Mi intervención en este seminario no pretende hacer una crónica de la aparición y desarrollo de la filosofía política en nuestra Academia, pero sí una rememoración personal de su presencia y perspectivas. Su historia no es tan larga y, en todo caso, se incluye en mi tiempo de vida profesional y ha ocupado buena parte de mi docencia. La idea directriz de esta reflexión que quiero exponer hoy aquí es fácil de enunciar y no tanto de argumentar. Trato de exponer: a) que la filosofía política ha perdido en nuestro país fuelle crítico; y b) que esa pérdida está muy relacionada con su institucionalización, su devenir institución, convertirse de saber en disciplina, saber con nombre propio, Filosofía Política (FP).
Por supuesto que la pérdida de carga “crítica” no alude a su función criticona, de “crítica crítica”, sino a su capacidad efectiva de comprender nuestra realidad social, de dar cuenta de su necesidad y posibilidad, de las condiciones -siempre frágiles- de existencia de toda realidad social. Entiendo que la “crítica” no es prima facie mera voluntad de negación de unas relaciones, unas prácticas o un estado de cosas; considero que es en esencia explicación o comprensión determinada de esas positividades. Y por “determinada” entiendo una comprensión o explicación construida para conocer las condiciones de su existencia y las condiciones de su superación; o sea, una teoría cuya forma incluye la intervención práctica. Es decir, un conocimiento no meramente contemplativo, sino con pretensión de intervención, de trascender, de ir más allá, de esa situación que tomamos como objeto. Pero no como un saber instrumental y aplicable, sino como conocimiento cuya forma crítica encierra la voluntad de negar la positividad.
1. Saber práctico y saber crítico.
Comenzaré por describir esta idea aludida de “crítica práctica”. Lo haré echando mano de una división de los saberes tan vieja como la filosofía misma, pues la encontramos en Aristóteles. Distinguía el filósofo entre saber teórico, práctico y técnico. La distinción entre los tres tipos de conocimiento se hacía en base a las peculiaridades del ser de sus respectivos objetos; las diferencias en el ser determinaban las diferencias en el conocer, y acotaban las posibilidades, límites y y finalidades de los mismos. El saber teórico o teorético refería a aquellos objetos cuya naturaleza no puede ser modificada por el hombre, como el estudio de los astros, las leyes de la naturaleza, de los números…; en cambio, el saber técnico era aquél que versaba sobre objetos manipulables, transformables, construibles, que en el fondo expresaban el poder instrumental del ser humano; en fin, el saber práctico, el que aquí nos interesa, era aquél cuyo objeto -la naturaleza humana, el ser social del hombre- no podía ser transubstanciando, transformado en su esencia, pero sí modelado y refinado; no estaba a su alcance transformar la esencia del hombre pero si forjar su êthos, moldearlo en las costumbres y valores, y proporcionarle una guía de vida buena.
Esta clasificación de saberes no es válida hoy; sus fronteras se han desplazado y en una lucha por la hegemonía que impregna toda nuestra existencia. roto. El teórico, en su sentido de teorético o contemplativo, ha perdido terreno y prestigio, pero ha renacido como conocimiento descriptivo que, sin ser su objetivo, proporciona herramientas poderosas en el dominio del ser -del mundo, la vida, la sociedad, el alma..., hasta el deseo y el lenguaje. Hoy las ciencias, el saber de las ciencias, lo cubren todo y exhiben su poder casi infinito como nos anuncia la ingeniería genética y su potencia nuclear, rostros positivos y negativo de su capacidad para crear o aniquilar el ser. El saber técnico, por su parte, en fértil simbiosis con el de las ciencias, ha encontrado en nuestro mundo capitalista su terreno idóneo para la reproducción infinita; cada día más nos revela que está llamado a ser el hegemónico, el saber útil por excelencia, medible y cuantificable, tan excluyente que parece sinónimo de saber stricto sensu, que reduce los otros a especulación. El saber práctico, por su parte, ha sobrevivido en forma subsidiada y subordinada. Perdió el nombre en el mercado -el técnico se apropió de todo lo verdaderamente práctico-, pero lo conservó a duras penas en la Academia, donde se conservó como conocimiento de las cosas humanas, en esas disciplinas sobrevivientes que son las “humanidades”.
Lo que quiero decir, en definitiva, es que la clasificación aristotélica ni aplicando el principio de caridad sirve hoy para describir nuestro tiempo; si la he mencionado un tanto imprecisa y apresuradamente es como mero acercamiento a una distinción conceptual que aquí nos interesa mucho, a saber, la relación entre el “saber práctico” de ayer -que de algún modo hemos de llamar, y de momento mantendremos el nombre- y el “saber crítico”, que no estaba en la clasificación pero que hoy nos interesa y mucho. Aunque sea convencional, jugaremos coin esa distinción y oposición entre saber práctico y saber crítico.
Efectivamente, el saber práctico fue recogido por la filosofía; su concepto se mantuvo a lo largo de la historia. En la división del saber filosófico se ha mantenido para designar disciplinas como la Ética o la Estética; y con nuevas denominaciones, que responden a ciertos desplazamientos metodológicos, de contenidos y usos diversos, la filosofía práctica refiere a un complejo campo de reflexión que incluiría la Filosofía Moral, Filosofía Política, Filosofía Derecho, de la Economía… O sea, la filosofía como saber práctico se ha mantenido a lo largo de la historia, con la pretensión de modelar la consciencia y la voluntad de los seres humanos, de forjar su carácter; responde a la necesidad de unificar sus actitudes y costumbres en una cultura común, de educarlos o socializarlos con vínculos compartidos. O sea, el saber práctico en su sentido tradicional aspira a convertir a los hombres -sin dejar de ser hombres, sin violentar su naturaleza, sin privarles de su libertad, sin castrar sus instintos y deseos… más allá de lo necesario para la vida en sociedad- en gente honesta, en “buena gente” que convive y colabora en unos principios y valores compartidos. La religión preparaba para la vida en el cielo (y ponía sus exigencias en la tierra; y la filosofía práctica para la vida aquí en la tierra (que también serviría para la otra).
Por tanto, la filosofía práctica -y la FP como parte de la misma- se ha mantenido como saber socialmente necesario para la vida social. De ahí que, primero formando parte de la filosofía práctica indiferenciada, y luego distinguida en su seno y reconocida su diferencia, siempre haya tenido esa voluntad de todo saber socialmente útil: su institucionalización. [Permitidme la personificación; si desagrada “voluntad” la sustituimos por “destino”]. No es de extrañar, todo saber aspira -o es conducido por sus productores- a ser reconocido en la institución, como las mercancías en el mercado; en esos destinos se juegan su ser. Y dado que la función de la filosofía política siempre ha sido crear socialización, fuera cual fuere el orden social, su saber había de estar siempre subsumido en la forma de ese orden social; había de ser un saber subordinado al buen funcionamiento de esa forma social, empeñado en configurar -hoy esta metáfora es ya concepto- a los seres humanos para que jugaran el papel socialmente asignado. Es intrínseco a todo saber institucionalizado servir a la reproducción del orden social; aunque sea con excepcionalidades que ya comentaremos.
