ILUSIONES DE LA EMANCIPACIÓN





La historia es tozuda en su tarea de desmitificación; la nueva crisis del capitalismo que perturba nuestra plácida existencia ha sentenciado definitivamente, cual tribunal supremo, la maldición que ya sabíamos y nos resistíamos a asumir: la hegemonía de los mercados. La resistencia a reconocer su dominio sobre la política y la conciencia colectiva necesitará de nuevos mitos, de relatos más ingeniosos, que cubran las heridas de esta rotunda desmitificación; pero no descarto que surjan de nuevo, tal es su poder de seducción. Los “indignados”, que no son la figura actual de los revolucionarios de ayer, sino la voz de la gente normal, despolitizada, que paradójicamente quieren creer en la política, han visibilizado su ruptura con ella, poniéndola en la base de su trivial inventario de males sociales, sea por impotencia, sea por complicidad. Sus interpelaciones a los políticos democráticos (“no nos representáis”, “no os creemos”, “sois el obstáculo para la democracia”), han inundado nuestras plazas y se han expandido en los mass-media. El mito de la política como vía de emancipación momentánea y contingentemente ha sido desmitificado.

Por otro lado, la otra eterna vía de esperanza emancipadora, la educación, también ha puesto a aprueba la voluntad de creer de la gente honesta. En las restricciones impuestas por las medidas anti-crisis, que miden la valoración real que la sociedad hace de cada cosa, la educación pierde frente al bienestar, tanto ante quienes usan las tijeras de los recortes como ante quienes defienden el ideal de educación, pues su más contundente argumento ha sido “ no es un gasto, es una inversión”. Hasta ahí llega el poder del mercado, reduciendo la educación a mercancía. Al menos ese vocabulario es terriblemente desmitificador.

Parece, pues, que las dos vías de esperanza emancipadoras más potentes de nuestra civilización occidental llegan a su fin; la historia ha hecho su faena desmitificadora y, como diría Kant, lo ha hecho a su manera, con violencia, brutalmente, supliendo a la razón, ante la impotencia o complicidad de ésta. Y es esta impotencia o esta complicidad de la razón, de la filosofía, del pensamiento libre, lo que quisiera comentar en esta ponencia. Entiendo que cuando la filosofía legitima, teórica o prácticamente, representaciones ilusorias de la realidad, que en lugar de apuntar a la emancipación reproducen la sumisión, si es autoconsciente es perversa y si inconsciente culpable de ello. Hay muchos motivos para que los seres humanos espontáneamente consideren que la educación y la política son las únicas vías posibles y legítimas de emancipación; nada que objetar a esta ilusión común, que tiene su dimensión de verdad; hay muy pocos, si hay alguno, para que la filosofía de nuestro tiempo comparta ese juicio y refuerce esa ilusión silenciando lo que la propia filosofía ha desvelado en su historia, a saber, que la educación y la política, como la moral y los derechos, junto a la noble función de ayuda a la emancipación, de protección de los débiles, cumplen otra menos laureada de complicidad con la dominación, de reproducción de estructuras de sumisión.

Quiero argumentar, en este trabajo, que desde sus orígenes la filosofía puso la esperanza emancipadora en la educación y la política, silenciando las disidencias; las defendió con fe, con excesiva fe, aunque la razón y la experiencia retaron constantemente su consistencia. Quiero reflexionar sobre las raíces, la función y los límites de esas ilusiones emancipatorias. Para hacerlo, ilustraré la presencia de esa ilusión en tres momentos relevantes de la historia de la filosofía, en tres autores de importancia incuestionable de nuestra tradición: el momento clásico (Platón), el momento ilustrado (Kant) y el momento crítico (Marx).


1. Filósofos educadores y tiranos filósofos.

Aunque me preocupa más la sumisión al simulacro de la gente normal que de los filósofos, me irrita más su presencia en éstos; aunque no nos podamos pedir a nosotros mismos pensar fuera y más allá de nuestro tiempo, debemos exigirnos no pernoctar en el anacronismo. Digo esto porque no es sólo el “sentido común” el que pone espontánea e ilusoriamente la educación y la política como esperanzas de acabar con el mal social; también en el pensamiento filosófico han sido una constante, en consonancia con el mito de que el origen de todo es el espíritu, la palabra (recordemos el más sagrado principio de la tradición cristiana: “el verbo se hizo carne”).

Es muy comprensible que el pueblo llano haya llegado a creer que la educación y la política son las vías de su salvación en este su “mundo de la vida”, pues constata espontáneamente las ventajas prácticas de ambas: sufre en sus carnes la falta de educación (moral, técnica o estética), e incluso la “mala educación”, con sus efectos sociales (aceptación/exclusión), económicos (bienestar/miseria) o antropológicos (libertad/represión). Como he dicho, nada que objetar a esta valoración espontánea y generalizada; sería ridículo narcisismo dudar de sus ventajas y de sus múltiples beneficios; incluso de su potencial emancipatorio. Menos comprensible es la complicidad de la filosofía en esa valoración; ni siquiera puede explicarse por el dominio de una ontología idealista, en que el espíritu es puesto como demiurgo de la realidad (concorde con el mito: “y el Verbo se hizo carne”), pues de Epicuro a Marx ha habido filósofos críticos que han propuesto otra génesis de las cosas. Además, mirado de cerca, si algo ha puesto de relieve la historia de la filosofía es, precisamente, la resistencia de la realidad a dejar ordenar su matriz por el espíritu. Recordemos aquella escalofriante pregunta de Adorno, en su Dialéctica negativa, sobre la posibilidad y el sentido de la filosofía después de Auschwitz, poniendo de relieve que dos milenios y medio de educación filosófica no habían servido para evitar la barbarie precisamente en el país de mayor cultura filosófica; la filosofía de nuestro tiempo la vive en su simulacro con emoción trágica, la consume como expresión estética maldita, pero al instante se reengancha con el plácido y consolador discurso liberal, en el que todo conflicto es ocasional y contingente, todo mal se reduce a un problema de comunicación que tiene solución con el diálogo. ¿Qué profesor de filosofía de nuestros días no se ha hecho la pregunta “¿qué hago aquí, enseñando filosofía?”, desolado ante su impotencia para competir con “el barro de la historia”, como gusta decir el argentino José Pablo Feimann? [1] ¿Quién no ha sentido en momentos de desánimos, o de lucidez, la esterilidad “educativa” y “política” de su práctica filosófica, ante la evidencia de que la vida individual y social tiene otros gestores, otros amos, que condenan nuestra actividad, como ha dicho A. Badiou, sea a la estéril deserción, sea a la complicidad con el poder? ¿Quién, al fin, no ha temido devenir un “ladrillo en la pared”, como el Jacotot recuperado por J. Rancière en El maestro ignorante, esa figura de pedagogo devenido símbolo en nuestros días de cuantos profesan la fe de poder enseñar sin saber?

Podemos seguir golpeando el yunque, pero si algo ha puesto en claro la historia de la filosofía –y la “otra” historia- es que al mundo no le mueven las ideas, especialmente las buenas ideas. No es difícil relatar algunos casos elocuentes. Tal vez el más grande de los primeros filósofos, Platón, en tal vez su obra mayor, la Politeia (Πολιτεία), conocida como la República, el diálogo más poderoso conceptualmente si no el más bello, pone de relieve que ya en los orígenes de la filosofía y en el centro del mundo clásico estaba viva esa ilusión de que el hombre justo y la ciudad perfecta (autárquica), la virtud y la felicidad, dependían de la educación y el buen orden político; pero también visibiliza los límites de esa esperanza, el carácter ilusorio de ese idealismo.

Aunque no fuera el objetivo de Platón, en el texto nos ofrece una descripción de la ciudad perfecta, que para un griego es sinónimo de garantía de eternidad, por lo cual el canon ha de ser su autarquía. Pues bien, en esa descripción de la ciudad ideal (“ciudad en idea”, dice Platón), una parte sustancial de la misma se la lleva el minucioso relato sobre la educación (sus procedimientos, métodos, contenidos…) como institución política esencial para producir (recordemos: educar es forjar el carácter) las clases de ciudadanos, con la preparación adecuada en conocimientos, valores y virtudes, para cumplir todas las tareas que necesita una ciudad que aspira a ser perfecta, es decir, autosuficiente. Recordemos aquellas disquisiciones sobre la necesidad de censurar los libros homéricos, por el trato que se daba a los dioses en algunos pasajes (representaciones antropomórficas de los mismos, atribuciones de pasiones y debilidades humanas…); o delimitar los instrumentos musicales en que habían de ejercitarse (como la cítara) y los que debían prohibirse (como la flauta), dado la asociación entre la música y los sentimientos que engendraba esos instrumentos en el alma de los jóvenes. Todo pensado en orden a un objetivo prescrito por la ontología platónica, según la cual la perfección del alma humana en su esencia (en aquello para lo que cada uno está mejor dotado) es un deber consigo mismo, y su cumplimiento optimiza la propia felicidad en el individuo y maximiza su utilidad para la sociedad. Ontología idealista, sin duda, pero de gran belleza y que sigue contaminando nuestro pensamiento 2500 años después. Al fin, ontología tramposa, que enmascara y sacraliza un orden social y una división de trabajo asumidos apodícticamente, confiando a la educación y a la política su instauración y reproducción.

Podríamos pensar que “en idea”, es decir, discursivamente, es fácil construir la ciudad perfecta. Si se asume que el comportamiento del ser humano es una determinación de su carácter, y que éste es un producto forjado y manufacturado por la educación, no hay obstáculo para diseñar un mundo perfecto de hombres emancipados y justos. Pues bien, resulta que ni aun así es posible, como si el mismo pensamiento especulativo se avergonzara de su hybris y tuviera que imponerse límites a sí mismo; sorprendente y significativamente el espíritu ha de ceder ante una exterioridad que ni imaginariamente puede controlar. O sea, la filosofía ha de asumir que la educación tiene su límite en la construcción de la justicia y la libertad.

