JUSTIFICACIÓN DEL TÍTULO
Permítanme comenzar por una breve justificación del título. El recurso a la metáfora de la "justicia como virtud templada" no es sólo retórico. Lo hemos adoptado por dos razones confluentes.
La primera, y más importante, es que creemos, y nuestros argumentos están en la investigación que hemos presentado, que describe adecuadamente la concepción humeana de la justicia; es, por tanto, un título ajustado. Efectivamente, a modo de aproximación, y antes de entrar propiamente en la exposición analítica, digamos que:
* la "virtud templada" define una actitud, distante al mismo tiempo del cálido apasionamiento (subjetivo) de un ideal buscado y del frío distanciamiento de una norma (objetiva) acatada; y en esta "actitud" encaja bien nuestro autor.
* la "virtud templada" designa también el fin último de la justicia, que no es ni la perfección ardientemente perseguida ni la simple sobrevivencia racional y fríamente calculada; y esta idea es clave en el pensamiento de nuestro autor.
* en fin, la "virtud templada" alude también al fundamento de la justicia, que no es ya un fundamento fuerte, epistemológico, ontológico o moral, pero tampoco un fundamento arbitrario, contingente, producto de la fuerza o del azar; y esta posición es también propia de nuestro autor.
La segunda razón por la que hemos elegido este título es porque el propio Hume prácticamente nos ha forzado a enunciarlo. Aunque nunca use la expresión "temperate virtue", nos sugiere su uso de forma directa y clara.
Efectivamente, la metáfora nos viene sugerida en un pasaje de la Enquiry II, cuando al comparar y contraponer las dos grandes opciones morales de su época, la racionalista y la sentimentalista, dice respecto a los primeros: "Descubren verdades, pero como las verdades que descubren son indiferentes y no engendran ni deseo ni aversión, no pueden tener influencia alguna, ni sobre la conducta ni sobre el comportamiento" [1]. Esas verdades inertes, piensa el escocés, se corresponden con un concepto aséptico, neutral y frío de la virtud: "lo que es inteligible, lo que es evidente, lo que es probable, lo que es verdadero, sólo provoca el frío asentimiento (cool assent) del entendimiento y la gratificación de una curiosidad especulativa pone fin a nuestras investigaciones" [2].
Los segundos, los filósofos sentimentalistas, en cambio, que sustituyen la evidencia por el sentimiento, la argumentación por la conciencia, tienen un concepto apasionado y ardiente de la virtud, pues piensan que "Lo que es honorable, lo que es justo, lo que es decoroso, lo que es noble, lo que es generoso, se apodera del corazón y nos anima a abrazarlo y defenderlo" [3]. Este "apoderarse del corazón", este "animarnos a abrazarlo y defenderlo", evoca una concepción emotiva, cálida. El mismo Hume usa estos términos: "Extinguid todos los sentimientos ardientes (warm feelings), todas las predisposiciones a favor de la virtud y todo disgusto o aversión por el vicio, haced a los hombres completamente indiferentes para estas distinciones, y la moralidad dejará de ser un estudio práctico y no tenderá a regular nuestras vidas y acciones" [4].
Hume no está exponiendo su posición, sino la de una corriente, la de "quienes reducen todas las determinaciones morales a sentimiento" [5]; de la misma manera que poco antes parafraseaba la doctrina del racionalismo moral. La virtud caliente y la virtud fría, por tanto, pertenecen a los otros. La propuesta humeana, de ahí el título de nuestra investigación, puede así ser llamada "la justicia templada".
Esas son las dos razones del título. Su explicitación nos ha servido, en realidad, para adelantar la línea de reflexión seguida en nuestra investigación. Pero antes de entrar en ella queremos explicitar los objetivos generales que nos proponemos y situar nuestro trabajo en el marco actual de los estudios humeanos.
1. Motivos y objetivos.
Partimos de dos constataciones empíricas, que creemos fácilmente compartibles, según las cuales Hume es, por un lado, un referente constante en el debate actual sobre la justicia (y, en general, sobre los grandes temas de filosofía política); por otro, un referente polémico, lugar de diversas y enfrentadas interpretaciones. Los más prestigiosos especialistas se contraponen entre sí a la hora de establecer si Hume es o no escéptico, emotivista, utilitarista, liberal, contractualista, conservador o defensor de los derechos del hombre. De A. MacIntyre [6] a B. Barry [7], de J. Rawls [8] a D. Gauthier [9], de A. Heller [10] a R. Rorty [11], se refieren a Hume como una concepción de la justicia genuina, ante la que tomar posición; se sienten obligados a definir su posición pro o antihumeana, a fijar sus distancias respecto al escocés. Por otro lado, las representaciones que nos ofrecen de dicha concepción nos llevan a cierta perplejidad. B. Barry ha visto en Hume "dos teorías de la justicia", las mismas que en Rawls; una, la "justicia como ventajas mutuas"; y otra, la "justicia como imparcialidad" [12]. David Gauthier, que no oculta sus simpatías humeanas, ve en el mismo una teoría contractualista [13]; mientras que J. Harrison [14] y A. Flew [15] acentúan el rechazo humeano del contrato social; si John Plamenatz [16], en línea ortodoxa, pone a Hume al frente del utilitarismo, Eugenio Lecaldano [17], en cambio, lo acerca a la moral sentimentalista.
Esta valoración del estado de los estudios humeanos y de su especial interés para el momento actual de la reflexión filosófico política -sin duda unidos al atractivo que desde siempre ha ejercido sobre nosotros el discurso humeano- es lo que nos ha movido a realizar la investigación que aquí resumimos (y que presentamos en su integridad). Consideramos que el analiticismo dominante en la crítica anglosajona de Hume, si bien ha propiciado meritorias exégesis lógicas y filológicas, conduce más a resaltar las inconsistencias y ambigüedades del escocés que a destacar lo que de lúcido y actual contiene su proyecto. A nuestro entender, lo valioso de Hume no está en los contenidos sustantivos de la moral, la virtud, la justicia o el gobierno, sino en la innovadora fundamentación de estos conceptos. Por ello consideramos que un estudio sobre cualquiera de los tópicos, como la justicia, ha de incluir una revisión a fondo de la posición humeana en filosofía.
Hemos centrado nuestra investigación en la justicia por dos razones. En primer lugar, porque, con N. Kemp Smith [18], entendemos que el proyecto humeano es esencialmente práctico, es decir, su objetivo es pensar la política; y, dentro de su pensamiento filosófico político, el núcleo del mismo reside en la justicia. En segundo lugar, porque es la justicia el tópico humeano que más interesa en nuestros días a la filosofía y, por tanto, el que mejor permite recuperar para el presente cuanto de fecundo haya en la obra del escocés.
Pero, como decimos, nuestra investigación sobre la justicia debía necesariamente extenderse en una investigación global sobre la filosofía de Hume, que fuera más allá de la proliferación de estudios sobre aspectos particulares y aislados, exigencia del método analítico dominante. Incluso los trabajos más generales, como el de Duncan Forbes [19], que pone los fundamentos de la filosofía política de Hume en la transposición a la esfera práctica del "método experimental" [20] y en el contexto histórico-ideológico, o el de Jonathan Harrison [21], que aplica un análisis interno al estudio general de la teoría de la justicia, están lejos de asumir el análisis de la justicia desde la perspectiva del proyecto global. El clásico de N. Kemp Smith, The Philosophy of David Hume [22] se sitúa en esa perspectiva, pero queda desenfocada por su pretensión de destacar en Hume una fundamentación naturalista de la moral y la política, que oscurece un tratamiento adecuado de la epistemología; el apasionante texto de J.L. Mackie [23] se dedica de forma preferente a descubrir las inconsistencias; y el de Anthony Flew [24], que recorre la filosofía humeana desde la epistemología a la política, no consigue ofrecer una interpretación sólida, quedándose en la acumulación de descripciones.
En otras palabras, creíamos -y creemos- que la única manera de librarse de la fuerza centrípeta de un debate complejo y prolífico como el que está abierto sobre la concepción humeana de la justicia sólo puede ser fecundo si incorpora una reinterpretación global de su filosofía. Nuestra investigación, por tanto, persigue un doble objetivo: la pretensión de reconstruir y valorar la teoría humeana de la justicia, que en rigor vertebra todo su pensamiento moral y político; y la pretensión de reinterpretar la posición y el proyecto filosóficos, cuya pérdida de perspectiva lleva, a nuestro entender, a esta "selva humeana" en que parece estar enredada la historiografía, incapaz de establecer acuerdos, si no generales sí al menos extendidos, sobre el carácter liberal o conservador, emotivista o utilitarista, contractualista o evolucionista, escéptico o naturalista, etc. etc., de su filosofía.
2. Hume, "filósofo post-escéptico"
En coherencia con estas presunciones, hemos estructurado la investigación en cinco capítulos, en cada uno de los cuales se argumentan unas tesis que, de forma directa, van construyendo la interpretación general del proyecto filosófico humeano y, de forma indirecta, sirven de aparato conceptual con el que reconstruir la concepción de la justicia. Comenzamos con el capítulo "Justicia y epistemología", convencidos de que es en el dominio epistemológico donde hay que buscar las claves de cualquier comprensión del pensamiento de Hume. Nuestro objetivo en el mismo es argumentar nuestra interpretación de Hume como "filósofo post-escéptico". Por tal entendemos la posición que declara la crisis de la fundamentación epistemológica y asume como única fuente de legitimación la política, la vida social, los acuerdos colectivos.
Buena parte de los debates -o, para ser más precisos, del estancamiento de los mismos- sobre la moral y la política de Hume provienen de no tener en cuenta esta dimensión "post-escéptica" de su filosofía. Los más acreditados autores no se han puesto de acuerdo sobre si Hume debe o no ser considerado un filósofo escéptico. Una tradición hermenéutica, bien establecida por Norman Kemp Smith, desarrollada por Barry Stroud [25] y consolidada por las obras de Nicholas Capaldi [26], ha respondido a la clásica interpretación, iniciada por Thomas Reid [27], sembrando dudas sobre el escepticismo del escocés. En la línea clásica, a su vez, bajo la aceptación común del escepticismo humeano surge una discrepancia generalizada en cuento a la "peculiaridad" del mismo. Para John Laird, Hume es un "complete Pyrrhonian" [28]; para Richard H. Popkin, Hume mantenía "the only consistent Pyrrhonian point of view" [29]; R. Rorty califica el escepticismo de Hume como "veil-of-ideas skepticism", derivado de su empirismo [30]; a A. Flew le cuesta decidirse entre "Catastrophic Scepticism, or Merely Academic?" [31], aunque se decida por este último; Robert J. Fogelin, que distingue dos formas de escepticismo, "antecedente" y "consecuente", sitúa a Hume en este último [32]; en fin, pues la lista es interminable [33], David Fate Norton se decanta por ver en Hume un "Sceptical Metaphysician" y, en cambio, un "Common-Sense Moralist" [34].
Creemos que Christopher Hookway [35] tiene razón al afirmar que buena parte de los problemas hermenéuticos provienen de la relación, o confusión, entre "escepticismo" y "naturalismo"; y nos sugiere la conveniencia de distinguir el escepticismo como filosofía del escepticismo intrínsecamente ligado y derivado de la metodología empírica moderna [36]. Es el camino que hemos adoptado, pues creemos que las aportaciones más importantes de Hume a la teoría de la justicia no son en cuanto al contenido de ésta sino respecto a la "fundamentación" de la misma". De ahí que hayamos dedicado este extenso capítulo a "Epistemología y justicia".
El primer libro del Treatise, que trata "Del entendimiento", es una magnífica escenificación, no exenta de elementos dramáticos, de una experiencia personal que anticipa una experiencia histórica. Hume vive el momento filosófico caracterizado por la sustitución del fundamento ontológico por el epistemológico. El cambio se justifica en base al lamentable estado de los saberes, al "poco fundamento que tienen incluso los sistemas que han obtenido el mayor crédito" [37]. Su descripción de la situación, con recurso a metáforas y bellos efectos literarios, no deja lugar a dudas: "Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma" [38]. Hume también habla de la "condición imperfecta de las ciencias", con descripciones no menos efectistas: "Se multiplican las disputas, como si todo fuera incierto; y estas disputas se sostienen con el mayor ardor, como si todo fuera cierto. En medio de este bullicio no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia (...). No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada, quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército" [39].
Hume, por tanto, se describe a sí mismo embarcado en un proyecto alternativo de fundamentación filosófica de la moral y la política, que es el de los modernos. Esta alternativa pasa por un cambio en el orden y estructura del saber: la "metafísica" es sustituida por la "ciencia del hombre" en el orden de fundamentación, la eminencia del ser, del objeto (de donde se derivaba la de la ciencia respectiva) es sustituida por la de la conciencia, por la de las facultades del sujeto con que dichas ciencias son elaboradas. De F. Bacon, en The Advancing of Learning, a D'Alembert y Diderot, en l´Encyclopédie, se consagra el nuevo orden del saber. No ya la moral, la política y la estética, en las cuales parece obvia la dependencia, sino las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural, que parecen menos subordinadas a la subjetividad humana, "son juzgadas según las capacidades y facultades de los hombres" [40]. Se trata, desde otra perspectiva, del anuncio del "giro copernicano", que impondrá la supremacía del "decir" (o "conocer", o "percibir") sobre el ser, que se desarrolla de Descartes a Kant.
Hume escenifica con brillantez la sustitución de la fundamentación ontológica por la epistemológica. Como si interpretara su presente, afirma rotundamente que "la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás" [41]. De momento dice "la ciencia del hombre", no "el hombre". Y dicha ciencia requiere, a su vez, conquistar su evidencia: "es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y la observación" [42]. Hume confirma así la primacía moderna del fundamento epistemológico sobre el ontológico.
Pero Hume, que relata la experiencia personal, la aventura filosófica en la que, simultáneamente, se consagra la opción epistemológica y su fracaso, enseguida sugiere los límites intrínsecos a la nueva vía de fundamentación. Dicho límite se concreta en "no buscar los principios últimos", en renunciar de entrada a lo absoluto; y se manifiesta en una actitud netamente antidogmática: "evitar el error de imponer a todo el mundo las propias conjeturas como si fueran los más ciertos principios" [43]. Tal límite no es un defecto de la ciencia del hombre, sino "un defecto común a todas las ciencias y artes a que nos podamos dedicar" [44]; una determinación, en definitiva, del fundamento nuevo que se ha adoptado, al implicar no ir más allá de la experiencia.
Aceptar este límite es posible sin desgarro; el mismo no implica degradación del saber, sino su definitiva humanización. Hume cree que "los progresos en la razón y la filosofía sólo pueden deberse a la tierra de la tolerancia y la libertad" [45]; por tanto, nada más digno de la razón y la filosofía que la fidelidad a sus orígenes, que asumir entre sus objetivos la reproducción de las condiciones de su nacimiento, en fin, que servir al mantenimiento y expansión de la tolerancia y la libertad.
Pero, en el relato, Hume no permanecerá fiel a los límites de ese proyecto moderno, momentáneamente suyo. El nuevo fundamento epistemológico exigía establecer los límites de lo que se puede decir, que son los límites del poder del entendimiento; y en cuanto Hume emprende la tarea de fijar los límites, descubre que el entendimiento es frágil y que su decir corre siempre el riesgo de la arbitrariedad. Entonces, y sólo entonces, Hume ha de rehacer su reflexión, abandonando definitivamente la "vía del fundamento", sea éste metafísico o epistemológico, y buscando una reflexión legítima sin fundamento; o, si se prefiere, un fundamento autoreferencial y constantemente revisado, sin más estabilidad -como las conjeturas popperianas- que su vigencia, su relativa eficacia, su aún no haber sido falsado [46].
El contacto de Hume con el escepticismo, pues, se produce a través de su epistemología (su teoría de las ideas, su análisis del especio y el tiempo, de la causalidad, del yo...). El "escepticismo" de Hume refiere siempre a su concepción de la naturaleza humana, a la imposibilidad de fundamentación objetiva de los criterios [47]. El conocimiento, por ser humano, es decir, producto del entendimiento humano, es siempre impuro e imperfecto si se valora desde lo divino. Y es así necesariamente. Hume lo subraya con una fuerza demoledora: "Habiendo encontrado de este modo que en toda probabilidad hay que añadir a la incertidumbre original, inherente al asunto, una nueva incertidumbre derivada de la debilidad de la facultad judicativa, y habiendo ajustado entre sí estas dos incertidumbres, nuestra razón nos obliga ahora a añadir una nueva duda derivada de la posibilidad de error que hay en nuestra estimación de la veracidad y fidelidad de nuestras facultades" [48]. El círculo de la incertidumbre es infernal, pues ni siquiera la conciencia del error, su apreciación y consecuente compensación, nos libra de ella, ya que esa ponderación del error es a su vez susceptible de error, por ser obra del instrumento, de la razón. Si nuestro discurso sobre el mundo es sospechoso, por ser un discurso de un entendimiento sospechoso, ¿cómo corregir la sospecha? ¿Con el mismo entendimiento? "Cuando reflexiono sobre la falibilidad natural de mi juicio, confío todavía menos en mis opiniones que cuando me limito a considerar los objetos sobre los que razono; y cuando voy aún más allá, y vuelvo mi mirada hacia cada estimación sucesiva que hago de mis facultades, todas las reglas de la lógica sufren una disminución continua, con lo que al final se extingue por completo toda creencia y evidencia" [49].
Hume sabe que el vértigo de la incertidumbre pretende corregirse puliendo y controlando los discursos con metadiscursos de órdenes crecientes; pero como esos metadiscursos son, en rigor, reflexiones sobre un discurso anterior sospechoso hecho con el mismo entendimiento sospechoso, el camino es infinito y, en rigor, de incertidumbre creciente. La solución en la que se acaba, el salto al "entendimiento divino", al "ojo de Dios", desde donde decir un discurso fundamentador y fundante, le parece a Hume una ficción. Por tanto, ¿qué otro camino queda que el refugio en el escepticismo?
Si creemos a Hume, queda otro refugio. En ese viaje escéptico ha descubierto que para la vida - para la creencia en la verdad, en la virtud, en la justicia- es suficiente con la tendencia natural a creer, que "la naturaleza, por medio de una absoluta e incontrolable necesidad, nos ha determinado a realizar juicios exactamente igual que a respirar y a sentir" [50]. El "escepticismo post-escéptico", por tanto, consiste en aceptar que, tras el empeño en ser dioses, queda la posibilidad de ser hombres; que tras la renuncia a la "evidencia" divina, queda la confianza en la naturaleza humana: "que todos nuestros razonamientos concernientes a causas y afectos no se derivan sino de la costumbre, y que la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa" [51].
Desde el punto de vista práctico, viene a decir Hume, lo importante es creer. La aventura cognitiva de la razón es, en definitiva, un esfuerzo por recuperar la creencia cuando la duda, inicio de la filosofía, ha roto la fe en el "conocimiento natural". Descubierto el juego de la razón y el carácter ilusorio de la evidencia que descubre, sólo queda la melancolía para quienes olvidan que, antes y durante el ejercicio de la razón, la naturaleza garantiza esos mínimos de creencia suficientes para vivir. "Hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de los argumentos escépticos, evitando así que tengan in influjo considerable sobre el entendimiento. Si tuviéramos que aguardar primero a su completa autodestrucción, ello no podría suceder hasta que hubieran subvertido toda convicción y destruido por completo la razón humana" [52].
En la famosa "Conclusión" nos deja ver Hume la clave de su nueva posición. Tras su perplejidad al tener que elegir "entre una razón falsa o ninguna razón en absoluto" [53]; tras su consecuente angustia al sentirse empujado al escepticismo, nos describe su consolación y, en definitiva, su conciencia "post-escéptica": "Pero por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para ese propósito, y me cura de esa melancolía y de ese delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción (...). Yo como, juego una partida de chanquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no siento ganas de profundizar más en ellas" [54].
Hume, con sinceridad, describe esa escisión entre la filosofía y la vida; incluso bajo la tormenta más desgarrada de la visión filosófica trágica, el hombre puede vivir normalmente, compartir con los demás el discurso, las creencias, los sentimientos. Más aún, no sólo es posibilidad, sino necesidad: "me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos" [55]. Esta es la lección que debe extraer la filosofía: la absoluta necesidad de hablar con los demás, de deliberar, de compartir.
El círculo está cerrado; Hume justifica así, tras su viaje escéptico, la necesidad natural de la filosofía. Sin duda alguna, será ya "otra" filosofía; liberada de fundamentalismos, sólo propiciará "sentimiento serenos y moderados"; liberada de la verdad, procurará creencias razonables; liberada del preceptismo moral, fomentará virtudes y hábitos cívicos. El "escéptico post-escéptico", el "verdadero escéptico", que dice Hume, "desconfiará lo mismo de sus dudas filosóficas que de sus convicciones, y no rechazará nunca por razón de ninguna de ellas cualquier satisfacción inocente que se le ofrezca" [56]. Esta es la idea clave de su filosofía práctica: aceptar que no hay principio filosófico justificable si va contra las "satisfacciones inocentes", contra las "costumbres virtuosas", que una sociedad sana, razonable, libre de fundamentalismos y entusiasmos consagra como apropiados para su paz y colaboración.
3. La moralidad, conciencia compartida.
Del mismo modo que el "post-escepticismo" de Hume expresa su distanciamiento respecto al paradigma moderno de fundamentación epistemológica, así la posición moral de Hume es un esfuerzo por superar no sólo las morales ontológicas tradicionales, sino las teorías modernas ejemplificadas en el "racionalismo moral" y la "moral-sense school". Nuestro propósito en este capítulo sobre "Justicia y moralidad" es mostrar que, bajo ciertas confusiones, en Hume se encuentra ya una concepción de la moral como forma de conciencia ligada a las circunstancias sociales.
Nos parece acertada la descripción que hace Norton de la crisis de la moral [57], relacionándola con la nueva racionalidad científica, aunque no compartimos su tesis de Hume como un "Common-Sense Moralist" [58]. Por nuestra parte, hemos aportado una explicación de esa "crisis moral", equivalente y conectada con la "crisis pirrónica", y hemos defendido una posición de Hume alternativa. En concreto, creemos que, por encima de los flirteos conceptuales y las dependencias de la época, Hume apunta a una superación de las posiciones de Shaftesbury [59] y Hutcheson [60] y, en general, de todo sentimentalismo de tendencia "emotivista" [61]. Entre el emotivismo moral, o escepticismo no superado, y el racionalismo moral, o escepticismo imaginariamente superado, Hume hace esfuerzos -si bien en medio de ciertas ambigüedades- por diseñar una salida coherente con su posición epistemológica post-escéptica.
El problema de la posición moral humeana se concreta en pasajes muy concretos y conocidos. En el Treatise Hume se muestra más "sentimentalista" [62]. En el mismo se hayan pasajes tan famosos como el "is/ought", donde se describe de forma explícita la "falacia naturalista", para muchos el punto de arranque de una ética autónoma, antinaturalista, tesis que Warnock [63] relativiza; o el llamado por Flew "great divide", que Kemp Smith sacraliza como declaración antiracionalista [64]. Pero en el Treatise también encontramos, aunque de forma más discreta e indirecta, un rechazo de la "falacia sentimentalista". La sustitución del "es" por el "quiero", sea como disolución del deber en el deseo perverso, sea como identificación con el amor bello, equivale a la sumisión del ser a la subjetividad. En el Treatise, pues, encontramos cuanto necesitamos: una dura crítica a la razón, una aparentemente apuesta por el sentimiento y una larga reflexión sobre la justicia, que nos será muy útil.
Nuestra línea de reflexión ha tendido a mostrar que en la teoría moral de Hume la razón juega un papel más relevante que el que la crítica suele descubrir y que el que el mismo Hume confiesa otorgarle. La ambigüedad de la posición moral humeana nos la ofrece él mismo al describir la relación entre la razón y el deseo, disputándose la hegemonía [65], sin que la victoria parezca decantarse por ningún lado. Por muchas veces que Hume declare los límites prácticos de la razón frente a la pasión, otras tantas reconoce el papel de aquella en la constitución del "moral sense" y del "moral sentiment". Si enuncia la "gran división", también declara "artificiales" -lo que implica de algún modo su origen racional- a la mayoría de las virtudes; si declara a la razón esclava de las pasiones, también establece el efecto de los hábitos, condensación de la experiencia histórica, en las pasiones.
Un momento álgido del "antiracionalismo" moral de Hume se expresa en la doble tesis, formulada en la sección "De los motivos que influyen en la voluntad" [66]. En esta doble tesis se ha visto una ruptura radical y dramática entre la razón pura y la razón práctica, la más radical negación de la visión clásica del hombre moral como lucha entre la razón y la pasión al declarar que no hay ni puede haber tal lucha porque la razón y la pasión, cual atributos spinozianos, no se tocan. Esa doble tesis queda formulada en los siguientes términos: "la razón no puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad" y "la razón no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad" [67].
A nuestro juicio, equivale a decir que la moralidad no puede ser inculcada, ni siquiera con muchas y buenas leyes y maestros, si antes no hay una inclinación natural a ser influenciado; o, en otras palabras, que la razón no puede violentar la naturaleza, que la verdad no mueve el deseo, que el conocimiento del bien no garantiza la vida moral. Ciertamente, esto implica poner un límite a la razón, pero no su rechazo; porque ¿qué razones puede tener la razón que vayan contra la naturaleza de las cosas? Implica, en el fondo, aceptar con Kant que la razón es canon y sofocar su deseo de devenir órganon. Este límite a la pasión metafísica, en cambio, centrándose en dos focos de argumentación, el del great divide y el slave passage, ha sido interpretado como el símbolo del más claro y duro antiracionalismo humeano.
Para destacar el papel de la razón en la construcción de la moral debemos abandonar las citas tópicas y entrar en la descripción humeana de la génesis de lo moral. Hume identifica los sentimientos del bien y del mal con "un particular dolor o placer" [68]. No son sentimientos distintos, en cuanto no tienen objetos diferenciados; son distintos en cuanto el sentimiento moral añade un plus al sentimiento neutro, a la pura sensación [69]. En consecuencia, si puede decirse que lo moral es un sentimiento, también podemos decir que no hay una modalidad de sentimientos morales, sino una manera de sentir o cualidad añadida o a algunos sentimientos de algunos sujetos en determinadas circunstancias.
Este plus, que se añadiría a lo que Condillac llama las dos dimensiones de la afección, la gnoseológica y la hedonista, no reside en el objeto, sino que es determinación de la situación, de unas determinadas circunstancias. La idea o la acción de apropiación ilimitada de bienes no es en sí ni buena ni mala; y, en general, es una idea placentera. Pero en determinadas condiciones, cuando va unida a la privación de bienes necesarios para los otros, la misma idea nos produce desagrado. Ese sentimiento "particular", que es distinto al desagrado puntual que sentiríamos al ser nosotros los privados de lo necesario, es para Hume expresión de lo moral. O sea, el sentimiento moral añade la aprobación/rechazo al sentimiento natural.
Así individuado lo moral, no como un tipo particular de sentimientos, sino como los mismos sentimientos cuando son sentidos de determinada manera y en determinadas situaciones, no parece lógico seguir pensando en los sentimientos morales como algo espontáneo, peculiar, autónomo, propio de un sujeto moral, o de una facultad o sentido morales. Parece más razonable indagar, como sugería el propio Hume, en las "condiciones" o circunstancias que determinan que un placer o dolor comunes y vulgares sean identificables como morales, o sea, las condiciones que determinan su aprobación o reprobación. Hume abre así un fecundo camino. No hay "cosas" morales; ni siquiera hay sentimientos ontológicamente morales; hay sentimientos que, en determinadas condiciones, son morales. Las "condiciones", por tanto, suponen la ruptura con todo referente absoluto o metafísico. La moralidad está así inequívocamente ligada a las circunstancias.
Si nos preguntáramos de qué principio se deriva el "placer o dolor distintivo del bien y del mal" [70], Hume ofrece dos rotundas respuestas. Primera, que "es absurdo imaginar que estos sentimientos hayan sido producidos en cada caso particular por una cualidad original y una constitución primaria" [71]; es decir, se renuncia a todo referente metafísico exterior al hombre. Segunda, que "es imposible que el carácter de lo natural o no natural pueda delimitar en ningún caso el vicio y la virtud" [72], o sea, que la moral no es una cuestión natural. Y Hume se considera muy satisfecho de haber llegado a estas conclusiones -de momento negativas-, porque permiten desligar la reflexión moral de "la necesidad de buscar relaciones y cualidades incomprensibles que no existieron jamás en la naturaleza ni tampoco fueron concebidas en nuestra imaginación de un modo claro y distinto" [73].
En el "Apéndice I" de la Enquiry II, Hume retoma el problema de fijar los respectivos roles de la razón y el sentimiento en la "alabanza o la censura" morales. De entrada, concede a la razón una "participación notable" [74], en base a un argumento nuevo: que "un fundamento principal de la alabanza moral está en la utilidad de una cualidad o acción", y la razón es el instrumento que nos señala "las consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su posesor" [75]. El mayor recurso a la utilidad, por tanto, hace ganar relieve a la función de la razón en la moral. De entrada, notamos una cierta reivindicación del papel -aunque instrumental- de la razón en la decisión moral; pero, sobre todo, queremos resaltar que Hume piensa la utilidad en términos de "utilidad social".
Efectivamente, tomar la utilidad como fundamento de la moral no elimina las controversias, especialmente en el caso de las "virtudes sociales, como la justicia: "si cada uno de los casos de justicia fuera útil a la sociedad, como los de la benevolencia, la situación sería más simple y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero como los casos individuales de la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata tendencia, y como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de la regla general y de la concurrencia y combinación de varias personas en la misma conducta equitativa, el caso aquí se vuelve más intrincado y complejo" [76]. Por tanto, Hume se ve obligado a conceder más importancia a la razón. El problema de la "justicia", al contrario que las "virtudes naturales", se resiste con más claridad a la concepción sentimentalista.
La verdad es que el "desplazamiento utilitario" de Hume en la Enquiry II le facilita la respuesta que parecía andar buscando. Efectivamente, mantener que la moralidad es determinada por el sentimiento cuando la virtud se define como "cualquier acción mental o cualidad que dé al espectador un sentimiento placentero de aprobación" [77], supone romper con el "moral sense". Esta posición, efectivamente, y nos vale la analogía de los colores que usaba el mismo Hume, suponía cierta objetividad naturalista de lo moral, fuera como cualidad de los objetos morales o como forma de la subjetividad. Por eso Hume insistía en que lo moral no era algo ontológicamente sustantivo; ni siquiera el sentimiento moral era un tipo de sentimiento; lo moral era un "plus" que sólo acertaba a describir con alguna metáfora. Ahora, puesta la moralidad en la utilidad social, puede dar una respuesta: lo moral no es un tipo de acciones, cualidades o caracteres, sino dichas acciones, cualidades o caracteres en unas "circunstancias" determinadas. La moralidad pasa así a ligarse fuertemente con las circunstancias. "En las decisiones morales todas las circunstancias y relaciones deben ser conocidas previamente; y la mente, por la comparación del todo, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura" [78]. Es la diferencia entre "un error de hecho y otro de derecho".
Euclides, dice Hume, aunque ha explicado las cualidades del círculo, no ha dicho una palabra sobre su belleza. ¿Por qué? "Porque la belleza no es una cualidad del círculo. (...) Es sólo el efecto que esa figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hacen susceptible de tales sentimientos" [79]. Ni en el círculo ni en los sentidos encontraríamos la "belleza" de la figura. Sin una "mente inteligente" no hay belleza ni en el círculo, ni en las columnas de Paladio y Perrault. Una mente cualquiera sería incapaz de percibir la belleza. "Hasta que aparece uno de esos espectadores (de mente inteligente) nada hay, sino una figura de dimensiones y proporciones determinadas: su elegancia y belleza surge solamente de los sentimientos" [80].
Si la belleza, como la moral, no está ni en el objeto ni en el sujeto -en rigor, no hay objeto ni sujeto-, el "sentimiento" de que habla Hume no es la percepción de un sentido, sino el estado de la mente. No se puede comprender los crímenes de Verres o Catilina, nos dice, si al leer a Cicerón no se siente indignación, ira, desprecio; sólo percibimos el crimen en cuanto lo odiamos o rechazamos. La moral, por tanto, es un estado de conciencia, no una percepción de una cualidad o relación objetiva por el intelecto o por algún sentido; la moral, así, se disuelve en las circunstancias. El "sentimentalismo" de Hume, en consecuencia, a través de la "utilidad social" se abre a una concepción de la moral como conciencia compartida de aprobación y rechazo.
4. Justicia utilitarista y justicia útil.
Frente al Hume "sentimentalista", más reciente, está el Hume "utilitarista", con una larga tradición, empezada por A. Smith [81] y fijada por Leslie Stephen, quien afirmaba con contundencia que: "todos debemos admitir que las doctrinas esenciales del utilitarismo fueron formuladas por Hume con una claridad y coherencia que no se encuentra en ningún otro escritor del siglo. De Hume a J.S. Mill, la doctrina no tuvo ningún cambio sustancial" [82]. Tras L. Stephen ha habido otros estudiosos de gran peso, como John Plamenatz [83], que han mantenido firmes esa lectura. También Elie Halevy ha contribuido de manera especial a fijar el utilitarismo de Hume, al incluirlo en el "Philosophic Radicalism", esa corriente de pensamiento dominante entre finales del XVIII y principios de XIX que tan bien ha reconstruido [84].
Pero en las últimas décadas se ha acentuado la sospecha respecto al utilitarismo humeano [85]; a medida que la exégesis y el análisis sustituyen al prejuicio y al tópico, la compleja relación de Hume con la utilidad va siendo desentramada y reconstruida con rigor y fidelidad. De hecho, ya Bentham advirtió este aspecto de la filosofía de Hume: "La diferencia entre Hume y yo es ésta: él se sirve del principio de utilidad para describir lo que es; yo, para demostrar lo que debe ser" [86]. Bentham lo tenía muy claro. Y Halevy, al caracterizar el discurso de Bentham, lo pone en un nivel diferente del discurso anatómico y explicativo de Hume: "La idea dominante de Bentham será, precisamente, la de haber descubierto en el principio de utilidad al mismo tiempo una prescripción práctica y una ley científica, una proposición que enseña indivisiblemente lo que es y lo que debe ser" [87]. Es decir, para Hume la utilidad sería un concepto que permite una ciencia de la naturaleza humana, explicar y describir la conducta humana, mientras que la aportación original de Bentham sería el haber elevado la utilidad a criterio de una moral normativa. En cualquier caso, sea en la distinción de Bentham, sea en la de Halevy, la "ciencia de la naturaleza humana" de Hume y la "ciencia de la moral" de Bentham son dos discursos separados por sus posiciones respectivamente descriptiva y normativa.
Entre Bentham y Hume hay una larga distancia; entre una ciencia moral normativa y militante y una teoría de la naturaleza humana prudente, que sabe del peso de los prejuicios y de las fantasías de la razón, hay una distancia insalvable. La batalla del utilitarismo contra el sentimentalismo -que siempre salpica a Hume- ha sido constante. Mill atacará el sentimentalismo intuicionista que entiende como nido de prejuicios y lugares comunes [88]; R. Hare, en nuestro días, sigue la lucha contra las intuiciones y sentimientos difusos que subyacen a las posiciones contractualistas y a las teorías de los derechos [89].
Con todo, siempre queda incólume una verdad, a la cual se recurre insistentemente para acercar al escocés a la escuela de Bentham; se trata de la relativa insistencia con que Hume puso la utilidad como fin de la moral y de la justicia. Esto es innegable, especialmente en la Enquiry II, como veremos en el apartado siguiente. Pero, a pesar de esta innegable insistencia con que Hume pone la utilidad como bien, hemos de hacernos dos preguntas. ¿Considerar la utilidad un bien equivale en general, y en Hume en particular, a ponerla como criterio ético y político? Y, aunque llegáramos a la conclusión de que Hume pone la utilidad como bien moral y objetivo de la justicia y de todas las instituciones sociales, ¿sería suficiente para considerarlo un utilitarista o, al menos, un pionero del utilitarismo?
El recurso humeano a la utilidad no es para instaurarla como criterio normativo, sino explicativo del proceso de génesis social de las instituciones. En el Tratado, las escasas veces que aparece, es en contextos genéricos y descriptivos: "útil para uno mismo", "útil para los otros", "útil para la estabilidad social", etc. En la Enquiry II [90] es donde parece tener más consistencia [91]. De todas formas, nunca se habla de "principio de utilidad", nunca se formula dicho principio, no se pone la utilidad como criterio único o último de las elecciones morales. Hume viene a decir que la utilidad es sólo una tendencia a un cierto fin; y si el fin fuese enteramente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia respecto a los medios para conseguirlo. Es necesario que se afirme un sentimiento a fin de que se de una preferencia a las tendencias útiles respecto a las dañosas [92].
En Hume hay cierta resistencia a reducir la utilidad a placer o felicidad. Anqué siempre hace un uso vago del mismo, su sentido apunta al "bien de la humanidad" [93]. Pude pensarse que Hume no pasa de un uso común de la utilidad, como puede encontrarse en Spinoza o en Rousseau, significando simplemente la aprobación del bien en general en sentido natural. En definitiva, la relación de Hume con el utilitarismo es problemática.
En Deontology, Bentham vuelve a encontrar en Hume motivos de desacuerdo. Ahora critica la distinción humeana entre virtudes "útiles y agradables": "útil es en este caso del todo ambiguo; puede significar tanto que conduce al placer cuanto que conduce a cualquier otro fin. La utilidad no tiene valor al menos que produzca placer o elimine el dolor y conduzca en conjunto a un saldo positivo de felicidad calculado no sólo teniendo en cuenta el placer presente, sino también el placer futuro" [94]. Tiene una vez más razón Bentham en sentirse en desacuerdo; no la tiene en presuponer que el desacuerdo desautoriza a Hume.
El lugar más adecuado para valorar la concepción humeana de la utilidad es el pasaje de la Enquiry donde discute los tres criterios razonable para el reparto de los bienes: "una criatura, dotada de razón, pero no familiarizada con la naturaleza humana (que) delibera consigo misma sobre las reglas de justicia o propiedad que más puedan promover el interés público y establecer la paz y la seguridad entre la humanidad" [95]. ¿Cuál sería su decisión? Hume analiza sucesivamente los criterios del mérito, de la igualdad y el utilitarista, si bien los analiza, compara y valora desde la "utilidad social" que cada uno produciría. Nuestro análisis ha puesto de relieve la subordinación por Hume de la justicia a la eficacia social, a la potencia del criterio para ser aplicado y garantizar la convivencia, es decir, la concepción instrumental o estratégica de la justicia.
En todo caso, nuestra conclusión final es que si bien Hume pone la utilidad, entendida como convivencia, estabilidad y bienestar social, como un bien en sí, al cual tienden los hombres razonables, no usa el criterio utilitarista de maximización y, sobre todo, no propone la utilidad como prescripción.
(Tal vez el modo más apropiado para decidir el carácter utilitarista o no de la idea humeana de la justicia sea abordando directamente el tema del criterio de reparto de los bienes, que en el fondo acaba por ser el criterio de justicia. La pregunta que Hume implícitamente se plantea, propia de toda teoría de la justicia distributivista y burguesa es: ¿Cuál es el modo, natural o racional, de repartir títulos de propiedad? Hume, fiel a su método, en lugar de defender racionalmente un criterio, somete a crítica los existentes, los pone a prueba de coherencia y experiencia. Elige los tres más habituales, todos ellos contando con filósofos que los defienden: el mérito, la utilidad y la igualdad. Son tres criterios que Hume no considera absolutos, sino subordinados a la "paz e interés de la sociedad" [96].
Curiosamente -e insistiremos sobre ello- al mismo tiempo que incluye el criterio de utilidad en el elenco de posibilidades señala que la valoración de estos criterios será en función de su utilidad social.
El escenario de la ficción que nos ofrece Hume es el de "una criatura, dotada de razón, pero no familiarizada con la naturaleza humana (que) delibera consigo misma sobre las reglas de justicia o propiedad que más puedan promover el interés público y establecer la paz y la seguridad entre la humanidad" [97]. ¿Cuál sería su decisión? A Hume le parece obvio que optaría por distribuir los bienes conforme al mérito de cada uno, "asignar las mayores posesiones a la virtud más extensa y dar a cada uno poder para hacer el bien en proporción a su inclinación" [98]. En el fondo, aquí mezcla dos criterios, dos méritos: uno, un mérito meramente acreedor, algo así como dar a cada uno en función de lo que ha aportado, de lo que produce; el otro, un mérito "utilitarista", que implica dar a cada uno en función del bien que producirá con ello; o sea, en el primer caso es el pago a unos servicios; en el segundo, una inversión en función de las expectativas sociales.
En cualquier caso, el criterio del mérito no le parece a Hume viable. Dirá que "En una perfecta teocracia, donde un ser infinitamente inteligente gobernara en base a su voluntad particular, esta regla (del mérito) tendría su lugar y podría servir para los más sabios propósitos. Pero donde los humanos tuvieran que ejecutar tales leyes, al ser tan grande la incerteza respecto al mérito, tanto por su natural oscuridad como por la subjetividad de cada individuo, ninguna regla de conducta concreta resultaría de aquí; y la inmediata consecuencia sería la total disolución de la sociedad" [99].
Es decir, para Hume el criterio del mérito no puede explicitarse en una ley general, o un conjunto de leyes, de distribución, debido a que, presumiblemente, se necesitaría un reajuste constante de la propiedad respecto a las cualidades de los individuos; así no se conseguirá la estabilidad, condición indispensable de la sociedad. Además, los hombres nunca se pondrían de acuerdo respecto al mérito, por lo que rechazarían cualquier aplicación del mismo como criterio. Y como las leyes justas sobre la propiedad son las que consiguen estabilizar la propiedad - y la sociedad-, tal criterio no es aconsejable.
Resaltemos dos aspectos de esta alternativa del mérito como criterio de justicia. En primer lugar, que su fundamento último es la promoción del bien público, la paz y la seguridad; la justicia, por tanto, tiene siempre como referente la utilidad social; y el mérito, que sirve como criterio de distribución de los bienes, se establece en base a la utilidad social, sea como pago a servicios o como inversión optimizadora. En segundo lugar, que el rechazo del criterio del mérito por Hume se basa en argumentos pragmáticos: no es aceptable, no es "justo", en tanto que técnicamente es complicado, inaplicable o embarazoso, en suma, en tanto que su aplicación imperfecta originará más o similares problemas sociales que los que puede resolver.
Una alternativa que ese hombre racional e ignorante de la naturaleza humana propondría, ante tales dificultades, sería el reparto igualitario, al que consideraría "más plausible en cuanto a su practicabilidad y en cuanto a su utilidad para la sociedad humana" [100]. De nuevo vemos que la opción por un criterio, eventualmente por éste de la igualdad, ha de justificarse en última instancia en la utilidad social.
Curiosamente, Hume no ve obstáculo racional a la aplicación de este criterio. "Hay que confesar, ciertamente, que la naturaleza ha sido tan liberal para la humanidad que si sus frutos fueran repartidos por igual entre la especie y mejorados por el arte y la industria, todo individuo gozaría de todo lo necesario e, incluso, de la mayor parte de las comodidades de la vida" [101]. Por tanto, el igualitarismo es, en abstracto, posible y razonable. Además, y se trata de un tema importante para nuestro objetivo de valorar el utilitarismo de Hume, llegará a decir, en favor del principio de igualdad, que es utilitarista en el sentido más genuinamente benthamiano: "Hay que confesar también que, cuando nos apartamos de esta igualdad, quitamos a los pobres más satisfacción que la que damos a los ricos y que la leve gratificación de una frívola necesidad, en un individuo, cuesta a menudo más que el pan de muchas familias e incluso provincias" [102]. Pocos textos de Hume sugieren con tanta fuerza el cálculo felicífico benthamiano, con su nota de ponderación del costo marginal de la felicidad.
¿Por qué, entonces, si "la regla de igualdad sería altamente útil" y no sería absolutamente "impracticable", como prueba la historia, la rechaza Hume? Primero, porque la igualdad absoluta o perfecta, y de eso se trata, sí es impracticable; segundo, porque, en todo caso, "sería extremadamente perniciosa" [103]. Reconoce que la igualdad, como criterio, tiene la cualidad de la sencillez, pues no se necesitan cálculos y desaparecen las subjetividades; de todas formas, no es un criterio aceptable, pues sería perniciosa respecto al objetivo de la estabilidad.
Por un lado, las diferencias entre los hombres en talento, ingenio, prudencia, destruiría la igualdad en breve tiempo; y si esta igualdad se restablece constantemente, entonces todos perderán al perderse los incentivos para el trabajo y la invención. Por otro lado, el criterio de igualad en la distribución de la propiedad requeriría inspecciones constantes para conservarla, lo que conllevaría un gobierno autoritario. En fin, la destrucción de la jerarquía social destruiría la autoridad del gobierno, haciendo imposible su inspección [104].
En el Treatise también aborda el criterio de igualdad, en términos semejantes: "No hay duda de que sería mejor que todo el mundo poseyera aquello que le resultase más conveniente y apropiado para su uso. Sin embargo, aparte de que esta relación de conveniencia puede ser común a varias personas a la vez, se encuentra además sometida a tantas controversias que una regla tan débil e insegura sería absolutamente incompatible con la paz de la sociedad humana. Es aquí donde interviene la convención acerca de la estabilidad de la posesión, acabando con todas las ocasiones de discordia y polémica. Por ello no se logrará jamás si aceptáramos aplicar esta regla de un modo diferente en cada caso particular y según la particular utilidad que pudiera discernirse en una tal aplicación. La justicia no tiene nunca en cuenta en sus decisiones la conveniencia o falta de conveniencia de los objetos con las personas particulares, sino que se conduce por puntos de vista más amplios" [105].
No es necesario, pues, como en el caso anterior, subrayar que el rechazo por Hume del igualitarismo como criterio de justicia obedece a criterios "técnicos" derivados de su aplicabilidad. Que el mérito o la igualdad se rechacen como criterios de justicia en base únicamente a que los mismos no parecen garantizar la paz, la seguridad, la estabilidad, en fin, el orden mínimo de convivencia social, nos manifiesta la "concepción templada" de la justicia, la idea puramente estratégica y mínima de ésta.
El tercer criterio posible sería el de la utilidad. Ya antes lo hemos aludido, al tratar tanto el del mérito como el de la igualdad; curiosamente, con dos breves pinceladas nos acerca Hume al criterio rigurosamente utilitarista. En el primer caso se plantea una distribución productiva, es decir, una distribución de bienes como inversión social, pensando en los beneficios sociales que se derivarán de la utilización de los mismos por los individuos; en el segundo caso se plantea una distribución de consumo, en función del cálculo marginal de la felicidad. En ambos casos, Hume desestima el criterio; uno por impracticable; el otro, por impracticable y pernicioso. Aunque, ciertamente, los rechaza como aspectos respectivos de los criterios del mérito y de la igualdad; no los valora en ningún momento de forma aislada.
En todo caso, el principio utilitarista requiere la articulación de ambos criterios, que Hume separa; separados y mezclados como aspectos del mérito y de la igualdad no permiten una clarificación del problema. Un reparto de los bienes en base a la utilidad que cada uno fuera capaz de producir con ella, aun cayendo dentro del utilitarismo, no es el criterio utilitarista; parece, por tanto, más un "criterio de productividad" que un "criterio utilitarista".
En el Treatise hay un momento en que Hume aborda este tema, hablando de la distribución de los bienes; y su posición es de rechazo de un reparto productivista en nombre de la imparcialidad: "La relación de adecuación o conveniencia no deberá tenerse nunca en cuenta al distribuir las propiedades de la humanidad, sino que deberemos gobernarnos por reglas de aplicación más generales, y también más libres de dudas e incertidumbres" [106].
Así las cosas, y reconociendo que Hume pone la utilidad, de forma genérica, como referente de la moral, ¿es suficiente para decir que Hume es un utilitarista? Poner como bien, o como tendencia natural, la paz, la seguridad y el bienestar social, ¿no es común a todos los hombres razonables?
5. El muro y la bóveda.
En el capítulo "Justicia y virtud" comenzamos por argumentar una tesis importante para la comprensión de la filosofía político-moral de Hume. A nuestro entender, en Hume se cruzan y articulan, de forma peculiar a describir, dos tradiciones, dos concepciones hermenéuticas que se disputan la representación de la modernidad: la tradición ética y la tradición jurídica. Se trata, en definitiva, de la oposición de dos modelos de vida, de dos concepciones generales de la sociedad y de la política. La primera, aferrada a la idea de "comunidad", que entiende la sociedad como modo de existencia, implicando un modo de ser de los hombres; la segunda, asida a la moderna idea de los "derechos del hombre", que se representa la sociedad como simple escenario donde las unidades sustantivas, que son los hombres pensados como "sujetos de derechos", establecen sus relaciones libres y pactadas.
La conciencia de la doble tradición ha sido ha ganado presencia a partir de los trabajos de John G.A. Pocock [107], quien destaca la presencia en el siglo XVIII británico de una tradición de pensamiento, de raíz maquiaveliana, que caracteriza como "republicanismo civil". El ideal del republicanismo clásico lo entiende Pocock como una comunidad de ciudadanos entregados a la política, gozando de la independencia personal y de la participación en la vida pública, garantizadas ambas por el prerequisito de la propiedad real de la tierra y de la capacidad para llevar armas (el "popolo armato" de Maquiavelo) [108]. Un ideal, por tanto, contrapuesto al del paradigma filosófico-jurídico de Hobbes, Locke y el liberalismo.
En síntesis, la tesis defendida por Pocock al respecto es que, contra la interpretación juridicista dominante, el ideal del republicanismo civil, con sus elementos de virtud cívica, libertad positiva, participación política, etc., forma también parte de la tradición liberal [109]. El "mito" del liberalismo legitimador de la sociedad comercial, del "individualismo posesivo" y del "hombre económico" es eso, un "mito" construido arterialmente para criticarlo con facilidad; frente al mismo, Pocock reivindica un "humanismo comercial", fundado en las "maneras" (manners), que concilia la tradición de la "virtud" y la de los "derechos". Pocock, en definitiva, defiende que, excepto en sus formas radicales, el liberalismo no es insensible a la llamada de la "polis".
Las críticas a Pocock han sido muchas y fuertes. Desde posiciones marxistas, C.B. Macpherson [110] ha sido un duro crítico; desde posiciones netamente liberales, D. Forbes [111] y P. Stein [112] han reivindicado la importancia socio-histórica de la jurisprudencia; R. Tuck [113] se ha reafirmado en la reivindicación de la tradición de los derechos naturales y Q. Skinner [114] en la tradición jurídica. Todos, por tanto, se han desmarcado y enfrentado a la tesis de Pocock; y éste ha contestado, a veces con contundencia [115], originándose un debate fecundo que ha generado nuevos puntos de vista sobre la modernidad. De todas formas, y sin entrar en los pormenores del mismo [116], la problemática planteada nos interesa por sus efectos hermenéuticos generales y, en especial, por su fecunda aplicación al caso humeano. Creemos que Hume es, tal vez, el autor que mejor expresaría la tesis de Pocock: como síntesis de la virtud y del comercio, de la tradición ética y de la jurídica. Aunque, a nuestro entender, es una síntesis asimétrica e históricamente fracasada.
Efectivamente, esta perspectiva sirve para esclarecer las ambigüedades de Hume respecto a temas como los derechos, el contrato, el comercio o el lujo; pero, al mismo tiempo, este punto de vista ayuda a clarificar las confusiones entre "ética" y "moral". En resumen, pues enseguida entraremos en la descripción de la problemática, el "republicanismo cívico" de Hume se expresa en su concepción "ética" de la virtud, en sus críticas a los derechos y al contrato y en su tendencia a pensar la comunidad política como resultado de un proceso de autoreproducción de vida compartida; pero Hume no escapa a la modernidad, como expresa en su concepción del comercio, en su uso de una concepción prescriptiva de la moral, pensada como deber, etc. Es decir, Hume se mueve en la ambigüedad por expresarse en él la pugna entre estas dos tradiciones. De ahí que la adopción de esta perspectiva sea, a nuestro entender, un buen instrumento de comprensión de la filosofía del escocés.
La segunda tesis argumentada en este capítulo se concreta en la preferencia de Hume por las "virtudes naturales"; éstas serían, en el fondo, las constitutivas de su ideal de vida. Las virtudes naturales representan, en la reconstrucción humeana de la naturaleza humana, una clara prioridad cronológica; pero, en rigor, ésta se convierte también en una prioridad axiológica. Una lectura de Hume que olvide este aspecto y sólo subraye la importancia que concede a las virtudes artificiales, es cuando menos parcial e insatisfactoria [117]. Por este motivo, las "virtudes artificiales" son recursos valiosos sólo estratégicamente, en función de su utilidad social. Puesto que, no obstante, las virtudes naturales y artificiales en Hume forman un continuum, cuando más sofisticada es una virtud, más valor estratégico tiene, y más alejada está del ideal de vida. Estas dos tesis nos permiten explicar, por ejemplo, uno de los más obscuros problemas de la concepción humeana de la moralidad, el de los "motivos", que tanto Mackie, como Flew y tantos otros consideran un punto débil de la filosofía de Hume.
(Estas dos tesis nos permiten explicar, por ejemplo, el oscuro problema de loa moralidad de los "motivos", que tanto Mackie, como Flew y tantos otros consideran una de las zonas oscuras de la filosofía de Humeen su análisis de la conducta humana Hume distingue entre la pasión natural (contenido del carácter) que impone la "obligación natural" y, para nuestro autor, es fuente de la virtud y del vicio; la acción, que es moralmente indiferente, y de la cual se predica la virtud o el vicio de forma figurada, como de un signo; y, por último, el sentimiento del deber, que pone la "obligación moral" [118]. La virtud, según el filósofo escocés, pertenece al "motivo", o sea, al carácter de la persona. Por tanto, no a la acción, que es un hecho ajeno al mérito [119]; ni al "sentimiento" de respeto que ésta provoca [120]. El principio de moralidad de la acción es anterior y distinto a la acción misma y al sentimiento de respeto o "sentimiento de moralidad" que la acción suscita: "(...) puede establecerse como máxima indudable que ninguna acción puede ser virtuosa, o moralmente buena, a menos que exista en la naturaleza humana algún motivo que la produzca, que sea distinto al sentimiento de la moralidad de la acción" [121].
Como bien dice Hume, no se trata de una "sutileza metafísica". Si censuramos al padre que no atiende a sus hijos no es por el hecho de su omisión, sino por el defecto de su carácter, de su mente, por carecer del afecto que se considera "natural" y "bueno". Esta carencia puede ser suplida por un sentimiento del deber: el padre que carece del afecto natural y cree su deber cuidarse de sus hijos, suple dicha carencia eficazmente. Por lo tanto, hay que distinguir entre el afecto natural y el sentimiento del deber. O sea, entre la obligación natural, que es una fuerza fáctica que empuja a quien la posee, y la obligación moral, que es un sentimiento artificial asumido por los hombres al aceptar como bueno el cuidado de los hijos. En este esquema, Hume pone la virtud en el afecto natural, y el deber en el sentimiento moral. El deber, por tanto, viene a ser un sustituto o un complemento de la virtud: "Cuando un motivo o principio de virtud es común a la naturaleza humana, la persona que siente faltar en su corazón ese motivo puede odiarse a sí misma por ello y realizar la acción sin la existencia del motivo, basándose en un cierto sentido del deber y con la intención de adquirir con la práctica ese principio virtuoso, o al menos ocultarse a sí misma en lo posible la ausencia de dicho motivo" [122]. Y como la virtud en Hume no es sino el hábito, el carácter bien educado, se entiende que el sentimiento moral funciona como efecto y refuerzo de la costumbre.
Ahora bien, si en las virtudes naturales (benevolencia, prudencia, temperancia) se comprende que puedan derivarse de "motivos" naturales como simpatía o egoísmo, en el caso de las virtudes artificiales, como la justicia, no es tan evidente. ¿De qué motivos originales pueden derivarse los actos de justicia? Obviamente no puede responderse que derivan de "un sentido de la obligación moral", pues en tal caso sólo se consigue remitir la pregunta a esta otra: ¿cómo tales actos pueden ser valorados moralmente? [123]
Son muchos los autores que han destacado la ambigüedad del análisis de Hume sobre los "motivos" de la acción. La crítica se centra en la tesis siguiente: "Es evidente que cuando alabamos una acción nos cuidamos solamente de los motivos que la produjeron, y consideramos esa acción como signo o indicación de ciertos principios de la mente y el carácter" [124]. Por el radicalismo y la insistencia en esta crítica, así como por la diversidad de posiciones que respecto al tema adoptan los diversos autores, es razonable pensar que estamos ante un punto clave del pensamiento humeano.
Efectivamente, estudiosos tan prudentes como A. Flew dirán con radicalismo que, contra lo que afirma Hume, dicha tesis "no es evidente en absoluto" [125], y la calificará de "literalmente absurda (literally preposterous), por no decir perversa" y francamente errónea [126]; esta "remarcable y desafortunada tesis" [127], no le parece ni coherente con la doctrina de Hume ni, en todo caso, filosóficamente aceptable; esta "paradójica tesis" [128] encubre errores y contradicciones. Es, pues, todo menos "evidente". "Si alguna cosa es aquí evidente -insiste Flew en otro lugar- es que los motivos son relevantes para la valoración, no del tipo de acciones cuyas tendencias prácticas se estudian, sino del agente individual que ha realizado una acción particular" [129].
También J.L. Mackie [130], entre sus críticas a la teoría de la justicia de Hume, valora la ambigüedad de su teoría de los motivos. Con lucidez ha comprendido Mackie el desplazamiento introducido por Hume en la reflexión filosófica, sustituyendo las preguntas sustantivas, por el ser de la cosa, como "¿Qué tipo de acciones o caracteres son virtuosos o viciosos?", por preguntas psicológicas o sociológicas, tal como "¿Por qué la gente aprueba o desaprueba tales acciones o caracteres?". Mackie no cuestiona el interés de esta pregunta; pero no ve razones para dejar de lado la otra [131]).
Pero, sobre todo, lo más relevante de este capítulo es una reconstrucción de su concepto de "virtud artificial" en el sentido de "virtud social", que nos permite mostrar que, tras la crítica del escocés al racionalismo moral y a la moral del sentimiento, no queda anclado en ningún naturalismo sino que acaba encontrando un nuevo fundamento, el de la vida social, el de los acuerdos e instituciones de los hombres, el de la vía política.
(Hume, como sabemos, ha distinguido dos tipos de virtudes, naturales y artificiales. En rigor, en torno a esta distinción gira toda la ética humeana del Treatise [132]. Refiriéndose a esta dicotomía dirá que "hay algunas virtudes, las cuales producen placer y aprobación por medio de un artificio o artilugio (contrivance), que nacen de las circunstancias y de las necesidades de los hombres" [133]; entre ellas se incluye a la justicia [134]. Por tanto, la justicia, que para Hume es simplemente la disposición, tendencia a, o hábito de, respetar los derechos de propiedad de los otros, hay que entenderla como una construcción propia y exclusivamente humana.
La artificiosidad de la justicia es una tesis central de nuestro autor, que responde perfectamente al ideal ilustrado que pone al hombre como legislador. Por tanto, debemos insistir en ello, no se rebaja el estatus moral de esta virtud al privarle de todo fundamento natural u ontológico trascendente; al contrario, en claves ilustradas hay que entender que, al dejar de ser divina o natural para devenir meramente humana, salen dignificados tanto la virtud de la justicia como el hombre autor de ella. De hecho el mismo Hume, anticipándose a la previsible desilusión de la "filosofía dogmática", explica que la calificación de "artificial" no contiene elemento alguno peyorativo, sino que, por el contrario, describe y enaltece la capacidad humana de creación: "Para que nadie se sienta ofendido, debo señalar aquí que cuando niego que la justicia sea una virtud natural utilizo la palabra natural en cuanto exclusivamente opuesta a artificial. Pero en otro sentido de la palabra [135], así como no hay principio de la mente humana que sea más natural que el sentimiento de la virtud, del mismo modo no hay virtud más natural que la justicia.
La humanidad es una especie inventiva; y cuando una invención es obvia y absolutamente necesaria, puede decirse con propiedad que es natural, igual que lo es cualquier cosa procedente directamente de principios originarios, sin intervención del pensamiento o la reflexión" [136]. Por tanto, "artificial" significa para Hume, en primer término, el producto de la reflexión, frente al producto de la imaginación; lo artificial es racional; pero no sólo eso.
Es en la Enquiry II donde se aprecia mejor el desplazamiento del concepto "artificial" desde un contenido racional y reflexivo a otro netamente social. Abordando el mismo tema, tras calificar las disputas sobre lo natural y lo artificial de "puramente verbales", fijará con nitidez su posición al respecto: "Natural puede oponerse a lo que es insólito, a lo que es milagroso, o a lo que es artificial. En los dos primeros sentidos, la justicia y la propiedad son indudablemente naturales. Pero, dado que justicia y propiedad presuponen razón, previsión, fin y una unión y cooperación social entre los hombres, tal vez el epíteto "natural" no puede con rigor aplicársele con el último significado. Si los hombres hubieran vivido sin sociedad no habrían conocido nunca la propiedad y no existirían ni la justicia ni la injusticia. La sociedad entre criaturas humanas habría sido imposible sin razón y sin previsión. Los animales inferiores, los que viven unidos, son guiados por el instinto, que ocupa el lugar de la razón. Por tanto, todas estas disputas son puramente verbales" [137]).
Es en la Enquiry II donde se aprecia mejor el desplazamiento del concepto "artificial" desde un contenido racional y reflexivo a otro netamente social. “Pero, dado que justicia y propiedad presuponen razón, previsión, fin y una unión y cooperación social entre los hombres, tal vez el epíteto "natural" no puede con rigor aplicársele con el último significado. Si los hombres hubieran vivido sin sociedad no habrían conocido nunca la propiedad y no existirían ni la justicia ni la injusticia. La sociedad entre criaturas humanas habría sido imposible sin razón y sin previsión. Los animales inferiores, los que viven unidos, son guiados por el instinto, que ocupa el lugar de la razón. Por tanto, todas estas disputas son puramente verbales" [138]. Vemos que no sólo se insiste en asociar "artificial" con la razón -la "previsión" y el "fin" son condiciones de la reflexión racional-, sino que se describe también el relación con la "cooperación social entre los hombres". Por tanto, lo "artificial" pasa a ser equivalente a "construcción social", a lo producido por los hombres reflexiva y conscientemente en colaboración.
Como vemos, la única intención de Hume al insistir en el carácter "artificial" de la justicia es dejar claro que se trata de una creación social, un acto legislativo o de autodeterminación, y no de una norma, idea o relación trascendente, escrita en el ser, que el hombre deba descubrir y obedecer. Su esfuerzo se dirige a poner la justicia como producto cultural, como instauración por los hombres de sus propias reglas de conducta. De este modo la justicia es obra humana no sólo en cuanto "leyes de justicia", pues resulta obvio que no estaban dadas en el origen, sino también en cuanto "virtud", en cuanto disposición humana a respetar la propiedad de los otros. De la misma manera que las "leyes de la justicia" no son reglas racionalmente evidentes que los hombres, aunque tarde, acaban descubriendo y, al final, obedeciendo por imperativo moral, tampoco la "virtud de la justicia" es una disposición espontánea, instintiva y natural. Como "regla", es una "convención", un "artificio"; como "virtud", es un hábito, una disposición que se genera en la misma vida social, que acaba inscribiéndose en la naturaleza humana, abriéndose en ella un hueco entre los instintos y pasiones naturales y entre las otras disposiciones artificiales, configurando así la "segunda naturaleza", la verdaderamente humana.
"Artificial", por tanto, equivale a decir "social", y en modo alguno "arbitrario". Antony Flew [139] ha señalado al efecto que el mismo Hume, al final de la sección dedicada a demostrar que la justicia es una virtud artificial [140], se ve obligado a corregir o matizar la etiqueta de "artificial" por insatisfactoria. Efectivamente, Hume dirá que "Aunque las reglas de justicia sean artificiales, no son arbitrarias. Tampoco las expresamos de un modo impropio cuando las denominamos Leyes Naturales, si entendemos por natural lo común a una especie, e incluso si nos limitamos a designar con ello lo que es inseparable de una especie" [141]. Y, en la Enquiry, el filósofo escocés nunca recurre al término "artificial", sino que, en su lugar, habla de "social virtues" [142]. Ciertamente, este es el sentido que Hume quiere dar a la justicia, el de una virtud social; calificarla de "artificial" no contiene elemento peyorativo alguno, sino todo lo contrario, las pone como genuina creación humana.
El problema no es trivial; de hecho expresa una toma de posición en un debate de su tiempo, centrado en la fundamentación de la moral y de la política. En su época así lo entendieron, como muestra el entusiasmo con que el reverendo William Wishart, alto cargo de la Universidad de Edinburgh, criticaba el Treatise: "Puede ser acusado de minar los fundamentos de la moralidad cuando niega la diferencia natural y esencial entre lo virtuoso y lo torpe, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, haciendo de esa diferencia algo meramente artificial, que nace de las convenciones y de los convenios entre los hombres" [143]. Hume le respondería con dureza en la anónima Carta de un gentilhombre a su amigo de Edinburgh, en la que, tras extractar el escrito del reverendo, y hablando de sí mismo en tercera persona, dice: "Cuando el autor afirma que la justicia es una virtud artificial y no natural, ha sido consciente de que las palabras por él empleadas podrían dar lugar a una malintencionada interpretación; por eso recurre a todos los medios oportunos, con definiciones y explicaciones, para prevenir este hecho. Pero de todo esto su acusador no hace caso alguno. Con la expresión virtudes naturales el autor del Tratado entiende simplemente la compasión y la generosidad y aquellas a que somos arrastrado inmediatamente por un instinto natural; con las expresión virtudes artificiales, entiende la justicia, la lealtad y aquellas virtudes que requieren, junto con el instinto natural, una cierta reflexión sobre los intereses generales de la sociedad humana y un acuerdo con los otros. En el mismo sentido podríamos decir que el acto de mamar es una acción natural para el hombre y el de hablar es una acción artificial. Pero, ¿qué hay en esta doctrina que pueda considerarse mínimamente pernicioso? ¿No ha afirmado el autor que la justicia, en otro sentido de la palabra, es tan natural al hombre que ninguna sociedad de hombres y ningún miembro individual de semejante sociedad está nunca totalmente privado de todo sentido de justicia?" [144].
De nuevo vemos que, con contundencia, insiste en precisar el sentido del término "artificial", definiéndolo de nuevo en base a dos caracteres: "cierta reflexión" y "acuerdo con los otros". Lo que resulta subversivo, por tanto, es su audacia al renunciar a todo referente externo y fundar la justicia -y, con ella, la mayoría de las virtudes- en la práctica social de los hombres.
Tal vez el pasaje que mejor ilustra este desplazamiento a la concepción de la justicia como virtud social sea el que compara las virtudes naturales y las artificiales o sociales, destacando que las primeras tienen siempre resultados valiosos, mientras que las segundas de nada sirven si no son colectivamente cultivadas; lo que equivale a decir que las primeras son virtudes individuales, mientras que les segundas son virtudes sociales. Hume expone esta idea con una bella metáfora, la de "el arco y la bóveda" [145]. En la misma compara la benevolencia, prototipo de virtud natural, con la construcción de un muro, en que cada ladrillo le hace crecer en altura, anchura o grosor, contribuyendo a su grandeza y solidez; y la justicia, modelo de virtud social, con la construcción de una bóveda, que exige la puesta en común de todos sus ladrillos, acoplados unos a otros, ni más ni menos que los necesarios, todos presentes, pues la falta de uno sólo pondría la construcción al borde de su hundimiento.
Ya en el Treatise señala que, "aunque las reglas de justicia son establecidas meramente por interés, su conexión con el interés resulta algo singular y distinta de lo que podemos observar en otras ocasiones. Un determinado acto de justicia es contrario muchas veces al interés público. Y si tuviera que permanecer aislado, sin verse seguido por otros actos, podría ser de suyo muy perjudicial para la sociedad" [146]. Es esta una peculiaridad de la justicia y, en rigor, de todas las "virtudes artificiales"; a diferencia de las "virtudes naturales", cuyo ejercicio produce inmediatamente el bien en el agente y en el paciente, las "virtudes artificiales" producen el bien de forma mediata y subordinada a que la práctica social en que se encuadra sea cumplida por los demás. "Pero, a pesar de que los actos singulares de justicia puedan ser contrarios al interés público o al privado, es cierto que el plan o esquema, considerado en conjunto, resulta altamente favorable; de hecho, es absolutamente necesario, tanto para la subsistencia de la sociedad como para el bienestar de cada individuo" [147].
La insistencia de Hume en el tema debe ser interpretada, a nuestro entender, como un argumento a favor de la interpretación social de la justicia, viendo el fundamento de ésta en la deliberación y práctica social. Efectivamente, insiste una y otra vez: "Por eso, cuando los hombres han tenido ya suficiente experiencia para darse cuenta de que, sean cuales sean las consecuencias de un acto singular de justicia realizado por un individuo, todo el sistema de acciones realizadas por la sociedad entera es, en cambio, inmensamente provechoso para el conjunto y para cada una de las partes, no pasa mucho tiempo sin que aparezca la justicia y la propiedad" [148]. Cada miembro de la sociedad advierte el interés; cada uno "se lo comunica a los que le rodean, le expresa su decisión de "regular sus acciones" por tal criterio a condición de que los demás así lo hagan. "Aislada, y en un solo caso, mi justicia puede ser algo pernicioso en cualquier circunstancia; solamente suponiendo que otros van a imitar mi ejemplo puedo verme inducido a aceptar esa virtud, dado que solamente esta combinación puede hacer que la justicia resulte provechosa o darme motivos para obedecer sus reglas" [149].
En la Enquiry mantiene las mismas posiciones. Frente a las "virtudes sociales de la humanidad y la benevolencia" (virtudes sociales naturales) [150], que ejercen su influencia de forma directa y tienen siempre efectos inmediatamente positivos, otras virtudes, también sociales, como la justicia o la lealtad (virtudes sociales artificiales), aunque "son muy útiles o, más bien, absolutamente necesarias para el bienestar del género humano, (...) el resultado de las mismas no es la consecuencia de cada acto simple individual, sino que surge de todo el esquema o sistema concurrente en el todo o en la mayoría de las sociedades" [151]. En estas virtudes el resultado de los actos individuales no sólo no es siempre directa e inmediatamente beneficioso a la sociedad o a los particulares, sino que es "en muchos casos opuesto directamente al del sistema total de las acciones" [152]; un acto de justicia aislado puede ser perverso. "El derecho de sucesión puede ser, en algunos casos, dañoso. Su beneficio nace sólo de la observación de la regla general; y esto es suficiente si compensa todos los males e inconvenientes que brotan de los caracteres y situaciones particulares" [153].
Hay un pasaje que nos parece especialmente significativo. Hume, tras haber descrito la justicia como "convención", entendiendo por tal el "sentido del interés común", que cada hombre experimenta "en su propio pecho" y percibe en los otros, lo que le lleva a actuar "dentro de una sistema general de acciones que tiende a la utilidad pública" [154], dirá: "porque si admite (cosa ciertamente evidente) que las consecuencias particulares de un acto particular de justicia pueden ser dañosas para el público, así como para los individuos, se sigue que todo hombre, al abrazar esta virtud, debe tener a la vista todo el plan o sistema y debe esperar la colaboración de sus prójimos en la misma conducta y comportamiento" [155]. Es decir, la virtud de la justicia se revela como fuertemente reflexiva y social; toda su legitimidad le viene desde su objetivo social y desde sus condiciones sociales. Una norma de justicia no respetada de forma general, no presente como práctica social compartida, es no sólo estéril por sus escasos efectos globales, sino que puede ser perversa; en todo caso, sin fundamento.
Si la benevolencia es un muro construido por muchas manos, que crece por cada piedra que se añade, proporcional a la diligencia y al cuidado de cada hombre, la justicia, al contrario, es una bóveda, en que cada piedra aislada caería al vacío, siendo la obra aguantada por la asistencia mutua y la combinación de todas sus partes. Una obra ventajosa para todos…, si todos se entregan a ella, pero desventajosa si uno sólo actúa por otros principios [156]. La metáfora del muro y la bóveda ilustra la diferencia entre virtud natural y artificial. La justicia no es la cara pública de la benevolencia, sino otra forma de promover el bien público: no instintivamente sino por medio de un artificio.
La justicia es convencional, es decir, es virtud sólo en el dominio de una práctica general. Por tanto, el contenido de esa práctica, las reglas que la regulan, no son "justas" por adecuarse a un referente que las trascienda, a un deber independiente y antecedente [157]; sino que son "justas" porque definen lo justo. En rigor, calificarlas de "justas" es inapropiado, pues no caen dentro del campo de la justicia, sino que constituyen su demarcación, su definición.
6. "Not too much, not too little".
Tras haber descrito la posibilidad de la génesis social de la virtud de la justicia, en el capítulo "Justicia y sociedad" abordamos las condiciones y contenidos de la "génesis objetiva" de las normas de justicia; por ello el centro de la reflexión gira en torno a las "circunstancias de la justicia", perspectiva que ha tenido mucha influencia en el pensamiento contemporáneo [158]. Rawls ha elogiado el tratamiento humeano del tema [159]; pero el juego de las "circunstancias" en Rawls y Hume nos parece muy diferenciado.
La justicia, como hemos dicho, tiene su origen en convenciones humanas; las leyes de justicia, por tanto, responden a una estrategia de satisfacción de las inclinaciones naturales del hombre por un camino oblicuo [160]. Su eficacia, su posibilidad, depende de las circunstancias en que se genera; fuera de ellas no sería ventajosa. Tanto en el Treatise como en la Enquiry sostiene que "sólo del egoísmo y de la generosidad limitada (confin'd generosity) del hombre, unido a la escasa provisión de la naturaleza para sus deseos, la justicia deriva su origen" [161]. Está convencido de que en otras circunstancias la justicia sería absolutamente inútil y señala, como ejemplo de tales circunstancias, que el hombre fuera perfectamente moderado y humano o absolutamente malo y voraz, o que la naturaleza fuera enormemente rica y generosa o infinitamente pobre y de extrema necesidad; en tales casos la justicia perdería su sentido [162].
Aunque Hume aborda el tema de las "circunstancias de la justicia tanto en el Treatise como en la Enquiry II, no hace exactamente el mismo análisis. En el primero se esfuerza en mostrar la relación entre las leyes de la justicia y las circunstancias históricas en que se engendran; en el segundo texto, la obligatoriedad de las leyes de la justicia descansa sobre la utilidad. Como ha dicho D. Clyton Hubin, "en el Treatise Hume está especialmente preocupado por mostrar que las circunstancias de la justicia son suficientes para que surjan las leyes de la justicia y sean moralmente obligatorias, mientras que en la Enquiry enfatiza la idea de que las circunstancias de la justicia son necesarias para que las leyes de la justicia parezcan y sean moralmente obligatorias" [163].
Para Hume la justicia tiene sentido en las condiciones o circunstancias citadas; es fácil observar que todas estas circunstancias se caracterizan por una regla: la de la moderación, la del "not too much, not too little". La justicia es incompatible con las situaciones extremas, con la miseria desgarradora y con la sobreabundancia universal, con la generosidad divina y con el egoísmo feroz; la justicia exige el dominio de lo razonable, excluye los absolutos, como la virtud de la justicia huye del sentimiento apasionado y de la intransigente razón.
Una circunstancia es la "moderada escasez". En una sociedad en que la naturaleza fuera abundante y los deseos de posesión ausentes por innecesarios, la justicia no figuraría en entre las virtudes [164]. En la edad de oro no habría surgido la justicia; por haber sido estéril, nunca habría llegado a formar parte del "catálogos de las virtudes" [165]. La justicia, para el escocés, hace referencia a la distribución de cosas moderadamente escasas; si no son escasas, no hay problema, por no haber conflicto entre los deseos de posesión; si son tan escasas que es imposible el reparto satisfactorio, tampoco hay problema, pues el conflicto está condenado a un desenlace por la violencia. "Supongamos una sociedad sumida en tal deseo de todo lo comúnmente necesario que la mayor frugalidad e industria no pudiesen preservar de la muerte a la mayoría de la población; creo que será fácilmente admitido que las estrictas leyes de justicias serán suspendidas en tan presionante emergencia, dando paso a los más fuertes motivos de necesidad y autopreservación... El público, incluso bajo necesidades menos urgentes, abre los graneros sin el consentimiento de sus propietarios; podemos suponer correctamente que la autoridad de la magistratura puede ir más lejos, en coherencia con la equidad (...)" [166].
De todas formas, es muy importante la insistencia en que la justicia tiene sentido sólo en unas circunstancias determinadas, que establecen unos límites de su razón de ser, límites que definen el reino de la necesidad. Lo que ocurre es que ambos límites no son formalmente equivalentes. El límite superior, la edad de oro, parece realmente hacer innecesaria la justicia; quiere ello decir que una ciudad ideal, una sociedad buena, no sería justa. La justicia es un mal menor, o un bien inferior; es un estado de cosas razonablemente aceptable, lo más aceptable en un momento histórico dado.
En cambio, el límite inferior, no tiene la misma fuerza. Aquí la ineficacia de la justicia no vendría de su no necesidad, sino de su impotencia. Y es dudoso que la mera impotencia práctica sea un título de deslegitimación. Porque incluso en casos dramáticos, como los cuidados intensivos en una situación de catástrofe, requieren cierta racionalidad y cierta justicia.
La segunda circunstancia de la justicia señalada por Hume, la del "moderado egoísmo" o "limitada generosidad", es formulada en los mismos términos, generalizando la idea de que los extremos han de estar ausentes del campo apropiado de la justicia: "not too much, not too litle". La eficacia de la justicia como prescripción o, lo que es equivalente, la capacidad humana de justicia como virtud, se da en unos límites razonables, que repugnan tanto al ingenuo optimismo como a la indiscriminada desconfianza: "si el hombre persiguiese el interés público naturalmente y con la mayor afección, no habrían soñado nunca restringirse unos a otros mediante leyes de justicia; y si persiguieran su propio interés sin precaución alguna, recorrerían un largo camino por la injusticia y la violencia" [167].
El sentimiento de benevolencia está, pues, confinado a estrechos límites; la naturaleza no garantiza la justicia: "La idea de justicia no puede servir nunca a este propósito ni tampoco puede ser considerada como un principio natural capaz de inspirar en los hombres un comportamiento equitativo de los unos para con los otros" [168]. Además, la imaginaria generalización de la benevolencia haría a la justicia inaplicable. