LOS ILUSTRADOS Y LA POLÍTICA





Hablar de la Ilustración en nuestros días exige, al parecer, tomar posición ante dos cuestiones: la relación entre los ilustrados y la Revolución y la herencia ilustrada en nuestra época de crisis. Ninguna de ambas cuestiones será aquí directamente abordada, aunque nuestra exposición pretende ofrecer una base conceptual desde la que enunciar dichas respuestas. En el fondo, ambos debates son por su esencia indecidibles, pues funcionan como meros pretextos para pensar el presente, y a ese nivel son fecundos. No es necesario, en cambio, que sean sofísticos y ambiguos, como suele ocurrir, en buena parte por partir de una idea "imaginaria" (más justo sería decir "fingida") del pensamiento ilustrado. Por ello hemos creído conveniente dedicar esta reflexión a clarificarlo con fidelidad a los textos, tarea metodológicamente previa a, y moralmente recomendable para, el tratamiento serio de los dos mencionados debates.

De todas formas, para que no haya sospechas de que eludimos la confrontación y, sobre todo, para que nuestra exposición pueda ser valorada juntamente con sus objetivos, resumiremos nuestra posición al respecto.

Creemos, en primer lugar, que los ilustrados no fueron "revolucionarios". No lo fueron en sus hábitos, en su talante, en su sensibilidad... (comparen las biografías de D’Holbach y Restif, de Diderot y Robespierre, de Helvétius y Babeuf, de Voltaire y Marat...); pero tampoco en su pensamiento. Más aún, podría defenderse con dignidad y rigor la tesis de que el espíritu revolucionario nace del fracaso del ilustrado, cuando los proyectos reformistas de Turgot y Necker son bloqueados por la nobleza y el clero. Pero esto sería otra tesis.

Y creemos, en segundo lugar, que el discurso ilustrado se perdió -o marginalizó- en la historia. Situarlo, como han hecho Adorno y Horkheimer, y antes Husserl, en nuestro presente, inspirando nuestras formas políticas, nuestros valores, nuestra "racionalidad", en fin, viendo nuestra época como el desenlace lógico y trágico de la Ilustración, supone un desconocimiento profundo del pensamiento ilustrado. En nuestros días este "desconocimiento" es pura ignorancia: ya es difícil aceptar el tópico de un Kant "ilustrado", cosa que se consigue reduciendo la ilustración a caricatura (si se prefiere, a "categoría"); pero es increíble leer y escuchar insistentemente en nuestros días que Jacobi y Novalis, Hegel e incluso Scheling son tratados de ilustrados. Ciertamente, la Filosofía es capaz de reducir a unidad lo diferente, los opuestos e incluso lo indiferente; pero el Análisis filosófico debe evitar la borrachera de identidad y cuidar la percepción de las diferencias que, como decía Leibniz, al hacer que algo sea lo que es, le hace ser.


1. Discurso político y sobre la política.

Entrando ya en nuestro tema, hagamos una precisión que creemos pertinente: se trata de distinguir entre el carácter político del discurso ilustrado en general, del discurso específicamente enunciador de la política.

Diderot solía decir que si le impidieran hablar de religión y de política, del Altar y del Trono, no tendría nada que decir. Puede parecer exagerado en boca de un hombre capaz de decir tanto de tantas cosas: que dirigió la Enciclopedia escribiendo y retocando centenares de artículos sobre los más diversos temas; un hombre que redactó un "Tratado de acústica" de varios centenares de páginas únicamente para intervenir en el debate sobre la música y defender la tesis de la objetividad de la belleza musical, frente al subjetivismo de Rousseau. Pero tiene su sentido en cuanto su discurso, como el de los ilustrados en general, es "político" por su origen y por su destino, sea cual sea el lugar temático donde se sitúe. Por su origen: porque es un discurso hecho en la "polis"; por su destino: porque es un discurso inmediatamente práctico.

La filosofía ilustrada es eminentemente política, pues es un trabajo colectivo de la idea, una práctica social en sentido radical, incluso con horarios y lugares fijados, sin preocuparles la paternidad -ni la propiedad- de las ideas. En los salones se producía dialécticamente (en diálogo y oposición); luego, cualquiera retomaba el discurso, lo escenificaba y, en fin, lo editaba, con frecuencia anónimo y retocado sin "escrúpulos" por el editor. Nunca ha habido una producción más social de las ideas.

Y, además, el momento ilustrado fue uno de esos momentos privilegiados en los que el pensamiento modela inmediatamente las conciencias, "arraiga en la conciencia de las masas" (o de las élites) y se convierte en fuerza trasformadora. Ilusoriamente o no, se vivió la experiencia del "filósofo-rey". Fue el último momento de ilusión de la filosofía, creyéndose demiurgo de la forma de la realidad. Por última vez los filósofos creyeron posible ser "voz del Príncipe"; por última vez representaron la figura de consejeros y educadores de la Corte. Desde entonces, los filósofos tendrían que resignarse a ser moralistas de la Villa. Sólo los más lúcidos, y que más tardaron en morir, comprendieron su ilusión y rectificaron: caso de Diderot, caso de Condorcet.

Pero, además, hay en los ilustrados un "discurso sobre la política", que es el que aquí nos interesa. Como todo discurso realmente filosófico sobre lo político conlleva un doble esfuerzo tópico: por razonar el orden legítimo, en el marco de una ideología, y por fundamentar la legitimidad del orden. Su originalidad, su especificidad, proviene fundamentalmente del lugar teórico en el que sitúan la reflexión: entre el miedo y el amor. Con más precisión, entre dos "miedos" y dos "amores": el miedo a la anarquía y el miedo al déspota, de un lado; del otro, el amor al Individuo y el amor al Príncipe. Miedos y amores que se entrecruzan en tupida red de oposiciones, contraposiciones, exclusiones y concordancias recíprocas. Porque el amor al Príncipe, que puede verse como amor al orden, concuerda con el miedo a la anarquía, pero es pariente del amor al déspota; y el amor al Individuo fácilmente se desliza a la anarquía que se odia. El esfuerzo de los ilustrados se dirigió a tejer un discurso político en el campo de fuerzas de esas coordenadas. Había que evitar el mal de siempre: que el monarca abuse de su poder y que los súbditos recurran a la violencia. Y había que hacerlo, pensaban, dando el poder al Príncipe y la libertad al Hombre.


2. El "miedo" a la anarquía.

Destaquemos la particularidad del "miedo a la anarquía". Durante siglos estuvo ausente del discurso político, tal vez porque no se veía su amenazante posibilidad empírica; tal vez porque, a nivel teórico, se daba por supuesta la legitimidad del poder, e incluso de cualquier forma de poder. Se consideraba natural, y por tanto racional y divina, la desigualdad, la jerarquía, la sumisión del súbdito al soberano, como la del cuerpo al alma y de la vida terrena a la celeste. El problema se reducía a describir el uso legítimo del poder y a convencer al Príncipe de la conveniencia práctica y moral de tal uso. Los "espejos de príncipe", modelo del discurso político en la transición al capitalismo, cumplieron esa función.

En el XVIII, y en buena parte a caballo de la tradición libertina, la anarquía se había introducido en el horizonte de lo posible. Prácticamente, por ciertos movimientos campesinos y sublevaciones de las masas populares en las ciudades, a veces envueltas en ideología religiosas. Y teóricamente, con reflexiones como la de La Boetie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, que tanto influyera en Rousseau, poniendo en cuestión la necesidad metafísica y moral de la obediencia, viendo la sumisión como perversión de la naturaleza humana.