Hay en la República un pasaje de oro al respecto, a saber, aquél en que se plantea el posible peligro de que los gobernantes puedan "abusar de su poder" y "devenir tiranos". En ese momento, cuando Sócrates retóricamente pregunta si "¿...no contaríamos con la mejor garantía a este respecto si supusiéramos que estaban realmente bien educados?, y Glaucón responde con rotundidad: "¡Si ya lo están!". Entonces Sócrates nos sorprende diciendo, posiblemente con profundo pesar: "Eso no podemos sostenerlo con demasiada seguridad, querido Glaucón" [2].

Es un momento decisivo de la República, en el que se enuncia la tragedia del pensamiento, habiendo de reconocerse como demiurgo impotente. Es el momento en que Platón, el gran idealista, muestra su escepticismo respecto al programa educativo. Un momento que se repite numerosas veces en la historia de la filosofía, a veces de forma trágica, como en la Ética de Spinoza, donde el filósofo judío ha de asumir la impotencia del conocimiento para hacerse desear; otras veces de forma irónica, como en el Tratado de la naturaleza humana, de Hume, donde el pensador escocés sentencia distendido la inevitabilidad de asumir la razón esclava de las pasiones. Pero el primer momento, y tal vez el más espectacular, es el de Platón, al poner límite a la propia educación ideal. Pues, resaltémoslo, no se trata de enfatizar las carencias de tal o cual sistema educativo; no se trata de dudar de las teorías educativas que se disputan la verdad; ni siquiera de poner en duda la posibilidad de educar a los seres humanos, es decir, de forjar su alma en el conocimiento y en la virtud; se trata de una cuestión más profunda, de nivel ontológico, en tanto que niega la suficiencia de la "educación ideal", cuyo programa, con sus métodos y contenidos, ha sido por él mismo diseñado, racionalmente, en la idea.

Este fracaso es el que da sentido a la República [3] , el que da entrada a la política ante la insuficiencia de la educación. Ha fracasado su principio, pues se reconoce, tal vez con tristeza, que no basta contemplar lo bello para desear la belleza, ni conocer lo justo para amar la justicia, eje de la pedagogía y la política platónicas. La educación, que consigue que el alma contemple de nuevo el paisaje eidético, no es suficiente garantía de control del deseo. De ahí que sea necesario recurrir a determinaciones externas, a medidas estructurales, políticas; no basta educar bien a los gobernantes, forjar su alma en la virtud, la belleza y la verdad, además hay que someterlos a límites externos, políticos, o sea, a las leyes. La educación no puede controlar al eros; ha de dar entrada a la fuerza. Todo un fracaso, sin duda.

Hay cierta grandeza en este posicionamiento de Platón, reconociendo que en el alma humana hay caballos blancos y negros, y que éstos no pueden dejar de ser negros sin destruir la naturaleza humana. Y esos caballos negros, de las pasiones, cuyo tiro puede ser mediado por los blancos, los de la educación, también deben ser alimentados y apaciguados. Donde no llega la educación, han de llegar las leyes, pensadas éstas no sólo como el látigo que amenaza su fiereza, sino como el pienso que desactiva su ferocidad. De ahí que “Sócrates” continúe su reflexión diseñando para los gobernantes un status social en el que se encuentren satisfechos los caballos negros de sus almas, tal que no necesiten recurrir a otras vías de satisfacción, las injustas vías de la dominación sobre los otros.

La debilidad de la verdad frente al deseo será compensada con la neutralización, control o manipulación social del deseo; y por ahí se nos escapa la perspectiva de emancipación humana y empieza el camino de elegir la mejor servidumbre. La primera medida propuesta al respecto como complemento a la educación es que "dispongan de viviendas y enseres tales que no les impidan ser todo lo buenos guardianes que puedan ni les impulsen a hacer mal a los restantes ciudadanos" [4]. Y es así como se da entrada al "comunismo platónico". Un comunismo peculiar, sin duda, sólo para los gobernantes, para los mejores, para los mejor educados, pero que por su destino están en el origen del mal político. Por si falla el control educativo del eros, ahí están los límites políticos, la represión pura y simple: "nadie poseerá casa propia, excepto en caso de absoluta necesidad. En segundo lugar, nadie tendrá tampoco ninguna habitación ni despensa donde no pueda entrar todo el que quiera. En cuanto a víveres, recibirán de los demás ciudadanos, como retribución por su guarda, los que puedan necesitar unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos, fijada su cuantía con tal exactitud que tengan suficiente para el año, pero sin que les sobre nada. Vivirán en común, asistiendo regularmente a las comidas colectivas como si estuvieran en campaña..." [5].

Visto el comunismo como instrumento, no como propuesta sustantiva ideal de comunidad sino como estrategia política de control o inhibición del eros, se entiende el extremo al que lo lleva Platón, a veces pueril: "Serán, pues, ellos los únicos ciudadanos a quienes no esté permitido manejar ni tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubra estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos" [6]. La imposibilidad de la propiedad es puesta como baluarte contra el deseo, pues "si adquieren tierras propias, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores y labriegos, y de amigos de sus conciudadanos en odiosos déspotas..." [7]. Por eso no se extiende como medida "buena" para todos: sólo es buena aplicada a los gobernantes, en cuyo seno el eros es factor de luchas e injusticias.

No es un elogio de la igualdad, condición de la libertad, sino un auténtico miedo al eros y a las condiciones que lo despiertan (excedentes, acumulación, placer...). Platón sospecha que el deseo de posesión y el afecto personal son, como en Hume, dos grandes peligros para la justicia: de ahí que vea en la imposibilidad de la propiedad y del reconocimiento de los hijos el mejor antídoto. En el fondo piensa, como Hume, que "nadie desea lo imposible". Se trata de eso, de hacer imposible el deseo. Y como no basta con prohibirlo en la educación, recurre a inhibirlo privándolo de su objeto.

Junto a la prohibición de tocar oro, medio de hacer ineficaz la ambición, el otro instrumento político de control de las pasiones y para forzar la virtud de los gobernantes, es el de la “comunidad de mujeres y hombres [8]. No tiene otro objetivo que el de impedir que el gobernante distinga a los suyos de los otros, y así neutralizar el otro rostro político del eros, la parcialidad, la tendencia a favorecer a los propios: “Esas mujeres serán todas comunes para todos esos hombres, y ninguna cohabitará privadamente con ninguno de ellos; y los hijos serán asimismo comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre” [9].

Aplica Platón un principio interesante, a saber, que el peor mal para una ciudad es aquello que la divide, enfrenta y disgrega, y el mejor bien lo que la une; y “ lo que une es la comunidad alegrías y de penas, cuando el mayor número de ciudadanos goce y se aflija de manera parecida ante los mismos hechos felices o desgraciados” [10]. En consecuencia, “la ciudad en que haya más personas que digan del mismo modo y con respecto a lo mismo las palabras “mío” y “no mío””, esa será la que tenga mejor gobierno [11] . No distinguir a los propios hijos llevaría a verlos a todos de la misma manera, con el mismo sentimiento. En cualquier caso, lo que aquí nos interesa resaltar es que Platón acepta la derrota de la educación en su empeño de crear la ciudad justa y ha de recurrir a medidas coactivas, al derecho, a la política.

Rota la esperanza en la educación como vía de justicia y libertad el optimismo parece desplazarse a la vía política. Pero también aquí Platón nos ofrece motivos para la sospecha. La verdad es que, si juzgamos por sus propios testimonios, tenemos pocos motivos para confiar a la política la garantía de la liberación. En la conocida Carta VII nos relata las aventuras y desventuras con Dionisio, tirano de Siracusa. En resumen, Platón confió en la política como vía de construcción de la ciudad justa; descartada la democracia, seguramente encarnación del mal político en el imaginario del filósofo ateniense, confió en el Tirano para que, guiado por la filosofía, llevara a cabo las reformas necesarias para conseguir la ciudad bella y virtuosa. Ya en la República había teorizado como único remedio a los males de las ciudades el mito del Filósofo-Rey: “A no ser que los Filósofos reinen en las ciudades o que cuantos ahora se llaman reyes y dinastías practiquen noble y adecuadamente la filosofía, que vengan a coincidir una cosa y otra, la filosofía y el poder político…, no hay tregua para los males de las ciudades, ni tampoco, según creo, para el género humano” [12].

Y vuelve sobre el tema en la Carta VII, donde tras reconocer su fracaso político nos dice que " al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias ". Para acabar diciendo que, siendo la filosofía verdadera la única capaz de distinguir lo justo y lo injusto, por ello, "no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos gracias a un especial favor divino" [13]. Pero ese doble mito, del Filósofo-Rey y del Rey-Filósofo, ofrece pocas esperanzas. En cuanto el primero, es tan inusual que no se conocen ejemplos; en cuanto al segundo, su experiencia en Siracusa ejemplifica su extravagancia. Platón vivió en sus carnes el desaire del poder a la filosofía, y otros filósofos condescendientes con los déspotas, con voluntad de “consejeros de príncipes”, como Diderot, recibieron siglos después el mismo trato. La filosofía y el poder son refractarios; la política guiada por la filosofía, si se quiere, la educación del príncipe, tiene en la historia más sombras que luces. Por otro lado, esperar que el filósofo devenga rey es hoy más que un sueño, es un chiste.

Queda la pregunta, ¿no es posible otra vía política? Para Platón no, pues ha cerrado el paso a la democracia y a la república, hasta el punto que teme menos al tirano que a la revolución. El "hombre sensato", nos dice, si ve su ciudad mal gobernada debe decirlo, pero sin incitar a la rebelión: "no debe emplear la violencia contra su patria para cambiar el régimen político cuando no se pueda conseguir el mejor sino a costa de destierros y de muertos; debe mantenerse tranquilo y rezar a los dioses por su propio bien y el de su país" [14]. La revolución no es pensada como alternativa emancipatoria, aunque haya que elegir entre la ilusión (en la política, en la educación) o el silencio nihilista.