Pero, como he dicho, en un momento de la historia aparece ese tipo particular de saber que llamamos crítica. La crítica como argumentación en contra -como “razón negativa”, que decía D. Hume-, tan antigua como el mundo, no nos interesa aquí; me refiero, por el contrario, a la crítica como un género del saber teórico, diferenciado, que deja a un lado la “descripción” neutra de la realidad social, la representación positivizada de la misma, para captarla como momento de un proceso, tan necesario y posible en su afirmación como posible y necesario será que llegue el momento de su negación. Para no perder excesivo tiempo en la descripción del concepto: entiendo la crítica como ese género filosófico al que dio consistencia Kant, que activaron los jóvenes hegelianos estirando a Hegel, y que a mi entender canonizó Marx, en su juventud. Una de las mejores muestras es el siguiente pasaje de su “Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”, cuando reflexiona sobre la función que ha de tener la filosofía en la batalla por la emancipación humana: “De lo que se trata es de no dejarles a los alemanes ni un momento de resignación o de ilusión ante sí mismos. La opresión real hay que hacerla aún más pesada, añadiéndole la conciencia de esa opresión; hay que hacer la ignominia más ignominiosa, publicándola. Todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad alemana hay que describirlos como la partie honteuse de esa sociedad. Hay que hacerles bailar en esas circunstancias petrificadas cantándoles su propia melodía. Hay que enseñarle al pueblo a espantarse de sí mismo, para que cobre coraje” [1].
Esa es la nueva tarea de la filosofía política crítica: ayudar a conocer la realidad, a salir de las ilusiones, a agitar las consciencias que de forma natural tienden a creer. No se trata de decir a la gente cómo ha de vivir, o cual es la vida buena o la sociedad justa; ya lo decidirán ellos; lo que la posición crítica puede y le compete hacer es ayudar a las consciencias a afrontar la vida sin máscaras ni simulaciones; ayudar a los hombres a que se sientan responsables de las miserias que sufren. Recuerdo oto ejemplo, de Rousseau, en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Allí, en el trágico momento de institucionalización de la propiedad privada, dice el ginebrino: "El primero a quien, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir: "Esto es mío", y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando esa estaca o cegando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "!Guardaos de escuchar a ese impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie!" [2]. La crítica aparece en una frase que suele pasarse por alto: “y encontró personas lo bastante simples para creerle”. La crítica no es la denuncia de los malos, los impostores, los opresores y explotadores; esa posición está bien, es justa; pero la mera denuncia del mal y defensa del bien no es “crítica”, ésta surge cuando dirigimos la mirada al inocente, al oprimido, y ponemos ante sus ojos la realidad: el opresor existe por el oprimido, el amo sólo es amo del siervo.
Disculpadme el rodeo. Quería decir que en los comienzos de nuestra civilización capitalista, cuando el saber se generaliza y busca una nueva institucionalización, dentro del saber teórico de la filosofía aparece una especialidad: el saber crítico, que curiosamente hoy plantea su rivalidad con el saber práctico. No se trata de usar el saber como crítica de la ignorancia, el error, la superstición…; o contra la miseria, injusticia, la explotación, la exclusión…; se trata de comprender y explicar por qué esas situaciones acaecen; y de entender -por eso hablábamos de “comprensión determinada”- que si bien su existencia obedece a causas inmediatas que la hicieron necesaria, no se trata de una existencia natural, permanente, efecto del determinismo o de la voluntad divina, sino de una existencia histórica, que vino del movimiento histórico y se irá con él: vino de causalidades históricas y otras causalidades históricas la negarán y abrirán otras puertas.
Este saber crítico que aparece en la modernidad, momento en que la historia comienza a verse obra humana y no orden absoluto, es difícilmente institucionalizable; en todo caso, pues siempre se encuentran grietas en la institución, esta presencia de la función crítica entra en competencia o contradicción con la función práctica de la filosofía, que tiende a conservar y reproducir el orden existente. Y es esta situación la que -en este rodeo- quería resaltar para exponer la tesis de la deriva de la filosofía política crítica a la filosofía política práctica en nuestra casa. Pasemos a ello.
2. El saber y la disciplina
La institucionalización de los saberes tiene sobre ellos efectos diversos y contradictorios; y no deberíamos despreciar los positivos, los que afectan al desarrollo del propio saber y, en consecuencia, a sus efectos en la vida material y espiritual de los seres humanos. Estaba pensando que si estamos aquí ahora -y otros muchos ausentes, pero sin duda pendientes de este acto- se debe a algo tan apreciado y bello como la amistad, el reconocimiento, el aprecio intelectual y personal, las lecturas y debates compartidos… Y todo ello está mediado por la filosofía política como reflexión sobre la ciudad y los hombres, sobre las cosas humanas. Ahora bien, esos fenómenos no se han dado dispersos, espontáneos, caóticos; se han dado en unas estructuras sociales, que han mediado, los han hecho posjble, los han estimulado. Es decir, han sido reflexiones compartidas y trenzadas llevadas a cabo en la institución, y en gran medida potenciadas por ésta. Esa institución de la filosofía política, que convierte a ésta en FP, en disciplina, y que a menudo es un obstáculo, al mismo tiempo es condición de posibilidad
Afectados -no podría ser de otro modo- de ese mal intrínseco al capitalismo, el subjetivismo, ocultamos la presencia de las estructuras, ni siquiera las miramos. Las ignoramos y excluimos em la producción del saber; les negamos el reconocimiento. Sí, en algunos momentos de reflexión necesitamos echar mano de ellas, considerarlas presentes; pero como escenario, como circunstancia o condiciones, siempre exteriores, nada definitivo para la libertad de autodeterminación del inexorablemente engreído sujeto del capitalismo, que gusta pensarse como sujeto pensante libre e incontaminado.
Sí, como de cualquier otra materia del arbor scientiarum, la FP presenta su rostro jánico: el bello rostro diurno del saber, de las ideas, de la luz, y el sombrío rostro nocturno de la disciplina. A veces en abierta lucha a muerte, a veces acopladas y con sumisiones repartida, esas dos dimensiones de la FP -como las equivalentes en otras regiones de la ciencia o de la filosofía- se disputan la hegemonía. Ahora cuestionándose recíprocamente, luego ignorándose en la indiferencia, ambas almas de la FP caminan necesariamente juntas, necesitándose, reclamándose. El saber y la disciplina, el saber disciplinado [recortada su libertad en aras de la eficacia -o de la dominación-, limitada su creatividad en nombre del rigor -o la censura-, uno consciente y la otra ciega…], el saber y la disciplina van de la mano. Y corresponde al saber -es su oficio: producir autoconsciencia- pararse y pensar la relación, su realidad escindida; le corresponde reconocer que la disciplina es como un super-ego que lo constituye; le corresponde analizar y valorar que esa jaula que le entorpece y a veces lo ata es a un tiempo el apoyo que permite su avance. El saber no ha de ser tan ingrato e ignorante como la paloma a la que se refería Kant, quejosa del aire que frenaba su vuelo
No todo es negro en el espacio sombrío de la disciplina. Sin la institucionalización de la FP muchos de nosotros tal vez no nos hubiéramos conocido [3]. Sin los aparatos disciplinarios (programas, cátedras, seminarios, congresos, revistas…) de la FP no nos hubiéramos encontrado, hecho camino juntos, creando subjetividad y relaciones sociales. Ni Rousseau habría escrito su ensayo sobre las ciencias y las artes, que le abrió las puertas a las letras y a la FP [4]. Y es que hasta las flores nacen en el barro, en el barro de la historia, que le gusta decir a José Pablo Feinmann.