Aunque los ilustrados reaccionaran contra el discurso de la anarquía, en el fondo, su propia reflexión la hacía pensable; cualquier puesta en cuestión de la legitimidad del "poder absoluto", del "origen divino del poder", como era el caso ilustrado, implicaba romper los diques y abrir el puerto a la tempestad de la rebelión. Aunque ideológicamente se aspirara simplemente a un cambio en la forma del poder, a formular el poder legítimo, teóricamente, al liberar al discurso de sus supuestos metafísicos, se abría la posibilidad de cuestionar la legitimidad del poder en sí, de cualquier forma de poder. O sea, renunciar al fundamento divino del poder, buscar otro fundamento, fuera metafísico o pragmático, hacía pertinente la pregunta: ¿Por qué no más bien la anarquía?

Tal vez cegados por la Historia, bajo el peso de las intuiciones de la rebelión y del despotismo, no supieron encontrar una tercera vía. La verdad es que la experiencia histórica no lo hacía fácil. Amplios sectores de la Iglesia reformada había optado por el "déspota" sublimándolo: castigo divino, ocasión de redención. Discursos como el hobbesiano optaban también por el déspota, en este caso con una fundamentación naturalista y una justificación pragmática. Contractualistas como el Locke de los Tratados sobre el Gobierno civil y el Rousseau del Contrato social habían dulcificado la opción y conseguido la unidad de los opuestos al travestir al Príncipe en Ley y universalizar su voluntad en "voluntad general". Siempre, absolutamente siempre, la filosofía huyó de la anarquía; y casi siempre del déspota. Pero, al mismo tiempo, siempre ha apostado por un orden u otro, como si fuera un imperativo de la Razón. Incluso los casos como el de Mandeville y los utilitaristas ingleses, que parecen incluirla en su discurso, recurren al bálsamo de la "mano escondida", que mágicamente consigue pervertir su esencia, instrumentalizarla a favor del orden.

En nuestros días se recurre a planteamientos mixtos entre esas opciones. No hicieron lo mismo los ilustrados, que recayeron, tal vez sin saberlo, en Platón. Con él optaron por someter todo poder y toda obediencia a la razón, liberándola tanto de Dios como del Deseo, del Bienestar como de la Voluntad. Ni siquiera podía servirles la salida democrática jacobina, pues, contra lo que pensaba Rousseau, someterse a la propia ley no les parecía menos inmoral, despótico y arbitrario que someterse a la ley de otro.

Para el ilustrado la legitimidad proviene del contenido de la ley, no de su origen ni de la forma de imponerse. Como puede observarse, nada más lejos de nuestra actual conciencia jurídica, eminentemente procedimentalista.


3. Anarquía y Revolución.

El "miedo a la anarquía" se expresa claramente en los ilustrados en su radical rechazo de la Revolución. Desde Séneca estaba viva la tradición de que siendo un Príncipe tirano una gran desgracia para el pueblo, no obstante es preferible su tiranía a la pasión del pueblo. El estado real de las masas populares (pobres, incultas, apasionadas, fanáticas, entregadas al oscurantismo y la superstición...), y el pesimismo antropológico de fondo de los ilustrados (el hombre como lugar de batalla entre las luces y las sombras, el ángel y la bestia) radicalizaban la inercia del discurso político y les llevaba a identificar Revolución y Democracia. Cualquier participación popular en la gestión de las instituciones era vista como un peligro.

De todas formas, el "elitismo aristocratizante" de los ilustrados debe valorarse en sus justos términos, liberándonos del a menudo hipócrita y mistificador populismo de nuestra cultura. Amaban demasiado al Hombre para resignarse a amar, e incluso a tolerar, al "hombre miserable de sus días". Combatían al "Infame" en todas partes donde manifestaba su presencia: en la Iglesia, en el Trono y también en el Pueblo, pues en todas partes reinaba. El desprecio ilustrado por las masas debe verse así: desprecio en ellas de la miseria humana, rechazo en ellas de las sombras. Bien mirado, su desprecio del vulgo puede ser menos obsceno y cínico que el populismo liberal de nuestros tiempos, pues iba acompañado de un compromiso militante en un programa abierto de educación y reforma. El "respeto" positivista que desde la conciencia dominante de nuestros días se exige respecto a las clases marginales, los indígenas tercermundistas, los "menos favorecidos" (¿de Dios?, ¿de la Fortuna?, ¿del Sistema?), etc., puede implicar la perpetuación de la diferencia, de la desigualdad, aunque se ennoblezca dándole el nombre de "conservación de la identidad".

Hoy nos pueden parecer arrogantes y aristocráticas las palabras de Voltaire, al decir que "Los tiempos esclarecidos solamente iluminarán a un pequeño número de d'honnêtes gens. El vulgo será siempre fanático" [1]. Pero era así, no podían creer que las masas populares, que veían incultas, fanáticas, vendida su alma al Trono y al Altar, pudieran reformarse a sí mismas, salir por sí solas de su miseria económica y moral. Toda su confianza se deposita en un estrecho mundo de la "honnêtes gens", de los círculos ilustrados; pocos pero suficientes para el optimismo. En lugar de asumir la figura de mesías que vienen a proclamar una "buena nueva", declarando a los hombres iguales, dignos y nobles..., asumen el papel más humilde de reconocer sus naturales miserias y trabajar por elevarlos, "iluminarlos", mediante la educación. Les era necesario odiar la miseria en los hombres -y, así, a los hombres miserables- para desear ardiente y sinceramente su reforma. El discurso liberal, que generosamente proclama la igualdad y la libertad, coherentemente acepta como justa la libre competencia entre los solemnemente declarados iguales y los inhumanos resultados de la misma. El ilustrado prefería asumir la desigualdad real y confiar a un Estado Benefactor su tratamiento. Este puede ser un discurso ingenuo; pero no cínico, como aquél.

Hoy estamos saturados de los ruidos de ese discurso de la libertad hasta el punto de reclamar la "libertad de equivocarnos". Somos más sensibles a las declaraciones de derechos que a las condiciones de vida; luchamos más por el "autogobierno" (incluso por su expresión puramente formal) que por la justicia. Esta, para Platón y para los ilustrados, era "la sociedad bien ordenada"; para nosotros, lo justo acaba por confundirse con la "voluntad general", y ésta con la "voluntad de la mayoría", y ésta con "el deseo electoral".

Los ilustrados miraban el contenido, la ordenación de la sociedad, su equilibrio. Por ello no les parecía relevante ser gobernados ni bajo qué forma: importa sólo que los principios de tal gobierno sean los de la filosofía, los de las luces. Aceptan entre soberano y súbditos la misma relación que nosotros aceptamos entre maestro y discípulo, entre profesor y alumno. La legitimidad proviene de la calidad de la función. Como decía Voltaire, no importa que los artesanos sean gobernados por tal o cual " frère", pues "el gran objetivo es que aquellos con quienes vivís sean esclarecidos, y que los jansenistas y molinistas sean obligados a bajar los ojos ante la filosofía. Es el interés del Rey y del Estado que los filósofos gobiernen la sociedad. Son ellos quienes inspiran el amor a la patria, mientras los fanáticos la siembran de inquietudes" [2].

