir y enfrentarse al capitalismo de nuestro tiempo, que ha sabido mutar para reproducirse, que se ha metamorfoseado por necesidad y con eficacia, no como un gesto de reinvención, sino con ligeros desplazamientos para ofrecer menos resistencia al viento.



8. LA IZQUIERDA EN EL ESPACIO POLÍTICO.

Proposición 8.

“Desplazada del espacio económico, la izquierda encontró en el espacio político un ilusorio lugar natural. Perdidos en el desierto del capital, éste entretiene a la izquierda con sucesivos “espejismos”, que constituyen el espacio político. En esos espacios de ilusión la izquierda busca el mapa y las fuerzas para moverse, superar y vencer al desierto, pero se pierde en su opacidad, en su impenetrabilidad, incapaz de volverlo transparente en tanto está subsumida en el espejismo; los ocasionales y contingentes oasis de poder conseguidos, sólo sirven para mantener la esperanza de la ilusión”.

Comentarios:

8.1. La burguesía y el capitalismo.

Ya comenté en su momento que la política era el espacio propio de la izquierda burguesa, y de otras figuras de izquierda que coexisten en el capitalismo. La izquierda burguesa no fue generada por el modo de producción capitalista en la formación social que acabaría instituyendo, dominando y hegemonizando; en la construcción del modo de producción capitalista, a la burguesía le tocó el lugar de los de arriba, la función de dominación; le correspondió ser derecha, ser privilegiada. Era izquierda política en el orden feudal, pero derecha en la producción capitalista que ella desarrollaba en los huecos de ese modo de producción feudal. Previa a su revolución, en la etapa de acumulación del capital y en el capitalismo naciente aún no hegemónico que la burguesía iba construyendo y que la llevaría a clase dominante y, en consecuencia, a “derecha orgánica”, la burguesía ejerció de izquierda frente al orden feudal; posición de izquierda por determinaciones políticas, no económicas, pues no pertenecía ni propiamente participaba en la economía feudal, basada en la propiedad de la tierra por la nobleza y en relaciones de servidumbre. Ella estaba fuera de ese orden económico, pero dentro del orden político que lo sustentaba; y aquí estaba en la oposición, sufría la dominación y exclusión de los privilegios de sangre.

No, la burguesía no fue izquierda económica en el feudalismo: en su fase baja y media, porque no existía, no formaba parte de la servidumbre de la gleba; y en su fase alta y en la transición, porque dominaba el comercio y las finanzas, la economía mercantil; por tanto, nunca fue izquierda económica. Si fue izquierda se debió a su situación y posición en el espacio político, que introducía y consagraba la escisión y la desigualdad, la opresión y la exclusión. Sufría los límites de la sangre y la genealogía, que afectaban a sus condiciones materiales de vida, con las cargas fiscales, los “privilegios” comerciales, la legislación clasista de delitos y penas, la exclusión de los cargos y magistraturas relevantes, etc. Pero, como digo, nunca fue una izquierda económica; no pertenecía a ese modo de producción como elemento constituyente, aunque formara parte de esas formaciones sociales por estar subsumida en su orden. En el ámbito de la producción tuvo siempre un puesto de privilegio, primero en el mercantilismo, bajo el control político feudal y absolutista del Antiguo Régimen, y luego en el capitalismo, dueña también del poder político y jurídico, derecha en todos los rincones sociales.

En una formación social siempre hay restos de clases sociales venidas a menos, que pueden tener interés histórico pero que no son relevantes para nuestros objetivos en el proyecto presente. Ya comenté, por ejemplo, cómo la alta nobleza anglosajona devino burguesa e impulsó el capitalismo. Tal vez sería más correcto decir que siguió a la burguesía en la construcción del capital. Burguesía y aristocracia son clases sociales en sí y para sí, por las relaciones sociales en que existieron y se desarrollaron, por sus condiciones materiales de existencia, por sus formas de consciencia, por sus creaciones, por sus gustos, etc. Y también por su relación y posición en el espacio económico. Pero, para precisar nuestros conceptos, hay que dar a cada uno lo suyo.

En el concepto de “aristocracia”, entre otras determinaciones, sin duda ocupa una situación de privilegio su relación con la tierra, su particular propiedad de la misma y las peculiaridades jurídicas y políticas adscritas. Esa peculiar propiedad de la tierra por la nobleza, bien definida en su modo de adquisición y de enajenación, afectada por complejas regulaciones jurídicas, hacen de la nobleza una clase conceptualmente muy bien definida, diferenciada y única. Por su parte la burguesía, con un concepto menos riguroso, lleva inscrita entre otras muchas relaciones su especial dependencia del capital, que fue su más genuina creación, su obra más genial y determinante. Fue una clase creativa en todos los órdenes, en las ciencias, la tecnología, las artes y las letras, la música…; logró formar un tejido social y unas estructuras de hábitos y costumbres a la altura de las civilizaciones clásicas más refinadas; pero, sin duda, las páginas preferentes de la historia que le dedican los estudiosos centran su gran creación en el capital, del cual todo lo otro es instrumento o efecto, sobreestructura, rituales y adornos al servicio del capital. Si el concepto de aristocracia está indisolublemente ligado a la propiedad de la tierra, el de la burguesía lo está al capital.

Quiero decir con ello, en definitiva, que cada clase tiene su origen y su proceso constituyente, del cual depende su recorrido, su despliegue y su potencia. Por tanto, cuando dije que la nobleza anglosajona se hizo burguesa, debería haber dicho que imitó a la burguesía, que se disfrazó con sus ropajes, que simuló esa metamorfosis; pero ni siquiera así se describe bien el hecho histórico. Como clase aristocrática nunca puede devenir burguesa sin morir en el intento; y la simulación es necesaria si el objetivo es tocar capital, hacer de capitalista. En cuanto el noble camine, hable, trabaje, coma, ría y rece como un burgués, pierde la “nobleza” y deviene burgués, pero no se consolida como noble burgués. Muy distinta es la relación con el capital, que no es una clase ni es un orden social indisolublemente unido a una clase.

Ciertamente, ejercer de capitalista también impone determinaciones. Si la aristocracia entrega su alma al capital, le pasa lo que al nómada que se mete a funcionario, ha de decir adiós a la tienda de campaña; o reconvertir la aventura en escapadas nocturnas y fines de semana. Ahora bien, en el marco de la aristocracia histórica a la que nos referimos, como se trataba sólo de acumular capital de forma mercantil, de conseguir ganancias mediante concesiones reales monopolistas, se comprende que no fuera necesario ni ponerse levita. La alta nobleza anglosajona, a diferencia de la francesa y la española, hizo de capitalista sin metamorfosearse en burguesía; ejerció de comerciante desde la corte, sin perder la figura aristocrática, su lenguaje mental y corporal de clase.

Y aquí es adonde quería llegar, a la distinción entre las clases constituyentes de un modo de producción y las relaciones y prácticas que éste implica; en particular, la diferencia entre ser burguesía y ser capitalista. Diferencia importante, con frecuencia olvidada, que tiene esos efectos que suele tener siempre el “olvido de la diferencia”, y que al menos los filósofos contemporáneos no suelen olvidar. Entre esos efectos me gustaría destacar la inversión subjetivista del orden de determinación histórica entre la clase y el modo de producción. Unir ambos indisolublemente requiere reducir en la representación el modo de producción a obra propia y específica de una clase, surgido para ella y adaptado a su naturaleza y su telos; así suele pensarse el capitalismo como obra de la burguesía. Y se comprende el enfoque, pues históricamente es la burguesía la clase que crea el capitalismo; además, cuenta a su favor con la inercia que impone el subjetivismo y que lleva a pensar que toda realidad social es producida por un sujeto. Ahora bien, una perspectiva materialista exige también ver el sujeto como producción y resultado de determinaciones objetivas, que en el fondo son elementos constitutivos y constituyentes de esa subjetividad. O sea, si el modo de producción es obra de una clase, también la clase es producto de ese modo de producción. Y, en lugar de enredarnos en si primero es el huevo o la gallina, deberíamos distanciar la mirada y pensar que el capitalismo puede coexistir y ser obra de diversos sujetos y que cada sujeto configura una modalidad de capitalismo. Esta perspectiva dialéctica, alejada del mecánico causa-efectismo, nos permite comprender mejor la realidad.

Que la burguesía fue la clase capitalista por excelencia, la creadora del capitalismo, parece un hecho incontrovertible; pero también es intuitivo que fue burguesía antes de ser capitalista; y también lo es que desapareció como clase, deviniendo residual, y que fue diligentemente sustituida por otra clase en la gestión del capital, clase que por inercia y confusión seguimos a veces llamando “burguesa” pero que deberíamos llamar por su nombre. Y como no disponemos del mismo, pues es una clase de aluvión, sin densidad social, ética o estética, sin más habilidades que la de servir al capital –y digo servir, pues éste ya no está al servicio de la nación, o de la metrópoli, sino que cada vez más intensamente circula apátrida y desconcertado, con figura de clandestino paseando por la “ruta de los paraísos”−, de momento lo llamaremos así, “capitalista” a secas; en paralelo, a la derecha del capital, que no es la clase −y por eso a veces hablamos de “derecha ultra” y “derecha europea”, o de “neocons” y “liberales”, o de “halcones” y “palomas”−, la llamaremos simplemente “derecha”, hasta que la historia nos muestre su obra y podamos identificarla por sus hechos. Seguiré, pues, usando “derecha burguesa” e “izquierda burguesa” cuando me refiera al capitalismo burgués, y “derecha” para el capitalismo actual. ¿Y los actuales capitalistas de izquierda? La verdad, no conozco esa especie, debe de ser poco numerosa y en peligro de extinción congénito. Si acaso existen, se trata de capitalistas decentes, gente con consciencia, que más bien me parecen residuos de aquella clase burguesa en extinción.


8.2. Las izquierdas y sus determinaciones.

Cerrando el excurso, retomo el hilo de la reflexión que nos ocupa, dirigida a argumentar que las izquierdas burguesas y de clases residuales fueron y son esencialmente políticas y escasamente económicas. Se aprecia en que su posición se centra en el mayor o menor radicalismo en la defensa de los derechos políticos de los individuos, de los pueblos, de las minorías, de las naciones, etc.; en cambio, no ejercieron ni ejercen de oposición económica, que habría de ser anticapitalista. La razón de ser de la izquierda burguesa provenía directamente de las escisiones y contraposiciones generadas por el orden político.

En cambio, la izquierda socialista, anticapitalista, se constituye, recibe su determinación social, en el espacio económico, aunque su bautismo, su nombre, lo recibe de la dominación, de su posición ante la dominación política, cuya manifestación más visible es política. Deberíamos analizar esto con más detalle y claridad, sobre todo tratando de evitar que la izquierda se nos confunda con la clase, que se nos difumine su diferencia conceptual con la clase trabajadora.

De entrada quiero resaltar la aparente paradoja de esa doble descripción, que configura una perspectiva ambigua y enigmática: por un lado, digo que la izquierda tiene su origen en una determinación procedente del frente económico y, por otro, que se constituye en el frente político. Esa doble descripción aparenta carencia de precisión, pue ni siquiera he aclarado, dejándolo conscientemente en suspenso, si la determinación viene de forma inmediata o mediata, distinción que tal vez podría ser relevante. A pesar de todo, aunque ciertamente no rebose claridad, la idea así expuesta me parece válida. Ayuda a comprenderlo tener en cuenta el objetivo teórico, que no es otro que distinguir la izquierda, que se constituye en el frente de la dominación, y tiene en lo político su causa próxima, de la izquierda burguesa que, como he dicho, se constituye en la esfera política y se circunscribe a ella, sin determinación alguna transcendente a la misma. En esta perspectiva se comprende que, para demarcar bien y radicalmente ambas izquierdas, recurra a la presencia en la anticapitalista y ausencia en la burguesa de la determinación económica, que pongo como origen, o “causa originaria”, y que actúa a través de las mediciones sobreestructurales.

En el fondo suena mejor y más potente, −no sé si más claro− la descripción en negativo, pues lo que afirmo enfáticamente es que la izquierda prima facie no surge ex novo frente a una forma político-jurídica de Estado, frente a la injusticia, frente a la inmoralidad, frente a la violencia, frente al socavamiento de los derechos, en fin, frente a los efectos de la dominación innecesaria, de la arbitrariedad del poder; no surge y se constituye como consciencia decente que rechaza el mal, el sufrimiento y el desorden moral y social. La izquierda no es eso, ni ése es su origen; será su epicentro, pero no su hipocentro, que está en las profundidades tectónicas de la “base”. Y la metáfora parece válida por fecunda, pues nos insinúa que ambos centros son lugares de mismo movimiento, manifestaciones de la misma determinación, que se ven desiguales y subjetivamente se sienten de modos diferentes. Podríamos estirar la metáfora y decir que la izquierda y su consciencia están presentes en el hipocentro y el epicentro, asisten a ambos espectáculos, tienen acceso al doble registro; en cambio la gente decente, la consciencia humana, habita en la superficie, donde el dolor es más insoportable y las soluciones más urgentes. Claro, la población de izquierda además de ser de izquierda es humana, y sufre y reacciona ante la dominación, la exclusión y el desigual trato; y como tal reaccionan y se comportan como seres humanos, como gente decente; pero esa actitud, esa posición de valor, esa actuación, no es genuinamente de izquierda. El ser de izquierda en la izquierda actual le viene de ser ciudadano del hipocentro, de la determinación económica, de la desigualdad que instaura el capitalismo en su aparición; por eso es en esencia anticapitalista, sin que su posición ética anule o nuble esa determinación principal.

Ahora bien, enfatizada suficientemente la raíz estructural y económica de su determinación de izquierda, no debemos acercarla en exceso y confundirla con la clase, proletaria u obrera, aunque ambas tienen el capital como origen y determinación esencial; y, en consecuencia, aunque ambas sea objetivamente anticapitalistas. En efecto, las dos categorías se instituyen formalmente frente a un modo de producción, frente a la desigualdad, la división y la oposición que pone en juego la producción capitalista, pero cada una se concreta en funciones y con límites diferenciados. La izquierda y la clase no son la misma, materialmente no es la misma determinación la que les da origen; o, si se prefiere, esta determinación económica fundamental crea la clase obrera y la izquierda por dos vías diferenciadas: una de ellas, la de la clase, directa, inmediata, gravada sobre el cuerpo, en forma de explotación; la otra, la de la izquierda, mediada por la conciencia, extendida por la totalidad social en que habita, en la pluralidad de estructuras y sobreestructuras, y en formas de dominación o represión innecesarias.

Creo que esta diferencia entre clase e izquierda podríamos formularla diciendo que la primera es una objetividad con consciencia, un en sí que llega a ser para sí, −el individuo llega ser consciente de su marca−, y en cambio la segunda, la izquierda, es una subjetividad objetiva, es una forma de consciencia que llega a ser objetivamente determinada, que llega a ser consciente de la marca del lugar que ocupa en el orden social; jugando con Hegel, que algo ayuda, la izquierda es un para sí que reconoce su en sí (y a veces un para sí que ha perdido y no logra recuperar su en sí).

Este concepto de izquierda, que intento diferenciar netamente del de clase, aún requiere alguna matización, alguna precisión de su determinación, pues todavía presenta ambigüedades, sombras de doble sentido. Efectivamente, podría objetarse que no queda claro en lo dicho si la determinación que funda la izquierda es económica o política; o si quiero decir que es mediatamente económica (ligada a la producción) e inmediatamente política o ideológica (surgida en estas áreas de dominación). Lo cierto es que la cuestión es interesante si no se persigue o exige en la respuesta fijar un orden ontológico, una jerarquía, que contextualmente devalúe el mundo de las sobreestructuras. Sin necesidad de invocar el hermenéutico principio de caridad, creo que puede entenderse bien, en perspectiva dialéctica, la consideración de que la izquierda, a diferencia de la clase, se constituye como subjetividad, que estando expandida por la totalidad, por todas las esferas, reciben a su través las marcas del mundo, el saber del mundo, las armonías e incoherencias del mundo. Como cada consciencia tiene su génesis histórica, acompasada con la del cuerpo que la portea, dependerá de la vida de éste. Unas recibirán más o menos, antes o después, las marcas de la explotación o de la opresión, en combinaciones diferentes, con desgarros diferentes; pero se comprende bien que lo importante de este concepto es que ser de izquierda, si bien nace en la consciencia, no es una mera opción de valor; puede comenzar siendo eso, pero o bien se acaba descubriendo el en sí que lo soporta y mantiene, deviniendo consciencia de izquierda (o de derecha), que orienta y da sentido definitivamente a la posición y la acción, o se trata de una ilusión, de una consciencia ética, de gente decente, que no es menor mérito.

De ahí mi insistencia en presentar la razón de ser de la izquierda en la escisión económica, pero su lugar apropiado de actuación en la política; por eso insisto en que está hecha para la intervención política, es un arma contra esa dominación; pero a un tiempo advierto que su objetivo ha de estar en la explotación, y en concreto en el desarrollo del capital que necesita y provoca para su reproducción los mil mecanismos de dominación. Sus intervenciones, en cualquier ámbito de las relaciones y las prácticas sociales, cuando son conscientes, en sí y para sí, suelen articularse en torno al eje político de la dominación. Y esta inmediatez de la determinación política, a diferencia del carácter aparentemente mediato de la determinación económica −un rasgo más de su diferencia con la clase−, conlleva que a veces la izquierda limite su objetivo a la lucha política, y encuentre en ésta su sentido y su autovaloración, olvidando que no nació para acabar con el mal social sino con la pesadilla del capital, que ya es bastante.

Creo que así enriquecemos el concepto de izquierda. Podríamos decir que se nace de izquierda, se viene al mundo con esa marca, sin saberlo, como se nace con la determinación de clase. Pero así se abusa de la analogía. La pertenencia objetiva de clase se deja sentir de forma inmediata, se sufre de inmediato, lleva al enfrentamiento directo constante; esa experiencia −se nace, se vive, se crece, se reproduce en una clase− no necesita mediaciones, profundiza la herida cada día; las fugas, las excepciones, son socialmente irrelevantes; el ascensor −económico y cultural− de la sociedad abierta libera a individuos, pero la clase se reproduce. Sí, será necesaria la “consciencia de clase”, el saber que el mal no es propio sino de la clase y que la lucha y la salida, si la hay, ha de buscarse en el universal concreto. Esa consciencia de ser clase tarda en conseguirse, pero la consciencia individual de que se está allí, con los de abajo, entre los más hundidos, entre los más maltratados…, esa consciencia es inmediata, surge sobre la existencia; por eso he dicho que la clase es “objetividad subjetivada”, objetividad que se vive, se siente, se sabe; eso es consciencia.

En cambio, aunque la izquierda es también una marca de pertenencia, lo cierto es que tarda más en sentirse, en saberse; está allí, pero incluso puede permanecer adormecida si su herida no es actual y constantemente rozada, arañada, profundizada. Se nace con la marca, pero si las condiciones de vida son aceptables, si no se sufre directamente la injusticia y la dominación, si no se ve el dolor ni la miseria alrededor, si no se siente el llanto o el grito de los castigados por el arbitrario poder…, esa marca no se activa. Por eso digo que la izquierda es una subjetividad objetiva, en el sentido de que aparece en la consciencia, pero como consciencia de algo que ya existe, algo que se busca y con frecuencia se encuentra. No se siente antes de ser pensado, a diferencia del dolor de la clase, pero el pensamiento descubre el dolor real y la causa del mismo en la determinación social arbitraria e injusta; no es mera subjetividad, simple saber del mal social, como en el caso de la persona decente que no lleva la marca de izquierda pero que es capaz de ver el sufrimiento en el otro, de sentir dolor por el otro (insisto, cosa que no es poco mérito, pero que aquí no es nuestro objeto).

Esta aparente paradoja que comporta la expresión “subjetividad objetiva” con que la he definido merece sin duda una reflexión más detenida que la que aquí y ahora puedo llevar a cabo. Digamos, al menos, que es una paradoja “aparente”, y que su verdadero rostro, su verdad, se nos revela cuando, sujetando nuestros prejuicios y nuestra ira, entendemos que las formas de dominación en el capitalismo también son objetivas, necesarias, inevitables, pues nacen de su inexorable tendencia a reproducirse, a cuyo fin y efecto genera los más diversos mecanismos estructurales y sobreestructurales (económicos, jurídicos, ideológicos, religiosos, antropológicos…). Pero todos ellos, cual elementos de un mismo ecosistema, tienen un fin común, están subsumidos bajo la misma forma, sirven al mismo amo: la valorización del capital. Por eso pueden envejecer y devenir obsoletos, ser reemplazados y renovados; por eso, como nos enseñó Foucault, el capital pudo sustituir necesaria y exitosamente el castigo por la vigilancia. Y por eso pasó de gestionar la muerte y no preocuparse de la vida de la población a dejar la muerte en libertad y gestionar la vida, hacer vivir, máxima de la cada vez más intensa y patente biopolítica. El capitalismo no es fetichista; al contrario, le gusta y necesita el “desencantamiento del mundo”; no hay nada sagrado que respete y asuma como límite; no se casa con nada ni nadie, ni pone líneas rojas a dictaduras o monarquías. Sabe lo que es y sabe lo que quiere, y aunque nos irrite por reconocerle una perfección, quiere lo que sabe que debe querer, la valorización del valor; pues quiere vivir y le va en ello la vida.

La izquierda anticapitalista, generada en y frente al capital, conforme a su concepto, es una formación subjetiva de intervención política; o sea, su lucha es política, pero está provocada y apunta al ámbito económico. Durante décadas los líderes del movimiento obrero, aunque sentían en sus carnes la forma más inmediata y directa de la dominación, la explotación en el trabajo, se mostraron muy reacios a participar en la lucha política, institucional… Intuían espontáneamente que ése no era su lugar, y tardaron en comprender que la vía democrática al socialismo podía ser también una forma de revolución. La historia daría la razón a Engels cuando dijo en su “Introducción” a la edición de 1895 de la obra marxiana Las luchas de clase en Francia de1848 a 1850, que llegaría el día en que serían los trabajadores los que tendrían que salir a defender la democracia que la burguesía había constituido para ejercer su dominación; quién sabe si la historia dará la razón algún día a quienes hoy piensan que la defensa de la democracia como objetivo final, en lugar de como trinchera o puente para seguir en el camino, es el mejor engaño del enemigo.

Aun así, la izquierda anticapitalista de aquellos tiempos entró en la lucha política para conseguir un objetivo exterior a lo político; era un uso instrumental de la política, el típico uso leninista de la misma. Pero calculó mal, sin duda por su deficiente representación del capital, cada vez con mecanismos más sofisticados de reproducción. Y aunque no renunciara a su objetivo económico, aunque mantuviera latente como su fin último los cambios en la producción, acabaría postergándolo, desplazándolo al mundo de los sueños, mientras en su día a día se imponía como límite de su campo de actuación los de la política y la cultura. La izquierda socialista −hemos sido testigos de ello−, sin abandonar su preocupación por los problemas económicos, ha ido reduciendo éstos cada vez más a la remuneración y a las condiciones en el trabajo, al gasto social y a la cesta de compra, desplazando en sus prioridades su lucha contra la reproducción del capital. Por otro lado, como aspecto de ese desplazamiento hacia objetivos de corte humanitario, fue incluyendo en su programa de reivindicaciones todo aquello que mejorarse las condiciones de vida de la gente, lo que solemos llamar “Estado de bienestar”. Incluso su vinculación sociológica original con los trabajadores fue expandiéndose a las necesidades y objetivos de las llamadas “minorías”, acabando por preocuparse de modo más activo, y tal vez más exitoso, del bienestar cultural de la población.

Sin duda alguna, la izquierda es hoy menos “obrerista” que ayer; sin duda alguna, es hoy una izquierda más bienestarista y multicolor, más pendiente de la diversidad de las minorías y de la pluralidad de ámbitos de vida de la gente. O sea, la izquierda parece haber encontrado en el espacio de la política social y cultural un hábitat donde se encuentra bien, donde arraiga y crece. No obstante, como si añorara su origen, como si intuyera que esos espacios de hegemonía en la política y la cultura son inestables y frágiles sin el control del proceso productivo, de tanto en tanto se detiene a pensar y se deprime acosada por la sospecha de que nada se consolida, de que su lucha es la de Sísifo, de que todo sacrificio es inútil.


8.3. La izquierda en las organizaciones.

Actualmente el espacio habitual de la izquierda está constituido por la política social y la cultura. Sus dos formas tradicionales de organización que mediaban su intervención en la economía, los sindicatos y los partidos, ambas han sido fuertemente debilitadas en sus figuras obreristas clásicas, amenazadas de anacronismo; como muchas otras instituciones del Estado moderno, ambas han devenido en gran parte obsoletas y han tenido que metamorfosearse. Aparentemente la peor parte le ha correspondido a los sindicatos, que excepciones aparte no han sabido adaptarse al nuevo capitalismo, por lo que se han visto arrastrados a una condición subalterna y de poca potencia crítica, amenazados de inacción, devenidos poco más que un elemento de negociación y reconciliación; aunque, pensado seria y detenidamente, habremos de esperar si estos cambios son pura y simple debilidad del componente de la izquierda o anticipaciones de la figura sindical de la izquierda para los nuevos tiempos, en los que el capitalismo se ve cada vez más socializado, en los que avanza constante un nuevo orden de producción y vida social. Los partidos, por su parte, parece que han sabido adaptarse mejor, han mutado con razonable éxito para adaptarse a las nuevas funciones; casi sin saberlo van siendo arrastrados a la gestión de las nuevas necesidades y los nuevos conflictos, no sin dificultades ante la evidente carencia del “vocabulario” adecuado, ante la obvia carencia de un concepto del capitalismo en el momento actual.

A veces se hace un juicio sesgado de la ineficacia y degeneración de sindicatos y partidos, porque se les juzga desde su concepto clásico y por las expectativas y los resultados de sus funciones clásicas. Ciertamente, la función parlamentaria de las organizaciones políticas, la construcción de la voluntad general objetivada en las leyes, es tan pobre que genera rabia y tristeza; y su capacidad de producir consciencia común en la sociedad civil, acercar al individuo a lo universal concreto, e incluso conducir las voluntades privadas a la voluntad general, está bajo cero en efectividad y en prestigio. No obstante, si nos olvidamos de aquel concepto propio del momento parlamentarista del estado y tratamos de pensar el Estado y el partido en el momento actual del capitalismo, seguramente –aunque ideológicamente pudiera disgustarnos− entenderíamos que el darwinismo social a su manera funciona sin pedir permiso, que los nuevos partidos son supervivientes evolucionados y están bastante bien adaptados al presente; su supervivencia en un territorio social enemigo −enemigo de la política en general, expresado en el injusto “todos son iguales”− es la mejor prueba de su adaptación a la desertización y el cambio climático en el espacio de las instituciones. Cuando nuevos partidos, aprovechando el desconcierto y la insatisfacción general, aparecen cual ángel exterminador en nombre de “una nueva forma de hacer política” −nótese la finura retórica: no se presentan como una nueva política, sino una nueva manera de hacer lo mismo−, su victoria es como una tormenta de primavera, y pronto acaban reintegrados a lo normativo cabizbajos y desconcertados ante el peso del principio de realidad. Hechos reales y recientes que debieran llevarnos a plantear una cuestión sobre la que habremos de reflexionar antes que tarde: si la constitución y la acción de los partidos de izquierda, al fin mediación organizada de la izquierda, no satisface a ésta, que los ve más como instrumentos de reproducción del statu quo, del orden del capital, que como medios de transformación anticapitalista, ¿no será que el mal reside en la izquierda?, ¿no será que ésta no puede ser lo que era?, ¿no será que se empeña en seguir siendo lo que fue? Escucharemos al viento, que sin duda nos traerá las respuestas.

De momento, como digo, veo a la izquierda bien instalada en las sobreestructuras. De forma espontánea, instintiva o consciente, se ha adaptado al nuevo tiempo del capital. Este nuevo tiempo se caracteriza, entre otros rasgos, por un reajuste significativo, tal vez cualitativo, de la relación entre base y sobreestructura, en concreto, entre economía y política. Relación compleja en la teorización de Marx, que más que resolver el problema lo relegó a la historia del marxismo con aquella indicación sutil y misteriosa de la “determinación en última instancia”; relación que provocó en el marxismo occidental debates y rupturas con repercusiones políticas y estratégicas relevantes. Yo entiendo que el fundamento del orden socioeconómico capitalista ha sido y sigue siendo la esfera económica, cuya hegemonía pertenece a su concepto; y es ahí, en esa esfera, donde se dan las contradicciones fundamentales, el dominio de las relaciones de producción sobre las fuerzas productivas, del capital sobre el trabajo, de la propiedad sobre la fuerza viva en la distribución. No obstante, en la fase actual la potencia de reproducción se ha desplazado de las relaciones económicas a las relaciones políticas. El sofisticado mecanismo de reproducción ampliada del capital mediante el trabajo asalariado y la producción de mercancías, pagando la fuerza de trabajo a su valor de reproducción y vendiendo el producto por su valor (el del trabajo pagado y el no pagado), permitía al capital pensar la sostenibilidad del proceso sin necesidad de coacción u opresión exterior; pero hoy se ha roto el juguete, se han desencantado −desdivinizado− el mercado y el Estado, y el capital necesita la constante mediación de éste, incluso en la esfera genuinamente capitalista, la producción. Los poderes del Estado idealmente vigilaban el cumplimiento de las reglas de juego, pero no intervenía de forma directa y necesaria en la extracción del plustrabajo, como en otros modos de producción; hoy, en cambio, el Estado ha de estar constantemente presente, como asistente imprescindible del capitalismo subvencionado.

Efectivamente, hoy parece que ese proceso fluido de reproducción ampliada del capital encuentra serias dificultades; las figuras de capitalismo subvencionado, o de gestión, manifiestan su metamorfosis, son mutaciones para sobrevivir, transformaciones profundas para mantener la tasa de ganancia. Ya comentamos como debilidad y adaptación forzada la utilización por el capital de su control sobre el Estado, de su poder de estado, en el propio terreno económico, con continuas y cada vez más potentes subvenciones, exacciones, externalizaciones de servicios, en definitiva, ayudas, auxilios y privilegios directos del Estado que anteayer se quería mínimo y neutral ante el mercado. Mayor peso económico creciente del Estado implica mayor protagonismo político de éste, no sólo en política económica, sino en políticas sociales y culturales. Cuando más guardaespaldas necesita el patrón, más se pone en manos de éstos, que cual guardia pretoriana acaban dictando las condiciones del conjunto.

Podemos, pues, decir, que “en última instancia” –aunque aquí sugiera una interpretación más literal− el capital en creciente debilidad recurre a la política como lugar privilegiado para su reproducción. Es una jugada excepcional, sumamente arriesgada, a vida o muerte, pero el capital ya tiene una larga historia de riesgos y situaciones de excepción. Ya puso su cuerpo en manos de bonapartismos, dictaduras militares, extravagantes autocracias, corruptas oligarquías, y no salió tan mal parado de esas experiencias. Que el capital pueda estar feliz y dormir tranquilo bajo un régimen comunista o bajo regímenes teocráticos nos revela cómo sabe gobernar incluso bajo la corona de sus enemigos. Pues nadie dirá que le ha ido mal en las repúblicas postsoviéticas, bajo el partido comunista chino, o en las monarquías árabes, donde bajo el manto teocrático florecen envidiables corporaciones como la muy saudí Aramco, para muchos expertos la empresa más poderosa del mundo.

Como ya he argumentado, el capitalismo no tiene adscripción geográfica o climatológica, y, al fin humano, tiene capacidad de ser trasplantado con éxito a cualquier lugar; se adapta a las más variadas condiciones geopolíticas. Incluso encuentra en esas nuevas condiciones la temperatura y humedad idónea para sus saltos adelante. Sospecho incluso que a partir de su instinto y su experiencia haya concluido que con la socialdemocracia se vive mejor, pues, aunque su tasa de ganancia sea un poco más moderada, parece más firme y segura. Y un ser vivo –el capitalismo lo es, su alma es la de millones de personas bien repartidas en el mundo− cuyo fin último es la reproducción, siendo la acumulación un fin instrumental secundario, sabe que es mejor vida la que lleva ritmo seguro que la que avanza a convulsiones; una valorización sólida y sostenida seduce más que los inquietantes y precarios potosí; al menos para los capitalismos viejos, como el europeo.

El capital ha buscado protección en la política; sin perder su hegemonía ha echado manos del Estado para esta fase de vejez. Si ayer, por decirlo de modo esquemático, la política se decidía en la producción, hoy ésta se produce bajo la gestión de la política. Por tanto, que la izquierda haya desplazado su mirada y su actividad a la política parece responder menos a una acertada o no elección libre que a una implacable lógica de supervivencia del capital, con lo que comporta de positivo y de negativo.

El aspecto positivo radica en que, sea arrastrada o por instinto, la izquierda se ha instalado en el buen lugar, en el centro de mando del capital actual, la política; así se ha librado del anacronismo. De sus dos formas clásicas de presencia organizada, sindicatos y partidos, ambos con problemas de anacronismo y necesidad de actualización, la que más ha sufrido, la más debilitada, es sin duda la sindicalista; pero su mutación es sugerente. Ha perdido presencia en el tajo, movimiento obrero, tensión en la fábrica; se ha burocratizado, jerarquizado y devenido un sindicato de cargos; pero no todo es negativo en este movimiento. Hoy los problemas no se resuelven en las luchas en las fábricas, sino en la negociación colectiva triádica. Por eso en cada conflicto el objetivo principal es que entre como mediador el Estado; y en este proceso se necesitan gestores experimentados, businessmen, gente con experiencia de gestión y contactos, profesional, que fortalece el aparato del organismo. La figura de sindicalista obrero, activista voluntarioso, audaz movilizador, abnegado luchador, ha quedado obsoleta; las huelgas en general han perdido potencia y eficacia, incluso el marco general de salarios y condiciones de trabajo se decide hoy en las leyes, en la política, en las negociaciones blancas y en las confrontaciones en los mass media o las redes sociales. Claro, en la medida en que consideremos que el capitalismo en substancia sigue siendo el mismo, esa deriva a la política white-collar de los sindicatos equivale a debilidad, hecha para dejar dormir al patrón; pero si entendemos que el capitalismo está en su final, que el patrón de ayer es un igual, un “agente social”, un representante profesional experto en administración y gestión, y que en esta fase ha aparecido un nuevo Gran Patrón, el Estado, el Poder Público, seguramente procesaremos otra valoración, y veamos nuevos valores en las capacidades sindicales.

Los partidos, por su parte, a primera vista parecen estar en el lugar adecuado para ser la forma organizada de lucha de la izquierda. La izquierda tiene ahí una posición estratégica esperanzadora, pues por la política, la política institucional, pasan hoy la totalidad de las normas y decisiones que configuran la vida social de una nación; por ahí pasa hoy, al menos idealmente, la regulación de la vida, incluida la económica; una regulación cada vez más extensa e intensa, aunque siga habiendo huecos clandestinos, espacios sin ley, que son como los territorios en disputa. Por tanto, y sin entrar en concreciones, el desplazamiento del centro de mando del capital a la política, que sea aquí donde en gran medida se deciden el derecho y los derechos de todo tipo, es en principio positivo para la izquierda, que tiene ahí buenas armas para el combate. Por eso la he definido como “subjetividad objetiva”, que supone que su lugar de aparición consciente, donde deviene para sí, es en la vida social, en la política, aunque su en sí sea una determinación de la economía; una determinación ésta que es originaria, que pugna por salir, por dejarse ver, por hacerse consciente, y que la subjetividad de izquierda consigue identificar como voluntad de la gente y reforzarla en su objetivación.

Éste es el aspecto positivo de ese desplazamiento hacia la política como lugar privilegiado de reproducción del capital en nuestros días; la izquierda parece encontrar ahí mejores condiciones de actuación, le es más fácil avanzar… en apariencia. Pasemos ahora al segundo aspecto, el negativo, consistente en que los avances de la izquierda en este espacio, aparentemente más fáciles, en realidad son ilusorios o ficticios. La historia nos muestra que la izquierda ha logrado importantes cotas de poder en el Estado capitalista, en los distintos niveles institucionales; incluso en algunos casos, cada vez más, ha legado a la cúpula de ese poder, asumiendo tareas de control y gobierno en el ejecutivo, en el legislativo y en el judicial. No es necesario citar ejemplos, los tenemos muy cerca, están presentes en nuestra memoria, algunos están aún vivos ante nuestros ojos. Están tan vivos que no podemos olvidar el tal vez excesivamente rápido diagnóstico que la misma izquierda viene haciendo de este hecho; diagnóstico precipitado que, lejos de darle seguridad y fuerza, se convierte en un elemento más de su crisis, de su desánimo, de su estado depresivo.

Hemos visto a los chilenos −Allende en nuestra memoria−, a la izquierda chilena, su paradigmático llegar al gobierno de la nación… y hemos visto el resultado, el mundo libre cruzado de manos, que nos arruinó las ilusiones. El capital deja jugar a la democracia, se dice, pero si ésta pone en cuestión su valorización, entonces rompe la baraja y siempre tiene a mano un Pinochet cualquiera, uniformado o disfrazado. Como si nos advirtiera de que la política es espacio principal, pero no fundamental; que es la gran sala comedor, pero no la discreta y escondida cocina, donde se decide qué se come y si se come, donde se decide del aperitivo a los postres; el dining room, símbolo del consumo en igualdad, es un excelente lugar de conversación, incluso de reconciliación, donde sobrevuela y reina la voluntad de la nación… pero ese privilegio es una concesión de la cocina, de donde le viene el ánimo. La política es la metáfora del rey desnudo, un simulacro de rey coronado que invisibiliza a quien en la sombra le sienta en el trono y le pone la corona; epicentro actual del poder, donde éste agita y decide, acaba por ocultar lo que se sabe: que “en última instancia” sus movimientos se deciden en el hipocentro, que “en última instancia está el croupier que con su simple y rotundo “pas plus” pone los límites. La esperanza está en que, insisto en ello, la izquierda habite los dos lugares, los dos centros, el de la superficie y el interior.

El capital lo tolera todo excepto que le toquen… sí, excepto que le toquen la valorización permanente. Puede aceptar cualquier apuesta mientras no salte la banca. Toleró a Pinochet, y a Franco, a Leopoldo II y a Erdogan… y a tantos otros; y tolera las políticas socialistas cuando no pasan de ser socialdemócratas. El capital soporta −y consiente, si es débil− el poder político de la izquierda, incluso el ascenso de ésta a las supremas magistraturas del Estado. Ha sido y sigue siendo así, bajo distintos tipos de socialización, de asociación; la izquierda ha logrado tener al capitalismo literalmente en sus manos, a prueba de firma de decretos, pero sorprendentemente no lo ha desguazado, sino que lo ha respetado y desarrollado, y a veces lo ha sacado de las dunas y lo ha consolidado. La izquierda, pues, ¿dejó de ser izquierda?, ¿se le olvidó su misión? ¿O fue lúcida y prudente, intuía la ficción, se sabía personaje en un juego cuya primera regla era salvar al autor? Lo sabemos, los personajes de Pirandello, con la justicia del lado de su rebelión, exigieron a su autor la oportunidad de vivir; hasta ahí llegaron, pero no pasó por su mente hacer justicia de raíz, que implicaba aniquilar al autor y acabar para siempre con la marginación que les había dictado, con la dominación, manipulación y exclusión a que los había arrojado. ¿Cómo matar al autor? ¿qué hacer en la nada?, tal vez se preguntaban aquellos entrañables personajes.

Pienso que la izquierda, si no de modo consciente al menos por instinto, sospechó que, contra la apariencia, contra su propia descripción de la situación, siempre estaba en el escenario, en la representación; creo que siempre supo, o en todo caso actuó como si supiera, que nunca tuvo el capital en sus manos, nunca tuvo el poder. Tuvo formalmente los aparatos políticos y jurídicos para, en un transparente día de primavera (Germinal o Floreal) o de denso y pesado otoño (Vendimiario o Brumario), de excitante y apasionado verano (Termidor o Fructidor) o recluido y clandestino invierno (Pluvioso o Ventoso), coger la pluma afilada y firmar y aprobar solemnemente el decreto de derogación del régimen del capital, como en su día la burguesía desvalijó al Ancien Régime; pudo llevar a cabo la abolición formal de la propiedad privada de los medios de producción, acabar con los privilegios derivados y esas cosas, pero casi nunca lo hizo, y cuando el instinto le llevó a traspasar ese límite después no supo qué hacer tras la negación en el desierto.

Por lucidez y prudencia, y tal vez por instinto, pues éste se va reconstruyendo con las experiencias pasadas, la izquierda contemporánea no usa el poder político que posee contra el capitalismo. Antes de entrar en esas altas esferas ya sabe la verdad, que eso que posee y se llama “poder” no es el poder, que éste nunca le llega, siempre sigue yaciendo donde siempre; ya sabe que su acceso al gobierno era sólo un juego de superficie que duraba mientras no sonara el “no va más”. Por eso digo que el desplazamiento de la izquierda hacia la lucha política, en el cuadro del movimiento general del capitalismo hacia la conversión de esta esfera en la principal, con las contradicciones más movilizadoras, tiene este aspecto negativo; siendo el lugar idóneo para la lucha de la izquierda, donde ésta se mueve bien y puede ganar, resulta que todo su avance forma parte de un espejismo, que las victorias son tan imaginarias como las de los niños con sus soldaditos de plomo. Al fin, lo único que saca de sus cuotas de poder son mejoras materiales, desde aumentos salariales hasta políticas sociales, pero poco o nada en su misión de debilitar, acorralar y superar el capitalismo, que está mostrando que resiste muy bien el “Estado de bienestar”, aunque algunos de sus componentes –la derecha también es afecta de subjetivismo− añoren tiempos donde las tasas de ganancia eran superiores. Y es que la derecha, como la izquierda, también ha tenido que resituarse y reconstituirse, y no a todos les va igual de bien en las nuevas estrategias de valorización del capital.

Podríamos pensar, no obstante, conforme a lo antes dicho, que ese capitalismo en declive, en transición, hace innecesaria la lucha contra el capital y justifica que la izquierda asuma otras luchas. Creo que, en primer lugar, aunque esté en su etapa final, aún está ahí, en el camino, en el combate, y por tanto la izquierda no puede darle por muerto, no puede abandonar su lucha esencial; y, en segundo lugar, que ésa es la tarea de la izquierda anticapitalista, y que los problemas de la transición o del futuro orden social deberá asumirlos necesariamente otra izquierda, nacida como determinación y respuesta a las desigualdades y contradicciones de ese nuevo orden. Cada uno ha de aguantar su vela; a la izquierda actual, anticapitalista, no le corresponde dirigir el nuevo orden que surja del final del capitalismo, en cuyo hundimiento se incluirá el suyo propio. Comprendo que en las etapas de transición se reproducen las confusiones, y los personajes resultan móviles, híbridos, travestis, mestizos, confusos; por eso echamos de menos, añoramos más, buscamos ávidos, la claridad de los conceptos, instrumento especialmente relevante para comprender estos momentos.


8.4. La izquierda y la democracia.

El desplazamiento de la izquierda hacia la lucha política como preferente es un cambio de estrategia que aparentemente favorece a la izquierda, más adaptada y mejor dotada para esta lucha que para la económica; pero no va mal para la reproducción del capital, que sigue manteniendo la esfera económica como fundamental para su reproducción, como no podía ser de otro modo, aunque desplace a la esfera política los mecanismos de defensa. O sea, parecen ganar los dos, pues el capital traslada la batalla a otro lugar, más neutral, que si bien ofrece más chance al enemigo, la izquierda, consigue que los efectos de la confrontación no sean directos e inmediatos. Al salir el frente del centro de producción y situarse en territorio de frontera, en el mercado, el ágora o el foro, consigue que los golpes no sean directos, sino que le lleguen a través de mediaciones; los combates en zonas políticas o ideológicas bien fortificadas y bien disimuladas repercutirán en la fábrica en diferido, debidamente compensados y atenuados. Por eso resulta casi imposible confirmar si ese movimiento histórico de la contraposición entre la izquierda y el capital hacia el ámbito político ha sido protagonizado por la izquierda para un ataque más eficiente o si se ha visto arrastrada a ello por el capitalismo, buscando éste su mejor defensa. Es muy difícil argumentar una u otra interpretación, siempre al borde de lo arbitrario, pues cualquiera de ellas como exclusiva cae en el causalismo unilateral y abstracto y en la jerarquización lineal de fines y medios. A mi entender, desde una perspectiva ontológica materialista sería más correcto, y sobre todo más útil, comprender el doble movimiento, de la izquierda y del capital, en su unidad y contraposición, lo que exige una perspectiva dialéctica; una dialéctica que, para no ser ella un mero simulacro de sí misma que apenas oculta un corazón mecanicista, ha de contener la subsunción de la contradicción, ha de pensar cómo la forma capital conforma y gestiona la contradicción derecha/izquierda.

Lo comprenderemos bien si como ejemplo tomamos la lucha por la democracia en que se ha concretado preferentemente la actuación de la izquierda, y que actualmente condensa la mayor parte de la política de la izquierda. De modo semejante a como los filósofos nos pasamos media vida tratando de establecer el método para pensar, retrasando así ad infinitum nuestra llegada al saber, así los políticos quedan enredados en dilucidar la naturaleza y los procedimientos de la democracia, supuesta como método legítimo de intervención política, casi olvidando que no hay nada más ridículo que cuidar el método a costa de olvidar el destino, y lo olvidamos con excesiva frecuencia, e incluso llegamos a sublimar el olvido declarando que la democracia es en sí misma una forma de vida. Así, transmutando el método, el instrumento, en substancia y fin, asumimos nuestro peculiar trabajo de Sísifo con caras sonrientes.

Subjetivamente la izquierda ha entendido históricamente el debate sobre la democracia como parte fundamental de la lucha por un orden político que construya, exprese y defienda una sociedad justa, una sociedad equitativa y con voluntad igualitaria; esperaba de la democracia la aceleración de la construcción de ese orden social y, en particular, el control y límites del poder económico. La izquierda al menos pensó siempre la democracia en esa perspectiva, como un instrumento político, no bélico, sino razonable y civilizado, para resolver las diferencias y contradicciones de la sociedad capitalista; conflictos que tendía a ver como expresión de la subordinación de la vida social a la economía. Subordinación que tomaba sus manifestaciones más sensibles en el terreno de la propiedad de los medios de producción, y a su través de la riqueza, pero sobre todo en la regulación del mercado y en la distribución del producto social, tarea encargada a la política. Por consiguiente, pensaba la democracia como una lucha positiva, de intervención y configuración de la realidad social; además, en tanto que los obstáculos derivaban de las relaciones impuestas por el capital, se esperaba que los efectos de la democracia implicaban un debilitamiento de sus poderes; e inclusos se soñaba que, en el límite, por la vía democrática se controlaría desde el ritmo de valorización del capital hasta las reglas de distribución del producto, con lo cual la lucha de la izquierda por la democracia se presentaba como netamente de izquierda por anticapitalista. Y en realidad, ilusoria o posible, esa alternativa parece incuestionablemente de izquierda, respondía a una voluntad de poder de izquierda, pues la voluntad de poder no se mide por su éxito, por sus logros, como nos induce a pensar Nietzsche. En consecuencia, nada que objetar.

Ahora bien, de hecho, en su desarrollo fenomenológico, la democracia ha ido mutando su contenido hasta devenir en la actualidad una categoría política que ejemplifica el concepto lacaniano de significante vacío. De concepto ideal pero acabado, con cuerpo y alma, como aparecía en la idea clásica, la democracia devino en la modernidad instrumento o método de construcción de la sociedad, y especialmente de dirimir los inevitables conflictos. Y así fue mutando su substancia, en un curioso proceso de transustanciación en el que pasó a ser método substancializado substantivado; en rigor devino método−substancia al tiempo que método instrumento, pues actuaba en el proceso de discusión −que había de ser democrático− necesario y previo a la construcción del concepto de democracia; o sea, la idea de democracia había de construirse democráticamente, o lo que es equivalente, se exigía estar en posesión del concepto para poder construirlo. ¿Un absurdo? Bueno, no tanto, pues este mismo problema, pero en formato más universal y abstracto, ya latía en la historia de la filosofía; incluso aparece en la crítica de Spinoza a Descartes, genuino representante de esa pasión por el método de saber para garantizar que lo que se construye es verdadero saber; si alguien lo duda, ahí está el lúcido Tractatus de intellectus emendatione (1667, póstumo) que Spinoza dejó inacabado, pero que nos permite ver en su propuesta de reforma del entendimiento que el fondo profundo y complejo del problema está ahí, en el olvido de la diferencia entre el método de saber y el saber, para nosotros ahora entre la democracia como camino y como meta.

El debate sobre la democracia ha devenido un debate metodológico sobre el método; lucha metodológica con frecuencia entre posiciones retóricas orientadas a definir el instrumento, que nos hace soñar con una historia en la que la propuesta de Spinoza hubiera cumplido su pretensión de parar el cartesianismo, tal que nuestra cultura cartesiana, tan mecanicista e individualista, hubiera sido sustituida por otra influenciada por el pensador judío, arrojado como tantos otros a la cuneta de la historia. Y los peores efectos de estos gestos de la historia es que hoy hemos de desmontar la herencia cartesiana con un “intelecto” cartesiano, que piensa en su lógica. Pero nada es imposible; al fin ya nos hemos liberado de Descartes con la postmoderna “erosión del ser” y la complaciente “substancia líquida”.

En cualquier caso, podemos constatar hoy que la democracia, sin dejar de ser método, pasa a una doble existencia, a ser meta, modo de vida. Esa paradoja, incluso contradicción en su concepto, sólo es pensable si el ser se entiende como juego de deconstrucción; si la existencia, si nuestro modo de vida, lo entendemos como una eterna lucha por decidir qué queremos ser. Los hombres pasaron milenios buscando conocerse a sí mismos; estaban convencidos de que bajo su inesencialidad estaba oculto el ser; no dudaban que estaba allí, sólo dudaban en llegar a conocerlo. Ésa era la filosofía clásica, basada en los límites de lo humano. Hoy el sujeto moderno ha perdido la humildad y, en consecuencia, ha hecho su otra revolución copernicana: ha rechazado el ingenuo “sous les pavés, la plage” y asumido que uno se parece más a los dioses si decide en cada momento −no en un momento y para siempre, como ideal a perseguir− lo que es y quiere ser; si se declara autor de sí mismo y mantiene su omnipotencia como factum incuestionable.

Y es lo que ha hecho con la democracia, declararla como hábitat ideal en reconstrucción permanente; como fin en sí mismo eternamente redefinido. De este modo se diluye su contorno y su horizonte y de facto se concreta en un método de decidir el método de construirse a sí misma. Y tal vez no pueda ser otra cosa, pues incluso en una ontología materialista no podemos ir más allá, todo es producto y modo de producción, ideal a conquistar, modo de acceso y condición de posibilidad del mismo. Democracia como forma de vida, con estructura de reglas, controles y límites, y democracia como criterio de decidir la forma de vivir… En ese proceso el objetivo inmediato actual y con tendencia a ser único −cosificación del instrumento, de un fin instrumenta en fin en sí mismo− parece consistir en establecer qué es democrático y qué no. En consecuencia, el debate salta y se retrotrae a un terreno previo y más abstracto, disuelve el objetivo político de negar la realidad positiva y cae en el ensimismamiento de decidir los criterios de decisión democráticos para esa función; y así nos “perdemos” melancólicos en los prolegómenos metodológicos cuando la miramos como objetivo substantivo, y nos “recuperamos” entusiastas cuando la representamos como el instrumento de la libertad.


8.5. La democracia como instrumento.

Sin duda ese debate es conveniente y necesario; de lo contrario, ya se habría agotado. No obstante, creo que la perspectiva de izquierda, aunque no pueda evitar ser arrastrada en esa dialéctica de lo real, habría de tender a mantener el concepto de democracia en los límites de su instrumentalidad, sin cosificarla, sin sacralizarla y sin convertirla en fin último; ni en su versión “modo de vida”, ni en su versión “método”. Si mantiene esta perspectiva y es consciente de que la imposición del instrumento, la elección de las armas del duelo, anticipa en gran manera la victoria, la izquierda asumirá este debate sobre la democracia como imprescindible, y no lo verá como “previo” sino como “parte” de la misma batalla contra el capital. En cambio, si pierde la consciencia de sus límites y entiende la confrontación por imponer el concepto de democracia como lucha diferenciada, substantiva, finalista…, el debate perderá su sentido para la izquierda, tanto más cuanto más se cosifique la idea de democracia; y no ya porque en esas condiciones sea estéril para su objetivo −siempre apuntando al capital−, que en gran parte lo será, sino porque la democracia como “forma de vida” o como “canon ético político” se instaurará como fin último, mientras el capital sigue la fiesta fuera del baile. Y así la izquierda habrá perdido, a pesar de o por causa de un fin idealista e idealizado, sin duda atractivo, difícil de cuestionar, que acaba seduciendo a la izquierda; de un bello ideal ético, tan seductor que lo acabamos sacralizando. Habrá perdido eso y se habrá perdido ella misma, mediante esa sutil forma de enajenación que todos los ideales vehiculan, que los vuelven tan deseables que sentimos mala consciencia siquiera en someterlos a interpretación crítica. Y hemos de hacerlo; pues, mientras preparamos un hermoso granero para cuidar el trigo, éste se lo suelen comer los pájaros.

Nada tengo que objetar a una confrontación o debate metodológico, sin duda conveniente, tal vez inevitable, pero sin olvidar que enredado en el proceso tiene el efecto inmediato de aplazar el juicio. Cuando en nuestras asambleas juveniles, en ocasión de momentos de decisiones comprometidas y urgentes, alguien alzaba la mano y pedía “una previa” −que ineludiblemente se concedía, en necesario gesto democrático−, los gestos gritaban en silencio su nombre: tocapelotas. Quien pide tiempo muerto suele hacerlo para tapar las brechas, para retrasar la caída, esperando la mano de la transcendencia. El aplazamiento suele favorecer a quien defiende el statu quo y perjudicar a quien busca y tiene el cambio al alcance de la mano. Cuando más se centre la lucha −y reconozco su necesidad e incluso su inevitabilidad− en las reglas que han de presidir el proceso, más se favorece la reproducción de la hegemonía del capital, que consigue mantener la democracia en unos límites refractarios a cualquier vía al socialismo. Mientras consiga que la lucha política se encierre en el primer horizonte de las montañas próximas, en la lucha por la democracia (por su definición, legitimación, normalización y defensa), por las relaciones político-jurídicas, conseguirá mantener en paz el segundo y lejano, el horizonte del orden económico, el de las relaciones de producción. Convertir la democracia en un instrumento funcional de diagnóstico y tratamiento de conflictos y reconciliaciones, bajo el supuesto sagrado de la moral de ventajas mutuas, diluye el conflicto intrínseco al capital y borra las perspectivas antagónicas. En consecuencia, si bien la izquierda en tanto que es también “gente decente” no debe salir de la batalla por la democracia, tampoco debiera olvidar que, para ella, la guerra no es de posiciones, es de campaña; ella representa el bando que debe inexorablemente representar, y ninguna posición, ningún instrumento, por dorado que sea el becerro, justifica la renuncia o el retraso en el viaje en cuyo final espera el Dios de Moisés. ¿No nos lo cuenta así la historia?

En nuestro tiempo la democracia es presentada como buena para todos; se ha consolidado como deber ético la lucha para construirla; y hoy parece ser el ideal más aceptado. Lo que se silencia es que, en cada momento, no es igual de buena para todos a la vez. Como instrumento regulador de los conflictos, pronto se revela que es buena para quien la gestione, para quien la maneje, y sobre todo para quien haya conseguido hacerla a su medida; de ahí que esa tarea sea interminable, que nunca guste a todos. Por eso digo que la lucha política por la democracia ha sido y seguirá siendo en gran parte metodológica, pues comenzó siendo una lucha por construir el instrumento, y sus reglas de uso, y acabó en reificación, en un fin tan prolongado e inasequible cuyo éxito se agota en su uso para dirimir los conflictos. La política ha devenido en gran medida un gran centro de producción permanente de la democracia, con modelos sucesivos, precarios, que van marcando los gustos o las relaciones de poder; de producción y reciclaje, buscando inútilmente −algunos lo saben− el modelo universal, justo y satisfactorio para todos. Pero hoy las fábricas sobreviven bien produciendo lo efímero; y las fábricas políticas productoras de “democracias”, en revolución insignificante y permanente de sus modelos, prologan su existencia mostrando que están llamadas a la eternidad.

En realidad, por su carácter aparentemente instrumental, la democracia está condenada a estar siempre en construcción, en reforma de sí misma; y en esa tarea la izquierda y la derecha afinan sus armas para hacer que el instrumento esté adaptado a la solución de sus respectivos intereses. Esa eternización de la construcción del instrumento es la forma de cosificarse; cada vez más se olvida −no del todo− su destino, el fin del cual es instrumento, para ser considerada etapa final; como las fábricas de componentes, que hacen abstracción del destino de sus productos, cosa de otros, para ensimismarse en su tarea. Y la política como fábrica de la democracia, que debería ser un “componente” de la totalidad social, cada vez está más ensimismada en su obra, en mejorar su producto. Lo va variando en función de las demandas exteriores, pero sólo para adecuarlo a las mismas. Y esa reificación favorece a quienes están bien en las condiciones actuales de dominación; la izquierda no debería olvidarlo, y sobre todo no ser cómplice de ese juego de dominación.

Esta reificación y sacralización de la democracia tiene sus expresiones fenoménicas. Podemos apreciarlo en que el debate sobre su forma, contenidos, procedimientos, tiende a ser siempre sobre si tal comportamiento o propuesta, tal proyecto u objetivo, esta política sectorial o esta ley o decreto… es o no es democrática, si consolida, asienta y desarrolla o si debilita, hiere o traiciona a la democracia, si es lo que exige o no admite la democracia, si va a favor o en contra de la democracia. Esos debates agotan la confrontación política de la izquierda, y aunque oficialmente se siga viendo y valorando en ella −cada vez menos− un “instrumento” para la construcción del socialismo, que presupone que sigue vivo el objetivo anticapitalista, de hecho cada vez más se deslizan propuestas ambiciosas e inocentes como considerarla “una forma ética de vida”, un “modo de existencia humana”, que con discreción y timidez suplantan definitivamente cualquier otro ideal. Suplantación fácil, pues en tanto se usa como “significante vacío” cada uno mete en la casilla los bienes que sea y las virtudes que adora.

Sí, en nuestros días la democracia es el sello que certifica la calidad ética, política, jurídica y estética de la vida social; la máxima de la posición ética por excelencia es que “todo sueño es legítimo si el método de acceso al mismo es democrático”. Es tan potente que en su nombre (con fraude, claro) se pueden cometer barbaridades; toda sacralización tiene ese peligro, pues al fin es una enajenación en que la voluntad se deja determinar desde fuera, y fuera están los otros; la sacralización oculta alevosamente que en el mundo real la democracia permite o favorece el camino a unos ideales y dificulta u obstaculiza el camino a otros. Cualquier dios que se precie hace imposible la existencia de otros; “no se puede servir a dos señores”, parece ser la máxima. Pues bien, sacralizar la democracia, divinizarla, tiene el mismo efecto; que cada uno saque sus consecuencias.

El error de base radica en el supuesto implícito de que es posible un orden social sin dominación, al que se añade que la democracia es ese orden por excelencia; sí, se le reconocen imperfecciones, pero no a la idea, sino a sus encarnaciones humanas. Ese error viene abonado por el olvido de la diferencia entre un modelo de vida y un instrumento para conseguirlo. Los instrumentos para dominar −y hoy por hoy el dominio es intrínseco al orden social− tienen ese problema: han de adaptarse al dominio. No es lo mismo una democracia garantista de la libertad y los derechos que otra combativa que persiga poner límites a la propiedad privada o al poder del Estado para intervenir el laissez faire. La izquierda al menos sabe, o debería saber, que no es lo mismo concebir la democracia como espacio de paz, libertad, justicia y moralidad que pensarla como defensa y protección en su lucha contra el enemigo “mientras tanto” se abre camino otra paz, otra libertad, otra justicia y otra moralidad; sabe que existe una paz de los cementerios, producto y apoyo de la dominación; que hay una libertad que no pasa de poder limitado de elegir en la limitación; que hay una justicia que respeta y consolida la desigualdad; y que hay una moralidad de las ventajas mutuas que es la inmoral reproducción de las diferencias. Y sabe, o debería saber, que esta democracia es para gestionar esta sociedad, y que otro orden social necesitará, pensará, imaginará, producirá… otra democracia, cuyos límites no corresponde establecer a la izquierda actual. Y no sólo por el “respeto a los derechos de las futuras generaciones” sino por amor y solidaridad con las mismas, cuya mejor muestra será sin duda darles la lección de amigos de que nos preocupamos de nuestras cosas (para que ellos se preocupen de las suyas). Construir para la eternidad… es una evasión, una tarea de entretenimiento, y suele resultar despótica.

Por eso, porque en el modelo se juega el valor y sentido del instrumento, la construcción política de la democracia, de su “idea”, es una tarea que se eterniza, lo cual en rigor revela que de proyecto previo ha devenido proyecto único; sin apenas preverlo se ha convertido en fin último, y hoy la lucha por la democracia se ha metamorfoseado en lucha por el actual estado de equilibrio desigual e inestable que mide la temperatura de la guerra por la supremacía y la hegemonía. Su estructura, su tejido normativo, va cambiando conforme cambian las correlaciones de fuerza: y si a pesar de todo vemos en la democracia la materialización de ciertos valores éticos, humanitarios e incluso humanistas, no es porque se hayan tomado como referentes universales absolutos, sino porque la lucha ideológica (filosófica, teológica, ética o estética) también forma parte de la lucha por la dominación, y en ella caben ciertos armisticios en determinadas cuestiones. Esos valores que suelen enumerarse para describir las luces de la democracia −las sombras, las carencias, siempre son límites puestos por los otros− configuran un cierto espacio de aceptación común, pero débil, inestable, y siempre en peligro de revisión.


8.6. Carencias filosóficas de la democracia.

La democracia, la defensa de la democracia, ha tenido algunos efectos perversos en la izquierda; ya comenté el derivado de convertirla en batallón disciplinado de la lucha por los derechos, pero hay otros que debemos mencionar. Por un lado, la perspectiva democrática impone el compromiso de renunciar a cualquier forma de lucha política que no se haga en el marco de las instituciones democráticas. Y en los propios ámbitos de izquierda se asume que, fuera del orden institucional, la política queda marginada y nihilizada. Resultado: la izquierda fuera del orden institucional se siente perdida, desvalida, neutralizada; y dentro suele sentirse maniatada, impotente ante el poder constituido.

Aunque pienso con Descartes que los ejemplos (al fin imágenes) no ayudan a clarificar los conceptos, sino que los obstaculizan, de tanto en tanto no queda otra que poner algunos. Todos hemos asistido, de cerca o a media distancia, al nacimiento, desarrollo y defunción del movimiento de los indignados, surgido en la atmósfera de sospecha universal de la política; y seguro que les han llegado los ecos de sus debates en torno a si debían o no hacer política institucional. No entramos en los argumentos, sólo en el resultado, y siempre provisional, pues en la historia hay cosas anacrónicas, no históricas, cosas contingentes u ocasionales, que quedan en la cuneta, pero que pueden un día volver como nuevas, renacer con “las aguas de abril y el sol”, que cantaba el poeta. Pues bien, el resultado es que aquel movimiento de indignados de ayer ha dado paso hoy a un partido político −o varios, más o menos mancomunados− que juega al juego de las instituciones democrático-liberales, que asume el marco constitucional y legal de intervención.

Aceptamos sin sospecha que sean vírgenes, que tienen las manos y las almas limpias y que prima facie sean incontaminables; en conjunto, son inocentes. Aun así, habremos de tener en cuenta que la inocencia es la cualidad de los niños, como nos recuerda Nietzsche; y que es una virtud natural que se pierde pronto. Los seres humanos somos inocentes en el origen, y eso no tiene valor moral; la moralidad pertenece a la esfera de la autoconstrucción del individuo, de su autoconstitución en la virtud, diferenciadora de lo humano, distanciada de lo natural. Sí, nos constituimos como humanos en la virtud, bajo sus reglas; reglas que no son naturales, que son sociales, y que también son frágiles, como la inocencia. Ahora bien, aunque la virtud −cualquiera de las virtudes− se pierde casi tan rápido como la inocencia, a diferencia de ésta disponemos del consuelo de su posible recuperación, o al menos reposición. Suele decirse que la virtud política por excelencia es la phrónesis, la prudencia o sensatez; cada vez más añoramos al político maduro, equilibrado, sereno, ponderado, comprensivo, prudente; incluso tenemos asociada esa virtud a una figura política particular, la de senador, la máxima seguridad y sabiduría práctica, la coherencia y la ecuanimidad, ganadas a lo largo de la vida, cuyo fruto se recoge en la senectud.

Otros tiempos, otras figuras, también en la vida política; hoy la phrónesis no está a la orden del día, incluso parece anacrónica. En todo caso, aunque personalmente es una virtud que me atrae, que pondría como obligatoria e inexcusable en los curricula de quienes tienen la audacia de gestionar la cosa pública, me inclino por otra, compatible con la anterior pero distinta, la sofrosine. Es una virtud que apunta a la solidez intelectual, pero con consciencia de la finitud de la misma; era la virtud superior para Heráclito, que quiso enseñarnos que el sabio no vive en la luz, sino en la oscuridad; que el saber que vale la pena no es el platónico del monte eidético, sino el de la caverna, luchando siempre con las sombras. La sofrosine es como un antídoto de la charlatanería, de la retórica sofística populista, no democrática sino demagógica; su contenido es el saber seguro, por tanto limitado, que controla la arrogancia y la soberbia, que sirve de control de la hybris, expresión del mal social, de la fuerza disolvente del vínculo y la unidad social. Entiendo la sofrosine como el autocontrol del propio eros, que impide al ser humano caer en la tentación de la dominación del otro, aunque sea con la retórica, aunque se trate sólo de socializar o universalizar su manera de ver el mundo.

Me he permitido este excurso para contextualizar un problema que trata del saber del político y del uso del saber en la política; un problema que suele dejarse en espera, que conscientemente o no se relega o soslaya, y que deberíamos afrontarlo y conceptualizarlo. Me refiero a uno de los problemas de pensar la contradicción, en concreto el de pensar desde la contradicción, situados en ella. En este aspecto la dialéctica siempre se nos aparece como protegida por dos abismos, dos grandes obstáculos a su tránsito; la proximidad del desbarrancadero de la inconsistencia existencial o falacia performativa, por el que fácilmente se desliza la buena voluntad, y el abismo de lo absurdo, en el que se sublima el pensamiento vacío. Los dos son preocupantes, pero es este último el que aquí nos interesa; para describirlo recurriré a una posición teórica próxima, sugestiva y con proyección, la corriente de pensamiento en torno a los seguidores de algunos líderes intelectuales del “Potere Operaio”, como Negri, Virno o Lazzarato, que en su sagrada lealtad a la acción revolucionaria, negadora, purificadora, parecen haber olvidado sus credenciales marxistas y ponerse al servicio de la negación pura.