Si miramos hacia atrás, a la historia del saber, desde cualquiera de sus ángulos, parece que todos nacieran libres y sin fronteras y que todos -no conozco excepción- corrieran hacia sus cadenas, buscaran su forma “disciplina” (FP) como destino, aunque enfrentado al mismo. Fijémonos sólo en la filosofía política, que existió “ilegal”, sin reconocimiento oficial, en las grietas de los otros saberes (Ética, Filosofía del Derecho, Historia de la Filosofía…), como una pequeña evasión, razzia sin conquista. Todos nosotros hicimos filosofía política antes de su institucionalización; hicimos filosofía política no disciplinada, disimulada o clandestina [5]. Como aquel cándido burgués gentilhombre de Molière, hablábamos prosa sin conocerla, sin nombrarla.
La filosofía política tuvo su existencia nómada, apátrida; brotaba indefinida entre las piedras del terreno de los otros (de la Ontología, de la Antropología, de la Historia del pensamiento…) [6]. Cuando se convocó la cátedra se legitimó el nombre, pero el enfoque y el contenido seguía bebiendo de la Historia de la Filosofía [7]. Después, cuando se cambió el plan de estudios y se incorporó oficialmente la FP como disciplina oficial y obligatoria, se culminó el proceso. Definitivamente reconocida, institucionalizada, debidamente determinada. A partir de ahí todo fue fácil [8].
En realidad, la institucionalización, esa manía de encerrar los saberes en “disciplinas”, es tan vieja como el saber, aunque en cada tiempo ha sido respuesta a necesidades diversas, incomparables. El saber, al fin un producto social, al menos en sus orígenes ligado a la sobrevivencia, necesitaba ser disciplinado. No es extraño, le ocurre como a cualquier otra actividad social, aunque suene horrible en los oídos del narcisista “sujeto pensante” que iniciara la modernidad. Pero hasta los dioses han de ser protegidos de sí mismo. Recordemos las primeras palabras de Zaratustra: ¿qué sería del sol si no tuviera la misión -el deber, el límite- de llevar luz a Zaratustra, su águila y su serpiente en la montaña? La “divinidad”, su concepto, es su lecho de Procusto, el orden que impide su autodestrucción.
Incluso en su más alto rango, en la Universidad, el saber ha de disciplinar y ser disciplinado, no en balde las Facultades “facultan”, capacitan y certifican a los individuos como titulares de ciertos saberes, y legitiman sus prácticas, el ejercicio de los mismos. El precio de pertenecer a un país es el de estar sometido a sus leyes, que tienden a su reproducción. La institución convierte las opiniones o pensamientos en saberes; los certifica y legitima; en consecuencia, los delimita y ordena.
Es así, y quiero rendir cierto tribuido a la disciplina y la institución; sus excesos, sus abusos -como en el trabajo, como en la vida-, no la deslegitiman, no le quitan utilidad ni sentido; no difuminan su carácter de socialmente necesaria, ni su efecto en la productividad y consistencia del saber. Todo lo cual no evita que el saber, parte divina del sujeto, vea en ella su jaula, que le protege y asfixia; y que, en consecuencia, se revele contra los límites y clausuras. Esa dialéctica, esa contraposición, es la esencia de la realidad, es la fuente de su producción. Como el aire para la paloma de Kant, que habría evitado desvaríos -equivocaciones- a la paloma de Alberti.
Volvamos a la génesis de la FP. Su aparición como disciplina, respondía sin duda a esta lógica del crecimiento, siendo ella misma un “medio de producción” -método, organización, selección…. Aunque como reflexión sobre el “ser social” se remonta a los orígenes -Platón, Aristóteles, los pitagóricos, Epicuro, los estoicos…-, como disciplina individualizada es muy reciente, aún es joven y gay. Tardó mucho en aparecer, después incluso que la Filosofía de la ciencia, Filosofía del lenguaje, o la Filosofía de la Moral. Y yo diría que encontró resistencias, bastantes resistencias; no se veía su utilidad, ni su necesidad; o se sospechaba de ella. Al fin, quienes la reivindicaban no eran adeptos al régimen.
Me recuerdo a mí mismo -instalado en la práctica de la Historia de la filosofía, ésta ya institucionalizada- reivindicando con entusiasmo el reconocimiento de la filosofía política, su inclusión en los programas reglados… Y lo hacíamos contradictoriamente: pedíamos incorporar nuevos saberes exteriores, incluirlos claros y distintos en la programación académica, reconociendo su diferencia (concepto, método y programa), al tiempo que nos oponíamos a la fragmentación del saber, cuya manifestación más espectacular e inmediata -la incipiente y amenazante división de la Facultad de Filosofía y Letras- nos irritaba como amenaza de la barbarie. Sí, realizábamos en el fenómeno lo que negábamos en la esencia; eran nuestras contradicciones
La verdad es que después, cuando pasé de impartir filosofía política “clandestina” desde la Historia de la Filosofía a las clases de FP ya reconocidas por la institución, desplazándome a problemas más convencionales de la filosofía política, nunca asumí el objeto y el método -ni el vocabulario- que en gran medida impone y fuerza la disciplina (ya conocéis, curricula, oposiciones, la Memoria convencional...); yo arrastré mi mochila historicista, nunca abandoné del todo esa perspectiva de análisis histórica… Pero viví en primera fila la aparición de la Filosofía Política como disciplina y su institucionalización; y puedo dar fe de las resistencias peculiares de su aparición.
3. Las tasas del mercado.
Todo saber paga sus tasas al ser institucionalizado; podríamos decir que paga su matriculación en valor crítico. Todos hemos hecho oposiciones, y escritos aquellos enormes farragosos volúmenes de la “Memoria” de la disciplina, fieles al patrón “Concepto, método y programa”. En tanto productos, no eran creaciones libres, eran seleccionados o censurados in subjectum, in fieri; al escribirlos nos determinábamos, nos moldeábamos. ¿Por miedo a la reacción del tribunal? No lo creo. En todo caso pesaba más la pereza que la precaución. Aquellas tediosas Memorias pasaban de mano en mano, permitían diversos y sucesivos usos; nos ahorraba trabajo. Pero, silenciosamente, uniformaban y homogeneizaban en forma y contenido nuestro discurso el trabajo. La institución tiene esa virtud de facilitar el trabajo, lo acondiciona y encauza, y pone a nuestra disposición los medios. Podemos ignorarlo o fingirlo, simulando originalidad y creatividad, pero de una forma obscena o enmascarada pasábamos por las lecturas que teníamos que pasar u otra; habíamos de mostrar estar al día de lo que debíamos saber. Incluso acabábamos sintiendo cierto placer en sabernos y manifestarnos informados. En todo caso, en la realidad, el campo de creatividad resultaba recortado y la disidencia posible estaba controlada y aprovechada, en juegos de reequilibrio que consolidan el conocimiento.
Ahora bien, pienso que no me excedo en subjetivismo al decir que la institucionalización de la FP sufrió menos clausura que otras disciplinas, como nuestra compañera de viaje “Filosofía de la moral”, que se rebautizaba desde la vieja Ética para anglosajonizarse y entregarse en cuerpo y alma a la modernidad del lenguaje. El discurso del deber cedió su lugar a moral indolora y sentimentalista. Y vivieron su momento como innovación, como salida del anacronismo. Nosotros, en la filosofía política, entramos en el proceso con mucha fuerza crítica; veníamos de una larga batalla contra el fascismo y la dictadura, y la inercia nos fue favorable.
En nuestro país la FP no apareció por desarrollo inmanente del saber en la institución, sino por invasión desde el exterior; entró por el canal abierto por la crítica, y la crítica siempre sopla por la izquierda. La mayoría del profesorado que se fue incorporando a la nueva disciplina procedía de la izquierda y militaba en la filosofía crítica, estuviera en departamentos de Ética, Filosofía del Derecho o Historia de la Filosofía. Izquierda antifascista e izquierda anticapitalista, unidas y confundidas ante el reto de negar la positividad, nuestro presente, en que fascismo y capitalismo habían ido de la mano en la dictadura. Esta unidad luego se disolvería: cayó el fascismo, pero no el reinado del capital; muchos se sintieron satisfechos, misión cumplida; otros, siguieron golpeando al yunque. Habíamos creído que el futuro podía conocerse desde los principios y Dimitrov nos engañó: cayó el fascismo, pero no el capitalismo.
¿Engañados? No, la historia avanza así, apuntas lejos, pero avanzas a pasos. Incluso sin llegar al horizonte nos pusimos a nivel europeo. El movimiento de Mayo-68, uniendo a antiburgueses y anticapitalistas -como dos grupos sociales y como dos dimensiones de los mismos sujetos-, vino a hacer lo mismo y con semejante resultado: acabar con la hegemonía del capitalismo burgués -ético y ascético- y abrir la puerta al capitalismo desencarnado, lúdico y consumista. Quiero decir que la crítica, las batallas ideológico-políticas, apuntan al cielo, pero siempre aparecen nubes que alejan el horizonte; nubes en las que se asientan quienes encuentran en ellas su casa.
Los sujetos, incluso los críticos, incluso la izquierda, nos resistíamos a reconocer lo que ya sabíamos: que el futuro no es nunca lo que era. Marx lo había enunciado de otro modo: “una forma social no desaparece mientras satisfaga importantes necesidades de la gente”. Nos cuesta acetarlo, queremos la filosofía para negar la realidad… y la negamos. Y no desaparece. Podemos reflexionar y decir: la hemos negado con el arma de la crítica, usemos hora la crítica de las armas. ¿No lo dijo Marx? Y va Lenin, o Castro, o Kim il-sung, y niega la realidad con las armas. La aniquilan. ¿Y qué pasa? Pues que el muerto sigue allí, y espera su hora. Y ésta suele llegar. Pero el muerto se venga por haberlo destruido antes de tiempo, cuando aún sabía satisfacer necesidades… que la nueva forma no sabe. ¿Todavía no lo hemos aprendido? Creo que no.
Pero sigamos con las tasas de institucionalización, el gravamen sobre el producto. Marx insistía que en el mercado sólo tienen entrada las mercancías; o sea, los productos del trabajo que satisfacen necesidades de la gente. En consecuencia, la mercancía, toda mercancía, en el momento de su concepción, diseño y producción ha de someterse a esa exigencia de aceptación por el mercado. Ha de llegar al mismo con el valor de uso y con los requisitos (presentación, envoltorio, marca, certificación de origen y calidad… e incluso “efectos secundarios”) precisos estandarizados. El saber no puede sustraerse a esa norma, aunque lo intente.
Toda institución -esa es su función- uniformiza, clausura, homogeneiza, pone límites a las contraposiciones y suministra métodos -incluidos premios y castigos- para su tratamiento. Es una ley general que toda “disciplina” opera creando debates, escisiones, contraposiciones; muchos y muy variados; pero los subsume y mientras esté operativa los dirige y consigue la unidad inestable. Pues bien, en ese contexto la institucionalización de la FP tenía un reto de muy larga tradición: el de ser práctica. “Práctica” en su sentido clásico, aristotélico, diferente de teórica y de técnica. En la institución encaja mal la crítica; ésta es partidista, comprometida, no neutral; la institución puede soportar ciertas dosis de parcialidad, ciertas oposiciones y contraindicaciones, pero sin llegar a poner en riesgo su función. La institución impone equilibrio, cierta equidistancia; al menos impone juegos de oposiciones equilibrados, correctos. Debates “agónicos”, pero “no antagónicos”, como pide Ch. Mouffe. ¿Cómo reconocer al enemigo dentro de la institución, en tu propia cama?
La institución requiere un conocimiento o saber práctico -si puede ser técnico mejor, pero de las disciplinas humanistas les basta su practicidad. Lo suyo es crear ethos, un determinado carácter, un cierto “espíritu”; y una cierta orientación o guía de comportamiento. En definitiva, enseñar a la gente la “vida buena”. ¿Está mal esa opción? En absoluto, es una tarea o misión decente, elogiable. La cuestión es: a) ¿es esa una tarea al alcance de la FP?; b) ¿es esa una misión posible en el capitalismo?; y c) la FP, al fin filosofía (comprensión crítica) antes que política (producción de unidad, construcción de un “nosotros”), ¿ha de limitarse a guiar los espíritus? Incluso: d) la FP, desde la privilegiada posición de sus más de 2500 años de existencia, ¿no ha de posicionarse con el “Santo” del bosque y frente a “Zaratustra” que regresaba a la ciudad de los hombres?
Pensémoslo en serio. A veces la forma seria de pensar es desde el mito recurriendo al mito: ¿recordáis a los filósofos que escaparon de las sombras de la caverna? No deseaban bajar de nuevo. Tras contemplar el sol en su plena luz, querían quedarse allí. ¡No querían bajar a salvar “a los de abajo! Tuvieron que aparecer “las Leyes” -¡las leyes de Atenas!, que habían hecho a los filósofos ser lo que eran- y ponerlos firme, exigirles el regreso bajo amenaza de quitarles el privilegio del saber.
Pues bien, olvidemos el relato y preguntémonos nosotros. ¿Para qué bajar? ¿Qué iban a hacer allí? ¿Transformar “a los de abajo”? Eso es una intervención técnica, y el suyo no es un saber instrumental. El único saber “práctico” que podía sacar a los hombres de las sombras era hacerles contemplar el sol, no relatarles su siempre sospechosa experiencia. Pero el acceso al saber era una tarea de los de abajo, que habían de salir y ascender por sí mismos, no de la mano de nadie. El saber como conocimiento de la realidad, no como instrumento de intervención en ella, exige la presencia de las ideas, no de sus sombras. Y las palabras de los salvadores son también sombras, fantasmas, imágenes de imágenes, que pueblan la caverna. El “Santo” del Zaratustra lo había entendido: deja a los hombres que se salven solos, En cambio “Zaratustra”, con su poderoso ego, necesita salvar, dar, regalar… No puede aceptar el hundimiento del ser humano; sale a salvarlos.
Nosotros veníamos de la crítica, nos situábamos a la izquierda: unos por antifascistas, por humanistas o humanitaristas, por simple decencia; otros, con consciencia más o menos clara, por anticapitalistas. Pero todos nosotros éramos gente de izquierda. Por eso la institucionalización de la FP resultó anómala. Insisto en ello: cuando aparece la FP en nuestro escenario académico, muchos de nosotros veníamos alienado con la posición crítica. Sin duda era mi caso, pero creo que en general, en el incipiente “gremio” de la FP, pesaba fuerte la posición crítica. Es comprensible, vivíamos aún en un estado fascista y con el viento a favor de la expansión del marxismo -no en vano los partidos comunistas europeos habían liderado las resistencias y las luchas contra fascismos y nacismos, de ahí su auge político, su reconocimiento institucional…-. Además, en el “Occidente” soplaban vientos críticos tras los fascismos y la gran guerra; en la resistencia, los PC europeos habían mostrado su hegemonía política, y ésta se extendería a la cultura. Las universidades comenzaron a entreabrir sus puertas al marxismo. Entre los intelectuales de más prestigio de Francia, Italia, Alemania... estaban ya los socialistas. Los liberales, aquí callados durante la dictadura -no se dejaban oír ni en las Universidades-, en Europa estuvieron replegados tras la segunda Gran Guerra y la experiencia del fascismo. La situación social llamaba a la “crítica”: llamaba a la crítica tanto a la izquierda anticapitalista -orgánica, constituyente- como a la izquierda humanista -ética, cultural-. En la coyuntura postbélica el anticapitalismo se extendió: los marxistas lograron en la resistencia el reconocimiento de amplios sectores sociales y la Academia les abrió las puertas La gente decente no quería identificarse con aquel capital que se había plegado o aliado al fascismo.
En esas condiciones nos enganchamos a la crítica del orden del capital. Crítica radical, basada en la negación -y la desmitificación, la deconstrucción…-, pensando poco en la positividad de la alternativa, en el mundo socialista por el que luchábamos. Sí, teníamos su imagen borrosa en el horizonte, donde brillaba la libertad, la igualdad, la justicia, la fraternidad…; sin clases, reparto de las riquezas, la tierra para quien la trabaja…. Una imagen construida por oposición o inversión de lo existente, como alimento de nuestra voluntad, que difícilmente lucha por lo imposible.
Creo que nuestra consciencia crítica se movía más por anti-capitalismo que por pro-comunismo. También comprensible, pues la información que nos llegaba de los modelos de socialismo -URSS, Cuba, Angola…- ofrecían unos rostros cada vez menos atractivos. Acabaron siendo para nosotros otra forma de positividad a negar, otro impulso irrefrenable a la crítica. Por tanto, fuimos militantes de la filosofía crítica por nacimiento, necesidad y casi por prescripción médica; nacimos para negar, nos hicimos en ese molde y nos encontrábamos bien. No necesitábamos ensayar otra forma de sociedad socialista -algunos sí cedieron a esta tentación práctica-; llegamos a militar en la estrategia de “agudizar las contradicciones”; aunque nos confesábamos leninistas, rozábamos el izquierdismo infantil de Rosa Luxemburg o Trotsky.
Esta posición teórica la manteníamos cuando aún la “filosofía política” no había aparecido en los programas universitarios, y la mantuvimos en el proceso. Primero, incluyendo la filosofía política -ya con nombre propio- en los huecos de los programas, como asignaturas “optativas”; luego se logró un cambio de estatus, u mayor reconocimiento, como materias obligatorias o troncales de la licenciatura. El espacio se fue conquistando de manera desordenada pero constante: la FP se fue abriendo paso en los nombres de seminarios, congresos o revistas, y unos años después sería legitimada con cátedras, departamentos, o áreas…. Creo que la primera cátedra de España fue la de Fernando, en 1986. Luego seguirían otras.
La resistencia por parte del poder político franquista -en otros países nos llevan una o dos décadas de delantera, pero no mucho más- era cada vez más débil; la crítica tenía cada vez más espacios. Aunque parezca mentira, el capitalismo estaba ideológicamente acorralado; su legitimación intelectual le venía de un pensamiento conservador; la universidad franquista ni siquiera abrió sus puertas al liberalismo. Los filósofos que marcaban la línea del tiempo histórico eran críticos: Lukács, Gramsci, Sartre, Escuela de Frankfurt, Foucault, Derrida y la nouvelle vague de pensadores franceses e italianos, con su retrovisor en Marx o en Nietzsche. Si el Heidegger que había entrado a nuestras aulas en el tardo-franquismo era el de Ser y Tiempo, ahora entra el antihumanista, el crítico de la técnica, y trae a Nietzsche de la mano. En nuestro país Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, tan distantes, nos servían de referentes próximos, poniendo cierta cordura a nuestro izquierdismo.
En definitiva, el momento de su institucionalización, de su llegada a la universidad, era idóneo para una FP crítica: con una institución débil y en proceso asumido de reforma, de incorporación al tiempo occidental, y en un contexto internacional y nacional favorable, que exigía modernización de la mano de profundos cambios sociales. Pienso que en general la FP en aquel momento estuvo a la altura de las necesidades. En ese contexto internacional caracterizado por la consolidación y avance del capitalismo “socializado” del estado de bienestar, y en nuestra coyuntura nacional específica -primeras décadas de la transición- de caída en paracaídas del fascismo y apertura del proceso de reconstrucción democrática, la hegemonía cultural estaba en manos de la izquierda. Al menos subjetivamente la FP miraba a la izquierda, si bien, como saber en proceso de institucionalización que había de servir a la unidad, a la formación de un “nosotros”, habría de girar en busca de la armonía de la totalidad. Como hemos dicho, a esa la ley de la normalización no escapa ningún saber ni ninguna estrategia política institucionalizada.
Por otro lado, la hegemonía cultural de la izquierda se manifestaba sólo en la superficie, y por poco tiempo. En las honduras la consciencia social de nuestro país -y el saber de nuestras universidades- arrastraba la acumulación histórica de una larga tradición monárquica y católica, apuntalada y radicalizada en el casi medio siglo de fascismo; tradición que servía de lastre y buscaba cauces de salida. El magma buscaba su boca, que encontró en el adormecido pensamiento liberal y en los nacientes espacios democristianos. El capitalismo, silente y avergonzado de su connivencia con el fascismo, no tardaría en cambiar la camisa y hacer su aparición como propuesta de buena vida, esgrimiendo su virtud y posibilidad en la experiencia de “occidente”.
4. Las buenas prácticas y la vida buena.
Para valorar la realidad de este relato de la pérdida de fuelle crítico de la FP y su deriva a la misión práctica debemos describir, aunque sea a grandes rasgos, los desplazamientos y metamorfosis en el fenómeno. A simple vista, si miramos los programas docentes, los contenidos de las tesis y de las publicaciones, e incluso los mismos títulos de seminarios, congresos, jornadas o revistas, se aprecia el desplazamiento de la temática: la producción, el poder, el estado, la dominación, la explotación, redistribución, la lucha de clases…, lo que podemos nombrar “sombras de la comunidad”, van cediendo su lugar a un discurso casi monotemático, el de la justicia o sociedad justa, que recoge debidamente metamorfoseados todos los anteriores: el trabajo humano, la autoridad legítima, el estado de derecho, la igualdad de oportunidades, el comercio justo, el salario digno, la democracia social, los derechos, el republicanismo, el reconocimiento… Son las “luces de la comunidad”. No obstante, hay otros lugares además de los topográficos donde mirar para apreciar los cambios, como las metodologías que se suan, los presupuestos ontológicos que operan en la reflexión, las posiciones de valor que vehiculan… Es obvio que la “igualdad” que contienen las consignas “la tierra para quien la trabaja” y “igualdad de oportunidades para todos” no es la misma; y que el derecho a buscar la propia felicidad que prescribe y otorga por primera vez la declaración de derechos de Virginia (1776) no se confunde con el derecho a la vivienda, a una renta básica, y esas cosas que realmente harían felices a muchos seres humanos.
Es decir, la pérdida de potencia crítica, ya bien visible en el desplazamiento y preferencias de los objetos de reflexión práctica, se apreciaría mejor, con más profundidad, en el tratamiento de los mismos. Obviamente, no es éste el lugar para tal propósito. Nos hemos de limitar a una breve indicación a título de ejemplos de unos cuantos de esos desplazamientos y metamorfosis que hemos protagonizado y sufrido en unas décadas sin apenas tomar consciencia d su significado.
Así, de reflexionar sobre las relaciones que se establecen en la producción y que determinan las vidas, hemos ido pasando a centrar la mirada en el intercambio del mercado (cuando no en la sacralizada “cesta de la compra”); de criticar los mecanismos de la explotación y su necesidad, hemos pasado a ocuparnos de las desigualdades excesivas, obscenas, en la distribución de las rentas. Sin apenas darnos cuenta nos hemos embarcado en la negación de las anomalía, injusticias, irracionalidades y barbaries del mundo mercantil, pero siempre buscando “alternativas”, como empresarios virtuosos, empresas éticas, buenas prácticas, mercado justo; como si el mal fuera contingente. Incluso proponemos modelos “sostenibles” en el mundo del capital, fáciles de conseguir, sólo falta “voluntad política”.
De mirar al Estado, ese “monstruo frío” y despiadado- “el más frío de los monstruos fríos, que decía Nietzsche-, pasamos a mirar el mal en la consciencia, en los imaginarios, en la falsedad de los grandes relatos; de ejercer la crítica de todo tipo de dominación y exclusión pasamos a la creación de subjetividad -una subjetividad alegre, gay, posible, “yes, we can”- y a desplazar la lucha por la igualdad con la práctica del reconocimiento. De denunciar el carácter de clase dl Estado nos fuimos deslizando a la denuncia de sus déficits democráticos. Todos los males del Estado se resuelven -como si fuera un paciente a sanar- con recetas democráticas. En el límite, sería innecesario: si implantamos la democracia en la empresa, en la iglesia, en la ciencia, en el trabajo. ¿Para qué el Estado?, se preguntó la FP. Y se respondió a sí misma con títulos sabrosos: “nuestro enemigo el Estado”, el Estado y sus enemigos”, “sociedad sin Estado”,
En el tema de los derechos la consigna hegemónica parece ser: “cuantos más mejor”. ¿Recordáis aquel proyecto de Nueva Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano? [9] Pues eso: en nombre de la construcción democrática y participativa de la misma se llega a una lista abierta por subscripción; suma de necesidades particulares elevadas a derechos universales. Junto a una actualización responsable y valiosa, la falta de límites y el exceso de subjetivismo llevan a excesos que degradan el texto. Hasta la pedagogía activa, o el reciclaje figuran como derechos universales emergentes. En cualquier caso, aparte de la lista, lo relevante es la falta de crítica, de la función real de los derechos, del uso de los mismos. Al respecto, me parece significativa la ausencia en nuestros espacios académicos y culturales de trabajos como los del profesor Costas Douzinas [10], que muestran que la dimensión emancipatoria de los derechos es compatible y va de la mano de su función normativa y de control.
De la democracia, ¿qué decir? La hemos sacralizado y, al hacerlo, la hemos prostituido. Sí, prostituido, pues exigimos de ella un servicio a medida: la vestimos a nuestro gusto y la usamos a nuestro capricho. Ya no nos avergüenzan los tránsfugas y aplaudimos felices una victoria por un error en la votación. Tras décadas elogiando el principio de la mayoría cambiamos al principio del pluralismo, por respeto a las minorías. La diversidad es bella, aunque el agricultor prefiera el trigo libre de malas hierbas. El resultado lo ha descrito con acierto J. R. Capella en La democracia de los siervos, sin duda un bello título, pero sobre todo un buen libro. Cuando la democracia decide la justicia, el instrumento impone su ley al ideal; y salimos perdiendo, aunque el ideal tenga agujeros.
Huyendo de la lucha de clases, que no generaba unidad, nos vimos reconstruyendo el imaginario “republicano” -curiosamente, mientras aumentaba nuestra tolerancia a la monarquía, el orden político que mejor expresa la eternidad del mal-; con sus aromas de fraternidad, sus virtudes cívicas, su patriotismo, en fin, el orden social de la “decencia”. Una hermosa añoranza de la “comunión de los santos”. Coloreado de federalismo era más bello aún: y con retoques de asimetría la composición ganaba equilibrio, estabilidad. Era la nostalgia de la virtud del pasado, como si la historia pudiera ir hacia atrás. Pocas ideas son tan entrañables y decentes como la de una sociedad republicana y laica; sobre todo laica, que quedan lastres que purgar, si bien Marx ya había dejado el tema en La cuestión judía listo para sentencia: el Estado se hacía indiferente a la religión y la propiedad para convertirlas en derechos privados y defenderlas con eficiencia.
¿Y la ciudadanía? Inundó nuestras aulas, congresos e imprentas. La ciudadanía era el certificado del bien: el hombre justo y feliz era el ciudadano; la ciudad justa y feliz era la formada por ciudadanos. El bello ideal de la ciudadanía nos permitía marchar en la misma dirección, aunque el camino era complejo. ¿Un sólo modelo de ciudadanía? Entonces el pluralismo, la sociedad multicultural… ¿Distingir el ciudadano ateniense del espartano o el tebano, como los clásicos? ¿Y reconocerlos juntos en la misma ciudad? Como la posibilidad no cuenta y la necesidad no aprieta, el resultado es mantener el ideal de ciudadanía en su inconcreción. Ni siquiera planteamos si -como tantos otros ideales bellos- son anacrónicos, han sido apartados por el tiempo, arrojados a la cuneta. Cuando el protagonista objetivo es el individuo consumidor -una necesidad del capital, una posibilidad del mismo-, ¿es pensable el ciudadano? El ciudadano republicano parece improbable, jugó y perdió su batalla en los orígenes de la modernidad, frente a su enemigo el ciudadano liberal; ¿y éste, el ciudadano liberal? Éste, en su prototipo ilustrado -sujeto de derechos e identidad por autonomía- parece residual, también ha sido arrojado a los márgenes. La autodeterminación parece definitivamente negada a los individuos de nuestras so ciudades, eficientemente sustituida por el culto a la “espontaneidad”, a la ficción de libertad que encierra la “independencia”, esos ídolos del mercado hábilmente creados por la gestión de los deseos que tan bien ejecuta el orden del capital.
No cabe aquí una relación exhaustiva de los tópicos de la FP actual. Cerraré la descripción con el más relevante de todos ellos, y en cierto modo resumen: la justicia. Por ello en este tema me detendré algo más, pues es la espina dorsal de nuestra historia de la institución. El diseño de la sociedad justa, objetivo sagrado de la FP práctica, ha sustituido a la crítica (múltiple) a la sociedad. No es extraño que, en los orígenes de la filosofía, ya surgiera la tarea de definir la justicia, sea en el hombre justo o en la sociedad justa. En la República de Platón, la construcción en idea de la república -de la ciudad autosuficiente, signo de su perfección- no era un objetivo: era una estrategia para aprehender la idea de justicia. No es extraño, pues, que esa tarea de la filosofía práctica se haya conservado como canónica en la tradición.