Cuando no se aspira a salvar a los hombres, sino simplemente a educarlos; cuando se entiende la Legislación como Pedagogía y el Estado como Escuela; cuando se entiende la sociedad civil como un aula sin muros, el poder es legítimo si expande la razón. El progreso de las luces es la única "revolución aceptable". Nada más ajeno a una convulsión social, al desorden político. La imagen de la Revolución que cabía en la mente de Voltaire era la descrita en este pasaje de 1764: "Todo cuanto veo arroja las simientes de una revolución que llegará inevitablemente, y de la cual no tendré el placer de ser testigo. Los franceses llegan tarde a todo, pero al fin llegan; la luz se ha extendido poco a poco de tal manera que estallará a la primera ocasión..." [3].

Como es obvio, no tiene nada de "revolucionaria", a no ser en el sentido de "revolución" de las artes, las ciencias, las letras y las conciencias. Ningún revolucionario, ningún otro partido que el de los filósofos, tal como se confirma en el siguiente texto de su opúsculo La Voix du sage: "Es un gran honor para el Príncipe y para el estado que haya muchos filósofos que impriman estas máximas en las cabezas de los hombres. Los filósofos, al carecer de todo interés particular, sólo hablan en favor de la razón y del interés público. Los filósofos rinden servicio al Príncipe destruyendo la superstición, que siempre es enemiga de los Príncipes..."

El presupuesto fijo, constante y tenaz de los ilustrados es que, a lo largo de los siglos, la superstición y el entusiasmo han sido la causa de horrorosas perturbaciones. El filósofo sabe que cuantos más progresos haga la razón en los estados, menos mal harán en ellos las disputas, las querellas teológicas, la superstición; por tanto, su único e irrenunciable objetivo será el de estimular los progresos de la razón.

D'Holbach también limita el cambio social legítimo y razonable al progreso de la razón y en un largo periodo. En el "Prefacio" (p. vi) de su Politique naturelle se ve con claridad la absoluta desconfianza del ilustrado en todo proceso social con desbordamiento de la pasión, en todo aquello que no sea medido y controlado por la razón:

Se necesita razón, sangre fría, luces y tiempo para reformar un Estado: la pasión, siempre imprudente, lo destruye todo sin mejorar nada. Las naciones deben soportar con magnanimidad las penas que no pueden obviar sino a costa de volverse más miserables. El perfeccionamiento de la política no puede ser más que el fruto lento de la experiencia de los siglos; ella madurará poco a poco las instituciones de los hombres, los volverá más sabios, y con ello más felices" [4].

Su condena de la Revolución es directa. El pueblo expresa la superstición y la pasión desnuda, el mal gusto, las sombras. El filósofo debe asumir el talante del ilustrado, su opción por la razón y su sospecha de que toda Revolución es un exceso o desbordamiento de la pasión, que en ella la razón pierde el puesto de mando: "En ellas los hombres guiados por el furor no consultan jamás la razón; su imaginación exaltada determina que lo lleven todo al exceso y no vean más que el momento. Cegados por los ambiciosos, por los fanáticos o los charlatanes políticos, para curarse un mal ligero que la razón habría mostrado necesario o que los tiempos fácilmente hubiese hecho desaparecer, los pueblos se hacen cortes profundos que acaban por forzar la ruina del cuerpo político o su debilitamiento sin fruto alguno" [5].

Vemos, pues, que el miedo ilustrado a la anarquía se funda en el miedo a la pasión, o mejor, a su desbordamiento, a su hegemonía, a la ausencia de luces, a la sumisión de la razón. No aman el "ser-natural" del hombre; su pesimismo histórico les impide amar positivistamente su "ser-histórico"; ven al hombre como un lugar de la lucha entre las luces y las sombras y aman en él el triunfo de aquellas: el buen gusto, el bien decir, la música, las bellas letras, el pensamiento, la cortesía, la urbanidad. Hoy tal vez nos resulte difícil penetrar en este discurso. Nuestra época ha decidido poner al hombre por encima de la humanitas, de la razón: y con ello hemos rebajado la exigencia de ser-humano, hemos degradado la idea de humano, en beneficio de ser-vivo. El humanismo ilustrado ha sido sustituido por nuestro ecologismo: tan sensible a lo "natural" y tan poco a lo "racional". Hemos perdido de vista que el hombre devino hombre en tanto conquistaba la razón, en tanto la convertía en su esencia, en tanto con ella negaba en sí mismo su ser natural para autodeterminarse ser humano.

Aun siendo los ilustrados un movimiento variado y complejo, esta posición es general y constante entre todos ellos. Incluso Condorcet, en su Vie de Voltaire, cuando los vientos de la revolución comenzaban a difundir sus aromas de violencia, elogiará la sabiduría de éste al perseguir conducir a los hombres a la libertad únicamente por el camino de la educación y el esclarecimiento de las luces. Y en su Essais sur les Assemblées provinciales dirá que las sociedades deben caminar hacia el bienestar pero únicamente por la "sola fuerza irresistible de la verdad universalmente aceptada, sin esas crisis, sin esas agitaciones que únicamente consiguen sustituir unos abusos por otros y fatigar a toda una generación dejando a las generaciones siguientes otros desórdenes que combatir y otros males que destruir..." [6].

Ciertamente Condorcet fue miembro de la Asamblea Legislativa, y de la Convención, con lo cual se comprometió en la Revolución. Pero nunca dejó su raíz ilustrada: y tal cosa no se lo perdono la Revolución, que lo condujo a la prisión y a la muerte.

Turgot ilustra elocuentemente esa concepción ilustrada del cambio según la cual el rechazo a la Revolución no está contaminado de espíritu conservador. Los ilustrados odian la Revolución en tanto que expresión de la pasión desordenada; pero defienden una evolución progresiva y radical ante la cual nada hay sagrado. Considera que sería presunción fatua la de creer que una institución, cualquiera que sea, por útil que parezca en una época no devendrá con el tiempo menos útil y aún inútil o perjudicial. Y añade: "En conclusión, ninguna obra de los hombres se hace para la inmortalidad...Si todos los hombres que han vivido hubiesen tenido y conservado su tumba, sin duda sería necesario, para encontrar tierras que cultivar, destruir esos monumentos estériles y remover las cenizas de los muertos para alimentar a los vivos".


4. Anarquía y Democracia.

La desconfianza en las masas, históricamente determinada, y la identificación de la razón con orden y jerarquía, presupuesto filosófico, y del bien con el bien-estar, es decir, con la propiedad y la seguridad, les lleva a sospechar de cualquier forma política democrática, y en especial del Parlamento. Es cierto que no se trataba de un Parlamento "democrático"; pero, en rigor, tal cosa hubiera sido considerada aún más inaceptable por los ilustrados. Sus miembros eran en general hombres de "cultura" y de posición económico-social repetible. No obstante, las "sombras" -las pasiones, el fanatismo, el interés...- reinaban entre ellos. No era un espacio "ilustrado".

Conviene destacar este aspecto: su desprecio y desconfianza es tanto respecto al vulgo como respecto a la "élite" cuando en ésta se dael oscurantismo. No es un rechazo sociológico, sino filosófico: hay que negar todo aquello en donde no reine la razón. Pues, en definitiva, el Parlamento atacaba la libertad de expresión con mayor fuerza coque la Corte. El rechazo del parlamentarismo por los ilustrados expresa a un tiempo, por un lado, el radicalismo de su miedo a la anarquía, y, por otro, el sentido filosófico, y no sociológico, de su aristocratismo.