Curiosamente, sobre la misma se cierne la sugestiva y penetrante lectura que Antonio Negri realizó de Spinoza, trasladando la ontología del pensador judío a los dominios del ser social. El desplazamiento supuso la sustitución −o concreción− de la dialéctica entre natura naturans y natura naturata, en la propia de poder constituyente frente a poder constituido. Spinoza había comprendido muy bien la identidad básica de ambas substancias, diferenciándose simplemente en el modo de aparecer; una era la forma de la unidad y la otra de la diferencia, o de la universalidad y la particularidad. La natura naturans no era pensable sino “naturando”, creando, produciendo; por tanto, no era pensable sin su creación, sin su producto, sin las cosas determinadas; al fin ella era la productora de esas determinaciones, eran por ella, se sustentaban en ella. Spinoza podía hacerlo porque había acabado de raíz, y no sólo de palabra, de oficio y no de vocación, con el esencialismo; el pensador judío veía esa unidad y no sentía celos por la pérdida de pureza −de libertad− de la natura naturans al aparecer como natura naturata; no sentía que hubiera pérdida en la determinación. Por eso podía coherentemente pensar que omnis determinatio est negatio, que la forma de determinar incluye siempre la negación. Y, a la inversa, idea que suele resaltarse menos, que toda negación es una determinación.

Veo en esta tesis una de las mayores aportaciones de Spinoza a la ontología política, pues nos lleva a sostener que toda acción revolucionaria, transformadora, reconocida por todos como negación, identificada con la fuerza destructora, nihilizadora, en realidad, es una determinación. Por tanto, negar no es caminar hacia la indeterminación, la negación de la negación describe la vía de la determinación. Si no se entiende esto, es sin duda por ese abismo que rodea la dialéctica y que, cual rostro de Gorgona, petrifica, reifica, mecaniza la dialéctica; y en esa cosificación las dos natura se distancian y exteriorizan para después relacionarse desde su esencial diferencia, en un feedback mecánico, en una interacción reducida a condicionamiento, a oposición al propio ser, que oculta que este ser de cada una no es sin la otra. Negri, que tan bien llegó a las entrañas de la idea de Spinoza, no logró pensar la identidad entre lo constituyente y lo constituido, y a su pesar puso en uno el principio de la verdad y la vida y en el otro el del engaño y la muerte; uno, principio creador a conservar y adorar, y otro, mundo cosificado inerte y opaco, obstáculo a destruir ante lo indeterminado, ya que su negación es siempre determinación… Situación curiosa ésta de no poder pensar la unidad y la presencia de lo constituido en lo constituyente, y la natura naturata en la natura naturans, y la existencia en la esencia, y la particularidad en la universalidad…; todas estas formas del problema, de enorme importancia en la historia de la filosofía, tienen la misma raíz, la dificultad de pensar la unidad y presencia de la determinación en la negación. Para evitar la cosificación de lo creado, su devenir cosa muerta, inerte, obstáculo en vez de fuente de producción de lo nuevo, se desprecia y silencia la negación determinante, el poder constituyente, como negación pura, emancipada de toda positividad, que encierra siempre la reificación. Y así se cae en el abismo de lo vacío.

Es el abismo en que cayó Sartre cuando, en El existencialismo es un humanismo, ávido de liberar al hombre del humanismo de la esencia, que imponía un fin, un orden a su vida, que limitaba y determinaba definitivamente su ser y lo condenaba a un modo de ser finito y subordinado, buscaba un humanismo sin esencia, diluida ésta en la existencia, en la fugacidad de ésta, en la indeterminación de ésta, llegando así al lugar adonde no quería llegar, la posición de donde quería huir, a saber, la que presentaba al hombre como mero proyecto, como “proyecto inútil”. El único cambio parece una burla del lenguaje: en el lugar de partida, el hombre −con proyecto, con esencia que perseguir− devenía ilusorio por la inutilidad del proyecto, por la incompatibilidad del destino con la libertad; en el lugar de llegada, el hombre −sin proyecto, sin finalidad, ni impuesta ni elegida a voluntad− devenía ilusorio por la inutilidad de ese hombre, que por miedo a la determinación huye de la vida. Y es el abismo en que cae Negri cuando, para liberar al ser humano de la reificación, esencia de lo constituido, llama a no desgastar fuerzas en la vía de la transformación por engañosas negaciones determinantes, creadoras de obstáculos, y entregarse a una negación absoluta, creadora de nada, sin reconocer ninguna positividad, sin ver en ella ni rastro del alma del pueblo, figura emblemática del constituyente. Ambos, Sartre y Negri, expresan a mi entender el mismo problema, la caída en el mismo abismo.

La dialéctica ni está exenta de riesgos ni siquiera para los intelectuales honestos. La historia del pensamiento nos ofrece un arsenal de ejemplos, desde los ámbitos de la política hasta los lugares sublimes de la teología. El poder, incluso en sus formas sublimes de omnisciencia y omnipotencia, para ser pensado necesita límites, determinaciones −que sí, que en Spinoza las determinaciones son negaciones y creadoras de realidad−. En cuanto Dios creó el mundo no tuvo más remedio que responsabilizarse de su obra, que subrogarse sus carencias en tanto creación suya; pero Dios, obviamente, conforme a su concepto de sí no podía reconocer un error sin negar su esencia; había de mostrarse la necesidad de la imperfección. Recordad los esfuerzos de los teólogos para justificar el mal en un mundo creado por Dios; recordad sus entre patéticas y arrogantes llamadas a los discípulos a la piedad, invocando el principio hermenéutico de caridad, para que aceptaran pacientes que Dios no podía saber el destino −las infinitas cadenas causales− de su creación sin vaciarla de libertad; salvar la libertad que la predestinación siempre amenaza, se decía, justifica la imperfección; más imperfecto sería un mundo sin libertad. O sea, para crear un mundo a la altura del divino autor había de correr ese riesgo terrible de la imperfección, que aquí aparece en forma de finitud. Desgraciadamente el arquitecto divino no contaba con mediadores, con albañiles a quienes cargar las carencias del arquitecto. Además, conforme a su naturaleza tuvo que hacerlo de forma inmediata, al ritmo del pensar; y ya se sabe, sin repensar las cosas salen como salen, incluso a los dioses se les escapan los duendes de la escritura.

Disculpadme la ironía, no va cargada de maldad, sólo pretende ser un recurso didáctico que ayude a pensar bien el problema que plantea a la izquierda la perspectiva ontológica de Antonio Negri y sus seguidores. En su seductora teoría del poder constituyente se olvida lo esencial, que al bajar de los cielos a la tierra la idea, aunque sea idea divina, ha de asumir su finitud; y ha de reconocerse en esa finitud en lugar de renegar de ella. Los cristianos −y el operaismo era muy consciente del peso de la tradición cristiana− lo saben muy bien: Cristo tenía que sufrir, su divinidad no podía evitarlo. Incluso muchos ven ahí su grandeza −y su sabiduría−, pues es al “hacerse carne” cuando el “verbo” pierde inexorablemente su sublime indeterminación y gana su determinación humana; deja de ser Dios y pasa a ser Hombre. Ahí está su grandeza, pero también ahí se desvela un secreto: Cristo es la única forma de ser Dios para el hombre. Y aunque los propios cristianos enreden esa iluminación del misterio, sin duda porque en su ontología dogmática no les está permitido identificar a Dios y al Hombre, y así escenifican una relación entre ambos de exterioridad, de sujetos distintos con un feedback convencional; en el fondo saben que no había otra forma de existencia de Cristo sino como unidad dialéctica entre lo divino y lo humano, entre la idea infinita y la cosa finita, entre lo más bello que puede pensar el hombre (que en su humildad llama “divino”) y lo más grosero y cruel que puede ser. Unidad que permite comprender que, incluso ahí, en su dimensión ontológica más degradada, el hombre se resista a ser nombrado “bestia inmunda”, en tanto que a ese residuo también le llegan las vibraciones de la divinidad.

Pero cambiemos ya la escala filosófica y teológica y situémonos en la propia del terreno que aquí nos ocupa, la política. Para considerar al pueblo como sujeto constituyente −como quiere Negri, y comparto ese objetivo− hemos de aceptar que el pueblo ha de constituir algo; al ejercer su poder constituyente sobre sí mismo, inexorablemente se autoconstituye, deviene algo constituido, con límites, arrastrando el sufrimiento de las heridas. De hecho, como decían los teóricos del contrato social, el pueblo, bueno o malo, es ya resultado de una acción constituyente. En cuanto la multitud −divina en su indeterminación− se constituye en ciudad determinada o Estado determinado −con orden, formas, límites, reglas−, se niega a sí misma como multitud; por tanto, la acción constituyente es siempre a la vez negación y determinación de sí mismo. Incluso en aquellos principados mencionados por Maquiavelo como instituidos por la conquista y la fuerza de las armas, aunque podamos abstraer y valorar la negación-destrucción pura de lo anterior, siempre habrá una autonegación-autodeterminación del propio poder constituyente. Es inevitable, siempre la negación se niega como determinación, y a la inversa; Dios se niega a sí mismo en Cristo y el poder constituyente en el poder constituido. Pero Cristo es obra de Dios y el nuevo Príncipe de gran virtù es producto del conquistador. Ni los dioses escapan a ese destino: creado el mundo quedan presos de su obra, por ser sus autores; nadie escapa a ese bucle. El error está en que en el análisis separamos los momentos como cosas, ponemos como exteriores los términos de una relación dialéctica. Y cuanto más exceso haya en esa cosificación más insoportable resulta la identidad, más nos deslizamos hacia los límites del abismo.

El sueño de un poder constituyente virginal, que nunca es culpable de su creación porque siempre está activo, recreando constantemente el tejado antes de que aparezcan las goteras, los fundamentos antes de que se agrieten y los tabiques antes de que devengan obstáculos para nuevos usos, es eso, un sueño de dioses impotentes. Es, literalmente, la esencia sin existencia, sin tiempo, sin identidad, sin entidad. El poder constituido lleva el alma del constituyente; si no nos reconocemos en él se debe a que el constituyente tampoco fue siempre lo que es, lo que parecía ser; los constituyentes son con frecuencia híbridos, mestizos, y cada componente forma parte de la resultante. En todo caso, nunca puede saltar sobre su sombra, pues el poder constituyente objetivado es siempre la revelación de la verdadera esencia de éste, de lo que es y lo que puede ser; pensar que el mal intrínseco a lo constituido viene de fuera, considerarlo posterior a su creación, es ajeno a su autor, es una ingenua e infantil manera de engañarse, de no asumir el principio de realidad; principio que aquí podríamos describir así: el poder constituyente, si es algo, si es demiurgo, lleva la semilla de la finitud, y por tanto traspasa la imperfección a lo constituido. En expresión mercantil, la limitación es el precio a pagar por ser algo, por ser cosa y no palabra, por ser carne y no verbo; es el valor de cambio de la mercancía, sin el cual ésta no es nada.

Yo entiendo y comparto el recelo de Negri respecto a toda dialéctica positiva, con final determinado, con reconciliación; en su nombre los hombres han sido conducidos repetidas veces a la barbarie. Pero prefiero la dialéctica negativa adorniana, menos épica y más humana, más finita, a esa “negación de la negación” desbocada, sin momento de positividad, sin descanso del guerrero, que en realidad deviene simulacro, subsiste en el vacío. Sí, hasta la dialéctica ha de tener sus momentos de descanso para que el ser sea algo más que el tobogán de la negación.

Creo, además, que esa ontología inmanentista de una natura naturans insobornable y acelerada, o la de un pueblo convertido en sujeto constituyente sin tiempo para reconocer su identidad ni el sentido de su acción, son existencialmente inconsistentes y teóricamente impensables, representaciones ajenas o exteriores al concepto, meras ensoñaciones que cabalgan sobre la metáfora. Un proceso constituyente sin momento constituido, sin poder parar el reloj de la revolución permanente, pues siempre serían posadas tóxicas, lechos de cohabitación con el enemigo, es mera expresión de un subjetivismo alucinado, es el miedo al humo que nos empuja hacia el fuego. La natura naturans spinoziana no tiene la necesidad de la recreación constante de su creación para impedir que lo constituido devenga su límite absoluto y su negación; no necesita pensar su creación como una cosa fuera de sí que negara su poder y su hegemonía. Esa dialéctica que exige la negación sin descanso, siempre pura, sin reconocimiento de positividad alguna, es víctima de la misma falacia que funda la paradoja de Aquiles y la tortuga. Dado que− guste o no− Aquiles alcanza cada día a la tortuga, aunque la infinita divisibilidad de la extensión nos tienda una trampa lógica que nos impida reconocerlo, lo razonable es repensar de nuevo esa paradoja de lo infinitesimal, recurriendo a una dialéctica que incluya su propia negación, la positividad, como momento de sí misma, como constitutiva de sí misma. Y no seguir exigiendo que la montaña se acerque a Mahoma.



9. LA IZQUIERDA EN LA SOCIEDAD CIVIL.

Proposición 9.

“Desarmada en el espacio económico, y enredada en el político, la izquierda parece empujada a su confinamiento en la superficie del espacio social, entregada en cuerpo y alma a los problemas sociales. Derrotada en el espacio económico y maniatada en el político, la izquierda ha buscado su sentido en la defensa de los débiles. Aunque en el uso habitual el término “débiles” nombra a los individuos, en la lucha ideológica ha pasado a denotar lo que eufemísticamente llama “minorías”, como si cualquier particular no fuera acreedor de ese nombre si no se incluye en la minoría, o como si estas minorías no fueran a veces muy mayoritarias. La izquierda se encuentra cómoda en la defensa de las “minorías”, sujetos colectivos que aparecen como excluidos del “sujeto histórico” de ayer, y que se reivindican como nuevos sujetos históricos del presente. El desplazamiento de la izquierda de la universalidad a la particularidad es síntoma de su desconcierto”.

Comentarios:

9.1. El pluralismo, la particularidad y la izquierda.

Esta tesis expresa mi preocupación por la tendencia que se va afirmando sin parar hacia eso que se llama “izquierda plural”. La izquierda nunca fue unitarista, exclusivamente obrera, tenía más universalidad, no excluía a ningún damnificado del capital; pero la legítima y deseable defensa actual de las minorías, que debería expresar su riqueza, amenaza con desviar de su misión a la izquierda, que no puede ser simplemente humanitarista ni meramente multicolor. La izquierda es y debe ser una, aunque tenga múltiples frentes de actuación, y cada uno requiera métodos, formas y lenguaje específicos: la izquierda obrera, trabajadora, que ejerce principalmente en la producción, en el frente de la dominación económica; la izquierda política, que ejerce principalmente en las estructuras de poder, en el frente de la dominación político-jurídica; y la izquierda progresista, que tiene su lugar preferido en el campo de la cultura, las ciencias y las artes, en el frente de las ideologías. No deberían ser pensadas como tres izquierdas, exteriores unas a las otras; forman parte de una misma izquierda, son una misma izquierda actuando con un mismo objetivo, contra un mismo enemigo, la dominación del capital en todos los espacios de la totalidad social. Una misma dominación con diversos frentes, con la misma función, la de reproducir la forma capitalista que los subsume y guía.

Es impensable que la población, los individuos, sean de izquierda en un frente y no en otro, que haya bases sociológicas distintas para cada espacio social; tal supuesto expresaría la debilidad de la consciencia. Esa representación sería posible para la izquierda pensada idealistamente como posición de valor, en cuyo caso podrían combinarse aleatoriamente los valores para seleccionar subjetivamente los objetivos. Por ejemplo, ser podría se defensor del capitalismo y a la vez republicano y humanitarista; o crítico del capitalismo y a un tiempo defender la pureza o supremacía étnica y el cierre de las puertas de la nación a la inmigración y el exilio; y así otras muchas combinaciones diversas, más o menos almibaradas. Pero si consideramos que la izquierda no se constituye como una mera posición de valor sino que requiere una determinación social objetiva, que en el momento histórico actual es puesta por el capitalismo, entonces sólo hay y puede haber una izquierda, que en cualquiera de los frentes lucha contra la desigualdad y el orden impuestos por elcapital, pues en todos ellos está en juego la emancipación de unas diferencias sociales arbitrarias e intolerables. Que en un momento histórico de una formación social esté más activo un frente que otro, que esta primacía se vaya desplazando, que la división social y del trabajo genere el espejismo de las diferentes izquierdas, es algo inevitable y que conviene analizar y valorar, pero sin perder el referente de la unidad de base, que no es una consigna voluntarista −no es el viejo problema de unificar la izquierda rota− sino una exigencia estructural.

Asumimos, pues, que hay una sola izquierda, que actúa en diversos frentes desde la unidad de fondo puesta por su objetivo, y en consecuencia por la determinación constituyente, que le impone como fin luchar contra la dominación del capital allí donde se ejerza. Este supuesto de la teoría ha de resistir el embate de la vida, de la experiencia, casi siempre fraccionada, inconexa, distorsionada, primando lo urgente sobre lo necesario, imponiendo la inmediatez de los remedios (particulares, parciales, pero urgentes, apremiantes) sobre la solución global y definitiva, casi siempre mediada. La vida nos exige dar respuesta urgente en cada ocasión, ajustada a los casos; nos impone posicionamiento político y ético ad hoc, defensa y solidaridad ad hominem, y nos hace olvidar, o nos impide conocer, que la mejor manera de curar los efetos no es buscando antídotos de ocasión, sino eliminando de raíz las causas, aunque hayamos de esperar. El pragmático adagio “más vale pájaro en mano…” encierra una gran sabiduría, guarda la experiencia de los pueblos; la vida es corta y hay quien no puede esperar más.

Cada uno, pues, en sus diversas situaciones habrá de decidir según su consciencia, no digo lo contrario; pero señalo que en esa decisión entre paliar el mal particular y curar el mal general −cuando se enfrenten, cuando una opción entorpezca la otra− convendría que esa consciencia, ese saber en base al cual tomamos la decisión, incluya y no silencie la contraposición; sólo eso. Y quisiera recordar que no siempre hay contradicción entre la defensa de lo particular y la de lo universal; al contrario, la mayoría de los casos nos permiten pequeños descansos o desvíos del camino, excursos para no dejar a nadie en la cuneta, sin que ello nos desvíe ni retrase sensiblemente nuestro curso. No hay que dramatizar, pues, la contradicción, pero hay que tener consciencia de que existe y a veces exige alternativas desgarradoras.

Comentada en abstracto la falacia de las tres izquierdas, podemos pasar al presente. Creo que es intuitiva la tendencia de la izquierda actual, derrotada en el espacio económico y enredada en el político, a desplazarse a las “cuestiones sociales”; y considero que, entre éstas, un ámbito particularmente privilegiado es el de la defensa de las minorías. En muchos casos el termino es descriptivo, pues refiere a categorías de individuos sensiblemente minoritarios (minorías étnicas, religiosas, de inmigrantes, de “enfermedades raras”…), en los cuales la cantidad es la fuente directa de su particular debilidad social; y es esa debilidad la que clama y reclama a la consciencia ética, y la que la izquierda hace suya. Otras veces la debilidad no viene tanto del número como de la condición o cualidad que los caracteriza (minusvalías o discapacidades, víctimas del terrorismo, víctimas del machismo, los sin techo…) y que los sitúa en desventaja con la ciudadanía en general; esta condición llama directamente a la solidaridad, y la izquierda la escucha. Hay veces que las minorías responden a determinaciones constantes y otras son muy contingentes (vecinos afectados por el turismo grosero, barrios sin biblioteca…); incluso hay minorías muy amplias (los LGTBIQ+, los animalistas, la drogadicción, la violencia machista), y hasta mayoritarias (las mujeres en las reivindicaciones feministas). Las variantes son muchas y móviles, pero la descripción que aquí se requiere para ilustrar nuestra idea hace innecesaria cualquier pretensión de exhaustividad. Se trata simplemente de constatar que en las últimas décadas la izquierda ha desplazado sus frentes de lucha clásicos, la explotación y la dominación −en cierto modo “universales”, pues afectaban grosso modo a la ciudadanía en general−, hacia reivindicaciones locales, y en muchos casos contingentes, que suelen afectar a colectivos “particulares”.

El desplazamiento a lo particular −no hablo de olvido absoluto de lo universal− se basa en líneas generales en la identificación de la particularidad con la debilidad social, o sea, en considerarla expresión de desigualdad, dominación, exclusión, o injusticia específica, con un plus de indignidad. Por tanto, el desplazamiento parece indicar una valoración ética de la particularidad que debe ser reflexionada; sin pretensión explícita o implícita de cuestionarla, creo que debemos sacarla del automatismo de la adhesión emotiva o ideológica y pasarla por el tamiz de la crítica, aunque sólo sea para verla desde el otro lado del espejo, desde el efecto que −tal vez sin pretenderlo− tiene en la defensa de lo universal (incluso de los derechos universales).

Los desplazamientos en el culto a los valores no son nunca arbitrarios ni irrelevantes; suelen responder a movimientos o evoluciones de la sociedad, exigidos en su reestructuración, efectos de su “progreso”; y suelen incluir significados que no siempre explicitan, no tanto por mala fe cuanto porque no anteceden a la consciencia. No siempre responden a los motivos o determinaciones con que se legitiman, pues primero se producen y después, guiados por el “Capitán Aposteriori”, hay que comprenderlos y explicarlos, hay que montar un relato bien ensamblado. En rigor, el hecho mismo de que tengan que legitimarse debería hacernos sospechar que las raíces no están claras, y que con frecuencia son otras; pero aquí lo que me interesa es el tipo de legitimación que se ofrece, los valores que salen dañados en la nueva jerarquía dominante. Insisto, no para cuestionar por dónde va el mundo, sino porque creo que, vaya por donde vaya, es bueno que lo haga con consciencia, con luz; o, al menos, es bueno que la izquierda sepa interpretarlo con claridad.

Habitualmente esta intensa defensa de las minorías se justifica como desplazamiento ético, como mayor sensibilidad humanitarista, como virtud solidaria hasta ahora poco practicada. No discutiré que, efectivamente, la defensa de las minorías en general responde a motivaciones solidarias y humanitarias, y esta ética es propia de personas decentes. Pero tengo el hábito de sospechar de una creencia cuando se hace general −trending topic se dice ahora−, sobre todo si se complace en presentarse como nueva, como superación, como mérito de una generación o una época. No sé, sospecho de la solidaridad que mezcla el don con la exigencia, y de la moralidad que desde su irrenunciable esencia universal sacraliza la particularidad. Y, como me gusta ver las cosas desde el otro lado del espejo, trataré de interpretar esa ola solidaria de la izquierda que la lleva a travestirse en ONG transnacional.

En este sentido interpreto este desplazamiento de la izquierda −aquí no trato del ser de la gente decente en general− hacia la defensa de las minorías como síntoma de una tendencia general, que se aprecia en ella desde hace décadas, a desplazar su centro de actuación de la universalidad a la particularidad; y considero muy importante tener consciencia de esta tendencia, de su necesidad y posibilidad, de sus efectos perseguidos y de los no queridos. De momento asumamos este factum de la tendencia generalizada de la izquierda a situarse en la particularidad, a sentirse en ella como en su casa, como si al fin hubiera encontrado un lugar idóneo para plantear sus reivindicaciones e instalar su crítica efectiva. Da la impresión como si se tratara del descubrimiento azaroso y afortunado de un espacio natural de acción social que añorase desde hacía tiempo, como si se encontrara incómoda en sus hábitats tradicionales, en el terreno abierto de la clase obrera, e incluso el más universal de las clases populares trabajadoras, en el espacio amplio de los débiles excluidos, marginados y especialmente cargados con las cadenas de la sumisión.

La defensa y entrega actual de la izquierda a las minorías me parece obvia, indiscutible; y que parece más a su medida, que se encuentra mejor, más desahogada y feliz en estos dominios, lo considero bastante intuitivo. Y, aunque los movimientos sociales pueden parecer irracionales, siempre tienen su razón de ser; por ello tiendo a sospechar que la izquierda se ha visto arrastrada a un enigmático desplazamiento de defensa de la particularidad que debemos intentar descifrar. No me preocupa el desplazamiento en sí de su objetivo hacia las particularidades, que sin duda expresan las múltiples formas de la desigualdad y la dominación en sus aspectos concretos; en ese sentido sería una forma de preocuparse por lo universal de manera diferenciada, con estrategias diversificadas, que tal vez tuvieran un plus de eficiencia. Lo que me preocupa es que ese desplazamiento se hace, aunque sea inconscientemente, y por ello, en menoscabo de la universalidad, y eso es abandonar la posición de izquierda. Para precisarlo mejor, nada tengo que objetar a la especialización de las ONGs, delimitando sus objetivos, que en conjunto tienden a cubrir la totalidad del espacio del sufrimiento, la exclusión y la marginación social; pero una izquierda pensada como sumatorio −centralizado o no− de ONGs tendría la terrible limitación de ensombrecer su lucha contra el mal común, contra el universal capitalista. Ni siquiera pensada como pluralidad de ONGs de izquierda, que al menos en su análisis identificaría el capitalismo en la base del mal social que combate −cosa que la ONG convencional silencia con frecuencia buscando mayor eficacia−, la izquierda pondría mantener la hegemonía, o al menos un equilibrio saludable, en su irrenunciable lucha por lo universal. Es decir, pienso que la universalidad es al objetivo de la izquierda lo que la particularidad al de la ONG, matices aparte.

En la distancia larga la mirada sobre el desplazamiento de la izquierda hacia las minorías nos la presenta como defensa de las particularidades, en las que quedan englobadas todas las diferentes minorías, y que en conjunto constituyen un equivalente a la universalidad. Puede argumentarse que ese espacio incluye a cuanta población pertenezca a una de las numerosas minorías convencionales distinguibles, pero también a otros colectivos que, sin ser “minorías” según el uso del término, tienen sus respectivas “particularidades”, como los “niños”, los “jóvenes”, los “mayores”, todas las opciones sexuales (menos la “hetero”), e incluso sectores de población tan amplios y centrales como las “mujeres”. O sea, en un cierto enfoque resulta que el conjunto de las minorías es más numeroso que el “universal” concreto de las clases populares, que defendía la izquierda en otro tiempo, pues éste dejaba fuera a la “derecha”, a los defensores del capital, muchos de los cuales quedan incluidos dispersos en las distintas minorías.

Ya sé que las cosas son más complejas, pero incluso así simplificadas sirven para ilustrar mi idea según la cual una izquierda entregada a la gestión y defensa de las particularidades y, en consecuencia, relegando a la obscuridad aquella preocupación fundamental que corresponde a su esencia, la lucha anticapitalista, se aleja de su concepto; y añado que ese desplazamiento en gran medida viene de que la izquierda no diferencia con claridad su identidad de la que es propia de la gente decente, y descuida esa distinción al formar parte de ambas bases sociológicas. Ya sé que podría decirse, y no me opongo a ello, que la defensa de las minorías puede ser compatible con la lucha contra la dominación del capital. Por supuesto, “puede” y a veces lo es, pero también “puede” ser que no sea así, que se olvide tener siempre presente ese enfoque; y “puede” incluso que en ocasiones llegue a ser un obstáculo. La mera posibilidad teórica o fáctica no es un criterio suficiente.

Por eso digo que la preocupación por las “minorías” es sólo una modalidad de la preocupación más amplia por la “particularidad”, y por eso me intriga y parece relevante descifrar el fondo de este desplazamiento. Al fin el territorio ONG expresa la preocupación por la mayor parte de la sociedad, si se quiere una parte más amplia que la constituida por la gente de izquierda, incluso que la gente decente. Pero es una preocupación que no responde a un criterio objetivo claro, sino que en cada caso se basa en valores éticos heterogéneos; y sobre todo se basa en algo que no se dice, un secreto amor a la particularidad, un culto clandestino a la diferencia, que puede ser defendido desde ontologías y éticas respetables, pero que no veo cómo encajar en la finalidad de la izquierda desde un concepto objetivo de ella.


9.2. La totalidad y las minorías.

Ya lo he dicho, pero lo enfatizo para evitar debates inútiles: nada en contra de la defensa de las minorías, todo lo contrario; eso es tarea de gente con consciencia ética, y la izquierda ha de tenerla. No obstante, no se puede sustituir la preocupación por el mal social en general (aunque concreto, el mal que pone el capitalismo) por la preocupación por una pluralidad de males particulares, aunque se consideren concreciones diferenciadas del mal social. En la medida en que sea posible jugar a doble banda, y que vayan ambas en la misma dirección, puede asumirse esa práctica; e incluso debería asumirse. Pero si ambas estrategias llegaran a contraponerse u obstaculizarse, la izquierda qua izquierda (otra cosa es qua “gente decente”) ha de tener clara su posición.

No pretendo borrar las diferencias o silenciar las reivindicaciones particulares de las minorías; sólo pretendo comprender a qué responde esa tendencia −y en este sentido me resisto a verla como iluminación de los verdaderos males sociales y de la verdadera virtud ética− y qué efectos inmediatos y de largo alcance puede tener este fraccionamiento y particularización de la lucha de la izquierda. Me gustaría dejar bien claro que no estoy contraponiendo la izquierda de ayer (universalista) a la de hoy (particularista). No digo ni insinúo que la izquierda de ayer no se preocupara por estos problemas particulares de las minorías, ni que la de hoy haya renunciado a los universales; pero sí digo que la izquierda de ayer se preocupaba de los problemas particulares de forma más general, como manifestaciones del mal capitalista universal; en gran parte pensando que los problemas particulares y de las minorías se jugaban también en la batalla general contra el capital. Y también digo que, en cambio, la izquierda de hoy enfoca su acción más dirigida a la solución, aunque sea parcial, de las particularidades, a atender las necesidades de las minorías, aunque sea de forma provisional. Y añado que en esa perspectiva, aunque se mantenga la retórica de que todas son manifestaciones del capital −retórica cada vez menos presente, sustituida por la responsabilización de otro sujeto, la “voluntad política”, o mejor la falta de la misma−, la izquierda actual revela la progresiva pérdida de la fe en la batalla universal, anticapitalista, aunque se justifique con la poderosa razón de que, mientras tanto, hay que proteger a los débiles, como exigen la dignidad y la decencia.

Me gustaría que desapareciera la contraposición entre las categorías de particularidad y universalidad, y de las realidades que denotan, pero de hecho existe. Es innegable que, cuanto más se busca en la particularidad el criterio de actuación política o ideológica, más se aleja la representación del mal social general de su imagen capitalista, más abstracto e inidentificable se presenta; así se difumina la determinación capitalista como el origen y la causa del sufrimiento, la explotación o la exclusión que castiga a las minorías particulares. Expresiones como “falta de voluntad política” vienen a sustituir a las arcaicas “Dios lo quiere”, que en el fondo sirven de consuelo y resignación, y secretamente nos alejan de la batalla al presentarla como inútil. Por mucha fuerza retórica que ofrezca el relato es difícil mostrar la conexión de la violencia machista (por eso no se llama “violencia capitalista”), o el abuso de menores, o las carencias de investigación de ciertas enfermedades…, con las relaciones de producción capitalista. Es más cómodo poner a Putin, como ayer a Maquiavelo, como expresión del mal político que buscar en las entrañas jóvenes pero negras del capitalismo ruso, en sus contradicciones con las de sus partners en el G-20 y vías geopolíticas de reflexión similares.

Ineludiblemente, bajando a la particularidad como esencia del mal el capitalismo se difumina y aleja como fuente directa del mismo, pues los diversos males aparecen con diversidad de origen dado su carácter y su manifestación; se enmascara su carácter social y se ven más técnicos, más contingentes, más derivados de la circunstancia y el azar. Por otro lado, se corre el riesgo de que los colectivos de las minorías, en lugar de verse empujados a la unidad, a la identidad, se reafirmen en su diferencia desde la ineludible exterioridad de las particularidades, y así se fragmente la base social de la izquierda. Son riesgos como mínimo a valorar, y hoy es más necesaria que antes esa valoración, y conviene que sea amplia y rigurosa. Aspectos éstos que no se cuidan cuando de forma tópica se cierra el debate, o no llega a abrirse, dando por adecuada y evidente la marcha en doble vía, considerando obvio que se puede progresar combatiendo el mal simultáneamente en sus dos manifestaciones, la particularidad y la universalidad; o cuando, con más audacia o inconsciencia, se avala la convergencia de ambas con la falacia de pensar que la marcha mejor y más segura hacia lo universal es avanzando en las distintas particularidades. Esa argumentación no es seria, lo universal no es nunca un mero conjunto de particularidades; y mucho menos un universal concreto, como “clases trabajadoras” o “clases dominadas”, puede reducirse a una variedad de conjuntos de individuos heterogéneos, de colectivos o “minorías” que llegan a incluir aleatoriamente miembros de la derecha y de la izquierda. No, la relación entre las minorías y el universal es más compleja y ha de verse de forma más dialéctica, incluso con una dialéctica especialmente dialectizada. Pero, en todo caso, hay que tener en cuenta esa peculiar y escurridiza relación, aunque aceptemos que la estrategia se ha de ir decidiendo a su ritmo en el espacio público; la preocupación que he de manifestar aquí es mi temor a que la intervención de la izquierda en el diseño de su estrategia, en la que se hará a sí misma, no sea la propia de una izquierda que piensa desde su concepto; sólo pretendo ayudar a generar consciencia y coherencia.

En ese sentido me parece relevante señalar que antes la izquierda estaba más preocupada por lo general, por la “revolución” que acabaría con los males del pueblo, y que sin dar la espalda a los problemas de grupos o sectores particulares se cuidaba intensamente de los generales; sin duda porque pensaba que la solución de éstos en gran medida solucionaba o facilitaba la solución de buena parte de los problemas particulares. Por decirlo sintéticamente: se preocupaba más de la ley y menos de los casos; atendía más a lo “normal” y menos a las “excepciones”. Y lo digo de modo descriptivo, sin valorar el cambio de perspectiva, e incluso reconociendo las implicaciones de esa distinción “normal” frente a “excepcional”, que a veces oculta segregaciones y exclusiones monstruosas. Y lo digo consciente de lo fácil que resulta el uso de lo universal vacío, esa idea de “revolución” que cual paradigmático significante vacío apenas ha servido casi nunca para otra cosa que para apuntar en una dirección y mantener el ánimo. No obstante, olvidando abusos o malos usos, lo cierto es que sin perspectiva de universalidad del objeto no puede haber unidad del sujeto; el fraccionamiento puede ser necesario en el análisis, pero sin la reconciliación final de las partes en el todo sólo nos queda la incertidumbre.

Para cerrar este comentario, los cambios visibles en las reivindicaciones de la izquierda, su tendencia a la particularidad, incluso aunque los considerásemos una estrategia consciente, deberíamos verlos como expresiones de los cambios en la globalidad de las formaciones sociales capitalistas; sus movimientos o desplazamientos de la izquierda en ese sentido hemos de interpretarlos en relación con la marcha del capital de la formación social capitalista en su conjunto. Si comparamos las primeras declaraciones de derechos con la última y sus desarrollos, veremos que se ha pasado de la formulación abstracta de derechos universales, del hombre (naturales) y del ciudadano (políticos), al desarrollo extensivo e intensivo de los derechos sociales. Estos apenas estaban considerados en las declaraciones “liberales” del XIX, pero dominan ya ampliamente en la más universal de todas, la de 1948. Y esta tendencia se mantuvo claramente en los pactos por los derechos económicos, sociales y culturales (ONU, 1966), o en la Carta Social Europea de 1961. Intuitivamente, por otra parte, se van aprobando textos legales que cada vez más concretan y profundizan en los derechos de las minorías de todo tipo, como si los derechos universales quedaran de almacén general de fondo, un tanto vaciados de fuerza ética y jurídica, que pasa a instalarse en los derechos particulares de las cada vez más distinguidas minorías de todo tipo. Y si vamos a las leyes, que en definitiva es donde se expresa el poder del derecho, su eficacia, su substancia social, en ellas ya no se sanciona el derecho universal (por ejemplo, a la vivienda), a no ser a título protocolario y retórico, y en cambio se sancionan y fijan derechos (particulares) de minorías (ayudas al alquiler de los jóvenes entre m y n años). Insisto, mi intención aquí no es la de cuestionar la validez ética de estos derechos, ni su oportunidad política, sólo la de constatar la tendencia en el orden político-jurídico de la nación.

Claro está, pongo este énfasis para poder situar en su contexto esa tendencia de la izquierda a asumir luchas y reivindicaciones cada vez más centradas en la particularidad. Como si los derechos universales fueran vacíos, se rellenan o refuerzan con concreciones particulares, lo que implica cierta devaluación; aquellos aspectos de los derechos universales que no estén reforzados y subrayados por textos de derecho “particulares”, o por una ley ad hoc de protección a una minoría social, acaba devaluando su poder prescriptivo. Por decirlo literariamente, los que no se nombren en lo particular quedan perdidos en el desierto; lo que no nos señalan es que en ese camino del cielo universal a la tierra concreta se pierde buena parte de la belleza del contenido, e incluso se adhiere la costra del tiempo en forma de óxido del privilegio. Porque, si respetamos los conceptos, los derechos particulares son una contradictio in terminis; sin concesiones a particulares, donaciones, en definitiva, privilegios, por muy necesarios y legítimos que sean.

La izquierda tiene que bailar con frecuencia estas situaciones, y no es fácil. No es difícil de comprender que las necesidades sociales suelen tener siempre sus concreciones en cuanto a la parte de la población a la que afectan; no es difícil tampoco reconocer que la lógica de lo universal puede dejar zonas de sombra, gente abandonada. Pero en modo alguno puede ser olvidado que un gobierno o incluso un orden político tenga una situación insostenible que cree controlable con ciertas concesiones, o sea, que intente sobrevivir repartiendo privilegios. Y esto es difícil de silenciar o tolerar.

En definitiva, por un lado, hay que reforzar la universalidad de los derechos y los derechos universales; eso es prima facie una tarea intrínseca de la izquierda; por otro, hay que ser rigurosos en el análisis, en el examen de las condiciones, cuando se está ante ayudas o protección particular, ante las ayudas éticas. Y, en fin, se ha de estar alerta ante las políticas de concesiones acotadas de derechos. Por “condiciones acotadas” entiendo las medidas, lamentablemente cada vez más frecuentes, muy variadas en su diseño, que en substancia consisten en erigir una parte de la población delimitada cualitativamente de forma vaga y poco transparente y cuantitativamente a la inversa, de manera tan precisa como arbitraria. Por ejemplo, “una subvención al alquiler para jóvenes de edad comprendida entre m y n años”; o “un bono de w euros para cine, teatro y música para jóvenes entre j y k años”. No hacen falta más ejemplos, en vuestra memoria encontraréis casos para comprobar que no he elegido los más insólitos. No lo pretendía, sólo quería llamar la atención sobre unas situaciones en las que he visto a la izquierda dudar, falta de criterio; y la izquierda ha de tener estas cosas pensadas, si no respecto a los casos sí respecto a sus principios reguladores. Sé que esta casuística es complicada de gestionar, pero en estas situaciones se ha de exhibir el carácter, si se tiene, y la coherencia, irrenunciable. La indiferencia ante estas formas de corrupción light, aunque se hayan guardado las formas −en la democracia cabe más de lo justo y necesario−, contribuye a la reproducción del orden político que juega con esta identificación grosera de privilegios y derechos. Ya sé que con los derechos universales no se protege todo, no se rellena el campo de la justicia, pero privilegios, los menos, y con luz y taquígrafos. No creo que sea tarea de la izquierda participar directa o indirectamente en la financiación de las corridas de toros o “tradiciones” semejantes; y si para cumplir con las exigencias democráticas de coherencia tal renuncia conlleva las de otras, pues eso, que cada palo aguante su vela. ¿Más claro? ¿De verdad? Me lo imaginaba.

Quiero reconocer que, siendo el mundo del trabajo y el de los derechos sin duda de máxima universalidad, este desplazamiento hacia la particularidad merece ser mejor analizado de lo que aquí lo he hecho. No cuestiono la legitimidad de centrar ciertas luchas en la particularidad, pues he definido la posición de izquierda como rechazo en cualquier lugar que se produzca la dominación. Pero ese refugio generalizado en las minorías lo interpreto, aunque no pueda argumentarlo aquí, no como una elección −aunque así se justifique− sino como un síntoma de la impotencia de la izquierda anticapitalista para afrontar una lucha más universal, en una visión de conjunto y una estrategia que debería subsumir la defensa de las minorías y grupos particulares. Claro que hay muchos tipos de “minorías”, de distinto rango ontológico y grado de universalidad, desde las mujeres a los discapacitados, de los jóvenes a los “sin papeles”, de la España vaciada a los afectados por enfermedades raras. Por eso precisamente se requiere un análisis detallado, y hacerlo al menos bajo la siguiente sospecha: este regreso a luchas particulares, que va en paralelo con la tendencia del poder político a conceder derechos-privilegios a grupos contingentes, ¿responde realmente a una batalla anticapitalista?

Un último punto, pero importante, en esta problemática entre universalidad y particularidad y su relevancia para la izquierda. Pensemos en una minoría muy concreta, las “enfermedades raras”. Sin manejar datos es razonable pensar que afecta a gente del norte y del sur, de arriba y de abajo. Pero esa gente está sin duda sufriendo la desigualdad, y se quejan con razón; la inversión en investigación y el gasto sanitario se lo llevan de modo ostentoso y dominante las enfermedades comunes, las “universales”. La forma de ayudar a esa minoría afectada es, sin duda, básicamente con inversión en la investigación, pues otros gastos son comunes y más o menos están tratados. A mi entender, desde la perspectiva de la particularidad, la reivindicación de esa minoría se limita a invertir más presupuesto en investigación; esa reivindicación es compartida por la gente decente, con consciencia solidaria. En ese marco no se cuestiona el capitalismo; si acaso, se cuestiona la democracia, pues el argumento implícito de fondo viene a ser: si esa minoría fuera tan numerosa como los pensionistas… Se entiende, ¿no? Pues tal vez tengan razón, y esa apreciación no sea intempestiva. Ahora bien, ¿ha de asumir esa reivindicación la izquierda, que siempre mira en perspectiva anticapitalista? Creo que sí, estoy convencido. Pero desde su perspectiva, poniendo de relieve que el problema no deriva tanto de la escasez de votos que aportan esas minorías sino de la insignificancia cuantitativa de los potenciales consumidores; o sea, que si de modo inmediato tiene significado la lucha por los votos en el juego político, la fuerza que actúa mediatamente en las profundidades es la económica, que no ve business en el horizonte. Si los pacientes de esa lista de enfermedades raras fueran tan numerosos y con curva demográfica tan esperanzadora como los pensionistas, veríamos a los gestores de residencias y a las farmacéuticas poniendo alfombras rojas a los investigadores.

O sea, la izquierda ha de hacer suya esta reivindicación porque tiene una dimensión oculta de izquierda, porque es anticapitalista; pero ha de hacer la reivindicación desvelando el sentido de la misma, añadiendo a la justificación ética la justificación política de izquierda. Ha de ser así, pues en el escenario optimista de ir resolviendo esas carencias de la investigación y obteniendo resultados satisfactorios, nos encontraríamos −hay casos que validan la hipótesis− con que una parte de los afectados disfrutarían del éxito de la solución técnica del problema, pero otros seguirían soportándolo, ahora por “pobreza farmacéutica”. La izquierda ha de luchar por el desarrollo de la ciencia, poderoso instrumento potencial de igualación social; pero sin olvidar que, como pasa con otros pilares, como la razón y la ley, han de encuadrarse en una forma política justa. Ya Rousseau sembró la sospecha de que la razón podía ser “el lenguaje del poder”, que las ciencias, las artes y las letras solían tejer “guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de la dominación”; y que la ley, sin duda la mejor garantía, por débil que sea, no deja de ser un instrumento que juega a ganar para quien la diseña y controla. La izquierda, por tanto, en su lucha por la igualdad no sólo ha de aspirar a solucionar los obstáculos técnicos que la dificultan, como en nuestro caso las limitaciones de la investigación médica, el desigual trato de sus diversas concreciones, sino también a disolver los obstáculos económicos y políticos que generan desigualdad, sea del tipo que sea. A los de abajo les da igual que su sufrimiento y su muerte vengan de debilidades de la investigación científica o de la inaccesibilidad a los medios de tratamiento y cura. Y hasta cierto punto, aunque reconozco que es una percepción subjetivista, es más irritante y desesperanzador reconocer la causa en esta última que en aquélla. Es así, del mismo modo que nos resulta más insufrible la pobreza en un mundo que ha ascendido al “final de la utopía”, que decía Marcuse, o la exclusión en los países religiosamente entregados a recitar su particular libro sagrado de autoafirmación democrática; tan ensimismados que no perciben que su patética figura imita la del barón de Münchhausen sosteniéndose a sí mismo por su larga barba.


9.3. La libertad tras las rejas.

“Sous les pavés, la plage”, se animaban unos a otros los jóvenes protagonistas del parisino Mayo-68; esa voluntad rebelde de perforar la superficie, devenida insoportable, parece estar allí presente como manifestación de la subjetividad de la izquierda. Negaban así el fenómeno, la positividad, lugar de la apariencia y el simulacro, y adentrarse en la paya; abandonar la costra artificial y rocosa, petrificada, protectora, para llegar a la arena fluida, liberarla de sus guardianes, sumergirse en su virginidad. Podríamos, pues, rescatar una vez más esa metáfora para enunciar otra vía de acceso al conocimiento de la crisis de la izquierda, que parta del epicentro, lugar donde el ser aparece, y busque el hipocentro, lugar ontológico donde se decide su ser. Sin despreciar el primero, pues en una ontología materialista el ser sólo es así, como aparece en el fenómeno, aunque se nos muestre a trozos, deformado, enmascarado; pero sin dejar de aspirar a la unidad bajo las manifestaciones, a la realidad bajo las apariencias. Nunca sabemos lo que pasa en el hipocentro, nunca conocemos bien cómo es; pero sabemos que está allí y tenemos certeza de ello porque se deja ver fugaz en la superficie.

O sea, a la realidad se llega perforando el manto de los fenómenos, por tanto partiendo de la superficie, lugar donde existe, donde se manifiesta lo que es, donde aparece lo que lleva dentro, y remontándonos luego a esos lugares invisibles donde se decide lo que parece ser. Insisto, partimos de los fenómenos, pero con una posición teórica que abandona el culto a su positividad y trata de pensarlos como manifestaciones de algo que tiene lugar fuera de ellos; y así, con este cambio de mirada, los mismos hechos adquieren nuevo sentido, y a través de su incuestionable verdad empírica dejan traslucir la forma en la que ésta está subsumida. En concreto, los mismos hechos que describen la enfermedad se nos revelan como síntomas… de la enfermedad; dejan así de ser considerados elementos constitutivos de la misma, y por eso a veces la enfermedad persiste aunque los síntomas estén ausentes, lo cual no deja de incomodarnos. Vistos como síntomas, esos hechos adquieren un nuevo significado.

Lo apreciamos bien en la concepción del proceso de trabajo capitalista, que como hecho empírico, de superficie, aparece cual proceso de trabajo cuasi “natural”: seres humanos que con sus herramientas o máquinas, con sus medios, estimulan o fuerzan a la naturaleza a que les conceda medios de vida. Esa figura ingenua del trabajo es universal, la vemos bajo distintas formas en todas partes, en todos los momentos y culturas de la historia. Esa variedad de “formas” no nos parece a primera vista relevante, la interpretamos como condicionamiento de las “circunstancias”; y nos quedamos con lo esencial, que todos trabajan y, básicamente, haciendo abstracción de las circunstancias, todos lo hace del mismo modo, transformando la naturaleza, en forma trabajo. Ahora bien, esa “forma” no aparece nunca pura y prístina, desnuda; aparece vestida, y esas ropas −que llamamos “circunstancias”− parecen mágicas, pues no son simples elementos ocasionales usados por los personajes, sino que son ellas las que constituyen al personaje, su carácter, su específico modo de ser; son ellas las que determinan la vida del personaje. Porque si contemplamos un trabador capitalista en su actividad, en la abstracción aparece un simple trabajador y sus circunstancias; y en esa representación se devalúan éstas, no tenemos en cuenta su ropaje; no es significativo que sea trabajo “capitalista”. ¿Qué más da? Siempre es lo mismo, esfuerzo y sufrimiento para sacar la vida de las entrañas de la naturaleza. En cambio, si lo contemplamos atendiendo a la “forma”, a las relaciones en que realiza su trabajo, las cosas cambian, pues nos aparecen de repente sus rasgos específicos, esenciales, antes escondidos, que ahora nos permiten ver su especificidad; se revela tal como es en su oculta profundidad, ya no es lucha con la naturaleza por ganarse la vida sino proceso de valorización del capital. Sí, sinduda, para el trabajador sigue siendo “lucha contra la naturaleza para ganarse la vida”, pero para quien controla y ha puesto en marcha ese proceso esa lucha tiene otro fin superior, la revalorización de su capital; la lucha por la vida del trabajador queda subsumida en la lucha del proceso de trabajo por la valorización.

Pues bien, volviendo a nuestro escenario de reflexión, ahora, con la mirada positivista, lo que vemos en el fenómeno es la izquierda derrotada; la izquierda se ve a sí misma derrotada. Y ha sido derrotada, según cree, por sus propias miserias, en particular las de sus líderes, las de las organizaciones que la han representado, todos ellos víctimas de mil debilidades, entre las cuales una destaca por encima de todas: su falta de voluntad política. La “voluntad política” se presenta así como la esperanza religiosa en la redención, y su falta parece el desánimo que sigue al retraso de la misma. Según la imagen de sí de la izquierda, los líderes han fallado, han abandonado, han renunciado, por motivos más o menos inconfesables, pero que en cualquier caso refieren a la debilidad de su subjetividad. No han sido fieles a la máxima de todas las religiones de salvación: voluntad de creer. Y, buscando en los baúles de la memoria los restos del momento religioso ya enterrado, se descubren agujereadas y oxidadas viejas ideas referentes a que la fe sólo la concede Dios a quien él quiere o a quien quiere creer. Abandonados de ese dios, que sigue permitiendo en su mundo la injusticia y la exclusión, se opta por la otra, que nos concede el privilegio de creer que la fe es cosa nuestra, que esa vía parece depender de nosotros. Y se viene a concluir que hemos de partir de un principio absoluto: “Yes, we can!”. Es el grito de guerra que sobrepone el hombre actual al pasado, el sujeto orgullo del capitalismo que se erige en autor y juez al súbdito reverente y débil que marchaba a las cruzadas con su grito resignado “¡Dios lo quiere!”; o aquel otro, aún más humilde, de entrega resignada y sin perspectivas de viaje salvador, que se atrincheraba en “¡Que sea lo que Dios quiera!”, subrayado en silencio por el más resignado de “Dios proveerá”. Todo eso quedó atrás, hoy la tentación es decir “¡Podemos!”, que implica la creencia en que la fe la encontraremos en el camino y con ella la salvación; y si no la fe, que no siempre llega, al menos la gracia, ese don de los elegidos. Lo importante es ponerse en marcha, alentar esta radical, absoluta, afirmación de nuestra subjetividad, esta proclamación de nosotros mismos como sujeto demiúrgico colectivo que, imitando y sustituyendo a la transcendencia (Dios, la Razón, la Historia…) ejecute de nuevo el “¡Hágase la luz!”. En definitiva, a izquierda derrotada, izquierda renacida.

Si el subjetivismo es la cultura dominante, la izquierda difícilmente escapará a ella; pero una cosa es sufrir la contaminación, con la resistencia que se pueda, y otra ondear su estandarte usurpando los puestos de vanguardia; no toda la izquierda ha caído en esa fuga hacia adelante, pero ha echado raíces, y los vientos le soplan de popa. Si abandonamos el culto a la subjetividad, que solamente es la otra cara del positivismo, y asumimos la mirada de la crítica, sin duda veremos otra imagen que la que se hace la izquierda de sí misma; la derrota fáctica, innegable, de la izquierda adquiere otro sentido desde una mirada crítica. Desde ella también vemos a la izquierda derrotada, pero el mal que la ha llevado a esta situación no está dentro de ella, instalado en su ser, sino fuera, proveniente de las determinaciones que sufre y soporta; de este modo la terapia no pasa por el consumo universal de grandes dosis de narcisismo. Hay que tener siempre presente que no es lo mismo una izquierda enferma, ocasionalmente impotente, que una izquierda derrotada, definitivamente anulada; aquélla no necesita milagros y resurrecciones, ésta tal vez sí.

Dicho de manera esquemática y con cierto regusto dogmático: la izquierda parece afectada de la enfermedad de la consciencia capitalista, que es el subjetivismo; piensa que es moralmente superior porque tiene un destino superior, el de salvar al mundo, aunque sea en una redención insoportable; se siente con un deber, ha elegido una misión y es tan narcisista que su derrota la entiende como pecado. No se debe al otro o a lo otro, que tiene su poder, su voluntad de poder y que tal vez tiene una posición objetiva de dominio; no, en absoluto, si no puede, si cede ante el obstáculo, si es derrotada, es porque ella misma ha fallado. Es por su miseria espiritual, porque ha vendido su alma, en definitiva: porque ha pecado. Y ya se sabe, el pecado es producto de la hybris, sólo pecan los hijos de Dios, los otros no son juzgados. Por eso antes aludía a la tendencia a complacerse en las heridas, al secreto encanto del via crucis redentor. Por eso digo que no es lo mismo una izquierda vencida que vencida y desarmada, una izquierda definitivamente derrotada. No, no es lo mismo.



10. LA IZQUIERDA EN EL FLUIDO MUNDO DE LA CULTURA.

Proposición 10

“Perdida la eficacia y el sentido de su intervención en la esfera económica, enajenada en la ilusión de la red política, enredada en la inesencialidad de las particularidades sociales, la izquierda ha derivado hacia el “mundo cultural”, que se le aparece como propio y apropiado, pues ahí los cambios son posibles, la libertad se desprende de los controles, las ideas pueden ser realizadas y la negación es fértil en alternativas. En esa deriva a los márgenes inevitablemente se disipan los límites y las identidades, y la izquierda se confunde con otras “izquierdas” nada anticapitalistas, con la “izquierda liberal”, la “izquierda libertariana”, la “izquierda nacionalista”, etc., y con todas esas “izquierdas post” que viven su existencia en la cultura como existencia apropiada, pues nacieron en la cultura y para la cultura”.

Comentarios:

10.1. El dulce exilio en la cultura.

El campo de la cultura es hoy el territorio de exilio, un dulce exilio, de la izquierda. La cultura es un buen lugar para la izquierda actual, anticapitalista, cansada de bregar en las instituciones, en los aparatos ideológicos de Estado; una buena posada, área de descanso del guerrero. La izquierda anticapitalista se mueve con agilidad e ingenio en este flexible y líquido mundo del conocimiento, de las ciencias, las artes y las redes, inexorablemente confundida con otras izquierdas −muchas sin misión ni destino, sin sentido, sin razón de ser, restos de sucesivos naufragios o semillas de proyectos ilusorios−, todas vestidas como ella del mismo uniforme de “izquierda cultural”. Pero en ese territorio permisivo y benévolo la izquierda no sólo relaja el cuidado de su perfil, el cultivo de su identidad, alejándose deslizante de su esencia anticapitalista, sino que inconscientemente asume el riesgo infinito de convertirse en aliada del enemigo, en eficiente vasallo del capital. Perdido el lugar y el sentido de su lucha en los espacios económico y político, acaba enredada en una praxis con alto riesgo de devenir perversa, sea degenerando su forma de intervención al modelo jánico, crítico y transgresor en las formas y neutro, gris y funcional en el contenido −actitud que el capitalismo resiste y aun requiere y fomenta para su propia reproducción−, sea travistiéndose en fuerza creadora e innovadora tan gratuita como estéril, nulla re y nulli rei −bajo cuya inconsciencia se prolonga y eterniza la creciente debilidad del capital−. Creo que es un buen ejemplo de lo que Marx llamaba subsunción formal, una situación extravagante en la que el capital habla en marxismo, o en la que el marxismo combate al capital en territorio de nadie.

La cultura resulta así un exilio dorado y engañoso para la izquierda, pues si bien el desplazamiento al mundo de la cultura tiene para ella el atractivo de sentirse empoderada, de haber superado su existencia a la defensiva y creerse al fin demiurgo, creadora de su mundo, toda esa performance tiene lugar en los márgenes, donde todo son espejismos que ponen color al desierto, potencias ilusorias, pasiones fútiles; donde su negación es apena un cosquilleo en las cuentas de resultado del capital, como decía el recordado José María Valverde refiriéndose a los autores del pensamiento débil. Allí, en los territorios marginales, tierras de frontera, se siente propietaria de la gramática, autora de la norma ética y estética; allí se siente bien, con poder real, el que otorga el reconocimiento, pues en estos dominios se siente admirada por las personas decentes y envidiada y temida por sus enemigos, que ahora son sus semejantes pero invertidos. Es obvio que, aunque en la oposición, la cultura de izquierda ha sido siempre hegemónica, reconocida e incluso envidiada por las clases dirigentes que la miraban, temían y controlaban desde la distancia; y que en ocasiones la asaltaban, contribuyendo así a que mantuviera su perfume fresco.

La cultura, al menos en este capitalismo tardío, postburgués, ha devenido cosa de la izquierda; estamos en un capitalismo sin cultura, sin cultivo, no sólo porque las clases dirigentes carezcan de la sensibilidad de la clase burguesa, o de la aristocracia, sino porque el modo de producción y de vida actual impide técnicamente la cultura, que queda reducida a bien de consumo. La creación contante, la innovación acelerada, no permite cultivar nada, no permite universalizar nada, y si alguna razón de ser tiene la cultura es permitirnos y ayudarnos a viajar a lo universal, a construir lo universal, a arrancarnos de nuestro encierro en la individualidad y empujarnos a acceder a lo común, a una existencia compartida de objetivos y valores, de necesidades y hábitos, de alegrías y penas. Por eso digo que la cultura de nuestra época es la casa que diseña y habita la izquierda; habré de hacer matizaciones, pero quiero poner en primera página esta idea.

La cultura es hoy el espacio en que mayor hegemonía tiene la izquierda; todas las figuras relevantes del intelectual y del artista, de les belles-lettres y les beaux-arts, son de algún modo –aunque sea en su imaginario− un poco anticapitalistas (rebeldes, transgresoras, desacralizadoras): y, sobre todo, antiburguesas. Lo que no está claro es si ese potencial anticapitalista en el en sí de la cultura contemporánea la izquierda lo dirige a su destino, si esa rebelión contra el dominio la izquierda lo encauza contra el dominio del capital; y es esto lo que hay que plantear, lo que hay que reflexionar.

En su expresión retórica espontánea la izquierda enfoca el poder subversivo de la cultura contemporánea −que, insisto, en gran parte domina− en dirección anticapitalista; pero con frecuencia esa voz queda modulada o silenciada entre la algarabía de otras izquierdas que miran más lejos, que liberadas de los límites de la lógica y de la experiencia, de la ciencia y de la historia, sueñan ponerse más allá de bien y del mal, transcender aunque sea imaginariamente la humanidad, posicionándose contra la tecnología, contra la civilización, contra todo lo constituido porque qua constituido es límite, es lastre, es obstáculo; contra el pasado que lastra y contra el futuro, cuyo proyecto subordina; contra la razón instrumental y contra la razón objetiva, contra la voluntad de verdad y contra la gramática. A la izquierda actual, a la izquierda orgánica, la que aquí nos preocupa, le resulta muy difícil, hasta ahora imposible, controlar ese proceso; desmarcarse con fuerza supondría su aislamiento, pues su hegemonía es débil; y hacer concesiones para seguir presente y en vanguardia amenaza con desviarla definitivamente de su objetivo, incluso de reconfigurarlo u olvidarlo. La lucha en el frente cultural no es tan fácil como parece a primera vista.

Es difícil hacer un diagnóstico de una realidad tan móvil, tan líquida, pero creo que si es intuitivo que el anticapitalismo −aunque sea un anticapitalismo ácrata, o estetizante− se expresa con cierta fuerza en la cultura actual, y tras ello está la izquierda, también lo es que se trata de un anticapitalismo global y genérico, en el sentido de anticapitalismo total. Ahora bien, aquí “total” no significa que se enfrente en extensión e intensidad a la expansión universal del capital, en sentido geográfico o geopolítico; aquí “total” indica más bien un anticapitalismo ideológico confuso, que ve el mal poblando la totalidad social y que identifica el capital con el mal y, por tanto, el capital con el todo. Se trata una vez más de esa figura retórica tan usual de la sinécdoque, en que capitalismo, que por muy global, universal o total que sea no deja de ser una parte, pasa a denotar el todo social (e incluso el todo natural y celeste). Su efecto es que el anticapitalismo, que es sólo un elemento −dominante, pero parte del todo− de nuestras formaciones sociales, y sin duda con presencia extendida en nuestra cultura, parece que lo envuelva o englobe todo y esté en el origen de todo: y ante esa consciencia surge una revuelta anticapitalista plural contra todo, contra el todo y cada una de sus partes, relaciones o momentos, sin diferenciación ni concreción. El ámbito de la cultura favorece estas figuras de la consciencia anticapitalista, menos presentes en otras áreas sociales.

Quiero decir con ello que no es un anticapitalismo de izquierda en sentido estricto, no es el rechazo específico y determinado de la izquierda, como tampoco el de la clase trabajadora; su forma más abundante, la figura del rechazo a la cultura burguesa, la encontramos en la literatura y las artes desde los orígenes del capitalismo. Ser intelectual equivalía a ser crítico de la cultura burguesa, de sus usos y costumbres, de su literatura, sus artes y sus oficios, su derecho y sus valores, su religión y sus formas; con la burguesía en el poder, a la derecha del Señor, el intelectual crítico, enfrentado ética y estéticamente a ese orden de cosas, traspasaba su rechazo al orden político y económico en que se sustentaban, de forma que mantener esa posición cultural antiburguesa devenía semejante a ser de izquierda.

Esa posición abstracta de rechazo de lo burgués, sustentada en una cultura en gran medida producida en ese mismo orden social, con buena parte de sus actores compartiendo casa y plato con la burguesía, en otras palabras, protagonizada por capas de población burguesas, no constituye una anomalía irrelevante; la historia está llena de páginas que describen la crítica cultural llevada a cabo no por clases enemigas, sino por estratos o capas de las propias clases dominantes. Y lo que pasó en el brillante momento burgués del capitalismo lo vemos después en el culturalmente triste momento del capitalismo postburgués, sin “clase” propiamente dicha al mando, y por tanto sin cultura propia en sentido estricto. Sería interesante analizar a fondo esta subversión cultural permanente de nuestro tiempo, sus raíces, su necesidad y su función; sería interesante esclarecer conceptualmente cómo la más espectacular negación del capitalismo, la más radical y subversiva, aunque en gran medida sea simbólica −el espacio cultural tiene esa determinación−, se sigue haciendo en formato “antiburgués” pero ya extendida al formato “anticapitalista”; y sería interesante sobre todo comprender cómo ese rechazo, esa negación, en su infinita y densa radicalización ha devenido abiertamente movimiento “anticultural”. Si llegáramos a comprender el fondo del anticulturalismo, se nos revelaría el sustrato del anticapitalismo contemporáneo; creo que tienen el mismo origen, el mismo destino y la misma función, y por eso se compadecen sus formas de expresión.

Volvamos a lo nuestro, pues la izquierda no es ésa, aunque en parte lo sea y en parte sufra su contaminación. El anticapitalismo propio de la izquierda actual, orgánica, no debería reconocerse, por bella que sea la representación, en esa negación universal que hace de la subversión y la transgresión cultural un fin sagrado, épico; y en consecuencia debería prestar atención a la presencia de esta idea en su consciencia, aunque sea de modo confuso y difuso. La izquierda consciente debería encontrarse ahí incómoda, fuera de sí, en ese anticapitalismo estético, anticultural. Reconoce y sabe que el capitalismo es inhóspito para la cultura, y que por ello en gran medida estos movimientos anticulturales son anticultura capitalista, anti-(no)cultura, o sea, en sus entrañas pro-nueva-cultura; es decir, sabe que en el alma de estos movimientos late el espíritu de la izquierda, que expresan una reacción a la desculturalización que emana del capital; sabe que es una forma de manifestar “el malestar en la cultura”; y si alguien no lo siente, tal vez se deba a su pérdida de consciencia, a que ya está en otro camino y con otra sensibilidad. No obstante, ése no es el camino, no es su camino qua izquierda.


10.2. La inacabable revolución cultural.

No es difícil comprobar que las críticas de izquierda que el capitalismo de ayer no toleraba, que le hacían daño, apenas rozan al de hoy, que las soporta con elegancia y altanería, y con gracia, e incluso ocasionalmente las controla y usufructúa mediante lo que Marx llamaba “subsunción formal”. El capital, por sobrevivir, es capaz de liarse con el demonio y hacer cosas sorprendentes, como las de permitirse el lujo de dejar que el rebelde sea rebelde (eso sí, donde debe serlo, donde le resulta soportable, no en la fábrica), animarle a que lo sea, y conseguir hacer de su rebeldía una fuente de valor. Poder ser rebelde, y sobre todo rebelde sin causa, produce satisfacción al individuo, y también al capital. Se cumple así aquella regla de Platón que adornaba su República, consistente en conseguir que cada individuo realice su eidos, su perfección ontológica, aquello que debe ser, que tiende a ser, para lo que está bien dotado; así devendría un virtuoso en su oficio, que lo haría inmensamente feliz al gozar de lo que sabe y le gusta hacer, realizando al máximo de perfección sus cualidades. Y así haría feliz al mismo tiempo a la comunidad, pues su virtuosismo le haría ejercer su arte con más producción y de máxima calidad, fuera en la música, en el arte de la zapatería o el de la navegación, de lo cual se beneficiarían todos. Platón, hace dos milenios y medio, ya apuntaba el camino y señalaba el problema; ese programa es difícil de cumplir, pero sus virtudes no se deben olvidar.

El capital, a su modo nada platónico, parece tentado a sondear esa ruta, aunque en un escenario de alto riego. Parece pensar que el rebelde, que instintivamente se siente bien siéndolo, a su pesar se reconcilia con el capitalismo que se lo tolera, permite e incluso subvenciona; se abre la posibilidad de un pacto de ventajas mutuas, que puede funcionar en ciertos límites. Pensamos en el derecho a la libertad de expresión, creencias, etc.; es la bandera del buque insignia del capitalismo actual, la democracia. Derecho a hablar, a opinar, sobre lo divino y lo humano, sobre el trono y el altar, sobre la moda y sobre los juicios sintéticos a priori. ¿No produce placer? ¿Hay algún lugar donde podamos ser más iguales? Pues bien, ese lugar es de alto riesgo para la izquierda; especialmente para la izquierda actual, en su condición de desconcertada y desnortada, perdida en la confusa y difusa diversidad cultural, que inevitablemente se ve arrastrada a convertir la crítica, la negación, en un acto ritual y funcionarial de existencia, en un hábito estructurado, en rutina transcendente previamente asimilada.

La izquierda está ahí, y como en otras situaciones no puede elegir el lugar del frente; es en esas condiciones en las que ha de ejercer su praxis de izquierda; le ha tocado convivir con “las izquierdas” en ese frente amplio en el que todas están revueltas, en las que no es fácil diferenciarse y, sobre todo, diferenciarse manteniendo la hegemonía. No es fácil la decisión entre salvar la identidad en el aislamiento o salvar la hegemonía en la disgregación; ni siquiera tiene opción real, pues en modo alguno puede abandonar la lucha por esa hegemonía cultural, al fin una forma de la lucha política, sin perder su identidad. En consecuencia, parece condenada a luchar por esa hegemonía cultural a riesgo de licuarse y desvanecerse; a riesgo de morir en el empeño.

El sentido de la lucha por la hegemonía cultural en la política de izquierda no se presenta igualmente claro en los distintos momentos históricos, y en cada caso hay que decidir y asumir la posición coherente y razonable. Estaba muy claro, a pesar de su fracaso, y a pesar de las sombras y demonios que puso en marcha, en la revolución cultural de Mao. Sí, guste o no guste el desarrollo concreto y el resultado, era coherente, tenía sentido, estaba encuadrada en la lucha política del PCCh y directa e inmediatamente enfocada a revolucionar las estructuras económicas y las formas de vida de aquella sociedad. Sin duda fracasó, al menos en el sentido de que no consiguió las expectativas que de ella se esperaban, ni la que esperaban sus dirigentes ni la que se debe esperar instalados en la verdad; y sin duda tuvo algunos efectos monstruosos, escondidos tras la desideologización y reideologización, que escondía otras terribles miserias. No obstante, me parece indudable que subjetivamente respondía a una posición de izquierda −no porque fuera aberrante hemos de negarle el origen− y se encuadraba en una estrategia consciente de izquierda; cierto, sólo subjetivamente, ésta fue su carencia, el subjetivismo fue su caballo de Troya. Una mala estrategia, podrá decirse hoy; hoy podemos decirlo, pero entonces a los “Guardias Rojos” no les dirigía el Capitán Aposteriori. Sí, era una posición de izquierda, a posteriori equivocada, monstruosa; no sólo fracasada, sino con efectos perversos. La izquierda social es humana, y en su concepto está la posibilidad de ser ángel y bestia, como decía Pascal; y a veces brama la bestia.