2. Liberales éticos y consejeros de príncipes.

La Ilustración representa otro momento de la filosofía en la que ésta aspira conscientemente a “devenir mundo”, a realizarse; y las dos vías de realización son las mismas de siempre, la educación y la política, necesarias y suficientes para la creación de ciudadanos libres, con voluntad autónoma, en comunidades políticas racionales, regidas por el derecho, garantía de la justicia y la igualdad. El hombre emancipado que persiguen los ilustrados es muy diferente del griego, pero la estrategia de producción es la misma. Ahora se trata de crear el individuo moderno, burgués, que entiende su capacidad de elección y decisión como signos de su libertad e igualdad; individuos con independencia económica, capacidad de librepensamiento y voluntad autónoma, tal como recoge su bella metáfora de la “mayoría de edad”, que nombra y normativiza el ideal liberal de autodeterminación. Otra educación y otra política, pero siempre la educación y la política.


2.1. ( Ilustración francesa). Helvétius, un ilustrado no muy conocido hoy, pero filósofo de primera fila en su tiempo, veía en la educación y la política, que él llamaba “Ciencia de la Legislación”, los dos instrumentos legítimos y esperanzadores para forjar el carácter, para formar hombres. En su Del espíritu dice: “el arte de la educación no es otra cosa que el conocimiento de los medios apropiados para formar cuerpos más robustos y fuertes, espíritus más esclarecidos y almas más virtuosas” [15] . Entendía, como Platón, que la educación era una tarea política, es decir, una herramienta en manos de los poderes públicos para crear la sociedad, garantizando la necesaria identidad, la hegemonía de los valores comunes, y las capacitaciones técnicas necesarias, la formación en las artes, ciencias y oficios imprescindibles para el progreso social. Como ilustrado, está convencido de que es la legislación la que hace a un pueblo estúpido o esclarecido. La Legislación es para él la Pedagogía, pues su función es la de modelar el alma de los hombres y los pueblos. Su ontología, su concepción antropológica, era adecuada al proyecto: debilitaba la efectividad de la presencia del elemento biológico en la naturaleza humana, pensándolo como neutral, como indeterminado, sin tendencia al mal o al bien, tal que el ser humano real era pensado como fruto de sus experiencia, sensible e intelectual. El alma humana, que al fin determina su comportamiento (cómo siente, piensa, desea, ama, odia…) es producida, al igual que su cuerpo físico, en la fábrica social. El peso de la determinación biológica era para Helvétius muy liviano, como mera materia prima susceptible de casi infinitas transformaciones. Tal ontología, su materialismo sociológico, le permitía un gran optimismo revolucionario. Si el hombre es un efecto social (de la educación, de las leyes, de las costumbres, de la prácticas, de las relaciones sociales…) su estupidez, sus vicios y su miseria, todo ello evidente, son fruto de la historia y, por tanto, algo a corregir.

A diferencia de Rousseau, con quien mantuvo profundas diferencias ideológicas, el peso de la creación de un hombre nuevo pasaba por la educación social, que no sólo apuntaba a la necesidad de la enseñanza pública, sino que ponía a debate una nueva idea de la educación, la que se ejerce de forma inexorable por el medio social y político. Le preocupaba más la educación en el “aula sin muros” de la sociedad que en las cerradas instituciones escolares; creía que educaban más las leyes, y los hábitos y relaciones que éstas imponían, que los libros y los maestros, idea que podríamos rescatar para considerarla en nuestro tiempo, que lo sabemos pero lo ignoramos (silenciamos). Un nuevo hombre es un nuevo espíritu, lo que requiere una nueva educación, o sea, una nueva legislación, una nueva política: “El arte de formar hombres está, en todo país, tan estrechamente enlazado con la forma del gobierno que tal vez no sea posible hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacer cambios en la constitución misma de los Estados” [16].

Su celo por la educación y la política como armas en nuestras manos –en manos de la política- para producir hombres esclarecidos en sociedades justas y prósperas le llevaba, sin duda, a ingenuidades, como decir, dirigiéndose al gobernante: “si quiere formar ciudadanos más virtuosos y esclarecidos, todo el problema de una excelente educación se reduce, en primer lugar, a fijar para cada una de las condiciones sociales diferentes donde la fortuna nos coloca la especie de objetos y de ideas que deban grabarse en el espíritu de los jóvenes y, en segundo lugar, a determinar los medios más seguros para encender en ellos la pasión de la gloria y de la estima. (…) Una vez resueltos estos dos problemas, es seguro que los grandes hombres que son ahora la obra de un cúmulo ciego de circunstancias, llegarían a ser la obra del legislador, y que dejando menos rienda suelta al azar una excelente educación podría, en los grandes imperios, multiplicar infinitamente tanto los talentos como las virtudes” [17].

Ya vemos que, para los ilustrados, los hombres buenos y las sociedades justas se producían como los objetos de la nueva manufactura capitalista, con escrupuloso control de calidad. La materia prima, en uno y otro caso, aparece como una sustancia indeterminada esperando recibir la forma, cualquier forma, del espíritu (de la voluntad de su creador). La emancipación ahora no admite límite alguno, como la producción capitalista: hemos de poder liberarnos de todas nuestras determinaciones, de todas nuestras identidades, para poder “elegir libremente”, signifique eso lo que signifique, nuestra nueva identidad, siempre de prêt-à-porter , con elementos seleccionados como una cesta del supermercado (y la metáfora no es mera metáfora, pues nada nos identifica más que nuestra cesta, que incluye incluso nuestro poder de compra)

Este nuevo individuo, capaz de educarse a sí mismo, sujeto epistemológico, ético, jurídico, político y estético, se constituyó sólo cuando podía constituirse, cuando llegó su hora. Y esta hora no podía ser otra que la irrupción del capitalismo invirtiendo la relación de poder con la naturaleza. Hasta entonces habría resultado una actitud patética y estéril la de una subjetividad que se reivindicara creadora del mundo; bastantes problemas tenían los hombres con sobrevivir adecuándose a aquella naturaleza dura e insensible; pero el capitalismo permite creer, obliga a creer, que todo es obra de la subjetividad, que somos los creadores del mundo: el orden político (al fin, un mero contrato), los valores, la verdad, el gusto y, en la cima de la hybris, la propia naturaleza, al fin sometida a la técnica pidiendo socorro para su supervivencia.

Lo que no sospecharon los filósofos ilustrados es que su victoria sobre la objetividad encubaba la semilla de su derrota, pues conllevaba no sólo que el cuerpo, al fin naturaleza, fuera sometido y disciplinado, sino que el alma, el espíritu, el pensamiento erigido en demiurgo, acabaría sometido a una terrible lógica, la más terrible de todas, pues era vivida como propia: la lógica de la técnica, el despotismo del logocentrismo. Un par de siglos bastaron para que la ilusión dejara ver sus arrugas. Los sueños de Schiller de “educación del género humano” o los rousseaunianos de “educación natural del hombre” acabaron revelando el simulacro de emancipación que llevaban dentro.

Pero, volviendo a lo nuestro, ese optimismo ilustrado de educación y autodeterminación se estrellaba siempre en la vida política contra la muralla del poder, y muchos de ellos, como el propio Helvétius, lo vivieron en sus carnes. En su esquema, acabamos de verlo, necesitaban poner sus esperanzas en la política. Pero en su época la política era la que era, estaba en manos de los gobiernos absolutistas, autoritarios, particularistas, del Ancien Régime. En lugar de “tiranos”, como en el momento platónico, había “déspotas”. Como la necesidad de ideales lleva inevitablemente a eso, a idealizar, se inventaron la figura del “déspota ilustrado”, que a la hora de la verdad no lo era tanto. Quisieron creer y creyeron que era más plausible y sensato esperar que entre la fauna monárquica hubiera algunos príncipes, nobles, duquesas…, amantes de las artes y las letras, que se pusieran de parte de los filósofos, les permitieran sus licencias, les protegieran e incluso les dejaran hacer de “consejeros áulicos”. En definitiva, creyeron que los déspotas ilustrados eran la mejor vía para educar al pueblo, esclarecerlo, dignificarlo y crear una sociedad conforme a la razón. No es necesario decir que esa esperanza de educación del pueblo por mediación de la política se reveló ilusoria. Cierto que con argucias conseguían burlar la censura alguna vez, o levantar alguna sanción excesivamente dura, pero visto globalmente fue un fracaso. Diderot, tal vez el ilustrado más lúcido (y no en vano sus obras estaban en la mesilla de noche de Kant, como lectura de cabecera), reconocería en sus Observations sur le Nakaz y, sobre todo, en su Essai sur les règnes de Claude et de Néron , su verdadero testamento político, que un príncipe bueno es peor que un príncipe malo, porque el "bueno" es capaz de hacerse amar, de robarnos la libertad del alma. Tener un amo es siempre un riesgo: "Quien puede conducirnos al bien, puede conducirnos también al mal. Un primer déspota justo, recto y esclarecido es una plaga; un segundo déspota justo, recto y esclarecido es una plaga más grande aún; un tercero parecido a los dos anteriores, al hacer olvidar al pueblo su privilegio, consumaría su esclavitud" [18] .

Claro, siempre podemos hacer la pregunta, ¿por qué depositar la confianza en el tirano o en el déspota, y no en la democracia o, al menos, en la república? Estoy convencido, aunque aquí no puedo entrar en el tema, que esa pregunta simplemente prolonga la esperanza. En todo caso, los ilustrados no tenían república ni democracia, y los franceses, salvo excepciones, no confiaban en esas otras figuras de la política. Tenían sobradas experiencias de que el pueblo, precisamente por su condición de no esclarecido, era leña del fanatismo y la ignorancia. Era el pueblo el que, debidamente manipulado, salía a las calles a quemar los libros de los materialistas y a pedir su arresto, si no su cabeza. Por ello los ilustrados se veían desplazados a confiar en algún “déspota ilustrado”, que desde arriba llevara a cabo las reformas del estado y la educación. La política del déspota era su esperanza. Ya vemos en qué lugares tan extraños llegamos los humanos a depositar nuestras ilusiones. Y todo porque en su pensamiento no cabía la posibilidad de pensar, y mucho menos legitimar, la rebelión.

Hay que añadir, además, que cada cual es hijo de su tiempo, y el mundo parisino ilustrado sentía por la democracia, que identificaban como gobierno del populacho (la canaille , decía Voltaire) un fuerte rechazo. En realidad, les horrorizaba cualquier política que pasara por movilizaciones populares, por agitación de las pasiones, por revueltas sociales. D´Holbach, un filósofo en ciertos aspectos provocador y revolucionario, tiene esta visión del poder político: "No vemos sobre la superficie del globo más que soberanos injustos, incapaces, reblandecidos por el lujo, corrompidos por la lisonja, depravados por la licencia y la impunidad, desprovistos de talento, de costumbres y de virtudes..." [19]; no obstante, ante el tema de la revolución toma distancias: "Las naciones deben soportar con magnanimidad las penas que no pueden obviar sin volverse más miserables. El perfeccionamiento de la política no puede ser más que el fruto lento de la experiencia de los siglos; ella madurará poco a poco las instituciones de los hombres, los volverá más sabios y con ello más felices" [20] . Y Condorcet, de posición política nada sospechosa, confía el progreso y la emancipación al conocimiento y la política "sólo la fuerza irresistible de la verdad universalmente reconocida, sin estas crisis, sin estas agitaciones, que no hacen sino sustituir unos abusos por otros abusos y fatigar una generación que dejará a las generaciones siguientes otros desórdenes que combatir y otros males que destruir..." [21]. No es difícil conjeturar que la esperanza emancipadora en la educación y la política se reproduce, precisamente, por ausencia de una tercera vía, negada la de la revolución; los fracasos no sirven para descartarlas, sólo para mostrar sus carencias o imperfecciones accidentales, que se suponen corregibles.


2.2. (Ilustración alemana). Desde la otra ilustración, la alemana, las cosas son semejantes. Las primeras líneas de su afortunado panfleto ¿Qué es la Ilustración?, de las más citadas de la historia, ponen en primer plano la educación como condición de la liberación del hombre y de los pueblos: “La ilustración consiste en la salida por el hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración”.

Kant piensa al hombre emancipado, no podía ser de otra manera, en un contexto bien referenciado: en una sociedad –“por supuesto, republicana”, nos dirá él- de individuos libres, iguales en derechos e independiente. Entendiendo por tal la capacidad de sobrevivir con dignidad, tal que la venta o el alquiler del cuerpo no hipotequen el pensamiento ni la voluntad. La mayoría de edad, como estado de emancipación, se logra como resultado del esfuerzo personal y del cultivo de la individualidad; es fundamentalmente un proceso de educación, orientado a posibilitar la autoeducación. Lo dice en el texto que comentamos: la sumisión es culpa de los individuos, si no en el origen del mal, sí en su convivencia pacífica con el mismo, por su pereza para pensar. Dice: “La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea”.

No deberíamos menospreciar esta aparente ingenuidad idealista de pensar la emancipación como simple voluntad de pensar. Es cierto que identificarla con la “libertad de hacer un uso público de la propia razón en cualquier dominio” puede parecernos hoy una banalidad, hoy que gozamos de una libertad de pensamiento sin límites formales, en el sentido de que las barreras de la censura se han alejado indefinidamente. Pero si en nuestro tiempo se han disuelto las barreras al pensamiento contra las que luchaba Kant, a saber, las puestas por la Iglesia y por el Estado, me temo que han sido sustituidas por otras formas de censura y de vigilancia, más soportables pero más eficaces. Cuando Kant dice: “Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El asesor fiscal: ¡no razones y paga tus impuestos! El consejero espiritual: ¡no razones, ten fe!”, ¿no podríamos añadir el imperativo de nuestro tiempo, “opinad, malditos, pero no razonéis”? Incluso otros más comprometidos y actuales “Indignaos, pero respetad la democracia”, “Disentid, pero civilizadamente”, “rebelaos, pero ordenadamente”.

Como tantos otros ilustrados, tuvo ocasión de comprobar que el segundo mito platónico, el de Rey-filósofo, tampoco tenía su lugar en la modernidad, en que muchos filósofos, asumiendo con honestidad la función de "consejeros de príncipes", sintieron en sus carnes la naturaleza refractaria del poder a la filosofía incluso en aquellos elogiados "déspotas ilustrados", que en el momento de la verdad siempre mostraron la superficialidad de su ilustración. Efectivamente, El conflicto de las Facultades (1794), último texto de Kant publicado en vida, es un texto de autodefensa tras haber caído en desgracia ante el nuevo gobierno de Federico-Guillermo II. El 14 de junio de 1792 la censura había prohibido la segunda parte de La religión dentro de los límites de la propia razón [22]. Pues bien, incluso en este contexto en que siente en sus carnes la censura y la resistencia del poder a servir de vía de emancipación de los hombres, el discreto pensador de Königsberg plantea sus reivindicaciones profesando abiertamente la necesidad del respeto al derecho y al monarca. Dirá que es lícito a la filosofía elaborar teorías de la libertad y hacer uso de esa libertad, pero que ha de hacerse ante todo “dirigiéndose al público letrado y al monarca, para su esclarecimiento, y no al pueblo, para incitarlo a la rebelión”. Y en otro momento, hablando del tipo de reforma que se necesita y que es posible conforme al derecho, dirá: “ciertamente es agradable elaborar mentalmente constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente desde el punto de vista del derecho); pero es presuntuoso proponerlas y culpable sublevar con ellas al pueblo para abolir las constituciones existentes”.

Kant rechaza incansable las rupturas revolucionarias y las movilizaciones populares, por ser contrarias a la razón, por suponer un punto de indeterminación absoluta (de libertad, dirían otros) en que se cierra un orden y se abre otro incontrolado y con destino u orientación desconocido. En su Metafísica de las costumbres había dicho: “La empresa revolucionaria es en rigor absolutamente injustificable jurídicamente, puesto que el momento de creación de una legalidad nueva supone la liquidación de la antigua, por tanto, un momento de vacío legal, de discontinuidad radical en la esfera del derecho” [23] . Y ese momento es de riesgo de regreso al mal absoluto, al estado de naturaleza hobbesiano [24]. Pero ese momento también hace posible el acontecimiento del derecho y de la libertad, nos dice en el Proyecto de Paz perpetua: “La sabiduría política considera como su deber, en el estado actual de cosas, realizar reformas conformes al ideal del derecho público y, en cuanto a las revoluciones, utilizarlas, si la naturaleza las ha producido espontáneamente, no sólo para paliar una opresión aún más fuerte, sino como un grito de la naturaleza (Ruf der Natur) para establecer gracias a una reforma fundamental una constitucional legal fundada sobre los principios de libertad como siendo la única duradera”

Kant no concebía una rebelión social jurídicamente legítima; la veía posible, como rebelión contra el derecho, como “grito de la naturaleza”, como irrupción de la violencia en la historia, en definitiva, contra derecho [25]. La pensaba como un mal, a veces inevitable, pero nunca justificable; la revolución era el camino malo, elegido por la historia, cuando la vía de la razón se estanca y obstina en cerrar el paso al reino del derecho. La veía como un proceso que puede comprenderse (como hecho natural), e incluso desearse (como salto adelante en la historia, en cuento abre la posibilidad del reino del derecho y de la libertad), pero siempre será exterior a la razón y al derecho, siempre será ajena a la ética: “Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento”.

Sin duda alguna la educación y la política republicanas que propone Kant suponen un paso importante en la emancipación humana; incluso podríamos reconocer que es más racional y realista, es decir, más ajustado a su tiempo. Por eso nos suena más familiar, más cercano, más atractivo que el orden cerrado esclavista descrito por Platón. Pero aquí no se trata de elegir, sino de combatir la ilusión, y ésta persiste, aunque en figuras más atractivas, mas seductoras, y por ello más eficaces. Porque, lo que Kant oculta aún es que ese nuevo ideal humano y social que defiende no es una creación ex nihilo del espíritu, sino una exigencia del nuevo mundo capitalista. Claro que es el “espíritu” el que pugna por realizarse, por transformar la positivita; ahí están los filósofos luchando por educar al género humano y abrir las puestas a la razón. Pero lo que Kant silencia, sin duda de buena fe, es que ese espíritu, esa subjetividad, ha surgido de lo otro, ha llegado con la aurora de esa modernidad capitalista.


3. Falso final de la ilusión.

Cerraré el recorrido con mi comentario sobre algunas obras juveniles de Marx. Cierro conscientemente aquí, antes del marxismo, para evitar que el problema que planteo se traduzca al combate entre filosofía liberal y filosofía marxista, cerrando el debate crítico y abriendo la puerta a la fuga ideológica, a la lucha de trincheras. La crítica de la ilusión no requiere asumir la posición marxista. El joven Marx, de apenas 24 años, cuyos textos uso como ilustración de la sospecha de la filosofía del potencial emancipador de la educación y la política, es en filosofía un ilustrado y en política un liberal radical; por eso comparte con ellos la misma fe en la educación y la política como vías de emancipación. No obstante, por rigor filosófico, sin duda pensando que la tarea de la filosofía no es consolar, y mucho menos servir a un amo, forzado por la realidad desplaza o descentra la reflexión y abre un nuevo punto de vista, un nuevo sentido de los espacios sociales y una nueva valoración de las diversas prácticas.

En la Ilustración, lo hemos resaltado, la emancipación humana es descrita como salida de la “minoría de edad”, de toda tutela –violenta o paternalista-; pero también incluye la liberación de la miseria, de la ignorancia, del fanatismo, de la opresión [26] . La metáfora de la mayoría de edad es rica en contenidos. En lo antropológico refiere a la recuperación de su verdadera humanidad, que se resume en dos principios: libertad y razón. En el ámbito de lo político la mayoría de edad, la emancipación, se representa objetivamente como el reinado del derecho y subjetivamente como la aparición del ciudadano. En el discurso histórico se describe como la elevación de las sociedades a la altura de su tiempo, que la filosofía había establecido como tiempo de la razón y la libertad, tiempo de sustitución del despotismo por el derecho. Distintas manifestaciones en distintos planos de la realidad de un mismo proceso, que al fin es descrito como “emancipación política”, símbolo de la emancipación de los hombres, de la recuperación por éstos de su humanidad (perdida o nunca alcanzada), de su ser amos de sí mismos (pensar por sí mismos, elegir su fe y su destino, autodeterminarse, autogobernarse).

Marx, al fin hijo de su tiempo, compartió con los liberales ilustrados la preocupación por la emancipación política, como constatamos en sus primeros escritos. En ellos interpreta que la misma consiste en la construcción del estado racional, donde aparece la figura del ciudadano, autoconsciente y libre ya de todo lastre de súbdito. El estado, que empíricamente era el lugar de la dominación, en esencia era pensado por el pensamiento ilustrado como el lugar de la emancipación, pues “Sólo donde hay estado conforme a su concepto, decía Marx siguiendo a Hegel, hay ciudadano conforme al suyo”; donde el estado es ajeno a su concepto el ciudadano está ausente y su lugar lo ocupa el esclavo, el siervo o el súbdito. La emancipación, por tanto, subjetivamente equivale a conquistar la ciudadanía y objetivamente a instituir el estado racional, el reinado del derecho.

Se comprende así la importancia que en estos primeros escritos de Marx tienen la política y la filosofía como instrumentos de formación de los hombres libres. La política, porque se trata de reformar el estado y rediseñarlo conforme al ideal de los derechos, eliminando la hegemonía de los privilegios y restos feudales, única forma de sacar a Alemania de su retraso histórico, de su anacronismo, y elevarla a la altura de su tiempo, tiempo del derecho, tiempo del hombre ciudadano. La filosofía, porque en ese proyecto le corresponde la elaboración del concepto y porque la institución del hombre-ciudadano, mayor de edad, supone en ellos la capacidad de pensar y juzgar por sí mismos. Será, pues, la filosofía como actividad crítica (como “arma de la crítica”) el instrumento de emancipación, enseguida unido al otro, a la “crítica de las armas”, a la fuerza material del proletariado. De ahí que el pensamiento de Marx girara en torno a la función práctica de la filosofía y de la política (la educación y la legislación), como estrategias de emancipación.


3.1. ( Esperanza en la crítica). Los primeros escritos de Marx, desde su tesis de doctorado a los periodistas de la Gaceta renana, nos muestran a un muy joven filósofo defendiendo el “devenir mundo” de la filosofía, es decir, ejerciendo la crítica como método de formación de las conciencias y vía de transformación de la realidad. Pero no lo hacía en kantiano, negando la positividad desde fuera, en nombre del ideal, y amenazando doctrinariamente a los hombres que si no escuchaban los preceptos de la razón práctica, que prescribe instaurar el reino del derecho, la historia se encargaría de su realización a su manera, es decir, por la violencia, por la inquietante revolución. Marx ejercía la crítica en hegeliano, es decir, historizando el ideal, metiéndolo dentro de la génesis de la totalidad, si se prefiere, asumiendo la inmanencia de la lógica de la liberación. Hay una idea de Hegel que, a mi entender, Marx aprendió pronto y bien, a saber, que el bien podía proceder del mal, y a la inversa. Decía el filósofo berlinés: “En la Historia Universal y mediante las acciones de los hombres para satisfacer su interés, surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más de lo que saben y quieren inmediatamente…; al actuar producen algo más de lo que persiguen, algo que está en lo que hacen, pero que no esta ni en su conciencia ni en su intención” [27].

El progreso de la historia, por tanto, el proceso de emancipación, le parecía ciego e inconsciente, y cabalgaba también sobre los caballos negros del alma, sobre las pasiones e intereses; no pasa por la transparencia del espíritu, por la educación como mediación necesaria, ni por la política como realización de los nobles y puros ideales de la subjetividad. Ni la voluntad del hombre “educado” ni la política guían el proceso hacia la racionalidad y la emancipación. A la realidad no se le puede decir por donde ha de ir; sólo está a nuestro alcance averiguar su camino y la necesidad del mismo. Y eso, según Marx, ya lo había hecho Hegel en sus Principios de la Filosofía del Derecho; allí había quedado establecido el concepto de estado que correspondía a su tiempo al que se encaminaba la historia [28]. No valía la pena ningún esfuerzo más; la tarea pendiente era revelar al mundo los obstáculos, las limitaciones, los engaños, para ayudar al proceso. Cuando el espíritu se manifiesta ajustado a su tiempo, como en la voz de Hegel, es absurdo pretender superarlo. Y aunque Marx ya estaba a punto de iniciar su ajuste de cuentas con Hegel, pensaba, como dice en su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, que “La filosofía alemana del Estado y del derecho (…) ha recibido de Hegel su forma última, la más rigurosa y más rica”.

Es fácil comprender los efectos prácticos de esta posición hermenéutica. Si los sujetos pierden la consideración de demiurgos conscientes de la historia, la educación y la política, como cualquier tarea normativa, pierde sustantividad. Si la historia es tan indiferente a las prescripciones de la filosofía como la misma naturaleza, tanto la “buena educación” como la “buena política” devienen ilusiones estériles, cuando no simples figuras de la astucia de la razón. Para el joven Marx la naturaleza y el espíritu (espíritu objetivo) son sordos a las normas, a los deberes, a los ideales, a los fines, a las voluntades subjetivas de los hombres. Por eso le parecen irrelevantes y no le interesan las posiciones normativistas, los ideales de emancipación exteriores; no le interesa decir a los hombres en general cómo deben vivir, qué deben hacer, ni a los políticos cómo deben gobernar y qué fines han de adoptar. En un texto de esta época, la carta a Arnold Ruge de 1843 [29] define la nueva manera de intervenir en la realidad derivada de esta posición filosófica (permítanme que entresaque unos párrafos: “Lo necesario está aconteciendo. No tengo dudas, por lo tanto, de que será posible superar cualquier obstáculo. (...) es precisamente una ventaja de la nueva tendencia la de no anticipar dogmáticamente el mundo, sino que sólo queremos encontrar el nuevo mundo a través de la crítica del viejo. (...) Pero, si construir el futuro y asentar todo definitivamente no es nuestro asunto, es más claro aún lo que en el presente debemos llevar a cabo: me refiero a la crítica despiadada de todo lo existente, despiadada en el sentido de no temer las consecuencias de la misma y de no temerle al conflicto con aquellos que detentan el poder. (...) En ese caso, no nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria, con un nuevo principio: “¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella!”. Desarrollamos nuevos principios para el mundo a base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: “termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha”. Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tendrá que asimilar, aunque no quiera”.

No es en el marco de una racionalidad técnica o instrumental, sino en el de una dialéctica negativa, donde plantea la emancipación de los hombres por la educación (génesis de autoconciencia) y la política (transformación política).Y en la “Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”, de finales de 1843, publicado en los Anales franco-alemanes, Marx llama a una crítica radical, sin compasión, que fuerce las conciencias a emanciparse, a salir de su sumisión voluntaria, pero sin proponerles el ideal o el bien político: “De lo que se trata es de darles fuerte. De lo que se trata es de no dejarles a los alemanes ni un momento de resignación o de ilusión ante sí mismos. La opresión real hay que hacerla aún más pesada, añadiéndole la conciencia de esa opresión; la ignominia más ignominiosa, publicándola. Todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad alemana hay que describirlos como la partie honteuse de esa sociedad . Hay que hacerles bailar en esas circunstancias petrificadas cantándoles su propia melodía. Hay que enseñarle al pueblo a espantarse de sí mismo, para que cobre coraje”.

Esta peculiar posición crítica (que no es “marxista”, que deriva de Hegel, y cuyo antecedente es Rousseau), desplaza el eje de la emancipación de la educación y la política hacia la rebelión. Es una posición que aparece en su exilio, después del cierre de la Gaceta Renana. Meses antes de este desplazamiento filosófico político defendía en las páginas del periódico la estrategia ilustrada de racionalizar el estado como vía de emancipación, defendía la lucha política por la libertad, la igualdad y la fraternidad. La cuestión es ¿qué hizo posible y necesario ese giro?

Es fácil constatar que toda la obra periodística de Marx refiere al proceso de transformación burguesa del estado (de la Dieta renana) a sus reformas legislativas, cuya crítica afronta desde la posición filosófica (hegeliana) y política (liberal radical), como he dicho. Frente a unas reformas legales que, a juicio de Marx, siguen infestadas de particularismo (el mal político por excelencia, propio de todos los estados despóticos, basados en el culto al privilegio), defiende la coherencia y radicalidad del nuevo concepto de estado que los tiempos han explicitado en las declaraciones de derechos, y que no es otro que el estado basado en la libertad y la igualdad de derechos universales. Su posicionamiento frente a los procesos legales que intentaban reactivar la censura de prensa, las nuevas leyes reguladoras del divorcio, las que restringían los viejos usos públicos de recolección de la leña caída, la pesca o la caza, etc. [30], es homogéneo y compacto: denuncia de todo residuo de particularismo social, político o económico en los textos del legislativo. Las intervenciones de Marx son de una belleza retórica y una lucidez intelectual tal que sólo nos producen envidia al compararlos con los debates políticos contemporáneos de corto vuelo.

Son textos que, por un lado, concretan una intervención filosófica en la política, mediante la crítica; por otro, ejemplifican el uso político de la filosofía, al servicio de la emancipación [31]. Marx está convencido aún de que la emancipación del hombre se realiza por mediación del estado a su vez emancipado, pues sólo así deviene ciudadano. Su crítica a la tarea legislativa es una lucha por emancipación del estado de toda tutela: la tutela religiosa, la tutela de la nobleza, la tutela de la propiedad de la tierra, la tutela del derecho histórico; en definitiva, liberarlo de todo aquello que conlleva la desigualdad entre los hombres, de todo aquello que arrastra y conserva residuos de la distinción entre individuos-súbditos e individuos-ciudadanos. Tal cosa pasa objetivamente por la abolición en la ley, en el estado, de los privilegios (sociales, religiosos, políticos), y por la institucionalización de la igualdad de derechos; en términos filosóficos, por la abolición en el estado de la particularidad, de cualquier forma o residuo de particularismo. Marx apenas da un paso más allá de esta ideología liberal, expresada en los textos de la Revolución Francesa, y particularmente en las Declaraciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano. La humanidad se emancipa en el estado racional; el estado es la forma política de su existencia emancipada. Por eso escribe a Ruge: “El estado es una cosa demasiado seria para que uno se haga de él una Arlequinada”.

Su seguimiento del proceso legislativo de la Dieta renana le permitió apreciar la resistencia de la exterioridad a su penetración por la razón, es decir, las resistencias de los representantes de la cámara a racionalizar el estado, a eliminar los privilegios, a asumir consecuentemente el punto de vista de la universalidad. Vencer esta “resistencia” era la tarea de la lucha filosófica en la política, hacer valer la universalidad frente al particularismo, la igualdad frente al privilegio; denunciar los residuos o tentaciones corporativas, gremiales, estamentales, clasistas. Y, junto a esta lucha contra los mil rostros del particularismo, Marx proponía otra, con la misma raíz: la denuncia del pseudo universalismo, el segundo peligro o negación del estado racional. Traducido al lenguaje político ad usum : la desigualdad es la principal amenaza del estado y la pseudo igualdad, la “igualdad formal”, es la forma más sofisticada de la desigualdad.

Parece obvio que estos dos males o negaciones del estado siguen activos. Debidamente metamorfoseados, los particularismos se filtran y contaminan lo jurídico y lo político; y la pseudo universalidad se exhibe en sutil retórica. Todos nuestros políticos, del norte y del sur, cual seres asexuados, hablan hoy en nombre de la sociedad, e incluso de la humanidad; nadie habla en nombre de las partes (clases, sectores sociales, partido, religiones, etnias). ¡Es mejor amo el universal!. Y nuestros intelectuales, para quienes la totalidad racional es el Gulag, si no Auschwitz, reconocen retóricamente la totalidad del estado y la igualdad de derechos, gracias a nombres pseudo universales como el de “estado asimétrico” [32] , que permite defender la desigualdad con elegancia y discreción.

Lo curioso es que el joven Marx ya arriesgó una interpretación de esa “necesidad” de las clases revolucionarias (se refería a la burguesía) de presentarse en escena en nombre de la totalidad, primero inconscientemente, y luego con impunidad y alevosía. Lo hace, precisamente, para comprender la resistencia de los estados a su modernización, a devenir conforme a su concepto. Y lo hace no en marxista, sino en hegeliano, cuyo marco le permite interpretar que la universalización del estado siempre es reivindicada y defendida por la particularidad dominada frente a la particularidad dominante; pero, aunque lo oculte, aunque se disfrace de universal, la parte social que se rebela no puede librarse de su esencia particular. Siempre será la aspiración de un particular que esconde su aspiración a una nueva dominación. Su alternativa se legitima en tanto se presenta en nombre de la humanidad y como fin de la opresión. Está condenada a ese enmascaramiento; la necesidad se le oculta a su propia conciencia. Va de buena fe cuando dice querer el bien común, la igualdad, la emancipación universal.

Traducido a la historia: ese estado universal y liberador, piensa Marx, ha sido reivindicado e instituido por la burguesía, una parte de la sociedad que presenta su revolución en nombre de la humanidad, de los derechos del hombre y del ciudadano. Como dirá Marx, el “hombre” universal de los derechos del hombre es un particular mal disfrazado de universal, es el burgués vestido de hombre. Ese travestismos no es necesariamente consciente en su origen; la burguesía tiene la conciencia de que su alternativa es realmente universalizadora; después, en el proceso, surgirá la conciencia de clase, y entonces su discurso, que se mantiene universalista, ya es un cínico ropaje para ocultar la dominación. La burguesía, pues, inconscientemente se enmascara de universal; pero enseguida deja ver su esencia particular, enseguida aparece el particularismo en el estado. El burgués, nos dice Marx, ha reducido la humanidad a burguesía, lanzando fuera, a la inhumanidad, al no burgués, a lo no-burgués. Cuando la burguesía defendía que los derechos activos, o sea, los derechos políticos, estaban reservados a la riqueza, a la propiedad, estaba dictando que la vida verdaderamente humana (lo humano) estaba reservada a la burguesía; los otros quedaban en los márgenes de la ciudad, con sus derechos pasivos, como quedaban los metecos en las afueras de las polis, o como quedaban los esclavos, mujeres y niños de las democracias helénicas clausurados en los οίκοι.

Con esta explicación dialéctica podía Marx pensar, comprender, la lucha política de su tiempo, la resistencia de la Dieta a racionalizarse, las contradicciones en los discursos del legislativo; las dificultades en el abrirse paso de las reformas formaban parte de la lógica del proceso, por lo que no minaban la fe en la vía política de emancipación. La defensa de un Estado racional (aunque sea en idea), le parecía una lucha revolucionaria, en cuanto implicaba la negación de la realidad existente; la crítica filosófica y la reforma política, con todas sus dificultades para abrirse camino, seguían siendo para Marx la perspectiva emancipadora. O sea, Marx, como liberal ilustrado, participaba de esa doble ilusión.

Pero estaba en buena posición para salir de ella, pues junto a su intervención filosófica en la filosofía (debate teórico con los jovenhegelianos) llevaba a cabo su intervención filosófica en la política (debate periodístico sobre la reforma del estado). Cuando se tiene buena voluntad, a las ideas hay que darles un plazo para mostrar su verdad; pasado éste, mantenerlas es una ilusión. Y ese plazo, aunque indeterminable, equivale a una ruptura con la fe, implica abandono de la confianza en la fuerza de la idea y llega así el momento de una representación alternativa. Eso le pasó al joven Marx. La verdad es que en sus escritos en la Gaceta Renana Marx nos muestra su conciencia de las dificultades del derecho para ser determinado por la universalidad, que al fin es su esencia; si se quiere, las dificultades del espíritu objetivo para abrirse paso a través del espíritu subjetivo, a través de las voluntades subjetivas de los representantes, inevitablemente ancladas en el particularismo. Todos los debates de la Dieta expresaban el conflicto entre la idea racional y universalista del derecho y la fuerza de la particularidad expresada en la voluntad de los representantes de la sociedad civil. Bajo la retórica ético jurídica aparecían los intereses de clase, gremiales, de estamentos, retando a la razón. (No deberíamos extrañarnos, es lo que sigue pasando hoy).

Todo, pues, inducía a la ruptura que le llevara a hacerse la pregunta: ¿ Puede emanciparse el estado sin emancipar la voluntad de los hombres y sin cambiar el orden socioeconómico y la forma de propiedad a que responde y cuyas necesidades trata de satisfacer? Las representaciones, especialmente las filosóficas, como otros muchos medios de vida, tienen una terrible capacidad para asimilar los desajustes y las anomalías, para readecuarse y resistir, para re-usarse. Pero sin duda su elasticidad tiene también un límite. Para Marx este límite fue el giro antiliberal del poder político renano-prusiano, en el que la prensa libre (la filosofía) es vencida por la política. El estado no sólo se mostró refractario a la crítica, sino que, cuando ésta devino un obstáculo, puso en marcha su esencia, el poder, recurriendo a la censura, al cierre de periódicos, a persecución de intelectuales. Todo políticamente legal; todo con legitimación del legislativo. El propio Marx vio truncado su proyecto de vida profesional y hubo de exiliarse. Y, claro está, necesitaba mucho menos para aprender la lección: al fin, como buen hegeliano, tenía que pensar “eso es lo que hay”; lo real es racional; los políticos, la sociedad i el estado hacen lo que pueden hacer, actúan conforme a lo que son. El error, la ilusión, era esperar que ellos cumplan un deber ético prescrito desde fuera, por una razón práctica abstracta.

Y así pasa a hacerse la pregunta: ¿es el estado el lugar de la emancipación?, ¿tienen la política y la educación suficiente autonomía y fuerza para prolongar la esperanza en ellas? Y con esas preguntas, esas sencillas preguntas, introduce un descentramiento en el discurso de consecuencias teóricas sorprendentes, pues obligará a pensar lo que antes estaba sencillamente silenciado, invisibilizado, fuera del orden racional: la revolución. Ya que es una auténtica revolución copernicana de Marx la inversión de la relación ontológica entre el estado y la ideología y la “sociedad civil”, que de mero producto ahora adquiere sustantividad, historia propia, destino autónomo.


3.2. (Esperanza en el Estado). Si en la Gaceta Renana pensaba que cambiando el Estado se cambiaba la sociedad civil (posición idealista, en cuanto el movimiento pasaba por la Idea, por su objetivación jurídica en el Estado y su realización práctica en la sociedad civil), la reflexión que sigue a su fracaso periodístico le volverá cada vez más pesimista y tenderá a pensar, por un lado, que el estado racional es un ideal imposible, y por tanto una ilusión desechable, en tanto que siempre reflejará las particularidades de la sociedad allí representadas; y, por otro lado, que las reformas políticas progresivas, aunque deseables, no transformarán en profundidad la sociedad civil y los hombres. Por tanto, el círculo se ha cerrado y la esperanza se desplaza a otra parte: a la posibilidad de una transformación radical en la sociedad civil, que forzara a su vez la transformación del estado, de las prácticas humanas y sociales, y de sus formas de conciencia. Pero, claro está, esa transformación de la sociedad civil, para no caer en reflexión circular, debe responder a otras fuerzas que las políticas. Marx ha intuido así su propia revolución copernicana: ahora es la sociedad civil el centro del movimiento, de la historia, mientras que el estado y la conciencia, la política y la educación, son niveles de la realidad sin historia propia, cuyo movimiento sólo puede pensarse desde esa sociedad civil.

La entrada en crisis del paradigma ilustrado aparece con claridad en los Anales Franco-alemanes [33], y particularmente en el ensayo “La cuestión judía”. Esa crisis se abre cuando se rompe el marco estrecho de la política como escenario único de la emancipación; cuando irrumpe la sospecha de que la emancipación política no culmina el proceso; cuando, por decirlo con palabras del mismo Marx, la filosofía asume que “la emancipación política no es la forma acabada y desnuda de contradicciones de la emancipación humana”. Lo dice así de contundente: “La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general es la emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo, y en general de la religión. (…) el Estado se emancipa de la religión al emanciparse de la religión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no profesa ninguna religión, cuando el Estado se profesa más bien como tal Estado (como estatal?) La emancipación política de la religión no es la emancipación de la religión llevada a fondo y exenta de contradicciones, porque la emancipación política no es el modo llevado a fondo y exento de contradicciones de la emancipación humana”.

La entrada en crisis de la idea liberal de emancipación comienza con la crítica de las carencias de la emancipación política y acaba en la sospecha de que la emancipación política sea una vía adecuada de emancipación. Marx empieza por constatar que la “emancipación política” es una emancipación imaginaria, si no perversa, pues no elimina los particularismos, sino que los consagra; pone éstos como elecciones del individuo, cuando son determinaciones sociales; y de aquí pasa a sospechar que la emancipación política en sí misma es ficticia, es imaginaria, tanto si hablamos del estado, atado a las relaciones sociales, como si se trata del individuo, que ni en su existencia ni en su consciencia puede librarse de su naturaleza y de su condición social.

Como ya he dicho, el problema de la emancipación aparece tematizado e intensamente abordado por el joven Marx en La cuestión judía, en confrontación con Bruno Bauer. La pregunta que Marx se propone responder es la siguiente: ¿Es aceptable en el momento histórico alemán concreto la propuesta de emancipación política como objetivo? Hay que tener en cuenta que el tema de la emancipación estaba ya planteado en la filosofía de las luces tanto en su forma general como en su figura concreta de emancipación de los judíos, la llamada “cuestión judía” [34] . Para el liberalismo ilustrado la verdadera humanidad, conforme a los principios de libertad y razón, se consigue por el reinado del derecho y, concretamente con la igualdad de derechos, símbolo de la emancipación de los hombres, de la recuperación por estos de su humanidad (perdida o nunca alcanzada); se comprende que, en particular, la cuestión judía, la emancipación política de los judíos, se concretara en su demanda de igualdad de ciudadanía, igualdad de derechos con los ciudadanos de otras religiones sin renunciar a la propia.

El liberalismo ilustrado había conseguido universalizar los derechos relegando la particularidad al campo privado, o sea, privándola de relevancia política. Y en base a esa idea Bruno Bauer [35] dice a los judíos: si queréis igualdad de ciudadanía, comenzad por ser ciudadanos, por “emanciparos” de vuestra religión, por privatizar vuestra religión, por asumir la prescripción racional de subordinar en la esfera pública la religión a la política. Que es tanto como decir: si queréis ser tratados por los otros (por el Estado) como seres universales (ciudadanos), comenzad por liberaros de vuestra particularidad, renunciad a vuestra singularidad. Sin esa condición vuestra reivindicación es contradictoria, ilegítima e imposible.

La intervención de Marx en ese debate, sin dejar de tomar posición ante la cuestión judía, mira más alto, planeta cuestiones más universales: ¿es la emancipación política realmente la emancipación del hombre? ¿Es un objetivo final? ¿Subsume la negación de toda forma de sumisión y alienación? ¿Es el fin último de la filosofía? En otras palabras, y teniendo siempre a Hegel en el horizonte: ¿el estado racional hegeliano, la vida ética que determina, es el final de la historia? ¿O es más bien la propuesta al alcance de un pensamiento “alienado”, que no puede ir más allá de los límites exteriores que le son históricamente fijados? Es decir, si esa idea de emancipación política se concreta en la metamorfosis del hombre en ciudadano, ¿no será una ilusión, una nueva figura de la conciencia alienada que, en tanto que afectada por una carencia ontológica, no puede pensarse a sí misma ni pensar su emancipación sino con formas ilusorias, con sublimaciones, con huidas de sí, que simplemente reproducen su condición de enajenación en figuras sublimadas? Marx insinúa ya que cada ideología, cada forma histórica de conciencia, marca los límites a las preguntas y respuestas que pueden plantearse, marca los límites del pensamiento, de la voluntad e inclusos de la imaginación. Un liberal, desde la ontología liberal, no puede pensar otra forma de emancipación que la definida por los derechos del hombre y del ciudadano, pareciéndole dominación cualquier otra relación social; pero el pensamiento crítico no ha de aceptar esa prisión.

Aparentemente lo que está en juego es la confianza en la vía política (en el Estado, en los derechos) como vía de emancipación. Hay al menos dos motivos de sospecha: uno respecto a que la liberalización política agote y culmine la emancipación humana, y otro que cuestiona que la vía política sea realmente una vía de emancipación, que sospecha que se trate de un camino a ninguna parte (o mecanismo de reproducción de esa alienación). Ambas sospechas están presentes en la reflexión de Marx, y activan su desplazamiento teórico. Veámoslo.

Marx, decimos, va más lejos de la “cuestión judía”, aprovecha la ocasión para someter a crítica la idea jovenhegeliana de emancipación, que pasaba fundamentalmente por la educación, por la liberación de la conciencia de todas sus alienaciones ideológicas, particularmente la religiosa. Esa idea de emancipación política se concreta en la defensa de una idea estatal (si se quiere, laica) de Estado frente a una idea religiosa del mismo; en la defensa del estado aconfesional, tolerante con la pluralidad religiosa. Y es aquí donde Marx pone la mirada denunciando el carácter ilusorio de esa emancipación. Pone como ejemplo empírico el de los EUA, el estado más avanzado en cuanto a emancipación política, y en el que su liberación de la alienación religiosa no acaba con la religión, con la alienación religiosa del hombre; al contrario, los hechos muestran que la ha reforzado, pues la ha reconocido y la ha legitimado, le ha dado nada menos que estatus de validez jurídica: “Norteamérica es, sin embargo, el país de la religiosidad, como unánimemente nos aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton. Los Estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, solamente de ejemplo. El problema está en saber cómo se comporta la emancipación política acabada ante la religión. Si hasta en un país de emancipación política acabada nos encontramos, no sólo con la existencia de la religión, sino con su existencia lozana y vital, tenemos en ello la prueba de que la existencia de la religión no contradice la perfección del Estado”. Éste puede ser aconfesional y defensor de la religión en la privacidad, liberarse él de la religión y dejar al individuo en sus redes. Esa situación pone de relieve que, dado que la existencia de la religión indica una carencia, su origen no está en una imperfección del estado. Por tanto, debemos buscar esa carencia en otra parte: “Pero, como la existencia de la religión es la existencia de una carencia, no podemos seguir buscando la fuente de esta carencia solamente en la esencia del Estado mismo. La religión no constituye ya, para nosotros, el fundamento, sino simplemente el fenómeno de la limitación secular. Nos explicamos, por tanto, las ataduras religiosas de los ciudadanos libres por sus ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar con su limitación religiosa, para poder destruir sus barreras seculares; afirmarnos que acaban con su limitación religiosa tan pronto como destruyen sus barreras temporales”.

Nótese la afirmación de que, si bien la existencia de la religión refiere a una carencia, la raíz de la misma ya no debe buscarse en la esencia del estado, sino fuera del mismo, en lo secular, en la sociedad civil; su solución no pasa por perfeccionar el estado, pasa por eliminar las condiciones seculares, civiles, que la generan. La “emancipación política”, por tanto, al menos es imperfecta, insuficiente; hay que ampliar el horizonte, hay que dirigir la mirada hacia a la “emancipación humana”.

Más aún, desde esta mirada el Estado se nos revela como otra figura de la alienación, otra vía ilusoria de restauración de esa original carencia humana, de su incapacidad para afirmar su existencia en el orden natural. Si el Estado puede convivir con la religión, es decir, aceptando, reconociendo y protegiendo la religión en la esfera privada, en la sociedad civil, entonces no se ha liberado del todo de ella. El estado laico, que convierte en derecho la práctica privada de la religión, queda ligado a ella, subordinado a ella, comprometido en su defensa. Por tanto, sólo imaginariamente se ha emancipado, pues conserva el deber de conservarla.

En fin, esto que decimos de la religión hay que extenderlo a otros particularismos. El estado puede emanciparse del dominio de la propiedad privada, pero queda obligado a protegerla como derecho de los individuos. E igual con la educación privada, con las éticas privadas, con los demás particularismos. Convive con ellos y los garantiza, o sea, queda subordinado a ellos. La idea del Estado como ideal de universalidad y lugar de emancipación se desvanece: “La elevación política del hombre por encima de la religión comparte todos los inconvenientes y todas las ventajas de la elevación política en general. (…) Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada, no sólo no destruye la propiedad privada, sino que, lejos de ello, la presupone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos. En efecto, sólo así, por encima de los elementos especiales, se constituye el Estado como “generalidad”; sólo es generalidad sobre la particularidad; ésta es su condición de existencia; por tanto, su amo. El Estado, nos dice Marx, renuncia a instituir lo universal en el hombre, a recuperar su ser genérico, su ser comunitario; y, además, se revela como defensor de esa existencia particular del individuo, de su vida individualizada y abstracta. El estado muestra su rostro oculto particularista, su inevitable origen y carácter de clase, dirá años más tarde [36].


3.3. (Esperanza en la sociedad). Si el joven Marx ha desmitificado la confianza liberal en la educación y en la política como vías de emancipación, no le queda otro lugar de esperanza que en la sociedad, en el mundo del trabajo; ha bastado radicalizar el discurso hegeliano y aceptar la experiencia histórica para desmitificar los dos referentes emancipatorios de nuestra cultura, el libro y la ley. Condenado a mirar hacia otra parte, a buscar otra puerta para la llegada del Mesías, su pensamiento cambiará profundamente, tanto en sus presupuestos ontológicos y principios epistemológicos como en su metodología. Aprendiendo de los errores, desmitificando las “ilusiones”, su forzado desplazamiento teórico le ha permitido:

a) En primer lugar, ver una neta diferenciación entre emancipación del Estado (su liberación de las sumisiones a particularismos externos) y la emancipación de los individuos, su transformación en ciudadanos (que pasa por la eliminación en el estado de todos los particularismos internos). Lo dice bien claro: “El límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en el hecho de que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre”.

Esta distinción es más sutil de lo que pueda percibirse a primera vista. En el fondo es una alternativa radical a la idea liberal de emancipación, en la que la libertad individual se entiende como posibilidad de elegir libremente creencias, valores, formas de vida y de pensamiento; para Marx esa elección es ficticia, y responde a la ilusión de la independencia de la subjetividad, del espíritu. Ese individuo privado libre es para Marx un individuo alienado, que elige lo que “debe” elegir para que el orden social se reproduzca [37] .

b) En segundo lugar, comprender el carácter ficticio de la propia emancipación del Estado, ya que queda preso del cuidado de las particularidades de las que aparentemente se ha liberado (de la religión a la propiedad), es decir, queda preso de la sociedad civil que constituye. O sea, está anticipando su idea del carácter de clase del Estado; bastará pensar la división en clases de la sociedad civil para traducir esa vinculación del Estado a la dominación de clases. En todo caso, se consolida la idea de la imposibilidad del Estado de emanciparse de la sociedad civil

c) Además, en tercer lugar, Marx puede entender que esa imposibilidad no es una carencia o limitación, sino una determinación de su esencia. El Estado no puede ni necesita emanciparse. El Estado no puede ir más allá porque ese más allá no es ni su origen ni su destino, porque no sirve ni a un ideal transcendente ni a una voluntad autónoma; al contrario, su origen y función, piensa ahora Marx, se revela como la perpetuación de la diferencia y la desigualdad en la sociedad civil: “La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración, no es una mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que es la emancipación política misma, es el modo político de emancipación de la religión”. Es decir, la escisión en el hombre entre vida privada y pública no es la negación de la ciudadanía, es la verdad de la ciudadanía. Ésta no emancipa al hombre, simplemente crea la ficción de emancipación. Y aunque a veces, “en las épocas en que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad burguesa”, se avance en la abolición de la religión o de la propiedad (tasas máximas, impuesto progresivo, confiscación; aunque en esos momentos la vida política parece tener su autonomía e imponer su determinación, hasta el punto de “aplastar a lo que es su premisa, la sociedad burguesa y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones”, para ello ha de recurrir a “contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente”. Y el resultado de este “drama político”, advierte Marx, no puede ser otro que “ la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz”. Reflexión poderosa, de la que Marx nunca se alejaría, y que el marxismo reinterpretará a su manera, pero que aquí significa: cuando la política, obra de la subjetividad revolucionaria, impone su voluntad, su ley, a la sociedad civil desde fuera, en contradicción con ella, la aventura revolucionaria acaba en restauración. Los tiempos de la historia civil no pueden violarse sin consecuencias por el subjetivismo de la política.

d) En fin, su subordinación a la sociedad civil, piensa ya Marx, no es una carencia del estado, sino su determinación ontológica. En consecuencia, la emancipación del estado es un sinsentido que nace del idealismo hegeliano. Y la emancipación política del hombre es una quimera, creíble gracias a una escisión del mismo en dos figuras irreales: “El Estado político acabado es, por su esencia, la vida genérica del hombre por oposición a su vida material. Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen en pie al margen de la esfera del Estado, en la sociedad civil, pero como cualidades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal; la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa cómo particular, considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños”. En la sociedad civil, un individuo, un ser profano, una realidad carente de verdad; en el estado, un ser genérico, “miembro imaginario de una imaginaria soberanía”, sujeto de una generalidad irreal, una verdad sin realidad.

La puesta en escena de la crítica al idealismo de la educación y la política, en el cuadro de pensamiento ilustrado, ya está acabada. Enseguida Marx buscará fundarla desde el pensamiento económico, con el que enseguida tomará contacto. Pero mi propósito aquí, el de mostrar que la filosofía había desmitificado esa ilusión, sin romper la barrera del prohibido “materialismo histórico”, está cumplido. Sólo queda por hacer la pregunta que aquí no contestaré: ¿Por qué se sigue confiando al estado (a la política, al derecho, a la educación) la posibilidad humana de la emancipación?


J.M.Bermudo (2011)




[1] J. P. Feimann, La filosofía y el barro de la historias. Buenos Aires, Planeta, 2009.

[2] República 416b.

[3] L. Robin, Platón. París, PUF, 1968, 200) ha intuido el problema, pero no lo ha detectado, o no ha querido extraer sus consecuencias radicales

[4] República 416c.

[5] Ibid., 416d.

[6] Ibid., 417a.

[7] Ibid., 417b.

[8] Ibid., , 457d y ss.

[9] Ibid., 457c-d.

[10] Ibid. , 462b-c.

[11] Ibid., 462c.

[12] Ibid., 473d y 501e.

[13] Carta VII, 326a-b.

[14] Ibid., 331d.

[15] Helvétius , Del espíritu, 556 (Edición Editora Nacional)

[16] Ibid., 564.

[17] Ibid., 564.

[18] Diderot, OC , AT, III, 265.

[19] D´Holbach, Système de la Nature , Londres, 1775, vol. I, 316.

[20] D´Holbach, Politique naturelle ou discours sur les vrais principes du gouvernement . Londres, 1744, 2 vols. vol. 1, 83.

[21] Condorcet, Essais sur les Assemblées provinciales. (En OC , T-XIV, Paris, 1804)

[22] Aunque en 1793 logrará publicarla completa aprovechando las fracturas del poder)

[23] Kant, Metafísica de las costumbres, §52.

[24] Ibid., §59. Ver también Sobre el tópico: esto puede ser correcto en la teoría pero no vale en la práctica.

[25] Ver al respecto Metafísica de las costumbres, §§ 49-52; Proyecto de Paz Perpetua y El conflicto de las facultades.

[26] Ver F. Riu, Usos y abusos del concepto de alienación. Monte Ávila Editores, Caracas, 1981.

[27] Hegel, Lecciones de Historia de la Filosofía. México, FCE, 1979, 45.

[28] Como dice Jean Claude Bourdin, allá aparece la expresión teórica del “presente moderno oficial (J. C. Bourdin, “ La critique du droit et de la politique chez le jeune Marx: l’idée d’émancipation”, en AA.VV., Droit et liberté selon Marx. Paris , PUF, 1986, 11-51).

[29] Esta carta de 1843 de Marx a su amigo Arnold Ruge, coeditor de los Anales franco alemanes, de febrero de 1844, es en respuesta a la carta anterior de Ruge, en la que este último se proclamó a sí mismo ateo y un vigoroso defensor de los "nuevos filósofos".

[30] K. Marx. En defensa de la libertad. Los artículos de la Gaceta Renana (1842-1843). Valencia, Fernando Torres, 1983, 103.

[31] Su artículo sobre el robo de leña es magistral defendiendo la compleja tesis de que el derecho histórico es injusto y no racional al servicio de los ricos y justo y racional al servicio de los pobres.

[32] En nuestro país, ver los trabajos de Ferrán Vallejo.

[33] Los Deutsche-französische Jahrbücher , aunque lo de “anuarios” ( Jahrbücher ) expresa una voluntad optimista, también ella “ilusoria”, pues sólo saldría un número de la revista.

[34] El conocido libro de C. W. Dohm, Über die bürgerliche Verbesserung der Juden (1781), traducción francesa como De la reforma política de los judíos (1782), de Jean Bernoulli . (editado por Stock, D. Bourel, 1984)

[35] Bruno Bauer, La cuestión judía ( Die Judenfrage ). Braunschweig, 1843

[36] Marx elogia la precisión de Hegel cuando determina con toda exactitud la actitud del Estado político ante la religión: "Para que el Estado cobre existencia como la realidad moral del espíritu que se sabe a sí misma, es necesario que se distinga de la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se manifiesta en la medida en que el lado eclesiástico llega a separarse en si mismo; sólo así, por sobre las iglesias especiales, adquiere y lleva a la existencia el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma" (Hegel, Rechtsphilosophie, 1ª edición pág. 346)”. (Bruno Bauer- K. Marx, La Cuestión Judía. Barcelona, Anthropos, 136).

[37] “Y se sigue, finalmente, que el hombre, aun cuando se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, proclamando al Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras religiosas, precisamente porque sólo se reconoce a si mismo mediante un rodeo, a través de un medio. La religión es, cabalmente, el reconocimiento del hombre dando un rodeo. A través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también el Estado es el mediador al que desplaza toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana”. (En Ibid., 135)