Voltaire descría este sentimiento con su ironía y lucidez habitual: "Prefiero, a pesar de mi extrema pasión por la libertad, vivir bajo la pata de un león que estar constantemente expuesto a los dientes de un millar de ratas semejantes a mí" [7].

Condorcet, aunque en un principio fue reticente, acabó criticando duramente el Parlamento. En sus Lettres d'un citoyen des Etats-Unis à un français sur les affaires présentes (1788) criticaba la pretensión del Parlamento de sancionar los decretos reales para que tuvieran validez. Piensa que, quienes a ello aspiran, se erigen en jueces de su propia causa, se otorgan representatividad de los ciudadanos y obran en su propio provecho, en fin: "ellos mismos, o los oficiales a sus órdenes, os amenazaban con una aristocracia tiránica, tanto más peligrosa cuanto que, al reclutarse ella misma, devenía casi hereditaria" [8].

Diderot y D’Holbach fueron más cautos, al menos en sus últimos escritos, y supieron ver en el Parlamento la única barrera al despotismo; de ahí que se opusieran al coup d'état deMaupeau. A D’Holbach le parece justa la reivindicación del Parlamento de ser la voz del pueblo de Francia. Como muestra en su Politique Naturelle, donde no hay Parlamento buenas son las Magistraturas: "En los países en que la voluntad expresa de los ciudadanos no se ha reservado una parte del poder soberano, y en los que la nación no se hace representar por un cuerpo permanente, las magistraturas, gozando de la confianza de los pueblos...devienen, naturalmente y por sí mismas, una muralla siempre necesaria entre la autoridad suprema y la libertad de los sujetos" [9].

Pero sospecha más de las Magistraturas que del parlamento, como muestra en La Morale universelle, igualmente, criticando la política de Maupeau y Terray,por acabar con la libertad expirante de la patria. En la Éthocratie, ataca igualmente a las magistraturas y a los jueces.

Diderot fue aún más duro. En la reforma de Maupeau, que sacrificaba el Parlamento a favor de las Magistraturas, dependiendo éstas directamente del poder real, vio la destrucción del último obstáculo al despotismo: "Estamos en una crisis que conducirá a la esclavitud o a la libertad; si a la esclavitud, será una esclavitud semejante a la que existe en Marruecos o en Constantinopla. Si todos los Parlamentos son disueltos y Francia se inunda de pequeños tribunales sin conciencia y sin autoridad, y revocables a la primera señal de su amo, adiós todo el privilegio de los diversos estados formando un principio correctivo que impida a la monarquía degenerar en despotismo" [10].

No es que Diderot tuviera interés en aquél Parlamento, que había quedado "gótico", como dice en sus Mémoires pour Catherine II: "¿Tenía la nación gran interés en este cuerpo? Ninguno. Había quedado gótico en sus usos, opuesto a toda buena reforma, demasiado esclavo de las formas, intolerante, beato, supersticioso, celoso del cura y enemigo del filósofo, parcial, vendido a los grandes, vecino peligroso e incómodo..., viendo el desorden por todas partes, excepto en las leyes, de las que nunca intenta desbrozar el caos, vengativo, orgulloso, ingrato...". Pero el Parlamento de Maupeau era aún peor, pues suponía el fin, si no de la genuina libertad, al menos de la ilusión de libertad: "Había entre la cabeza del déspota y nuestros ojos una gran tela de araña sobre la que la multitud adoraba una gran imagen de la libertad. Los clarividentes habían mirado desde hacía tiempo a través de los pequeños agujeros de la tela, y la tiranía se había mostrado a cara descubierta. Cuando un pueblo no es libre, aún es una cosa preciosa la opinión que tiene de su libertad. Tenía esta opinión y era necesario dejársela. Actualmente es esclavo, y lo siente y lo quiere. Por tanto, no esperéis de él nada grande ni en la guerra, ni en las ciencias, ni en las letras, ni en las artes" [11]. La restitución del Parlamento tras la muerte de Louis XV, fue saludada por Diderot como "restablecimiento del tiempo de la libertad" [12].


5. El miedo al Déspota.

Hagamos de entrada una precisión: aunque los textos presenten una ambigüedad terminológica al respecto, los ilustrados distinguían conceptualmente entre "monarca absoluto" y "monarca arbitrario". Coincidían en general en la crítica al "poder arbitrario", pero no tanto al "poder absoluto". El "déspota" es el "monarca absoluto y arbitrario", descrito con rasgos orientales para acentuar su inmoralidad, su extravagancia, su crueldad.

La famosa obra de Boulanger, Despotismo oriental, condensa la crítica de los ilustrados e incluso los recursos literarios usados. No obstante, serán obras de D'Holbach, como su Essai sur les préjugés y su Système de la nature, las de mayor efecto. En esta última se somete a dura crítica el despotismo en general, cosa que exaspera a Federico II el Grande, que contestó con varios panfletos. En el fondo D’Holbach había puesto la causa primera de todos los males humanos en el Trono y el Altar: "si se considera con atención la funesta cadena de los errores y vicios que afligen a la humanidad, se verá que tiene su origen en el Altar y en el Trono" [13].

En el Sistema de la Naturaleza defiende que todo gobierno que no se asiente sobre el consenso social libre es una simple "violencia, usurpación, bandidaje". El siguiente texto es elocuente: "No vemos sobre la superficie del globo más que soberanos injustos, incapaces, reblandecidos por el lujo, corrompidos por la lisonja, depravados por la licencia y la impunidad, desprovistos de talento, de costumbres y de virtudes. Indiferentes ante sus deberes que frecuentemente ignoran, apenas se han ocupado del bienestar de sus pueblos, su atención ha sido absorbida por guerras inútiles o por el deseo de encontrar en cada instante los medios de satisfacer su insaciable avidez y su espíritu no se ha aplicado a los objetos más importantes al bienestar de sus súbditos. Interesados en mantener los prejuicios recibidos, no se han preocupado de procurar los medios para conseguirlos. En fin, privados de las luces que permiten al hombre conocer que su interés verdadero es el de ser buenos, justos, virtuosos, habitualmente sólo recompensan los vicios que le son útiles y castigan las virtudes que contrarían sus pasiones imprudentes. Bajo tales maestros ¿sorprende que las sociedades sean maltrechas por hombres perversos que oprimen por envidia a los débiles a quienes querrían imitar? El estado de sociedad es un estado de guerra del soberano contra todos, y de cada uno de los miembros los unos contra los otros" [14].

Evidentemente, sería erróneo ver aquí una defensa de la democracia. El "consenso social" al que alude D’Holbach no pasa de ser el beneplácito de la élite ilustrada. De todas formas, hay una crítica abstracta a la Monarquía. No se critica la Monarquía absoluta en nombre de los derechos de los ciudadanos; se critica al Monarca absoluto porque no es ilustrado y, por no serlo, es arbitrario e inhumano. Un déspota que escuche a los filósofos y que haga suya la tarea del progreso deja de ser "déspota" para ser un "príncipe". No obstante, como sospecha que hay pocos o ningún Príncipe ilustrado -y desde luego no en Francia-, su crítica toma un carácter general, cosa que preocupa a Voltaire, que parece decir: hay que diferenciar el príncipe bueno y el malo.

Efectivamente, Voltaire sufre con textos como los de D’Holbach y Boulanger. En el Sistema de la Naturaleza ve demasiado materialismo y ateísmo, cosa que no le agrada, pero sobre todo ve un ataque a la Monarquía como forma de Gobierno, es decir, un ataque al Príncipe, a todos los príncipes. Le preocupa la reacción de los príncipes buenos, como Federico, y así le escribe a d'Alembert: "No encuentro razonables a estos señores. Atacan a la vez a Dios y al Diablo, a los nobles y al clero. ¿Qué les quedará?" [15].