No estaba tan claro el sentido, no se veía tan coherente, en el caso de la revolución cultural de los estudiantes de Berkeley, o en el Mayo-68 francés, en los años sesenta, o la revolución ontológica y de la sensibilidad de Marcuse, aunque en su momento fuéramos contaminados por las propuestas: “La imaginación al poder”, “Prohibido prohibir”, “El aburrimiento es contrarrevolucionario”, “La cultura es la inversión de la vida”, “Sed realistas, exigid lo imposible”, “Olvida lo aprendido, comienza a soñar”, “Abajo el realismo socialista, viva el surrealismo”, “Mírate en el otro, no en ti mismo”... Reconozco que nos sentimos tentados, y en algunos casos arrastrados, a valorar y decir que aquélla era una izquierda comme il faut; no estoy ahora tan seguro, pero las decisiones políticas han de hacerse on time e in situ, en expresiones habituales. Entonces vivimos esas máximas como consignas revolucionaras que desafiaban al poder cara a cara, con desparpajo, casi sin ira; expresaban la limpia e intachable rebelión contra la dominación, contra las mil formas de opresión, contra todo lo constituido (económico, político, jurídico, cultural…) como represión, como límites a la vida. Con la ingenuidad de la inocencia seguíamos a Spinoza en su “omnis determinatio negatio est”, sin sospechar que tal vez la inversa era igualmente verdadera y más peligrosa, sin vislumbrar que habíamos entrado en un bucle infernal. Si la negación es determinación, tanto más fuerte cuanto más radical, liberarse de las determinaciones, de los límites, simplemente negándolos, equivalía a imitar la figura patética, o cómica, que tanto me gusta mencionar del barón de Münchhausen. No sabíamos que nada hay más determinante que la negación abstracta. Hasta Marcuse, siguiendo a Freud, nos había advertido a su manera que la lucha sólo podía ser contra la “represión innecesaria”, sólo contra la innecesaria, asumiendo así la finitud de cualquier existencia.

Pero ¿quién se atrevía a ir contra la belleza en una revolución cultural estetizante? Estas máximas anticulturales de una izquierda devenida preferente o exclusivamente cultural derrochaban estética e inocencia, una combinación muy atractiva, demasiado seductora. No es extraño que suscitaran una ola de fetichismo y de culto orgiástico; y que soslayaran el “control” −el Panóptikon es la figura más odiada de aquel momento− del análisis de los orígenes y los destinos, de su significado político. Situación comprensible teniendo en cuenta que el sujeto de las mismas, la izquierda que expresaba en ellas su voluntad de emancipación, era confuso, cuánticamente difuso, en realidad un abigarrado revoltijo de “izquierdas” de procedencias y perfiles intraducibles. Esa masa era sujeto de la única manera que se puede ser sujeto, en un fondo de inconsciencia, en un juego de espejos que difumina su imagen de “sujetado”.

Leyendo hoy esas luchas desde la perspectiva de izquierda política reconocemos que en el seno del movimiento la izquierda anticapitalista era bastante minoritaria, si bien con gran capacidad de intervención y de dirección de las mismas; hoy tenemos buenas razones para no valorar sus contenidos y estrategias como propiamente de izquierda, o para entenderlas como actuación de una izquierda laxa, compleja −una “confluencia”, como suele decirse en nuestros días, o una “marea”−; en todo caso, se trataba de la expresión de una consciencia de izquierda confusa. Podríamos argumentar, con base empírica, recordando cómo acabó la embestida y la deriva posterior de muchos de sus lúcidos o populares protagonistas, así como la actitud de recelo o indiferencia de la clase obrera y sus organizaciones más arraigadas, que aquello fue obra de las izquierdas burguesas o para-burguesas, y que la presencia de la izquierda comme il faut fue sectaria, minoritaria y desnortada; podríamos pensar que la izquierda anticapitalista pasaba por allí y quedó enredada en la verbena de la negación. Sí, podríamos argumentar en esa dirección, pero considero que sería jugar sucio; los desenlaces de estas batallas históricas en las sociedades son excesivamente complejos para reducirlo a una caricatura, aunque ésta tuviera finalidad didáctica.

De todos modos, no podemos dejar de extraer sus experiencias, para incorporarlas al concepto; y entre ellas quiero destacar que, si bien la cultura ha sido y será siempre un frente de la izquierda, pues ésta ha de estar allí donde late y se reproduce el capital, la presencia en ella no puede ser “culturalista” (ni pro ni anti), pedagogista o esteticista, sino política; su forma de presencia es la intervención política, y siempre orientada a combatir la dominación. Y la lucha efectiva contra la dominación requiere saber distinguir las raíces de las hojas, no olvidar que la cultura, incluso en su irreverente figura “anticultural” (como la política del “antipoder”), forma parte de un modelo de vida en el que están entrelazadas relaciones, prácticas y representaciones muy diversas, que no pueden ser ignoradas. Las fugas retóricas pueden ser espectaculares, bellas o sublimes, pero si no cambian el orden del capital ayudan a éste a subsistir; no pueden menospreciarse por meramente retóricas o estetizantes, pues si fueron así es porque en la batalla social servían a alguno de los contendientes.

Si tuviéramos la valentía de hacer una interpretación sosegada de la revolución cultural china, en lugar de regocijarnos en su mal con la exhibición de la monstruosidad de “la banda de los cuatro”, tal vez nos fijaríamos en la paradoja de que una fuerza en el poder −el maoísmo ocupaba el poder, y lo ocupaba tras una revolución aún fresca, aún aromática− encabezara una “revolución cultual”. ¿No es sorprendente? Las revoluciones son cosas de la oposición, ¿o no? Tal vez la conquista del gobierno −y en el caso que nos ocupa incluso la conquista del Estado−, aun siendo por vía revolucionaria, no supone tener el poder de modo efectivo, es decir, gozar de la capacidad de subsumir la sociedad bajo una nueva forma. Y si, de modo semejante, analizáramos el mayo francés, tal vez veríamos que sí, que en tanto movimiento social fue de izquierda, incluso que fue un proceso revolucionario, pero protagonizado por clases y sectores sociales en gran medida sostenedores del régimen, que iniciaron la transformación de las estructuras sociales y culturales de unas sociedades políticas que ya habían hecho la correspondiente trasformación económica. Una izquierda, pues, genéricamente revolucionaria, pero no anticapitalista (aunque subjetivamente muchos lo fueran); su revolución consistió objetivamente en profundos cambios sobreestructurales que, podíamos pensar, el capitalismo necesitaba en ese momento en que se estaba abriendo a su fase de consumo.

Ahora bien, desde estos presupuestos, ¿cómo valorar el papel en ese movimiento de las fuerzas de izquierda anticapitalista, que sin duda estaban presentes, y en gran medida se hacían oír? Unos pensaban que las propuestas pertenecían a la idea de sociedad emancipada que se estaba abriendo camino, y que daba igual avanzar hacia ella en lo económico o en lo cultural, todos los caminos apuntaban a Roma; e incluso teorizaban que esta vía de la inteligencia (estudiantes, escritores, artistas, científicos…) era la vanguardia que facilitaría cambiar la adormecida conciencia de clase de los trabajadores. Otros, más ortodoxos, valoraron que había que lanzar contra el capitalismo a todos los sectores descontentos con él, y con todas sus armas. Pero muy pocos, aunque en el PCF desde el primer momento se sospechaba del carácter pequeño-burgués de la revuelta, comprendieron que aquella movida cultural anticonservadora era sólo eso, anticonservadora, pero en modo alguno anticapitalista; antiburguesa sí, anticapitalista no. Y menos aún fueron los que, in real time, constatando en el frente la presencia de fuerzas “burguesas”, progresistas, de izquierda capitalista, supieron ver en ello que se trataba de una punta de lanza en la transformación pendiente del capitalismo, que ya necesitaba liberarse de su camisa productivista, austera y ascética, rasgos todos de la clase burguesa que hasta ahora había sido hegemónica y que ya lanzaba el grito de su desaparición, a las puertas de un capitalismo de consumo que exigía liberarse de la figura del camello nietzscheana, que exigía liberarse del “burgués”. Y entre esta minoría lúcida apenas hubo alguien que supiera ver que, en ese salto adelante del capital promovido por sus propias fuerzas sociales y sus propias contradicciones, la izquierda orgánica, anticapitalista, estaba presente, estaba allí y debía estar en su lucha por acelerar la macha del capitalismo a ninguna parte; debía estar al frente en tanto que su negación concreta y efectiva del orden del capital se lleva a cabo interviniendo en su curso, en sus ritmos, en sus meandros, incluso en sus pasos subterráneos.

Si analizamos las anteriores y otras máximas de esa revolución cultural, no encontraremos una sola que combata el consumismo; en cambio, sí encontramos abundancia contra la moral (burguesa y cristiana) de la austeridad. No sería errado, creo, caracterizar ese movimiento triunfante –no olvidemos que triunfó− como la catarsis de la sociedad capitalista necesaria para entrar en una etapa de transgresión de los valores: una etapa en la que un capitalismo más grosero y sin alma pasaba a dominar sin el recurso a la represión física y emocional ya del todo innecesarias; pasaba del castigar al vigilar; del “hacer morir o dejar vivir” al “hacer vivir o dejar morir”. Se estaba pidiendo al poder capitalista que cuidara de nuestros cuerpos, que nos hiciera felices y que nos dejara hacer con ellos lo que quisiéramos, que nos dejara morir en paz. La máxima de aquel movimiento, aunque no la escribieran en las paredes la leían en los libros, era la que ya hemos citado: contra la represión innecesaria. Fue el exitoso mensaje de Marcuse. ¿Era emancipador? Era antirrepresivo, radicalmente antidominación. ¿Anticapitalista? Sigamos reflexionando.



PARTE III

LA IZQUIERDA DESARMADA

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De la anterior descripción de la condición de la izquierda orgánica anticapitalista saco una conclusión: lo peor de una derrota, lo que marca su intensidad, es el desarme que amenaza con prolongarla indefinidamente, con convertirla en definitiva. Nietzsche vería en ello una “voluntad de poder” enferma, débil, incapaz de luchar. He usado en diversas ocasiones esta expresión de “voluntad de poder”, un concepto poderoso y rico que la izquierda anticapitalista, por prejuicios ideológicos, no suele usar, acostumbra a eludir e incluso intenta rechazar. Creo que adecuadamente usado, como lucha por ser, por estar ahí, e incluso por ser reconocido como existente, como presente, este concepto debería ser retomado por la izquierda, pues expresa satisfactoriamente una buena parte de su función. Digo “adecuadamente” usado, si se prefiere, recogiendo en su contenido desde la creación de los dioses –como en los grandes relatos metafísicos, donde el sujeto busca refugio imaginario que le ayude a soportar la existencia vacía y sin sentido–, hasta el rechazo radical de esos imaginarios de evasión en que el sujeto poderoso afronta cara a cara el nihilismo. Sí, en ambas formas de afrontar el nihilismo ve Nietzsche la fuerza de la voluntad de poder: en poblar el mundo de idola y en barrerlo de esos mismos idola. La voluntad de poder del guerrero se expresa tanto en su heroica inmolación en la batalla como en su huida en espera de otro momento, pues ambas estrategias tienden a la vida, a la afirmación del ser, a su defensa y protección.

Claro está, la voluntad de poder no es propia de la izquierda, pero tampoco de la derecha, pues su esencia no es la dominación de lo otro o de los otros, su esencia es la creación, la afirmación, la lucha por ser ahí, por existir. Así pensado, este concepto de voluntad de poder es una determinación de los seres vivos, de la existencia de los mismos como proceso de autoproducción; pero una determinación ontológica, constitutiva de su modo de ser, no una facultad o capacidad de su subjetividad; es un modo de ser, no un deseo, una decisión o preferencia del sujeto. Una determinación objetiva, constitutiva y universal, presente en todos los seres vivos, que mide el equilibrio entre sus componentes, su potencia de vida, su capacidad de perseverar en el ser. Por ello no sólo permite que sus concreciones o manifestaciones particulares sean opuestas −voluntad de poder del capital (del capitalista) frente a la del trabajo (del trabajador)−, sino que exige esa contraposición. La voluntad de poder está en la contradicción como forma unitaria y en los términos de la misma; la vida es en esta perspectiva la manifestación de esas luchas de las diversas concreciones individuales de la voluntad de poder. Si se prefiere, la vida así enfocada aparece como la prolongada escena de la fenomenología de la voluntad de poder que atraviesa y constituye a los individuos, a las especies y a las formaciones sociales. Y en esta perspectiva parece razonable la llamada a la izquierda a que asuma la voluntad de poder como constitutiva de su ser, y deje de pensarla como mera pasión de dominio, como vicio o deformación moral de los otros.

Como he argumentado en otro lugar [16], el concepto de voluntad de poder nietzscheano es −o así puede ser pensado− el que en las reflexiones feministas se balbucea cuando se habla de “empoderamiento” de la mujer; porque, bien entendido, el “poder” que se nombra no se reduce a “dominar”, ni a “poseer”, sino a poder ser; lo que se reivindica es presencia (la “vida activa” de H. Arendt), reconocimiento, visibilidad; se pide poder decidir sobre sí misma y sobre el mundo; se pide ser incluida, ser considerada igual inter pares. En consecuencia, es una categoría útil, que aquí nos ayuda a pensar la situación actual de la izquierda como debilitamiento de su voluntad de poder, como impotencia ante el nihilismo −ese inquietante huésped multicolor− que llama a su puerta.

La verdad es que la izquierda actual, en general, ha perdido buena parte de su armamento; y ha olvidado que la fuente del mismo, su fábrica, no era otra que la voluntad de poder. Ha perdido fundamentalmente sus habituales elementos de organización, y con ello buena parte de su poder de acción; y ha sufrido también enormes pérdidas en sus pertrechos ideológicos, especialmente los elementos de esa ideología orgánica ligada a su experiencia del sufrimiento y de la exclusión, de esa ideología bien enraizada y alimentada en su experiencia diaria de los mecanismos de dominación del capital. Pero por encima de todo se ha visto vaciada de teoría, de su saber sobre la historia, sobre el modo de producción y sobre su posición en el mismo, con lo cual parece perdida y confundida ante una dramática elección, indecisa e inmovilizada en una situación en la que la espera es ya derrota. Esa elección inaplazable y en disputa se da entre el silencio conveniente ante la incertidumbre y la ignorancia, que se vuelve insoportable, y el ruido, la algarabía, la desesperada búsqueda de esperanza simbolizada en “el tambor del Bruch”. De este modo, buscando en una y otra vía alternativamente argumentos para la toma de posición, condena sucesivamente una y otra opción a mera distracción, a mera provisionalidad; y así, “esperando a Godot”, parece inevitable que su voluntad de poder se deje inundar por las sombras de la inseguridad, de la desconfianza, que la debilitan y se revelan síntomas de su derrota.

Conforme a esta descripción, si mi apreciación es correcta, el rostro de esta izquierda tan gravemente diezmada en organización, tan lamentablemente agujereada y deshilachada en su ideología y tan peligrosamente vacía de teoría, induce a valorar con sentido que se encuentra desarmada, y con tendencia a entregarse al nihilismo. Y dado que en la perspectiva de este ensayo la izquierda no es sujeto −su ser no es unidad−, sino término de una contraposición −parte de un modo de producción−, me parece más correcto decir que ha sido desarmada. Ésta es la sensación que tengo, que nos han desarmado, nos han robado, usurpado o destruido las herramientas con las que poder un día renacer de las cenizas de la derrota de hoy; cierto, formábamos parte del juego, algún error habremos cometido, pero en gran parte el éxito está en el enemigo. Habríamos de reconocerlo, aunque nos cueste eso de pensar que el demonio participa en la creación del mundo.

¿Quién es el culpable? Ésa es la pregunta que automáticamente se nos dispara, con urgencia, con fruición; buscamos culpables para esconder nuestras culpas; pero es precisamente la pregunta que nunca deberíamos hacer, porque nos desvía del problema y, sobre todo, porque nos aleja definitivamente de su solución. Buscar culpas es instituir la subjetividad −las ideas, la voluntad, los sentimientos− en cabeza de la determinación, y así nos autoengañamos. Es más sano reconocernos engañados, que al fin es una forma de dominación; no obstante, insistimos en esa vía, nos preguntamos por la culpa, no podemos resistirnos; es así y parece que no pudiera dejar de ser así. Llega a parecernos que esa pregunta es necesaria, inútil pero inevitable; me lleva a pensar que la búsqueda de culpables es la expresión más fiel, la manifestación más clara, de la derrota; la preocupación por la culpa es el síntoma de la enfermedad nihilista, la obsesión que revela el trastorno obsesivo compulsivo en que la crisis se manifiesta. En la exaltación del triunfo o en la ilusión y la esperanza no se buscan culpables; éstos sólo son acompañantes habituales en la derrota, cuando no se tiene nada que hacer, cuando no se sabe qué hacer, cuando el sentido de las cosas se disuelve. Con la búsqueda de culpables se comunica y hace pública la enfermedad de la derrota, la derrota vivida como enfermedad; se anuncia que el virus ha vuelto. El juicio y castigo a los culpables es el simulacro de lucha que sustituye a la lucha real en su ausencia tras la pérdida. Surge rápida, como si odiara el vacío, pues no hay razón para esperar, no hay nada que esperar; ni siquiera esperar que el enfermo se cure a sí mismo, para eso están los médicos de oficio. La izquierda nació en la escisión amigo/enemigo del big bang augural de las formaciones sociales, tal que si no percibe a sus enemigos reales ha de construirlos, ha de buscarlos y encontrarlos entre los amigos. Su falta de percepción, de comprensión, de la realidad está en el origen de ese giro subjetivista, de ese ensimismamiento hacia el causa sui, que más que expresar la tentación de la divinidad expresa el descuido o abandono de la búsqueda del enemigo a quien negar; y, por tanto, el abandono de lo que la izquierda es, término de una lucha contra el capital.

La búsqueda de culpables, en definitiva, es síntoma y manifestación de la derrota; sus primeras heridas suelen apreciarse en la organización y la ideología, pero en el paso siguiente sucumbe también la teoría. La más frágil y menos resiliente de estas armas, la organización, es la que primero y más definitivamente se quiebra; pero también es la pérdida menos dramática, pues es la más fácil de sustituir. La pérdida de la ideología, en cambio, tiene mayores consecuencias; por eso requiere ser pensada con detenimiento. La teoría, por el contrario, es la más exigente, por eso en ella la batalla es más larga y densa, donde el poder dominante se juega su ser o no ser; de ahí que me parezca el lugar decisivo, el frente más delicado, el que más sangra.

De la organización diré poco, excepto la llamada a su historicidad, los peligros de los desbarrancaderos que enmarcan el camino, el de la tendencia a persistir en la obsolescencia y el de la ilusoria bondad de la innovación, dos abismos que exigen recursos nuevos, inéditos, que la izquierda habrá de ir produciendo, usando y seleccionando o rechazando en su experiencia; nadie puede normalizar la logística de la izquierda, no caeré en esa tentación. Los medios técnicos del futuro sólo podrán valorarse sobre la marcha; si alguna determinación podemos introducir en su producción, provendrá de los fines irrenunciables y fijos a los que han de estar subordinados y del conocimiento del ser social, de la realidad histórica, del modo de ser del capital.

La ideología y la teoría tienen más consistencia que la organización, y en sus formas más generales se mantienen a lo largo de la vida del capital, del que se alimentan. La ideología, componente de la voluntad de poder, tiene sus vicisitudes, su particular historia; pero también la teoría, el conocimiento, es una poderosa componente de la voluntad de poder, que aporta seguridad, continuidad, esperanza. Una y otra se refuerzan mutuamente, y se limitan, se sobredeterminan. Por ejemplo, en el caso de la culpa que comentábamos más arriba, la búsqueda de culpables dentro del “nosotros”, tan presente en nuestro tiempo, indudablemente expresa en sí mismo y per se el hundimiento de la ideología de izquierda, que manifiesta la debilidad de su voluntad de poder; pero también expresa su derrota en tanto dicha búsqueda de culpables simboliza la sustitución de una actitud orientada a la comprensión de la realidad, a su conocimiento, a la emisión de un juicio teórico, por otra en que predomina la voluntad de juzgarla, de valorarla, de emitir un juicio moral. Es decir, el cambio de actitud, de posición, expresa el abandono de la honesta tarea de pensar el factum en las coordenadas de la necesidad y la posibilidad y su sustitución por la arrogante tarea de imponer la norma, de distribuir culpas y penas instalados en cátedra del entendimiento divino.

Al concepto materialista de izquierda le es intrínseca la voluntad de comprender y transformar el mundo −una de las fuerzas cuyo haz trenzado constituye la voluntad de poder−, de pensar sus condiciones; incluso destinada a negar el capitalismo, no puede renunciar a comprenderlo, ni en su funcionamiento técnico ni en su necesidad histórica; ni siquiera puede dejar de reconocer en él su razón de ser, ni su función positiva en el desarrollo de la humanidad. No lo niega porque sea el mal (absoluto, eterno), sino porque ya no es lo mejor −y en la medida en que ya no lo es− que está a nuestro alcance, que tenemos otras posibilidades a la espera.

Quiero extenderme un poco en esta idea, que subyace como fuente del ensayo y no siempre se deja ver su función. Mi insistencia en la caracterización de la izquierda actual como anticapitalista pretende aportar un fundamento objetivo al modo de ser de la izquierda, evitando su confusión con un código de valores; esa opción se funda en una distinción ontológica, y una opción clara por la vía materialista. Esta opción nunca quedará suficientemente justificada, y mucho menos demostrada, cosa imposible; debería valorarse por su universalidad −si se prefiere, su coherencia− y por su potencia hermenéutica, por su riqueza en la comprensión del mundo de la vida. En todo caso, es una opción, que genera un campo de verdad o de “validez”; no es una verdad absoluta, pero sí delimita un campo de verdad, que sólo tiene sentido dentro del mismo.

Pues bien, a partir de aquí podría objetarse que todo está fuertemente condicionado por un valor, que en negativo se manifiesta como rechazo del capital; toda la caracterización de la izquierda no respondería tanto a la cuestión de la objetividad del concepto cuanto a la negación del capital, que al menos implícitamente queda puesto como el mal social. Entiendo que la lectura del texto puede generar esa sospecha, pues explícita e insistentemente se reconoce el orden del capital como el factum a negar por la izquierda; ésta viene en gran medida interpretada como nacida para negar el capital. Y como éste, en la abstracción que requiere aquí el análisis, aparece como el contexto de la izquierda, el objeto a negar por la izquierda, y comprende que su figura sea parcial y sesgada, como “conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno”, −según reza la definición del infierno en el catecismo del padre Ripalda. En consecuencia, la función de la izquierda, llamada a negar ese mal, queda al fin legitimada por su función ética, casi religiosa, contra la presencia del mal en el mundo; mal social cuyo fundamento estaría en la desigualdad, y que en nuestro tiempo tiene en el capital su soporte y principal activo. Por lo tanto, la izquierda no habría escapado de las garras del subjetivismo, estaría pensando desde una ontología del valor, aunque escondida y disfrazada de objetividad.

Quiero subrayar de entrada que no considero oportuno, para evitar esta crítica, diluir ni suavizar los rasgos maléficos con que se describe el capital, el excesivo énfasis del “anticapitalismo” ideológico que desprende; no pretendo hacerlo, porque el capitalismo es hoy el nombre adecuado del mal social. Cierto, también es el nombre del progreso, de la tecnología y la productividad, del nivel de bienestar, la sanidad y la educación universalizada, de la baja mortalidad infantil y de la sensible prolongación de la vida; incluso es el nombre de la cultura pluralista, de la ética humanista y humanitarista, la democracia, los derechos…. Sí, buena parte de todas esas condiciones de existencia se han producido de la mano del capital, el modo de producción más poderoso de los que han existido nunca. Pero también es un modelo de sociedad y de vida que lleva intrínseco los males que venimos y seguiremos subrayando. Si se tratara de comparar asépticamente dos modelos, sería justo exigir la explicitación del debe y del haber en la cuenta de resultados; pero qui no se trata de eso, sino de describir las funciones de la izquierda, y éstas tienen que ver con la parte mala, tratando de negarlas. La construcción de una sociedad alternativa, lo he dicho, corresponde a la izquierda por “importación”, llega a ella en la maleta de sus miembros en tanto habitan con la gente decente; lo propio de la izquierda es luchar contra el capital, en sus efectos y huellas y en sus lugares sagrados, el poder político y las relaciones de producción. La izquierda ha de ser bastante iconoclasta, poco propensa a elogiar imágenes o modelos; esa tarea la hacen otros, con mala o con buena fe; y está bien que así sea, pues elegir y construir una ciudad implica muchos y distintos actores; y, sea cual fuere el resultado, allí habrá desigualdad y dominación, y por tanto surgirá necesariamente una izquierda, con gente que incluso como personas decentes participaron en la construcción.

Siempre he dicho que hay que dar al César lo suyo, y a Dios guardarle el diezmo; pero nada más. Por eso, aquí no se trata de ofrecer una descripción neutra o equilibrada. Demos definitivamente por cerrada esta problemática reconociendo que el capital está bajo nuestra civilización, nuestra ciencia, nuestra cultura política, nuestra ética…; y suspendamos el juicio moral sobre su historia, sus desbarrancaderos y sus cunetas. No hay sujetos a quienes queramos ahora juzgar; sólo hay un escenario en el que los de abajo, los arrinconados a la izquierda del todopoderoso capital, necesitan vivir, tienen que luchar y se sienten debilitados, con su voluntad de poder bajo cero. Es normal que, en búsqueda de fuerzas, trate de encontrar un relato más o menos metafísico o imaginario, una plataforma donde apoyarse y desde donde resistir. Si el nihilismo se manifiesta psicológicamente como la pérdida de sentido de la lucha por la existencia, y en esa representación pesa mucho la impotencia para pensar que las luchas anteriores hayan servido para algo y, sobre todo, que haya otros lugares adonde ir, se comprende que ese pesimismo que sugiere la rendición sin condiciones sea el primer obstáculo a superar.

Pues bien, en esa dirección quiero insistir en lo que ya de modo fugaz y disperso he venido haciendo, deseo resaltar algunas matizaciones que permitan un juicio equilibrado sobre la aportación del capitalismo a la historia y sobre la participación de la izquierda en ellas; al fin la izquierda forma parte del orden del capital. Obviamente al escribir la historia suelen enumerarse las aportaciones del capitalismo a la humanidad −el “capitalismo” en abstracto, como sujeto simple−, perspectiva que sin duda defiende su rostro productivo y favorece su canonización; perspectiva en apoyo de su reproducción, de su eterna prolongación, que neutraliza toda voluntad de cuestionamiento u oposición al mismo. Pues bien, yo bajo un nivel de abstracción y me sitúo en el capitalismo como contraposición, y un poco más concretamente como oposición y lucha entre las fuerzas sociales creadas, separadas y enfrentadas por la desigualdad intrínseca a su forma capital. Y desde esa posición se ven otras cosas, se aprecia por ejemplo que las aportaciones del capitalismo a la historia de la humanidad no son ceraciones ex nihilo del “capital”, que aunque elemento dominante es sólo un elemento del “capitalismo”; aun siendo suyas, del capital, en tanto que se han producido en su tiempo de dominio y se las ha apropiado y usado en su reproducción, esas aportaciones, esas creaciones de bienes, relaciones y estructuras sociales son resultado de un proceso práctico complejo, en el que han intervenido los otros elementos del capitalismo (y en particular la clase trabajadora con su trabajo y la izquierda con su oposición), subsumidos en la forma capital, e incluso algunos exteriores a su orden. No podía ser de otra manera, pues la mirada materialista exige que todo sea proceso productivo, y éste siempre es negación de elementos y formas anteriores, “consumo” de materia prima y de medios de producción. O sea, que en una ontología materialista los méritos han de estar más repartidos entre los diversos actores, incluso los más humildes y dominados; y algunos de esos méritos, de esas conquistas sociales y políticas, científicas y éticas, culturales y humanas, llevan la huella −y la sangre− de la izquierda. Desde esta posición a la vez hermenéutica y práctica, la izquierda puede ver en la historia del capitalismo su propia historia, su huella; y puede liberarse de esa visión de la misma como fracaso para pasar a pensarla como aportación satisfactoria e irrenunciable. Insisto en ello, este cambio en la perspectiva no pretende ser sólo un bálsamo contra el pesimismo, sino una reformulación conceptual muy radical, pues exige abandonar la consciencia de sí como puro anticapitalismo formal, como oposición exterior, como lucha simbólica del bien contra el mal, para “apropiarse” del capitalismo, reconocerse en su historia, cargar con parte de sus éxitos y fracasos; exige liberarse de la tentación escatológica y sustituirla por la consciencia de la finitud, en que el avance de la igualdad y la justicia es una vereda por terrenos impuros. En definitiva, y a efectos prácticos inmediatos, esa perspectiva exige a la izquierda librarse del tic infantil de condenar al capitalismo al juego purificador que deje nacer espontáneas y frescas nuevas flores para asumir que no hay otra vía que caminar en el capitalismo −al fin hábitat de la izquierda actual−, arrastrarlo, e ir construyendo sobre sus superficies erosionadas nuevas formas de hegemonía, nuevos ritmos de dominación, nuevos espacios liberados de sumisión. Tan rápido como se pueda, pues los tiempos biológicos no dejan de fluir, pero sin saltos equilibristas sobre el abismo que no conducen a ninguna parte. En esta perspectiva estableceré resumidamente tres ideas que, a mi entender, sirven para dar al César solamente lo que es suyo.

Primera idea: hay que distinguir entre lo producido por el capital, en modo de producción capitalista, y lo producido en las formaciones sociales con hegemonía capitalista, es decir, lo producido “fuera” de la producción estrictamente capitalista pero subsumido en ella. El capitalismo es una forma, la forma dominante, que organiza, ordena, jerarquiza, dirige y subordina la compleja red de elementos y relaciones sociales encuadrados en ella; y estos contenidos subsumidos tienen cada uno su propio ser, aunque subordinado, sobredeterminado, e incluso escondido bajo su modo de aparecer, bajo su función. Es algo intuitivo que aún hoy persisten formas de trabajo precapitalistas, en gran parte fuera de la órbita del mercado; pero incluso así esos productos acaban siendo afectados por la lógica de intercambio dominante, la manera de producirlos y de intercambiarlos no puede eludir el campo magnético que pone el movimiento del capital. Me refiero, en definitiva, a la presencia de prácticas y relaciones económicas, sociales, culturales que son en esencia ajenas al capital, que incluso ya han devenido lastre, pero que están formalmente subsumidas en su orden y que en cierto modo hacen de marco, de límite, e incluso con efectos de sobredeterminación. O sea, el capitalismo no funciona como sujeto libre, sino con ciertas determinaciones; su producción, incluso su autoproducción o reproducción, lleva siempre la huella de la exterioridad de la que se alimenta y contra la que actúa. Basta recordar dos de estos límites exteriores, presentes desde sus orígenes: la fuerza de trabajo que había de ir extrayendo de las formas de vida comunitaria preexistentes y la naturaleza como fuente y almacén inagotable de materias primas. La historia de su relación con la primera la cocemos bastante; la de la segunda comenzamos a mirarla con preocupación; pero ambos casos nos sirven para reforzar la idea de que el capital no trabaja solo, que siempre cabalga sobre mediaciones. Y esta idea debería servirnos para dar un paso más y, en lo posible, des-substantivar y des-subjetivar el capital, y verlo como una forma que se apropia y hace suyos los elementos sociales subsumidos, los reorganiza, unifica y hace funcionar en su provecho. Pero buena parte de esos elementos subsumidos, condiciones materiales de la producción y la ida social, son posesiones pero no propiedades del capital, que los usufructúa; en consecuencia, son como una conquista, que nunca pierde del todo la tendencia a seguir su ritmo propio, y que puede subsistir bajo un nuevo colonizador.

Segunda ides: en línea con lo anterior, hay que distinguir en lo producido por el capital lo aportado o creado por él y aquello que subyace y le transciende. En la producción, en un proceso productivo, siempre hay una materia prima que transciende el proceso. Lo hemos visto en el trabajo, que, en tanto relaciones del hombre con la naturaleza para sobrevivir su origen se pierde en el de los tiempos. Como proceso de vida, el trabajo ni lo inventa el capital ni se acabará con su cambio; el trabajo, como proceso cuasi “natural”, va siendo concretado para adecuarse a su nueva función subordinada: su función básica −producir bienes de vida− y su forma esencial −relación del hombre con la naturaleza, por muchas mediaciones que se acumulen− no desaparecen, pero quedan subsumidas en otra que las domina y determina, en este caso la valorización del capital, que es la finalidad que el capital impone. Sí, sea como sea ha devenido trabajo capitalista (por su función principal, la que le asigna en capital, la que espera el capitalista), pero no deja de ser mero trabajo natural, y se manifiesta en que para el trabajador sigue siendo eso, un modo de obtener sus bienes de vida gastando su fuerza de trabajo.

Tercera idea: en la aportación del capitalismo a la historia de la humanidad, en todos los órdenes −ciencias, artes, tecnología, derechos, instituciones democráticas− hay que distinguir lo que debe contar en su haber, que sin duda es mucho, y aquello que en cierto modo le fue arrancado. El orden social capitalista, por lo que acabamos de decir, siempre fue un orden social complejo, lleno de restos de naufragios anteriores, sobrevivientes en las márgenes y en las cunetas de la historia; además, desde su origen, en su big-bang particular, aparecen las clases y aparece la izquierda. Por tanto, surgen fuerzas resistentes, enfrentadas, que tuvieron un papel en el movimiento, en las producciones en todas las esferas sociales, en los cambios de relaciones y prácticas, en la evolución de las instituciones y métodos… Sin duda, todo ello grosso modo puede ser pensado como aportación del “capitalismo” a la historia de la humanidad, pero sólo en tanto se entienda por “capitalismo” esa red compleja de fuerzas que incluyen las anticapitalistas; fuerzas en contraposición, en lucha, pagando con dolor y muerte la construcción de un modo de vida… que a pesar de su poder sigue impotente para eliminar ese sufrimiento. Tan pertinazmente impotente que hace surgir la sospecha de que pertenece a su esencia esa desigualdad que funda la insuperable dominación.

Considero que con estas tres matizaciones hermenéuticas puede valorarse más adecuadamente la función histórica del capitalismo. Al fin y al cabo, la tendencia al desarrollo social es una fuerza equivalente a la que rige la evolución de las especies: siempre es una lucha por la vida, por vencer las resistencias exteriores e interiores que devienen obstáculo. Cada forma ofrece unas posibilidades al ecosistema, pero si éste resiste y se desarrolla se debe en gran parte a los elementos que lo constituyen. La “forma” tiene su momento, su siglo o milenio de gloria, según su elasticidad y su resiliencia; pero cuando llegue a su límite y colapse dará paso a otra que ejercerá su hegemonía sobre la vida.

Regresando a nuestro escenario, con las anteriores reflexiones pretendía decir que la izquierda ha de hacerse cargo de los dominios del capitalismo, de ese ecosistema social, para liberarlo de la hegemonía del capital y propiciar que surja una nueva forma dominante, que no es tarea de la izquierda actual construir en positivo. El escenario del “socialismo utópico” (socialismo ético, comunitarismo), que niega el orden del capital como expresión del mal y en nombre de una idea −tan radical en el juicio y en la condena como en la gratuidad y arbitrariedad de la alternativa−, no puede ser la ideología de la izquierda real y objetivamente anticapitalista. Ese camino lleva fácilmente al desengaño, la impotencia y la culpa, y así al círculo vicioso de esa enfermedad social de la voluntad de poder que llamamos nihilismo. Del mismo modo que el científico no es culpable de la existencia de enfermedades insoportables e incurables, que su compromiso se limita a estudiarlas, conocerlas y comprender su lógica, así la izquierda debería olvidarse de la búsqueda de culpables y entregarse por completo al conocimiento del mal en el ser social.

La pregunta genérica por el sujeto culpable tiene una respuesta abstracta trivial, pues no puede ser otro que el orden capitalista, el culpable es el capitalismo. Pues bien, no estaría de más pensar que en cierto modo el capitalismo somos todos; unos más que otros, pero todos estamos ahí, para lo bueno y para lo malo; por acción y omisión, todos formamos parte de esa historia. Por tanto, lo más razonable es abandonar la directriz de la culpabilidad, dejarnos de buscar errores estratégicos, vicios en las organizaciones o en sus dirigentes, incluso “traiciones en los individuos”. Todo eso no deja de ser accidental y secundario, y sería más sano atribuir de oficio esos “errores” al capital, nuestro enemigo, ver sus heridas en la izquierda como efectos de su voluntad de poder. Pero, insisto, hemos de ir más allá y abandonar la perspectiva del juicio moral y la culpa; hemos de olvidarnos de nuestro afán justiciero y en vez de buscar culpables dedicarnos a buscar explicación y comprensión de lo sucedido, presuponiéndolo objetivo, necesario y posible. Con esta actitud metodológica podremos acercarnos a la respuesta, que exigirá concreciones y determinaciones diversas, que será múltiple y compleja; cuanto más abandonemos la perspectiva moralista y justiciera, cuanto menos pese en nuestra reflexión, más posibilidades tendremos de llegar a una representación de la realidad consistente y útil.

En consecuencia, el concepto de izquierda que intento articular y proponer exige, como imperativo epistemológico, ver la causa última de su derrota siempre fuera (fuera de la izquierda y, en el límite, que ahora no nos preocupa, incluso fuera del capitalismo). Hemos de asumir, como principio metodológico flexible, que la izquierda actual es lo que puede ser, sin juzgarla por sus pecados, que no son suyos, pues en definitiva todos sus “errores” provienen de sus carencias, de su impotencia, de sus determinaciones, y ésta viene dada por la fuerza del otro. En esta perspectiva materialista, práxica y dialéctica, creo muy conveniente que reflexionemos sobre la especial intensidad y cualidad de la subsunción en que hoy se mueve la izquierda, sobre los radicales, diversos y sutiles efectos de la dominación a que está sometida. Trataré de ofrecer a continuación una descripción, o un boceto de la misma, con mis puntos de vista; lo haré conscientemente de forma muy esquemática, en unas cuantas proposiciones sintéticas, como vengo haciendo, seguidas de breves cometarios que desglosen y valoren su contenido.



11. LA IZQUIERDA SIN IDEOLOGÍA

Proposición 11.

“Nos han robado la ideología. Una izquierda duramente derrotada es una izquierda desarmada: y su arma más esencial es la ideología, esa fuerza que nace en la necesidad y se mueve con la voluntad. La izquierda está derrotada en la medida en que está desideologizada. Su inevitable fracaso en el espacio económico y su ineficiencia en la lucha política se vieron continuados con la cesión del espacio ideológico propio, que se concretó al asumir la tesis de la derecha que había declarado la vaciedad y esterilidad de los grandes relatos. El positivismo, ideología de la ciencia y del sujeto, ha triunfado sobre el poder negador del ideal, ha devenido hegemónico, dominante, como parece corresponder a la supremacía de la clase dominante. Y ha conseguido que la izquierda asuma inconsciente su defensa”.

Comentarios:

11.1. El final de las ideologías.

Una duda previa: ¿nos han robado la ideología o nos la han usurpado? Suena igual, pero no es lo mismo. Hubo un tiempo en que apostar por el cambio, por el progreso, por los grandes ideales, por la historia, parecía patrimonio de la izquierda; tiempos en que ésta adoraba las nuevas ideas, buscaba nuevas relaciones, inventaba nuevas prácticas, adoptaba nuevos rituales, en definitiva, en que rendía culto al movimiento, al devenir purificador, frente a un enemigo parmenídeo instalado en el statu quo, conservador, reaccionario e incluso involucionista. ¿Lo recordáis? Eran tiempos de esperanza, en que pensábamos que la historia, fuera la que fuera, estaba de nuestra parte, era nuestra solución; tiempos en que “la izquierda de la izquierda”, bellísima en su figura infantil e inocente, llamaba a “agudizar las contradicciones” como estrategia suficiente, pues caminando deprisa se llega antes, acelerando la noche aparece más rápido la aurora. Eran tiempos con ansias de llegar a ser, con fuerte y sana voluntad de poder (de poder ser).

Hoy ha decrecido esa fe, esa consciencia de estar en la posición correcta, esa ilusión de tener de nuestra parte la razón y el futuro; el fuego enemigo, tozudo y persistente, perforó las líneas de defensa en dos frentes. Por un lado, consiguió extender la sospecha, minar nuestra confianza, en que la dialéctica histórica, aunque sea a través de los “océanos de sangre” que pensaba el joven Hegel, nos lleva a la reconciliación, al paraíso de la justicia y el derecho; y así, aunque se nos haga interminable el camino, su final justifica el sacrificio y legitima incluso el coqueteo con el mal. En nombre del realismo la ideología dominante, bien vestida de filosofía científica, nos empujó a aparcar los sueños y aceptar lo posible. El “pluralismo razonable” rawlsiano señalaba nuevos y más prosaicos límites al “principio esperanza”, de los amplios horizontes, al que apuntaba Ernst Bloch en el exilio y en plena guerra mundial [17]. La izquierda fue dejando el “radicalismo” como “no razonable”, sutilmente puesto en la frontera del terrorismo; los grandes ideales pasaron a ser redescritos como espejismos; la consciencia se preparaba para asumir que el camino que se eterniza sin vislumbrar la meta en realidad no lleva a ninguna parte, es un mero dar inútiles vueltas en la rueda del hámster. Por otro lado, en una batalla más camuflada y profunda, de las muchas que la izquierda ha perdido sin entrar en combate, sin usar sus armas, situada en la ontología, los “intelectuales orgánicos” del orden del capital, que decía Gramsci, bombardearon sobre las sospechas y arrasaron toda resistencia. Ayer los nouveaux philosophes −felizmente olvidados− y hoy sus bien dotados relevistas del pensiero debole −lánguidas figuras fenecientes−, unos y otros asteroides efímeros de esos que paradójicamente dejan huella, de los que hacen desaparecer a los dinosaurios, vaciaron la consciencia social con su sublime visión según la cual el lado oscuro de la ilusión revolucionaria no es confiar en una historia interminable que sólo en un final imaginario se abre al paraíso, sino creer en ella, creer que la historia es algo, un camino que va a alguna parte, temida o deseada. Lo insólito y patético según estos filósofos −los nouveaux y los deboli, y sus variantes− es que hayamos creído y sigamos creyendo que hay historia, que hay camino que conduce al otro lado del espejo, cuando en el mejor de los casos sólo es un Holzwege heideggeriano y en el peor una macabra mímesis de ese oscuro instinto del hámster que gira y gira la rueda, uniforme e indiferente, sin la belleza trágica de Sísifo. ¿Qué más da caminos de bosque que caminos en la mar?, vienen a decirnos. Al fin se trata de no ir a ninguna parte, ni siquiera en ilusorios viajes a lo imaginario; no se trata de no poder, se trata de no poder querer ir a ninguna parte. Es la derrota nihilista de la voluntad de ser.

Es terrible la alternativa en la que estas filosofías nos han enredado, de la mano de las luces de neón de sus nuevos e inescrutables usos lingüísticos. Han conseguido aportar consciencia al hámster, que en su inconsciencia seguía incansable adelante, y ponerlo en la alternativa de asumir ser lo que es. Le obligan a elegir entre dos modos estereotipados de ser: ser un absurdo girar la rueda, modo que ahora con la consciencia queda cargado del sufrimiento de saber que no saldrá del circo, o ser una huida eterna de esa voluntad de poder imposible, con la esperanza de lograr la placentera entrega a los deleites de la erosión del ser, de la inmediatez y lo efímero. Nos proponen, nos imponen, una metamorfosis desde la figura del rey desnudo a la del hombre sin atributos, pero en el momento en que uno es consciente de su desnudez y el otro de su vaciedad. Una alternativa cuyo efecto inevitable, aunque sea mientras lo pensamos y decidimos, es la puesta en stand by de la ideología, que devaluada y oxidada pronto devendrá irrecuperable.

Esta alternativa ha sido diseñada, formulada y expandida por la filosofía, que así nos muestra su complicidad con esa pérdida de la ideología de la izquierda, cogida una vez más por sorpresa, arrastrada una vez más por el movimiento de la sociedad. Esgrimiendo el espantajo del realismo y del análisis, la filosofía se puso postmoderna y cogió a la izquierda en mal momento; casi no entró en combate. Lo cierto es que en esas batallas en las que apenas hemos entrado, de las que apenas nos hemos enterado, pues al fin parecían nuestros amigos −no procedían de los abismos de la derecha, nos decían que eran nietzscheanos y benjaminianos, que se preocupaban por las víctimas−, se nos perdió la ideología de izquierda, que la teníamos y era útil. Entramos sin darnos cuenta en la época del fin de las ideologías.

La ideología de la izquierda se había construido sobre el presupuesto de que la historia, con su finitud y sufrimiento, es su camino, expresa su marcha hacia su telos, hacia la realización del ideal. La sumisión en el presente quedaría justificada y superada en la revolución del futuro; la razón, que expresaba la lógica de la historia, estaba de su parte. El fin de las ideologías, por tanto, era el final de esos relatos de esperanza. La pérdida de la ideología −su devaluación como arma, invalidada para el duelo− fue el éxito de su enemigo, pues desarmó a la izquierda que se manejaba peor con la ciencia. Ese cambio de reglas con “ilegalización” de la ideología supuso un duro revés; la pérdida de la ideología desarmó a la izquierda.

Ahora bien, la ideología no es un instrumento de usar y tirar, es un elemento constituyente del orden social, de todo orden social, con unas funciones en el mismo. La declaración de su final tuvo siempre cierto aire de sospechosa. ¿Se perdió realmente la ideología? ¿No siguió operando en otros lugares, con otras formas más discretas de intervención? ¿No asistimos realmente a la ideología del fin de las ideologías? Personalmente tuve esa sospecha desde el principio, recogida en mi primer libro, El mcluhanismo, ideología de la tecnocracia (1972), en el que buscaba el nuevo lugar y la nueva forma de expresión de la ideología precisamente en aquello que se exhibía como su verdugo y alternativa, la tecnología. Siempre sospeché que el capital funciona así, devalúa las armas de combate puestas por él mismo cuando su enemigo ha aprendido a usarlas con eficiencia. Es lo que denunciaba G. Lukács en El asalto a la razón, mostrando que, creadora del racionalismo e impotente ya para mantener su hegemonía con las armas de la racionalidad, la burguesía emprendió la lucha contra la razón, que en la filosofía se inició con Schelling y Nietzsche como destacados pioneros. Si la razón ya no sirve para reproducir el dominio, lo mejor es eliminarla como arma a elegir en los duelos.

De todos modos, podríamos discutir si en el caso de la ideología se trata de una mera “pérdida” por parte de la izquierda, que renunció a ella o dejó de usarla. Aunque esa pérdida se formule en términos descriptivos más dramáticos o apocalípticos, como “caída”, “hundimiento” e incluso “muerte” de las ideologías, no me parece que recoja bien el proceso ni los efectos. Sea cual fuere el aspecto en que se pone el énfasis, el factum de la crisis o debilitamiento de la ideología de la izquierda suele presentarse como impersonal, como mecánico o natural, como cosa que sucede, que tiene lugar, pero siempre se oculta que es efecto de la lucha, de la contraposición de fuerzas en contienda. Se difumina y desvanece así que las “víctimas” no han sido las ideologías, sino el sujeto social que en la confrontación las usaba como armas. “Las usan todos”, tendemos a decir; sí, pero unos, con peores cartas, buscan anular la partida; quien pierde era el que disfrutaba de la ideología más potente, con el viento a favor de la historia. De ahí que “pérdida” de la ideología es como la pérdida de las armas, un síntoma de derrota; por eso es relevante pensar y decidir si tras la pérdida hay desventajas mutuas o se oculta un hábil gesto de usurpación, que no es lo mismo.

De entrada, me inclino a pensar que en la crisis de las ideologías hubo un robo con dolo, pero también con ánimo de lucro; aunque el resultado del juego haya sido que de uno u otro modo le han robado a la izquierda su ideología, me temo que ese robo se ha llevado a cabo bajo la forma de una sutil usurpación; no le han privado de ella para esterilizarla y arrojarla a la cuneta de la historia, sino que, bien refinada y enmascarada, usan su ideología en contra suya. No sólo le han privado a la izquierda del arma de su ideología, de su potente uso y disfrute, al tiempo que el enemigo ladinamente sigue usando la suya, gestionando bien sus atractivos, sino que la propia ideología robada debidamente reciclada sirve al nuevo propietario −a su opuesto, a la derecha− que acaba usándola contra ella. En consecuencia, si la ideología de izquierda tenía su fuerza en que le garantizaba el futuro, ahora ese futuro parece propiedad definitiva del capital.

Efectivamente, en esa usurpación llevada a cabo por la derecha, ésta se revela travesti y humana, mostrando así su capacidad de enmascararse, su interés y gusto por la simulazione y disimulazione, como buen gobernante −como “principe de gran virtù”, que decía el florentino (y que aquí viene a propósito, pues la derecha tiene esa virtù, como se revela en su capacidad para mantenerse en el poder). La usurpación añade al robo ese plus de eficiencia; al usarla para sí, al usar la derecha para sí la ideología robada a la izquierda, deja de mostrarse con ropas de ayer, reaccionaria y conservadora, despótica y prepotente; ya no quiere mostrarse mirando al pasado, no quiere aparecer en escena con sus viejas insignias y estandartes, sino que de la mano de su señor el capital se ha lanzado a conquistar el futuro, a dominar el futuro, a comerse el futuro. Tanto es así que parece que ni siquiera el presente le interesa. El conservadurismo, el respeto al pasado, el culto a la ruda positividad, hacen hueco para que se instale en la existencia el futuro como elemento dominante, subsumiéndolo todo.

Sí, hay un momento −en las primeras etapas del capitalismo, pero también en las recientes, en la internalización o globalización, en la universalización de los derechos humanos, de la democracia, incluso del bienestar, con todas las sombras y agujeros que hacen de lastre− en que la derecha, gestora del capital, deviene progresista y se embarca a la conquista del futuro, en que quema las velas y se entrega al futuro. El pasado no existe, y puede ser relatado de cualquier manera; el presente es líquido, ameboide, inconsistente, y no se deja determinar; sólo el futuro se deja escribir con trazos fuertes, compactos, seguros, cual divinidad que justifica el sacrificio y la inmolación ritual.

Después entraremos en esa batalla simbólica por el futuro que la derecha comienza a ganar a la izquierda; de momento basta resaltar que le roba el futuro −la representación del futuro en su ideología− del modo más impactante y enigmático, para realizarlo en el presente, para construir el presente; y pone a prueba el sentido y la misma posibilidad de existencia de una izquierda sin futuro. Lo curioso es que la izquierda se encuentra cómoda en la nueva música de las esferas, pues siempre soñó que su salvación está en el futuro, siempre se preparó para la conquista, para la odisea del futuro; le cuesta entender que ahora el futuro lo pone (lo llena, lo crea, lo consume) la derecha, que se ha vuelto progresista y llama movimiento general a transcenderse, a saltar sobre los límites esclavizadores del presente. Se entenderá, pues, que diga con énfasis que la “pérdida” de la ideología de la izquierda no es sólo un robo, sino también una usurpación; si se prefiere, un híbrido bifronte, que vacía su alma para rellenarla (el alma también está afectada del natural horror vacui) de nuevo con un sucedáneo enmascarado.

Lo que trato de decir es que la batalla por el futuro, en la que se juega el presente, se da en la ideología, y la izquierda la está perdiendo. En tanto el capital domine el futuro, los elementos y la lógica de su construcción −así como la idea del mismo, la representación, el relato−, habremos de reconocer o sospechar que la izquierda ha perdido su batalla en la ideología, y ha perdido su ideología; y es así porque en esa confrontación no se ponían en juego dos ideologías, dos visiones alternativas del mundo y de la vida una frente a otra, sino que se jugaba quién se hacía dueña de la ideología hasta entonces propia de la izquierda, quién pasaba a usufructuar las ideas de “futuro” e “historia” que la articulan, y así quién pasaba a ser dueña de la consciencia social, que no puede vivir sin esperanza.

Por eso insisto en que nos han robado la ideología, que el capital se ha apoderado de ella, se ha apropiado de la representación de la historia y de la gestión del futuro, y la derecha se siente sorprendentemente cómoda gestionando su actual ideología de la izquierda. Claro que la ha pulido, aderezado y maquillado, pero en lo esencial, que es el control de las ideas de historia y de futuro, mantiene su potencia estructural, mientras la izquierda coquetea con las filosofías nietzscheanas y heideggerianas de la “erosión del ser”, de la contingencia, del acontecimiento, del debolismo, en definitiva, coqueteando peligrosamente con el nihilismo y el relativismo que tanto deben al subjetivismo impuesto por el capital. Y, para cerrar el cuadro, la izquierda no acaba de entender que ha perdido la batalla sin entrar en escena, que ha pasado de sufrir el robo a soportar la usurpación sin solución de continuidad. Los trenes pasan por la estación sin que haya preparado las maletas y sin atreverse a viajar sin equipaje.


11.2. La izquierda ante la okupación y la prostitución.

Es sorprendente ver con qué facilidad, resignada e incluso contenta, la izquierda se puso al frente de la crisis de las ideologías; y antes a la cabeza de la crisis de la ontología, en ese discurso que identificaba a la metafísica con los poderes obscuros de la dominación. Son muchas las batallas ideológicas libradas en la filosofía en las que la izquierda hizo de mero espectador o participó sin saber bien qué se jugaba ni a quién servía; no obstante, en ambos campos los errores eran forzados, ya que la falsa consciencia es una pasión que se sufre, y en el proceso deviene experiencia y saber; había que pasar por la infancia en el camino a la madurez. En todo caso, eran batallas que mostraban su salud, el estado de su voluntad de poder, o sea, la fuerza de su voluntad de ser, de estar ahí, de manifestar su presencia y su resistencia; las figuras de espectador expectante o de actor inducido representan posiciones con más proyección que el desconcierto y el escepticismo, que el nihilismo del déjà vu. Ni la expectación ni el error forzado constituyen una crisis; ésta implica un recorrido, una genealogía.

Ahora las cosas son distintas. Cuantos han escrito en las últimas décadas sobre la izquierda hablan de su crisis, de sus mil formas de crisis. Unos resaltan que se han borrado las fronteras entre derecha e izquierda, que sus vocabularios e ideologías se confunden. Ciertamente, desde que Daniel Bell en El fin de las ideologías (1960) y J-F. Lyotard en La condición postmoderna (1979) devaluaran los grandes relatos, la desideologización se ha ido extendiendo sin parar y con prisas, como si la uniformidad fuera requisito de la democracia, como si ésta requiriera la profesión de fe de “pluralismo razonable” en el que se fijan los límites a la diferencia y la superioridad moral y política de la voluntad de consenso, del “diálogo”, sobre la afirmación diferenciada de la propia visión del mundo. Así se ha presentado el fin de las ideologías como condición de la democracia pluralista, del “overlapping consensus” rawlsiano, que exigía dejar fuera la filosofía para hacer posible la política; dejar fuera los principios para que broten los acuerdos. “Democracia sin filosofía” o “política sin filosofía” pasaron a ser máximas para hacer posible la política entendida como diálogo y consenso entre gente decente (y aquí “decente” significa “razonable”, concepto enigmático y flexible, también él limpio de contaminaciones filosóficas).

La ideología −en el sentido de grandes cosmovisiones, grandes relatos− pasó a ser la primera víctima moderna de la democracia; la disipación de la ideología como fuerza subjetiva allanaba el camino de la democracia; de la mano del relativismo de los valores, del embellecimiento del pluralismo, del triunfo del pragmatismo, o simplemente de la estética del “buen rollo”, la ideología quedaba relegada a la trastienda, a la cuneta de la historia.

No es extraño, en esta perspectiva, que de forma simultánea y combinada se produjera en la filosofía el creciente abandono de la ontología dialéctica, el olvido de la contraposición o conflicto como esencia de la realidad social, sustituida por la concepción funcionalista y armoniosa de los entes, donde la oposición es anomalía o disfuncionalidad contingente y por tanto corregible. En lugar de pensar el orden y la paz como resultados efímeros en un proceso creador activado por la negación −visión que ha ido apareciendo en diversos momentos o como luces en las tinieblas de la historia, y que tomó fuerza en pleno desarrollo del capitalismo−, en las últimas décadas del pasado siglo se pasó a pensar el orden y la paz como estados naturales, las contraposiciones y conflictos como anomalías a reducir. De ahí la unidad en la valoración del consenso como bien político supremo; la socialización del consenso se convierte en el alma de la democracia y de la vida social. Por tanto, de este modo las ideologías mueren a manos del positivismo, que bajo la legitimación de llevarse por delante las extravagantes “metafísicas” del ser y de las esencias arrasa también el espacio de la dialéctica, oportuna y hábilmente metida en el mismo saco. Las ideologías mueren oficialmente a manos de la ciencia positiva, nuevo príncipe de gran virtù, en una muerte legal, hecha en nombre de la objetividad; pero son ejecutadas por esa (no)ideología (no)metafísica del diálogo, obra de un sujeto que, maquillado con la humilde vestimenta colectiva, deja sentir su poder, el poder de la subjetividad, liberándose de la mezquina y vulgar objetividad.

El abandono de la dialéctica por la izquierda ha sido la forma expresa, aunque no siempre consciente, de asumir el fin de las ideologías; desechada la perspectiva ontológica del conflicto, las posiciones políticas y sociales confrontadas diluyen sus fronteras, se vuelven ameboides, líquidas, pseudoreconciliadas, como enemigos distintos pero razonables compartiendo piso. Ya no hay frentes, el rio ha perdido sus dos orillas al correr subterráneo bajo una avenida cruzada por innumerables continuos puentes; tanto es así que, inquietos por la amenaza de perder la identidad de ayer, hay quien trata de pintar en la llanura aceras de colores distinguidos, donde se anuncien los límites norte-sur y oriente-occidente, para dar al paseante solitario señas de identidad, orientación para que sepa cuándo va y cuándo regresa.

No es nada baladí que Marx dedicara su vida a la crítica, en gran medida a la crítica de la economía política, a la que se entregó incansable en cuerpo y alma; y tampoco es baladí que esa crítica pivotara sobre la desmitificación del positivismo. Y no es casual que, más cercanos a nosotros, Lukács, Adorno y la escuela de Frankfurt, igualmente, hicieran del combate contra el positivismo la razón de ser de su filosofía. Pues bien, a partir de los años sesenta la izquierda comenzaría a rebajar su interés por esa lucha filosófica, y en gran parte iría ignorando esa función; desapareció la necesidad constante de esa tarea crítica, y su vacío fue progresivamente ocupado por cierto respeto a la ciencia empírica, traspasando sin licencia el prestigio de las ciencias de la naturaleza y de la vida a las ciencias sociales y humanas. En ese proceso no tardó en manifestarse el culto a la positividad, a lo dado, deslizándose sin solución de continuidad por el desbarrancadero de la falacia naturalista: del es al debe, la había descrito Hume; del ser al deber ser. Pero el actual culto a los hechos se ve favorecido por el otro desbarrancadero que protege la pista: el de la falacia sentimentalista, que se expresa en su imagen refractada como del es al quiero, aunque su disimulada imagen real es más bien del quiero al debe, formalmente expresada en el lenguaje político como “quieren, luego debo”.

Ninguna idea es hoy más universalmente aceptada que la que considera a los partidos políticos como instrumentos al servicio de las necesidades y deseos de la gente, sean cuales fueren estas necesidades, aunque sean “falsas” o imaginarias; la voluntad del pueblo −o simplemente la voluntad de la gente, expresión aún más indefinida y abstracta− marca el deber de la política, encargada de cumplir sus deseos y esperanzas. Esta idea parece actualmente un mandato divino, aunque legitima de modo indiscriminado la existencia del deseo espontáneo y avala su positividad de modo acrítico. Necesidades o deseos que subrepticiamente se identifican con las pasiones inmediatas manifiestas de la gente se elevan de facto al rango de exigencias naturales, racionales, éticas, y por tanto legítimas. Ningún motivo o finalidad tiene hoy más peso en nuestras ágoras ni es más poderoso en el argumentario de la política que el de legalizar la positividad, tal y como promueve la máxima generalizada y tópica de “hacer real en la ley lo que es real en la calle”. Ideal éste que, si se piensa bien, resulta realmente tan extraño como trivial, casi banal, que hoy se reviste de bondad política refugiándose en la bolsa marsupial de otro, cubriéndose con la pseudoaureola ética de otro ideal más clásico y universal, el de “convertir en derecho la sana voluntad del pueblo”. ¿Quién podría negarse a éste? Pero bajo la bella máscara se oculta en realidad una peligrosa máxima moral, hoy sacralizada aunque poco convincente, que simplemente reclama “darle al cuerpo lo que es del cuerpo”. El culto a la positividad es, no podía ser de otra manera, el efecto y el síntoma del reinado del subjetivismo.

Aunque a veces son consideradas dos posiciones filosóficas opuestas, positivismo y subjetivismo emanan de la misma ontología; creo que podría decirse que el positivismo es el rostro oculto del subjetivismo, tal que su legalización viene a ser el acto obsceno de autocoronación de un sujeto enajenado. Al enaltecer la positividad, lejos de reconocer la objetividad la simula y sustituye tras una máscara que enmascara el propio origen, la percepción del sujeto. La principal función del positivismo consiste en simular un culto a lo real existente para legitimar en su nombre y bajo su manto la miseria de esa realidad existente, superficial, percibida, positiva. Sus recursos y dispositivos son diversos y cambiantes, pero hay uno especialmente eficaz que suele pasar inadvertido: el juego de la sinécdoque.

Efectivamente, en el asunto que nos ocupa el positivismo usa una particularidad, un caso con fuerza real y densidad ética, para legitimar una universalidad en sí misma material y formalmente miserable. La trampa está en seleccionar una realidad particular cuyo contenido empírico y ético concreto e individualizado es evidente y generalmente reconocido. Esa particularidad puede referirse a una relación entre individuos o bien a una situación colectiva que a la consciencia social −conforme a sus valores, usos y costumbres−, le resulta evidente que merece protección y solución de manera potente, o sea, mediante su legalización. La evidencia de la necesidad empírica y de la calidad ética que impregna esa situación está en la base de su potencia persuasiva; pero, no obstante, escondido en esa particularidad cuya dimensión ética justifica su defensa e incluso su legalización −que tampoco es lo mismo−, la solución propuesta persigue otro objetivo, más general, que en el fondo arrastra la defensa de una universalidad miserable. En estos casos la bondad ética de un sujeto, una situación, o una relación particular −no extensible a su género−, su particular contenido material afectado de injusticia, se expande y universaliza para legitimar una situación o un sujeto general; en definitiva, la fuerza ética de una situación particular se instrumentaliza y enajena en la forma y en la positividad universal. Intentaré explicar mejor esta idea concretándola en algún caso actual.

Ante una positividad tan obvia como la existencia de gente que ocupa pisos (sea presionados por la situación particular del sufrimiento, la exclusión y la pobreza, sea guiados por motivos varios y razones diversas, que en conjunto definen y afrontan una situación más universal, un universal concreto), surge la necesidad de tomar posición, y entonces la izquierda se siente interpelada. Por tanto, se le plantea a la izquierda la necesidad de tomar posición ética y política, la cuestión de decidir si se identifica con la propuesta general de legitimar la ocupación, el problema general, la situación general, aunque se piense, se argumente, se apoye y se haga en nombre de la situación particular; es decir, la izquierda es inducida a buscar una solución a la situación del sujeto colectivo −razonablemente amplio y variado− de los okupas pero llevando las imágenes, los estandartes y las razones de gente que pertenecen al sujeto colectivo de los okupas aunque por motivos y determinaciones muy diferenciadas, arrastrados por la lucha por la vida y no por la lucha contra la forma de propiedad. En consecuencia, la izquierda toma posición a favor de los débiles, explotados y oprimidos y se suma a la reivindicación de su legalización de facto, no por el factum de su miseria, sino de su situación de okupa; una decisión sin duda por razones éticas, aunque pueda encuadrarla en una estrategia política. Y el argumento de base, con reminiscencias del clásico ius solis, suele ser que el hecho de la posesión otorga derecho; argumento aquí problemático, pero no extravagante ni despreciable, pues el ius solis y el ius sanguinis son dos fundamentos presentes en los orígenes de nuestras culturas.

Ante otros sujetos colectivos particulares, otros tipos de situación positiva objetiva e incuestionable de grupos sociales, como la prostitución en nuestras calles (casi siempre forzada, situación particular, y en otras ocasiones por distintos motivos que en conjunto forman la situación universal correspondiente), suelen surgir problemas de decisión semejantes. En ese contexto nace en la izquierda la propuesta, en nombre del realismo posibilista que nos aconseja no ir ni contra la historia ni contra la vida (ni contra los hábitos consolidados por la ya larga corriente de la historia ni contra los instintos y deseos que simplemente están y han estado siempre ahí como cosa dada, como componentes de la vida), de legalizar la prostitución (en general), de normalizar en nuestros valores y prácticas el tráfico sexual libre. El argumento es el mismo: legalizar lo dado, lo existente, tiene cierta fuerza retórica, y enmascarados tras la sinécdoque incluso sugiere densidad ética; pero, claro está, esa máxima y ese método de formularla se resiste manifiestamente a la universalización, y esto introduce dosis de sospecha, especialmente por los efectos perversos que tal universalización del principio arrastraría.

La cuestión para nosotros, en esta tarea de definir la izquierda, no es tanto la bondad moral, la coherencia jurídica o la justicia política de esas propuestas, sino la posición que corresponde a la izquierda conforme al concepto materialista de la misma. La problemática en ambos casos parece muy diferente, pues apenas encontramos entre ellos semejanzas, pero en el fondo es la misma, pues el fundamento de ambas políticas de legalizar la ocupación y la prostitución, junto a otros argumentos morales que aquí no valoramos, es la máxima de legalizar la positividad, de legalizar lo existente, pues su mera existencia expresa su necesidad y su bondad. Y sobre ese mismo fundamento hemos de formular nosotros las preguntas pertinentes: ¿responden estas posiciones de valor que se incluyen bajo la máxima de legalizar la positividad con la política de una izquierda anticapitalista autoconsciente?, ¿comulgan o se compadecen estas posiciones con las convicciones compartidas de la gente decente? O sea, ¿son tales posiciones defendibles objetivamente como políticas de izquierda?, ¿son reglas o máximas éticas, compartidas por la comunidad de gente decente?


11.3. La legalización de la positividad.

Dejo esas preguntas sin contestar de forma directa, aunque equivalga a dejar al lector con la miel en los labios; como no pretendo decir, y mucho menos argumentar, y en absoluto demostrar o legitimar, qué debe hacer la izquierda, y no me siento en condiciones de dar consejos a la gente decente, dejo las cuestiones así planteadas, con la esperanza de que su mera presencia tenga sus efectos. Me limitaré, por tanto, a ejercer la crítica sobre la “deducción” o fundamentación de esas políticas de legalizar la positividad, de elevar a derecho los hechos, que la izquierda con frecuencia apoya; reflexionaré sobre la pertenencia de ese método al concepto de izquierda, sobre la coherencia con su específico modo de ser social.

Al menos en esta perspectiva restringida, con esta pretensión metodológica y limitada, parece fácil mostrar que por “imperativo práctico” no puede aceptarse como universalmente válida la máxima de la legalización de la positividad, pues de lo contrario nos veríamos arrastrados a situaciones indeseables y cómicas incompatibles con la salud pública. Por ejemplo, en un mínimo ejercicio de coherencia deberíamos razonar que, dada la evidencia incontrovertible de que hay robos, hay violencia machista, hay cacos, hay corrupción, en aplicación de la máxima habríamos de concluir la necesidad de normalizar esa realidad positiva convirtiéndola en legal; vaya, que por esa vía acabaríamos legalizando el infierno. Podríamos seguir así hasta el esperpento: puesto que hay brecha de género, que también es positiva, convirtámosla por ley en obligatoria; y dado que hay desigualdad, que forma parte de positividad −una desigualdad obvia, obscena y creciente, un factum pandémico−, en coherencia deberíamos concluir que hemos de protegerla con nuevas leyes, por si se debilitan las existentes que las permiten o fomentan; es decir, estaríamos obligados a reforzar las condiciones sociales que ahora provocan, reproducen y alimentan ese estado de cosas. Y, embarcados en esa deriva, podríamos continuar razonando que, dado que ya existen de facto la marginación, la exclusión, la segregación, e incluso trazas y oasis de racismo, convendría que eleváramos su estado positivo a estatus social reconocido, legalizado.

¿Más ejemplos? Cojamos uno que nos permita avanzar. Hay sin papeles, y los hay, luego… ¿qué hacemos, legalizar su situación de marginalidad o, ya que están positivamente aquí, entre nosotros, considerarlos de los nuestros? Aquí surge un problema, yo diría que el verdadero problema: la falacia en la argumentación, que cometemos al seleccionar la positividad a legitimar; falacia al elegir la positividad, inscrita en el criterio de selección de la misma que espontáneamente ponemos en práctica. ¿Debemos legalizar su situación real y objetiva de individuos sin papeles?, ¿su situación de individuos sin recursos, marginados, que son ahí, que coexisten con nosotros, aunque sea como metecos? Obviamente no, pues sancionaríamos a la eternidad su condición accidental de metecos. No, esta positividad no queremos legalizarla; la positividad que invocamos al defender la legalización de los “sin papeles” es precisamente la nuestra, la que disfrutamos los ciudadanos con papeles. Pedimos su equiparación a nosotros, su inclusión en nuestra positividad jurídica; pedimos la negación de su positividad de exclusión; pedir legalizar esta exclusión sería una barbarie, nadie lo hace, ni siquiera las manifestaciones xenófobas, que no piden legalizar sino no legalizar y expulsar. Como revela este caso, argumentar la legalización de la positividad en general nos arrastra a decisiones en el límite arbitrarias; operar conforme al manual del positivismo grosero, que lleva a legalizar la existencia tal cual es, en su fresca e incontaminada positividad, lleva a alternativas paradójicas, arbitrarias o perversas; en cualquiera de los casos, no es un buen modo de argumentar. Si esa argumentación a pesar de sus manifiestas carencias sigue utilizándose, se debe a que siempre se trata de una positividad seleccionada, selectiva, que más o menos explícitamente encierra un contenido moral reconocido. Por consiguiente, no se trata tanto de legalizar la positividad qua positividad cuanto de legalizar una situación positiva, fáctica, que se considera justa, que se valora equitativa. En esta perspectiva los casos paradigmáticos antes mencionados de la okupación y la prostitución deberían valorarse y decidirse no desde la dudosa máxima política de legalizar lo existente, sino desde la menos problemática de legalizar la equidad.

Soy consciente de que los ejemplos pueden resultar tendenciosos, pues la realidad es más compleja y con más matices, y todo eso; pero he recurrido a ellos porque son actuales y útiles para poner de relieve la cuestión que aquí me preocupa, la retórica en torno a la positividad. Como diría Rousseau, para visualizar “las guirnaldas de flores que cubren las cadenas de hierro…”, el lenguaje de la razón que encadena al corazón cuando aquélla se identifica con el poder. Son sólo dos ejemplos, pero hay muchos, y todos se plantean en una atmósfera llena de retórica y demagogia. La izquierda consiguió devaluar o dejar fuera del debate la otrora sagrada autoridad de viejos y clasistas criterios del derecho natural y el derecho histórico, desplazamiento que consideró acertadamente como un triunfo; pero ahora, sin apenas darse cuenta de aquella importante victoria, ha sido seducida por el nuevo canto de las sirenas, olvidando que no tenemos, como Ulises, un robusto mástil que nos sujete contra el hechizo, ni poseemos la lucidez de Kafka para preguntarnos si en realidad cantan esas bellas aleteadas figuras marinas.

Rechazada la validez universal de la máxima “legalizar la positividad”, es conveniente plantearse si hay casos particulares en que este dispositivo puede aplicarse conforme a los principios políticos y éticos de la izquierda. Si lo pensamos detenidamente, creo que hay razones para la sospecha general sobre el carácter de izquierda de esa sacralización de la positividad. En todo caso, para decidir si tal posición es propia de la izquierda no tenemos otra vía que la de analizar con detenimiento su relación con el capitalismo, sus efectos en éste, cosa no obvia a primera vista; y, por otro lado, para decidir si tal posición de valor al menos se compadece con la ética de la gente decente, también deberíamos explicitar los valores que encierra; aunque aquí a simple vista, intuitivamente, parece que no van ni mucho menos de la mano, que ni la ocupación ni la prostitución son valores de la decencia. De todos modos, insisto, hablamos de la izquierda, y la referencia definitiva, “en última instancia”, ha de ser su propio concepto.

En este sentido, en tanto izquierda, que aquí nos interesa, y ciñéndonos al primer ejemplo, el de la okupación, me parece conveniente distinguir con claridad las situaciones diferenciadas entre quienes se ven arrastrados a la ocupación por necesidad y quienes lo hacen por consciencia, digamos libremente (también en el ejemplo de la prostitución cabría esta distinción, aunque no hay simetría ni homología entre ambos). Ocupar una vivienda empujado por la necesidad no es ética ni políticamente equivalente a ocuparla como estrategia que concreta una ideología igualitarista; se requieren valoraciones diferenciadas, específicas de cada caso, ponderaciones de los valores que cada uno encierra. Y como el concepto de izquierda que aquí propongo rompe con la tradición de pensarla como una posición de valor, creo razonable no entrar en esas valoraciones. Por tanto, no es este el lugar de tomar posición respecto a la bondad material de dichas alternativas relacionadas con su contenido ético; me limitaré a esa materialidad en su dimensión política; es decir, no me interesa aquí valorar esas propuestas como deber ético, sino sólo como perteneciente a la lucha anticapitalista intrínseca al concepto de izquierda.

Pero, por otro lado, también me preocupa e interesa esa propuesta de legalizar la positividad formalmente, pues no sólo enlaza con la problemática de la “falacia naturalista” en torno a la cual ha girado casi la totalidad de la reflexión ética de la segunda mitad del siglo pasado, sino que bajo ella se mueven las dunas del viejo problema marxiano de la relación entre la práctica y la teoría, y el casi igualmente viejo problema de los marxistas sobre la superioridad o hegemonía de la teoría o la práctica. Todo ello me lleva a enfocar la cuestión desde la lucha contra el positivismo, que tiene una relevante tradición en la izquierda clásica. El positivismo es la base filosófica del fin de las ideologías, la filosofía que deshace la “fuerza material de las ideas” cuando éstas arraigan en la consciencia. Marx fue un gran crítico del positivismo, y el marxismo más filosófico, más consciente del problema, de Lukács a Benjamin −el ejemplo paradigmático es la “teoría crítica” de Adorno y la Escuela de Frankfurt− libró una potente batalla de la que aún tenemos cosas que aprender [18].

En consecuencia, con las precisiones que acabo de hacer, creo que el posicionamiento que corresponde a la izquierda formalmente en esta cuestión pasa por enfocar el positivismo como una variante del subjetivismo, forma de consciencia hegemónica en el mundo del capital. A diferencia del materialismo práxico, que piensa el ser, la realidad, como producto-producción, sin dualismos, el positivismo simula una dualidad que cosifica lo dado, lo fáctico, y lo declara “objetivo” y “objeto de la ciencia”; silencia en cambio que esa objetividad le viene de ser objeto de la ciencia, o sea, que la realidad es la abstracción construida por la ciencia. Y, en ese sentido, disimula que el ser de la positividad, falsamente objetiva, lo pone la subjetividad; el subjetivismo es el rostro científico del subjetivismo.

En cuanto a la materialidad de la propuesta, me inclino por una distinción nítida entre los casos en que actúa la necesidad y los otros; pero incluso en aquéllos, con fuerte base ética, la legitimación no procede de esa regla positivista según la cual la realidad ha de ser legalizada, sino de la particular carga ética que tal situación genera. Es decir, formalmente, en base al argumento positivista en que se sostienen, no veo justificación suficiente; formalmente, derivar de un hecho (una situación de discriminación objetiva) una prescripción de un deber no es correcto; no es posible pasar del es al debe sin cometer falacia (“falacia naturalista”); se requiere una mediación, una valoración de la situación como injusta e interpretar que la izquierda, o todo el mundo, está obligado a luchar contra las injusticias.

En la medida en que la situación es percibida como injusta, la conclusión de combatirla tendrá fuerza ética, o jurídica, pero el fundamento de la argumentación que lleva a legalizar la situación por el axioma de adecuación de la ley a lo real es falaz y peligroso, y carece de legitimidad ética y de racionalidad. Primero, porque se juega con un desdoblamiento de la situación en dos momentos: uno previo a la ocupación, que declaramos injusta y moralmente convenimos en ello; otro, la situación generada después de la okupación, que es la que se pretende legalizar; o sea, se legaliza la segunda en base a la injusticia de la primera; se legitima la legalización de la negación de la injusticia, lo cual es razonable, pero se oculta que el fundamento se apoya en la particularidad de la situación negada, y así se contribuye a generalizar el principio práctico positivista. Segundo, porque universaliza el principio de luchar siempre contra una situación positiva injusta −y de legalizar su negación como forma de esa lucha− por la parte mala, por la vía de la positividad, de la inclusión de las situaciones positivas, sean justas o injustas, en lugar de practicar la universalización por su cara buena, la que pasa por la extensión de la regla a todas las situaciones positivas injustas.

En definitiva, este imperativo de legalizar la positividad no me parece un buen argumento, creo que ni siquiera es un argumento en sentido estricto; en cualquier caso, no es un argumento de izquierda. Más aún, en su forma universal no es de izquierda, ni de gente decente, ni siquiera de gente racional; no lo es aunque en algún caso particular se haya usado, y se pueda seguir usando, para un objetivo justo. Deberíamos saberlo, de premisas falsas puede seguirse una conclusión acertada; la lógica formalista dice que de premisas falsas se puede deducir cualquier cosa formalmente correcta; incluso alguna vez la conclusión puede ser real y cierta, siempre se puede tocar la flauta por casualidad. Alguna positividad, cuando en sí misma es injusta, puede hacer que reivindiquemos el reconocimiento de su negación como derecho; en realidad muchos derechos son el reconocimiento jurídico de alternativas a situaciones de marginación, segregación o exclusión; en muchos casos la conclusión es moral y de izquierda, sin duda, pero no debido al argumento, sino al caso, a la situación cuya negación se pretende elevar a derecho.


11.4. El destino de la izquierda es enfrentarse a la positividad.

Sin duda la intención que subyace a la pretensión de legalizar lo existente suele ser buena, pero ni la argumentación ni los resultados tienen por ello que ser aceptables; la ausencia de ideología que entrega el campo al positivismo se ve compensada por éste manteniendo una ideología clandestina, sin reconocimiento, que favorece el objetivo de imponer los hechos, la técnica, el método, en toda su universalidad sobre la consciencia de la izquierda; sin ideología propia y frente a una ideología clandestina del culto a lo dado, la izquierda se ve arrastrada a esa dinámica; y aunque el factum cuya legalización pide sea selectivo y esté cargado de valor ético, se excede en tanto contribuye a legitimar la regla en su universalidad, que de este modo potencia la defensa universal de lo dado. El criterio de legalizar la positividad en un orden social como el vigente en sus efectos prácticos se manifiesta como creado por el capital, que lo necesita para su reproducción. De este modo, esa debilidad de la izquierda, además de llevarla a posiciones ocasionalmente perversas y casi siempre problemáticas, ayuda a sostener, reforzar y validar la regla positivista, el respecto a los hechos.

La legalización de la ocupación y la prostitución mencionadas son sólo dos casos tópicos, pero no los más inquietantes; incluso si se llegara a la conclusión de que son opciones de izquierda irrenunciables, deberían fundamentarse de otro modo, nunca en base a la máxima de legalizar lo real (que no necesita legalización, a no ser que su realidad oculte su contingencia). El mismo problema se plantea hoy en torno al consumo de drogas, y tal vez mañana respecto al narcotráfico: ¿los legalizamos por fácticos? ¿Hacemos lo mismo con el tráfico de armas y los paraísos fiscales? Es curioso que en la circulación de las drogas se combate su producción y distribución y se tolera el consumo, mientras que en el tráfico de armas la producción y venta está legalizada −aunque restrictivamente−, en cambio su uso o consumo ¿lo han de estar también? Sí, unas veces pedimos legalizar lo existente y otras su radical prohibición, como ciertas prácticas étnicas y ciertas formas de violencia que, sin duda, existir… existen.

Las confusiones e incoherencias tal vez sean inevitables, pero sin duda manifiestan la debilidad de la ideología, pues sin una consciencia clara de la posición de izquierda −e incluso de los valores de izquierda, y del fundamento o razón de ser de esos valores− es muy difícil afrontar las situaciones sociales que se nos van presentando. Los grandes ideales, con sus sombras, servían de guía, ayudaban a enfocar y orientar la reflexión, la valoración y las decisiones; en su crisis nos condenamos a la improvisación, debilitamos nuestra resistencia. Sin ideologías potentes es muy fácil llegar a sacralizar los deseos positivos, siempre provocados, producidos, y a veces “manipulados”, casi siempre ignorando su origen y función, embellecidos al presentarlos como voluntad del pueblo, y pedir que se incorporen a nuestro pacto social; es cómodo, nos resuelve el problema inmediato de tomar posición ante las cosas, y nos evita la pregunta por lo que somos, lo que podemos, lo que queremos y lo que debemos hacer. Cierto, lo sé, las ideologías globales cumplían también ese papel de “ahorrarnos” el pensar, y también nos arrastraban a desbarrancaderos peligrosos; pero negar un peligro no proporciona inmunidad ante sus variantes. Lo que me lleva a concluir que, en realidad, huyendo del humo solemos meternos en el fuego; sin metáforas, que el positivismo es una ideología, aunque sea la ideología del final de las ideologías; y muy poderosa, pues se reviste de (no)ideología, de negación de los relatos, de positividad, de empiría, de ciencia…, de esos objetos de culto que con facilidad sacralizamos sin preguntarnos la razón.

Si enfatizo esta cuestión de la falacia positivista es sólo como expresión de la debilidad de la ideología que afecta a la izquierda. Por eso digo que necesitamos una ideología de izquierda coherente y bien articulada, que nos permita vivir y responder con cierto automatismo en esas situaciones, tomar posición de forma aislada y espontánea, sin necesidad de continuas exégesis e interminables debates ante cada alternativa que nos eche la vida social. La ideología, en su función de sentido común o compartido, sirve para eso, para responder a los retos cotidianos de la vida, para vivir de forma inmediata la existencia, sin tener que hacer arduos análisis, necesarios para definir la estrategia. La reacción de izquierda debería aspirar a ser intuitiva, de “sentido común”, pero nada subjetivista; aunque suene mal, debería permitirnos actuar sin pensar, actuar conforme al sentido (compartido) de izquierda, o sea, debería proporcionarnos respuestas casi automatizadas. Tal vez cometeríamos algún error, pero no más intolerable que haber de hacer en cada ocasión una asamblea para decidir… los criterios de decisión.

En todo caso, este automatismo no lo entiendo como alternativa a analizar y pensar, sino como efecto de haber analizado y pensado, efecto de pensar mucho y de ideas bien estructuradas y fundadas; esa ideología que reivindico es como el saber acumulado en una actividad social, como ocurre en cualquier profesión, que permite al individuo en su estricto ejercicio de la misma la actuación “de oficio”. La automatización, constantemente revisada y reciclada, conforme a nuevas experiencias, ha de venir dada por la consolidación constante de los fundamentos de la posición ideológica. En definitiva, para que este dispositivo de posicionamiento que la izquierda necesita funcione ágil y fluido es necesario que esa ideología se constituya y revise permanentemente desde una reflexión seria, hasta que devenga autoconsciente, hasta que brote espontáneamente, como rutina en un ejercicio colectivo sincronizado.

Toda clase o grupo social necesita una ideología desde la que vivir la realidad y enfrentarse a ella; como toda sociedad necesita una ideología dominante que haga posible la reproducción del sistema. Pero las grandes ideologías, más universales, son más necesarias para la negación que para la conservación; favorecen más al pueblo que a las élites. Cuando éstas son capaces de imponer la suya al pueblo, todos felices, las cosas ruedan; cuando no es así, la alternativa de las clases dominantes es individualizar, distinguir casos y situaciones, anteponer casuísticas a las leyes. Eso es atractivo, sin duda. Nos suena a “traje a la medida”, “medicina personalizada”, “autonomía local”, recurrir alternativamente a la autoridad de lo universal −ser europeos− y al hechizo de lo particular −tener idiosincrasia−. Ya se sabe, “¡vive la différence!”. El pueblo suelo preferir otro grito, “¡vive l’égalité!”.

Creo que la izquierda necesita más las grandes ideologías, cosmovisiones universales, representaciones éticas, políticas y culturales potentes del mundo y de la vida; el capital también necesita ideologías, pero juega en la eterna simulación y disimulación. Al fin el capital puede sobrevivir, y hacerlo bien, sin mirar a los cielos, cultivando lo concreto; pero la izquierda necesita cierta trascendencia en la mochila de reserva. Horkheimer, en sus últimos días, tras una vida defendiendo la inmanencia como vía y fundamento de la revolución social, se sentía terriblemente angustiado no ya por el retraso del esperado cambio social, sino por la idea que se iba apoderando de él: que la inmanencia era impotente para traer el cambio. Le quedaban pocas razones para creer y muchas para sospechar que se acercaban tiempos oscuros. Y en esos momentos en que ya no vale la pena engañarse a sí mismo confesará que, si llega esa hora de la derrota del pensamiento, si ya éste no puede mantener en las consciencias la esperanza de victoria, será preferible recurrir a sucedáneos, que den entrada a la trascendencia y así al menos permitan al ser humano seguir creyendo en la historia como vía de salvación. Entre asumir la derrota final y abrir la puerta a la transcendencia, en esos tiempos de esperanza agotada prefiere esta vía que combatió toda su vida; entre resignarse a la desesperación o confiar en la intervención de seres metafísicos, no tiene dudas, cualquier cosa es mejor que la deserción. Ésta parece ser su última lección para la izquierda: “cualquier cosa es mejor que la deserción”. Debería hacernos pensar.


11.5. La izquierda en el post-capitalismo.

Donde mejor se aprecia la desideologización de la izquierda es en el destino que han tenido las figuras clásicas, el comunismo y el socialismo (también el anarquismo, pero ésta ha sabido metamorfosearse y estar presente en otras figuras contemporáneas). Si yo dijera ahora que la desaparición del comunismo, o su clandestinidad voluntaria, es la manifestación más obvia de la terrible crisis de la izquierda, muy pocos me creerían y, por el contrario, me dirían, tal vez con razón, que se me ha parado el reloj. En cambio, es la consecuencia directa de las tesis que he expuesto, desde las cuales la izquierda genuina del capitalismo, la izquierda orgánica, es necesariamente anticapitalista, y dentro de sus diversas figuras la izquierda comunista era –y así fue en su momento histórico− la más radical y consecuentemente anticapitalista.

Sin embargo, la dominación del capital también se mueve, está viva, y sea porque la izquierda comunista, y la socialista clásica, fueron severamente derrotadas, sea porque se han puesto a la orden del día otras formas de explotación y dominación, o por ambas cosas a la vez, hoy las izquierdas comunista y socialista clásicas han perdido relevancia en nuestro mundo occidental. Pérdida sufrida apenas en medio siglo, pues la resistencia a la barbarie fascista, que también fue una forma de Estado del capitalismo, fue protagonizada de manera eminente y con grandes sacrificios por esas figuras de la izquierda, especialmente la comunista. Hoy han aparecido otras nuevas, metamorfosis de las de ayer o productos I+D+I de laboratorio; pero las más radical y genuinamente anticapitalistas han sufrido un golpe duro, no sé si irreversible, pero que hace pensar que hayan sido heridas de muerte.

Insisto, en absoluto trato de menospreciar las izquierdas actuales; es lo que hay, y conforme al concepto la izquierda es siempre producto del capital, refleja la vida y fuerza de éste, la intensidad y forma de su hegemonía; por tanto, hemos de pensarlas siempre en correlación a su opuesto, en correlación a la forma y el contenido histórico de la dominación del capital en cada momento. Es decir, hemos de mantener activo el presupuesto de que siempre son rigurosamente actuales, de nuestro tiempo, pues incluso el anacronismo u obsolescencia de su actuación y su consciencia, si ése fuera el caso, expresaría su forma de ser actual, históricamente determinada, efecto de su historia y de la historia de su enemigo, de la lucha entre ambos. Lo diré de forma provocativa: el concepto de izquierda excluye propiamente su degeneración, como si tuviera una esencia eterna que el tiempo hubiera erosionado; si algún tipo de degradación afecta a la izquierda, no es al concepto, sino a su ser empírico, como efecto contingente, como herida producto de la lucha.

Su degradación así pensada como debilidad relativa de su voluntad de poder es en rigor una pasión, en el sentido que hablaba Spinoza de las pasiones del alma, o de la consciencia, es decir, como algo que se sufre, que se padece, que se arrastra, que pesa, que enturbia la claridad de su espíritu. La izquierda arrastra sus cicatrices y sus decepciones, sin duda; pero debemos visualizarlas y analizarlas como pasiones suyas, como sus heridas de guerra; como heridas que no pueden curarse con victorias imposibles, ni imaginarias, que sólo se curan valorando bien su profundidad y su significado, sin referencias a una salud abstracta ideal o a una idealizada voluntad de poder, sino asumiéndolas como propias e intrínsecas a su condición como ser subordinado, el más débil de la contraposición. Un ser rebelde, sin duda, siempre en la resistencia y en la negación, pero sometido en la subsunción, subordinado a la forma dominante. Sólo así se curan las heridas, con un diagnóstico ajustado, que asuma la finitud, es decir, con buenas dosis de autoconsciencia. Es la autoconsciencia la que nos posibilita pensar la condición de izquierda como determinación inmanente, como efecto de la escisión social en el momento constituyente de cualquier modo de producción nuevo, en el origen de la formación social naciente; y es la autoconsciencia la que nos permite pensar la izquierda como realidad histórica, nacida y mecida por la historia, llamada a hacer todo el recorrido del orden social donde surgió, sin posibilidad de retraimiento, descanso o deserción; sin posibilidad de salir ni vencida ni victoriosa, figuras idealizadas que la voluntad de poder genera cuando la razón duerme.

Comprenderemos mejor la situación actual de la izquierda si tenemos en cuenta que, en clave materialista, a un post-capitalismo ha de corresponderle una post-izquierda. Reconozco que a veces esta izquierda actual me parece excéntrica, retórica, diseminada y precaria, pero sé que debo aparcar la nostalgia, librarme del mito del pasado áureo o heroico, y reconocer que esos son signos de nuestro tiempo; incluso su desconcierto refleja nuestro tiempo, el desconcierto del capital en esta fase de su existencia. Debemos recordar que la izquierda de ayer no es ni puede ser la de hoy, que la de ayer no sirve para hoy; pero también hemos de tener presente que la de hoy no sirve simplemente por ser de hoy, por ser “moderna”, o “postmoderna”, por ser actual, por ir vestida a la moda. De nada le sirve ser biodegradable, ecológica, sostenible, subversiva o políticamente correcta, universalista o pluralista, binaria, hetero o trans, hípster o retro…, esas jerarquías de valores la fija el poder, que alguna función ha de tener para ser aceptado siendo tan feo. No digo que esas distinciones sean operativamente irrelevantes, sólo sospecho que a veces “ocupan lugar”, que estar en esas batallas dificulta estar en el frente que corresponde a la izquierda, que en su lucha contra la injusticia no tiene la misión de defender el perímetro de la ciudad, sino sólo algunos de sus flancos, las principales puertas de entrada. Cumplirá mejor su servicio a sí misma y a la evolución histórica de la humanidad si es como debe ser, sabiendo que sólo debe ser aquello que puede ser, lo que objetivamente es, consciencia y acción anticapitalista. Puede compartir diversas subjetividades, pertenecer a distintos sujetos cada uno con sus necesidades y sus luchas justas; pero la pertenencia consciente a la izquierda pone un orden y una jerarquía que no debería olvidarse.

Además, hemos de asumir que los límites de lo que puede ser la izquierda no los pone ella, su voluntad, su subjetividad, sino que vienen dados por el movimiento global, como resultante de una lucha en la cual ella misma participa como una componente. Hay momentos en que la izquierda cumple su función en el frente feminista, otras en la desnuclearización de la energía o en la defensa de la fauna marina; ayer fue la reivindicación de “llibertat, amnistia, estatut d’autonomia”, o “OTAN, de entrada no”, y anteayer aquella defensa de las televisiones privadas bajo el paraguas engañoso de “libertad de expresión”. A veces se acierta y a veces se yerra. Cuando reivindicábamos el “compromiso histórico”, las estrategias de frentes amplios antifascistas, la izquierda era coherente con su concepto, pues pensaba que la caída del fascismo y el capitalismo se jugaban en la misma partida; aglutinar a los demócratas, cristianos, humanistas, frente al fascismo era el modo de realizar la lucha contra el capital. Luego vino lo que vimos, y el fascismo cayó y el capitalismo creció, y los compañeros de viaje cogieron el fruto inmediato, optaron por el liberalismo y la licuada socialdemocracia dejando en la lona tras un par de asaltos al comunismo y a los viejos socialistas que se resistieron al reciclaje. Pero aquellas luchas de la izquierda, sea cual fuere el juicio que hoy merezcan, se hicieron con el ojo puesto en la caída del capital; era su objetivo, su misión y, en consecuencia, fue coherente. La coherencia no salva de la derrota, claro está, pero sí de la depresión.

Quiero decir, en definitiva, que a la izquierda sólo podemos exigirle que en el espacio de subordinación en que inexorable e ineludiblemente se halla logre la mayor autonomía operativa y la mayor autoconsciencia posibles. Cada tiempo tiene sus formas de dominación y sus izquierdas correspondientes, según las tesis que he defendido; la imaginación productiva, imprescindible, apenas nos permite adelantarnos unos pasos en el recorrido de la historia; quien salte lejos hará un hermoso vuelo, pero en solitario y a lo meramente ilusorio.

Éstos son tiempos de un capitalismo aparentemente victorioso, a los que corresponde de forma natural una izquierda fuertemente subordinada y dependiente; siempre ocurre así, el enemigo nos parece más gigante e indestructibles cuanto más débiles nos sentimos; conseguir que tengamos esa imagen de él es su mérito, su objetivo, el certificado adelantado de su victoria. El capitalismo parece triunfante y fresco a nuestras miradas inseguras y ciegas; se presenta dominante en todos los espacios de la vida, permitiendo izquierdas de audaces retóricas, de bellos tonos rebeldes, con pintorescas sobreactuaciones llenas de poesía y épica, que no le inquietan. Recordemos que ya a Marcuse le parecía insignificante una revolución como la de Marx, limitada a lo económico; y como la de Lenin, que la extendía a la política (la política al puesto de mando); y como la de Mao, que la amplió a los espacios de la cultura. Marcuse proponía una revolución que fuera más allá, que superara esos modestos límites; proponía una revolución ontológica, centrada en la reinvención de las formas de percepción del hombre, en la dimensión estética… Algunos recordaréis cuando los arquitectos con su diseño y los cineastas con sus cámaras emprendían convencidos la tarea de acabar con la burguesía de la manera más radical y definitiva: cambiando su forma de percibir el mundo. Aquella ingenuidad nos parecía a los entonces marxistas leninistas y algo maoístas encantadora, tierna y adolescente, pero medio siglo después se nos rompió el juguete, caímos en la depresión y echamos en falta algunas gotas de aquel delicado elixir de la convicción.

Como digo, trato de comprender las izquierdas de hoy, y me esfuerzo en no menospreciarlas, para no caer en los mismos vicios de siempre; mi posición ontológica no me permite juzgarlas, sólo me obliga a comprenderlas. Y en esa perspectiva no puedo evitar sugeriros a los filósofos que os hagáis preguntas como ésta: ¿por qué Benjamín es hoy un autor sagrado para la izquierda y, en cambio, Adorno está siendo sepultado en un silencio cada vez más denso? En el silencio de las pasiones hemos de responder, si no de modo asertórico al menos en forma de sospecha: ¿será porque Benjamin se mece en las metáforas y Adorno navega en los conceptos? Sí, podríamos, tal vez deberíamos, preguntarnos qué es más cómplice del capital, si la metáfora o el concepto; o quién es más manejable por el capital, Fourier o Marx. En todo caso, mientras no estemos en posesión de esas verdades, aconsejo que no despreciemos nada, pues también las metáforas se mueven, y muchas llegaron a negarse y morir al engendrar conceptos.

Tal vez no es el momento de la crítica de las armas, pero sin duda es el momento −éste lo es siempre− del arma de la crítica. Siempre es el momento de armarse teórica e ideológicamente, siempre es hora de comprender el mundo y a nosotros mismos en el mundo. Y una comprensión del mundo con fuerte base teórica hace posible ideales e ideologías, al tiempo que limita los encantamientos utópicos. Pero también a la inversa, incluso las descripciones científicas del mundo se sirven y apoyan más o menos encubiertamente en ideologías; la sacralización positivista de la ciencia no es ajena a la ideología del fin de las ideologías.

Sin dramatismos, sin excesos retóricos, quiero decir que en nuestros días el desarme teórico general se ha gestado en buena parte en y por medio de la crisis de las ideologías; la cuestión moral, y la estética, forman parte del mismo huracán. El desarme ideológico ha propiciado el teórico, y también el ético. Son muchos los síntomas que nos piden desciframiento. El humanitarismo, la ética sentimentalista contra el dolor bajo una máscara de moral indolora, barata, de maratón de televisión, a los que la izquierda se ve arrastrada, expresan que perdió su ideología, su ética, su moral humanista de las “brigadas internacionales”, cuyo vacío pasa a ser ocupado por la indolora colaboración económica de lo sobrante (una corbata de un actor, una flauta de un músico, una canción…, un céntimo en una bebida refrescante, paradigma de esa ética indolora, subsumida en el placer, que debería hacernos pensar más).

Para acabar este comentario, una prueba intuitiva más de la crisis de la ideología en la izquierda nos aparece cada día cuando, ante situaciones en las que como izquierda o como personas decentes hemos de tomar posición, exhibimos las diferencias, la disparidad contradictoria de posicionamientos. Ante casos como los antes nombrados, la prostitución o la okupación, la izquierda se escinde, se fractura, mostrando su debilidad y sus carencias ideológicas; igual pasa ante otros casos lamentablemente frecuentes, como la guerra, oscilando entre un pacifismo o antimilitarismo radical o apostando por la intervención en base a la ayuda al débil, regla que depende del ser ahí de ese débil; o ante el “derecho de autodeterminación”, o ante la integración o no en organismos como la OTAN, y los diversos “G”, el G-7, el G-20 o el más clandestino de todos, el G-x. Siempre la misma situación de diversidad de posiciones, diversidad de argumentos, de objetivos y razones. Todo ello me parece expresión de la confusión ideología, de la carencia de una ideología propia, construida en una historia común y que sirve para hacer una historia en común.

Y no nos dejemos engañar por la argumentación falaz −ésta sí ideológica, compacta y constante−, de que la diversidad es riqueza, que la pluralidad es bella y sana, más aún, que es el moderno canon político y moral, pues hasta a la democracia, ayer suficiente, hoy para ser democracia aceptable, comme il faut, se le exige ser “pluralista”. El “pluralismo”, tenía razón Horkheimer, nos esconde profundos secretos tras su belleza cosmética de superficie; lo abordaremos en otra ocasión. Aquí basta con enfatizar una vez más que esta inquietante diversidad en la izquierda, en gran parte fruto y manifestación de su fragilidad ideológica interna, se nos revela como profundo problema de desarme, tanto más inquietante cuanto parece indudable, como he dicho, que no estamos en momentos de críticas de las armas sino de conservar y afinar las armas de la crítica.



12. LA IZQUIERDA SIN (NOMBRE) LENGUAJE.

Proposición 12.

“Nos han forzado a renunciar al lenguaje propio. Sin nuestro lenguaje no podemos reconocer la realidad ni reconocernos en y ante ella; con el lenguaje se nos ha ido la identidad, somos “izquierda sin atributos”, como cualquier otro ente sin nombre de nuestro tiempo. Nos niegan incluso el nombre, la forma más radical de negación, pues con el nombre se va la historia y la memoria. Hasta los muertos tienen nombre, y para conservar esos nombres se crearon los cementerios. Borrar los nombres es borrar las huellas, cuya metáfora más escalofriante es la de Saturno devorando a sus hijos. Bajo la tentadora propensión actual al lenguaje retórico, a la sobreactuación teatral, a la escenificación, se oculta el más eficiente instrumento de reproducción social, la batalla por los nombres. Una calle sin nombre no es, con otro nombre es otra cosa, emborrona su historia. El travestismo de los nombres es signo de la derrota; la sustitución del “antagonismo” por el “agonismo épico”, tal vez sea una “nueva izquierda” pero ya no es la izquierda marcada por el capital”.

Comentarios:

12.1. Enriquecer el lenguaje sin olvidar el viejo.

Comenzaré por dos breves comentarios a “actos de habla” recientes referidos a la nueva post-izquierda, que parece la versión reciclada de “la nueva izquierda” que el historiador E. P. Thompson [19] contribuyó a bautizar y definir con un brillante artículo del mismo nombre en 1959. Uno aparecido en el ámbito europeo, en el círculo de la New Left Review, y otro más íntimo, en la esfera de Podemos, en ambos casos con la obsesión compartida de borrar las diferencias lingüísticas para silenciar las contraposiciones reales; en ambos casos con esa técnica de erosionar el ser que el pensiero debole ha teorizado y divulgado con éxito. Dos posiciones cuyo mensaje tal vez nos ayude a visualizar, si no la confusa vía que abren, sí la que cierran, la que sepultan bajo los escombros de la construcción de la nueva en los espacios vacíos.

Siempre es sano sospechar, y aquí la izquierda debiera posicionarse resistente a esas tentaciones de maquillar el lenguaje para que borre las diferencias; debería cuestionar y repensar esos discursos que disuelven las oposiciones radicales y reducen los conflictos a anomalías frutos del error o la contingencia. Y en esa tarea de sospecha no debería dejar fuera la puesta en escena de narrativas de batallas épicas, mitológicas, sublimes, ante las cuales la realidad resulta tan tosca y grosera que acaba forzando a los humanos a pedir ser arrastrados a los territorios de la homérica Odisea. Si algo nos ha enseñado la historia es que los seres humanos han superado a los dioses en su capacidad para generar tragedias y barbaries; sí, producirlas, no sólo imaginarlas; han mostrado que el horror sublime no es exclusivo del Olimpo, ni siquiera de los idola theatri de los terrícolas; al menos en sus rostros más negros, los hombres se han mostrado duchos en engendrarlo en el fenómeno. Y aunque es razonable la estrategia propuesta por Víctor Gómez Pin de rescatar lo sagrado enajenado en la naturaleza y devolvérselo al hombre [20], disiento con el amigo Víctor en su decisión de detenerse ahí, en no liberar también al hombre de su narcisista autosacralización. Creo que la aparición de la izquierda implica eso, que entre dominantes y dominados no hay lugar para lo sagrado, que la ficción del “sacralizador” es una figura de la dominación a la que tiende el ser humano, pues tan poderoso se siente el rey como quien le corona, y autocoronarse, autosacralizarse, es la quintaesencia de ese conatus que acompaña a la dominación.

Hemos de recuperar la dimensión dialéctica de la ontología, donde la contraposición está en el ser, en la realidad, en ese juego vida/muerte, justo/injusto, patrón/obrero, capital/trabajo, izquierda/derecha… Sí, aunque la física nos diga que no hay derecha e izquierda ni arriba y abajo en el cosmos; sí, aunque las matemáticas nos digan que no hay vertical y horizontal en su espacio, que son multidimensionales, meras convenciones instrumentales… Pues lo cierto es que, aunque sean distinciones convencionales, son útiles, muy útiles, necesarias para los viajeros de a pie −la categoría “los de a pie” se mantiene, ¿no?−; sin ellas, sin los “ejes de coordenadas”, no veríamos el mundo como lo vemos, y tal vez no viéramos el mundo. Por tanto, no tengo razones contundentes para abandonar las distinciones radicales y contrapuestas; al contrario, ahora que son cuestionadas parece la hora justa de su defensa. Creo conveniente recuperar la perspectiva del antagonismo, de ese amigo-enemigo schmittiano (otro casi-nazi, pero que también pensaba y nos hace pensar) que tanto inquieta en los selectos escenarios de las musas, pero cuya existencia vulgar es simplemente real como la vida misma. Si no recuperamos el “viejo” lenguaje anticapitalista −aunque sólo fuera una forma entre otras de representación, aunque sólo fuera una forma de “relatarlo” o posicionarnos ante el mismo−, no recuperaremos esa forma de conciencia, esa figura de la consciencia de izquierda. Y no me refiero a recuperar el léxico de aquella época y mimetizar su consciencia; ésa sería una tarea doblemente estéril, en tanto imposible de recuperar (las categorías son históricas, y por tanto cambian) y en tanto inútil conseguirlo (la realidad nueva no puede ser pensada desde el anacronismo); es trivial que el lenguaje tiene movimiento, exige y necesita su actualización, su remozamiento. No me refiero a hacer nuestro su lenguaje, me refiero a recuperar la posición formal del origen, la actitud de la izquierda directa en su aparición, en su surgimiento, inmediatamente enfrentada a la lógica del capital, resistiéndose a su contaminación. Y en esa posición de oposición nítida habría de intentar mantenerse, pues no hay motivo alguno para maquillarla; habría de reproducir su esencia, la radicalidad de la confrontación, y la lealtad al nombre; habría de hacer lo que ha hecho y hace su opuesto, el capital, pues aunque el objeto de trabajo, la naturaleza, esté también muy metamorfoseada, esos dos rasgos los conserva constantes: ejerce conforme a su esencia su dominación desde la explotación del plustrabajo y sigue siendo y llamándose “capital”, que no es cualquier nombre del santoral, sino que incluye apellidos y genealogía, como descifrara Marx al definirlo como “valor que se valoriza”. Y esos rasgos no cambiarán mientras exista; tampoco deberían cambiar en la izquierda.


12.2. Dos “actos de habla” paradigmáticos.

Vamos ahora con los dos “actos de habla” antes aludidos. Cuando tuve la ocasión de leer el programa de Podemos, “Un país para la gente. Bases políticas para un gobierno estable y con garantías”, me produjo cierta inquietud inmediata; me parecía que el lenguaje usado no se compadecía con lo dicho, o tal vez con lo que esperaba que allí se dijera. No entro en el contenido material del texto, sólo en su forma expresiva, en su lenguaje, presuntamente no inocente. Tras acabar la lectura y releer algunos párrafos al azar para apagar mi inquietud, mi desasosiego, al no encontrar el lenguaje que esperaba, decidí hacer unos sondeos estadísticos del texto, que confirmaron empíricamente las primeras impresiones de mi lectura y me alarmaron poderosamente.

En el texto programático apenas aparecen términos tan básicos en un análisis social como los siguientes (pongo entre paréntesis el número de veces y entre corchetes el contexto de su uso): Izquierda (2) [las dos para nombrar a IU, o sea ni una sola vez para denotar esa población marcada por la desigualdad y dominación del capital], Derecha (0), Los de arriba (0), Los de abajo (0), Los poderosos (2), Los débiles (0), Ricos (0), Pobres (1) [trabajadores pobres], La casta (0), Capitalismo (0), Anticapitalismo (0), Capitalista/s (0), Opresión (0), Explotación (1) [trabajo infantil], Clases sociales (0), Clases (0), Luchas de clases (0), Hambre (0), Miseria (0), Poder/es políticos (0), Poder/es económicos (1) [fortalecer la administración frente a…], Movimientos sociales (2) [1 movimiento de mujeres; y 1 movimientos asociativos civiles], Conflicto (3) [“conflictos internacionales”], Conflictos sociales (0), Conflictos económicos (0), Conflictos políticos (0), Conflictos de clase (0), República (0), Monarquía (0), Comunismo (0), Comunista/s (0), Socialismo (0), Socialista/s (1) [PSOE], Autodeterminación (1) [citando a Herrero de Miñón, de la UCD]”. Si no he fallado estrepitosamente en la búsqueda, y me agradaría que así fuera, mi perplejidad no tiene cura: ¿cómo puede hacerse un análisis político de nuestra realidad social actual sin este vocabulario? Los resultados podéis comprobarlos vosotros mismos, por si he cometido algún error [21]; aquella izquierda se enmascaraba en el lenguaje de otro.

De verdad, lo digo sin ira, pero con nostalgia, con mucha nostalgia, y cierta desilusión. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que con ese vocabulario no se podía hacer un análisis de nuestra sociedad y ofrecer unas propuestas de transformación de izquierda. Incluso me pareció y sorprendió que se hubiera usado un vocabulario castrado, distante del que espontáneamente usaban muchos de sus militantes. ¿A qué se debía ese “fraude” lingüístico? ¿Era sólo una torpe e innecesaria estrategia de disimulación?

No quiero entrar en detalles, sólo menciono el documento como ejemplo de esta pérdida del lenguaje de la izquierda, que aquí llega hasta proscribir su nombre, como en el hérem rabínico contra Spinoza. Ha pasado algún tiempo y de aquella política fundada en la exclusión de “izquierda” y “derecha” por parecer términos vacíos y ajenos a la realidad se ha pasado, sin solución de continuidad, a la letanía sonámbula del “somos izquierda”, que en la música se revela la mejor izquierda, la más incontaminada, y por esencia la mejor. Alabado sea el regreso del pródigo, aunque sea con los acentos del exilio; ya irá encontrando su lugar y su lenguaje, los ríos de la historia pulen los cantos rodados. Pero aquí sólo nos interesa ese texto que expresa de modo transparente ese problema del lenguaje en la izquierda.

El segundo “acto de habla” aludido nos lo ofrece Chantal Mouffe, una autora afamada que se siente obligada a salir en defensa del “pluralismo radical” en un divulgado trabajo sobre lo político [22]. No deja de ser curioso que la democracia, que tantas resistencias encontró en su camino hasta ser encajada en el orden del capital, llegara a ser máximo referente de valor. Cualquier relación, institución, ley o proyecto, además del criterio de calidad propio de su género, había de pasar por el “democratómetro”, a cargo de la policía popular. La ciencia, los valores éticos, las estrategias económicas, todo tenía que ser previa e inexorablemente validado de “democrático”. La Universidad, la Monarquía, el Ejército, el CNI, la Iglesia, pasarían a ser juzgados y valorados por esa variable universal y común. Sí, es sorprendente y debiéramos pensarlo sin prisas, como si no estuviéramos acostumbrados a ello. Pero es más curioso y sorprendente que a partir de un momento, indefinido y no lejano, hace unas décadas, la democracia perdió de repente su corona de juez absoluto que establece el bien y el mal para ser una criatura escalar, celeste pero criatura, y por tanto no eximida sino sometida a valoración. Dejó de ser el canon absoluto del valor para cederle ese rol al “pluralismo”. A partir de entonces, todo debía ser pluralista, hasta la democracia para ser buena, para ser verdadera, había de estar determinada por el pluralismo.

Y en este contexto aparece la reivindicación de Ch. Mouffe, a quien la política de esos años le parece una verbena de los iguales, descoloridas las diferencias, amenazando con devenir una simulación de “comunión de los santos”. En el apartado siguiente retomaremos más a fondo esta posición, para relacionar el “pensamiento único” y el “pluralismo” con la pérdida del lenguaje de la izquierda, en particular con el olvido o rechazo de la dialéctica. De momento basta con resaltar su reivindicación de la diferencia, su voluntad de recuperar el pólemos en la polis; y como la “polis” en el fondo era “ágora”, foro y mercado, lugar de exhibición de los hablantes, se trata de recuperar la pluralidad en el “habla”, simularla en el espectáculo, en el escenario de representación teatral, como un imperativo de la razón estética. Hay que conseguir el regreso al ágora de la escenografía canónica de la oposición, que con la edad se ha desvanecido en los debates parlamentarios y en los foros políticos, que han quedado desdibujados y sin relieve al acoger en su seno con normalidad, como regla, la presencia de discursos rivales excesivamente homogéneos y sin alma, excesivamente prendados del consenso.

O sea, bajo una sugerente retórica Ch. Mouffe reivindica el reforzamiento de la representación de la diferencia −la simulación del conflicto− entre derecha e izquierda, con fuerza dramática y vestuarios simbólicos, de colores nítidos, que visualicen que el conflicto subyace al aburrimiento. Claro está, un conflicto racionalmente controlado y razonablemente controlable, con otra estética, pero con la misma ética que el “pluralismo razonable” de Rawls, ciertamente mejor dramatizado en su registro semitrágico. Es decir, nos invita a hacer efectivo el pluralismo, aunque sea en simulación, pues sin esa puesta en escena la diferencia en la vida social se nos disemina sin perfiles ni identificaciones.

Obviamente, la pasión por la diferencia y el conflicto de Chantal Mouffe no llega a los ritos de sangre; su lugar es lo virtual, hoy diría el “metaverso”. Le agrada el conflicto dialéctico retórico, donde los guerreros luchan por interpósita persona, al resolano, lejos del enfrentamiento serio en que los opuestos se jueguen la existencia; en sus propias palabras, le gusta el agonismo, pero no el antagonismo: “Se requiere crear instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo [23]; o, lo que es lo mismo, se requiere “transformar el enemigo en adversario”. Como puede apreciarse, guerra en el metaverso e inocentes juegos de lenguaje en la caverna, ligeros desplazamientos sintácticos y semánticos que aporten la ilusión de que el Cid sigue vivo.


12.3. La banalización del nombre.

La crisis de la política −que suele aludir a la impotencia de determinadas fuerzas políticas, pues otras viven muy bien de la crisis− suele aparecer cogida de la mano del desgaste o vaciamiento del lenguaje en el que se expresa la crítica y la esperanza; por eso la crisis de las izquierdas, de las fuerzas políticas transformadoras y alternativas, va acompañada de la banalización o el desguace del vocabulario que servía para codificar la realidad social como lucha, como confrontación entre izquierda y derecha. De tanto en tanto pasan estas cosas, se nos rompe el termómetro, nos quedamos sin criterio, nos sentimos desorientados o perdidos. Podemos seguir jugando con los juguetes rotos, pero no es lo mismo; parece mera simulación de que estamos ahí, o disimulación de que de hecho nos hemos ido. Por eso considero conveniente aquí y ahora, al hablar de la crisis (política) de las izquierdas que aparece en diversos lugares y bajo distintas formas, resaltar el ya mencionado aspecto o síntoma de su crisis que me parece excepcional, paradigmático, y sin duda peculiar: me refiero a la banalización de su nombre, que incluye el vaciado de su genealogía, y que manifiesta la disipación de su destino, de su misión, de su razón de ser, en definitiva, de su ser ahí.

Cuando el nombre falla, cuando se debilita y pierde poder de demarcación e identificación, se anuncia que la enfermedad es seria y grave. ¿Fase terminal? Así lo vivirán quienes no tienen el concepto y han de guiarse por los síntomas y las analogías. Quien logre acceder al concepto comprenderá que la izquierda orgánica actual, hundida o molida a palos, no puede desaparecer, tiene firmado un pacto faustiano con Mefistófeles de garantizar su vida tanto tiempo como dure el dominio del patrón sobre el trabajador. Aunque su existencia llegue a ser una constante agonía, a la izquierda no le está permitido morir, no cuenta con la opción de desertar; puede acomodarse en su enfermedad, dedicarse victimista a lamerse las heridas, pero no nació para princesa, no está aquí para librarse de la derrota, sino para sufrirla y resistirla hasta el final. La suya no es una libre posición de valor de un sujeto, que se metamorfosea con el tiempo; no es un club de personas selectas que aman el bien y odian el mal, en el cual se entra y se sale, en opción voluntaria y siempre reversible, revisable y reciclable. No, al contrario: es una determinación ontológica, constituyente, de su ser social, que se arrastra, que se sufre o se disfruta, pero nunca a elección, como el color de la piel, la casta o la etnia.

Hoy la izquierda se siente mal, y como “a perro flaco todo son pulgas”, las debilidades inmunitarias la han vuelto fácil presa de la enfermedad del lenguaje, de la envestida wittgensteiniana a su función de representación, subordinándolo al uso; y así se extiende la idea errónea de que cambiando los usos de los nombres acabas cambiando el ser, o al menos erosionando su consistencia. Ya se sabe, las cosas a fuerza de usarlas se gastan y a fuerza de nombrarlas se banalizan. Y así ha pasado con la izquierda y su nombre; no es extraño que sintamos que ha entrado en la fase más crítica de su debilidad.

No hemos tenido suerte, pues el mal viene de lejos, se pierde en la historia, y no sabemos adónde va en su futuro incierto; pero quedarse sin nombre es un salto de escala, es quedarse sin identidad, es disolverse en la inesencialidad. Hoy los nombres han sufrido la “erosión del ser” que describe con habilidad el postmodernismo; dicen que se han debilitado como determinaciones ontológicas en la larga crisis de la metafísica, en el mundo de la técnica; sí, pero incluso así parece mejor ver el hipocentro de esa erosión, el origen, que no es otro que la erosión que impone el capital a todos los objetos, los personajes, de su territorio, bajo su dominio. El capital necesita e impone la condición de efímero como seña de identidad nacional capitalista; el “no nacimos pa’ semilla” [24] lo aprendieron del capital los sicarios de las bandas de Medellín, lo veían en todos los objetos, ninguno nacido para ejemplar, para quedarse, especialmente los seres humanos marginales, de vida corta e incierta; las mercancías están llamadas a correr cada vez más, a mutar, a no detenerse en el circuito, a dejar raudas el puesto a su relevo.

Esa aceleración no sólo afecta a los productos materiales, también a las costumbres, a las ideas, y a los sentimientos, al fin todos ellos “objetos”, entes del mundo del capital, sean sus creaciones o sus colonizados. Esa aceleración en el ser, esa movilidad externa, que es su negación, que lo reduce a inesencial, pero que en cambio se vive como su esencia, ha llegado a límites inimaginables. Quedan atrás aquellos momentos en que el nombre fijaba la unidad indisoluble del individuo y condensaba su genealogía, denotando la “casa”, la ciudad, el oficio, la condición y la dignidad; ahora ya se ha pasado a que, como exige el formalismo matemático, cada cosa, cada partícula, tenga su nombre y su signo. En consecuencia, el nombre tiende a designar algo individual y efímero, en el límite un instante de su existencia, lo puramente inmediato, a la vez ocasional, contingente, casi azaroso.

Así podemos comprender que, en nuestros días, con una agilidad e inocencia sorprendentes, en pleno culto a la “espontaneidad” −figura actual de la libertad, que desplaza y sustituye a la ilustrada de “autodeterminación” o “autonomía”−, nos gusta jugar a rebautizarnos, redescribirnos o reinventarnos, como entretenimiento normal en nuestro tiempo de travestismo jovial. Pero este espectáculo social no pasa de ser una performance de entretenimientos en la derrota, que enmascaran o maquillan las huellas del fracaso, y que, aunque logremos disfrazarlo, nunca conseguimos remediarlo, ni siquiera paliar sus efectos. Aun así, es una seductora tentación de nuestra época la de travestirnos en lo que sea, incluso en aquel enorme insecto monstruoso sin nombre imitando al “Gregorio Samsa” de Kafka. ¿Recordáis La metamorfosis? ¡Qué frágiles son los compromisos sociales! ¡Y qué poca realidad le queda al ser humano si le quitas el nombre! Nos lo reveló magistralmente el irlandés Samuel Beckett en su inefable novela El innombrable, de lectura obligatoria. Ni La metamorfosis ni El innombrable tendrían sentido en una cultura exterior al capital, sólo ella alimenta esas semillas.

El capital lleva en su ADN esa necesidad y posibilidad de diluir el ser en todas sus formas de aparición; y, como digo, lo hace en sus creaciones, en sus productos, materiales, sociales o espirituales, sometiéndolos de nacimiento a una intensa aceleración, y lo hace con los “residuos” de otros tipos de sociedad que permanecen colonizados bajo la hegemonía del capital, que le impone unos destinos, ritmos y sentidos al servicio del capital, “subsumidos formalmente” en el orden del capital.


12.4. El lenguaje de la izquierda es su casa.

No perdamos el hilo mirando las traseras por la ventana y centremos la reflexión en el nombre “izquierda” cada vez más etéreo y vacío, que amenaza con ser prescindible. Hace algunos años que Martin Gardner, filósofo y mago, nos regaló su hermoso libro Izquierda y derecha en el cosmos. Nos vino a decir que, en perspectiva de totalidad, derecha e izquierda carecen de sentido; no así “arriba” y “abajo”, que aunque expresen diferencias relativas de lugar gozan de referentes más estables. Claro, él pone la cuestión en otro territorio, en el universo, en el mundo físico, pero no sé si esta brillante idea puede tener su lugar en el mundo social; no sé si está también en el fondo de la tendencia −en el debate político de nuestro tiempo− a considerar “derecha” e “izquierda” como categorías obsoletas, anacrónicas, viejas, que pueden y deben ser sustituidas por otras, como “los de arriba” y “los de abajo”, con más firme carga ética. Es cierto que “izquierda” y “derecha” tienen denotaciones más relativas, y que las expresiones “los de arriba” y “los de abajo” muestran mayores dosis de contenidos objetivos, aspirando a estructurar la moralidad y la virtud; sin duda se trata de categorías más intuitivas y concretas, más denotativas, en su uso social espontáneo. Pero dudo si con tan simple y mecánica sustitución ganaríamos algo de precisión en los conceptos, si ganaríamos verdad en la representación; al fin con este cambio no salimos del círculo de expresiones metafóricas envejecidas −estas últimas ya las usaba Platón en su República, nada menos que en el “Mito de la Caverna”, cuando “las leyes” han de intervenir para decir a los filósofos que habían de regresar con la luz a iluminar la Caverna, a iluminar a los de abajo−, con semánticas desgastadas y con funciones muy parecidas si no idénticas. Porque si en una representación el bien se sitúa a la derecha de Dios, y allí se sentaban los buenos, en la otra está en el cielo, siempre arriba, y en él gozaba la gente de bien. O sea, ganamos poca luz con esos maquillajes retóricos.

Es perceptible que “izquierda” y “derecha” se usan hoy de forma tan confusa que comenzamos a tener razones para no emplear estos términos; es tan imprecisa, ambigua e inestable la realidad que designamos con esas categorías que estamos tentados a desguazarlas. Desde el positivismo dominante parece obvio que, si no sirven para representar la realidad, deben ser sustituidas. ¿No ha sucedido lo mismo con la distinción de clases? ¿No han pasado a la cuneta de la historia, por esta vía de selección, las categorías con que ayer buscábamos la comprensión y el sentido de nuestra existencia: burgueses/proletarios, capital/trabajo, patrón/asalariado…? El lenguaje es instrumento y, si no sirve para nombrar, pierde su utilidad, y por esa grieta se le va su esencia.

Hoy hasta la omnipresente y viva figura del “patrón”, que más tarde sería embellecida en la representación del “empresario”, se está metamorfoseando a marchas forzadas, como si el invasor inversor del sentido estuviera en la frontera, pasando a ser en nuestra consciencia la amable y asexuada figura del “emprendedor”. Hoy no hay condición más pura e incontaminada que una start-up, que aparece sin origen, sin historia, sin acumulación primitiva, sin pecado original, todo ex nihilo, sin presencia positiva del capital, sin rastro del delincuente. Nos gustan en nuestro tiempo los nombres pulcros e higienizados, transparentes, sin sospecha, sin historia, inocentes; nada de patronímicos, que revelan la genealogía; y poca broma con los gentilicios, que pueden contener exclusión. En la cultura del capital nadie tiene historia, todos son iguales y desnudos ante la ley. Por eso la figura de “emprendedor” es más cristalina que la de “empresario”, y no digamos que la de “patrón”; y la de “autónomo” es más moderna y equitativa, más bella y justa, incluso bajo la sospecha de “falso positivo” que la tozuda realidad revela.

Son nuevos nombres de los entes sociales, absueltos de toda culpa y pecado; es indiferente que los pronunciemos de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, como en un palíndromo, pues obtendremos el mismo resultado; estas figuras y sus nombres ya han sido desinfectados, desinsectados, desfungizados e higienizados a consciencia, y no queda rastro de aquel entrañable patrón oro, que permitía decir que sudaba oro y ocultaba que sorbía el sudor y otros fluidos de sus obreros. Se ha perdido el encantamiento, pero todo sea por la reconciliación nacional entre derechas e izquierdas.

No deja de ser curiosa la intensidad y urgencia con que en las ciencias sociales se busca prescindir de estas coordenadas por subjetivistas −valoración sorprendente en una ideología netamente subjetivista− cuando en la física, la biología o la matemática, aun reconociendo su carácter convencional y relativo, no llegan a considerarlas “subjetivas”, ni a cuestionar su uso, que se les revela útil, conveniente y en ocasiones necesario. Ello me hace sospechar que la radicalidad de esta batalla contra las “coordenadas” políticas −los ejes de representación de las actitudes y prácticas sociales− oculta más cosas que las que revela; tras su denuncia de las carencias epistemológicas y ontológicas trata de ocultar la realidad social que ese escenario de representación visibiliza, la imagen política que con más o menos precisión estructura la taxonomía izquierda y derecha. Y si se persigue esa ocultación la izquierda ha de intentar evitarlo, porque ninguna ocultación de la realidad es inocente y porque, en este caso, lo ocultado es ella misma, su sentido, su necesidad.

No hago de esto una tesis universal contra la renovación del vocabulario con el que pensamos la realidad social; muchas veces la renovación es necesaria, algunas no tanto y en ocasiones es sospechoso; en cualquier caso, los cambios en el vocabulario sólo se justifican por racionalidad, para ajustarlos a la realidad, por ética o por estética, y no me parece que ninguno de estos criterios referenciales esté presente en el caso que aquí nos ocupa. Este cambio de vocabulario que de un modo u otro prescinde de la estructuración izquierda/derecha no se hace en nombre de la máxima cartesiana, científica, de la “claridad y distinción” de los conceptos; paradójicamente se hace abiertamente contra esa claridad y distinción, contra esas contraposiciones netas, diáfanas, que ayer nos aportaban luz y hoy, nos dicen, impiden captar la realidad rica, fluyente, líquida, arrugada, híbrida, travesti. Rorty y los posmodernos, siempre argumentan en nombre de lo “nuevo” −cínicamente convertido en ídolo−, aunque esto no pasara de ser una nueva manera de decir lo de siempre; de este modo construyen y representan esa filosofía cómplice, objetivamente mercenaria, que cumple su función sumisa de legitimar lo existente presentándose como innovación… en la performance. La filosofía así se olvida de su esencia, de su irrenunciable compromiso con la crítica de la positividad, y para soportar su vergüenza ante el respeto a lo dado innova y niega a diestra y siniestra en su mise en scène. ¿No se expresa esta misma tendencia en la reafirmación constante del significante vacío de “otra manera de hacer política”? Claro que hay muchas maneras de hacer política, faltaría más; pero cuando se intenta describir la innovación suena a vieja, a religión primitiva; y, en todo caso, entretenidos en diseñar ese “arte de bien hacer” −ahora se dice “buenas prácticas”, que hay que innovar también en los modos de innovación y en el nombre de éstos−, mientras tanto se nos escapa la tarea de transformar efectivamente la realidad, el compromiso de negarla con la crítica de las armas (políticas).

Renunciar a la crítica real de la positividad convierte la filosofía en apología de la creencia. Podrá ser crítica desde la derecha o desde la izquierda, pero si es crítica se embarca en la negación de la positividad, en el movimiento de la historia, sea cual sea el acento y aroma que aporte. Por “crítica” entiendo, no sería necesario decirlo, actividad de comprender los cambios sociales en su necesidad y su posibilidad. Cierto, luego podemos enfocar desde perspectivas diferentes, situar nuestras coordenadas ortogonales desplazadas, giradas en cualquiera de sus dimensiones, y el resultado, el recorrido de la función, será diferente; pero de igual modo que cada científico elige el centro de coordenadas en la posición más útil para el problema que tiene que resolver, la izquierda de modo análogo buscará el suyo, según el momento, pero siempre respetando esa ley −no absoluta, pero conveniente en el espacio político social− de que la abscisa ha de ser perpendicular a la ordenada, o sea, frontalmente contrapuesta. Claro, contrapuesta al capital, no a la “derecha”; si se me permite la imagen, opuesta al patrón, no a su gestor.

No es necesario decir que tampoco hay base ética en esa llamada a abandonar la taxonomía derecha/izquierda y su sustitución por arriba/abajo; los términos, las categorías ontológicas, transportan sin quejarse, como los taxis, la carga que les echemos encima y el destino que les impongamos; un taxi merodea por la ciudad, y se dirige a cualquier parte en recorrido global sin ninguna lógica, excepto en los tramos que paga el cliente. De modo semejante, los términos lingüísticos se vuelven difusos cuando la comunidad de lenguaje pierde su identidad, cuando los lugares han perdido fuerza simbólica con el desencantamiento del mundo. El día en que los hombres dejaron de pensar en clave de “mundo cerrado” para pasar a la de “universo infinito”, como magistralmente describiera A. Koyré, los topoi de los helenistas y los loci de los latinistas se vaciaron de sentido en un mundo homogéneo de átomos en movimiento. El contenido ético o político que transportan a partir de ese momento es tan efímero y mutante que deviene indiferente. La conclusión a sacar es que la difuminación de la “izquierda” como categoría para representar o intervenir en la realidad va de la mano, en íntimo feed-back, con la densidad ética y política que percibimos en la desigualdad, la dominación o la exclusión social; prescindir de las categorías sigue al presupuesto de que son vacías, que no hay realidad bajo ellas; o que ya no la vemos, desaparecida o cambiada Por tanto, cambiar el nombre es una performance cómplice, se haga o no de buena fe.

Tampoco estéticamente se gana mucho reinventando los nombres formal o materialmente, cambiándolos gratuitamente o reorientando su sentido. Hoy nos movemos con destreza en el lacaniano universo de los significantes vacíos, que sacralizamos como espacios de libertad: cada cual mete en ellos lo que quiere, como en los armarios de consigna; cada cual tiene su llave y los comparte a su gusto. El significante vacío se vive como sucedáneo de la emancipación nietzscheana de la gramática; o como parodia de la ilusión de pensar por sí mismo. Al fin, suele decirse, la vida real nos enseñar eso, que “derecha” e “izquierda” son intercambiables, con fronteras convencionales y difusas, y pueden llegar a invertir sus roles y privilegios; incluso “arriba” y “abajo” son relativos e intercambian su sentido. Como nos muestra la historia, basta la invención del ascensor y la cotización del sol, y alguna otra cosilla del mercado, para que se hayan metamorfoseado en habitantes actuales de los áticos quienes ayer preferían habitar el principal, que estaba muy abajo, cierto, sin bien no del todo.

Si miramos detenidamente al fondo de la cuestión, y miramos de frente, sin filtros, el problema −el de la crisis de las izquierdas y el de la crisis del criterio taxonómico derechas/izquierdas−, creo que podríamos llegar a comprenderlo razonablemente bien. A tal efecto, como máxima metodológica provisional, considero que no es extravagante partir de nuestro ser ahí, del lugar y condiciones en que estamos y vivimos, y asumirlo sin excesivos resabios moralistas. Invito, pues, a partir del criterio metodológico de que siempre estamos donde nos corresponde estar; no donde nos “gustaría” estar, ni donde “mereceríamos” estar, lugar que pertenece a los ideales, sino donde el movimiento de la totalidad −la vida− ha conseguido colocarnos; si queréis lo expreso en registro subjetivo: estamos donde en el movimiento de la realidad hemos conseguido colocarnos. O sea, en lectura objetiva, estamos ahí donde la lucha por la vida nos ha arrojado, y en lectura subjetiva, estamos aquí donde hemos logrado instalarnos en la lucha por la vida.

Pues bien, si estamos así, dispersos en una izquierda fragmentada, ambigua y desconcertada, sin consciencia ni destino, inestable y casi irreconocible, es por efecto de una larga y densa derrota acumulada que hemos de asumir, afrontar y comprender, que hemos de pensar en gran parte como intrínseca a nuestro modo de ser, que no hemos elegido; si estamos así, zarandeados por la volatilidad y precariedad de las categorías −extraños a nuestros conceptos, a nuestro lenguaje, a nuestros nombres, dudando de ellos−, a punto de renunciar a las mismas, poniendo en juego la comprensión de nuestra existencia, de nuestro destino y compromiso de izquierda…; si estamos así, digo, todo ello tiene el mismo origen, todo proviene de esa derrota vivida, sufrida, pero aún no comprendida, aún no pensada. Con más precisión, todo proviene de ese insólito modo de ser de la izquierda, que nace y se desarrolla como derrotada, como subordinada, sin destino elegido, como resistencia y reacción. Estar maniatada, desarmada, no es el efecto inmediato de perder una batalla puntual, de un retroceso ocasional, de un fracaso en los objetivos, de un incremento de la dominación o una debilidad de la voluntad de poder. La derrota de la izquierda es, por decirlo de modo contundente, el nihilismo que llama a su puerta; o sea, es su incapacidad de comprender el mundo y el lugar que ella ocupa en el mismo, es el efecto retardado de no haber pensado su condición como ser social, de no haber comprendido su ser de izquierda, de no poder acceder al significado de su función. En fin, desde otra perspectiva, la derrota de la izquierda es el efecto continuo de pensar su vida y su historia desde la derecha, con las categorías hermenéuticas de la derecha; de interpretarse y valorarse como la derecha quiere y consigue que se piense, en una imagen de sí que reconozca su poder y nuestra inanidad. Y eso lo consigue filosóficamente imponiendo su ontología del sujeto, sus leyes gramaticales y su metodología individualista, y políticamente imponiendo sus fines y sus valores, sus normas morales y leyes jurídicas, y su poder fáctico. La derecha consigue así presentarse y ser reconocida como victoriosa, imponer la creencia de que la banca siempre gana y que la izquierda se sienta inane y definitivamente condenada al fracaso.

En cambio, pensada la situación con otra ontología, enfocada y valorada la realidad desde el concepto materialista y práxico de izquierda que vengo argumentando, sentiríamos el dolor de las heridas y evaluaríamos los efectos de las derrotas como manifestaciones de la dominación contra la que luchamos, confirmando la necesidad y justicia de nuestro enfrentamiento; esto no elimina el dolor pero contribuye a mantener el ánimo, ya que ayuda a entender que vivir bajo la dominación es en el fondo nuestro modo de ser normal. Podríamos así pensar esas heridas como constituyentes de nuestro ser de izquierda, como verificación de nuestra existencia, como certificación de que seguimos siendo, de que estamos ahí, en nuestro lugar. Como digo, tal vez no sea un remedio al sufrimiento pero sí una razón poderosa para comprenderlo y valorar que al menos vale la pena. Una izquierda sin heridas ni fracasos es un espejismo; una izquierda satisfecha, contenta y victoriosa es un simulacro de izquierda; las fiestas y conmemoraciones son de los vencedores, y la izquierda nunca está entre ellos [25].

En este escenario de reflexión se puede entender bien que considere que la pérdida del lenguaje de la izquierda apunta a una derrota de hondura, nada trivial; perder el lenguaje es quedar desarmados, y perder incluso el nombre equivale a ser reducido a un espectro; un fantasma que puede estar en todas partes pero que no ocupa lugar, ni siquiera estorba. Sin leguaje propio la izquierda queda bajo la determinación que todo vencedor sueña para los vencidos, que no es otra que su absoluto silencio, su definitiva impotencia; indefensión que proviene de su imposibilidad de comprender la necesidad de su derrota, de su incapacidad de decirla, pues poder reconocerse y llamarse “izquierda” con seguridad y confianza ya sería en sí mismo una manera débil de subsistencia. Perder el nombre es disolver el referente, es perder los límites, hundirse en la indeterminación. Tal pérdida añadiría a su situación empírica actual de desorientada e impotente, de debilidad, sin duda ocasional, contingente, subjetiva, en la que se encuentra por los avatares de la historia, y a su condición ontológica de derrotada, normal para ella, propia de su modo de ser, presente en su origen y desarrollo, una tercera componente, la determinación definitiva de desarmada, sin identidad, sin consciencia de sí, que parece desembocar inexorablemente en su definitiva representación de vencida. Perder el nombre es perderse; rebautizarse −ahora se prefiere “resignificarse”− es como asumir la nacionalidad del exilio.

“Desarmada” y “vencida” son calificaciones que equivalen a derrota final, absoluta, y a sumisión voluntaria. Por eso entiendo que la tarea actual urgente de la izquierda es recuperar su lenguaje, y sobre todo salvar su nombre. Tal vez no pueda hoy poner en primera línea de sus objetivos salir ilesa de la derrota, y mucho menos aspirar a la victoria imposible; pero sí es necesario y posible para la izquierda poner a la orden del día de su actuación el objetivo de recuperar las armas, y entre ellas recuperar el lenguaje, y sobre todo mantener y conservar su nombre propio. Alguien pensará que sería más correcto y preciso decir que ha de mantener su sentido, su concepto, su autoconsciencia, pues el nombre es sólo signo, distinto en cada lugar y tiempo, sustituible, y su cualidad está en lo que expresa; pero la verdad es que batalla por ser se da en todas partes, y no se elige el lugar; también se da en lo simbólico y a veces se deciden en el dominio de los signos, pues las figuras sin nombres, como las viejas naciones sin banderas, son espectros que asumen vivir como fantasmas. La izquierda sin nombre sería el “innombrable”, ese inquietante personaje ausente que nos fuerza a imaginar Beckett.


12.5. La profunda y discreta diferencia ontológica.

De todas las pérdidas de la izquierda en el campo del lenguaje, la más relevante es el desuso de la dialéctica; por supuesto, lo más grave, el mal de fondo, es que se ha perdido el pensamiento dialéctico, la posición dialéctica en ontología, pero aquí me refiero a las palabras y los nombres, a sus metamorfosis sus reciclajes, sus enmascaramientos, y a la difuminación de sus inmediatas denotaciones. Términos como “diálogo”, que en principio contenía referencias netas a posiciones de diferencia y contraposición, a ausencia de unanimidad, han sido colonizados por el “consenso”, tal que ahora dialogar exige buscar el acuerdo, y en el límite conseguir el acuerdo, pensar lo mismo; si no se consigue, suele decirse, es porque no hay o no ha habido diálogo, porque no se da el verdadero diálogo. Porque “no hay voluntad de diálogo”, se dice, cuando en rigor es la canonización del consenso la que pone fin al diálogo. Tras el consenso no hay canción, sólo tarareo uniforme; no hay polifonía, sólo monotonía; calla el coro y habla el solista. El consenso no se usa como patrón de medida de la bondad o eficiencia del diálogo, sino como su eidos, su esencia; en esta perspectiva un diálogo sin consenso resulta inesencial, en rigor falso, mero simulacro; para ser diálogo ha de conseguir consenso, ha de perder su substantividad, su lógica, y subordinarse al resultado, el que sea, pero unánime; el consenso reparte las credenciales.

Claro, como consecuencia de ese culto al consenso −en realidad como causa oculta− está operando el rechazo del conflicto, siendo éste considerado un mal absoluto. Se reconoce la positividad, que las contraposiciones o contradicciones existen de hecho, pero se consideran circunstanciales, contingentes, meras anomalías que una buena quirúrgica extirpa, que un buen diálogo (con consenso, claro) disuelve. Lo que de ninguna manera es tolerado, por imperativo político, es el reconocimiento de la escisión social, de las diferencias insolubles, de las contraposiciones inexorables; o sea, lo no tolerado, lo satanizado es la ontología dialéctica; lo innombrable es el conflicto ontológico, intrínseco al ser del capital, a su orden. Por eso no se toleran las clases en sentido de elementos constituyentes, que suponen la escisión y la contraposición esenciales; y por eso se fuerza a pensar la izquierda como un posicionamiento de valor, contingente, reversible. Se puede usar el término “clase” −aunque parece que dé miedo la misma palabras− para referirse a conjuntos con determinaciones no constituyentes, a estratos sociales, equivalente a “tipos”, “modalidades” (como “clases pasivas”, “clase política”, “clase de manzanas”…), siempre con funciones taxonómicas; pero si el concepto se acerca a la clase como determinación ontológica fuerte, nacida en el particular big bang del capital (como “clase obrera”, “clase asalariada”, “clase campesina”…) que instaura la desigualdad y la oposición intrínsecas, se arruga el ceño, no se tolera, se juzga como antisistema; ese uso de “clase” es tenazmente silenciado.

Algo semejante ocurre con el término “izquierda", que se reserva para designar una posición político-moral, una posición de valor, un repertorio de virtudes más o menos cerrado, como una cesta de compra, que sólo incluye productos legalizados del supermercado; si se trata de incluir en el pack algún valor extranjero −"no razonable" para los politólogos, “terrorista” para los puros−, no autorizado, se le declara la guerra por subversivo, revolucionario o antisistema, e incluso se recurre a Lenin y su tesis sobre “el izquierdismo como enfermedad infantil de comunismo” para forzar su exclusión. Esa preferencia por un concepto de izquierda como conjunto cerrado de valores se inquiera aún más cuando se usa el término para nombrar otra realidad, para denotar una determinación material irreconciliable con el orden establecido −orden que está en su origen y en su desarrollo−; entonces se rompe la baraja, se acaba el diálogo y se declara el reinado de la enemistad. Se invoca la obligación de pensar en el marco de la constitución y se exige que en ella el capitalismo quede sancionado como “una sociedad abierta” −tal y como lo caracterizó K. Popper−, y que en la Carta Magna figure visible y bien establecido que sus enemigos, sean hegelianos o marxianos, son todos aquellos que ejercen la mirada desde el exterior de la constitución, quienes cuestionan las determinaciones constituyentes, quienes critiques su “cierre categorial” o revelen su ocultación de la realidad tras el uso dogmático del diálogo.

Ya nos hemos referido antes a esa “new left” deseosa de una sociedad abierta, pero en la que la armonía no ahogue la vida; esa izquierda que añora la lucha, los conflictos, la diversidad radical, pero todo dentro de un orden civilizado, en el orden de la palabra, no de la espada, en los bombardeos del foro, no en los frentes de guerra. Su queja parece ser contra la servidumbre voluntaria en el pensamiento único, contra el excesivo reconocimiento y amor a la igualdad. Vienen a decir que debe haber diferencias, que es bueno que las haya; por tanto, o las hay de facto o hemos de crearlas, de generarlas (o imaginarlas). Si la izquierda está adormecida y se difuminan las distancias, debemos reactivarla y marcar el cuerpo a cuerpo; y si la izquierda se va evaporando adormecida en la uniformidad, la reinventamos o recreamos de nuevo. Al fin, nos dicen, la vida es diferencia, diversidad, contraste, no aburrida anomia, no tedioso consenso; una “comunión de los santos” será tolerable en una vida celeste, pero en nuestro coloreado planeta no encaja, parece impropio, vienen a pensar. De ahí que toquen a rebato y emprendan la cruzada de defensa del “pluralismo radical”, tarea que la nueva izquierda considera algo así como la recuperación de Tierra Santa, la reconquista de la esencia de la izquierda secuestraba por el enemigo, ese personaje fantástico creado por la fusión de Saladino y Aladino, el poder y la magia, que borra las barreras y los abismos haciendo posible esa lámpara maravillosa de la unidad en la diversidad,

En esa new left que actúa a través de la New Left Review, en polémica familiar simultánea con comunitaristas, como M. Sandel y Ch. Taylor, y liberales, como J. Rawls, la autora ya citada, Ch. Mouffe, nos enseña a ser de izquierda, de esa nueva izquierda; nos llama a perseguir con pasión templada y gestos alarmados la urgente e inaplazable necesidad de recuperar el pólemos en nuestras ciudades y repúblicas. Si no hay confrontación (si no hay enemigo, si no hay lucha) hay que… No, crearla no, que causa víctimas; es preferible simularla. Ésa es la clave: simular una vida épica, incluso trágica, de la izquierda, una existencia que nos excite y nos refresque, que nos devuelva la voluntad de crear (discurso), todo circunscrito a la lucha por conquistar e imponer el relato, espacio de las catarsis.

De ahí que, como he dicho, Ch. Mouffe reivindique el reforzamiento de la representación de la diferencia −la simulación del conflicto− entre derecha e izquierda, con fuerza dramática y vestuarios simbólicos, de colores nítidos, que visualicen que el conflicto subyace al aburrimiento. Porque en realidad, en gran medida, el aburrimiento es la capa superficial del mal social en el capitalismo, que se manifiesta densa cuando el orden del capital se reproduce sin grandes tensiones, con hegemonía poderosa; cuando no hay perspectivas de cambio, la superficie, que sólo es apariencia, deviene espacio de tres dimensiones, simulación de la identidad. En ese contexto psicosociológico el agonismo se revela como la vía sana ética y estéticamente, cual figura de corredor de fondo que lucha contra sí mismo (aunque simule que lo hace contra el reloj); el agonismo nos saca de la desidia de la unidad uniforme sin lanzarnos al peligro del antagonismo. Ahora bien, si la realidad es insoportable −y el aburrimiento lo es−, el pensamiento creativo se atreve a desafiar la lógica, y puede hacerlo con belleza en la ficción; pero cuando se trata de describir la realidad y se recurre a postular la ficción como imagen de la misma, pasa lo que pasa. Ya es sospechoso predicar amor a las diferencias y llamar a plantar, abonar y regar las luchas, como si éstas, cual malas hierbas, no pertenecieran a esas especies que surgen por doquier, que abundan y resisten lo indecible; se necesita una especial ceguera o un benéfico daltonismo para no reconocerlas, para no percibir su diferencia.

Podríamos preguntarnos por qué si un ciudadano tiene la suerte de ver unidad y homogeneidad en el mundo habría de considerar estas cualidades excesivas y peligrosas. La paz, la vida reconciliada, la amistad, la fraternidad, el respeto de los derechos…, todas ellas virtudes cívicas y republicanas, ¿acaso no florecen bien en ese clima de unidad y homogeneidad? ¿No se basan en paliar en lo posible −y lo posible es siempre poco e insuficiente− los conflictos? ¿Realmente tiene sentido la llamada a crear −o simular− diferencias y pluralidad? ¿Estamos ya tan ciegos que no podemos ver que la presencia de la “pluralidad” está garantizada ontológicamente, que el mundo es así, y que el viejo diablo no necesita abogados? Sí, creo que la diversidad y la pluralidad están −a veces dramáticamente− garantizadas por la realidad, por el ser, que siempre flota recortado por la diferencia. Es extraño no ver que la realidad, nuestra realidad social, nuestra sociedad capitalista, es una fuente inagotable de desigualdades, diferencias, diversidad, conflictos y luchas. Tantas que la política, que al fin trata de crear un “nosotros” −el que sea, pero un nosotros , cuyo concepto refiere a la unidad, la homogeneidad, la igualdad, la paz, la reconciliación…−, apenas puede conseguir su objetivo.

En definitiva, creo que la causa de la monotonía y homogeneidad de la vida política que observan autores como Ch. Mouffe está en el olvido de la dialéctica; su reivindicación y buena parte de su éxito literario tiene sus raíces en la denuncia de esa ausencia de la dialéctica; pero, como es propio de la “nueva izquierda” −sea ésta lo que sea y sin juzgar las partes por el todo−, los teóricos de esta corriente de pensamiento no llaman ni recurren a revitalizar la dialéctica, no invocan al opuesto radical, al contrario irreconocible −al enemigo bélico o militar (hostes)−, sino que invitan al escenario sólo al rival, al distinto, al enemigo político −al “adversario”−. No ha tenido la valentía de K. Schmitt, o no ha querido que la figura facciosa de éste manchara su relato; ha preferido quedarse en tierra de nadie, tierra de frontera. No obstante, esa tierra sin determinación no es neutral, pues ese agonismo que sustituye y oculta al antagonismo es como un analgésico que debilita la mala consciencia de la izquierda, que presiente su deslealtad con su concepto, pero que no cura su enfermedad.

Si me interesa la posición de esa nueva izquierda −una izquierda subjetiva más, definida por valores que sólo en apariencia transcienden los de la gente decente− es en tanto que símbolo de la actual posición de la izquierda que va perdiendo su lenguaje y con él sus armas y su vida conforme a la esencia. Sus carencias teóricas derivan de la invisibilización de la dialéctica, en esencia antagónica, con esos sucedáneos agónicos, en la ocultación o enmascaramiento del conflicto insoluble al pretender dramatizarlo y novelizarlo literariamente; y entre los preocupantes efectos prácticos que se derivan de esa banalización del conflicto quiero destacar el enmascaramiento del peligro de la “muerte de las ideologías”, facilitando el extraordinario éxito del funcionalismo de la “ideología dominante”; cualquier sospecha sobre el carácter de artificio y de simulacro del conflicto social, cualquier debilitamiento del enfoque dialéctico, favorece la fisión funcionalista que reduce los problemas a disfunciones. Al invisibilizar el vínculo entre el silencio de la dialéctica y la victoria del consenso, sancta sanctorum del funcionalismo subjetivista, se desdibuja al “enemigo”, al que sólo se ve vestido de “adversario”, como si la lucha que representan ambas figuras no fuera lucha a muerte; con límites asumidos, con reglas pactadas, impuestas en la necesaria subsunción de los contrarios en la forma que pone la unidad desigual y jerárquica, pero lucha a muerte en el horizonte. El capital juega muy bien su dominio y hace que la izquierda y la derecha se enfrenten pero no se destruyan; ambas le son necesaria, son sus creaciones. Por tanto, como sujetos humanos, como especie viva humana −pues las determinaciones de izquierda y de derecha se concretan en sujetos colectivos, configuran estratos de población jerarquizados−, ambos tienden a sobrevivir, a pactar situaciones de equilibrio inestable donde tengan perspectiva de salvar sus respectivas formas de vidas. En cambio, en tanto que sujetos sociales, socialmente determinados, cada uno con la marca de su determinación, son arrastrados inexorablemente a la lucha, lucha hasta el final, lucha a muerte, pues las determinaciones “izquierda” y “derecha”, ontológicas, son términos de una contraposición eterna, que subyace a las vidas de los individuos, estén éstos en campaña o en las trincheras; el conflicto continúa imparable, y es razonable pensar que cuanta más consciencia tenga la izquierda de esta inexorabilidad, menos satisfecha estará en la calma de las trincheras.

No podemos olvidar que, si bien como seres humanos la izquierda y la derecha quieren sobrevivir, en cambio en la abstracción, personificando las determinaciones −como determinación social personificada− la izquierda qua izquierda quiere morir, pues quiere el final del capitalismo, y el final de éste es también el suyo. Espero que se entienda bien lo que digo: la izquierda quiere un mundo sin desigualdad, sin dominio, como la clase trabajadora quiere un mundo sin patrones capitalistas; por tanto, la izquierda quiere morir, incluso sin consciencia de ello. La derecha, por su parte, como colectivo humano sin duda quiere sobrevivir, pero también quiere sobrevivir como determinación abstracta personificada, pues quiere la reproducción eterna del capitalismo que gestiona, su posición dominante, su privilegio; ella no quiere morir, su ser vivo y su ser determinación social privilegiada están bien sincronizados, suman sus fuerzas. Es decir, la izquierda y la derecha, qua gente humana, ambas quieren vivir, y para ello aceptan y ponen las reglas de lucha que sus fuerzas le permitan, asumen treguas, se hacen compañeros de viaje; en cambio, qua determinaciones contradictorias, como posiciones sociales, necesitan luchar, enfrentarse a muerte, sin descanso, con eterna voluntad de negación.

Desde esta perspectiva se entiende mejor la constante presencia en la confrontación política del argumento “no hay conflictos, sólo anomalías, que se solucionan con voluntad política”. Cuando no hay ideologías, al menos cuando ya no están activas aquellas visiones dialécticas del mundo que veían en el conflicto la esencia de la realidad, sólo hay disfunciones, pues todos queremos lo mismo: la misma verdad, los mismos valores, los mismos principios, los mismos fines, el bien común, el interés general… Si algo falla, es mera disfunción, que se arregla en el diálogo entre los accidentalmente distintos. Sí, el funcionalismo y el final de las ideologías van de la mano.

Entonces, si a pesar de esa hegemonía ideológica comprobamos que la realidad, tozuda, sigue mostrándonos que hay cosas que no encajan, y nos empuja a sospechar que ese discurso del diálogo amoroso no nos proporciona soluciones, sino que nos desarma, es posible que comencemos a clamar contra la muerte de las ideologías, contra el balsámico funcionalismo, contra la desaparición de las fronteras entre las posiciones de valor, en fin, contra la confusión entre derecha e izquierda. Y si en ese camino en busca del concepto de la posición de izquierda a que nos empuja la realidad, que ahora resabiados recorremos en alerta y con sospecha permanente, el fundamento se nos aleja y se resiste, o sea, si no conseguimos llegar a la perspectiva dialéctica, es probable que nuevos cantos de sirena nos hagan extraviarnos.

Uno de estos obstáculos, de esos falsos conceptos valorizados, suele ser el pluralismo. La muerte de las grandes ideologías, visiones globales del mundo y la vida con pretensiones de verdad y valor, cede el espacio a la proliferación de mini ideologías cuasi personales, ad hoc, de usar y tirar, todas de igual valor, todas igualmente legítimas. El pluralismo parece ser el desenlace coherente del fin de las ideologías, pues si éstas sometían a los individuos, llevaban por sus railes y a sus destinos a cuantos viajeros tomaran ese tren, el pluralismo razonable viene a ser la alternativa del automóvil, que uno puede escoger ruta y velocidad, horas de salida y de descanso, siempre que no se salga de la red de carreteras; el campo a través no es razonable. El pluralismo es un menú a la carta, y por ello crece su atractivo; esa pluralidad de opciones (de valores subjetivos, de proyectos morales, de ideas de buen vivir…) entre las que elegir, tal que la elección nos sitúa al lado de unos y frente a los otros, como en unos juegos florales, favorece la individualidad, el aislamiento, y debilita las determinaciones colectivas, como la clase, la etnia, en definitiva, debilita a la izquierda. El pluralismo ideológico, pues, es la consecuencia del final de las ideologías, otra presentación de éstas higienizadas, con rostros más positivos. Por mucho atractivo que tenga el pluralismo ideológico, por fuerte hegemonía que hoy ejerza, adolece de una carencia principal: las ideologías, grandes o pequeñas, universales o locales, sólo pueden estar vivas, si están fundadas, es decir, cuando representan opciones de vida objetivamente determinadas, enraizadas en las escisiones puestas en escena por el orden social; por tanto, el pluralismo es mero simulacro si su diversidad sólo representa posiciones éticas o estéticas, si sólo expresa a los individuos en tanto que formas de consciencia y no como seres que ponen en juego su existencia.

Por eso la lectura de Ch. Mouffe, que deja de lado la dialéctica que pone en escena el antagonismo, perdido en el desván de los juguetes viejos, me da la impresión de que esté buscando a tientas un sucedáneo para seguir jugando; y en su empeño descubre el pluralismo, nuevo juguete que pone en escena, en la representación, el agonismo. Entiende que frente a la democracia “deliberativa”, que busca la superación del antagonismo y la armonización funcional, la democracia “radical”, que por ser democracia se supone ha de ser tolerante y cargar en silencio con todas las cargas del mercado, ha de reivindicar el conflicto regenerador, agónico, pero no antagónico. La democracia ha de ser “radical”, porque es diálogo-debate, pero el conflicto sólo agónico, sin llegar a ver en el otro al enemigo. Con este peculiar juego de determinaciones, que son negaciones, puertas cerradas −la izquierda ha de ser “democrática”, la democracia ha de ser “pluralista”, el pluralismo ha de ser “agónico”…−, con este peculiar pluralismo agónico, quiere separarse, poner la pequeña diferencia, respecto al pluralismo “razonable”, que es la propuesta de Rawls en su Liberalismo político [26]. Un pequeño matiz en favor de la diversidad, algo es algo; al menos el conflicto, ciertamente ausentado en la lucha de la izquierda contra el capital, ausencia que se hace sentir en la vida política, se mantiene coloreado en el teatro político.

Hay otros autores, con perspectiva teórica distinta, pero con parecido juicio de valor práctico, que ponen la mirada en “derecha” e “izquierda” como categorías hermenéuticas, que por motivos diferentes consideran obsoletas, viejas, inservibles para aprehender la realidad actual. De Norberto Bobbio [27], o Gustavo Bueno [28], o Antonio Negri [29], o Ernesto Laclau [30], entre los teóricos, y de Obama a tantos de nuestros jóvenes políticos y politólogos que han interiorizado en exceso la máxima viral de la especie en la vida contemporánea de “renovarse o morir”, todos ellos invitan a dejar lo viejo en la cuneta y pensar la realidad creativamente, con imaginación, con un nuevo lenguaje, que suelen llamar “nuevas narrativas”; un lenguaje especialmente diseñado para su función política actual, que no es el dominio de la cosa, sino del relato de la cosa. Con entusiasta desparpajo llaman a redescribir y reinventar los relatos, sin sospechar que tal vez así se falsifique el referente; llaman a reescribir la historia, que está bien, y a resignificarla, cosa un tanto curiosa aunque un poco más inquietante; incluso no dudan en embarcarse en la “autoresignificación” permanente, sea lo que sea lo que ese largo y feo término signifique. Debe de ser triste no reconocerse en ningún espejo.

Desde la distancia parecen seguir (a veces sin haber madurado la lectura) el hermoso libro, ya mencionado, que hace algunos años nos regaló Martin Gardner, Izquierda y derecha en el cosmos, donde nos venía a decir que, en el universo, y en rigor en cualquier perspectiva de totalidad, derecha e izquierda carecen de sentido; no así “arriba” y “abajo”. O sea, “derecha” e “izquierda” quedaban como categorías obsoletas, anacrónicas, viejas, sin uso en la descripción del universo. Y la izquierda desconcertada de nuestro tiempo, deslumbrada por el valor absoluto de la innovación, no sólo extendió el canon cosmológico al dominio social, devaluando definitivamente la distinción, sino que al cambio de traje ideológico añadió enseguida el del nomenclátor, buscándole sustitutos más jóvenes y cualificados. Pero la imaginación no se alimenta sólo de la voluntad, pues ricos y pobres, o “los de arriba” y “los de abajo”, −y no digamos de expresiones tan barrocas como “clases y sectores desfavorecidos”−, son también términos muy añejos; términos meritorios y dignos en sí mismos, sin duda, pero con curriculum escaso para proponerlos como candidatos e insuficiente para erigirlos en sustitutos. Lo cual nos viene a anunciar que la crisis de la izquierda afecta incluso a la fantasía de nuestro tiempo, pues vocabularios de este tipo los encontramos en Rousseau, mucho antes de que los usaran nuestros indignados de hoy día; y, para ser más exacto y reconocerles su vejez, recordemos que estas expresiones ya las usaban Platón en su República y Aristóteles en la Política. Y otras expresiones frecuentemente usadas, como “lo viejo” y “lo nuevo”, nos recuerdan la dialéctica del Gran Timonel, que nos entusiasmaba en nuestra retardada adolescencia, si bien Mao Tse Tung tenía la audacia y coherencia de identificar lo viejo con el orden capitalista y lo nuevo con el alborear socialista, mientras nuestras “nuevas izquierdas”, excesivamente narcisistas, sólo suelen considerar nuevo a sus innovadoras ocurrencias.

En resumen, sea resaltando la “confluencia”, en contenidos y discursos, entre las fuerzas políticas de derecha e izquierda, sea enfatizando la obsolescencia e ineficiencia de las categorías o conceptos de las mismas, el resultado es un diagnóstico común: crisis de la izquierda, confusión ideológica, pérdida de sentido de la política, anacronismo crónico, desconcierto generalizado, banalidad inquietante… Ésta es hoy la representación y valoración dominante [31]. A pesar de lo dicho, para mí esta situación no sería preocupante si la pérdida de sentido de la izquierda fuera sólo una apreciación exterior, sesgada o falsa, de los estudiosos, politólogos u opinófilos. Pero me inquieta, y mucho, que si bien estas apreciaciones son empiristas, emotivas, superficiales, fenoménicas, no por ello son falsas, sino que contienen su punto de verdad; y sobre todo me inquieta que sean ampliamente compartidas por gente objetiva y subjetivamente de izquierdas, que se sienten y tienen voluntad de ser de izquierda. Aunque los diagnósticos de superficie suelen impulsar terapias de choque manifiestamente insuficientes, y con frecuencia soluciones imaginarias y erróneas, sus descripciones, su inventario de los síntomas, e incluso sus representaciones de las causas, no debieran ser menospreciados. La izquierda aparece insegura, desconcertada, con menos ser que voluntad de ser, con más existencia ideal que presencia real, buscándose a sí misma incluso en su imaginación, donde ni siquiera ahí logra encontrarse, optando por reinventarse, redefinirse y resignificarse sin salir de sí, confiándolo todo a lograr un relato que le aporte identidad. Ese desconcierto es innegable; y cualquier reflexión sobre la izquierda debiera partir de aquí, de su inestable representación de sí misma, de su fragmentada y diseminada consciencia de sí; partir de aquí, pero no quedarse ahí.

Partir de aquí, pero sin quedar atrapado en su enfermedad. Con un nuevo relato de sí misma, à la recherche de l’essence perdue, logrará ser de la única manera que los relatos dan el ser: en lo imaginario, como simulacro. Pero eso no ayuda nada a salir del barro donde se hace la historia. Al contrario, para encontrar una salida del bucle ha de comenzar por conocerse, y este conocimiento requiere previamente que crea en su existencia objetiva, en lugar de buscar un espacio y un relato que la permitan ser. Sólo hay una escena más dramática que la de grupos humanos buscando un espacio político vacío para poder ser, y un discurso diferenciado para ganarse el ser; y esa escena de mayor dramatismo es la de contemplar grupos de personas empeñadas en “crear subjetividad”, algo así como construirse un disfraz para poder estar presente en el desfile del carnaval. Con esos mimbres se hacen cestos, sin duda; pero son unos cestos que, como dicen en mi pueblo, pueden servir para llevar melones, pero no harina.

La izquierda, para existir, ha de sentirse existente; éste es el presupuesto; y para ello no necesita credenciales ni avales. Con ese presupuesto, con esa consciencia de que existe en sí, ha de conseguir devenir para sí, que diría Hegel. Es similar a lo que pensaba Marx en otro registro, el de la clase: la clase es en sí no porque lo decida ni se busque a sí misma: es una determinación de la estructura, tiene una existencia objetiva. Pero para no quedarse en el en sí, en el mero ser ahí, en nudo estrato social, en categoría sociológica empírica, y devenir concepto político, concepto del modo de ser izquierda, ha de llegar a la consciencia de clase. Y, para eso, para devenir izquierda para sí, o izquierda consciente, ha de hacer un recorrido, que podemos desglosar en dos planos: por un lado, ha de llegar a conocerse, a conocer su esencia; es decir, su origen, su razón de ser, su genealogía, su destino; y, por otro lado, ha de llegar a conocer su posición, conocer su existencia, su lugar actual, su situación efectiva, su condición histórica, de dónde viene y el camino que ha de recorrer aún. Y, dentro del conocimiento de su existencia, y de modo muy particular, ha de llegar a conocer por qué ha caído hoy en este laberinto de confusión y desconcierto, ha de comprender esta pérdida de sí que la condena a una vida inesencial, que hace que en lugar de buscar su objetivo se dedique a buscarse a sí misma por territorio enemigo. En una palabra, ha de conocer el mundo del capital, que también es el suyo.



13. LA IZQUIERDA SIN SABER.


Proposición 13.

“Nos han robado o hemos perdido incluso el saber, sin duda el saber técnico, saber-conocimiento, que ahora está inscrito en las máquinas, convirtiéndonos en auxiliares de la técnica, pero me temo que también el saber-pensamiento, el saber-comprensión. Nos han robado o hemos perdido el pensamiento insubordinado, que no es sólo estética rebelde, que también, sino saber substantivo liberado de toda funcionalidad. Nos hemos quedado sin el pensamiento especulativo, no instrumental, el que no se orienta y adecúa a la acción, el que sólo persigue comprender el mundo poque es la condición de posibilidad de una existencia humana”.

Comentarios:

13.1. La consciencia es el saber.

El capital nos ha robado o al menos privado de muchas cosas, las que teníamos y las que podíamos llegar a tener y no vinieron; incluso las que nos cuesta imaginar, pues también la imaginación ha sufrido esos efectos de la subsunción en la forma hegemónica. Es terrible, pero se ha privado al trabajador del saber que ponía sentido a su trabajo, que lo distinguía de simple depredación, el saber que cualificaba y valorizaba su fuerza de trabajo; hoy el capital no necesita comprar ese saber al trabajador, lo compra incorporado a la máquina y a la fuerza de trabajo cualificada; hoy el trabajador apenas tiene algo que vender que no sea su fuerza física, biológica, con la cualificación incorporada, que se vende al peso. Sí, ahora el saber está incorporado a los medios de trabajo, especialmente a las máquinas, inscrito en ellas, guiando el proceso y el ritmo del proceso; los trabajadores forman parte de esa gran máquina, como elementos instrumentales, como mediaciones, sin el privilegio del control.

Los actuales instrumentos de trabajo, a diferencia de los de hace tiempo, en aquel capitalismo nacional y productivo que acabaremos añorando ante la desertización social y humana que impone el actual, no se movían por sí mismos, requerían la habilidad, destreza y conocimientos del trabajador; hoy, al contrario, es éste quien ha de adaptar sus movimientos a la “sabiduría” inscrita en unas máquinas que no conoce ni domina. Su saber se reduce cada vez más a saber seguir y obedecer a la máquina. De ahí que incluso nuestros programas de grado de Filosofía, que ni siquiera contemplan la investigación como uno de sus pilares, confiesen o publiciten que el objetivo de los estudios es que el alumno consiga las capacidades, habilidades y destrezas adecuadas. ¿Adecuadas a qué? Adecuadas a su función de eslabón integrado en la megamáquina. Un objetivo exterior a lo humano, que nos hacer ver qué lejos estamos de aquel ideal docente que me gusta citar de Diderot: el de formar hombres avec tête et coeur.

El pensar, el saber pensado, y no meramente el conocer instrumental, es un modelo que ya teorizaron los filósofos ilustrados. Con elegancia y sensibilidad exquisita delinearon la función del filósofo “intelectual”, cuya actividad era considerada por D´Alembert y Diderot, en su “Discurso Preliminar” de la Encyclopédie, como actividad del espíritu privilegiada, perteneciente a la esfera propiamente humana, la esfera de la libertad. Pensar en libertad no es sólo pensar libre de coacciones políticas o ideológicas, de sintaxis y prejuicios, sino también libres de las necesidades inmediatas y exigentes; la libertad únicamente se consigue en fragmentos y siempre tras haber logrado satisfacer la presión directa de las necesidades materiales de existencia. La preocupación acuciante por la vida lleva a un saber instrumental, imprescindible, pero no a comprender el sentido de la existencia, privilegio de la especie humana. Estos ilustrados decían que, en el orden del saber que imponía la existencia, primero estaba el saber técnico, las artes productivas, encaminadas a sostener y garantizar la vida biológica y las necesidades sociales básicas; saber que imponía sus condiciones y se cobraba su precio. Cubiertas estas necesidades, emancipado el ser humano de esa limitación natural, le llegaba el tiempo y la posibilidad de otras actividades, otros quehaceres, y de su mano la posibilidad de otros saberes, los bellos saberes, los propiamente humanos, exclusivos de su especie. Pensaban que sólo cuando se han logrado ciertas condiciones materiales de existencia podían los hombres dedicar, al menos parte de su actividad, a hablar de lo humano, a conocer la virtud, la belleza y la verdad, y tal vez por este orden; sólo entonces, en esas condiciones sociales, pueden los hombres entregarse a hablar de la ciencia y de los ideales, de la racionalidad y del lenguaje, del trono y del altar, las preocupaciones genuinamente humanas en que toma su presencia la filosofía.

Ese saber o pensamiento de las belles lettres, orientado a la comprensión del mundo, junto con las belles arts, que también tienen en el horizonte la belleza, la virtud y la verdad, queda fijado como el destino privilegiado de los hombres, al que los pueblos tienden y acceden cuando y en la medida en que han conseguido consolidar y superar el saber-conocimiento, instrumental, requerido en la esfera de la necesidad. Es ésta una idea sobre la que volver a reflexionar en nuestro tiempo, en el que el saber técnico ha cumplido de sobras el progreso que de él se esperaba, sin que haya aparecido ese salto cualitativo que los ilustrados anunciaban; el saber técnico se ha cobrado su precio subsumiendo los saberes humanistas en los biológicos, reduciendo al ser humano a su condición de homo faber, y aún no nos ha compensado de manera generalizada en los beneficios que del mismo se esperaba. El saber técnico ha pasado de ser instrumento o condición del acceso al saber especulativo a ser saber tout court, saber hacer, rasgo con el que es identificado el saber en nuestra época. Por tanto, el saber instrumental triunfante exhibe su poder positivo, deviene modo exclusivo del saber, se establece y fija, se aposenta con realeza, se mantiene, extiende y ocupa todo, sin que haya lugar ni tiempo para ese otro pensar para la simple comprensión del mundo.

Pero todo ese proceso no es mera contingencia; más bien nos da a entender que en una sociedad capitalista el saber es del capital, sea creado por él ad casum, sea porque lo subsume formalmente y lo hace funcionar a su servicio. Parece que el capital, en su lógica de creación de nuevas necesidades, impusiera la imposibilidad de que el saber técnico llegue a su fin, de que en su despliegue permanente lo absorba todo, lo domine todo, y excluya cuanto saber no le es útil y se resiste a la sobredeterminación. Cualquier saber que exija tiempo de pensar fuera de la subsunción, fuera de su determinación a actuar o intervenir, será arrojado a los márgenes en el movimiento de la sociedad capitalista: perseguido cuando es obstáculo, tolerado cuando es marginal y subordinado cuando pueda contar con su complicidad.

Ahora bien, no debiéramos eludir la pregunta fundamental sobre el saber instrumental: ¿es así sólo en el capital, subordinado al capital, o pasaría lo mismo en formaciones sociales con otro modo de producción dominante? Es decir, ¿estos efectos se derivan del saber técnico, de la sociedad tecnológica en general, son intrínsecos a su esencia, o surgen cuando ese saber está subsumido y al servicio del orden del capital? Recordemos el trabajo, siempre ligado al sufrimiento, pero sus efectos no son los mismos cuando produce bienes, medios de vida, para los productores que cuando produce riqueza, capital, para los amos de los medios de producción; ni cuando cumpliendo ambas funciones subordina la primera a la segunda, el valor al valor de cambio. Aclarar esta pregunta es fundamental, pues según la respuesta tendremos una izquierda anticapitalista o una izquierda antitecnológica, que no es lo mismo; no debiéramos confundir la rebelión contra las máquinas con la rebelión contra el capital, la sumisión a los instrumentos de producción que la sumisión a las relaciones de producción. Y aun reconociendo la doble determinación, la doble sumisión, hemos de saber diferenciar las luchas contra cada una, y los límites respectivos de las mismas: si los liberales hablan orgullosos de “nuestro enemigo, el Estado” [32], nosotros podemos hablar de “nuestro enemigo, el Capital”. Creo que la izquierda no puede considerar “enemigo” ni a la tecnología ni al Estado, pues no son contradictorios con su concepto; ha de vivir con ambos, manejarse entre ambos, forcejear con ambos como la paloma con el aire que frena su vuelo y cansa su cuerpo. En cambio, ha de considerar su enemigo la función de ambos, la tecnología y el Estado, al servicio del capital, de su reproducción, de esa dominación que instaura la desigualdad y, con ello, instituye inmediatamente la izquierda.

Debiéramos, pues, pensar seriamente esa tentación de la izquierda, tantas veces manifiesta, de posicionarse contra el monstruo frío del Estado −“el más frío de todos los monstruos”, que decía Nietzsche− y el monstruo sin alma de la tecnología − “la barbarie de la técnica” que describe Heidegger−. En todo caso, no debiéramos olvidar que el Estado y la tecnología adquieren un plus de dominación intolerable en su función subsumida en el capital, debido a que éste se alimenta de la producción, de la acción, y en tanto forma dominante es lógico que imponga su lógica y su posición de valor al todo social; el Estado y la tecnología, formas sociales indisoluble e intrínsecamente unidas a la dominación, ejercen en el capitalismo una función ampliada, pues en su universalidad consiguen elevar el dominio del instrumento, la primacía de la acción, la preferencia de la producción a “sentido común”. La “vida activa” ha devenido obsesión, aunque sea el simple cliquear, como si el horror vacui hubiera sido sustituido por el horror otii; incluso la sugerente propuesta de “vida activa” de H. Arendt, aunque apunte en la buena dirección en tanto distanciada y opuesta a la labor y el trabajo, formas de vida ligadas y subordinadas al instrumento, a las necesidades biológicas y materiales, no evita el contagio de la ideología dominante al presentarse como “acción”; aunque se concrete en una acción especial, embellecida como acción política, propia de seres humanos que piensan y hablan en el ágora de deberes y obligaciones, de necesidades y métodos, del bien y del mal, en el fondo presupone o exige la presencia, el compromiso, la participación en la acción colectiva. Seguramente esa forma de existencia que recoge el concepto “vita activa” sea en concreto excelente, pero quiero señalar que al silenciar el pensamiento meramente comprensivo, aunque sea como ideal inalcanzable, no ayuda a frenar esa tendencia dominante al reinando absoluto de la acción. Reconozco que en la propuesta de H. Arendt la “acción” es pensada precisamente como alternativa a la existencia enajenada del hombre en el instrumento; reconozco la importancia al respecto que en ella atribuye al pensamiento y a la palabra como manifestación o exhibición de uno mismo; y reconozco que la “acción” arendtiana suele situarse en los nobles territorios de la política, la ética y la estética, que en definitiva son los espacios ilustrados de las belles lettres y las beaux-arts; no obstante, en la “vida activa” subsiste el pathos de la actividad, tal vez imposible de eliminar de la vida humana pero que en el presente borra el referente ideal de un pensamiento libre de acción, que ayuda a la autoconsciencia.

Si insisto en este punto se debe a que veo el activismo inundando nuestras almas y arrastrándonos a una existencia inesencial en una enajenación embriagadora; ya podemos ver que nuestras escuelas preparan a los niños y los jóvenes casi de modo exclusivo para que sepan manejar los instrumentos; oficialmente se añade lo de “educación en valor”, pero en el proceso se impone la acción: les educamos en el saber actuar. Como ya he señalado, los programas oficiales se hacen en nombre de adecuar la enseñanza a la sociedad, la sociedad positiva existente, y no concretan sus fines como se podía esperar en formar intelectuales, hombres que piensen y sientan, con cabeza y corazón, sino en fabricar operarios dotados de “capacidades, habilidades y destrezas”. Me entristece que toleremos estas cosas sin alarmarnos, que soportemos que en el templum del saber –ha de haber templos sin dioses− se exhiba como misión oracular la producción de filósofos adaptados al mercado, casi sin disimular que allí no hay lugar para ese pensamiento rebelde −hoy nada hay más rebelde que salirse de la danza del mercado− que siempre y de diversos modos ha sido la filosofía.

La izquierda debería interesarse por estas cosas. No sé si hemos de abandonar el lenguaje y los saberes de la metafísica, del pensamiento especulativo o de la comprensión del mundo; pero creo que, sea cual fuere la alternativa, habría de ser una decisión posterior al debate; lo que no es admisible es que asumamos las derrotas sin plantear batalla. Y es cierto que la izquierda, en su histórica consciencia de sí, ha sufrido los efectos de esta determinación capitalista a la acción. Se ha sentido más veces herida por la angustia del “¿qué hacer?” que por la de “¿qué saber?”. Ha sido así hasta el punto de que en muchos momentos ser de izquierda equivalía a pasar a la acción, a entregarse a la práctica, a lanzarse a hacer la revolución. La hegemonía de la “práctica” sobre la “teoría”, tan presente en la historia de la izquierda, expresa a mi entender una contaminación ideológica que habría que revisar y, en su caso, corregir.

La vida en el capitalismo está orientada a la acción; incluso a la mera acción por la acción, como entrenamiento constante. Si nos preguntan qué hemos hecho estas vacaciones (fijaos bien en la pregunta: “¿qué hemos hecho?”) podremos responder con cualquier acción (viajar, ver exposiciones, jugar el tenis, incluso escuchar música…). Cualquier actividad tiene sentido, todas son aceptables, se compadecen con la consciencia de una sociedad activa hasta la obsesión. Pero si contestamos algo así como “me he dedicado a pensar”, sin más concreciones, esta no-actividad, que es lo otro del hacer, causaría sorpresa y pensarían que algo nos falla en nuestra cabeza o en nuestra vida. Se comprendería tal vez una respuesta como “me he dedicado a escribir”, quizás con un gesto de extrañeza, pero “escribir” ya es una acción, ya es “vida activa” arendtiana. Se da por evidente que lo importante y “normal” es la acción, no el pensamiento; y se admite una tarea de pensamiento si éste es instrumental (escribir una novela, contestar la correspondencia, elaborar un informe…), pero en modo alguno se soporta ni comprende que nos entretengamos con el pensamiento “especulativo”, el no vinculado de forma inmediata a la intervención técnica en el mundo.

En nuestra sociedad domina la acción, una forma que tiende a ocuparlo todo; al capital esto le va muy bien, no le gustan los “tiempos muertos”. Podríamos temer que el pensamiento desaparezca, o haya desaparecido ya. ¿Acaso no se piensa? La verdad es que en cierto modo sí, nunca se ha pensado más, nunca se ha dedicado tanto tiempo a pensar; pero es un pensamiento para la acción, subordinado e instrumental, para hacer algo, para producir, para dominar. Para ser ingeniero, actor o influencer −sí, un youtuber también piensa−; para presentarse a un concurso o unas oposiciones; para crear cosas; para innovar; para salvarse en la otra vida. Un pensamiento finalista, subordinado a la producción, al logro de objetivos, conscientemente técnico. Es el triunfo de la razón instrumental que enunciara Horkheimer; es el triunfo de la técnica que enunciara Heidegger. Para eso se piensa y mucho, más que nunca, todo el mundo al mismo tiempo. Pero pensar simplemente para comprender…, la verdad, creo que se hace poco y cada vez menos. Esa modalidad especulativa o contemplativa “no se necesita para nada”. Y es verdad: en nuestro tiempo, para actuar no se necesita comprender; ni siquiera para opinar se necesita conocer. La acción nos ocupa cada vez más tiempo, ya nos ocupa todo el tiempo. Nos vamos acostumbrando a actuar sin sentido, de tal forma que ya no lo echamos en falta. Preocuparse por el sentido del mundo, de la vida, de la existencia, del bien y del mal… ha devenido antiguo, de otros tiempos, de aquellas épocas en que los hombres no habían llegado a la mayoría de edad.

¡Qué paradójica burla de la historia! En esas otras épocas, los hombres no tenían tiempo para la especulación; vivían como nosotros hoy, pero ellos obligados por la necesidad de reproducir su vida, nosotros arrastrados por seguir dominando un mundo que ya dominamos. Ellos no habían llegado a esas condiciones materiales que hacen posible la mayoría de edad; nosotros nos hemos quedado atrapados en el éxito de nuestra pasión de dominio.

Kant subrayaba como rasgo característico de la edad de la Ilustración que en ella los hombres por fin podían decidir por sí mismos libremente entre el bien y el mal; aquella mayoría de edad era limitada, vigilada, pues los referentes le venían dados, la verdad y el deber eran modelos a venerar y seguir, no a crear; eran fijos, sagrados, divinizados. La verdadera mayoría de edad, la que se practica ahora, es la post-ilustrada, más ilimitada, en la que los hombres deciden en cada ocasión qué es el bien y qué es el mal, y luego deciden igualmente libres si les gusta o desagrada, si lo siguen o rechazan, si simulan culpa o argumentan inocencia. Esta mayoría de edad posmoderna parece más bien propia de los dioses, que como demiurgos reparten las cualidades entre las categorías y los nombres entre las cosas y así, al nombrarlas las crean, y hecho el mapa deciden la ruta. Por tanto, ¿qué sentido tiene preocuparse o preguntarse por el sentido?, vienen a concluir. “El sentido soy yo, y yo soy el que soy”, parecen querer decir. Por tanto, como demiurgos, lo nuestro no es comprender, es crear; comprender el mundo o la vida es de siervos que aceptan el orden transcendente y exterior, y se someten a su designio; lo nuestro es poder, basta decirlo: “sí se puede”, “sí podemos”, ¿no se siente un excitante placer en gritarlo a coro? Basta decirlo y el verbo se hace carne, nos enseñaron a creer.


13.2. El peligroso encanto de la práctica.

Alguien puede pensar, con razón, que se nos extravió la razón objetiva, la que nos ayudaba a poner los fines, la que nos proporcionaba el sentido a nuestras ideas y nuestros proyectos. Con ella, esto es cierto, no se valorizaba el capital, y tal vez era un obstáculo insoportable a nuestras espaldas. El único saber asumible ha pasado a ser el saber actuar, que incluye el pensar instrumental (no, no “transcendental”, he dicho “instrumental”, que no es lo mismo, aunque ambos suenen raros). Y la consciencia de izquierda ha caído en esa trampa; no se trata de una culpa específica, ni siquiera de una culpa común, pero tal vez ella sea la parte de la población en la que se notan más esas ausencias, y sus efectos, porque narcisistamente esperábamos más de ella; la exigíamos más, exigíamos incluso ejemplaridad. ¿Por qué una mayor exigencia a la izquierda? Lo diré de forma muy abstracta y poética, pero precisa y directa: porque la negación ha sido siempre la esperanza del género humano, y la izquierda es en su esencia negación; porque el devenir del mundo, de la civilización, de las culturas, lleva en su mayoría las marcas de la izquierda; porque ella ha sido, es y sigue llamada a ser el principio de esperanza, nacida para resistir y negar; porque donde domina el sufrimiento y la injusticia la negación es la firma del ángel purificador. De ahí que la izquierda tuviera siempre, desde sus orígenes, reconocimiento y simpatía por la dialéctica, por su potencia hermenéutica negativa, para poder comprender el mundo suprimiéndolo con esperanza.

Pero cuando la izquierda se entregó al pensamiento instrumental –y Lenin pesó lo suyo en ese desplazamiento, pues su victoria le proporcionó auctoritas− acabó malinterpretando a Marx. “¿Qué hacer?”, preguntaba Lenin cuando escribió el libro reverenciado y sacralizado; en ese texto relató lo que le atormentaba, pero el relato de un triunfador sube a los cielos, como el fuego de Heráclito. Pudo escribirlo y pudo hacer la revolución en su país, ¿quién podía reprochárselo? Hizo lo que le correspondía hacer, romper por el eslabón más débil y con las armas más apropiadas. Venció al capitalismo y lo suprimió; acabó allí con la derecha y con la izquierda, y con las clases; y comenzó una nueva etapa. Como izquierda anticapitalista, el leninismo resultó impecable; pero acabó allí. Un nuevo orden social es un nuevo orden de poder, donde las clases y las posiciones políticas se redefinen y recomponen ex novo. La izquierda de hoy, la izquierda en los países capitalistas −incluyendo de nuevo a Rusia y las exrepúblicas soviéticas−, ¿puede tomar el pensamiento instrumental, subordinado a la estrategia, como fuente de inspiración? No sabría decirlo, y no lo defenderé ni lo negaré; siempre se le debe el respeto del éxito, y que cada uno fije la cuota de amistad y reverencia que merece esa auctoritas. Lo que sí me atrevo a sugerir es que, por un lado, a Lenin le salvó su victoria, y cuantos sigan su pensamiento practicista y estratégico sólo serán acreedores de los éxitos que cosechen, y sólo de ellos; no pueden cubrir su desnudez con el manto de Lenin, como los socráticos hacían con el de Sócrates. Por otro lado, el Lenin postrevolución, en posición de poder, difícilmente puede servir de ejemplo a la izquierda, que sigue en su lugar natural, la oposición.

Quiero decir, en definitiva, que el asalto el Palacio de Invierno la izquierda ha de hacerlo cuando pueda y se vea empujada a ello; pero las contingencias no deberían servir de modelo, ni las anécdotas elevarse a categorías. El activismo asume jugar en el caos y la indeterminación, y por tanto se justifica en la historia por sus éxitos; y ese pragmatismo es una regla universal, y de ella se ha apropiado el capital. El activismo derrotado, tan abundante en la historia, puede justificarse por la necesidad, por la insoportable imposición de la dominación; como nos advirtiera Kant, la historia intenta llevar a cabo la realización de la razón práctica, de sus principios, cuando ésta no tiene fuerza para ello y ha sido derrotada y estancada. Pero el activismo esteticista y mimético, como estrategia teórica, ya no tiene justificación, ya la historia nos ha hecho mayores de edad, nos ha revelado con suficiencia adónde nos llevan las derrotas y las victorias del pensamiento instrumental, adónde nos arrastra el activismo sin comprensión del mundo.

Aún hoy hemos de resistirnos y liberarnos de la muy extendida y popularizada interpretación pragmática de la Tesis XI sobre Feuerbach, que contraponía la acción política a la contemplación filosófica; hemos de distanciarnos de ese culto fetichista a la acción; hemos de reivindicar vivir (a ratos) de espaldas a la acción; sería la forma de resistir esa dominación que tiende a reducirnos a la figura del homo faber.

Siempre nos pasa lo mismo: creemos que elegimos nosotros el camino y olvidamos que la ideología dominante, que lo condiciona y contamina todo, suele ser la de la clase dominante. El pragmatismo y el culto a la razón instrumental, la sacralización de la acción, no fue un descubrimiento de la izquierda leyendo a Marx; fue un proceso general, un desplazamiento de la consciencia exigido por el orden económico y sociocultural; se dio en el gran salto adelante de las ciencias sociales, que dejaban atrás su dimensión humanitaria (declive de las humanidades) para alzarse al estatus de ciencia empírica. ¡Con qué ingenuo orgullo se autodefinen “politólogos”, para que su saber huela a realidad! ¡Como si el “logos” fuera positividad! ¿Mala fe? En absoluto, ingenuidad e inocencia.

Sí, fue el capitalismo el que gestionaba ese proceso, el uso o consumo de las ciencias sociales para la gestión de los conflictos y la búsqueda de mecanismos de decisión racionales; y para ello gestionaba la coronación del positivismo, de esa ciencia que tiene necesidad de tocar lo empírico, aunque sea desde la abstracción estadística. Hoy las ciencias −me refiero a las sociales, aunque algunas de las otras se dejan hechizar− no se entienden como construcción de teorías, de conjeturas, aunque sea en el mundo de la experiencia, sino como contabilización de casos, construcción de gráficos y cuadros estadísticos; todo se basa en un sorprendente presupuesto universalizado y canonizado, a saber, que la jerarquía de la cantidad pone el orden de la verdad y el deber. Claro, los menos escrupulosos no se entretienen en la performance, se afilian directamente a la tesis de R. Rorty, sugestiva y provocadora, según la cual la verdad es la audiencia. ¿Quién le niega al político de la mayoría, al programa top de los media, al autor del best-seller, al youtuber de éxito, al influencer de nueva generación o a cualquier oportuno creador de lo viral, que esté en algún ranking, el que sea, que lo suyo es la verdad y el valor? ¿Quién le dice a la cara que debería subordinar su obra a la verdad −a la otra verdad, a la mohosa verdad de siempre−, al valor, a la belleza o a cualquier canon clásico avalado por la tradición y la experiencia? En filosofía no solemos tener esa tentación de valorarnos a través de la cantidad de lectores u oyentes, tal vez no porque seamos mejores, sino porque no gozamos de esas oportunidades y, en consecuencia, nos presionan menos esos vicios. Pero sin duda tenemos otros, que nos acompañan como nuestra sombra y disimulamos como podemos.

La izquierda en su momento al leer a Marx contagiada de razón instrumental encontró en algunos de sus textos la justificación de su rechazo del pensamiento filosófico. La Tesis XI se convirtió en dictamen y sentencia: dejar las armas de la crítica y entregarse a la crítica de las armas; dejarnos de intentar comprender el mundo y lanzarnos a su transformación y conquista. Y allí, a la vuelta de la esquina, nos estaban esperando, pues la razón instrumental, el saber para dominar, era el arma del enemigo, hecha a su medida; la izquierda renunció a la propia, la dialéctica, y asumió el positivista individualismo metodológico; y, sin saberlo, entraba en los prolegómenos de la rendición. Efectivamente, creyó que podría transformar el mundo sin comprenderlo, y ahora que se siente incapaz de transformarlo sabe que ni siquiera lo comprende. No, no supo leer la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach; Marx no dijo nunca que pudiera transformarse el mundo sin comprenderlo; él se pasó su vida en esta tarea, y sólo así ayudó a resistir y preparar su fin y su transición.

La razón instrumental fue un logro del capital, hasta Weber lo entendía; era una herramienta apropiada y útil para sus fines. Por eso continúa expandiéndose, imponiendo protocolos y algoritmos en todos los campos de acción, reduciendo el saber a esas técnicas automatizadas. Y en esos terrenos se muestra como una herramienta adecuada, imbatible. Por tanto, la izquierda se dotó de un arma inapropiada a sus objetivos, se dispuso a luchar con las armas de su enemigo. Mientras éste buscaba en el orden del saber la perfección de esa lógica y esa metodología, la izquierda se vio arrastrada a esa tarea y en consecuencia se vio alejada de sus sueños con otro orden de producción en que pudiera aplicarlas. La razón instrumental está hecha para el capital, y responde a las cualidades de éste, a su intervención productiva y técnica en el mundo, al dominio de lo real, a la imposición de fines, a la supremacía del sujeto. Parece adecuada a esa consciencia del dominio del mundo, pero también a la figura del consumidor, que no necesita la reflexión, sino que la excluye. El ciudadano era una figura que, al menos idealmente, pensaba por sí mismo, tenía el objetivo de autoconstruirse, de autodeterminarse; pero esa figura de la libertad como autonomía ha dejado paso a la espontaneidad, en una razón instrumental que cada vez fija los fines de manera más ocasional y azarosa, más efímera y trivial. La vida como degustación es eso, una vida en la superficie, en los sentimientos y emociones, inmediata y efímera. Ese es su atractivo, ciertamente no escaso.

Pero esa ausencia de pensamiento, que se compensa con la intensidad emocional, casa mal con la posición de izquierda, que se enfrenta a toda forma de dominación. Como ya he dicho, creo que hoy el éxito del capitalismo se basa en haber desarmado a la izquierda: y una manera de hacerlo ha sido por medio de la liquidación de la figura del ciudadano y su sustitución por la del consumidor. Un consumidor rebelde, descontento, insatisfecho… es la mejor garantía de reproducción del capital; en cambio, un ciudadano rebelde, resistente, luchador, siempre resulta inquietante. En todo caso, el devenir consumidor del ciudadano republicano, que es otro modo de describir la muerte del republicanismo a manos del liberalismo, fue posible por esa ya comentada apropiación tan sutil y definitiva del saber por el capital, expropiándoselo a la subjetividad e incorporándolo a las máquinas, a los automatismos, a los protocolos, a los algoritmos, a la inapelable lógica serial. La izquierda ha sido una víctima más, como digo, si bien de ella esperábamos más y por ello el golpe refulge en sus espaldas.


13.3. La urgencia en recuperar la teoría.

Si la ideología de izquierda se ha contaminado, disuelto y subsumido en la ideología dominante, si su lenguaje propio se ha perdido, adulterado, sustituido por el del poder del capital, si su saber ha perdido su punto de vista y su posición, contaminado o dominado por el de las ciencias sociales positivas, ¿qué puede hacer la izquierda? La respuesta inmediata, sospechosamente subjetivista, suele ser: seguir luchando a pesar de todo, luchar contra el enemigo aunque sea con sus propias armas. Y ahí estamos, y ése es el problema, que con las armas del enemigo la izquierda deviene estéril y a veces patética. Asumidos consciente o inconscientemente los valores de su enemigo, contaminado su lenguaje por sus formas y contenidos dominantes, desarmados de su saber, la izquierda se ve arrastrada a una figura simulacro de sí misma; y bajo el sutil encanto de la aparente emancipación de su angustia e incerteza ante su eterna cuestión sobre el “qué hacer”, la izquierda se ve entregada a la narcótica rutina del hacer por hacer, ahogando su adicción a hacer de izquierda, como si representara el papel memorizado y repetido de una trama con final ya definido pero aún no escrito.

Es urgente recuperar el saber; sin duda el saber qué hacer, pero sobre todo el saber qué es: qué es el capitalismo y qué es la izquierda en ese orden social. No hay otra terapia a la derrota y desorientación que la del conocimiento (suyo, del enemigo y del campo de batalla) y la autoconsciencia. La autoconsciencia es la excelencia del saber, es saberse, saber ser y estar, saber ir y venir, esperar y sufrir. La autoconsciencia de la izquierda es también saberse enajenada cuando está enajenada, pues sólo así tiene cura: la emancipación del ser enajenado en el fetichismo del sujeto pasa necesariamente por recuperar la autoconciencia. Sin autoconciencia la izquierda no puede ser una fuerza transformadora, aunque se inmole en una lucha sin límites, pues su acción es ciega e ilusoria. Primero ha de recuperar su consciencia de sí, y de ahí surgirá su eficiencia; y esa consciencia le impedirá identificar su eficiencia y sentido con su victoria, le ayudará a comprender que en la derrota también hay emancipación y esperanza.

Pero esta terapia de recuperar la autoconsciencia pasa por la cura de humildad de reconocernos instalados –arrojados− en este mundo, por reconocer que somos más efecto que sujeto; no conozco otra vía de autoconciencia. Saberse efecto, determinado, es saber; creerse sujeto independiente es ilusión, pero no es saber. La recuperación del saber exige a la izquierda reconocer su origen, su posición en el todo, su génesis y el sentido de su existencia; le exige también pensar el sentido incluido en sus derrotas, en las subidas y bajadas de su voluntad de poder. Más concretamente, exige a la izquierda reconocer y aceptar que su origen y destino están fuera de sí, precisamente en aquello que está condenada a negar y destruir, la desigualdad y dominación del capital. Le exige verse desde los otros, desde el enemigo, desde los sartreanos ojos del infierno; verse a sí misma a través de la mirada de los otros, pero no por la expresión en ellos de sus valores, su lenguaje y sus saberes, sino como reflejo en ellos de su imagen de izquierda; viendo en la expresión de odio, miedo, respeto, desesperación o angustia de su mirada la confirmación de que está ahí, donde debe estar, con la figura que debe tener y la función que debe cumplir.

La izquierda sólo tiene una vía de emancipación: la del reconocimiento de la realidad que la ha engendrado con su modo de ser, a saber, como fuerza crítica, rebelde, negativa, inevitablemente destructora. Sin el conocimiento de eso otro, en nuestro caso de la sociedad capitalista −sí, lo afirmo una vez más, esa sociedad ha engendrado la izquierda, venimos del barro de la historia, no de la cabeza de Minerva−, no es posible ni la consciencia de sí ni la emancipación. Si hoy la derrota de la izquierda –cosa trivial y contingente− amenaza con fijarse, con ser definitiva, es en la medida en que la representación subjetivista le impide conocer la realidad, e incluso invita a no hacerlo. No hay mundo, sólo perspectivas, nos dice el subjetivismo nietzscheano; para los sujetos libres sólo hay representaciones: la cosa en sí sería un límite a su libertad, un reto a su poder, luego abandonémosla. Ése no es el lenguaje de la izquierda, y si habla ese lenguaje no es quien dice ser o quien está llamada ser.

En conclusión, de los dos elementos aludidos en la categoría de izquierda, fuerza y consciencia, el primero ha sido fuertemente herido, sin duda, pero el segundo ha sido arrasado; sin saber no hay consciencia, no hay izquierda efectiva. Y es aquí, en la crisis de la consciencia de sí, donde se acumulan las cadenas. Por eso no me cansaré de argumentar que no hay izquierda sin consciencia de izquierda; no hay consciencia de izquierda sin concepto de izquierda; y no hay concepto de izquierda sin conocimiento del capital, su origen y su enemigo, del cual nace y frente al cual ha de constituirse. No, no me cansaré de argumentarlo y de añadir matices de refuerzo, de salir al paso de sospechas en los puntos débiles. Ante mi constante crítica a la filosofía del sujeto podría pensarse que estoy reivindicando un materialismo grosero, mecanicista, una epistemología especular, como ridiculizara Rorty, y cosas así. Es fácil construir tigres muñecos para hacer vudú o darle caña al mono. Nunca evitaremos estas críticas cuando se hacen desde la otra orilla, así que no vale la pena prestar atención a las mismas; ahora bien, a veces se hacen desde la misma, por gente de al lado, y en este caso sí me parece apropiado clarificar el aspecto puesto en duda, que suele ser el estatus ontológico de la subjetividad en la propuesta que estoy haciendo.

El materialismo, al menos el que yo reconozco y valoro, no supone la no existencia de subjetividad (como sería reducirla a una imagen o un efecto especular); simplemente supone que esa subjetividad, como toda realidad, está condicionada, afectada de determinaciones; lo que he llamado “materialismo práxico”, que piensa el ser o la realidad como producción permanente, no rechaza la existencia de sujetos, sólo rechaza la idea de sujeto como esencia determinante y no determinada; este materialismo piensa el sujeto como una categoría necesaria para pensar la realidad, incluida su realidad como sujeto, pero que a su vez es “objeto” de la reflexión de otro sujeto, aunque sea él mismo desdoblado. Es una determinación propia de toda realidad en la ontología materialista, que se desdobla en posiciones o momentos, en medio de producción y producto, en sujeto que piensa y objeto pensado, en forma estructurante y estructurada, en poder constituyente y poder constituido, en natura naturans y natura naturata

Ese materialismo, digo, asume que hay subjetividad, incluso que ésta es algo “objetivo”, algo que está ahí; incluso que hay “sujetos”, que están ahí, cargados de sentimientos, frustraciones, esperanzas, experiencias, informaciones, conocimientos científicos, ideales dignos… Defiendo el materialismo que en la ciencia y en el uso común se asume con espontaneidad, que se expresa afirmando que hay “sujetos” capaces de pensar, argumentar, incluso “conocer”; lo que no acepto es el materialismo dualista de las dos substancias, de los dos mundos, el de las cosas exteriores, mecánicas, inertes, y el de la subjetividad inmaterial e incontaminada, que a imagen de los dioses para “crear” no necesitan mancharse las manos de barro. Los sujetos, si tienen alguna realidad, son productos, y como tales están contaminados, hechos con negaciones. Sujetos “sujetados”, que dirían los lacanianos, capaces de producir representaciones, interpretaciones, conocimientos de distinto grado de abstracción y de validez, pero siempre como productos, a partir de algo con materias primas e instrumentos categoriales prestados de otros. El sujeto que cuestiono es el de la metafísica de nuestro tiempo, el de la subjetivación del mundo, una figura divinizada capaz de crear el mundo desde su voluntad, que entienden su actividad de pensar por sí mismos como producir ideas o el mismo mundo, con total independencia (de la gramática, del vocabulario, de la lógica, de la experiencia…) de los otros. Critico ese sujeto arrogante que olvida aquella máxima clásica, elevada a método por G. Vico, según la cual en el conocimiento primero es la tópica, luego la analítica y, por último, la crítica. Cuando se olvida esto, cuando se desprecia cómo son las cosas y se trata de re-construirlas ex nihilo, de crear una forma y un orden nuevos, exigencia de la hybris capitalista del sujeto, pasa lo que pasa. Por ejemplo, llegamos a esas situaciones ya aludidas en las que los niños sustituyen el aprender (lo viejo, el saber de los otros) para investigar (lo nuevo, el saber que ellos crean); o que nuestros centros universitarios generen la ilusión de infinidad de “trabajos de investigación” que, en el mejor de los casos, son notas de lectura reflexiva; notas que expresan ideas brillantes, agudas, audaces, pero que han sido producidas mediante la lectura, reflexionando con los saberes allí contenidos.

Por tanto, no propongo que la izquierda cuestione o niegue el papel de la subjetividad; sugiero que es sano dudar sobre la forma de construirla que se ha extendido en nuestra época, confiándola a la ilusión de creación, despreciando el mundo, que también incluye las otras subjetividades y sus producciones. Insinúo que tal vez vale la pena considerar que la subjetividad es siempre objetiva, aunque parezca contradictorio desde el uso habitual de la contraposición exterior de las categorías, pues esa subjetividad está siempre ahí, genera productos, y ella misma es un producto de procesos anteriores, y como proceso puede ser objeto de análisis y reflexión. Y me atrevo a afirmar incluso que la objetividad, a su vez, es siempre subjetiva, siempre está mediada por el lenguaje, por la historia, por el carácter determinado de los sujetos. Nietzsche decía que, mientras existiera la gramática, el hombre no conseguiría la completa emancipación; en coherencia habría de concluir que, por tanto, el hombre no podría ser verdaderamente sujeto de casi nada. Tenía razón al poner la gramática como nuestro límite, el límite de nuestra subjetividad, en realidad el límite de toda subjetividad esencialista y divinizada; al fin el lenguaje es una exquisita obra social, que se nos impone, con la cual forcejeamos, como decía Wittgenstein. No obstante, su audaz cuestionamiento de la gramática, que tanto y tanto agrada en nuestro tiempo, responde a una ilusión ontológica en la que lo constituyente es visto como límite, la determinación como falsificación; no parece haber entendido que sin lenguaje no hay subjetividad ni ser.

En fin, creo que la izquierda habría de recuperar como propia esta ontología materialista en la que la subjetividad aparece determinada por la vida, la experiencia y la historia, efecto de una larga travesía recorrida por los pueblos; y en la que la objetividad aparece siempre, inexorablemente, mediada por esa subjetividad, hasta el punto de que nada existe sin aparecer en una representación subjetiva, pero cuya existencia no se debe a esa aparición. Marx decía que la forma de consciencia sigue a la forma de existencia, que el pensamiento está mediado por las condiciones materiales de vida; pero también decía que las ideas son fuerzas materiales cuando arraigan en las masas y que el saber viaja en el cuerpo de la fuerza de trabajo. Ésa es la vía del materialismo más eficiente para pensar la realidad, y más adecuado a la función de la izquierda. Por eso, y sólo por eso, considero que la izquierda ha de recuperar su saber, el suyo, el construido desde su experiencia y para su reproducción. La izquierda habría de sentirse izquierda, sí, pero izquierda que se reconoce efecto, producto, de una historia de la izquierda, y de una historia del capitalismo, donde nace y donde se desarrolla; la izquierda que, carente de saber, de su saber, el saber acumulado por ella en la historia ignora que sus funciones le vienen asignadas por la objetivad, caerá en el síndrome del “sujeto creador”, que de obrero pasa a artista y olvida que su obra es siempre limitada y determinada.



14. LA IZQUIERDA SIN FUTURO.

Proposición 14.

“Junto con la ideología, el lenguaje y el saber, nos han robado el futuro; el niño fue arrojado con el agua de la bañera. La izquierda nació determinada, condenada, a vivir mirando el futuro, a esperar al futuro, a alimentarse del futuro; necesitaba del tiempo abierto y prolongado donde encontrar espacios y momentos de emancipación; necesitaba caminos largos apuntando al infinito que permitan pensar el fin de la indigencia, de la explotación y la injusticia, el final de la historia. El capitalismo, en cambio, se presentó en escena dominando el presente, viviendo del y para el presente; su hora, su bien, su gloria, pertenecían al presente. El capitalismo es, ha sido y será un largo presente continuo; su crecimiento, su envejecimiento, le ha ido circunscribiendo más y más intensamente al presente, atándolo a la pura inmediatez, condenándolo a vivir sin dimensión temporal y a imponer esta determinación a cuanto está subsumido en él. Y ha conseguido atar a la izquierda a la inmediatez del presente”.

Comentarios:

14.1. Entre el pasado y el futuro.

Creo que estamos ante uno de los principales enigmas de la dominación social. Siempre fue así, siempre las clases y élites dominadoras fundaron su hegemonía en la aceptación por los dominados de la creencia en que su esencia estaba en el futuro; así, mediante la esperanza de llegar a ser, conseguían mantenerlos en una vida literalmente inesencial, una vida para el futuro, a veces el futuro lejano, incluso el más allá. El poder se reproducía de esa situación extraña en que la esperanza de la izquierda en el futuro se mantenía al mismo tiempo que les robaban el futuro; la dominación se ejercía controlando el presente con la promesa del futuro; la existencia presente reconciliada se conseguía en la medida en que la voluntad de poder del pueblo dominado mirara y esperara el futuro. La existencia imaginaria en un futuro imaginario conseguía hacer tolerable el presente, conseguía convertir su sufrimiento en trabajo de construcción del futuro. Semejante a lo que a menor escala ocurría en el trabajo enajenado capitalista, donde el trabajo se vive como tiempo de necesidad soportable para pagar el tiempo de libertad tras la jornada, así en la esfera existencia se usaba el presente como pago del futuro tiempo de libertad.

De ahí la fácil alianza de los poderosos en las distintas formaciones sociales históricas con las religiones de salvación, que ayudaban a construir o reforzar esa consciencia de que la emancipación tiene su sede en el futuro infinito e incluso más allá. Sólo así, sólo si el reino del derecho, la vida ética, el mundo de los fines, la libertad, igualdad y fraternidad, la emancipación, la revolución, la salvación eterna… está allá lejos, al final del largo y doliente camino, tiene sentido resistir, privarse del presente, renunciar al presente, hipotecarlo para llegar, para ganar el futuro; sólo con el premio final del acceso a la ciudad de Dios (o de la justicia) se hace soportable la barbarie (o la ciudad de los hombres). Era una alianza de ventajas mutuas; y quién sabe si bajo ese pacto no subyacía la sabiduría oculta acumulada del pueblo que, a pesar de todo, le permitiría llegar al futuro; sí, cierto, llegar cargado de heridas y de cadenas, en un trayecto que se alarga y se extiende infinitamente elástico, pero lo importante realmente es llegar, o al menos seguir llegando, no quedarse en la cuneta, seguir resistiendo y esperando aunque sea en los sueños. ¿Cuántas veces en esa historia la izquierda ha renunciado a la larga marcha, se ha rebelado y ha preferido morir matando? ¿Cómo valorar esas posiciones? Unas veces murió y otras aligeró el paso, y tal vez nunca podamos extraer de la experiencia la sabiduría; la izquierda seguirá siempre escindida ante esa alternativa, ¿reforma o revolución?, ¿gestionar las alianzas y los tiempos o agudizar las contradicciones y las luchas?, ¿esperar justicia de la razón o ayudar a la historia a hacer justicia?

Es difícil y gratuito juzgar la historia, pues hasta los engaños sufridos pueden pertenecer a la astucia de la razón, a la insociable sociabilidad, a la mano invisible, o a esos vicios privados que por siniestros caminos conducen a las virtudes públicas. Cierto, son creencias promovidas por clases dirigentes, como lo fueron la ética ascética estoica, el trivium y el quadrivium medieval, el desarrollo de las ciencias, las artes y los oficios ensalzados por los enciclopedistas, la historia cosmopolita de la Aufklärung, el ideal de ciencia unificada del positivismo…; pero no son supercherías malignas hechas para la dominación, sino que responden a unas necesidades y problemas que compete resolver a las clases dirigentes, que tienen el poder. Aunque el resultado inmediato de esos saberes sea la reproducción de sus privilegios y dominios, esas fuerzas trabajan ciegas –“insociable sociabilidad”, decía Kant− en el desarrollo de la historia, que al final se revela como los trabajos, fatigas, sufrimientos y muertes que la especie humana ha tenido que pagar, y sigue pagando, por llegar a ser humana. Y no importa si el camino tiene fin, pues tal vez ser humano consista en eso, en rebelarse contra los límites, en aspirar a transcenderse. Por tanto, las ideologías, las diversas representaciones de la historia, los variados programas de construcción de la sociedad, aunque de forma inmediata y consciente sólo fueran lucha por la existencia en un escenario de darwinismo social, el movimiento del conjunto puesto en marcha apuntaba más lejos, o acabó apuntando más lejos, pues ayudó a los seres humanos en general a caminar hacia el futuro que quieren, que necesitan, que buscan, ese futuro que nunca acaba siendo lo que era, porque siempre sigue siendo lo que ya era, lo que siempre es, un áspero y pantanoso barbecho que sembrar.

A mi entender, la izquierda habría de tomarse en serio ese problema eterno de encajar pasado y futuro en el presente, y no estar subordinada, sometida, a la solución que vaya dando el capitalismo, que unas veces echa mano de una historia ideal eterna que recorren todas las naciones −aunque cada una a su manera−, un paraíso mítico situado en el horizonte, y otras corona y sacraliza el presente como lo único real, vaciando de sentido el pasado y el futuro, la memoria y el ideal, silenciando y ocultando que así en realidad se vacía el presente. La izquierda ha de comprender que en la lucha ideológica se deciden muchas batallas, y que en ella esos frentes donde se intenta imponer el sentido de la historia y la concepción del tiempo son los más sensibles, por ellos entra la sumisión, en ellos el capital gana la partida de lo que se juega en la fábrica y en el foro.

Insisto una vez más, no pretendo juzgar el pasado; trato de comprenderlo, y no para soñar que habría podido ser de otra manera, sino para ahuyentar toda culpa y pensar sacar lo que se pueda del naufragio. Podemos considerar objetivamente que uno de los aspectos más trágicos de la historia de la izquierda en el momento capitalista es que no podía ni puede rebelarse contra ese esquema estratégico del capital apropiándose del futuro, robándonos el futuro mediante el fomento de la esperanza en el mismo. No, la izquierda no puede, conforme a su concepto, posicionarse contra el futuro, no puede apostar por la existencia existencialista o situacionista, no puede neutralizar de este modo las cadenas de la dominación; algunos intelectuales lo intentaron hace unas cuantas décadas, pero no pasaron de ser meros cantos de sirena −no las que cuenta Homero que se cruzaron en el camino de Ulises, sino de las otras de las que narra Kafka, que nunca sabremos si cantaban o fingían cantar; o si quienes fingían eran los navegantes para presumir de que resistieron sus cantos−. El capital, en cambio, sí puede sacrificar el futuro al presente, a la pura sobrevivencia; puede porque, a diferencia del ser humano, que es sujeto −sujeto determinado, producido, pero sujeto−, el capital es relación, movimiento sin alma, tendencia ciega a sobrevivir, sin necesidad alguna de trascenderse. Su culto al futuro siempre es instrumental, mero simulacro; lo que le gustaría es que sus ciclos fueran instantáneos, reducir a cero el tiempo de la digestión para engordar más. Cierto, la imagen histórica que mantenemos, muy contagiada del capitalismo burgués −que viene a ser un capitalismo adolescente−, miraba más al futuro, y llegó a engañarnos y hacernos creer que el capitalismo era solidario de la idea de ahorrar para el futuro, de usar el presente para controlar el futuro −la hormiga frente a la cigarra−; pero era un espejismo, esa imagen procedía más bien de la clase burguesa que en ese momento lo gestionaba, una clase nueva que fue creando una sociedad nueva, pero que arrastraba en su alma su ancestral figura de izquierda antifeudal, antimonárquica, de “tercer Estado”; sus marcas del trabajo de mercaderes, el peso de las determinaciones de una sociedad de estatus. Seguramente ignoraba que aquella función de ahorrar para el futuro, de subordinar la vida al futuro, si de forma inmediata satisfacía su subjetividad en realidad estaba trabajando para su “cuervo”, engordando al monstruo que ella misma creaba. Luego, pues al fin ayer y hoy la lechuza sale siempre al atardecer, aprendería que aquello se llamaba “acumulación primitiva” del capital.

Obviamente, llegó el día de la mayoría de edad del capital, que poco a poco forzó el cambio en la subjetividad burguesa, que de subsunción formal pasó a subsunción real, o sea, que se transformó en subjetividad capitalista, ya sin lastre de ancestros; y en esa metamorfosis se reveló que lo propio del capital es el presente, que siempre lo fue, que la historia, el progreso material y moral, el desarrollo…, aunque había de presentarse en relatos positivo, presentados en la objetividad eran sólo dispositivos instrumentales para enmascarar lo verdaderamente real: que el capital, cuya esencia es la de valor que se valoriza, sólo vive en el presente, y que sacrifica al presente cualquier representación del pasado o del futuro; sacrifica la historia −por eso ha de devaluarla y convertirla en relato de ficción− a su necesidad cada vez más apremiante de reproducción.

El capital sólo vive en el presente; si se viste con ropas del pasado o del futuro se debe a que el capital, que no es sujeto, necesita una subjetividad donde viajar, al igual que decía Marx de la mercancía, que “necesita `porteadores´ que la lleven al mercado”. Sólo esa dependencia de una subjetividad le da apariencia de temporal, de humano, pero su inercia, su sentido, es reducir la existencia al momento, a la inmediata positividad; vivir al instante, mero instinto de reproducción. En cambio, el ser humano, de derecha y de izquierda, está hecho de tiempo y necesita vivir en el tiempo. Reducir éste al instante, al presente, es efecto del capital en su subjetividad, expresa su subordinación. De ahí mi insistencia en que la izquierda, la izquierda anticapitalista, debe romper con esa tentación, con esa atracción, y mantener la mirada en el pasado −que sí, que está escrito, pero por los vencedores, y siempre es reescrito, siempre releído, para alimentarnos de su experiencia− y en el futuro −que sí, que está por escribir, pero que como toda obra ha de comenzar con proyectos, esquemas, maquetas−; no debemos avergonzarnos de hablar con los muertos y sumarnos a sus reivindicaciones ni ensayar formas de vida en el ideal para ir preparando la subjetividad.

Estas reflexiones no deben llevarnos a la evasión, a olvidar que vivimos aquí y ahora. Escuchar las sirenas no es ciertamente tarea de la izquierda, e imitarlas tampoco es razonable ni parece posible. El canto del ideal, la pura negación, la negación absoluta, abstracta en su indeterminación, no encaja en una ontología práxica, produccionista, donde destrucción y creación son opuestos dialécticos, como los movimientos de las bielas. La izquierda actual habría de asumir que es antes que nada anticapitalista, que sólo es en modo anticapitalista; pero no como la figura del ángel exterminador que en su ira puede prescindir del mundo (fiat justitia et pereat mundus), sino como figura humana que sabe que su negación de su otro (aquí de la derecha) es también negación de lo otro (el orden social capitalista) y negación de misma, autonegación radical. La subjetividad de izquierda sabe que su lucha por la emancipación persigue destruir la dominación que genera desigualdad entre los hombres, pero no a los dominados que la sufren; como digo, la izquierda viaja en la subjetividad, tiene consciencia por mediación de ésta, o ha de tenerla, de que el concepto mismo de emancipación exige y supone que siga existiendo el ser emancipado (el ser humano, el pueblo, la sociedad, la humanidad…). Su acción persigue que siga adelante el trabajo, el progreso científico, el desarrollo tecnológico, la vida ética, el reinado del derecho y los derechos, todo ello avanzando en la igualdad y debilitando la dominación. La “victoria”, la “revolución”, no pueden representarse en abstracto; o llevan dentro esas condiciones de vida por las que han sufrido los pueblos, que han conseguido los pueblos sacrificando su presente, o pierden su belleza y su valor, no vale la pena el sacrifico.

La barbarie se puede sufrir y soportar bajo la dominación, como propio de ella, pero es insoportable en un orden nuevo futuro; en la idea de negación del presente, de una vida emancipada de la subsunción al capital, ha de estar incluida la vida humana, que sustituye a la vida dominada, incompatible con la dominación. Pues bien, esta vida humana tiene siempre un anclaje en el futuro, es pensada para el futuro; al menos éste es su anclaje más potente y más imprescindible, sin poner en duda que sean importantes los otros anclajes, del pasado y el presente; pero sin mirar el futuro es impensable la existencia humana, al menos es impensable la subjetividad de izquierda. Aunque se aceptara lo que pensaba Sartre al decir que “el hombre es un proyecto inútil”, habríamos de reconocer que, aunque inútil, el hombre es y no puede dejar de ser “proyecto”, tendencia (inútil) a ser en el futuro. Y, aplicado a la izquierda, la situación es aún más clara, pues su esencia es la negación de la positividad capitalista, la anulación de la forma y de los elementos con los cuales ejerce su hegemonía y dominación; ahora bien, ha de ser una negación o anulación hecha para liberar lo dominado, todo lo dominado −ella misma como determinación y los individuos que ella determina−, con el fin de que lo humano subsumido en el capital −que es producto de su historia incluso en sus largas y numerosas etapas negras de barbarie− siga adelante libre de cadenas, o al menos libre de las cadenas capitalistas (que de las futuras se encargarán otros).

La idea que pretendo desplegar aquí es que, dado que el capitalismo necesita y tiende a disolver el futuro y el pasado, a reducirlos al presente, a imponer la existencia de todo –de los objetos, de las ideas, de los sentimientos, de los seres humanos y de los pueblos−, como inmediatez e instantaneidad, como acontecimiento efímero sin raíces ni proyecto…; dada que ésa es su lógica inexorable que impone con su dominación, la izquierda, la izquierda actual, anticapitalista, ha de asumir conscientemente la lucha contra esa forma de existencia, contra esa reducción a la inmediatez. Si se prefiere la descripción en positivo, su lucha ha de ser por reivindicar el pasado y el futuro, la memoria y el ideal, en definitiva, por reivindicar la historia como lugar de la existencia humana, la dimensión histórica de su cuerpo, de su mente y de su consciencia. Ésa es a mi entender la idea que una izquierda actual y consciente ha de hacer suya, en un momento en que el capital, más que nunca, necesita para subsistir el consumo del pasado y del futuro, el consumo del tiempo como dimensión existencial.

No debieran parecernos esotéricas estas consideraciones, propias de filósofos y tal vez un tanto lejanas y ajenas al sentimiento popular; esta valoración despectiva de la filosofía forma parte de ese mal que intentamos describir; basta recordar que este menosprecio de la filosofía se compadece con la erosión del ser, con el debilitamiento y consistencia de lo real que opera en el fondo de la ideología del fin de la historia, cuyos efectos ya hemos valorado. Reducir la historia, con el pasado y el futuro, a ilusión, a idealización o a meros relatos, pensar su realidad fluida o líquida, o mero escenario literario donde escribir novelas del cuerpo, del alma y del espíritu, es sólo una manifestación de la crisis de la ontología a manos del subjetivismo, que ya conocemos. El fin de la historia y el fin de la ontología, las crisis de ambas, forman parte del mismo proceso, del mismo objetivo, de la misma función de dominación; aparecen como liberación –nos liberamos del ser, de la consistencia pesada de lo real, de las reglas fijas, de las cargas del camello que nos limita y subordina−, como evasión de la determinación por la objetividad, del condicionamiento de lo otro considerado exterior y enemigo, en vez de constitutivo o constituyente. De este modo se refuerza y garantiza el perfecto reinado de la subjetividad, y secretamente se alcanza o persigue la renuncia definitiva a la identidad y a aquello que aporta consistencia y resistencia a dicha identidad −al ser− hecha de memoria y esperanza.

Como digo, tal vez parezcan bizantinas extravagancias de filósofos, peor aún, de filósofos metafísicos, jardineros de la meta-realidad; al fin, podría decirse: ¿por qué vivir en el pasado y en el futuro si lo real es el presente? La respuesta debería ser: “por eso, porque el presente se vive desde el pasado y, sobre todo, desde el futuro”. Eso es lo hemos de explicar, y lo que la izquierda ha de tener presente en su posición en el mundo. Sí, la respuesta iría en este sentido: “por eso, porque lo real para las clases dominantes es su dominación, que puede parecerles atractiva, pero que para los dominados es su sumisión, su sufrimiento y su exclusión, una realidad que no vale nada para ellos, que niega su esencia humana, su igualdad como ser humano, y que necesita rebelarse contra ella y negarla”. Y no hay otra manera de negarla que debilitando y empequeñeciendo ese presente que por momentos coloniza el pasado y el futuro, se come su terreno, se alimenta de sus despojos. H.Arendt señalaba con lucidez y cierta nostalgia el monstruoso crecimiento de la esfera de lo económico, que ya se había comido lo social, que había colonizado lo político y que a marchas forzadas estaba acabando la conquista de lo íntimo. Esas cosas ocurren en nuestras vidas sin apenas darnos cuenta, como pasos naturales de un camino a ninguna parte. Con el tiempo sucede igual, el orden del capital sacrifica el pasado y el futuro al presente, y con su dominio nos arrastra a ello: lo hace sin consciencia, ciegamente, siguiendo su determinación. Pero la subjetividad de ese orden social, en sus figuras de “derecha” e “izquierda”, puede y debe ser consciente de que no estamos creando un presente con el que podamos reconciliarnos, pues es imposible la reconciliación en un orden donde reine la desigualdad. Al menos la izquierda debería saber que este presente, el único presente de una izquierda anticapitalista, ha de ser negado. Por tanto, su posición debe ser de enfrentamiento a cuantas fuerzas ideológicas, a cuantas presentaciones, se dirijan a embellecerlo, a sublimarlo, y de apoyo a cuanto pueda vaciarlo de sentido, a cuanto tienda a mostrar su irrelevancia e insustancialidad.

La izquierda y el capital necesitan representaciones distintas y opuestas del tiempo: para el capital el presente es todo, y su voluntad de poder echa mano de una representación del tiempo que legitime y defienda esa necesidad; la izquierda, por el contrario, no puede reconocer el presente en su ideología, porque su realidad en el presente no vale nada, niega su subjetividad y su cuerpo social, vive dominada, y necesita rebelarse y negar esa situación, superar ese momento. Y no hay otra manera de negar esa condición que empequeñeciendo el presente y ampliando el pasado y el futuro, hasta que éstos casi se toquen; no tiene más alternativa que llenar el presente de pasado y de futuro, de memoria y de ideal. ¿Qué otra salida tiene? La izquierda, su subjetividad humana −creo que podríamos decir algo semejante sobre la derecha, pero aquí no entramos en ello−, ha de rebelarse contra el presentismo, y las figuraciones realistas que lo enmascaran. “El presente es la única realidad, el pasado es letra muerta y el futuro está por escribir”, hemos dicho todos alguna vez. Y en cierto sentido es verdad, el presente describe la existencia, pero como todas las descripciones lo hace de modo parcial, abstracto, y en este caso un tanto sesgado; y no sólo porque es tan real quien quiere quedarse como quien quiere huir, quien está contento como quien sufre, quien domina como quien es dominado, sino también porque gracias a esa letra muerta podemos pensar, trabajar hoy y sobrevivir; y gracias a que ese futuro, libro abierto por escribir, en realidad es como el próximo libro en la mente del autor, en blanco pero lleno de anotaciones, de trazos cartográficos, de momentos por donde pasar.

No quisiera ceder a la tentación de embellecer en exceso la memoria y el ideal, el pasado y el futuro, reduciendo la positividad e inmediatez del presente, sacralizado en nuestra época, a carencia y miseria despreciables; no se trata de invertir los valores, ni de negarlos como la zorra de la fábula. Considero posible pensar otro presente en que la gente decente se sienta reconciliada, realizada, aunque la izquierda del mismo, la que sea, en tanto que “izquierda” siempre tendrá su lugar en la oposición; pero en el nuestro, en formato capitalista, ni la izquierda ni la gente decente pueden encontrar su Ítaca. Ya le gustaría a la izquierda ser dueña del presente y cultivarlo, llenarlo y ampliarlo como esfera de existencia, pero eso sólo lo pueden hacer los amos del tiempo; los pueblos determinados a la sumisión, a la explotación, a la exclusión, sólo existen en la huida del presente, en la fuga al pasado y al futuro, en la razzia imaginaria a los lugares y tiempos de la memoria y el ideal.

En consecuencia, la izquierda está condenada a enfrentarse a su presente en tanto sea fiel a su concepto, cuando tiene su propia ideología y sus propios valores; en cambio, cuando su consciencia esté contaminada y subsumida en la ideología dominante, la del capital, el presente deja de ser territorio enemigo −a destruir o dejar atrás− y se convierte en condición de existencia aceptable, en el único modo real de vida posible. La intuición nos lleva hoy a reconocer que ésa es la situación actual de la izquierda, voluntad de presente. El poder comunicacional del capital consigue engañarnos diciéndonos que fuera del presente no hay nada, que hay que vivir el momento, que el tempus fugit, que lo real es el instante, que se pierde el tiempo mirando atrás y adelante. No saben, o callan, que aunque eso sea positivamente así, inexorablemente así, no está al alcance de todos los hombres asumirlo, porque una gran parte están forzados a sentirse exiliados en el presente, lugar en el que no se reconocen, arrojados a la idealidad del recuerdo y de la esperanza. Y tampoco saben, carecen de esa experiencia, que su opción es por una vida inesencial, pues el presente es en realidad para el ser humano el instante vacío de historia, carente de memoria y de proyecto; no saben que el hombre, conforme a su concepto en una ontología materialista, se construye a sí mismo creando, cultivando y dando densidad a su pasado y su futuro, que la vida humana se hace por mediación de lo simbólico, con anclajes en su imaginario. Vivir en la inmediatez, en el instante sin dimensiones, apenas se consigue en los momentos no específicamente humanos, en el olvido de todo, en la suspensión de la pesada carga de la identidad, en el estar fuera de sí, en esas situaciones que ayudan a la vida pero no le aportan sentido; son como momentos necesarios de evasión de la humanidad, momentos de cierta igualación en tanto la desigualdad la pone el orden social.

En todo caso, el instante vacío de historia es un excurso al exterior de la humanidad, que sólo cabe en una relación social de indiferentes, de ajenos o de enemigos. En cambio, vivir en lo que se llama “fuera de la realidad”, de sueños y recuerdos, de imaginación y de odio, llenar con ellos la botella vacía del presente, tal vez no sea una opción, sino una condición; por tanto, tal vez no implique desaprovechar la vida, sino vivir como se puede; y tal vez por eso, porque responde a la necesidad y es una situación muy generalizada en el ser humano, vivir acompañado de la memoria y de los sueños sea una forma de dar densidad al presente, de dilatarlo, de resistir su fuerza diseminadora. Para los dominados de la Tierra bajo el capital quedan pocos fuera de esa condición; llenar el presente de alegría, felicidad, hedonismo, fiesta, empoderamiento, autoafirmación, narcisismo, puede ser una fuga, el ritual de un inacabable vacío; para la subjetividad de la izquierda sin duda es así, pues implica abandonar su puesto, siempre de combate, nunca de reconciliación. Como he dicho, tal vez tendremos que asumir en serio que la izquierda no tiene traje de fiesta. Claro, la izquierda como determinación y como función social; otra cosa es la subjetividad humana, los seres humanos que aportan el cuerpo a la categoría.


14.2. El progreso y el futuro también son de izquierda.

Los pueblos hicieron suya la ideología del progreso histórico; no fueron sus creadores, y al fin y al cabo serviría para su sumisión; no obstante, la hicieron suya, se la apropiaron, había sido producida para ellos, a su medida. Aunque fuese un traje para su dominio por el capital, resultó ser apropiado a su naturaleza humana, siempre finita, siempre determinada y limitada. La ideología del progreso formalmente parece adecuada a la humanidad, que es finitud y rebelión contra ella, limitación y proyecto, positividad y negación. El futuro inexistente es un transcendental de la existencia humana, aún más necesario al ser humano cuyo presente no le pertenece, a los individuos y los pueblos que han de vivir de la memoria y de la esperanza, o sea, depositando su voluntad en la historia.

Bien mirado, la historia es lo único que hasta cierto punto tienen asegurado los pueblos; sólo tienen pasado y futuro, lo inexistente; sólo tienen eso, historia, que significa tiempo de carencia de ser, de escasez y sufrimiento; significa tiempo de lucha por salir de allí, de lo inesencial, de la limitación y la sumisión, y llegar a la emancipación, a la esencia, a ser lo que debe ser. Además, en ese largo camino siempre es posible soñar, es necesario vivir en el imaginario. Creo, por tanto, que no es exagerado decir que la ideología del progreso y del futuro hecha por la burguesía y a su medida pasó a ser la forma de consciencia del pueblo, y en particular de la izquierda, su forma de resistir el presente estrecho y prolongado. Como ya he dicho, en su origen la usó la burguesía, en su travesía del desierto, que pasa de izquierda social y política en el orden feudal y en el momento mercantil de la sociedad de estatus a clase dominante en el capitalismo manufacturero e industrial; pero con el tiempo, y a medida que la burguesía pasaba de la oposición al poder, será el pueblo llano quien por imperativo práctico la asuma y haga suya. En realidad, la izquierda siempre ha de ponerse al frente de esa voluntad de poder que intenta sobrevivir en el sueño de los pueblos (en la metafísica platónica, diría Nietzsche).

La izquierda ha de creer en el futuro, no le queda más remedio, y comienza a vislumbrar que, incluso como ideología, esa creencia es una fuerza que ayuda a resistir y que motiva y moviliza para avanzar. No, no sugiero adherirse al lema “¡viva la utopía!”, que a veces suena. Ganarse el futuro no es un juego de ficción; debemos pensar la apropiación del futuro como el modo natural de subsistir de los dominados y excluidos, y en cierto sentido −en la medida en que el ser humano siempre está determinado− como el modo natural de existencia humana. El pasado y el futuro son dimensiones de una existencia humana, son condiciones de posibilidad de la vida humana, que antes que nada es vida mediada por la subjetividad y sus creaciones; y la memoria y el ideal son creaciones eminentes de la subjetividad. El mismo conocimiento, esa poderosa arma de subsistencia, es capacidad de prever, de calcular y seleccionar, de vivir imaginariamente el futuro real. En todo caso, quiero enfatizar que vivir en el pasado y en el futuro, en la memoria y el ideal, no es mera utopía, no tiene por qué serlo; puede ser autoconsciencia, reconocimiento de uno mismo como producto, como proceso de autoproducción determinada; consciencia de que en esa autoproducción interviene de forma principal la subjetividad, y que ésta es pasado y futuro, experiencia y proyecto.

Por tanto, queda claro que la ideología del progreso, de la consciencia histórica (que incluye el pasado y el futuro, aunque a veces se olvide), no la elaboró la izquierda, pero no obstante parece hecha para ella, surgió a su medida, en parte por ajustada a la existencia de la naturaleza humana y en parte por la especificidad de la izquierda, que surge como resistencia y negación del presente. O sea, la ideología del progreso desde su origen estaba ajustada a la izquierda (primero burguesa y luego anticapitalista), a su situación de dominación. Por eso la hizo suya, la aceptó; se la calzó. Era una ideología que en el fondo la subyugaba, pues legitimaba el presente como instrumento o camino hacia el futuro, pero al mismo tiempo le daba esperanza, le abría posibilidades, le asignaba una asistencia propia y emancipada al final; y el ser humano es en esencia más devenir que ser.

Ya lo he dicho, la inmediatez es inhumana, su existencia es siempre mediada, y por eso cabalga mejor a lomos de lo inexistente, del pasado y del futuro, siempre mediados por la subjetividad, por la consciencia; ésa es su gracia, y su singularidad, pero también su obstáculo, pues parece que tuviera que vivir siempre fuera de sí. Esa ideología del progreso infinito estaba hecha a su medida; creada por la burguesía, se apropió de ella por derecho natural y por derecho histórico, pues la burguesía la creó para el “hombre” como ser natural, o sea, desde su origen estaba hecha también para las clases populares; la hizo el “tercer Estado” que aspiraba a ser uno, el “Estado”. Pues bien, la izquierda la hizo suya y se la roban, se la usurpan; la derecha se apropia de ella. No, no la derecha “burguesa” que la elaboró cuando el pueblo condenado al estar ahí no sabía, no podía, asumirla y sentirla propia; se la apropia la derecha posterior, la que gestiona el capital antinacional y apátrida, sin etiqueta de cualidad, que la usurpa a un pueblo que ya así sabe reconocerla y usarla. Ahora que esta ideología aporta fuerza al pueblo, recuperando el pasado y reescribiéndolo, y poblando el futuro con el ideal…, ahora precisamente se declara el fin de la historia, su inmensa ficción, que no lleva a ninguna parte, al tiempo que se declara al pasado prescindible, definitivamente enterrado, siendo preferible mirar. Pero ¿adónde?, ¿hacia adelante? No, el futuro también está clausurado.

La alternativa es vivir en la inmediatez, que cada vez se revela más como la inhumanidad, como la barbarie. Demos tiempo al tiempo y podremos comprobarlo. La erosión del ser declarada por la filosofía post, que implicaba la inconsistencia de lo real, su fluidez líquida, su radical discontinuidad, en el ámbito de la historia se concreta en la conversión del pasado y el futuro en entes de ficción, ya totalmente desnudos de verdad y de eficiencia. Y ésa es la conclusión, se apropian del tiempo y nos lo vacían, del ser y nos lo disuelven, de la historia y nos la fragmentan en acontecimientos y contingencias. No nos dejan vivir en el pasado, ni en el futuro, ni en una realidad real, pero necesitan nuestra existencia como el amo al siervo. Es su biopolítica de la inmediatez, nos cuidan para existir contra el tiempo, contra las dimensiones del tiempo, a su vez vaciado en mera sucesión de instantes, de repetidos tic-tac.

Dentro de la lucha que la izquierda ha de afrontar contra el reinado de la inmediatez que impone el capital en nuestro tiempo destacan dos frentes: el del futuro y el del pasado, que forman parte de la misma batalla. En ambos se juega el capital su reproducción y en ambos debería estar presente la izquierda con posición propia; posición que ha de “inventar” con el método de los buenos inventos, a saber, conociendo la realidad y sabiendo qué quiere hacer en ella y con ella. De ahí mi insistencia incansable en que es necesario meterse dentro de la lógica del capital, y ver allí que la necesidad de inmediatez, de aceleración de la vida, de reducción del pasado y el futuro a acontecimiento, forman parte de su actual modo de sobrevivir. La izquierda ha de tomarse en serio que el capital, al fin una “máquina”, impone como la tecnología unas condiciones a la vida; y ha de saber valorar ese peaje, su necesidad actual, su racionalidad o no. Sólo así podrá la izquierda tomar posición conforme a su concepto, conforme a lo que se puede esperar de ella.

No me atrevería a afirmar, dadas las múltiples metamorfosis de la derecha, si hoy piensa seriamente que el futuro es suyo, como solía pensarlo ayer la izquierda, o si se inclina por defender que no es de nadie, que es terreno virgen por conquistar, por dominar y apropiarse; en todo caso, matices aparte, estoy convencido de que la lucha por el futuro es una lucha esencial para la izquierda. No sólo el futuro de los mares, del espacio, de las generaciones, de los animales o del planeta, sino el futuro como dimensión del tiempo, como lucha por el tiempo futuro del que se alimenta el presente. Creo también que ahora es la derecha la que ve con más claridad la importancia del dominio del futuro, de su instrumentalización; se lo ha apropiado excluyendo a la izquierda y ahora, apalancada en sus bases nuevas, lo usa contra ella, lo redefine, lo resignifica, y se lo vende con alto valor añadido. Claro está, la importancia de ese futuro devenido instrumento de producción, medio de intervención directa en la producción del capital, es realmente nueva, propia del capitalismo actual, que va inventando dispositivos para su reproducción. Aquí el futuro ha devenido mercancía, y como tal deja de lado su valor de uso, su valor per se, para presentarse en escena con su valor de cambio en el negocio del presente. O sea, se trata de una figura del futuro cuya peculiaridad e importancia reside en su valor de intercambio en la compraventa del presente; es despojada de su tiempo, o es expulsada de su tiempo, y es incorporada o importada al presente, a que cotice en el mercado del presente. La operación es sutil, pues se ha de conseguir que el tiempo futuro −tiempo de existencia, de vida− tenga acceso y disfrute del intercambio en el mercado actual, sea convertible en tiempo presente −tiempo de existencia presente−. Sutil y opaca, pues se pretende conseguir que en el mercado actual el tiempo presente −de vida, de trabajo, de producción−, se compre y se venda en intercambio con el tiempo futuro, ya que en la medida en que se consiga el propietario del futuro tendrá el control del presente. En consecuencia, en el dominio del futuro se juega el presente, aunque parezca paradójico; quien controle el futuro controlará el presente, reproducirá su hegemonía.

Claro, la situación es curiosa, pues venimos diciendo que el capitalismo actual, a diferencia del burgués, es cortoplacista, radicalmente presentista, y en consecuencia menosprecia el futuro, lo vacía de sentido; en cambio, la izquierda en tanto izquierda promueve una subjetividad que se encuentra mejor allí, aunque en parte fuese un exilio, pues lo sería libre de dominación. ¿No es una descripción contradictoria de la situación? No lo creo, pues la capital vacía de contenido el futuro en tanto valor de uso, pero lo mantiene como valor de cambio; no lo valora como producto de consumo en su tiempo, sino como producto de intercambio en el presente. En definitiva, al capital no le importa el futuro, sólo vive en el presente; con más precisión, al capital todo lo que le es exterior le interesa como instrumento, como “materia prima” absorbible para su expansión, su reproducción acumulada, y ésta cada vez más acelerada, más reducida a la inmediatez del presente.

La lucha del capital es cada vez más visiblemente una lucha por el presente, por la positividad inmediata; si pudiera reducir el ciclo económico, ciclo vital del capital, ciclo de su alimentación, a un tic-tac, el capital se sentiría colmado en su omnipotencia. El futuro no le importa sino como creación del presente. Por eso, en la misma medida en que llega a él, al inmediato futuro, y lo domina, pasa raudo por encima en una ciega carrera inconsciente, caminando como decían que caminaba el caballo de Atila, sin dejar ni hierba a su paso. En nuestros días la derecha aparece loca por cambiar el mundo, no por conservarlo en modo reaccionario; y me temo que esta derecha ha arrastrado a buena parte de la izquierda y a la gente decente a que le sigan sumisas cual corifantes de esa epopeya. Sí, es una auténtica odisea en el tiempo, en la que el presente parece subordinarse y consumirse en la conquista del futuro… que sirva para resistir y sobrevivir en el presente. ¿Se entiende esto? Se malgasta el presente en el dominio del futuro para sobrevivir en el presente. ¿No resulta enigmático? Tal vez sí, pero deberíamos pensarlo, descifrarlo y entenderlo, porque creo que es una de las claves del problema actual de nuestra existencia, y que por tanto debe preocupar a la izquierda; se trata de conocer las fuentes de la vida eterna de la derecha, que como subjetividad del capital no descansa, vive en tránsito. Problema que incluso parece trascender al capital y presentarse como propio de la existencia de toda la especie humana, aunque tal vez sea así cuando enfocamos ésta −y no sé si ya podemos hacerlo de otra manera− desde su condición tecnológica actual. Tal vez esta herencia del capital sea irreversible, o muy difícil de controlar; pero, como vengo insistiendo, la construcción de una sociedad nueva no es tarea genuina ni exclusiva de la izquierda, que qua izquierda sólo ha de cumplir su función de negar los obstáculos del camino, que no es poca cosa.

En esa carrera por someter el futuro, la derecha no dice adónde va; silencia la meta, tal vez por no asustar, o porque no tiene destino propio, no es consciente, pues al fin también ella sufre la determinación del capital; condicionada por ésta, mira hacia adelante, pone el mito al final y no en el origen, impone el movimiento aunque sea a ninguna parte, y si triunfa su seducción ya ha conseguido un gran triunfo. En la medida en que consiga imponer su visión del mundo en el imaginario colectivo, logra uno de sus objetivos, de sus servicios al capital, a saber, que el futuro no lo ocupe la revolución, que desprendía temor y temblor entre unos y excitaba y confortaba a otros. La imagen del futuro abierto, indefinido, por escribir −aunque lleno de mapas y señales−, instalada en el imaginario social, mantiene en éste ciertas sombras de incertidumbre, trazos de inseguridad, que unos adoran porque sirve a su presente y otros temen convencidos de que todo lo que va mal y es susceptible de empeorar necesariamente empeora; pero lo importante es que la ocupación del futuro por la indefinida figura del “mundo incierto” hace que ya no esté ocupado por la mucho más inquietante figura de la “revolución”, que cual “Juicio de Dios” soñaba la izquierda. Desplazada ésta, el futuro ha pasado a estar ocupado por otras agitaciones menos apasionantes, aunque se teatralicen en la sobreactuación; ahora las sombras provienen de la convulsión controlada que agita la derecha, con su anuncio-decreto de la indeterminación y el sinsentido, la inseguridad y la contingencia, la liquidez y la incertidumbre. Creo que debiéramos interpretar estos desplazamientos como efectos de la derrota de la izquierda en la ideología, que nos lleva a estar más preocupados por el gato de Schrödinger que por la destrucción de la cultura o la muerte del planeta. Los más cínicos sonríen y dicen que no, que están igualmente preocupados, pero que su lucidez los lleva a la solución más sabia, la de no abrir la puerta de la caja del gato, tal que al no haber desenlace el sistema no colapse. La izquierda parece haber caído atrapada en estas dulces excitaciones que ahuyentan el aburrimiento y mantienen la apariencia de revolución permanente, aunque sea en la escenografía.


14.3. El tiempo y el capital.

Tal vez los comentarios anteriores resulten excesivamente especulativos y alegóricos, pero entiendo que apuntan a la realidad; todo mi interés al respecto se centra en que la izquierda ha de salir de esa tentación de entregarse al presente inmediato y sin dimensiones que ha construido y reproduce el orden del capital; no es el suyo, mejor es vivir en el exilio de la memoria y del ideal que reconciliado con una positividad que está en su origen, que la creó, la mantiene y la reproduce. Si no he explicitado más las concreciones se debe a que no es mi intención decir a la izquierda lo que tiene que hacer, ni tampoco juzgar lo que hace −aunque a veces se me escape la pulsión “pedagógica” y “moral”−, sino incitarla a pensar, motivarla en la irrenunciable tarea de ser ella misma, que implica categóricamente conocerse a sí misma, lo cual a su vez requiere apodícticamente conocer el mundo en que habita. Ahora bien, para mostrar que las anteriores reflexiones filosóficas apuntan a lo real y actual intentaré vincularlas con algunos problemas y procesos sociales de relevante importancia práctica y plenamente intuitivos; todo ello sin abandonar el carácter filosófico de este ensayo, claro está.

He enfatizado en mi perspectiva la importancia que el futuro, y la batalla sobre el futuro, ha de tener para la izquierda. Un argumento más en esa dirección, de carácter empírico, es el siguiente: la historia del capital se revela cada vez más claramente como lucha contra el futuro. Creo que no es nada trivial esta creciente lucha, que a mi entender está marcando su evolución actual. El capital cada vez más necesita el futuro; el futuro supone el tiempo, y éste es el éter por el que viaja el capital; el futuro es una enorme reserva de tiempo virgen, elemento exterior potencialmente asimilable, como en el origen lo eran la fuerza de trabajo acumulada en las formas de producción comunitarias precapitalistas, los cuantiosos recursos de la naturaleza, el agua, el sol… El capital siempre ha dispuesto de almacenes exteriores de potenciales materias primas vírgenes, en espera de su apropiación al circuito del capital. El tiempo ha sido y es uno de ellos, y ese almacén de reserva se llama “futuro”.

Puede constatarse empíricamente que el capital, en su generación en los procesos de trabajo, se enfrenta al tiempo; pertenece a la esencia del capitalismo luchar contra el tiempo, reducir los tiempos de trabajo muertos, reducir el tiempo unitario de producción, el tiempo de rotación del capital, el tiempo de circulación. En el límite, como su derivada, al capitalismo le es intrínseca la tendencia del tiempo a cero, la negación del tiempo. Se aprecia sin duda en su particular lucha contra los tiempos de circulación, los tiempos de rotación, los tiempos muertos, ya señalados; ésa es su forma de reproducirse, su modo de ser. Ahora bien, pensado con detenimiento esa lucha contra el tiempo encierra una importante paradoja, pues el capital nace, vive, se alimenta, crece… del tiempo, ya que éste constituye y circunscribe la dieta del capital, el plusvalor, que en esencia es tiempo, en concreto tiempo de trabajo no pagado; el “plusvalor absoluto” es tiempo, se mide con el tiempo, y su “plusvalor relativo” siempre incluye el tiempo en su composición; al fin la maximización de la extracción del plusvalor, el incremento de la plusvalía relativa, lo que le exige es acortar los tiempos de trabajo pagado a costa de los pagados.

Por tanto, el capital es tiempo, “tiempo de trabajo acumulado”, pero paradójicamente se rebela más y más contra el tiempo. Como veremos, se rebela contra el tiempo en sus dos dimensiones, representables en sus dos figuras clásicas, la de Kronos y la de Kairós. Como veremos, necesita concentrarlo, condensarlo, sumir su infinitud en su agujero negro; necesita traer y hacer presente el futuro, necesita comerse el futuro; y a medida que hoy se come el mañana, por esa vía cada vez más se come nuestro futuro, nos deja sin futuro, se queda él mismo sin futuro, si es que alguna vez lo tuvo. Pero vayamos poco a poco, respetando nosotros el tiempo y los tiempos.

Esta lucha contra el tiempo tiene ontológicamente dos dimensiones. Es, sin duda, una lucha contra Kronos y su tiempo mecánico, pura cantidad, lucha contra el reloj; pero también es lucha contra Kairós, el tiempo cualitativo, la temporalidad, la substancia del ser humano. La primera está más directamente ligada a la vida del capital, a su reproducción, pero la segunda afecta al paisaje, al orden social y simbólico que el capital necesita para desarrollarse. Podemos apreciar intuitivamente estos efectos en diversos escenarios; por ejemplo, en el ámbito laboral, nos aparece en la disolución de la diferencia día-noche en los turnos de trabajo, en la disolución del sentido particular de los festivos, ya meros tiempos de reposición de fuerza de trabajo. También lo apreciamos en el ámbito de la producción agrícola, el más visible por ser más tradicional y precapitalista, que ya existía y que la llegada del capitalismo lo ha transformado y desfigurado como el mar la escultura de Glauco. Aquel orden fijo, sellado por la eternidad, en que se sucedían tiempos de lluvia, tiempos de siembra, tiempos de cosecha, bien encuadrados en los ciclos naturales de las estaciones, ha sido derruido por el poder de la tecnología; hasta los colores en los números del calendario han ido perdiendo la particularidad, imponiéndose un serial rítmico en el que las fiestas ya no son lo que eran, se han vaciado de simbolismo cultural y religioso para ser meros tiempos de descanso, de reproducción de la fuerza de trabajo.

En definitiva, los tiempos de Kairós van siendo sistemáticamente subordinados, dominados y al fin reducidos a tiempos uniformes de Kronos. Y, de paso, su cualidad va siendo crecientemente reducida a mera cantidad. Si en la antigüedad Kronos estaba subsumido en Kairós, el capitalismo invierte la subsunción, lo uniformiza todo para que cada cosa funcione al servicio del cronómetro, y así emprender su paradójica marcha. Sólo el tiempo de Kronos es traducible a trabajo abstracto, a valor, alma del capital; y sólo reduciendo el tiempo de trabajo −en forma de tiempo de producción social medio necesario− a valor de las mercancías el capital se valoriza. Hoy esa hegemonía de Kronos ha llegado a determinar la misma vida del trabajador, imponiendo imperiosa sus límites: ahora ya decide cuándo un individuo es trabajador y cuándo ya no lo es, cuándo ya no es su tiempo.

Es interesante pensar en la movilidad de los criterios, que se desplazan en una u otra dirección a ritmo de mercado, anteayer imponiendo la equivalencia entre tiempo laboral y tiempo de vida, ayer acortando la vida laboral para la entrada en el mercado de fuerza de trabajo más cualificada y actualizada, hoy corrigiendo su “error” de ayer, ampliando la edad de jubilación…. Pero a nosotros todos estos movimientos nos interesan en la medida en que afectan a la izquierda. Y, efectivamente, la afectan, pues frente a esos movimientos, que giran en torno a las necesidades y posibilidades del capital, la izquierda, que hasta ayer tenía claro que su lucha pasaba por disminuir los tiempos, la jornada y la edad laboral, hoy se mueve en la confusión, insegura, sin posición propia consciente. Ni siquiera parece seguir una regla grosera pero adecuada cuando no se tiene otra, la quijotesca máxima de “ladran, Sancho, luego cabalgamos”, la de ir en contra del capital.

En realidad, hay muchas razones para pensar que el tiempo del capital y el de la izquierda están en las antípodas, que son radicalmente opuestos; cuando concuerdan, cuando se reconcilian, es por el contagio y subordinación a la consciencia hegemónica. Hasta tal punto es así que hoy, cuando se ha extendido la máxima capitalista de “vivir el presente”, olvidarse del pasado y no preocuparse del futuro, la izquierda debería resistirse, o al menos sospechar, y en cambio no lo hace con suficiente convicción e intensidad. Insisto en que la máxima ética de la existencia inmediata es genuinamente capitalista porque está inscrita en su lógica de reproducción. Empíricamente se constata en que el capitalismo actual es un fiero depredador, que no se preocupa del futuro sino para ordeñar su almacén. Es normal que así sea, pues ha roto los vínculos que las anteriores figuras o fases del capital mantenían con su entorno, con su exterioridad; ha acabado con el patriotismo −incluso lo ha barrido de la consciencia de la gente decente−, con la nación, con el vasallaje a la metrópoli, que estaban presentes en el capitalismo nacional burgués; hoy se ha vuelto nómada y apátrida, con voluntad de clandestinidad, que ama más los limpios paraísos fiscales que el humo gris sucio de las fábricas donde antes se alimentaba.

El residuo de mercader del primer capitalismo, que se expresaba en cierta pasión por el atesoramiento, ha sido desplazado y expulsado en el refinado y pulido capitalismo tecnológico actual, que no tolera ni la riqueza −otro almacén de materia prima exterior−, que aunque las sabe capital acumulado, las considera desertoras e improductivas. En tanto riqueza simplemente aumenta el patrimonio, identificado y con cargas fiscales; por eso prefieren metamorfosearla, aunque sea mediante interposita fundatio, y ponerla a producir. El ocio siempre fue lo otro del negocio, y no hay peor cosa que el capital ocioso, la riqueza improductiva. Resultado, la riqueza resulta amenazada por la ausencia de tiempo donde estar; hasta ahí llega la voracidad de la voluntad de valor del capital, que le lleva depredar el futuro.

Ciertamente el desarrollo del capital ha propiciado, y en cierto modo garantizado, “derechos” −casi siempre certificados ad futurum− que permiten entregarse al presente sin la angustia del futuro; pero los elementos de “socialización” que se ha visto forzado a ceder, y que ahora descubre como buena inversión, no dejan de estar al servicio de su reproducción, de su hegemonía como forma capital, y sólo secundaria y subordinadamente al servicio de la población. La izquierda debería ser más cauta a la hora de establecer pactos con Mefistófeles, que incluso engañó a Fausto. Debería recordar que estos discursos de sacralizar el presente no son prima facie de la izquierda, son del capital; y al menos deberían pasar por el tamiz de la crítica. Sí, la inmediatez es la perfección del capital, el ideal de su estrategia; con ella impone al menos la aceleración de su vida, y con ella de nuestra vida; y así domina la existencia humana, incluida la vida de la izquierda. La izquierda debe saber esto, debe ser consciente de que no ha de entregar su alma al reloj, de que no es lo suyo rendir culto a Kronos, que no es su dios; ni siquiera ha de rendirse a Kairós, un dios menos déspota, más respetuoso con el nomo, con el cual el ser humano puede dialogar de tú a tú. La izquierda, como determinación del ser social, es más efecto que sujeto, y no tiene dioses que adorar ni grandes ni pequeños. “Sí, pero es una determinación de los sujetos, determina a los hombres", podría objetarse. Bien, pues que respete a sus sujetos y les conceda libertad de consciencia en todo aquello que no interfiera en su función de combate contra toda forma de dominación.


14.4. El capital, nuevo Saturno para sus hijos.

No hay solución, no puede cambiar su naturaleza, el capitalismo vive venciendo al tiempo, de sus victorias sobre el tiempo. Vive venciendo al futuro, sometiéndolo a su lógica reproductiva. Una lógica que le lleva a ir siempre más allá, a expandirse sin descanso, a crecer y concentrarse; para ello ha de recurrir al exterior de su orden, a colonizar nuevos espacios −otros países y mercados, otros ámbitos de objetos, relaciones y prácticas sociales, del arte a la sensibilidad, de lo imaginario a la intimidad, de la paz a la guerra−, a vaciar de tiempo cuanto esté a su alcance. En consecuencia, cada vez necesita más espacio y más tiempo para mantenerse, absorbiéndolo de cualquier dimensión de la vida, en una espiral suicida e inexorable. Si en un ayer lejano podía reproducir su hoy y generar las condiciones de reproducción de su mañana; y si en un ayer más cercanos para asegurar su mañana necesitaba consumirlo en su ayer; en el ahora, para sobrevivir hoy −y renunciando ya al futuro− se ve forzado a comerse su mañana. Ya no le basta el tiempo presente para reproducirse, y menos para garantizar su futuro; y el pasado no da más, se ha agotado su potencia; en consecuencia, el capital −como el capitalista, como el asalariado− necesita adelantos, anticipos, como cualquier sujeto, individuo o institución. Todos endeudados, ricos y pobres, individuos, pueblos, ciudades y Estados; todos hipotecados, todos recurriendo a la caja del futuro, comiéndonos anticipadamente futuro, gastando hoy el trabajo, la producción del futuro, de un futuro cada vez más lejano…

No hay época capitalista donde el endeudamiento haya sido tan intenso y extenso, tan elevado y universal, como en la nuestra. Todo el mundo –individuos, familias, empresas, instituciones, países, estadios…− sobreviven bajo el yugo de la deuda, y gracias a ella. ¿La solución pasa por el perdón a los deudores, de aroma cristiano? No lo sé, la izquierda colectivamente habrá de decidir su respuesta, no puede ignorarlo; yo no soy capaz de imaginar los efectos políticos y económicos de tales propuestas. Tengo la sospecha de que en el capitalismo no hay solución, que el capitalismo no tiene solución; hecha la catarsis del perdón de los pecados volveríamos a empezar, pues la deuda no es un accidente, fruto de un error, sino la figura de subsistencia del capitalismo actual; el capital hoy sólo sobrevive comiéndose el futuro. Sin duda se come las materias primas, los recursos naturales, el agua y el oxígeno, la diversidad y la salud social, pero también la fuerza de trabajo, los sueños y las esperanzas; como vengo diciendo, el capital es así, es su “carácter”; los seres humanos crearon el artificio salvador guiados por su voluntad de infinitud, y los instrumentos, los “autómatas", cuanto más potentes y perfectos son más insensibles y autócratas. Hoy el capital, como Saturno a sus hijos, necesita y puede consumir para sobrevivir hoy los elementos de producción y de vida del futuro. Y necesita hacerlo de manera tan creciente, tan acelerada, que cada vez queda menos futuro que consumir, que cada vez tiene menos futuro. Y esa condena no sólo la sufre el capital sino todo aquello que está en su contacto, que se siente arrastrado a la misma pesadilla.

Cuando queremos verlo en clave optimista, lo interpretamos para consolamos imaginando el proceso como el final del monstruo; tras su negra noche, un alba nuevo y luminoso nos espera; pero si optamos por la perspectiva pesimista, podemos sospechar que el día del final deseado habrá dejado a la población tan ciega que no verá el alba, que añorará la noche, que no querrá abandonar la caverna. Pero yo entiendo que la izquierda actual no tiene opción de decidir, pues no es lo suyo construir el futuro; en ese final su misión habrá acabado; será otra izquierda la que asuma la tarea. Aunque, si la izquierda no ha de actuar para tratar de construir un futuro concreto, sí ha de soñarlo −como notas, boceto, mapas− para alimentar y reforzar su rara de negación del presente.

Retomemos de nuevo, para cerrar este comentario con unas pinceladas empíricas, el ejemplo de la deuda expansiva de individuos y familias a empresas e instituciones. ¿Cómo representarnos ese proceso universal sino como el consumo de anticipos de trozos de existencia futura prestada, adelantada, con intereses ocultos, mediante la cual un pueblo, una empresa, un ciudadano o un Estado van consumiendo lo que producirá a lo largo de los años? Se trata de un proceso universalizado y cada vez más audaz en esa hipoteca del futuro; un proceso que no es un mero accidente ocasional, sino una ley general cada vez más potente, ostentosa e irrefrenable; es la ley inscrita en el orden del capital, casi natural, que a su vez es prescrita, impuesta, como determinación a cuanto subsume. Sí, una ley casi natural, que al extenderse al mundo de la naturaleza socializada roba su tiempo a las especies, acelera sus vidas, sus ritmos de crecimiento y recolección, sus tiempos de producción y muerte, sus pulsaciones y biorritmos; y una ley social, que al imponerse en el nuevo nomos de la productividad, en el universo de las tecnologías, de la inmediatez estímulo- respuesta, de la carrera victoriosa contra el reloj que la civilización del capital ha consagrado, nos empuja y condena a vivir en el presente inmediato comiéndonos nuestro futuro.

Los casos son tan prosaicos que sentimos pudor al hablar de ellos, al describirlos desnudos en nuestras aulas de filosofía. Pero están ahí, están aquí, están en todas partes, prototipos de una forma de vivir, la única actualmente normalizada. Si una pareja de nuestros días, estimulada en banda ancha a emanciparse, situación convertida en fin en sí mismo, decide ahorrar para comprar un piso, se entrega a extraer del presente recursos para el futuro −subrayo, subordinar el presente al futuro, inverso al orden del capital−, se encuentra con que su ritmo de ahorro es más lento que el crecimiento de precios de la vivienda. O sea, no llega nunca a la meta, el caballo huele pero no toca la zanahoria. El orden del capital no les permite obviar el endeudamiento, salirse de su regla; al contrario, les exige, les fuerza, les persuade con pseudo-recursos y facilidades, para que comience ya a gozar de su piso, a vivir ya en ese futuro al que aspira; y en el fondo le está arrastrando a vivir ya del futuro que persigue. O sea, la hipoteca es la forma de que consuma hoy lo que ganará mañana, el cruel y perverso mecanismo para que pueda consumir su futuro por adelantado. ¿Genial generosidad del capital? No, no lo hace por la gente, lo hace por sí mismo, como en esas estafas piramidales, pero de modo más sofisticado y eficiente: así consigue valorizarse hoy, que es su necesidad inaplazable, sin haber de esperar a mañana, que para él, como gran depredador, no entra en sus circuitos y siempre entraña riesgos.

Una existencia así, consumiendo el futuro, atrapada en la hipoteca económica y moral, no parece apropiada para la izquierda. Ésta necesita de la esperanza, incluso de momentos breves de utopía, aunque sea a título de mero desahogo. El fin de las ideologías, o de los grandes relatos, es también eso: la derrota de Kairós. Y no se recupera la ideología, la ideología de izquierda, si no es recuperando cierto culto a los tiempos, sin darle tiempo al tiempo. Eso es lo que intento decir con la imagen del futuro robado; el capital nos ha llevado a aceptar como nuestra su necesidad de vivir sin historia, sin pasado ni futuro, en un presente líquido y miserable.



15. LA IZQUIERDA SIN CONCEPTO.

Proposición 15.

“El hecho es que estamos sin concepto; ¿nos lo han robado o lo hemos perdido? En sentido pragmático es indiferente, pero cada opción abre su propio futuro, y aquí estamos mirando al futuro. La izquierda como subjetividad humana en sí carga en su ser su concepto, no puede abandonarlo, no lo puede perder si se lo pueden robar. El concepto no está fuera como una esencia o eidos a perseguir; si lo busca, si le ha desaparecido, es porque no se reconoce en su ser ahí, en su existencia. Siente malestar en la consciencia, como si le faltara el sentido. Esa carencia de sí expresa que ha sido hegemonizada y subordinada a la de otro, como la del siervo que ama al amo y que acaba deseando convertirse en amo. Su búsqueda del concepto es su lucha por emanciparse de la dominación de su consciencia por la de otro, por recuperar su ideología, su lenguaje, su saber, su tiempo; esa búsqueda es la vía que tiene de salir de su enajenación, de reencontrarse, de volver a ser sí misma, de ser lo que es, en fin, de permanecer en su ser y en su acción. La izquierda, en tanto no tiene una esencia exterior, en tanto su esencia es una determinación, no tiene otra forma de existencia, de ser ahí, que buscando constantemente su concepto oscurecido”.

Comentarios:

15.1. Es bueno conocer los propios límites.

La izquierda es anfibia, existe como determinación, como subjetividad. Como determinación aparece en la constitución del orden social, como forma de la población −de su estructura, de su desigualdad, de su escisión y contraposición−; como subjetividad surge en la constitución del individuo, de su consciencia, de su posición ante la vida, de su unidad con unos y su escisión con otros. Como determinación, el individuo la sufre; como subjetividad humana consciente, produce necesariamente su concepto. Y dado que éste forma parte constitutiva y constituyente de su modo de ser, pues no puede ser sin concepto, sin autoconsciencia, se nos aparece en la función esencial de producirse a sí misma. Con mayor o menor autoconsciencia, en tanto subjetividad −en tanto elemento constituyente de un sujeto humano− la izquierda sigue la máxima filosófica más clásica, que desde sus remotos orígenes prescribía al hombre “conócete a ti mismo”; no puede ser subjetividad −devendría mera cosa− sin consciencia, aunque ésta sea sólo en sí, mera voluntad de poder, de permanecer, de ser. Aunque lo ignore, su modo de ser, su posición en la acción, refleja lo que es, refleja su concepto; nunca deja de ser lo que es y nunca su modo de ser es ajeno a su concepto, o éste a su modo de ser.

Deberíamos esclarecer esta idea, pues frecuentemente recurrimos −esta misma reflexión está sembrada de esos casos− a distinguir el ser del concepto, sea para juzgar y negar la negación del primero por el segundo, sea para señalar la huida especulativa del segundo respecto al primero. Una ontología materialista del ser como producción, tal como aquí intento mantener activa, no puede permitirse esas desviaciones o incoherencias; mejor, ha de saber inscribir esas desviaciones, en gran medida inevitables, efectos del análisis −el nuestro no es como ese ideal de intelecto divino en el que lo real se hace transparente en su totalidad en la intuición eidética−, en una unidad compleja, contradictoria, cuyo funcionamiento −a semejanza de la lucha entre la derecha y la izquierda que hace que el capital logre reproducirse a la vez que se va haciendo posible la emancipación del mismo−, hace avanzar la producción del ser y de su concepto indisolublemente ligados por el enfrentamiento.

Aplicado a la izquierda me parece aceptable la citada máxima “conócete a ti misma”, porque bajo la forma de prescripción desde el exterior refuerza el camino que ontológica e inmanentemente le ha sido asignado. Pero también me parece necesaria y adecuada aplicarle otra máxima, “prodúcete a ti misma”, construye tu modo de ser, que formal y materialmente es complementaria con la primera, pues confluyen en el mismo objetivo, teniendo presente que su colaboración será dialéctica, de confrontación. Al fin los sujetos humanos, individuales o colectivos, se autoproducen por mediación del autoconocimiento, y se conocen en el proceso de hacerse a sí mismos, conforme al principio de “verum ipsum factum”, del “verum et factum convertuntur”, que lúcidamente formulara el napolitano G. Vico. Esta audaz y revolucionaria idea, que se presentaba como desafío a la poderosa Weltanschauung de los modernos, y de forma inmediata al “cogito, ergo sum” cartesiano instalado no sólo como canon de la verdad sino como criterio de lo cognoscible. Principio inquietante, ciertamente, pues dejaba fuera de la ciencia a todos los saberes de las cosas humanas, a las “humanidades”, reservando la verdad, y por tanto la dignidad, a los saberes sobre la naturaleza. Sólo el solitario filósofo napolitano, que miraba el presente desde el pasado escrito y desde el futuro que los modernos estaban escribiendo, supo ver el germen de la dominación que se fabrica en la ontología.

Giambattista Vico vino a decir que no hay saber de esencias, y menos de esencias exteriores, que sólo podemos conocer lo que hacemos, porque todo saber es saber de la génesis de las cosas, de su producción. Nosotros, reflexionaba, no podemos conocer el mundo porque no lo hemos hecho, no hemos asistido a su proceso, no podemos saber su génesis; y, aunque parezca que podemos conocer esa génesis porque aparentemente podemos reproducir las cosas naturales mediante el experimento, en el laboratorio, tal pretensión es ilusoria; sería manifiestamente ficticio, pues sólo sería otra forma de crearlas, otra génesis, otro camino que, aunque llegue al mismo sitio, no necesariamente sería el usado por el gran demiurgo. Las mismas cosas pueden ser producidas, generadas, de diversas maneras, con diversos métodos. Vico lo llamaba una “seconda creazione”, ésta sí nuestra, ésta sí cognoscible, pero que no pasa de ser una imitación de la creación original, tal que seguiríamos ignorando cómo fueron hechas las cosas naturales, el mundo físico. Conoceríamos el mundo fabril, producido por los hombres, pero no la Naturaleza. A un “moderno" eso no le importa, naturales o sintéticas tienen las mismas propiedades, la misma utilidad; un “moderno", diría el napolitano, se ocupa de dominar la naturaleza, no de conocerla; de otro modo, un “moderno", en los orígenes del mundo del capital, se interesa por el conocimiento instrumental, no por el saber del mundo.

No me interesa entrar en ese debate histórico, y menos en valorar la posición de Vico; sólo quería de pasada subrayar la presencia de un problema en nuestro tiempo −y que afecta a la reflexión sobre a la izquierda− que solemos pasar por alto: el referente a la relación entre conocimiento y producción, entre saber (representación) y realidad; si se prefiere, entre teoría y práctica. Un problema cuyas derivadas ahora nos afectan a nosotros al plantearnos la cuestión de la relación de la izquierda con su concepto y su ser, con su autoconsciencia y su autoproducción. Por mi parte tiendo a pensar que la autoproducción de un sujeto, el hacerse a sí mismo −por supuesto, en un escenario finito, plagado de determinaciones y límites−, incluye inexorablemente la producción de su concepto, de lo que ese sujeto es. Al producirse un sujeto se conoce, y al conocerse se produce; las dos máximas son inseparables.

La izquierda se construye siempre con un concepto de sí misma; pero con un concepto determinado, finito, que mutará y devendrá diferente a lo largo de la historia; un concepto tal vez contaminado, enajenado, subordinado a la ideología dominante, que también trata de imponerle el suyo, que tratará de imponerle el modo de ser que quiere que sea, presentándolo como el “verdadero” y el “justo”. No obstante, aun así de contaminado, es su concepto, el que corresponde a su modo de ser en un momento de su existencia, más o menos subordinado y menos o más autoconsciente. La izquierda encontrará su concepto maduro, cerrado, sólo al final de su existencia; mientras tanto, en el trayecto, su concepto estará en movimiento, en evolución permanente, nunca del todo acabado a lo largo de su historia; mutando a medida que ella misma se vaya constituyendo y reconstituyendo. O sea, la izquierda encontrará −elaborará− su concepto viviendo y conociendo su historia, su origen, lo que ha sido y lo que es. Y ese concepto, siempre determinado por su modo de ser −al igual que este modo de ser refleja su concepto de sí−, siempre participará en su producción, influirá en su potencia de obrar, en su voluntad de poder, como si fuera su eidos, su forma, como si fuera un fin o destino exteriores y sacralizados en su cosificación.

En definitiva, tiendo a pensar que la izquierda es izquierda en tanto que tiende a realizar su concepto, incluso bajo las contaminaciones del mismo, se vea leninista, reformista o evolucionista, se sienta poderosa y exaltada o llena de dudas y baja de esperanza. Al fin su concepto condensa su historia, y ésta siempre lleva las huellas de lo otro, especialmente del amo. Y como el concepto de izquierda lo elabora ella al conocer el mundo y conocerse a ella misma en ese mundo, no puede dejar fuera sus fuerzas y sus debilidades, la curva sinuosa de su voluntad de poder, sus logros y sus fracasos. Ha de incluirlo todo. En consecuencia, respondiendo por fin a la cuestión planteada al principio del apartado, en realidad la izquierda no busca el concepto porque se lo hayan robado o lo haya perdido, aunque así lo sienta y se lo represente, sino que lo busca porque buscarlo forma parte de su existencia, porque es intrínseco a su modo de ser. Porque así y sólo así, buscándose y redefiniéndose, se produce a sí misma; sólo así se mantiene en el ser.


15.2. Hay que recoger experiencias.

La hermenéutica más potente en la historia del pensamiento desde sus orígenes se ha basado en el teleologismo, que representa al hombre –y al mundo, y al universo− cargado de finalidad, cumpliendo un destino marcado por el demiurgo. Nada más habitual que entender la existencia humana como cumplimiento de una misión, un deber o un objetivo, sea establecido por Dios, la Naturaleza, la Razón o la Voluntad; no resulta fácil al ser humano encontrar sentido allí donde no hay finalidad.

Mirado de cerca, parece comprensible que el hombre proyecte su experiencia personal sobre los elementos del universo, y los vea en perspectiva antropomórfica, y si una cualidad es intrínseca al antropomorfismo es ese orden ontológico encadenado que representa la secuencia ser-saber-deber-querer-hacer. En la base siempre el ser −del hombre, de la ciudad, del mundo, de los dioses, de las cosas−; el saber es conocimiento del ser, conocimiento de su esencia; el deber es determinación de la voluntad, obligación de querer que fuerce al sujeto a hacer eso que se debe hacer, y que no es otra cosa que el fin, el respeto y la defensa de la esencia de las cosas, el cuidado del ser, de la permanencia en el ser, que expresa su perfección. Sólo en esa lógica se haya −se produce− el sentido de todo, incluso de los momentos subjetivos del proceso finalista.

El culto a ese esquema del sentido, la pasión por fuerza de su lógica, hacen que el sujeto finito sea arrastrado fuera de sus límites; y así se comprende que el ser humano caiga en la ilusión, sea arrastrado a ver el mundo poblado de seres “animados", de interpretar sus movimientos como acciones que responden a deseos y deberes, a proyectos, a fines; un mundo a su imagen y semejanza, antropomorfizado, poblado de objetos subjetivados, con cuerpo, alma e incluso en algunos casos espíritu o pensamiento.

La razón, nuestra específica manera de pensar, exige la necesidad en el objeto, sólo así es posible su conocimiento, sólo así su movimiento deviene lógico, traducible a logos, a lenguaje racional. Esa necesidad la presuponen tanto el mecanicismo como el teleologismo, las dos potentes ontologías que se disputan y reparten la creación del sentido de todo y del todo. Si en el mecanicismo la necesidad es transcendente, viene de fuera −causa− y se sufre dentro −efecto−, en el teleologismo la necesidad es inmanente, está dentro del objeto de conocimiento −subjetivado y personificado−, que así deviene un sujeto con necesidades que satisface fuera, como fines o destino que se alcanzan. En la perspectiva finalista todo se hace a imagen del hombre; incluso cuando en las alturas teológicas se reconocía que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, se estaba presuponiendo un dios hecho a imagen y semejanza del hombre, que hizo a su dios como se veía y quería a sí mismo, cargado de finalidad, eligiendo su destino y su vida, haciéndose a sí mismo y un mundo para sí mismo. O sea, hizo que Dios le hiciera como él quería y podía ser; y tuvo que producir un concepto de Dios subordinado a los fines −y necesidades− de los hombres para después justificar y defender éstos como mandato divino. Ningún instrumento es más hábil que la razón en el juego con los espejos.

Sabemos los modelos de dioses que el ser humano fue eligiendo a lo largo del tiempo; y sabemos que la tendencia monoteísta –“racionalización” llama M. Weber a la dirección o fin de ese proceso, y no es trivial que vea su culminación en el orden del capital− que acabó imponiéndose coronó un dios que ordenaba, ponía e imponía necesidades y fines, que juzgaba, que comerciaba con los hombres al ponerle precio al destino. Recordemos de nuevo a Vico, sus advertencias de que sólo podemos comprender lo que conocemos y sólo podemos conocer lo que hacemos; sólo nos es dado acceder a la verdad de nuestras creaciones. Y como el saber es scienza, no coscienza, y la ciencia es conocimiento de la génesis −conocimiento mediato, argumentación, no intuición−, mientras que la consciencia, el “cogito” de “il cartesio”, es sentimiento, intuición, percepción inmediata, el mundo de la verdad se reduce al universo de las cosas humanas, de las creaciones humanas. Es posible tener ciencia, saber la verdad, de la historia, de la moralidad, del derecho, de la política… porque son cosas humanas, cosas hechas por y para los hombres; en cambio, respecto al mundo físico, exterior en su origen y desarrollo al ser humano, sólo podemos tener representaciones verosímiles, que se parecen a la verdad pero que no son la verdad. Y no importa que tengamos certeza de las mismas, pues verum no se identifica a certum, se identifica a factum.

He de frenar la tentación de dejarme enredar en el atractivo relato viquiano, no es éste el lugar apropiado para guiarse por el placer; pero me seduce esa valentía de un profesor de humanidades y retórica discreto, con fuertes anclajes en el mundo clásico, que se atreve a disentir del arrollador movimiento filosófico de “gli moderni”, de oponerse al método y el modelo de la todopoderosa nueva ciencia y a la imponente concepción ontológica y epistemológica que ella exigía y de la que se servía. No me importa aquí la verdad enunciada y propuesta en sus textos sino la que se desprende de su posición, pues advierte de que el saber del “cogito” y el saber del “verum factum” son opuestos, irreconciliables, ya que provienen de dos tipos de concepciones de lo humano y persiguen constituir y reproducir dos tipos de vida humana; es decir, nacen de sendos conceptos de hombre −dos modos de pensar el hombre− y persiguen realizar sus respectivos tipos de hombre, −dos modos de ser hombre. Me fascina esta ontología y esta visión de la historia que valoro como posición de izquierda en filosofía. Algo podríamos aún aprender de ella.

Volviendo a nuestro tema, es comprensible, materialmente obligado, que los seres humanos tiendan a pensar el mundo con claves antropomórficas, y por tanto teleológicas. Incluso cuando en la modernidad capitalista se prescinde de toda transcendencia a la que estar subordinado, y de la mano de la nueva ciencia se expande la visión mecanicista del mundo y de la vida, la sombra del teleologismo −camuflada, enmascarada y/o metamorfoseada− permanecerá activa en la hermenéutica social, en la interpretación del ser humano. Todo el humanismo, como lúcidamente viera Heidegger en su Carta sobre el humanismo (1947), responde a esa imagen del hombre corriendo en busca de su esencia, de su modelo, de su personaje, siempre fuera de su ser, siempre difícil de alcanzar; por tanto, imagen del hombre enajenado entregado a negarse a sí mismo para así llegar a ser el otro que debe ser, para identificarse con una figura diseñada por otro; entregar su subjetividad y llevar la existencia gestionada por otro, condenado así a una vida literalmente inesencial. Es indiferente que el diseñador sea un dios o un hombre, una congregación o un pueblo, una civilización o un universo homogéneo y global; lo relevante en la representación heideggeriana es que el ser del hombre se consigue forzando a éste a salir de sí, enajenándose, entregándose a la voluntad exterior y particular de otro. No importa que la esencia −perdida o nunca alcanzada−, siempre signo de carencia y legitimación de la sumisión, sea divina o humana, religiosa o laica; o un mixto de dos figuras competitivas que lo desgarran y debilitan aún más, propiciando su nihilismo. Al menos desde la modernidad el modelo dominante que hace las veces de esencia a perseguir suele ser una creación cultural, un personaje móvil −el hombre renacentista, el virtuoso cívico republicanismo, el individualista posesivo liberal, el burgués gentihombre, el gentleman victoriano..., el débil y líquido postmoderno−, un paradigma mental perfecto y relativizado, pero donde el ser humano aparece siempre con una existencia cargada con un fin puesto e impuesto, una necesaria e irreductible subordinación.

El humanismo, aunque humanizara, fragmentara e historizara la esencia, contiene las marcas del teleologismo, como si éste fuera una forma a priori de la razón, ineludible en el conocimiento. Parece avalarlo el hecho de que el teleologismo ha tenido una presencia constante −aunque diversa− en la historia de la filosofía, con hegemonía desigual en intensidad y extensión. Los filósofos griegos lo expresaban cuando afirmaban que todos los entes, incluso los inanimados, persiguen su lugar natural, tienden a realizar su ser en una figura paradigmática expresión de la perfección de la especie. El hombre y las comunidades no escapaban a esa determinación, excepto por intervención de los poderes divinos, como en la tragedia, que imponen un destino particular, aunque no deja de ser otro tipo de fin. La tradición cristiana se representaba la vida humana como un viaje hacia algo que estaba fuera, un proceso de redención del pecado y recuperación de la pureza, y por la mediación de la gracia alcanzar la vida eterna perdida; la misma tradición humanista cuyas ondas se extienden difusas hasta nuestros días, se representaba la existencia humana como una carrera de sacrificios del individuo en busca de su esencia, que siempre estaba fuera de él, que hacía de meta, de modelo, de fin, de ideal. No importa que se fuera cambiando de autor, que se asignara a Dios, a la Naturaleza, a la Razón, a los Valores o la Cultura… el privilegio de definir la esencia humana, de decir, de fijar el canon del ser y la acción humana, lo que debe querer y lo que ha de rechazar; y no importa que a lo largo del tiempo fuese cambiando el modelo, el contenido de esa esencia, más religiosa o más laica, épica o lúdica, vestida de estoicismo, de escepticismo o de libertinismo, figuras ascéticas o hedonistas, hombres del renacimiento, del modernismo o del puritanismo. Cada época privilegiaba un autor y un modelo, pero siempre la función era la misma: una forma exterior noble que el hombre empírico, determinado, indigente, debía perseguir y conseguir, apropiarse de ella y autodeterminarse con ella; en fin, una devaluación del ser humano que se dignificaba redimiéndose, negándose, transmutándose en un personaje de ficción.

No necesitamos un gran ejercicio de memoria para aplicar este formato al problema de la izquierda, siempre buscándose, siempre teniendo que elegir entre una pluralidad de figuras que se disputan su alma; siempre con cien amos –de dentro y de fuera, nativos y extranjeros, amigos y no tanto− que le van proponiendo el canon y los fines, lo que debe buscar y cómo debe hacerlo. Todos le dicen qué tiene que ser, qué ha de hacer, qué ha de pensar y proponer, cómo ha de organizarse y actuar… Todo con buena fe, se trata de preocupaciones constantes, de preguntas reiteradas con respuestas subjetivas o de mero compromiso. Mientras escribo estas líneas me llegan mensajes de algunos amigos peruanos, que viven in real time la cuestión que nosotros aquí reflexionamos, como parece aconsejar la experiencia, “en el silencio de las pasiones”. Y nos llega al mismo tiempo información del país, de las luchas en todo Perú, incluyendo la participación de la izquierda peruana en las mismas, e información del debate abierto en su seno, en el interior de la izquierda peruana, entre diversas posiciones enfrentadas entre sí. ¿Qué ha de hacer la izquierda “exterior” ante esta situación? ¿Qué está haciendo? ¿Qué estamos haciendo? ¿No deberíamos al menos seguir de cera su debate y aprender?

Cuando pase el tiempo vendrán laureados capitanes y coroneles a posteriori a dictar sentencia, pero aquí y ahora ¿qué posición es la correcta? La izquierda peruana, ya se sabe en estos casos, no puede esperar, ni prolongar los debates, necesita tomar posición y lo hace; y lo hace tal y como está, dividida, fracturada, masacrada, echando mano de la reserva de voluntad de poder que exigen las circunstancias. Pero alguna gente de esa izquierda −por eso me concedo esta referencia a la actualidad− ya ha recogido una experiencia que no deberíamos olvidar, que tal vez habría de pasar al concepto de izquierda: por lo que escriben se está poniendo de relieve que no es lo mismo el capitalismo limeño que el del interior del país; y que, en consecuencia, la izquierda limeña no es la izquierda campesina y étnica de las montañas y la selva. La mirada al capital desde Lima y las grandes ciudades ve cosas distintas que la mirada desde la población dispersa en comunidades con población indígena. Se ven cosas diferentes, se imaginan soluciones distintas, se desean alternativas opuestas. Aparecen conceptos distintos de la izquierda, de lo que es y de lo que debe ser. Y el debate surge ahora –al menos más potente y agudizado−, con aspecto de inoportuno, cuando más se requiere de la unidad y la claridad de consciencia. Pero me temo que casi siempre es así, que la izquierda avanza en consciencia en sus divisiones, y éstas se acentúan en las luchas. Sí, creo que debemos seguir de cerca estas experiencias y aprender de ellas, es más correcto que pontificar sobre el concepto y la estrategia; sobre todo, hacerlo desde la distancia sería obsceno. Esperemos que nuestros amigos, limeños y andinos, tengan éxito en sus luchas contra la dominación y el capital. Creo que la izquierda peruana está dando muestras de avanzar en la comprensión del capital y de sus mil caras; y avanzarán también en la diferenciación de las muchas izquierdas que se manifiestan cuando estallan las contraposiciones sociales. Al fin no pueden escapar a la condición universal de la izquierda de seguir buscando el concepto y la estrategia hasta que encuentren la salida, que no está escrita, ni puede escribirse definitivamente, pero que seguramente está apuntada entre el sublime laberinto andino.


15.3. Y hay que elaborar los conceptos.

En esta reflexión sobre la izquierda no buscamos su esencia; de hecho, conscientemente hemos sustituido la búsqueda de la esencia por la búsqueda del concepto, que ontológicamente presentan dos rasgos diferenciales. Primero, el concepto nunca está dado, está siempre abierto hasta el final; por tanto, no se prescribe a la existencia sino de forma provisional, y siempre a corregir. Es necesariamente así, pues a diferencia de la esencia, que se postula acabada desde el origen, el concepto ha de producirse, y no puede conocerse sin producirse. Una manera eficiente de acercarnos a su idea es pensarlo como representación −destilada y quintaesenciada− de la experiencia; de este modo el concepto de izquierda es la representación elaborada de la experiencia teórica y práctica de la izquierda, de su historia, de lo que ha hecho y lo que se ha hecho, de lo que ha pensado del mundo y de sí misma.

Creo que sí, que una manera eficiente de pensar el concepto es considerarlo una representación mental de la experiencia de toda una vida, de una historia completa. En el concepto se recoge todo, también las negaciones, los fracasos, las derrotas, las metamorfosis, incluso las transubstanciaciones. Toda la vida de la izquierda ha de estar contenida en su concepto. Por eso el concepto no se cierra nunca, siempre está abierto, dispuesto a nuevas experiencias, nuevas falsaciones, nuevas contradicciones y negaciones; ni siquiera con la muerte, fin del trayecto y de las experiencias del sujeto, se cierra el concepto, abierto también a revisiones, reformulaciones y verificaciones de las viejas experiencias, a revisiones y redescripciones de la historia.

Esta unidad entre la historia de un sujeto y su concepto provoca a veces que la hermenéutica sufra desplazamientos y giros, que acaben en espejismos e inversiones idealizantes. La unidad es tan intensa que deja en la indiferencia el tipo de registro en que nos representamos el proceso. Es irrelevante si elegimos un registro tipo idealismo idealista (idealismo del espíritu), en elque el proceso está controlado y regido por el concepto, presentando la vida, la historia, como su despliegue o realización, como su manifestación o exhibición de lo que lleva dentro; o si echamos mano de un registro tipo idealismo materialista (idealismo de la materia), desde el cual el concepto se va desvelando y elaborando a lo largo de las experiencias y a partir de ellas, cada una de las cuales abre nuevas ventanas, configura nuevos rostros y aporta nuevo contenido. Ambos registros son idealizantes, pues ambos presuponen y reproducen el ilusorio dualismo de la substancia; lo hacen substantivando lo que en realidad son aspectos o momentos abstractos de una realidad, separado por exigencia del método analítico, y en definitiva porque no tenemos acceso a la intuición de la esencia, como los dioses, sino que hemos de acceder por partes, sea mediante la cadena de intuiciones cartesianas, método de demostración matemático, sea mediante la separación, análisis y posterior síntesis de sus elementos, método productivista.

No es necesario subrayar que no uso “idealizante” en sentido despectivo; comprendo esos registros, veo incluso su necesidad práctica, la inevitabilidad de pasar por ellos, por uno u otro o por los dos combinados; pero entiendo que es preferible pensarlos como momentos instrumentales, sin más valor en sí mismos que en tanto pasos hacia una representación dialéctica siempre presente como meta. En la mirada dialéctica los elementos no están asignados a funciones definitivas; en ella el concepto es o hace de producto, pero también es o hace de productor; es sin duda una forma transfigurada de la experiencia y la realidad material, pero también productor de éstas.

Digo todo esto porque al fin lo importante es que la izquierda asuma que incluso en sus momentos de desidia o desvarío, fantasía o deserción, está construyendo su concepto, está revelando lo que es y revelándose como lo que es. Lo importante es que eleve a consciencia ese proceso de existencia en sí, que eleve a autoconsciencia su historia con todos sus momentos, incluidos aquéllos en los que el sujeto se revisa, se critica, se libera de lo viejo, se reforma, se renueva, se pierde o se encuentra. Cuando presento el proceso de la izquierda buscándose a sí misma, buscando su concepto, pretendo que se distinga bien que buscar su concepto no es sólo conocerse a sí misma, es también construirse a sí misma; construir su concepto de sí es autoconstruirse. Vivir sin concepto no sólo es una vida ciega e inesencial; es llevar una vida perversa, literalmente “perversa”, pues equivale a vivir conforme al concepto que le aplica otro, conforme a una nueva esencia exterior, dictada por un autor y conforme a un modelo ajenos a la izquierda; y dado que la izquierda no es propiamente un sujeto colectivo −aunque podamos y necesitemos en abstracto pensarla así en el análisis− sino un término de una relación, de una contraposición, de una lucha subsumida en una forma dominante ajena, sería conveniente comprobar si ese autor y ese modelo se corresponden con el enemigo.

Tengo la sospecha de que al capital −representación de la consciencia y voluntad de los capitalista− le agrada que el obrero −o el proletario, o el asalariado− se sienta sujeto enfrentado de tú a tú con el capitalista; de esta manera lo verá simplemente como otro −“iguales en el mercado”, decía Marx−, verá la escena como enfrentamiento de dos sujetos que luchan por lo mismo, por apoderarse cada uno de lo que le falta y estar en posesión del otro, como una batalla entre iguales en esencia y desiguales por contingencia. En esa representación se introduce subrepticiamente la igualdad abstracta como seres humanos, que la existencia enfrenta en la legítima lucha por la vida; esa escenificación se ve avalada por la mitología de la “sociedad abierta”, que permite el ascensor social, el acceso o trasvase entre ambas condiciones, que al fin se revelan como contingentes, cuestión de “fortuna”. Pero, sobre todo en ese escenario de representación, se difumina la realidad, se oculta el ser de ambos, del capitalista y del trabajador, pues se borra del guion que ambos aparecen en el mismo big-bang, que nacen el uno para el otro, que uno no puede existir sin el otro.

En la izquierda, como vengo relatando, ocurre algo análogo, se representa la relación con el capital en un escenario semejante. En el mismo escenario, capitalista y trabajador aparecen como dos sujetos iguales en esencia y diferenciados por sus respectivas opciones de valor, por sus posiciones axiológicas; ambos se enfrentan en una batalla mediada por los valores, de ahí que constantemente se discuta la jerarquía entre éstos, si la libertad o la igualdad, si el derecho o la solidaridad, si el mérito o la necesidad. Y mientras la batalla se dé ahí, como conflicto entre valores, se juega contra la flexibilidad y resiliencia de éstos, se introduce el valor de la comprensión, del diálogo, el canon del término medio que elimina los extremismos y hace posible el acercamiento. El relativismo engrasa las bielas y evita que el calentamiento las colapse; el subjetivismo ayuda, pues nos hace a todos presuntamente culpable o legítimamente inocentes. En fin, lo importante es que, mientras se juega la partida en ese terreno, se revela como una disputa entre sujetos que se pueden entender, aunque de hecho no se entiendan nunca; si persiguen lo mismo, si tienen este fin común, será posible y se impondrá como razonable perseguir una situación de maximización de ventajas mutuas, que hay que definir y buscar… en común. Encuadrada la relación en la moderación y la complicidad, se acepta el principio de realidad: aceptar la moderación en las desigualdades, que han de existir, claro, pero que no resulten insoportables. En cambio, si la izquierda reconociera que no es exterior al capital, y que por tanto no puede ser su otro, pues nace en el capital, unida a su existencia por un eterno cordón umbilical, eternamente dependiente de él…; si reconociera esta desigualad substancial y esta dependencia ontológica, se haría resistente a las ilusiones de colaboración con el capital, asumiría que su lugar es el que es, la oposición y negación, nunca el interés común imposible; y de este modo tal vez encontraría la manera posible de liberarse de esa determinación, aunque en ello le fuera literalmente “su existencia”.


15.4. El concepto de izquierda es su historia.

La izquierda se va haciendo a sí misma conforme avanza su autoconsciencia, conforme va elaborando su concepto. En este sentido, tal vez no sea correcto decir que ha perdido su concepto; nunca lo pierde, siempre lo lleva a cuestas a sus espaldas, lo arrastra a lo largo de su en su existencia. Siempre es lo que puede ser, lo que ha llegado a ser, “derecha o torcida”, como corresponde a sujetos por naturaleza subordinados. Ahora bien, a lo largo de su historia hay momentos de claridad, en los que sabe su lugar, sabe qué hacer y qué debe hacer, se siente segura de sí, se entrega sin condiciones ni sombras a su destino. Son esas situaciones que suelen llamarse “revolucionarias”, o prerrevolucionarias, donde las demarcaciones se revelan nítidas, en que los objetivos son tan obvios como las necesidades, en las que no hay nada que pensar, nada que legitimar, pues todo está consumado.

Digo que en esas situaciones la izquierda sabe, conoce la realidad y su lugar en ella; no digo “cree saber”, aunque el después revelara su insuficiencia. En esos momentos que se revelan inevitables, en los que todo está tan perdido que sólo se puede ganar, si a pesar de todo al final resulta derrotada, estos hechos no deslegitiman el saber, la consciencia con que se entregó a la lucha por sobrevivir. Es así porque, como digo, también el saber es histórico, también es un producto, también persigue unos objetivos −esos que llamamos “verdad”− y no puede anticiparse a su tiempo. En esas situaciones excepcionales no hay tiempo para pensar, ni para acumular experiencias ni para distinguir y seleccionar −como decía Vico, ni para la tópica ni para la analítica­−, pues es el tiempo de la crítica, de la negación, de que cada uno cumpla con su compromiso consigo mismo, pues ése es su destino, o mejor, ésta es su determinación ontológica.

Sólo en esos momentos la izquierda aparece relevada de su búsqueda del concepto, aunque no deje de producirlo, pues en sí, en su práctica, sigue acumulando experiencias; sólo en esos paréntesis de enajenación −de salir de sí misma, de voluntad de objetivación− aparece existiendo sin concepto, regida por el instinto; sólo entonces la idea reflexiva y finalista se diluye en su consciencia y cede su lugar a la fuerza cuasi mecánica de la voluntad de vivir –que en ella esconde la voluntad de morir− que la guía en esas condiciones excepcionales. La “fuerza de las masas”, la “ira de la multitud”, equivalente al simbólico “Dios lo quiere” de los cruzados, son imágenes que identifican esos momentos de la izquierda en que no busca el concepto, sino que se entrega a realizarlo.

Por tanto, podríamos inferir que la izquierda reparte su tiempo de existencia entre la búsqueda del concepto y su acción por realizarlo; y que en ese recorrido tan excepcional es la situación “revolucionaria”, en que vive entregada al objetivo que siente inexorable, como la situación de “derrota”, de nihilismo, en que vive bajo la tentación imposible de deserción. Reflexionando sobre ambas situaciones cobra sentido la “búsqueda de su concepto”. Tras los fracasos, y en una filosofía teleológica y del sujeto, lo habitual es atribuirlos a carencias del concepto, que marcó el camino idólatra del ser. En cambio, en una filosofía en que tanto el concepto como el mismo sujeto, e incluso el telos, son pensados como producciones, esa derrota de la izquierda forma parte del proceso y ayuda a pensar −o fuerza a ello− que hay que seguir conociendo y produciendo nuevos conceptos, nuevos sujetos y nuevos fines, porque así es como se hace a sí misma.

Cuando la revolución parece alejarse del horizonte de la izquierda −no sólo como momento de la historia, sino incluso como concepto, e incluso como idea orientadora− surgen olas profundas que agitan y conmueven su autoconsciencia; siente la ausencia del concepto −su pérdida, su degradación o devaluación− y reaparece con más fuerza la pregunta por el ser de la izquierda, por el contenido y sentido de ser-de-izquierda. Pero si todas esas experiencias sociales, y en particular las derivadas de las múltiples derrotas y de los inútiles debates internos por imponer el “verdadero concepto”, las recogiéramos e incluyéramos en la reconstrucción del concepto a la altura de nuestro tiempo, tal vez encontraríamos una ventana que, si no es suficiente para salir, sí podría serlo para ver el afuera y seguir deseándolo. Hoy sabemos, o estamos en condiciones de saber, que “ser de izquierda” no significa lo mismo en tiempos de revolución que en tiempos de evolución, en la guerra que en la paz, en el norte que en el sur, en las zonas rurales que en las urbanas, en un mundo eurooccidental que en un mundo global, en el capitalismo industrial que en el tecnológico, en el imperialismo que en la descolonización, en las democracias que en las dictaduras, en los años sesenta que en los noventa, en el campo que en las ciudades, en las generaciones del siglo pasado que en las del presente. Cada una de esas figuras de la izquierda, idénticas en cuanto a su origen, en cuanto efectos de la desigualdad y la dominación, tiene una realidad objetiva y una forma de consciencia bien diferenciada; viven mundos diferentes, recogen experiencias muy diversas, sufren necesidades distintas, su concepto de sí mismas o autoconsciencia responde a carencias, sufrimientos, saberes, esperanzas, muy distanciados, y a veces enfrentados; y la voluntad de poder, siempre mediada por la determinación cultural, hace que tengan imágenes del enemigo que se parecen poco.

No podemos engañarnos, todo parece confabularse para romper la unidad de la izquierda, comenzando por la enorme dificultad de elaborar un concepto único. La izquierda rural, incluso en los países en que el capitalismo es hegemónico desde hace décadas, no tiene las misma necesidades ni experiencias que la izquierda urbana; no ve igual la producción capitalista y el Estado democrático un campesino europeo, o de los Andes, o de la India, que un trabajador de las grandes metrópolis. No sólo porque la dominación común que soportan se descarga en grados y formas enormemente desiguales, sino porque sus formas posibles de lucha, su experiencia organizativa, sus perspectivas políticas y sociales, en fin, su conocimiento de su mundo y del lugar que a ellos le ha tocado soportar se parecen poco. Por tanto, el concepto de izquierda actual habría de renunciar a toda pretensión de unicidad, a la tentación de excluir en general objetivos y formas de lucha que tal vez pudieran ser efectivos en la particularidad, y que en todo caso se corresponden con el concepto de izquierda que ese país o sector mantienen en ese momento.

Si el capitalismo es uno y puede mostrarse y de hecho se muestra como las flores, con mil colores, la izquierda puede −y ha de intentar conseguirlo−, mantener su irrenunciable negación del capital bajo formas muy diferenciadas en su confrontación. Y habría de intentarlo a distintas escalas, también nacional y local, aunque aquí las diferencias pudieran parecer menos acusadas. Si lo importante es debilitar al enemigo común, la izquierda debe revisar esa obsesión por la unidad impuesta desde el concepto, que frecuentemente acaba con el fraccionamiento del sujeto y el enfrentamiento entre sus partes, que se niegan unas a otras su ser de izquierda, se niegan el reconocimiento, una forma de negarse la igualdad. Sería más apropiado elaborar un concepto menos denso, menos exigente en el programa y la táctica, en que cupieran las distintas izquierdas con sus diferentes realidades y experiencias, y cuyo efecto fuera la comprensión, el reconocimiento y la identidad de la línea estratégica, que ha de ser la de debilitar y negar el dominio del capital.


15.5. La búsqueda interminable.

Como he dicho, un concepto es en cierto sentido una historia de experiencias desde el origen; por tanto, siempre en construcción, siempre inacabado, sin final, pues la experiencia pasada siempre es revisable. Entonces, como cada país va a su ritmo, desafiando incluso el ritmo normalizado que tiende a imponer el capital, las distintas izquierdas nacionales −y los distintos segmentos de ésta−, a pesar de sus conexiones e intercambios de experiencias, cada una tendrá su concepto, es decir, se encontrarán en distintos momentos de la construcción del concepto; habrá desfases entre ellas, pues cada una tiene su historia particular, aunque todas ellas unidas por el orden del capital en que nacen y se desarrollan. De ahí que debamos distinguir entre el concepto general, necesariamente abstracto, que correspondería a la idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita −objeto privilegiado de la filosofía−, y el concepto concreto que define cada una de esas izquierdas sociológicas, que cada una construye para conocerse y para autoconstituirse. Esta perspectiva nos invita a ser especialmente flexibles a la hora de juzgar a los otros, al criticar su olvido o desviaciones del concepto “universal”, olvidando que éste es abstracto y que cada izquierda nacional concreta está inexorablemente circunscrita en el suyo, que no por particular es menos verdad, que no por histórico es menos valioso.

Por otro lado, he dicho que un concepto es también, a nivel práctico, un conjunto de repuestas, cuanto más colectivas mejor, que se han ido acumulando como elementos constitutivos del saber de una comunidad (en este caso, la población de izquierda), como contenido de la consciencia de esa comunidad. Un concepto también sirve para eso, para aportar criterio o norma ante las situaciones, para responder o contrapesar las dudas, para aportar sentido en la contingencia. Obviamente, esas respuestas que se integran en el concepto habrán de formar una unidad, estructurarse en una historia, articularse en las experiencias vividas, pero en su forma de listado o registro de respuestas el concepto también tiene su cualidad y su operatividad.

Hay dos momentos en que esa figura del concepto como estructura de respuestas aparece visible necesariamente. Uno es el momento de la tópica, a lo largo de todo el proceso de su construcción, como acumulación y selección de experiencias; la selección, ordenación y jerarquización de las experiencias es de hecho el inicio de su conversión en saber científico y equivale a iniciar la constitución del concepto con las respuestas más idóneas. Otro momento relevante es el de la aplicación, de la práctica −en las fases de la analítica y la crítica, aunque esté presente, sólo hace de materia prima en la elaboración de la historia y de la teoría−, en la que facilita la automatización de las respuestas, de los movimientos adecuados al concepto, en la confrontación.

Pues bien, estas reflexiones me reafirman en la necesidad de no someter a la gran familia de izquierdas, nacionales e internacionales, a ese juicio sumarísimo de pureza del concepto, a ese control permanente de su adecuación al concepto abstracto. Cada una carga en cada momento con su concepto, y por tanto con la visión de la realidad que éste le permite, y con el conjunto de respuestas que pone a su disposición para afrontar con automatismo y eficiencia su función. Esto no devalúa la importancia del concepto general, al que tienden y confluyen todas y cada una a su ritmo, pero si cada realidad es específica los objetivos y funciones también habrán de serlo en cada caso.

Por tanto, podemos concluir que la izquierda en pos de su concepto es la búsqueda de su ser en la historia, es su experiencia constantemente revisada, que contiene sus respuestas a sus necesidades y a sus preguntas. Podemos entender así que, en el ámbito de la acción política, el concepto ha de aportar respuestas ágiles a preguntas urgentes generadas en situaciones espontáneas; y, al mismo tiempo, podemos comprender que la construcción del concepto ha de hacerse en gran medida a partir de esas respuestas que seleccionan el saber de las experiencias a lo largo de la historia.


15.6. El debate, camino del concepto.

De ahí que me haya parecido oportuno y relevante cerrar este ensayo con unas cuantas respuestas a otras tantas preguntas, cuestiones u observaciones. Sugerencias diversas, desordenadas, pero surgidas en la izquierda, formuladas por gente de izquierda que ha tenido acceso a la lectura de este ensayo en distintos momentos de su elaboración, y que sin duda han intervenido en otros debates y en experiencias prácticas que enriquecen sus aportaciones. Ellas me han ayudado a extenderme un poco más e intentar clarificar los aspectos más problemáticos, pues es a ellos a los que las observaciones suelen dirigirse. Paso, pues, a recoger algunas de estas sugerencias (S) y mis respuestas (R a las mismas:


S1. “Hablas en varios momentos del método, del método de construir los conceptos. Como me preocupan mucho las cuestiones epistemológicas me fijo más en ella, exijo más claridad, y no la veo en tu texto. No veo si tu propuesta de concepto de izquierda como determinación objetiva es resultado de una inferencia, una intuición, un presupuesto que consideras obvio, un principio que se defiende a posteriori por sus consecuencias… Entiendo bastante bien lo que dices perseguir, pero no veo claro el método que usas. ¿Puedes aclararlo un poco?”.

R1. No tengo la percepción de haber hablado tanto del método; me inclino a pensar que es un mal de la filosofía, que se pasa la misa en el pórtico debatiendo el modo de decidir si entra o no. En todo caso, el método es un gran problema de la izquierda, pues expresa autoconsciencia.

En una ontología materialista da igual partir del ser para llegar a su aparición, el fenómeno, o partir de éste y remontarse a su origen; es igual, porque ese recorrido ha de hacerse de forma continuada, en una y otra dirección. La claridad no se consigue por la vía cartesiana trazada en su Discurso del método, de intuición en intuición, escalón tras escalón, siempre pasos sobre terreno ya firme y consolidado; creo más en la imagen descrita por Spinoza en su Tratado sobre la reforma del entendimiento, en el que se avanza de totalidad en totalidad, la siguiente siempre más clara y ordenada, las ideas adecuadas caracterizadas por estar situadas en su lugar adecuado, con todas sus conexiones. O sea, el método es un vaivén entre la esencia y el fenómeno, entre el concepto y la experiencia, cada uno enriqueciéndose por su paso a través del otro.

El fenómeno es apariencia, sí, en su doble sentido de ocultación del ser, que no se deja ver tal como es y de modo inmediato, y de aparición del ser, pues es la única forma en que se deja ver. Lo sabemos, las apariencias son sólo “apariencias”, pero son reales aunque no sean la realidad, son verdaderas aunque no sean la verdad. Por ello es indiferente el orden o método, de lo particular a lo universal o a la inversa, de lo concreto a lo abstracto o a la inversa, del análisis a la síntesis o a la inversa. Pero con más frecuencia uso el camino menos discutido: partiendo de la superficie, de las imágenes, del fenómeno, para remontarme al concepto, a la realidad, al ser; de la fenomenología a la ontología, como gustaba a Hegel y a Marx. Al fin, dado que se trata de conocer la etiología del mal de la izquierda en la actualidad, trato de reconocerlo por mediación de su síntoma [33], de su manifestación actual, la derrota.

¿Cuál es el síntoma de esa peculiar y radical derrota que he diagnosticado como pérdida de la autoconsciencia? Lo diré de forma directa: el síntoma es que la izquierda habla el lenguaje del enemigo, que de momento, y en abstracto, llamo ideología dominante. No debiéramos sorprendernos, pues Marx ya lo decía: “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”. Pero si la enajenación consiste en hacer propia la voluntad de otro, forma de la servidumbre voluntaria, la máxima enajenación se consigue cuando se hace propio incluso el vocabulario del otro, su ontología, su epistemología y su gramática. Entonces la ideología, como nos enseñara Althusser [34], la ideología del otro, se convierte en nuestra forma de vivir la realidad, en nuestro modo de percibir, sentir, pensar, desear, esperar, soñar… Con otras palabras, en esa peculiar enajenación devenimos el cuerpo material a través del cual habla el interés, el deseo, el poder, del otro. Bien mirado pasamos a ser entes muy próximos a los que pueblan el mundo del capital, como la mercancía, que sólo es producto del trabajo al que se ha añadido el alma del capitalista, de tal modo que adquiere vida propia, persigue fines, sufre y triunfa, como figura poética de la personificación, moviéndose al ritmo de éste; y que en el paso siguiente del recorrido metodológico, en el momento objetivo, olvidamos el origen de su alma y la vemos moverse autónoma llevando de rastras cogido de los pelos a su propietario, que se mueve con sus vaivenes.


S2. “Entiendo que pretendas presentar la izquierda como una realidad objetiva, no como conjunto de valores, como subjetividad. Me parece bien, pero recurres para ello a considerarla una “determinación”. A veces dices determinación ontológica, otras una determinación del orden del capital… Entiendo que lo que pretendes es presentar la izquierda como algo natural, intrínseco a la sociedad… Ahora bien, si la sociedad es un producto creado por los hombres, ¿no deberías considerar que esa determinación que origina la izquierda es también una producción humana, y por tanto algo o bastante subjetiva?”.

R2. Planteas bien la cuestión y la pregunta está muy bien hecha; el problema es la respuesta que puedo darte. La respuesta inmediata a la pregunta es sí, la izquierda es una producción social, “humana” si lo prefieres, pero producida en sociedad. Aclarado esto, cobra todo su sentido la cuestión de la “determinación”, que formalmente no parece nada humano… Esto necesita más aclaración.

Sí, tienes razón, busco un concepto que saque a la izquierda de ese lugar fluido de los valores y aporte objetividad. Dando un rodeo, permíteme recurrir al concepto de “pertenencia”. Todo es relativo, y todo es producto, pero me reconocerás que el color de la piel, ser mujer u hombre, la orientación sexual, la pertenencia a una categoría social (a una tribu, una nación, un Estado), incluso la pertenencia a una casta, una clase, una genealogía… o a una religión, son determinaciones que tienen consistencia en sí mismas, que no se eligen, que en cierto modo se “sufren”. Son pertenencias densas, que distingo de las determinaciones biológicas cerradas, aunque las fronteras son cada vez más permeables por la ingeniería genética. En cambio, hay otras formas de pertenencia débiles, identificaciones con una ideología o grupo político, o deportivo, miembro de un ateneo o una universidad, vecino de un barrio… Éstas son elegibles como un club, uno entra y sale con facilidad, y rara vez son alternativas, pues es posible la pertenencia múltiple. No así en las otras, que se excluyen.

Bueno, como has observado me gustaría que pensáramos la izquierda como pensamos las pertenencias densas, no elegibles, que se “sufren” −o “gozan”−. Hasta aquí no veo problemas, la cuestión surge con tu observación final, cuando te refieres a la consciencia y planteas finamente si eso no implica presencia de la subjetividad. Para responderte, creo que deberíamos distinguir los dos usos del término “izquierda” que he venido haciendo, aunque tal vez no con suficiente claridad y acierto. Por un lado, como “determinación”, en sentido fuerte, como efecto del big-bang capitalista, de la instauración de su orden social; por otro, la izquierda como sujeto, sujeto colectivo, como parte de la población afectada por la instauración de la desigualdad, por el lugar que ocupa en las relaciones de dominación. Es decir, la “determinación” es como la acción de la estructura, que marca límites a la acción humana; ésta se constituye dentro de aquélla, a veces como respuesta a la misma.

La izquierda como mera determinación pertenece al big-bang del capitalismo, al origen, a su forma; por tanto en este sentido es algo abstracto, como un cuerpo inerte, si prefieres como un cuerpo vivo inconsciente. Está ahí, arrojado en el mundo, existiendo como ser vivo. Es ese ser que la sociología empírica abstrae como su objeto y describe sus peculiaridades (economía, costumbres, crecimiento…). En cambio, la izquierda como sujeto consciente no aparece en el big-bang capitalista −a no ser que veas éste en todo el desarrollo del capital−, sino en su seno, en la estructura o forma que ha creado, en las condiciones de vida a que ha dado lugar. En ese espacio social se crean los sujetos, individuales y colectivos; decimos que ahí los seres humanos se hacen a sí mismos; y que la izquierda se produce a sí misma. Son el resultado de la evolución, en un proceso de autoconstrucción, de vida como autodefensa, como lucha por la existencia. Incluso la consciencia es un producto humano, cierto, pero no es mera creación ex nihilo ni mera elección de un sujeto preexistente, sino resultado de un movimiento en el que el sujeto se construye con su conocimiento y su autoconsciencia…

Fíjate que, bien mirado, la consciencia no es fruto del orden del capital; fuera de ese orden también nace, también se desarrolla, también existe; nace del ser vivo en su lucha por la vida. Ahora bien, ese ser vivo sometido al big-bang capitalista pasa a vivir en el orden del capital; y la forma de vida que desarrolla −en su cuerpo y en su alma− y la misma consciencia o saber que produce en su autoconstrucción se hace en las coordenadas del capital, bajo su hegemonía, subsumido en sus dispositivos y reglas. Por eso la consciencia, el saber, que por un lado será saber abstracto del mundo, es también en concreto, en nuestro caso, saber del mundo del capital, saber del sujeto humano en el orden del capital y saber de la consciencia en el capital. Como ves, saber humano, pero mediado por el capital. Saber que, en todo caso y cara a lo que aquí en particular nos interesa, da cuenta de cómo el sujeto humano es el que produce la consciencia, como señalabas en tu observación; pero su intervención no es “subjetivista”, no es elección libre de valores, sino producción de saber de un sujeto determinado, afectado por la objetividad de la determinación que lo instituye en el orden del capital.


S3. “Repites insistentemente que el concepto de izquierda que propones es “materialista”. Pero constantemente repites que la izquierda es consciencia, o al menos que la consciencia es determinante. ¿Podrías aclarar qué tipo de materialismo es ése? Pues en ningún momento remites al “materialismo dialéctico”, o al menos no lo nombras así aunque reivindicas mucho la dialéctica”

R3. Comencemos por el final. He tratado de eludir expresiones como “materialismo histórico” y “materialismo dialéctico” para evitar entrar en un debate cuyo campo magnético nos secuestraría en su laberinto; he intentado delinear una ontología materialista donde la historia y la dialéctica tienen su presencia, sin duda, pero bien determinada, con límites, sin dominar toda la escena, con discreción. Pensaba que así podría valorarse la propuesta evitando los prejuicios. Ya sabes, la clásica contraposición ideológica en el seno de la izquierda entre materialismo histórico y materialismo dialéctico, que pone a Engels frente a Marx, y a Mao frente a Stalin… Quería evitar esos túneles del camino. Por eso he buscado otra vía, tal vez más larga e imprecisa, pues había de recurrir a ciertos apaños lexicales…

Frente al materialismo de la materia, que identifica la izquierda con la cosa, −sea ésta un individuo, una organización, una institución, una política, una ley…−, y frente al idealismo de la consciencia, que la identifica con la profesión de fe, con los valores o con el programa, pienso que se debería reivindicar una concepción ontológica práxica, en que el ser −del individuo o de la institución− es producto; con más precisión, proceso de producción. En este escenario la izquierda ha de ser considerada un producto y un medio de producción de hechos y situaciones sociales, pues es de ese modo como interviene en la génesis de la historia de un pueblo; y los partidos también son productos, como los gobiernos, los ejércitos o los tribunales de justicia. Cada uno aisladamente y en abstracto puede caracterizarse y nombrarse como quiera y pueda, pero en el marco de una ontología materialista han de ser considerados en su relación con los otros elementos y con la totalidad social, en sus específicas funciones en esas estructuras. En particular he insistido en que la consideración de derechas o de izquierdas no les viene a los individuos ni a las instituciones de su profesión de fe explícita, sino de su funcionalidad, de su praxis efectiva en relación con la reproducción o subversión del capital.

Propiamente no hay individuos, ni instituciones, ni partidos, ni gobiernos, ni leyes… “formalmente” de izquierda, si al mismo tiempo no lo son también materialmente. El estatus de izquierda no se consigue por una profesión de fe, o una declaración jurada, de adhesión a un programa o defensa de un ideal, por sublimes que sean, como si los contenidos de éstos fueran esencias determinantes del valor de izquierda; la pertenencia a la izquierda, el ser de izquierda, no emana de la voluntad explicitada en manifiestos y proyectos, aunque éstos sean impecablemente revolucionarios. Emana de la consciencia y efectividad de su lucha contra el capital en tanto éste es pensado como dominación, como obstáculo a la voluntad de poder, a su vez pensada como voluntad de ser, de ser conforme a su concepto, conforme a su autoconsciencia. Así lo exige el concepto que he intentado describir.


S4. “Me ha sorprendido tu descripción de la “determinación social” de la izquierda como “marcas”. Suena muy determinista, incluso biologista, como si ser de izquierda viniera inscrito en el ADN. Pienso que huyendo del subjetivismo, que reduce la izquierda a una cuestión de elección de valores, has ido a parar a un mecanicismo bastante grosero”.

R4. Si mi texto provoca esa interpretación, o induce a ello, admito que no he sido capaz de exponer bien mi idea. Habré de hacerlo mejor, pues estoy convencido de la importancia de esta categoría. Mi intención ha sido y sigue siendo la de diferenciar la determinación “social” de otros tipos de determinación precisamente más “mecanicistas”, como las que operan en el mundo físico, de la materia inerte, o en el biológico, de la materia viva. Por eso he insistido en que se trata de una determinación “social”, que aparece en el origen o big-bang de un orden social nuevo, y que se renueva en cada cambio esencial o revolución, en cada modo de producción. Pero veo que no ha sido suficiente, o que no lo he hecho bien.

Entiendo que hay una dificultad objetiva en pensar la determinación “social”, y que el campo de fuerza de la hermenéutica dominante en nuestra cultura nos arrastra a las dos formas tópicas, bien definidas y tópicas: la determinación física, por mediación de la mecánica de fuerzas, y la biológica, por mediación del ADN. Aunque en ambos modelos caben interpretaciones más y menos deterministas, menos tolerables en ésta que en la primera, en su uso general hay un espacio común en que se comprenden y se aceptan, con las matizaciones que fuere necesario. En cambio, en la determinación social surgen más dificultades y resistencias; no acertamos a individualizarla, a definir su contorno. Creo que para acercarnos a la idea es útil partir de los usos actuales que hacemos de estos tipos de determinación. En el mundo físico inerte aceptamos con naturalidad, aunque sea por pragmatismo, la representación mecánica; nuestras ciencias de la naturaleza imponen la relación causa-efecto como modelo de inteligibilidad válido para pensar el mundo físico. En el mundo de la vida ya aparecen resistencias a un mecanicismo nudo y ciego, y las ciencias de la vida, del ser viviente, suave y discretamente dejan entrar al telos, aunque sea por la ventana. No renuncia en su explicación a la determinación mecánica, pero la vía del reconocimiento de la subjetividad, cuando hablan de los seres humanos −y, por antropomorfismo, de los otras especies−, de sus relaciones y de la vida social echan mano de un teleologismo fluido y bien dosificado. En el mundo de la vida un mecanicismo sin piedad asusta, y además es contra-intuitivo, imposible de generalizar. Lo cierto es que, ante el hecho obvio del prestigio de la ciencia mecanicista, hasta la estadística, que en rigor evidencia los límites del esquema hermenéutico causa-efecto, tiende a mecanizarse, exhibe como propio la construcción serial y automática del saber. Podríamos decir que las ciencias de la vida cabalgan como aurigas en su biga de caballos alados, equilibrando fuerzas; y, estirando la imagen, añadir que en las ciencias sociales el carro es una cuadriga de corceles, excesiva heterogeneidad para el saber científico, que siempre aspira a la universalidad haciendo abstracción de las diferencias.

Por eso, cuando las cuentas no cuadran, pues es difícil hacer teoría con una hermenéutica híbrida de mecanicismo y finalista, y más aún si ha de conocerse la individualidad y su libertad, se recurre al tópico aceptado según el cual “cada caso es un mundo”, sin duda invocando el “principio de caridad”. Pero la casuística es un simple refugio contra el miedo al nihilismo; es una huida a zonas de descanso protegidas. Y entiendo que la filosofía −y éste es un ensayo filosófico− ha de afrontar y desafiar la agorafobia. En definitiva. si la determinación social carece hoy de un concepto bien definido y generalmente compartido, no es una opción renunciar al mismo, ni reducirlo a uno de los dos modelos del mercado, ni hacer de sujetos instalados en el entendimiento divinidad desde donde se tiene acceso a la intuición eidética. Al contrario, hemos de continuar en su producción, y quedarnos mientras tanto a la intemperie, con descripciones insuficientes y tal vez confusas, pero no desertar buscando protección y descanso.

Con eso quiero decir que sí, que reconozco la insuficiencia de la conceptualización de la determinación social que he usado, que huyendo del humo del subjetivismo tal vez haya cuidado menos el debido y querido distanciamiento con el determinismo, pero que en todo caso las fronteras de un concepto no pueden establecerse por equidistancia con los vecinos, sino substantivamente, como realidad propia. Y ahí, a la intemperie, se corren riesgos.

Yo entiendo que la determinación social es menos problemática en la clase que en la izquierda, por eso me he valido de la primera, aunque con la voluntad explícita y reiteradamente confesada de no quedarme en la vecindad o la semejanza; tal vez medí mal la potencia de atracción que ejerce la analogía, que acaba imponiendo identidad. La explotación, que fenoménicamente aparece como las condiciones materiales de existencia, se manifiesta con efectos muy cercanos a los elementos y modos de la vida, y directamente relacionados con ellos. El cuerpo del hombre en tanto ser vivo, en su constitución y desarrollo, es inseparable de esas condiciones, de la miseria y la abundancia, de la salud y la enfermedad, de la cultura y el analfabetismo… La clase, como determinación social, infiltra sus efectos en la biología, y a su través en el ser humano, en sus posibilidades y límites a su evolución. Ahí, en la determinación de clase, las “marcas” son al menos muy cercanas a las físicas y de rango ontológico semejante a las biológicas. El grado y las formas de la explotación están en la base de la biografía de las clases, pero también de su fisionomía, de las arrugas de su piel, de la aspereza de sus manos, de sus gestos, de su vocabulario, de su caminar… creo que se me entiende.

Cierto, siempre es posible que un individuo salte de clase, siempre es posible la anomalía; hasta el electrón tiene posibilidad de abandonar su orbital… Sí, incluso en el orden social capitalista hay ciertos momentos de libertad, que en abstracto igualan pero que no rompen la persistencia del orden, tal que la determinación material existe en esas distintas esferas de la realidad. La determinación social de clase es poderosa y visible. En la izquierda, dado que he puesto la determinación en la dominación, intuitivamente parece que el vínculo mecánico da un paso más en la dirección de la fluidez. Si la clase está unida a la física y la biología por el salario, una determinación muy general y uniforme, que genera unidad e identidad en una gran masa de población, en la izquierda no aparece un mecanismo tan visible y común que ponga la identidad. La dominación se expresa preferentemente en las leyes, pero éstas en el Estado capitalista formalmente son universales y no diferenciadoras; son las constructoras del espacio público, universal por excelencia, “esencia sin existencia”, que decía Marx; son la negación de la diferencia, relegada a la privacidad, “existencia sin esencia”.

El problema, pues, es pensar las “marcas” de la dominación. Por eso he insistido en que en la constitución de la izquierda cuenta más la consciencia. El efecto de la dominación es más sutil y diferenciado: dominación de los pueblos, de los grupos étnicos o religiosos, de género…; de los vencidos, de las ideologías… La consciencia de la dominación, incluso, puede provenir por mediación de la religión o la consciencia ética, o percepciones estéticas… Por exclusión del otro, por injusticias en los otros… Claro, las marcas de la dominación son más difusas, y no aparecen en el nacimiento, aunque pueden aparecer por consciencia de hechos pasados, en el pasado…


S5. “La diferenciación que estableces entre “izquierda” y “clase” es sin duda sugerente, pero no la veo del todo clara. Has recurrido a dos determinaciones distintas pero ligadas, la dominación y la explotación. Creo que sí, que normalmente las distinguimos, son intuitivamente distintas, aunque tan ligadas que a mí me parecen inseparables. Lo que yo te pregunto es si consideras que entre ambas determinaciones hay jerarquía, si una está subordinada a la otra. Y, claro, si entre la clase y la izquierda hay dependencia, y en qué sentido, pues la relación estrecha parece obvia”.

R5. Entiendo que no te parezca clara, pues tampoco estoy del todo satisfecho. Intuyo la diferencia y trato de expresarla conceptualmente; tal vez quede trabajo por hacer en ese sentido. Creo que la distinción, aunque resulte insuficiente, es válida; y además es objetiva y metodológicamente necesaria. Eso es lo importante, pues las carencias pueden corregirse, ganar precisión, obtener mejores resultados. Hay que insistir en esa línea. De entrada, me parece que la dominación es una relación más amplia que la explotación, pues soy capaz de imaginar un orden social sin explotación −al menos en sentido económico, que es el relevante para esta distinción−, pero no puedo pensar un orden social sin dominación. Creo que Foucault tenía razón: el poder, otro nombre de la dominación, es intrínseco a las relaciones sociales, e incluso a las relaciones humanas (interindividuales, íntimas). Por tanto, considero correcto concluir que no hay explotación sin dominación, pero sí a la inversa.

Eso no debe llevarnos a la salida fácil de pensar la explotación como una variante o modalidad de la dominación; o a defender que, por consiguiente, acabar con la explotación no es un hecho significativo, puesto que permanece la dominación. Las cosas son más complejas, las formas de dominación son muy variadas y la que puede apoyarse en la explotación es especialmente insoportable, pues apropiarse del trabajo de otro es robarle vida; por eso, la lucha contra la explotación, de la izquierda o de la clase, suele estar a la orden del día. La relación es tan estrecha e indisoluble, que incluso separarlas para el análisis nos causa extrañeza, oponemos resistencia.

No obstante, contestando a tus preguntas, no sabría argumentar una jerarquía o dominancia de una u otra relación; ni establecer su orden lógico. Fíjate, en el capitalismo no hay duda de que la explotación está en la base de la dominación, y hay que recordar siempre que en el orden capitalista la génesis de la dominación, con metamorfosis sutiles y variadas, suele hacerse para mantener o intensificar la explotación, subordinada a ella y a su servicio; pero en cambio reconocemos que en el origen del capitalismo, como condición de posibilidad del mismo, hay un acto de violencia, en la previa separación del trabajador de sus medios de trabajo.

Ahora bien, pensado el origen, la explotación se sitúa en el puesto de mando. No digo que no haya excepciones, que no haya “represión innecesaria”, pero el objetivo oculto es casi siempre la reproducción del capital, que pasa por la apropiación de la fuerza de trabajo −al fin fuerza de vida− de los otros. De ahí que el orden del capital, en su actual debilidad, pueda ir metamorfoseando sus formas de dominación, cediendo terreno el castigo eficientemente desplazado y sustituido por la vigilancia, por el control, la sociedad será cada vez más liberalizada, más tolerante, menos normalizada, incluso más espontánea, pero siempre con la línea roja de que no ponga en cuestión o estreche en exceso las condiciones de la apropiación del valor.

Por último, la relación entre la clase y la izquierda. He tratado de mantener la diferencia, creo que la objetividad lo exige. Y he tratado de dar relevancia a la izquierda −a ella estaba dedicada la reflexión− sin entrar en juicios de valor. De todas maneras, renunciando a cualquier jerarquización, aprovecho para lanzar dos ideas “fuera de texto”, provocadoras, que delinean una posición que algún día habremos de debatir: una, en nuestro tiempo la clase necesita cada vez más de la izquierda, y la izquierda cada vez menos de la clase; otra, en nuestro tiempo la clase aporta cada vez menos a la izquierda y la izquierda cada vez más a la clase.

No puedo entrar en su desarrollo, pero señalo unas líneas de reflexión para pensar esta cuestión: las clases parecen desperfilarse en esta fase −tal vez post− del capitalismo; allí donde el capital ha desarrollado su enorme potencial productivo, la explotación se tolera bien por amplias capas de trabajadores asalariados; la dominación tiende a ejercerse en figuras ligeras pero eficientes; vamos entrando en una fase del orden del capital en la que las clases pierden presencia y la izquierda gana peso… Sí, es así, basta analizar el lenguaje de las fuerzas sociales, de la clase y de la izquierda, pues el lenguaje es la ventana por donde se deja ver el concepto, y éste, no lo olvidemos, es el modo de ser −de pensar, de sentir, de querer, de valorar, de proyectarse− de la clase y de la izquierda. Escuchemos ese lenguaje y acerquémonos a su ser, a lo que ahora son, en tiempo real, no a lo que ahora deben ser de acuerdo con los tiempos de la historia cosmopolita.


S6. “Parece que distingues entre individuos de izquierda y organizaciones de izquierda. No me ha quedado claro si con el concepto de izquierda que propones o defiendes se puede ser de izquierda en un partido digamos obrero, o leninista, y también en uno socialista, o socialdemócrata. Tampoco me queda claro si un partido de izquierda en la oposición puede seguir siéndolo en el gobierno. No veo claridad y no me parece que haya coherencia. Quiero decir, ¿puede un individuo ser de izquierda sin militar en algún partido?, ¿cuáles son de izquierda y cuáles no? Si ser de izquierda implica estar en la oposición, ¿no puede haber un Gobierno de izquierda? Veo ambigüedades y cosas que no me encajan”.

R6. Creo que la izquierda y la clase son dos sujetos colectivos, objetivamente determinados; en ambos casos, una parte de la población diferenciada, un conjunto conexionado de individuos; en ambos casos son éstos los que ponen la subjetividad, mediante la consciencia. Un individuo pertenece a la determinación, a la parte de la población determinada, como cosa, como elemento constitutivo; pero en tanto la clase o la izquierda exigen además la consciencia para ser “sujetos colectivos", y ésta sólo la aportan los seres humanos, esta condición les hace ser elementos constituyentes. Por tanto, los individuos humanos son constitutivos y constituyentes de la clase y de la izquierda. Podemos, pues, pensar la izquierda como conjuntos de individuos vistos cada uno como ser ahí, en su nuda presencia, mera pertenencia a ésta, o pensar la izquierda como producto social, construida, compuesta o generada por la asociación de aquéllos. En una ontología dialéctica los lugares de partida y las direcciones del análisis y la descripción no son absolutos, no están preestablecidos, no forman parte de la cosa; son relativos a los aspectos que buscamos desvelar o clarificar, o de los conocimientos que permitan tenerlas a mano.

Clarificado este punto, vamos a tus preguntas. Ciertamente, tienes razón, he dado muy poca presencia en el ensayo a las organizaciones políticas, no obstante ser mediaciones prácticas insustituibles entre el individuo de izquierda y la izquierda. Tal vez pudiera justificarlo en que este ensayo es consciente y voluntariamente filosófico, centrado en la relación directa entre el individuo (el hombre) y el universal (la izquierda); no obstante, es una carencia, un agujero que tapar. Habremos de hacerlo algún día, te animo a iniciar la tarea.

Por otro lado, en las escasas referencias al problema sugerí una tesis que considero importante. El partido es una mediación, y como tal es a la vez una condición de posibilidad −hace posible a la izquierda que lleve a cabo con efectividad su función anticapitalista− y un obstáculo −que exige a la consciencia y la voluntad individual límites, subordinaciones, concesiones−. Estos obstáculos suelen enfatizarse subjetivamente en la crítica a los partidos, hoy excesiva y sospechosa (burocratización, clientelismo, profesionalización, corrupción…), pero, aparte de separar el grano de la paja, deberíamos tener en cuenta que ser de izquierda de forma efectiva, no en el imaginario, requiere de “armas" −Marx decía “armas de la crítica” y “crítica de las armas”−, de instrumentos, de organización, como todo trabajo colectivo.

Como respuestas telegráficas (e inseguras) a tus preguntas directas, creo que sí, que un individuo puede ser de izquierda sin militar en algún partido, pero dudo de su eficiencia; aunque como militante tenga que subsumir su ser de izquierda en el de la organización, tal vez su ser (individual) de izquierda se verá potenciado en el del colectivo. ¿En cuál de ellos?, preguntas. Respuesta tautológica: en el más de izquierda, pero no te fíes de los nombres. Como ves, intento darte respuestas concretas y no lo logro. Considero que cada uno ha de encontrar la mayor eficiencia de su posición de izquierda, la manera más racional de acelerar la vida del capital, y para ello hacer las opciones que estén a su alcance que mejor se presten a ello; sin catecismo de guía.

En cuanto a la legitimidad de un Gobierno de izquierda, desde un concepto en que ésta se define como oposición, por su función de negación, negándose “qua izquierda”, como función propia, la de construir un nuevo orden −tarea en la que legítimamente participaran sus miembros “qua gente decente"−, la verdad es que el concepto, su coherencia nos lo exige. Puede disgustar o inquietar, pero es un corolario que no sabría borrar del texto. Podemos, no obstante, considerar un Gobierno legítimamente de izquierda, con la llegada de la izquierda al poder, en tanto se mantienen condiciones internas y geopolíticas de hegemonía del capital y esa izquierda en el Gobierno, con nuevos instrumentos y objetivos, sigue su lucha contra el capital; en tanto sigue combatiendo al capital y usa el poder del Estado para finalizar su tarea de oposición y permitir y favorecer que la gente decente que lo sufre vaya construyendo su orden alternativo. Pero sería sospechoso, y peligroso, que una izquierda en el poder fuera más allá de esa función de limpiar el país de restos y obstáculos capitalistas que permitieran al pueblo autodeterminarse. No es la izquierda, ni siquiera en su forma organizada de partido –al fin parte y particular− quien ha de construir el orden social alternativo, sino el pueblo en su totalidad; y de ese nuevo orden, desde sus inicios, surgirá una nueva izquierda frente a la dominación que inexorablemente contiene.

Cuando esos límites se sobrepasan −y suele hacerse, a juzgar por las revoluciones triunfantes que conocemos−, dado que las izquierdas organizadas o fracciones de las mismas que han encabezado la lucha y propiciado el “asalto al Palacio de Invierno" son organizaciones o partidos con fines, programas y estrategias ya fijados −mostrando así que no eran solo “oposición” sino “alternativas positivas”, o sea, eran creyentes de una fe, eran ya un ejército de salvación, convencidos defensores de otro orden de dominación, de otra forma de poder aunque en abstracto fuera muy atractivo−, aunque construyan un paraíso en nombre del pueblo reproducen la dominación en un orden nuevo. No lo dudo, con buena fe, y al menos en principio, en el ideal, más justo y más humano; pero ese nuevo big-bang reproduce inexorablemente el mal en la forma. También la burguesía −el capitalismo desclasado de hoy no− hizo en su día su revolución en el nombre del pueblo. Poco más de medio siglo después lo había olvidado o se había arrepentido. Y sólo le preocupaba reproducir su posición en las relaciones de producción y dominación. El principio spinoziano de “perseverar en el ser” se cumple casi siempre, sobre todo en quienes pertenecen a los de arriba, o a la derecha. Y la figura imposible de izquierda triunfadora es muy atractiva; la historia nos ofrece páginas ejemplares al respecto.

Imagino tu desencanto. Nos gustaría ver una izquierda triunfadora, y nos representamos la victoria como la destrucción del viejo y la construcción de lo nuevo, como la realización del ideal que nos alimentó y guio en la lucha contra la dominación. Lo entiendo, es difícil entusiasmarnos con un proyecto cuya victoria es el final, la pérdida del ser, la muerte; de ahí la fatal tendencia a esa pseudo-transustanciación en izquierda victoriosa que ejerce el poder en el nuevo orden social. Digo “fatal” porque las diversas experiencias han minado sin piedad la voluntad de poder de la izquierda.

Pero la verdad suele ser menos dramática; al fin, si la lucha de la izquierda es bella se debe a que esa idea nos define como seres humanos, que queremos justicia en igualdad. Y quienes se liberan y triunfan con el fin de la liberación no son los individuos en tanto seres de izquierda, sino en tanto seres humanos decentes. Agustín de Hipona decía que podíamos −debíamos− vivir en dos ciudades, una especie de doble ciudadanía; sugiero que lo pensemos así, que asumamos esa doble pertenencia, la de ser de izquierda y la de ser gente decente. Al fin, si me permites una licencia, no veo nada más decente bajo la dominación que ser de izquierda, y no veo mejor final de la izquierda que hacer posible que la gente decente se gobierne por sí misma. Todo queda en casa.


S7. Me ha sorprendido que uses con cierta frecuencia la expresión “voluntad de poder”. Ya sé que en otros escritos sobre Nietzsche has argumentado un uso de ella distinto al habitual, que a mí me parece poco nietzscheano. Pero me sorprende encontrarlo aquí, describiendo a la izquierda, como un rasgo suyo, que incluso ves con simpatía… No sé, me descoloca un poco.

R7. Entiendo que pueda sorprenderte el uso que hago de “voluntad de poder”. Creo que con ese significado se interpreta mejor el pensamiento nietzscheano, pero, aunque así no fuera, me parece que con el contenido semántico que le cargo resulta un concepto hermenéuticamente potente para comprender muchos aspectos de la vida social, de la historia de los hombres; y creo que también es útil para pensar la izquierda, que es parte integrante de la sociedad y de la vida humana. En concreto, pienso que la perspectiva histórica de la izquierda se esclarece viéndola como “voluntad de ser”, entendiendo su lucha como necesidad de ser −necesidad objetiva, lucha por su existencia, por una vida digna y decente−. Al fin la izquierda, como la clase, es empíricamente una parte de la población a la que el orden del capital le ha asignado un lugar de subordinación, de indigencia, carente de humanidad plena, lo cual la condena a negarse y transcenderse. Entiendo que ese enfoque aporta objetividad y materialidad a su concepto. Además, puesto que la voluntad de poder lleva una curva sinuosa, con cimas de entusiasmo y valles de nostalgia y depresión, nos permite comprender mejor las “derrotas” y las maneras de vivirla, como he intentado describir.

En el fondo podríamos ir más lejos, estrujar más el concepto de “voluntad de poder”, relacionándolo con el nihilismo y las formas de nihilismo. La “derrota” de la izquierda tiene mucho que ver con el nihilismo psicológico, el que corresponde a la consciencia de “no hay nada que hacer”, “al final todo es lo mismo”, nos hemos quedado sin dioses, sin valores, sin esperanzas…, todo dominado por el nuevo Moloch, por el monstruo sin alma del Capital. El nihilismo aparece ahí, en la debilidad de la voluntad de ser −de poder, de poder ser− de la izquierda. Pero también hace acto de presencia en los momentos de fuerza y entusiasmo de la voluntad de poder, cuando la consciencia tiene en su mano metafísicas, relatos, ideologías, cosmovisiones que le garantizan la verdad, la distinción entre el bien y el mal, y potencia su esperanza de una victoria final, con reconciliación y unidad social. Esa forma de nihilismo que Nietzsche y Heidegger sitúan en la metafísica, un monstruo pérfido y engañoso que engaña a los hombres haciéndoles felices, poniendo a su disposición los criterios de verdad, de justicia y de virtud, permitiéndoles sentirse fuertes y amos. Claro, todo en la ficción, en una farsa perversa, pues ese mundo de la metafísica que psicológicamente supera el nihilismo es el mundo de la nada, vacío de realidad empírica, mera ficción del sujeto para poder cubrir su impotencia −la debilidad de fondo de su voluntad de poder− y así soportar sus miedos. Esas dos figuras del nihilismo, el psicológico y el metafísico, entre las que el ser humano ha de tejer su existencia, nos ofrecen una perspectiva fecunda para pensar la izquierda, para rastrear nuevos aspectos de su realidad, pues también ella parece oscilar entre esas dos negaciones de sí, como si huyera de sí misma, dificultando la posibilidad de encontrar su concepto. Por eso he echado mano de la expresión nietzscheana, si quieres maquillada; al fin no la uso por rendir culto a Nietzsche, sino porque me parece útil a mi empeño.


S8. “Dices que la izquierda habla el lenguaje del enemigo. Entiendo que quieres decir que ya no habla en marxismo-leninismo, eso es obvio. La cuestión es que yo veo que habla el lenguaje del pueblo, y de los trabajadores, que no leen a Marx, ni a Trotsky, ni a Mao. ¿No has pensado que el lenguaje que habla es simplemente el de su época?”.

R8. Sin duda habla el de su época, nadie salta sobre su sombra; pero la pregunta es quién elabora, gestiona e impone ese lenguaje. El lenguaje es fruto de la acumulación histórica de léxico, cada época hace su aportación, sea con nuevos vocablos, sea en nuevos usos de los anteriores, variando su semántica e incluso su sintaxis, cada cosa a su ritmo. Esos cambios responden a las diversas necesidades, son respuestas a las mismas; así se desarrolla el lenguaje de las ciencias y el lenguaje común, perfeccionándose, adecuándose a la evolución de las relaciones humanas con la naturaleza, a sus cambios de vida. Visto así, el lenguaje como instrumento, como medio, en el trabajo, en la sociabilidad, en el comercio, en la creación, en la expresión de sentimientos y pasiones, en la batalla por la hegemonía social y política… es un objeto de deseo. Se combate por su posesión, por controlarlo, por construirlo adecuado a las necesidades y posiciones particulares de los grupos de población diferenciados; se lucha por dirigir su desarrollo, por imponer el propio, el apropiado al lugar y función, al posicionamiento económico, político, ético o religioso. En gran medida el lenguaje es efecto directo e indirecto de las confrontaciones sociales; su desarrollo expresa esas luchas, la evolución y cambio de las formas de hegemonía, la fuerza de las clases, sectores y grupos sociales.

Por tanto, acepto que en general la izquierda como sujeto social habla el léxico de la época; lo usa y contribuye más o menos a su producción, y en el “más o menos” radica la cuestión que aquí nos preocupa. Hay momentos que impone más el suyo, se muestra más creativa y con más potencia para orientar la semántica del vocabulario histórico. No me detendré en ejemplos, pero todos recordamos momentos de hegemonía neta del “lenguaje revolucionario”, todos conocemos su significado. Un lenguaje no sólo innovador, capaz de constituir una exitosa ciencia de la sociedad potente −“socialismo científico”, “materialismo histórico”−, e incluso, aunque con menos acierto y éxito, de disputarle a la ontología clásica su hegemonía, con la ontología propia del “materialismo dialéctico”. No me importa ahora la verdad o validez de estas construcciones científicas o filosóficas, sólo pretendo ilustrar que ha habido épocas en que la izquierda pisaba fuerte en el dominio del lenguaje, luchaba y en gran medida conseguía un lenguaje propio; y era consciente de que esa batalla por el lenguaje era genuinamente anticapitalista, pues desafiaba al lenguaje del capital, espejo en el que se veía, reconocía, legitimaba y reproducía; y porque se liberaba de ese espejo y lo sustituía por otro propio, hecho también para reconocerse, legitimarse y construirse a sí misma.

No. No estoy añorando esa “jerga”, como se denomina ahora con desprecio; hoy sería en gran medida anacrónica, las condiciones y necesidades han cambiado y el lenguaje lo ha hecho a su ritmo. Y en su evolución suele ir dejando en la cuneta ciencias, teorías, doctrinas, ideologías, relatos, jergas políticas, religiosas o artísticas, que en su momento tuvieron relevancia, cierta incidencia, y que alguna huella dejaron en el acervo del cuerpo común. Por tanto, no añoro aquella “jerga” como instrumento perdido a recuperar; lo que sí añoro es aquel momento en que la izquierda fue capaz de tener su jerga, de presentarla en sociedad, de extender su uso, incluso de intimidar y generar “miedo”. Sí, lo que añoro es aquella voluntad de poder que, aunque al desviarse hacia la izquierda cuando el estatu quo declinaba a la derecha conseguía mantener su presencia, conseguía ser, pues se hacía sentir. Hoy añoro esa voluntad de poder ausente, y veo en la desaparición de un lenguaje propio –no de su “jerga” de ayer, sino de una propia entre las diversas que se disputan hoy la escena− el síntoma de esa ausencia que la lleva a habar el lenguaje del enemigo.

Prácticamente estoy hablando del léxico, pero en realidad el lenguaje es más que el vocabulario, e incluso más que la semántica; al menos en el sentido en que aquí lo he usado el lenguaje incluye la ideología y la ontología, elementos nada inocentes, es una manera de pensar, de sentir y querer la vida. Tanto es así que el problema que he intentado subrayar al decir que “la izquierda habla el lenguaje del enemigo” me preocupa en realidad menos en el aspecto comentado, referido al abandono de la retórica del socialismo revolucionario, que a la pérdida de su consciencia, de su saber, que se objetivan en el lenguaje; me preocupa más, insisto, la enajenación de su consciencia, “enajenación” o alienación en sentido literal, como consciencia colonizada por la del enemigo, como pensamiento y voluntad secuestrados y subsumidos por y para el enemigo.


S9. “Has insistido mucho en la pérdida del lenguaje propio como una manifestación o síntoma de la crisis de la izquierda. Estoy de acuerdo en el hecho, en la descripción de la realidad; es así, pero ¿no crees que un lenguaje propio, en definitiva “privado”, puede ser sectario, y en todo caso subjetivo? ¿No es contradictorio con tu defensa del objetivismo en el concepto?”

R9. A ver, yo he insistido mucho en que nos hacemos a nosotros mismos; ésta es la idea que trato de defender, la de una izquierda que ha de asumir la tarea de producirse a sí misma como realidad, tarea que incluye la elaboración de su concepto. Ésa es la idea principal. Cuando he enfatizado que la izquierda real incluye la consciencia como elemento constitutivo y constituyente, es por eso; cuando insisto en las máximas de “conocerse a sí misma” y “producirse a sí misma”, apunto en la misma dirección. Pues bien, esa tarea de producción de consciencia se manifiesta objetivamente en el lenguaje, en la creación de un lenguaje adecuado a nuestra relación con el mundo. Éste ha de ser propio, sí, aunque no creo que tal rasgo signifique o implique su privacidad. El lenguaje es la casa del ser, decía Heidegger, con una metáfora que aspira a ser concepto. Una “casa”, en el sentido del oikos clásico, es siempre signo de una forma de vida, espiritual y material, que inmediatamente evoca el contexto, las condiciones de existencia, la red de relaciones, el comercio y el poder; en definitiva, el orden social. El iglú, el hórreo, el palafito, la granja, la hacienda, la masía, la dacha, el château, el caserío (baserri), el cortijo, el palacio, el convento… evocan formas de vida económica y social, incluso diversidad ética y estética. Individualidad de los referentes, sin dudas, pero a través de los nombres. Somos un poco “ser de palabra”, como decía el profesor José María Valverde; de palabras y silencios. Sin palabras se nos escapa la diferencia, y al mismo tiempo la identidad, al fin construida por acumulación de diferencias.

El esquimal distingue decenas de tonos blancos porque tiene palabras para los mismos; toda ciencia, religión, filosofía o arte ha conseguido instituirse, consolidarse y avanzar mediante la producción de recursos expresivos propios, particulares, creando su propio lenguaje, su propia “jerga”. Hasta el capital sabe que además de “medios de vida” −objetos de consumo directo−, ha de producir “medios de producción”. La izquierda permanecerá indigente y difusa mientras no consiga producir sus armas con las que producirse y cumplir su función negadora del capital, y estas armas son su lenguaje. En el siglo XVIII se inició esa tarea entre los socialistas de diversas familias; el marxismo aportó todo un léxico, que además de su utilidad en el plano cognitivo, del conocimiento de la realidad social y de las luchas sociales, sirvió para generar identidad, autoconsciencia, a las clases trabajadoras y a la izquierda. Pues bien, ese lenguaje ha sido desguazado en las últimas décadas, como en su tiempo lo fue la vieja manufactura; pero, a diferencia del capital, que sólo relegó esta base material cuando dispuso de otras tecnologías más eficaces, la izquierda lo ha hecho previamente y sin sustituto, adoptando un lenguaje que no favorece su función. Tal vez deberíamos aplicarnos el mismo criterio, aunque sea concediendo al capital su maestría en la gestión de la utilidad.


S10. “Me consta que te han interesado siempre los problemas relacionados con la “alienación”, desde tus primeras publicaciones; últimamente te has preocupado más por la “subsunción”. En este texto sobre la izquierda vuelve a aparecer el problema de la consciencia, y a veces la lucha de la izquierda contra el capital parece rememorar la dialéctica entre el amo y el siervo. ¿Esta continuidad significa que sigues minando en el “joven Marx”? De hecho, tú también coqueteas y mucho con la retórica hegeliana, especialmente el juego “en sí” y “para sí”, que estructura el movimiento de la consciencia.

R10. Comenzaré por lo del “coqueteo”. Ya sé que te refieres al uso por Marx de la “jerga” hegeliana… La verdad es que estoy convencido de que Marx, que comenzó hegeliano, acabó siendo menos antihegeliano de lo que en algunos momentos confiesa, y sin duda mucho menos de lo que la tradición le atribuye. Pero eso es una percepción mía, nada más. Lo cierto es que yo no coqueteo con Hegel; si recurro a su léxico, es porque lo considero hermenéuticamente potente; a mi entender, es más fecundo que los esquemas fenomenológicos y positivistas, o que la retórica del acontecimiento y la contingencia. Insisto, su aparato conceptual es hermenéuticamente poderoso, lo que no implica asumir toda su ontología. En realidad, intento usar ese instrumental en una ontología materialista, en sentido “práxico”. Creo que aporta una estimable ayuda a mi objetivo. Compartí mucho tiempo el antihegelianismo de la tradición marxista; ahora pienso creo que estaba condicionado por una desenfocada lectura de Hegel. En aquellas décadas mi lectura tenía otro destino. Quería intervenir en la transformación del mundo de manera inmediata, pues la comprensión del mismo surgiría en y de la praxis; ahora me inclino por considerar errónea aquella posición. Hoy pienso que vale la pena en sí mismo comprender el mundo, y que esa comprensión es una buena preparación para su trasformación, cuando llegue el momento, y una buena manera de resistir sin desertar mientras el cambio no llega. Hegel ayudó a Marx en esa situación, lo sabemos. E incluso a Lenin, que en sus Cuadernos filosóficos nos muestra que aprovechó el tiempo de espera; y bien aprovechado, por cierto, pues su lectura es interesante y peculiar, sin duda con más valor filosófico que su otra obra de filosofía, Materialismo y empiriocriticismo, que no perseguía la comprensión del mundo en tiempo de espera, sino que era una lucha militante en la teoría, lucha de clases en la filosofía.

Vayamos a la cuestión de fondo que planteas. Como vengo diciendo, el síntoma de la derrota de la izquierda es que ve, habla, siente, escribe y piensa poseída por la derecha, con su lenguaje, sus ideas y sus gestos; el síntoma, pues, yace en que sufre el dominio de la ideología dominante. Sí, eso es “enajenación” de manual; y sí, esa situación es “subsunción”. Por tanto, apuntas bien al señalar que el problema está en la consciencia, y no en el otro elemento constituyente de la izquierda, la determinación social, pues la dominación se manifiesta clara y potente en sus metamorfosis. Cuando hablaba de la pérdida del lenguaje propio incluía la pérdida de consciencia propia, la pérdida de autoconsciencia; en el ámbito del lenguaje y del pensamiento la izquierda está tan subordinada como en el político y el económico. No tenemos un discurso propio, pues el discurso crítico, por radical que sea, no es necesariamente oposición de izquierda, enfocado a la negación del orden social, a la supresión de su dominación; por el contrario, suele ser oposición de amigo, orientado a las reformas que perpetúen esa dominación.

El dominio del discurso por la derecha se manifiesta de formas diversas, pero siempre con el mismo significado: refleja la presencia hegemónica en ese ámbito de las clases dominantes, y en gran medida un modo de identificarse como dominantes. Nada más fácil de mostrarlo que rastreando sus huellas en el vocabulario corriente al describir y valorar las situaciones sociales. Permitidme nombrar un par de casos, cercanos a nuestros espacios de vida. Posiblemente muchos hayáis sentido vergüenza, como yo, en boca de respetables autoridades académicas, muchas con pedigrí de izquierda, hablar de la marca UB. Una institución con más de medio milenio de existencia dedicada a la producción y difusión del saber, a formar hombres con tête et coeur, como decía Diderot, y que ahora gusta presentarse como marca; se quiere a sí misma y se reconoce buena y bella como marca comercial. No entro en la inocencia de los sujetos que usan ese vocabulario; digo sencillamente que las palabras no son inocentes, y que identificar una universidad como “marca” de mercado refiere a una concepción de la misma coherente con el orden del capital, pero no con el de la izquierda.

El otro caso es semejante, pero aún más explícito. En los últimos años, y ante las carencias de financiación de las universidades y su derivada, el encarecimiento de las matrículas, hemos podido escuchar en las reivindicaciones de la izquierda estudiantil el contundente argumento “la educación no es un gasto, es una inversión”. Contundente y válido, sin duda, si se enuncia en un ámbito mercantil capitalista y se dirige a sus gestores, pues expresa la contradicción entre las razones y valores canónicos en ese ámbito y su no aplicación en la docencia e investigación universitaria. Pero que, a mi entender, no expresa la posición autónoma de una izquierda consciente, cuya oposición quedaría mucho mejor recogida en mensajes como “la educación no es gasto ni inversión, es un derecho”. Pues ahí, en esa pequeña y olvidada diferencia, aparece el síntoma de la ausencia de la izquierda, de su pérdida de del ser.

Conocéis estos hechos locales y familiares, no me detengo más en ellos. Lo dicho basta como ejemplo de lo que considero una tendencia general de nuestro tiempo, en que la izquierda ha sido arrastrada a la ontología de la subjetivación del mundo, y en consecuencia ha pasado a pensar en el lenguaje de su enemigo. Nada extraño, pues un mundo subjetivado es un producto del capitalismo, que lo hace posible y le es necesario para su reproducción. Aunque Heidegger fuera un nazi, pensaba, y pensaba con profundidad, y supo ver el capitalismo, nuestra época, como la época del subjetivismo, en la que el mundo es reducido a una representación del mundo, a un ser-para-el-sujeto. Una época en que nos gusta ser sujetos, y nos queremos sujetos, y nos relacionamos con los otros y con las cosas como sujetos.

Lo inquietante es que este triunfo absoluto del sujeto, que nos representa a nosotros mismos como señores de la naturaleza y de los dioses, sólo tiene lugar en el capitalismo y es la gran obra del capital: en ello le iba y le va su sobrevivencia y su hegemonía. Por eso cuando autores de la nueva izquierda dictan lo bueno y lo malo, dicen lo que debemos buscar y cómo hacerlo, y juzgan en base a la fidelidad con sus consignas, no hacen sino afianzar ese discurso en perspectiva de sujeto: debemos, podemos, ganemos, hagamos… Como en el fondo esa subjetividad del sujeto es débil, simulada, ilusoria, se busca una autoridad que apadrine, y se encuentra en Nietzsche, en el culto a la nietzscheana voluntad de poder. Claro está, adaptándola, contaminándola, vistiéndola del prosaico poder capitalista, identificándola a la voluntad de dominar el mundo. Al fin, si en nuestros tiempos capitalistas los sujetos se sienten capaces de destruir el planeta (a lo bruto, con bombas de mil tipos; en modo civilizado, desertificando los continentes y esquilmando los mares; y en versión sutil, transformando con ingeniería genética el ADN de las especies animales y vegetales), ¿cómo no creer en su capacidad y fuerza para crear una sociedad soñada? Todo es cuestión de “voluntad política”, oímos a políticos infatigables y a no menos infatigables críticos de los políticos. Todo es cuestión de querer, de subjetividad efectiva de sujeto patrón. El mundo es para-nosotros, incluso el ser del mundo no es otra cosa que nuestras representaciones del mismo.

En definitiva, entiendo que la forma de hablar y pensar de la izquierda en nuestros días no parece la propia de seres humanos que se saben y sienten dominados, humillados, oprimidos, dirigidos…; es propia de sujetos que, con sus particularidades y límites, forman el coro de voces que dirige Herr Kapital. Toda la experiencia histórica parece empeñada en mostrarnos que sólo en el capitalismo florece esta subjetividad capaz de verse a sí misma demiurgo de los dioses y del mundo. La subjetivación del mundo es una característica de nuestro tiempo, y no es nada sorprendente que en la izquierda también caigamos en su red.


S11. “Si lo entiendo bien, vienes a decir que toda revolución, todo cambio profundo del orden social, genera una nueva izquierda de modo semejante a como genera nuevas clases. ¿Quiere eso decir que la izquierda protagonista de una revolución no puede llevar a cabo la construcción de la nueva sociedad? ¿Quién haría de sujeto? ¿No se tendrían en cuenta su programa y sus objetivos? Es un poco extraño, ¿no te parece?”.

R11. Entiendo el problema que me planteas, y creo que no es extraño si se comparte la posición filosófica y se es coherente con ella. Hemos de recordar que en la perspectiva ontológica de este ensayo una revolución anticapitalista triunfante se queda sin capitalismo como enemigo, y como determinante del orden social; en consecuencia, se queda simultáneamente sin la izquierda anticapitalista. Con el capitalismo se extingue todo elemento anticapitalista, o sería meramente residual, y perdería su sentido. Por tanto, hemos de asumir que la izquierda anticapitalista desaparece con el capitalismo. Desaparece su determinación, pero no su base material, no los individuos que la componen; seguirá siendo sujeto, pero no ya anticapitalista. Y ese sujeto continuará haciendo de oposición, mutará a otro tipo de izquierda, enfrentada a otro tipo de dominación, o se incorporará a la defensa y construcción del nuevo orden, a su reproducción, no a su negación; por tanto, pasará a ejercer una función conservadora, hegemónica, ejerciendo la dominación, enfrentada a la nueva izquierda. Entiendo que ese sujeto de izquierda anticapitalista, psicológicamente identificado con su función, que en su negación real de la dominación capitalista rechazaba simbólicamente todo tipo de dominación, y sociológicamente identificado con su posición, que legitimada y embellecida afecta al nombre, tal que “izquierda” pasa a significar defensa de la justicia, la dignidad y los derechos de los débiles; en esas condiciones, digo, entiendo que la izquierda de ayer hoy en el poder se resista a desaparecer, quiera perseverar en el ser, en su ser izquierda, y aunque la función ya no puede ser la negación, sino la inversa, pretenda conservar el título que se ganó justamente en el campo de batalla y seguir siendo “la izquierda”, cosificando lo que sólo puede ser una relación, una función. De ahí que, en los casos empíricos que conocemos, casi siempre el resultado ha sido su fraccionamiento sociológico, ideológico y con frecuencia político, pasando de amigos a enemigos.

En todo caso, en la transición siempre hay confusión, pero el proceso histórico irá consumando las mutaciones y al final cada cual se encontrará en su lugar. .Convendría recordar también que en el nuevo orden seguirá habiendo desigualdad, jerarquía, injusticia… en la cantidad y cualidad que sea, y por tanto dominación. En coherencia podemos asumir que aparecerá otra izquierda, con marcas nuevas, con heridas nuevas, y por tanto con funciones nuevas y armas nuevas. Fracciones sociológicas de la “desaparecida” izquierda anticapitalista podrán sumarse metamorfoseadas a esa nueva posición, pero he de insistir en que se tratará ya de una nueva izquierda, a pesar de que sociológicamente arrastre el pasado en su alma.

Conforme a lo dicho, el proceso revolucionario que acaba con una estructura de clases acaba también con la estructura de adscripciones políticas; con la revolución el reloj se pone a cero en la producción y en la política, en la explotación y en la dominación; se da comienzo a un nuevo tiempo y a unas nuevas relaciones y posiciones sociales (contando siempre con un tiempo de transición en que las determinaciones son imprecisas y la consciencia móvil). Aunque en la mente domine por inercia la vieja imagen, aunque en el imaginario sigan presentes y operativas las cosificaciones del pasado, al final del proceso de cambio revolucionario, si realmente es revolucionario, ha de haber negación, aniquilación, destrucción de las figuras del orden anterior. Tras una revolución –no de un simple cambio radical de gobierno que mantiene el espacio capitalista como dominante− la derecha sociológica de ayer suele oponerse al proceso. Podríamos decir que la “derecha sociológica” del capitalismo, la base social que alimentaba la derecha de ayer, será empujada a la oposición, a la resistencia contra el nuevo orden; se verá inmediatamente arrastrada a actuar formalmente como negación, en función objetiva de “izquierda” por reconquistar su función de derecha, pero tras la indeterminación de la transición, en que las determinaciones están muy afectadas por la subjetividad, por la historia que cada uno arrastra, los elementos sociales tenderán a reajustarse conforme a la lógica del nuevo big-bang, y “derecha” e “izquierda” pasarán a ser determinadas objetivamente por el nuevo orden hegemónico.

En definitiva, aunque el fetichismo lleve a las fuerzas revolucionarias en el poder a seguir viéndose y definiéndose de izquierdas, como si continuaran la tarea del pasado, su tarea de ayer, de hoy y de siempre −mostrando así que han dejado de reconocerse efectos de la historia para identificarse como esencias o modos de ser que transitan la historia, ayer en la oposición y hoy en el per−, lo correcto es pensar que han dejado de ser lo que eran. No entenderlo así lleva a muchos de los debates más confusos y estériles de nuestros días, como se aprecia en el protagonizado por Antonio Negri en torno al “poder constituyente”. Prolongar eternamente la función constituyente –como prolongar de por vida la adolescencia− es el modo de superar el pasado sin asumir el presente, la revolución sin la emancipación, las causas sin los efectos. En mi pueblo llamaban a esa pretensión gráficamente “repicar las campanas y estar en la procesión”, algo sólo asequible a los dioses y sus mensajeros.

Por tanto, las entidades sociales, las instituciones, como los mismos individuos, no son de izquierda o de derecha según su naturaleza ni según su profesión de fe, sino según su modo de ser establecido por su función social bien determinada y formalmente efectiva. Digo “por su función social determinada y formalmente efectiva” para enfatizar que la función está inscrita en la lógica del orden social dominante y que su efectividad no debe medirse por los resultados ocasionales; éstos están siempre afectados de contingencia y aquí no debe contar la “fortuna”, sólo la “virtù”, en vocabulario maquiaveliano. El ser de derecha o de izquierda, en el individuo y por analogía en las instituciones, deriva de su posición y su acción frente a la determinación que sufre en su existencia social en el orden del capital, en concreto, según se oponga o favorezca objetivamente a la valorización del capital. Y esta posición ante la determinación del capital incluye la consciencia: consciencia de la determinación y consciencia de su necesidad, así como de la necesidad de resistirla y enfrentarla. Aquí también vale referido a la izquierda aquello que antes decía de las clases: no hay izquierda sin determinación y sin consciencia de izquierda. O también: el ser (de izquierda) sin tener consciencia es inerte y ciego; tener consciencia (de izquierda) sin serlo, sin determinación social, es ilusorio y vacío.


S12. “No acabo de entender tu idea del “anticapitalismo”; cosa que contrasta con tu diáfana y simple descripción del capitalismo. Me gustaría saber si crees que la política socialdemócrata es anticapitalista. O sea, si consideras la socialdemocracia una fuerza de izquierda”.

R12. Mira, yo asumo mi cuota de responsabilidad en esa ambigüedad que señalas, y que ciertamente existe, al caracterizar la izquierda desde el anticapitalismo en abstracto; pero creo hay otra parte que no se debe a mis carencias, sino que proviene de algo intrínseco a la realidad, de las cosas y de las categorías con que las pensamos. “Socialdemocracia” suele usarse y entenderse como un término inmóvil que pretende significar una realidad móvil, un modo de ser definido y fijado. Podemos inventarnos otros nombres, uno para cada década y para cada país, y aun así se mantendrían los mismos problemas, tal vez un poco menos agravados. Y surgirían otros problemas hermenéuticos, de otra índole, pues la verdad es que para hablar, al menos en nuestra cultura, hoy necesitamos los universales. Por tanto, lo que debemos hacer y está a nuestro alcance es conseguir que bajo los términos lingüísticos o significantes congelados subsistan los significados o usos vivos, conectados a la realidad.

Ya sé que de la “socialdemocracia” del tiempo de Lenin a la actual las metamorfosis han sido tan profundas como las del mítico Glauco. Y que, en consecuencia, nos sentimos inclinados a pensar, y nos creemos autorizados a ello, que si la primera era genuina y apodícticamente anticapitalista la de nuestro tiempo ha cambiado desde el color obrero de la piel al rojo de su corazón. Pero ese argumento es metafísico y exquisitamente reaccionario, es el mismo que un reconocido catedrático de metafísica se empeñaba hace medio siglo en enseñarnos con la pasión y la retórica del creyente militante: “si Dios creó el mundo, éste en su origen era perfecto; en consecuencia, todo cambio es a peor". ¿No son obvias las consecuencias políticas de esa posición?

A lo nuestro. La socialdemocracia de hoy ha de ser analizada y valorada por su función actual, y de ahí debemos concluir si es o no anticapitalista, su forma de serlo y en qué medida y grado lo es. La valoración de su ser de izquierda debemos hacerla en las expresiones de su consciencia y en su praxis; debemos mirar en sus programas y en sus políticas su posición actual ante el mundo, ante las clases, ante los problemas sociales, y no sus diferencias abstractas con la de Lenin. Pues, al fin, el capitalismo de ayer no es el de hoy, y por tanto no pueden serlo las contradicciones y la manera de tratarlas, y tampoco las tácticas y formas de lucha.

Por ejemplo, en algún momento he comentado el caso hipotético de una organización política efectivamente de izquierda que accede al gobierno en un país capitalista; concretémoslo ahora en la socialdemocracia, de cualquier país. Tendrá ahí, ya no en la oposición sino en el ejercicio del poder, en esa nueva situación de hegemonía, la ocasión de mostrar su lealtad y coherencia con su posición histórica de oposición anticapitalista; será su hora de la verdad. Podrá jugar a horizontes largos, medios o cortos, pero será empíricamente como habrá de ganarse esa consideración de izquierda, como habrá de reproducirse en cuanto fuerza política de izquierda, ahora en el poder. Sí, es la hora de mostrar el ser que lleva dentro, de mostrar lo que es y lo que era. Estarás de acuerdo conmigo en que habitualmente en estas situaciones aparecen juegos de disfraces y mixtificaciones retóricas sospechosas; pero incluso bajo la sospecha, e incluso bajo la certeza, nosotros debemos exigirnos coherencia, pues el certum no es el verum, como decía Vico. Incluso si tras el análisis y la acumulación de experiencias llegamos a la conclusión de que la socialdemocracia no es lo que era, o que desde hace tiempo existió disfrazada −vaya, un “falso positivo” de los que hablábamos−, que no le queda nada de su pasado y ya es sólo una nueva forma de gestión del capitalismo…; aun así, digo, tendríamos que afinar el análisis y ver si su función consolida la vida del capital o la ralentiza y hace avanzar hacia su final. Es decir, habríamos de identificar, cuantificar y valorar bien sus efectos, queridos o no. Y hacerlo sin olvidar que hay muchas socialdemocracias, para todos los gustos; y que en algunas, que hasta apenas ayer fueron socialistas, se incluyen subjetividades diversas, que confluyen en el deseo de un capitalismo o lo que sea, con corazón y rostro humano, al servicio de la comunidad, y esa voluntad, aunque confusa e inconcreta, puede ser una fuerza ciega que en el conjunto juegue contra el capital.

Como sé que este asunto preocupa a muchas gentes, me extenderé un poco más. Creo que la consciencia anticapitalista, que también se mueve afectada por las metamorfosis del capital, presenta en su historia un momento relevante decisivo; un momento difuso, cubierto por una compleja batalla que parece estar ya en los orígenes del anticapitalismo. Me refiero a la histórica batalla −por la sociedad alternativa y por la estrategia para conseguirla− que poco a poco iría concretándose en dos posiciones enfrentadas, como si se bifurcara el camino en socialdemocracia y socialismo. Pues bien, a la hora de incorporar esa lucha al concepto de izquierda, si éste está claro se acentuará la distinción, incluso respetando las vías; si no lo está o si no se está por la labor de clarificarlo, se tenderá a la mixtificación, a ver la bifurcación como espejismo, como ilusión óptica.

El concepto actual de socialdemocracia, construido de manera empírica, de observaciones inmediatas del fenómeno, de la experiencia directa, parece poco dudoso: este orden político social nos aparece como gestión humana del capitalismo. Podrá alabarse su progresismo, su humanismo, su avance en seguridad y bienestar de las clases trabajadoras, pero todo eso cae dentro de la política de la decencia, de la ética humanitaria y/o humanista, que consideramos exterior al territorio de la izquierda. Quiero decir que esa opción, la socialdemocracia con vestuario actual, se muestra decente pero no anticapitalista; y, por tanto, no es razonable otorgarle el estatus de izquierda. Particularmente no siento rechazo alguno hacia la socialdemocracia; incluso creo que le debemos cierto reconocimiento ético, y por eso su idea me parece decente; pero ciertamente no parece ser izquierda actual, aunque así se llame y a veces presuma de ello.

La tendencia de la socialdemocracia a autoproclamarse de izquierda nos revela dos cosas. Una, cierta añoranza de su origen común con el socialismo, antes de la bifurcación; sin duda en las organizaciones socialdemócratas militan individuos socialistas stricto sensu, que mantienen viva en la idea la oposición al capitalismo, y cuya consciencia subsumida genera tensión y diversidad en su seno. Otra, el reconocimiento idealista de la izquierda como posición virtuosa, a imitar, a la que pertenecer, con la que identificarse; la pertenencia a la izquierda como manto de embellecimiento sustituto del socialismo, como legitimación menos densa, pretendidamente no capitalista pero tampoco anticapitalista.

El resultado es que la consciencia socialdemócrata, que parece haber heredado los restos del ideal socialista, encuentra en la identificación de izquierda, especificada como “izquierda democrática”, una forma de vivir del pasado negado, de la herencia épica de sus orígenes, de sus “mártires”, que los hubo, todo ello filtrado y actualizado para dar respuestas a otras necesidades y otros objetivos. Una consciencia social compleja y contradictoria, que el tiempo va decantando en una dirección, que ayer podíamos interpretar como identificación con un capitalismo de rostro humano, en una biopolítica del bienestar, y que tal vez hoy debamos ver como evolución hacia una nueva izquierda de un nuevo orden social postcapitalista. Perspectiva que aquí se nos escapa, y que tal vez sea pronto para consumarla, pero que si es así y cuando llegue el momento ayudará a comprender su confusión actual como fase de transición.

Regresando al presente, no debemos, pues, olvidar que la socialdemocracia aparece cuando el camino se bifurca y diverge del socialismo tras su trayecto común. En esa perspectiva, cuando esa fuerza de izquierda ha accedido al poder político –esa fuerza política ayer en la oposición y hoy en el gobierno–, conserva en su memoria y en sus gestos las marcas del pasado que posibilitan su posición de izquierda; al mismo tiempo, con el cambio en la subjetividad –expresado en la bifurcación, e incluso en la titubeante renuncia al nombre– anuncia su nueva situación, otra posición ante el mundo, otro tipo de enfrentamiento y negación de la positividad. En definitiva, anuncia una nueva práctica política orientada a negar algunas particularidades del capitalismo, pero no a la esencia del capital.

En esa situación, y contestando a la pregunta, creo formalmente que sí, que con la complejidad e incerteza de ese alma escindida, si las socialdemocracia accede al Gobierno de un país puede ser izquierda, seguir siendo izquierda; puede continuar su lucha con la prudencia, ritmos y límites que la situación requiera o le imponga; puede serlo si no olvida que la suya sigue siendo una lucha contra el capital, si no pierde de vista el horizonte de su disolución, si no deja de mirar a la otra orilla, la del socialismo. Sí; la socialdemocracia puede ser de izquierda si no abandona los objetivos finales, aunque ahora de manera inmediata sólo asuma las nuevas tareas que están a su alcance, que ahora le parecen cercanas. Esa fuerza política en el Gobierno, esa izquierda en el poder, con el poder añadido que presta el Gobierno, puede seguir siendo de izquierda si realmente lo era antes y se mantiene coherente con su concepto, o sea, si conserva los elementos contradictorios del momento de la bifurcación; en cambio, si con el cuerpo cansado y el alma espesa se aboca a la otra vía, a la socialdemocracia que niega su historia, seguirá teniendo futuro, tareas que hacer en la lucha por la decencia, pero habrá enterrado las armas con que enfrentarse al capitalismo, habrá renunciado a su condición de izquierda anticapitalista.


S13. “En varios momentos pareces lamentar que la izquierda defienda a las minorías, en vez de posicionarse siempre en defensa de los oprimidos en general. Ahora bien, la única opresión en general parece ser la económica, la explotación. Por tanto, silencias las otras. ¿No crees que las luchas feministas y homosexuales, luchas de género y de sexo, violencia machista, etc., son de izquierda? De otro modo, ¿crees que la izquierda anticapitalista no ha de asumir como suyas estas luchas?”.

R13. Yo no he querido centrar la reflexión en la relación de la izquierda con las minorías, tan diversas que requieren reflexiones particularizadas. Sólo he mencionado el problema un par de veces, y de un modo muy general, para subrayar la tendencia de la izquierda actual a desplazar lo universal por lo particular, lo que a mi entender implica una cierta inversión o desplazamiento de sus objetivos. Tendencia que considero contaminada por la ideología dominante, que la practica como dispositivo metodológico general y perverso. Por ejemplo, los derechos se declaran universales, pero luego se aplican bajo la particularidad. Recuerdo que Marx, ejerciendo de periodista, se burlaba de los representantes en la Dieta Renana de las capas burguesas ascendentes, que combatían la propiedad en su forma particular (propiedad de la tierra de la nobleza), para defenderla en su forma universal (que incluyera la propiedad burguesa de los medios de producción). Entendía Marx que de este modo la propiedad dejaba de ser fuente de privilegios para la nobleza y pasaba a ser fuente de privilegios para “todos”, para todos los dueños del capital en cualquiera de sus formas, un “todos” ciertamente reducido y selectivo, que no excluía ya por motivos de sangre, sino que ahora lo hacía por medios más sutiles. Pues bien, ahora parece que vamos en el sentido opuesto: hemos llegado –o estamos legando− al dominio de lo universal en el orden público –universalidad de la ley, de los derechos, de las obligaciones…−, pero en las políticas ese universal se restringe con acotaciones más o menos arbitrarias, más o menos conforme a la moral común. Yo no entro en esa casuística; sólo señalo esa tendencia, y señalo que pertenece a la lógica del capital, aunque la practique la izquierda. Y lo hago, claro está, para recordar que la función de la izquierda, conforme al concepto que argumento, no es la de una organización mundial de ONGs, ni una ONG mundial, que cure el mal en todas las partes del cuerpo. Ésa es tarea de la gente decente, y la izquierda forma parte de la gente decente, pero como sujeto definido tiene una función asignada. Eso es lo que he argumentado

Claro está, el concepto de izquierda aquí definido no está hecho desde la dominación en general, en abstracto, sino como dominación concreta del capital; por eso digo que la izquierda responde a una determinación socio económica más o menos encubierta; pongo el foco en el dominio que el capital ejerce en los distintos ámbitos, político, jurídico, religioso, cultural…, pero que todos ellos tienen como finalidad la reproducción del orden económico, la vida del capital como valor que se valoriza. Claro que en la sociedad capitalista hay otras formas de dominación, subsumidas en ella, y por tanto subordinadas al mismo fin; pero son dispositivos no genuinamente capitalistas, no creados en origen por el capital, con existencia no ligada a la del capital. El dominio sobre la mujer o sobre los homosexuales que mencionas son buenos ejemplos. Minorías muy mayoritarias, por cierto, y por eso he preferido hablar de “particularidad”. Esas formas de dominio las considero “particulares”, y responden a relaciones y determinaciones, estructurales o sobreestructurales, que transcienden el orden del capital. Es obvio que el “patriarcado” puede tener existencia en el capitalismo, pero no le es esencial ni exclusivo.

No digo que la izquierda no deba hacer suyas estas reivindicaciones de los diversos grupos sociales; al contrario, debe asumirlas porque, aunque no sean capitalistas en su esencia, están subsumidas en el capital que las usa adapta y subordina a su propia reproducción; por tanto, no pueden dejarse de lado desde posiciones anticapitalistas. Ahora bien, lo que no debería hacer la izquierda, pues equivaldría a banalizar o abandonar su objetivo, es debilitar y ocultar la determinación “universal”, que a mi entender es la que se da mediante el trabajo; determinación universal de la población trabajadora como sujeto universal, uniforme e igual, como “fuerza de trabajo”, haciendo abstracción de sus “particularidades”. En definitiva, lo que he defendido es que el objetivo esencial y universal de la izquierda es la emancipación del ser humano de la dominación mediante el trabajo; y que ese objetivo no debía oscurecerse o relegarse para dar entrada a otros particulares.

Contra esta perspectiva suele argumentarse en términos “primero soy mujer, luego trabajadora”, “primero soy homosexual, luego asalariado”. Es una argumentación formalmente semejante a “primero mi familia, luego los demás”, “primero mi nación, luego las otras”, “primero mi caja, luego la de Hacienda”. Lo único que puedo decir al respecto es que responden a ese elemento tan importante en la creación de las subjetividades, de los sujetos, que es la autoconsciencia. Estoy convencido de que, desarrollada ésta, condición de constitución de la izquierda, aparecerá la posición de izquierda y desaparecerán estos argumentos, dejando paso a aquéllos; se comprenderá que la división intrínseca al dominio de la particularidad no es sólo un obstáculo que hace imposible el objetivo universal de emancipación, sino una condena de la particularidad al victimismo permanente. Es mi convicción, claro, por eso no deslegitimo, sino que miro con nostalgia, cuando veo a la izquierda perder su perspectiva de universalidad.

Insisto, pues no quisiera dejar ambigua mi posición. No discuto que pueda hacerse el análisis social con la introducción de criterios taxonómicos distintos, sean cuales fueren, donde aparecen distintas diversidades de grupos sociales que la sociología estudia en sus proyectos. Evidentemente estos grupos sociales o minoría, de muy diversa índole, sufren la dominación capitalista en tanto que está en el orden del capital; pero muchas veces su origen y su solución trasciende ese orden. La izquierda puede y debe asumir sus reivindicaciones en tanto buena gente, y en tanto que su exclusión o sufrimientos concretos son aquí y ahora productos del capital; pero me parece que esa función de defensa de unas particularidades no debe hacerse relegando o silenciando el universal, el sufrimiento y la dominación común de los pueblos. Ése ha sido el objetivo de mi análisis: máxima preocupación por las “minorías” pero sin olvidar el “universal”, sin relegar el “común”. Hay organizaciones de izquierda que parecen haber olvidado palabras como “obrero”, “asalariados” o “clases populares”, sustituidos por una cada vez más larga lista de grupos sociales marginados u oprimidos, como si la explotación, el olvido o la exclusión no afectara al común de los pueblos.

Imaginemos, para proporcionar intuición al modelo, que el capitalismo instaura al mismo tiempo y sin jerarquía de hegemonía la condición de explotado del obrero asalariado y la condición de exclusión (jurídica, ideológica) del homosexual. Asumamos que las dos determinaciones aparecen en el mismo acto, con el mismo rango, igualmente identificadoras de la posición de izquierda. No obstante, como la explotación y la exclusión (la determinación social, antes de la consciencia y de la posición de valor) las ha puesto el capitalismo, la izquierda que genera será anticapitalista; al sufrir esa determinación, ambas figuras humanas quedarán objetivamente enfrentadas al capitalismo; serán, como digo, izquierda anticapitalista. Después, cada uno con su consciencia decidirá su posición de valor; si son coherentes con su ser social, ejercerán de izquierda; si no lo son, y optan por ser lo que quieren ser o lo que creen es bueno o correcto ser, cada cual ejercerá la función que decida. Ahora bien, la experiencia nos empuja a pensar que es más frecuente que un obrero asalariado, sea o no homosexual, opte por ejercer de izquierda que un homosexual empresario, que sin duda estará en la oposición a la dominación que se ejerce sobre su colectivo, pero que sólo en contados casos verá el mal en el capital; evidencia empírica o experiencia que sin duda no es definitiva, pero que es un signo del peso de la determinación socioeconómica.

La izquierda está contra el capital porque éste se halla en la base de todas las formas de dominación, de las propias y de las heredadas (a las que subsume y presta su toque de distinción); el hecho es que ser de izquierda según el concepto expuesto implica resistir y luchar contra el capital; y la lucha contra el capital ha de hacerse teniendo muy presente el trabajo, las condiciones de trabajo, o sea, el ser humano como “trabajador”, que en el capitalismo se concreta como “fuerza de trabajo”. Porque ni siquiera la dominación por el trabajo capitalista es del todo original, ya existía antes y existirá después, pero aquí la subsunción fue real, la transformación fue tan profunda que se puede hablar de una forma de trabajo nueva, genuinamente capitalista, a la medida de su esencia. Considerar al ser humano mero “trabajador”, o “siervo”, es una reducción que supone una dominación poderosa, pero considerar al trabajador mera “fuerza de trabajo” es una cosificación límite. Sólo su universalidad ayuda a ocultar su excepcionalidad, a que sea percibida como habitual y compatible con la condición humana.

Por eso el asalariado capitalista no es excluido del sistema; todo lo contrario, el capital vive de esa dominación. ¿Puede decirse lo mismo o algo semejante de la exclusión por la condición u opción sexual? Pienso que no, pues el capital no vive, no se alimenta de esas determinaciones; lo que no excluye que muchos miembros de esas y otras muchas minorías −diría que de todas ellas− sean de izquierda en tanto que tienen también la condición de trabajadores, y esta consciencia les lleve a ver su lucha particular indisolublemente unida a la universal de los trabajadores. Por mucho que se active en el capitalismo la lucha por los derechos sexuales, sólo circunstancialmente será anticapitalista; la minoría LGTBIQ+ es conceptualmente de izquierda en tanto se opone a la dominación y exclusión que sufre, izquierda que podríamos decir “circunstancial” o “contextualmente” anticapitalista; pero su negatividad no afecta al corazón del capital: al capitalismo le es indiferente esa cuestión, puede reproducirse muy bien con o sin esos derechos. Su resistencia tiene otras raíces, por eso su rechazo fue potente en el capitalismo burgués, por su moral ascética, por sus vínculos sociológicos y culturales con la religión cristiana, por su concepción de la familia, etc. En cambio, en el capitalismo “sin cultura” de nuestro tiempo, se ve cómo poco a poco puede ir reconociendo esos derechos sin que afecte a su orden. En definitiva, las luchas de esas minorías parecen anticapitalistas porque el capitalismo es dominante y está en el poder político; pero la resistencia del poder político no procede del capital, sino de lastres y contaminaciones históricas de los capitalistas en el poder (pactos con la Iglesia, ideologías, residuos culturales…).

O sea, la única izquierda anticapitalista tout court, con determinación material y consciencia, es la que nace en el capitalismo, ligada al tipo de trabajo capitalista, adecuado para la producción de plusvalor, el maná del capital; izquierda que nace de esa determinación universal mediada por el trabajo, que afecta a todos, estén o no incluidos en esas minorías. Las izquierdas –como sujetos colectivos, pues cada individuo tiene sus determinaciones− que surgen por otras formas de dominación, segregación o exclusión, podrán ser circunstancialmente anticapitalistas, pero en realidad el plus particular de dominación que padecen y los enfrenta al poder constituido es ocasional; esa dominación no es ni original ni intrínseca al capitalismo, y pueden sufrirla también en otros órdenes sociales.

Pensemos en otra figura de la dominación, el machismo; nadie negará su presencia en el orden del capital, pero todos reconocerán su presencia generalizada en otras formas sociales de vida. Claro que uno ha de combatir esta figura en la forma concreta en que ejerce su dominio actual, pero al igual que el capitalismo no se hundió con el fascismo, como de buena fe nos hicieron pensar, tampoco el machismo, ni las exclusiones de las minorías (étnicas, religiosas, de sexo o género…) desaparecerán en el mundo del postcapital. Me atrevería a decir lo que a veces pienso en silencio, y sin más argumentos que la sospecha: que el capitalismo actual, sin clase, sin cultura, sin principios y sin más fin que el de reproducirse, es el orden social que más permisividad y tolerancia consiente de los que conocemos e imaginamos, el que puede llegar a permitir la igualdad casi en todo, menos en lo importante e irrenunciable para él. Al menos objetivamente es así, aunque no lo parezca por los lastres ideológicos y culturales que aún arrastra. Objetivamente al capital le pasa lo que a la levita, paradigmática mercancía que Marx tenía en su retina, a la que no le importaba nada quién la llevara (ni su clase, ni su raza) ni para qué la usara; como mercancía, a lo único que aspiraba era a ser, a ser mercancía, y para ello el único requisito es que alguien la quisiera, que alguien la amara. Al capital, como a la levita, no le importa el porteador (ni su género, ni su opción sexual, ni su posición de dominio, ni su nivel ético o intelectual…), sólo necesita amor, gente que lo haga circular y producir valor. Podrá elegir amo cuando su ser, su reproducción, esté consolidado; pero cuando se acerca el final, cualquier sujeto es bueno, cualquier instrumento es válido si le ayuda a seguir. Tengo esa sospecha pero no tengo argumentos fuertes, así que lo dejamos así, en espera.

Para no silenciar el feminismo, que mencionas en la pregunta, una breve reflexión a fin de enunciar una perspectiva de análisis. Creo que el mismo movimiento feminista ha revelado que la dominación de la mujer, que no es una minoría sino un universal concreto, como el de los trabajadores, transciende de largo el mundo del capital. El “patriarcado” no es una mera peculiaridad más del capitalismo, ni siquiera una cualidad muy común a los diversos sistemas sociales; yo creo que antes del mundo del capital el patriarcado era una forma social substantiva y hegemónica, una auténtica forma de dominación que ordenaba y subordinaba las relaciones y prácticas sociales −incluidas las económicas− a su reproducción. Sólo el capitalismo le disputó y la hegemonía, y le ganó la batalla, especialmente en la fase actual postburguesa, en el momento en que el capital, en su necesidad de incrementar el plusvalor, pasa del “salario familiar” (como decía Marx, el salario había de ser igual al valor de reproducción de la familia) al “salario individual”. Si hasta entonces el patriarcado funcionó formalmente subsumido en el orden del capital, a partir de ese momento devino una forma social anacrónica, que el capitalismo necesitaba cambiar −pasar a la “subsunción real”, en lenguaje marxiano−. El capitalismo necesitaba transformar la familia burguesa, expresión de su particular forma de patriarcado. La nueva idea de “salario individual”, fundada en la incorporación generalizada de mujer al trabajo, es la expresión fenoménica de esa transformación. Contra el sentido común, que tendía a identificar las ventajas mutuas entre capitalismo y patriarcado, los cambios sociales ponían de relieve el final del idilio: el capitalismo necesitaba acabar con el patriarcado. Un cambio tan importante, que en realidad inauguraba una nueva época, había de ser confuso, contradictorio e incluso traumático; estamos en ese proceso, podemos valorarlo en experiencias directas. Comprender ese momento desde la historia del capital ha exigido −está exigiendo− una renovación del léxico, las relaciones y las prácticas sociales; no tendremos el concepto hasta que la batalla no haya acabado.

Considero, pues, que la inercia de la dominación y la división del trabajo en el capitalismo burgués han favorecido la reproducción de las relaciones patriarcales hasta nuestros días; pero entiendo que la conjunción del indudable protagonismo de las reivindicaciones feminista y las necesidades del capital de reestructurar el trabajo rompiendo con el modelo de “salario familiar”, han derivado a una situación en la que, ahora sí, la base material del capitalismo y la base material del patriarcado han unido su destino y se juegan la existencia en la misma partida. Y esa convicción me hace añorar más la autoconsciencia de la izquierda, pues su carencia o debilidad lleva a que con frecuencia se separen los destinos y los objetivos, tal que la dominación laboral y la dominación de género busquen más diferenciarse y contraponerse que ahondar en la negación del enemigo común actual.

Lo que ocurre −y con esto acabo, pues sólo pretendo insinuar una perspectiva hermenéutica, no entrar en el problema− es que tanto el “movimiento feminista” hoy creciente como el “movimiento obrero” en horas bajas nacieron y se consolidaron como izquierda, en cuanto cargados de insurgencia y negación –del patriarcado y del orden del capital−, pero también como alternativa social. Esta alternativa aparecería en el movimiento obrero como socialismo, descripción densa, tras décadas de configuración de la idea y diversidad de versiones; y en el movimiento feminista la alternativa sigue a debate, no parece aún haber cristalizado en una forma con nombre acuñado, pero cada vez se suman más descripciones y se perfila el modelo de sociedad. Lo que aquí quiero señalar es sólo eso, que en ambos casos, en ambos movimientos, no son sólo de izquierda, sino que, a semejanza de las organizaciones concretas, tienen un objetivo positivo, un modelo de vida social e individual definido o definiéndose. Y me temo que en el trayecto la función de izquierda de ambos movimientos, cuya unidad posible permitiría avanzar en la tarea negativa anticapitalista, se vea afectada por las dificultades mayores en el acercamiento de la función constructiva de cada uno. Mayor dificultad que parece intrínseca a la vida social, donde es más fácil compartir enemigo común que estilográfica. Nos son conocidas las dificultades internas del feminismo para conseguir unidad, y conocemos la historia convulsa del socialismo desde sus orígenes. Nos queda confiar en que la obcecación en definir el futuro con su música y sus flores no ahogue la voluntad de poder de la izquierda, que tiene su tarea bien concreta en el presente.


S14. “Me ha gustado la distinción que haces entre izquierda y clase obrera, con referentes bien distinguidos, la dominación y la explotación; bueno, distinguidos pero conectados. Eso permite ver la izquierda de modo más amplio y flexible que la clase, no tan ligada a la explotación dura, a la pobreza y la marginación. Lo que ocurre es que, hecho esto, encuentro raro, y no sé si contradictorio, que repitas y repitas que la izquierda actual −“orgánica”, dices, vaya, la izquierda fetén− es la “anticapitalista”. En nuestros días ese énfasis en el anticapitalismo tiende a interpretarse como “antisistema”, con lo cual se excluye toda otra manera de ser de izquierda, otras posiciones más razonables o realistas. Yo me siento de izquierda y estoy en las antípodas del antisistema”.

R14. Tienes razón, insisto mucho, tal vez en exceso, en el “anticapitalismo” como rasgo diferencial de la izquierda de nuestro tiempo. Pero no es un rechazo subjetivo del capitalismo; por intensa y extensa que sea mi crítica al capital, no está exenta de reconocimiento. Lamento no haber dejado bien claro que no entiendo el capitalismo como un orden bárbaro venido de fuera, impuesto a sangre y fuego; que lo entiendo como un orden social construido por nosotros, creado y desarrollado por seres humanos de ayer y consolidado y reproducido por nosotros hoy; que la izquierda forma parte del capitalismo, parte constitutiva, que está ahí desde el origen, y parte constituyente, formando parte de la contradicción cuyo movimiento genera la forma capital. Lamento, pues, no haber dejado claro que pienso el capitalismo como un escenario en el que representamos nuestra vida, hecho por nosotros, aunque se nos haya convertido en un pantano que nos amenaza y ahoga. Pensaba, incluso, que si había una carencia en mi descripción consistía precisamente en haber repartido mal las “culpas”, en haber cargado sobre la izquierda, y sobre el trabajo, un exceso de los costes de producción que en una mirada equilibrada deberían encargarse a los dirigentes, los encargados de la afirmación y defensa, no a quienes han participado en su desarrollo principalmente desde la resistencia y la negación. En todo caso, me alegra que me hayas forzado a insistir en esta descripción.

Mira, para mí el capitalismo se constituyó y devino hegemónico –recordemos que no vino de fuera, que nació dentro, de modo inmanente, en una historia eterna de la especie humana en su lucha por la vida− debido a tres creaciones suyas, que ahora podemos entenderlas como medios para su ciega reproducción, pero que en su origen también respondían –eran respuestas− a las necesidades de los pueblos. En la esfera económica, un poderoso orden productivo; una ciencia y una técnica, un aparato tecnológico, que satisface razonablemente las más universales necesidades de la especie humana: enormes cantidades de bienes de vida, que hacen posible ese “final de la utopía” que señalaba Marcuse, considerando que ya la especie había logrado en grado muy aceptable la victoria en su lucha contra la escasez y el sufrimiento, en su forcejeo con la naturaleza por la alimentación, el vestido, el hábitat, la extensión de la vida, el control de la enfermedad, la disminución y cura del dolor, la limitación del sufrimiento en el trabajo… Ahora que ya lo tenemos, tal vez nos parezca que pagamos un precio elevado; a las generaciones anteriores no se lo pareció. En todo caso, si este sentimiento es sincero y generalizado, sin duda expresará que al menos ahora es un precio innecesario, que pueden conseguirse y es razonable aspirar a ello esas mismas ventajas productivas en un orden social que no se cobre en injusticia y desigualdad el precio que se cobra el capitalismo. Aún estamos a tiempo de optar por el crecimiento negativo y ahorrarnos el sobrecosto de lo insostenible. Claro está, no en el marco capitalista, cuya lógica ni siquiera resiste el crecimiento cero, condenado como está a la reproducción ampliada.

En el ámbito político, su gran aportación fue el Estado, como “Estado de derecho” y como “Estado de los derechos”. El Estado-nación, como organización del poder político y jurídico, sin dejar de ser una forma de dominación, como todo orden político, dio satisfacción a una necesidad apremiante de los hombres y los pueblos escindidos y enfrentados en guerras internas feudales y religiosas. Creo que el Estado logró en una medida razonable la paz interior, una unidad en equilibrio inestable de estirpes, etnias, clases y religiones. No logró la paz exterior, es bien cierto, pero tampoco la han logrado las organizaciones supranacionales. Es comprensible, como ya señalaba Hegel a Kant, a su propuesta de una federación de Estados (“republicanos, por supuesto”, decía), que, en tanto éstos eran organismos armados, la guerra estaría siempre en el horizonte. Pero es bien cierto que tampoco Hegel apostó fuerte por un “Estado Universal”, que logrando la paz interior lograría la paz mundial. La “unidad” insuficiente, la heterogeneidad excesiva de ese Estado universal lo hacía impensable. Por tanto, en la medida en que también dentro del Estado-nación cabe la diferencia y la contraposición, su logro como pacificador ha sido empíricamente razonable. Hoy puede parecernos que la libertad y la seguridad que nos proporciona no compensa los límites y subordinaciones que nos impone. Pero hasta la fecha su forma se ha mostrado bastante exitosa, y cuando ha fallado internamente o cuando ha sido disuelta desde el exterior, la situación de ausencia del Estado suele ser escalofriante. Tenemos ejemplos recientes.

En fin, en el terreno de la ideología la aportación más eminente del capitalismo es el individuo, el culto a la identidad personal. Había que pasar por esa figura, salir de la identidad común de la caverna para permitirnos, o forzarnos, a pensar que está en nuestras manos conocernos y producirnos a nosotros, tener una idea de lo que somos y del sentido de nuestra existencia y configurarnos conforme a esa idea. Habíamos de pasar por la escisión de la individualidad, para que la construcción de lo común fuera consciente y diferenciada, y no mero estar en la masa de indiferente de la pertenencia. Y cuando digo que “está en nuestras manos” no lo hago en un escenario de representación en el que un sujeto abstracto y desnudo que se dispone a entrar en el mundo elige libre su vestuario con tan absoluta como vacía voluntad de poder; no lo hago en el sentido que ilumina la metáfora del cliente pudiente del supermercado que carga su cesta sin más criterios que su gusto personal. No, al contrario, digo “está en nuestras manos” en el sentido del cliente necesitado que entra en el supermercado porque no puede no entrar, y elige de lo que allí se le ofrece lo que está a su alcance, lo que cae dentro de su limitado Lebenswelt. Pero, aun así, en esa experiencia el individuo se conoce en relación con los otros, se le hace transparente su situación, su diferencia, y se reconoce al hacerse a sí mismo en relación con los otros, reconociendo a los suyos y a los otros.

Lo que quiero decir, en definitiva, es que estas tres “instituciones” capitalistas han de figurar en su haber; incluso sus carencias y límites, y algunas perversiones en la concreción de las mismas, son méritos suyos, pues sólo podemos verlas y reconocerlas en su imperfección porque el capitalismo nos ha facilitado la forma. Reconocer al capital sus méritos es importante para la izquierda al menos por dos razones: una, porque el capitalismo es el lugar donde existe desde el principio, y conocerlo objetivamente, las razones de su aparición y sus éxitos y de su envejecimiento y fracasos, es una exigencia de eficiencia para su función; otra, porque subsumidas en la forma capital hay muchas relaciones e instituciones que transcienden al capitalismo, que subsistirán en otro orden social como han subsistido en el del capital sin ser su origen, y porque creaciones del propio capitalismo –que, como he dicho, aunque su función principal sea la producción de plusvalor y la reproducción del capital, han de cumplirlas mediante la producción de medios de vida y medios de producción que técnica y materialmente transcienden los intereses del capital− también podrán subsistir en sociedades alternativas debidamente revisadas, reajustadas y perfeccionadas; técnica y materialmente son neutrales, tal que dejan de ser como son en el orden del capital y podrán subsumirse en otro orden alternativo.

Para responder sin más rodeos a tu respuesta: hoy el capital está presente en todas las relaciones sociales. Ser de izquierda como oposición, en aspectos o campos locales donde se reproduce la desigualdad y la dominación, está bien, pues nosotros sabemos que en ellos actúa el capital, y no están las cosas para menospreciar a los compañeros ocasionales de viaje; ejercer la resistencia y la oposición en aquellos lugares particulares donde se ve la mano del capital, perfecto, la izquierda en sí tiene un papel importante que jugar; pero es preferible e irrenunciable para la izquierda saber la lógica del capital, conocer la ley que subyace a los diversos fenómenos. Está bien combatir los síntomas, a veces es lo único a nuestro alcance, y no se puede esperar; pero la izquierda ha de buscar lo que se oculta tras las cada vez más diversas y sofisticadas formas de dominación que el capital desarrolla en su ciega marcha a su reproducción. En este sentido, sin menospreciar sus “servicios prestados” a lo largo de esta historia, hoy el enemigo de la izquierda es el capital, y la izquierda que le corresponde ha de ser anticapitalista. ¿Antisistema? En concreto sí, antisistema capitalista; pero no en universal y abstracto. La izquierda materialista no cultiva la negación absoluta, pues no sufre determinación alguna en su esencia para negar lo indefinido o lo inexistente. Una izquierda “idealista”, configurada en torno a ideales y valores, sí puede oponerse y negar los demonios pasados, presentes y futuros, pero una izquierda materialista sólo tiene títulos de legitimación para negar la dominación presente, con nombre y apellidos. La negación absoluta debe dejarla a la gente decente, que sí está dotada y legitimada para construir un orden social positivo y para poner los límites del mismo.


S15. “Dices con insistencia que la burguesía ha desaparecido, aunque queden restos en los museos y sus huellas en la historia. Desaparecida la clase, sustituida por otra, ¿desapareció la izquierda antiburguesa? Si el capitalismo ya no es burgués ¿la izquierda no ha de ser antiburguesa? ¿Sólo ha de ser anticapitalista?”.

R15. Ya sé que cuesta librarse del pasado, y si éste se ha vivido como antiburgués, si el capitalismo se ha visto como obra de una clase, esa consciencia tardará en debilitarse. Pero entiendo que a veces estos rechazos universales y simples impiden ver con claridad y llevan a confusiones ideológicas que la izquierda acaba padeciendo. Por tanto, analicemos esta cuestión con cierto detenimiento, a ver si podemos avanzar en la claridad y la distinción que pretende la filosofía.

Aquí no se trata de hacer un juico a la burguesía, y mucho menos de absolverla y devolverle su honor; no se trata de hacer de abogado del diablo, que ya es viejo y no necesita quien le escriba. Se trata de enfocar la historia en perspectiva dialéctica no por profesión de fe hermenéutica, sino para verla más cerca y mejor, y para ser consecuente con la representación que esa mirada nos presenta. Marx decía que no son los individuos los sujetos de la historia, sino esos individuos en tanto que forman parte de unos colectivos, las clases sociales. Otros autores en nuestros tiempos, reivindicando incluso la posición republicana de Marx, revisan esa idea de las clases por estrecha y ocasional y prefieren hablar de los pueblos, unas totalidades más universales que las clases, que permiten otras representaciones políticas; son opciones no desechables a priori, pero no debemos olvidar que cada punto de partida condiciona el de llegada, los supuestos no son inocentes. En cualquiera de los casos, las clases o los pueblos, siempre se trata de poner como creadores o constructores de la historia a sujetos colectivos constituidos por individuos. Por tanto, se mantiene el papel histórico de los individuos; pero, podríamos decir en nuestra ontología, no los consideramos individuos libres que hacen la historia a su voluntad, a su “libre albedrío”, sino individuos subsumidos en formas sociales (clases, pueblos) múltiples, a las que podemos añadir naciones, religiones, organizaciones, etnias, géneros, sexos…; individuos por tanto sobredeterminados, reales por determinados, que generan y mueven una vida común.

Pensada la clase como conjunto de individuos subsumidos en una forma, en el caso que nos ocupa la forma burguesa, en coherencia hemos de pensar la clase burguesa también como un sujeto subsumido, que no construye el mundo que quiere, sino el que puede, resultante de su lucha con otras clases, en el marco de una espesa red de determinaciones, de límites, de obstáculos. En esa perspectiva hermenéutica dialéctica, la burguesía como clase tuvo su momento de subsunción en el orden feudal, allí subordinada y dominada, en contradicción con otras; en su historia particular de clase dominada subsumida pasaría a dominante pero también subsumida, ahora en el orden del capital (recordemos, la subsunción incluye los dos términos de la contraposición, el dominante y el subordinado; es propiamente subsunción de la contradicción). El capitalismo hunde sus raíces en el orden feudal por mediación del mercantilismo aparecido y generado en las ciudades a partir de la alta Edad Media; la burguesía crece a su sombra, protagoniza su desarrollo y se autoconstituye hasta conseguir su hegemonía. En la génesis del capitalismo, que lleva a la burguesía a ser clase dominante, pierden fuerza y quedan marginadas unas clases, restos del naufragio, pero aparecen y se desarrollan otras nuevas. El proletariado se convertirá en el partner de la burguesía; ambas serán ahora las dos clases principales, respectivamente dominada y dominante, constituidas sobre su contraposición, en el movimiento de ésta, pero siempre subsumidas en la forma capital.

Disculpadme este conciso y esquemático excurso historicista, lo he hecho precisamente para introducir la idea que quiero resaltar aquí, la idea de clase como sujeto colectivo subsumido en una forma; la clase como un término de una contraposición, burguesía/proletariado, subsumida en la forma capital. Una forma que, no debiéramos olvidarlo para evitar confusiones, no es transcendente, no es previa ni separada, venida de afuera, sino que es la forma en que esas clases van estableciendo sus relaciones y dependencias, la forma que van organizando en su lucha por la existencia. El capital no viene de un afuera, de unas estepas asiáticas como los bárbaros que asediaran al Imperio romano, sino que nace dentro, principalmente en el seno de las ciudades que ganan peso en el declinar del feudalismo; y se va extendiendo y englobando –subsumiendo− en su seno a las clases que lo construyen y a las que se oponen a su desarrollo.

Sí, ésta es la cuestión a precisar: la burguesía y el proletariado como clases dominante y dominada están ambas “subsumidas” en el capital, en la forma social que su lucha crea. No podría ser de otra manera, la forma de la subsunción es resultado, producto, que aunque siempre provisional tiene consistencia y hace de límite –ya se sabe, la historia arrastra siempre los resultados de la batalla de ayer que condicionan la de hoy… Ambas clases están subsumidas, y si ocurre que no siempre nos las representemos así se debe a que la inercia nos empuja a pensar la subsunción como subordinación, una relación desigual y de orden fijo, en la que cada una ocupa eternamente su lugar.

Del proletariado, de las clases trabajadoras, nos cuesta poco reconocer su subsunción en el capital; al fin, como digo, con excesiva imprecisión entendemos la subsunción como subordinación, sumisión u opresión, y esa representación facilita las cosas. En cambio, tenemos más resistencia a representarnos a la burguesía subsumida, en parte por este mismo motivo invertido, pues nos cuesta pensar que lo dominante esté subsumido, y en parte porque consideramos que la burguesía es la que domina, subsume y oprime, que ser dominante pertenece a su esencia, a su concepto. Pero un concepto más exigente y desarrollado de “subsunción” puede evitarnos esas imprecisiones y nos facilitaría comprender la realidad.

Estamos tan acostumbrados a pensar el sujeto como autor, y sobre todo y en particular a la burguesía como autora y creadora del capitalismo, que nos choca la idea de que ella, el demiurgo del capital, quede subsumida en su forma; nos parece tan impertinente como pensar que Dios quedó atrapado en el mundo, en su lógica (aunque no faltaron en su tiempo filósofos que tiraban sus redes en estas cotas marinas). Pero si nos atreviéramos a ser coherentes sin calcular las consecuencias veríamos que lo verdaderamente difícil es pensar a la burguesía como sujeto absoluto y abstracto, que crea el capitalismo ex nihilo y dirige el capital como un instrumento; es mucho más razonable e intuitivo pensar que, incluso como clase dominante, quedó atrapada en su obra, como nosotros en esa jaula dorada de los derechos que nos defienden del mundo y, para ello, nos aíslan, nos privan del mismo, si creemos a Max Weber; o en esa otra jaula, ésta sí de acero, de la tecnología que acabará emancipándonos del trabajo pero ahogándonos con la codificación de nuestro tiempo libre. Nos basta pensar nuestra experiencia para constatar que producir sociedad, o producir democracia, o tecnología, o leyes, o protocolos, o algoritmos, implica inexorablemente adaptarnos a ellos, limitarnos, determinarnos conforme al modo de ser que nos imponen, quedar presos en su red. Lo decía Freud con desparpajo: “sin represión no hay civilización”. Pues eso.

Enfocado así, no resulta tan extravagante pensar que la burguesía constructora del capitalismo (más o menos) a su medida quedara atrapada en su orden, en su lógica; no hay contradicción en ser a la vez dominante y víctima de su dominación. Además, en rigor esta creación o producción de la máquina del capitalismo no fue tan suya como parece, pues en ella colaboraron otras clases, las cuales curiosamente no nos cuesta pensar que quedaran atrapadas, sumergidas, subordinadas, en definitiva, subsumidas; nos parece natural que así fuera. Una colaboración extensa, intensa y profunda, pues no se trata ya sólo de reconocer como un hecho obvio que el trabajo, la producción del plusvalor, en su objetivación deviene capital, sino que incluso parece innegable que, otorgando a la burguesía la dirección de la obra, considerándola su arquitecto, no puede pensarse como demiurgo, no es obra suya, ni siquiera ella como clase es causa sui. Hoy sabemos que sus ideas, sus proyectos e incluso sus ideales surgieron en la lucha dialéctica; sabemos que ella misma como señor se fue autoconstruyendo desde, por, contra y para el siervo, inseparables, impensables el uno sin el otro; en unidad dialéctica.

Debemos corregir esa tendencia a convertir a la burguesía en un sujeto absoluto para así hacerle responsable absoluto del mal en el mundo; debemos renunciar a esa tramposa estrategia de coronar al rey para desnudarlo, embellecer a la burguesía para que no tenga excusas, para que podamos descargar en ella nuestra excomunión, nuestro hérem y nuestra fatua, para que podamos condensar en ella todo el mal y así purificarnos con su absoluta condena. Pensando con más frialdad y sencillez, con algo de sentido común, podemos comprender que la burguesía quedó subsumida en el orden social que protagonizó como nosotros hoy estamos subsumidos en el orden tecnológico o digital, nuestra obra y nuestra cárcel; como el amo estaba ligado y dependiente del siervo.

Entiendo que si pensamos a la burguesía en su existencia real y concreta, como clase subsumida, podemos tener una representación más correcta de esa nuestra historia en la que el capitalismo surge −permitidme la simplificación− de la lucha burguesía/proletariado, ambas clases, su contraposición, subsumida en el orden del capital. Sin duda con un término dominante, pero los dos necesarios, dándose la vida uno al otro, dando así la vida al capital, que como forma también es su resultado. Los sujetos, las clases, siguen siendo el autor o el motor, pues luchan por sobrevivir, luchan a muerte, pero de la lucha surgen los equilibrios, los modos, las reglas, las relaciones, las formas, en definitiva, los límites en los que pueden luchar, pues como clases, como individuos subsumidos en clases, no pueden querer destruirse. De su lucha salen las formas (económicas, políticas jurídicas, culturales, ideológicas) de coexistencia posibles, móviles, que llamamos capitalismo.

Ahora bien, dado que en esta descripción el capital aparece como el resultado, como organización posible del enfrentamiento, nos sentiremos empujados a pensar que los fines próximos de esas clases se concretan en la conservación del capital (móvil, cambiante) que permite esa existencia de la contradicción; y, claro está, nos horrorizamos, nos parece monstruoso decir que el proletariado tiene como fin el capitalismo. Pero se trata de ilusiones ontológicas, que a semejanza de las ópticas nacen de nuestros límites perceptivos y racionales. La relación dialéctica tiene ese problema, que no podemos decir al mismo tiempo y con el mismo concepto la acción del capital y la del trabajo, la del amo y la del siervo, sino que estamos condenados a saltar de una descripción a la otra, para ir compensándola, para ir pensando una en función de la otra, en un eterno y siempre insatisfactorio feedback. Por eso ahora, en nue