5. Y la justicia venció a la igualdad.
Efectivamente, si en la filosofía política preinstitucional los diversos abordajes giraban en torno a la igualdad, su institucionalización cabalgó sobre la justicia. Para ilustrarlo, volvamos a la narración, remontémonos al momento en que describíamos al capitalismo occidental relativamente aislado y con consciencia avergonzada. Demasiada barbarie en su seno para proponerse como modelo de salvación. No obstante, duró poco la constricción: los liberales occidentales reaccionaron a tiempo, antes de que el barco se hundiera. Tras décadas a la defensiva, por fin aparece una potente legitimación del capitalismo, que le permite presentarse con dignidad y sin vergüenza. Me refiero al libro de J. Rawls, Una teoría de la justicia. Un libro que parece responder a la máxima: “el opuesto de la explotación no es el comunismo, sino la justicia”. El mal no es la desigualdad, sino la injusticia; a diferencia de la igualdad, que no cabe en el orden del capital, la justicia -definida como un mar de liberad con algunos puertos distributivos de aprovisionamiento- no sólo cabe, sino que tiene allí su lugar en el mundo. Así de simple. Si la bandera de la igualdad la ondeaba la izquierda, Rawls proporciona el mejor argumento al liberalismo: la solución a la miseria e incluso a la explotación es la justicia, que articula la supremacía de la libertad (la máxima compatible) y cierta dosis de igualad básica, la mínima suficiente.
No entraré al contenido de sus principios de justicia, pero sí he de mencionar al menos su presupuesto ontológico: la teoría de Rawls se fundamenta en que la justica -como cualquier valor, relación o práctica social- es cuestión de elección de los sujetos. Lo de menos es que trate de adornarlo con la “posición original” y esas cosas; lo importante es que la legitimidad de esos principios de justicia (de libertad máxima compatible, de la diferencia, de la igualdad de oportunidades) procede de que son elegibles (ya que no “elegidos”). La justicia, por tanto, pierde fundamento objetivo y se disuelve en la subjetividad. La deciden los sujetos, negociando en condiciones “éticas”; luego vendrán los liberales duros, los “libertarians”, que reclaman condiciones de negociación naturales, o sea, mercantiles puras y duras J.M. Buchanan o M. Friedman), conforme al máximo paretiano [11].
La propuesta de Rawls no sólo era una sacralización del subjetivismo sino una invitación -aunque él, prudente, no diera los pasos necesarios-a la prevalencia del sujeto emocional, en el límite “irracional”, aunque se presentara revestido de racionalidad instrumental, de “elección racional” de los medios. No sé si estas cosas se estudian aún en nuestras aulas, pero los más antiguos de nosotros las recordamos. El emotivismo de C.L. Stevenson, el imperativismo de A.J. Ayer, el prescriptivismo de R.M. Hare, junto al situacionismo existencialista, coinciden en lo fundamental: en el no cognitivismo ético, en el escepticismo ético-político; así se abre la puerta a la indeterminación y, sospecho, a la impunidad. Ya sabemos, por el desenlace, el objetivo silenciado; los postmodernos tuvieron la valentía de enunciarlo: una ética mínima, indolora; devaluación del deber y la regla moral, deslegitimación de la racionalidad que la sustenta. Recordáis al más ingenioso de ellos: Rorty, “prioridad de la democracia sobre la filosofía”, del corazón sobre la razón. Fue consecuente, sabía a quienes hablaba: “la verdad es la audiencia”. Anunció y sancionó el reinado del trending topic.
Pero, de hecho, el dispositivo lo había puesto en marcha Rawls, que con sus buenos modales se nos coló por la gatera: su “overlapping consensus” implicaba la santificación de la democracia como procedimiento de la ética, de la política… y de la verdad; al mismo tiempo relegaba los principios y los grandes relatos a la literatura, a lecturas amables alrededor del fuego en familia en noche de invierno. “Moral por acuerdo”, decía Gauthier [12]. La historia ya la sabemos. La Academia se llenó de rawlsianos y antirawlsianos; las librería de textos sobre la justicia liberal anotando y comentando a Rawls [13]; y las aulas generaron tal abundancia de tesinas y tesis que se repetían entre sí hasta en los títulos
Son tantas, tan diversas y tan semejantes, que apareció un subgénero de textos taxonómicos, que ponía de relieve las dificultades para clasificarlas y la complejidad de corelacionarlas. Cierto, no debemos identificar a J. E. Roemer o a J. Rawls con M. Rothbardt o David Friedman; pero, en rigor, las diferencias aparatosas entre las mismas pertenecían a la misma lógica publicitaria del mercado: bajo la libertad de elección aparecía la terrible homogeneidad del método y la ontología, el “individualismo metodológico” y el “subjeto sacralizado” garantizaban la función práctica del discurso. Como decía M. McLuhan, aquí también “el medio es el mensaje” [14].
Podíamos seguir la descripción, pero el objetivo que perseguíamos de llamar la atención sobre el hecho parece cumplido [15]. Y a primera vista resulta que los desplazamientos en los temas, métodos y enfoques de la FP desde su institucionalización -manifestaciones de lo que he llamado déficit crítico, pérdida de fuelle crítico- tienen un origen compartido, tal vez no causa única, pero sí determinación relevante: las propuestas prácticas, a diferencias de las críticas, asumen el presupuesto -en otros tiempos diríamos “reformistas”- de estabilidad de la base material de la sociedad, o sea, son propuestas desde y en el orden del capital. Por tanto, no necesitan la crítica de éste, no introducen en la reflexión la necesidad de la conexión entre las injusticias, desigualdades, explotaciones, opresiones, exclusiones, conflictos…y todos esos males sociales que la FP aspira a regular o resolver con las necesidades del capital en su reproducción; al contrario, se supone que esos males son anomalías regulables y solucionables, sin pararse a determinar en qué medida es así y en qué medida es intrínseco al modo de producción; a cualquiera o específicamente al capitalista; y, dentro de éste, a su forma general o al modelo actual, tecnológico y de consumo. Creo que esta ausencia de crítica del capital está en la base del devenir de la FP. Si esta disciplina, en tanto que filosofía práctica, tiene como objetivo crear un êthos y una consciencia, y de aportar cierta guía de orientación a la acción humana, para cumplir con eficiencia y eficacia esa tarea ha de revisar su déficit crítico. Déficit que la filosofía política en sus orígenes clásicos había resuelto a su modo: los filósofos griegos asumían que Esparta no era Atenas, que cada ciudad tenía su modo de ser, que incluía su telos particular, y requería instituciones, formas y educación apropiadas. No importa aquí si esas distinciones de la base material de cada una las establecía de modo dogmático y especulativo, conforme al saber a su alcance; lo importante es que reconocían la necesidad de adecuación de la reflexión práctica a esas condiciones, necesidades y posibilidades. Hoy, en nuestro caso, deberíamos asumir su posición, y poner en claro la base material sobre la que se montan nuestras sociedades. Y esa base social es el capitalismo, si bien no el capitalismo de ayer, el capitalismo burgués, finiquitado tras las dos grandes guerras y el fascismo, sino un capitalismo en cierto modo “desclasado”, liberado de la ideología de aquella clase, más abierto y descarnado, más insensible y cínico en lo moral, más sensible y abierto al Estado… Quiero decir, en definitiva, que es conveniente conocer el capitalismo de hoy, y a partir de esa representación dar coherencia a las propuestas de intervención prácticas. Estoy convencido de que, en esa perspectiva, sigue siendo necesaria y posible una FP con posición crítica; no tengo tan claro, en cambio, el sentido de la filosofía práctica.
Como veis, no quisiera cerrar esta reflexión sin dejar abiertas ventanas a la esperanza. En rigor, en esta historia de la FP, en los márgenes de la institución, pero también en su seno, ha encontrado refugio y se ha mantenido fresca. Aunque he procurado eliminar de esta historia a los sujetos protagonistas, me permitiré en este caso citar a uno de ellos, a Bernat Riutort. Debo hacerlo, pues al fin este seminario se encuadra en los actos de su homenaje, y un homenaje -al menos en este caso y sin duda por mi parte- implica un acto público amistad y reconocimiento. Sí, reconocimiento de una larga tarea profesional entregada a la filosofía política.
Creo honestamente que en esta pequeña historia de la FP en nuestro país, Bernat (Riutort) es uno de los que con mayor continuidad y coherencia ha defendido la posición crítica. Sin estridencias ni desplantes, ha resistido las tentaciones subjetivistas. Ha ejercido la FP bien pegado a la realidad humana, la que se expresa en el mundo del trabajo, con sus profundas transformaciones metodológicas, tecnológicas y, por tanto, sociológicas. Tiene razón Bernat, ahí está el enemigo, en el “poder y la economía; ahí se da la “gran ofensiva”, que ha sabido ver y ha teorizado con consistencia. Ha sabido situar la “razón política” en su verdadero lugar: en el laberinto de encrucijadas “entre la globalización y la modernidad compleja”. Y nos ha mostrado que la mejor subjetividad que puede crear la FP es la consciencia resultante de la crítica de los “bucles y rizos de neoliberales y neocoservadores”, la que surge de la crítica de la consciencia reproductora del capital. Creo que es desde ahí, desde la economía, desde el conocimiento del capitalismo contemporáneo, de su Estado y de su sociedad -como hace Bernat Riutiort en el artículo “Modernidad reflexiva y/o «tercera vía»” [16], sobre Anthony Giddens-, en definitiva, desde lo saberes sobre la vida material, desde donde la FP tiene la posibilidad de ayudar a la autoemancipación y, en los estrechísimos límites en que le está permitido, si le está permitido, anticipar los escenarios a los que nos dirigimos. En el caso de Bernat Riutort la institución no parece haberle cortado las alas, sino proporcionado el aire para volar.
6. El mito, hogar de la verdad.
Quisiera acabar con una reflexión desde la distancia sobre nuestra función en la práctica de la filosofía política; quisiera sugerir que, en lugar de buscarla en el ideal, la verdad suele encontrarse en el mito. Lo haré recordando los dos mitos de la filosofía por excelencia, el de la Caverna y el de Zaratustra. En el de la Caverna de Platón, recordemos al filósofo forzado por las leyes a regresar a salvar a los de abajo, cuando no quería, si sabía, ni podía. Las Leyes, despóticas, exigían: “te hemos hecho nosotras, eres lo que nosotras te hemos hecho”, “te hemos dado el privilegio del saber para que ahora tú ayudes y salves a los de abajo”. Ignoraban las leyes que los filósofos no podían llevar a cabo esa misión práctica, pues sus palabras serían para los habitantes de la caverna nuevas sombras, signos de signos entre los que estaban perdidos; ignoraban las leyes que los hombres, habitantes de la caverna, sólo podían salvarse saliendo ellos mismos de las sombras y sufriendo la escarpada `pendiente y la cegadora luz del sol que hiere los ojos…. La misión de los filósofos no es descender a “salvar a los de abajo”
Pasemos al Zaratustra nietzscheano, que a primera vista tampoco comprendió que los filósofos no han de hacer de mensajeros de los dioses para salvar a los hombres. Me gusta recordar aquella escena del comienzo del relato, cuando “Zaratustra” decide bajar de su montaña. Dice así: “Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así: «¡Tú gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas! Durante diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpiente te habrías hartado de tu luz y de este camino. Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello”.
¿No es genial su consciencia de haber estado allí, satisfecho, autosuficiente, para dar sentido al movimiento del sol? ¿Por qué éste había de pasar por allí cada día si no estuvieran allí Zaratustra, su águila y su serpiente? ¿Qué sentido tienen los Dioses si no hay hombres a quienes salvar? Pero “Zaratustra” es más que un hombre, tiene necesidades superiores, de dioses: “¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan. Me gustaría regalar y repartir…” Para ello ha de buscar a los hombres, ha de bajar a las profundidades “como haces tú al atardecer, cuando traspones el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico!”, le dice al sol. “Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso”. “Zaratustra” es un rico, ha acumulado sabiduría, ha llenado su copa de bienes y valores y ha de vaciarla entre los hombres para que el oro no se derrame estéril en la soledad de la montaña: “¡Mira! Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre”
Y “Zaratustra” bajó de la montaña, en la que había esperado diez años. Y entonces tiene lugar la memorable escena de su encuentro con el viejo santo solitario en el bosque. Tras un sabroso intercambio retórico, de lectura obligatoria, en el que al viejo santo no logra disuadir a “Zaratustra”, se retiran riendo, cada cual a lo suyo. En el camino, hablando a su corazón, “Zaratustra” pronunció las palabras más profundas de la obra: “¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!”. Entregado a su causa, bajo la cegadora luz de la fe del moralista -no importa el contenido transgresor de esos valores- a “Zaratustra” no se le ocurrió pensar que tal vez era él, y no el viejo santo, quien habiendo oído hablar de ella ignoraba la muerte de Dios. Pues Dios -el Dios de los hombres, claro, no hay otro- muere cuando deja a los hombres abandonados a sí mismos; o a la inversa. El viejo santo lo sabía: Dios ha muerto, y por eso no es necesario -ni posible- salvar a los hombres; por eso decidió dejarlos solos.
“Zaratustra” amaba a los hombres, nos dice, y tenía necesidad de hacerles un regalo; por eso bajaba de la montaña. ¿Por eso, realmente? Creo más bien que abandona la soledad porque los moralistas, como los dioses, no pueden estar solos, necesitan súbditos a quienes salvar, como el sol lugares que iluminar, que den sentido a su existencia. El viejo santo también amaba a los hombres; “los amaba demasiado”, por eso se aisló en el bosque. Y desde su saber aconseja a “Zaratustra” que si tiene esa rara necesidad de regalar, si no puede evitar la tentación de repartir ayudas, que sólo les dé una ligera limosna, “y espera siempre a que se la pidan”. Parece insistir desde su experiencia de moralista arrepentido en que no se puede salvar a los hombres, que la mejor ayuda es dejarlos en libertad, que decidan su vida.
Ambos mitos, pues, parecen cuestionar o desmitificar esa función práctica, de salvación, de la filosofía. E incluso sospecho que, en una lectura más extensa y fina del texto nietzscheano -y desde otras obras suyas- podríamos reconstruir a “Zaratustra” como figura del filósofo crítico, desvistiéndole de ropajes morales, de funciones práctica, y revistiéndole armado del martillo filosófico, que gustaba a su autor.