D'Alembert compartía la posición de Voltaire, como se ve en carta a Federico II: "Estoy tan afligido como indignado por la increíble locura y estupidez del autor del Sistema de la naturaleza, el cual, lejos de mostrar al clero tal como es, el verdadero y el único culpable, el más irreductible enemigo de los príncipes, lo presenta, al contrario, como el apoyo y el aliado de la realeza. Tal vez nunca la filosofía ha dicho un absurdo tan monstruoso ni una falsedad más notoria" [16].

Otro texto fuertemente anti déspota, tanto que también en él se vieron retratados los Príncipes, fue el De esprit, de Helvétius. Igualmente causó fuerte inquietud entre los medios ilustrados. Condorcet escribirá a Turgot sus preocupaciones: el libro de Helvétius le parecía excelente, pero tenía una grave falta: su manera de criticar el despotismo. Pues podía hacer creer (no a los déspotas, que nada leen, ni a sus visires, que tampoco...) a los amigos y consejeros de los déspotas que todos los ilustrados eran implacables enemigos, lo que podría promover la persecución de los intelectuales ("gens d'esprit").

Tal vez en buena medida el amor al Príncipe correspondía a una estrategia. Creemos que, al menos en el caso de Condorcet, era así. Su posición respondía a una estrategia pensada: no era el momento del ataque político, era el momento de usar en lo posible la pluma y el Príncipe en la lucha por la conquista de bienes parciales. De ahí sus consejos a los filósofos: "Si escribe para pueblos sometidos al gobierno arbitrario, en lugar de mostrar que la superstición es el apoyo del despotismo probará que es la enemiga de los reyes; y entre estas dos verdades, insistirá sobre aquella que puede servir a la causa de la humanidad y no sobre la que puede perjudicarla, al poder ser mal entendida. En lugar de declarar la guerra al despotismo antes que la razón haya acumulado fuerza suficiente, y antes de apelar a la libertad de los pueblos que aún no saben nada de ella ni siquiera la conocen ni la aman, denunciará en las naciones y en sus jefes todas las opresiones particulares, comunes a todas las constituciones, y que tienen interés en destruir igualmente los que mandan y los que obedecen" [17].

Bien mirado, las diferencias en la crítica al despotismo nacen de la confianza que cada uno pone en el régimen existente. Todos querían, en el fondo, un rey filósofo. Razones no les faltaban: razonable sospecha de la incapacidad del pueblo, lugar de la superstición y la pasión; una sociedad políticamente desarticulada, con una élite culta encerrada en sí misma; tradición monárquica y experiencia de la compatibilidad entre Monarquía y ciertas conquistas del espíritu; y, en última instancia, los ilustrados eran más afines a los aristócratas que al vulgo.


6. El amor al Príncipe.

El debate que acabamos de esbozar muestra la difusa frontera entre el "miedo al déspota" y el "amor al Príncipe". La ambigüedad constituía el paisaje obligado. Los ilustrados estaban presos en esa retícula: al carecer de otra alternativa política, se veían obligados a amar aquello que en sí es temible, obstinándose en embellecerlo y hacerlo adorable, y a odiar aquello que era necesario desde una filosofía en que la razón es orden.

Entre el miedo a la anarquía y el miedo al déspota los ilustrados trazaron un esquema político apoyado en dos instituciones: una política, la Monarquía; otra jurídica, los derechos del hombre. Dos instituciones cuyos rasgos debemos precisar, aunque sea someramente.

La Monarquía es su alternativa a la anarquía pensando en el déspota. De las tres formas clásicas de gobierno la "democracia" se identificaba a anarquía, y la aristocracia era el gran enemigo presente, identificada al feudalismo (lugar del oscurantismo y el privilegio, los dos monstruos de la sinrazón). No quedaba otra opción que la Monarquía, que con mayor o menor entusiasmo intentaron describir.

La Monarquía se justificaba desde diversos argumentos, pero los más brillantes eran, curiosamente, negativos: el argumento de la inviabilidad, según el cual la república, la democracia, el gobierno del pueblo directamente o a través de representantes, sólo era posible si acaso en pequeñas comunidades, expuesto así por Diderot: "El gobierno democrático, al suponer el concierto de las voluntades, y éste a los hombres reunidos en un espacio bastante estrecho, creo sólo es posible en pequeñas repúblicas; y la seguridad, condición de felicidad de toda sociedad, será siempre precaria" [18]. Y el argumento estético o antropológico, que Voltaire formulaba así de claramente: "No puedo amar el gobierno de la canalla" [19].

Los argumentos positivos eran menos convincentes, cosa que vemos en palabras de Helvétius: "¿Por qué ocultar a los príncipes esta verdad y dejarles ignorar que la monarquía moderada es la más deseable, que el soberano sólo es grande por la grandeza de sus pueblos, no es fuerte sino por la fuerza de éstos, rico por sus riquezas; que su interés bien entendido está esencialmente al de ellos y que, en fin, su deber es hacerlos felices? [20].

No es extraño que sean los argumentos "negativos" los más atractivos. Porque, en el fondo, los ilustrados hacen su opción política por la Monarquía, por el Príncipe "bueno", sin excesivo optimismo. Podíamos decir que, en realidad, su amor al Príncipe es menos fuerte que el miedo al Déspota, es un amor a lo menos malo, un amor resignado a la imperfección.

El mismo Helvétius, en su póstumo De l'Homme, ilustra esta forma concreta de habérselas con el Príncipe. Helvétius, que vivió en sus carnes la represión del poder arbitrario, no puede librarse de sea amor resignado al Príncipe, como se ve en este melancólico pasaje: "Nada mejor que el gobierno absoluto, pero bajo príncipes justos, humanos y virtuosos; nada peor bajo el común de los reyes" [21].

Este amor resignado, este pesimismo, aparece incluso en Voltaire. Creía profundamente que la condición para hacer felices a los hombres era que el Príncipe fuera filósofo. Pero su pesimismo era obvio al observar que, según sus palabras, el 90% de los hombres son mediocres; hay un rey entre 20 millones; luego hay 18 millones de posibilidades contra dos de que un rey sea un pobre hombre [22]. Incluso D'Holbach se ve abocado también a confiar en que "cuando los soberanos esclarecidos gobiernan las naciones es cuando la verdad produce los frutos que uno tiene derecho a esperar de ella" [23]. No obstante el pesimismo que surge a la hora de encontrar ese príncipe, a juzgar por las estadísticas: "Apenas cada mil años se encuentra en la historia un soberano que tenga el mérito, los talentos, las virtudes del hombre más ordinario" [24].

Únicamente Diderot se obstina en poner la discrepancia en este tema, tal vez porque lúcidamente descubrió, como el viejo Platón, que la justicia del filósofo, con todas sus miserias, está en las Leyes, no en el Príncipe. Ya en su artículo "autorité politique" (en el 1º vol. de la Enciclopedia), mostraba su rechazo del despotismo radical y sin condiciones: crítica política al despotismo, haciendo abstracción de la humanidad del Príncipe y del contenido de su acción (que, a mayor abundamiento, casi nunca es buena): "No hay otro verdadero soberano que la nación; no puede haber verdadero legislador si no es el pueblo".

Su rechazo del despotismo es también claro en su Refutation del libro de Helvétius De l'Homme, por el elogio que hace de Federico: "¡Y sois vos, Helvétius, quien citáis como elogio la máxima de un tirano! ¡El gobierno absoluto de un príncipe justo y esclarecido es siempre malo...!" [25]-

Hay que decir que la ruptura frontal de Diderot con el absolutismo es un efecto de su madurez, y nunca apareció publicada: guardó en silencio su idea. Podemos encontrarla en sus Observations sur le Nakaz y en Essai sur les règnes de Claude et de Neron. Su discurso es impecable: "Quien puede forzarnos al bien, también puede forzarnos al mal. Un primer déspota justo, severo y esclarecido es un desastre; un segundo déspota justo, severo y esclarecido es un desastre mayor; un tercero semejante a los dos anteriores, al hacer olvidar al pueblo sus privilegios, consumaría su esclavitud" [26].

No es una intuición literaria. La misma tesis puede verse en la contribución de Diderot a la Histoire des Deux Indes de Raynal [27]. Así Diderot rompía con el frente ilustrado, pero sin ir a ninguna parte. El contractualismo, fuera en la versión liberal lockeana, o en la social rousseauniana, eran externos al mundo ilustrado, al cual con su originalidad pertenecía.

Diderot en el fondo siguió el camino de Platón: del "rey-filósofo" de la República al imperio de la ley escrita en Las Leyes. Siguió el camino hasta el final, como en los demás campos del pensamiento. En su comentario a la Instruction de Catalina de Rusia confiesa que la tesis de que es más ventajoso obedecer a las leyes bajo un sólo amo que bajo varios es válida, pero con condiciones: "convengo en ello, pero a condición de que el Príncipe sea el primer esclavo de las leyes. Es contra este Príncipe, el más potente y más peligroso de los malhechores, contra quien las leyes deben estar principalmente dirigidas" [28].

Nótese que ya las leyes tienen la misma función que en el viejo Platón: la de defender los derechos de los ciudadanos frente al poder político. Diderot ha abierto así la modernidad: el Estado es ya un poder peligroso. Necesario, y tal vez instrumento de las luces: pero peligroso. No es el clásico miedo a las formas de gobierno degenerada: el peligro está igualmente en las formas nobles o puras. De un gobierno absoluto no hay quepreguntar su objetivo, sino su efecto. Es malo aunque haga el bien. Su efecto es poner toda la libertad y toda la propiedad bajo el poder de uno solo. Y con lucidez acaba así el comentario a la Instrucción de Catalina: "Veo aquí el nombre de déspota borrado, pero la cosa conservada, o sea, el despotismo llamado monarquía" [29].

Tampoco en Condorcet encontramos entusiasmo a la hora de defender la Monarquía. Esta falta de pasión, a nuestro entender, confirma nuestra idea de que, en el fondo, los ilustrados fueron esclavos de su antropología al pensar la política. Antes de convertirse al republicanismo (en 1791, tras la fuga de Louis XVI a Varennes), Condorcet era firme defensor de la Monarquía, no tanto por rechazo de la república como por su inexistencia: nunca había existido, era impensable, había que elegir entre monarquía, aristocracia y anarquía: "Sólo un esclavo puede decir que prefiere la monarquía a una república bien constituida, en la que los hombres serían verdaderamente libres y donde, al disfrutar bajo leyes buenas de todos los derechos que tienen por naturaleza, estaría además al abrigo de toda opresión extranjera. Pero esta república no existe en ninguna parte y jamás ha existido. No se puede elegir sino entre la monarquía, la aristocracia y la anarquía: y, en este caso, un hombre sabio puede muy bien preferir la monarquía" [30].

En 1789, en los États Généraux, sigue siendo monárquico, como muestra en sus Réflexions sur les pouvoirs et instructions à donner par les provinces à leurs députés aux États Généraux, donde afirma que Francia será una monarquía porque esta forma de gobierno es la única que conviene a su riqueza, a su población, a su extensión y al sistema político de Europa" ( Oeuvres, IX, 266). Argumentos tópicos, relativos, de mera preferencia, sin osar una fundamentación fuerte. Estaba la Revolución a las puertas de la historia y Condorce4t, ilustrado, no era aún capaz de pensar la democracia.


7. El amor al Individuo.

El amor al Individuo se expresa en la defensa de sus derechos. Si la Monarquía era la alternativa a la anarquía pensando en el déspota, los Derechos de los hombres constituyen la alternativa al despotismo, pero pensando en la anarquía. Es decir, extenderán los derechos hasta donde amenace la anarquía (y recordemos que "anarquía" para los ilustrados es revolución, pero también democracia, parlamentarismo, etc.

En rigor, en el momento ilustrado no hay un debate sobre los derechos comparable con el que se dará en la Revolución. Esto es así porque tal debate se centrará en los "derechos políticos", no en los "derechos sociales". Estos, que en el fondo son los "derechos naturales", no eran problemáticos a nivel del debate filosófico. Su problema era práctico y, en este sentido, los ilustrados fueron verdaderos defensores de los mismos. Su amor al Individuo era, fundamentalmente, al individuo capaz de "pensar por sí mismo". De ahí que la libertad de pensamiento y de expresión, se convirtieran en sus dos máximos objetivos. La libertad de pensamiento suponía educación, ilustración: sin conseguir esto el hombre no saldría de su miseria moral y material, no sirviéndole de nada los demás derechos. La libertad de expresión suponía la libertad de prensa, de edición..., y los ilustrados entablaron la primera batalla de la historia.

Pensar por sí mismo, vivir por sí mismo (es decir, elegir, gozar, actuar...) eran derivados de la libertad y de la ilustración. De ahí que a los ilustrados les preocupara poco o nada otros derechos, que veían secundarios, e incluso negativos para conquistar estos dos, sin los cuales los hombres no eran propiamente humanos. Como ya hemos dicho, no adoptaron la figura de mesías que proclama formalmente los derechos de los hombres. Entendían, con Hobbes, que derecho es poder: poder hacer, poder sentir, poder pensar, poder gozar...

Aunque parezca paradójico, por ello no hablaron de derechos políticos; mejor aún, lo poco que hablaron fue para oponerse a ellos. Les parecía que, por un lado, otorgar al vulgo el "derecho" a participar en el gobierno de la nación era una frivolidad, en cuanto en el fondo se les negaba el "poder" de hacerlo; por otro, les parecía que, si realmente el pueblo llegase a tener tal poder, como en los momentos revolucionarios, en tal caso los hombres actuarían esclavos de la pasión, y no libres y pensando por ellos mismos.

De ahí que defiendan los derechos sociales o cívicos como patrimonio de todos los hombres, pues para ellos se ha constituido el orden social; pero no los derechos los políticos, por medio de los cuales se instaura el orden social. Estos están reservados a unos pocos, a los que están dotados para ello. Nadie es excluido por su naturaleza o clase: sólo por su situación histórica concreta.

D'Holbach es uno de los primeros en hablar en general de los "derechos del hombre", en su Essai sur les préjugés [31]. Diderot, comentando una traducción al francés de un una obra americana declara que no conocía ninguna obra más adecuada para instruir a los pueblos de sus derechos inalienables e inspirarlos un amor violento a la libertad" [32].

Tres años antes de la Revolución Condorcet enumera los derechos del hombre en su De l'influence de Révolution d'América sur l'Europe: "Los derechos del hombre son: 1º la seguridad de su persona; 2º la seguridad y el disfrute libre de su propiedad; 3º leyes generales que se extienden a la generalidad de los ciudadanos; 4º contribuir, sea de forma directa, sea mediante representantes, a la confección de las leyes y a todos los actos hechos en nombre de la sociedad [33].

Condorcet publicó sus propia Déclaration des droits en 1788 [34], y su contenido pasaría intacto a la Declaración de 1789. Condorcet es un caso excepcional entre los ilustrados, sin duda por las proximidades de la Revolución. Por primera vez los "derechos" dejan de ser simples enunciados humanistas (libertad, propiedad, vida, felicidad...) para ser políticos: derecho a participar en la elaboración de las leyes. Esto es un salto radical, que separa la Ilustración de la Revolución.

Pero el mismo Condorcet, refiriéndose a esos cuatro derechos, dirá que los ha enumerado en orden de importancia, y que el último tenderá a ser nulo en las sociedades muy numerosas [35]. Por otro lado, ese derecho político se enmarca siempre dentro del sufragio censatario.

Más representativa es la posición de Voltaire, que en Idées républicaines se ríe de Rousseau porque éste, reivindicando la democracia directa, había dicho que los ingleses se creen libres cuando únicamente lo son durante las elecciones al Parlamento. Ironiza Voltaire si es que pretende que tres millones de ciudadanos asistan a Westminster. Y con toda claridad subraya el límite del derecho a los cargos públicos: "Quienes no tienen tierras ni casa ¿deben hacer oír su voz? No tienen más derecho que un comisionado pagado por el comerciante tendría para ordenar su comercio; no obstante, pueden llegar a ser asociados, sea por haber prestado servicios a la comunidad, sea por haber pagado su asociación" [36].

Si Voltaire está por cierta forma de representación, aun siendo muy ambiguo al respecto, también Diderot, tanto en sus Mémoires por Catherine II, como en sus Observations sur le Nakaz habla de forma vaga de reuniones periódicas del Parlamento... El texto más ilustrativo, y al que nos ceñiremos, es de D'Holbach, en el artículo " représentants" (1765) de la Enciclopedia, que resumimos: "REPRÉSENTANTS ( Der. polít., Hist. mod.). Los representantes de una nación son ciudadanos escogidos, que en un gobierno moderado son encargados por la sociedad de hablar en su nombre, de establecer sus intereses, de impedir que se les oprima, de colaborar en la administración"

Los miembros de las asambleas deberías ser propietarios, porque él asocia nivel económico con nivel intelectual, como explica en este artículo “r eprésentant”: "aquellos a quienes sus posesiones hacen ciudadanos y a quienes su estado y sus conocimientos sitúan en condiciones de conocer los intereses de la nación y las necesidades de los pueblos...”. En una palabra, es la propiedad lo que hace a uno ciudadano; todo propietario en un Estado está interesado en el bien de ese Estado y, sea cual sea el rango que las convenciones particulares le asignen, es siempre en tanto que propietario, es en razón de sus posesiones que debe hablar o que adquiere el derecho a hacerse representar. No cabe duda que, en el fondo, lo que hace es abrir el derecho de participación política, de ciudadanía, a la burguesía: "El magistrado es ciudadano en virtud de sus posesiones; pero sus funciones hacen de él un ciudadano más esclarecido a quien la experiencia permite conocer las ventajas y las desventajas de la legislación, los abusos de la jurisprudencia y los medios de remediarlo. Es la ley quien decide del bien de los estados”. Y sigue: "El comercio es actualmente para los estados una fuente de poder y riqueza; el comerciante se enriquece al mismo tiempo que el Estado que favorece sus empresas; comparte sin cesar sus éxitos y sus fracasos; no puede por tanto ser reducido al silencio sin injusticia; es un ciudadano útil y capaz de dar su opinión en los consejos de una nación a fin de aumentar su desahogo y su poder"

De los campesinos, si son propietarios, en este mismo artículo “ représentant” dice: "En fin, los agricultores, es decir, todo ciudadano que posee tierras, cuyos trabajo contribuyen a las necesidades de la sociedad, quienes ayudan a su subsistencia, sobre quienes caen los impuestos, deben estar representados. Nadie está más interesado que ellos en el bien público. La tierra es la base física y política de un Estado; sobre la posesión de la tierra recaen directa o indirectamente todas las ventajas y todos los males de las naciones. Por tanto, el peso de la voz de los ciudadanos en las Asambleas Nacionales debe ser proporcional a sus posesiones".

A pesar de restringir los derechos políticos a la propiedad, algo muy importante ha cambiado: el criterio. Los sectores con derecho total a la ciudadanía tienen en común que son necesarios para la vida social: noble o guerrero, cura o magistrado, comerciante o manufacturero o agricultor... "sont des hommes également nécessaires". Es la "utilidad", y el supuesto de que el interés por el bien del estado pasa por el interés propio, de modo que sólo quienes más tienen que perder o ganar son quienes más están dispuestos a dar. Vistas las cosas desde nuestros días, poniendo en el centro de la imagen los que en ese planteamiento quedan fuera, el argumento parece poco "ilustrado"; vistas las cosas con perspectiva histórica, y centrando la imagen en los "dos estados" privilegiados de la nación, el discurso de D’Holbach parecería sin duda subversivo. El mero hecho de pasar de la determinación absoluta y divina a la utilidad como criterio delos derechos políticos era abrir una ventana a la esperanza.

De todas formas, esa era la posición tópica de los ilustrados. D'Holbach no cambió nunca de planteamientos. Ensu Politique naturelle, seguirá defendiendo que sólo la propiedad, especialmente la de la tierra, da derecho a elegir representantes: " La posesión de la tierra constituye el verdadero ciudadano" [37]. Lo mismo en Système social [38]. No es extraño que así sea. En la raíz de este "despropósito" está el hecho de que, para D’Holbach, el hombre rico es más ciudadano que el pobre. Y lo es porque la riqueza proporciona la libertad y la educación necesarias para "pensar por sí mismo", sin lo cual no se es "humano". Lo es porque, en el fondo, el rico era con frecuencia más ilustrado: "Por la palabra pueblo no se designa aquí un populacho imbécil que, privado de luces y de buen sentido, pudiera devenir en cada instante el instrumento y el cómplice de demagogos turbulentos que quisieran perturbar la sociedad. Todo hombre que puede subsistir honestamente con los frutos de sus posesiones, todo padre de familia que tiene tierras en un país, debe ser considerado como ciudadano. El artesano, el tratante, el empleado, deben ser protegidos por el estado al que sirven útilmente a su manera, pero no son verdaderos miembros más que cuando, por su trabajo y su industria, han adquirido bienes fondarios. Es la gleba quien hace al ciudadano" [39].

D'Holbach no está sólo en esta posición. La posición de Diderot es similar, aunque un poco más ambigua, tal vez porque los textos en que aborda el tema son concretos y referidos a Rusia. Así, mientras en el Nakaz sienta radicalmente las bases de la supremacía del legislativo sobre el soberano, teniendo aquel el deber de elaborar las leyes, controlar al soberano, someter a éste a las leyes..., cuando se pregunta quien formará el cuerpo legislativo dirá: "los grandes propietarios". ¿Concesión a Catherine II? ¿Conciencia de que en Rusia no había un Tercer Estado?

En la Histoire des Deux Indes defiende la subordinación de los derechos políticos a la propiedad, según el argumento de que nadie está más interesado en el buen gobierno de un país que los propietarios. Estas posiciones se prolongan hasta las vísperas de la Revolución. En 1787 se publica el Edicto de Junio instaurando las Asambleas provinciales, cosa que acentúa el debate sobre la representación. Morellet critica la iniciativa de Necker tendente a universalizar la representación de este modo: "No se ha dado cuenta de que, cuando se deja de mirar el gobierno como un hecho y se persigue organizarlo regularmente, fundarlo sobre un derecho, no puede ser sino sobre el derecho de propiedad del suelo; que, por tanto, sólo a los propietarios pertenece el derecho de establecer e instituir el gobierno. No es, pues, en tanto que nobles, curas o miembros del Tercer Estado que los diputados pueden formar parte de los Estados Generales o de una Asamblea Constituyente, sino como propietarios y en virtud de una propiedad territorial, sea hereditaria, sea usufructuaria, suficiente para ser en ellos la garantía de un interés real en la cosa pública, de la instrucción necesaria para entregarse con éxito y del ocio para dedicarse a dichos trabajos" [40].

Ciertamente Morellet no simpatizaría con la Revolución, pero sí Condorcet y su posición es semejante, como deja ver en su Essai sur les Assemblées provinciales. Y hace un razonamiento de talento y sutileza: "Puesto que un país es un territorio circunscrito por límites, debe considerarse a los propietarios como los únicos verdaderamente ciudadanos. En efecto, los otros ciudadanos no existen sobre el territoriomás que en tanto que los propietarios les han cedido una habitación; no pueden, pues, tener más derecho que aquél que reciban de aquellos". Y no duda en especificar quienes son realmente los ciudadanos: "Entre las exclusiones al derecho de ciudadano, hay unas que pueden considerarse naturales: por ejemplo, la exclusión de los mineros, de los monjes, de los domésticos, de los condenados por crímenes, de cuantos sean sospechosos de no poseer una voluntad esclarecida, o una voluntad propia, y de aquellos de los que legítimamente se puede suponer de voluntad corrupta. Por simple razón deben colocarse también en el número de las exclusiones indicadas los extranjeros, los viajeros que, no teniendo más que un interés incierto, parcial, momentáneo en la prosperidad común, no pueden disfrutar de un verdadero derecho. Pero la exclusión de los hombres que no tienen propiedad alguna se basa en el mismo principio que la de los últimos; el motivo es el mismo, aunque menos fuerte, y la justicia no es más violada por los no propietarios que por los extranjeros, mineros, etc., puesto que todos están sometidos a leyes que en absoluto han hecho.

Se ha dicho algunas veces que, siguiendo este principio, se sacrificaba a la mayor parte de ciudadanos pobres en beneficio de los ricos; pero desde el momento en que se otorga el derecho de ciudadanía incluso a la más débil propiedad, esta objeción desaparece. Los propietarios grandes o pequeños son muy numerosos en relación a la totalidad de los ciudadanos, y lo sería aún más si la propiedad de la tierra añadiese esta prerrogativa a sus otras ventajas. Los únicos hombres que quedarían privados de ella serían, o bien aquellos que loquisieran por sí mismos, o bien aquellos cuya pobreza y manera de subsistir obligan a la dependencia, a quienes es útil excluir y, sin embargo, sería difícil e incluso peligroso excluir por otros medios" [41] .

No obstante, Condorcet se opone a quienes pretenden jerarquizar los derechos a las distintas Asambleas en función del estatus de propiedad, es decir, a las más generales sólo los más ricos. Establecido el criterio de propiedad, internamente no hay diferenciación cuantitativa legítima. Y defiende al respecto la igualdad de las mujeres, proponiendo que se le reserven unos puestos mínimos.

¿Qué tipo de amor es éste?, podríamos decir. ¿Amor al individuo o amor al propietario? Fue su limitación histórica. Pensaron, con Platón, que sin riquezas no podía disfrutarse del ocio y la ciencia necesarios para ejercer la más noble de las artes: la política. Amaron al individuo... esclarecido, sustituida su naturaleza pasional, egoísta y grosera por otra tejida en la humanitas. Amaron al Príncipe como pedagogo del género humano, como voluntad racional, como alternativa a la anarquía del deseo de los particulares. Temieron al Déspota como poder arbitrario, no como poder racionalmente necesario. Temieron la Anarquía como desorden de la pasión, opuesto al orden de la razón. Entre miedos y amores tejieron un discurso clásico: pero no cínico. Un discurso que fue negado en la Revolución, triunfo de la razón apasionada, y que se perdió para siempre, sin presencia alguna en nuestros días.

Para acabar, advertir que el tono de la reflexión no implica un rechazo de nuestras formas políticas o filosófico-políticas actuales. Es inevitable por mi parte cierta admiración por el discurso ilustrado; pero no dejo reconocer que la sabiduría es, como diría Hume, aprender a vivir en la imperfección. Y en eso, obviamente, la filosofía dominante en nuestros días es una gran maestra.


J.M.Bermudo (1992)




[1] Voltaire, CW, vol 101, 42O.

[2] Ibid., vol 110, 403-404.

[3] Ibid.,vol 111, 315.

[4] La Politique naturelle, ou discours sur les vrais principes du gouvernement. London, 1774, 2 vols. Vol. I, 83.

[5] Ibid., 113.

[6] Condorcet, Œuvres (ed. de A.C. O'Connors y F. Arago). Paris, 1847-9, 12 vols. Vol IV, 78.

[7] Carta al duque de Richelieu, en CW, vol. 121, 403.

[8] Oeuvres, ed. cit., IX, 98.

[9] Politique Naturelle, ed. cit., 222-3.

[10] Carta a la Princesa Daschkoff, en Roth-Varloot, ed. cit., XI, 20.

[11] Ibid ., 20.

[12] Diderot, OC - AT, II, 275.

[13] Essai sur les préjugés . London, 1770,61.

[14] Système de la nature . London, 1775, 2 vols. Vol. I, 153 y 316-17.

[15] Voltaire, CW, vol. 120, 354.

[16] “Correspondence”, en Frederick II, Oeuvres, vol. XXV, 249.

[17] Condorcet, Oeuvres, ed. cit., IV,16.

[18] Diderot, OC-AT, vol II, 390.

[19] Carta a Federico, en CW, vol 124, 160.

[20] De l'Home . Londres, 1773, 2 vols. VolII, 317.

[21] Ibid., 283.

[22] Voltaire, CW. vol. 82, 508-9.

[23] Essai sur les préjugés, ed. cit., 46.

[24] Système social . London, 3 vols. Vol II, 92.

[25] Diderot, OC- AT, vol II, 381-2.

[26] Ibid., III, 265.

[27] Ginebra, 1780, 4 vols. Vol I, 269 y IV, 481-2.

[28] Ibid ., 353-4.

[29] Ibid. , 457.

[30] Condorcet, Oeuvres, ed. cit., IV, 493.

[31] Ibid., 385.

[32] Diderot, OC-AT,IV, 88.

[33] Condorcet, Oeuvres, VIII, 5-6.

[34] Ibid., IX, 177-211,

[35] Ibid., VIII, 7.

[36] Voltaire, CW, XXIV, 425.

[37] Politique naturelle, ed. cit., I, 179.

[38] Système social , ed. cit., II, 52-53.

[39] Politique naturelle , ed. cit., II, 54.

[40] Mémoires sur le dix-huitième siècle et la Révolution. Paris, 1821, I, 150-1.

[41] Condorcet, Oeuvres, ed. cit., 129.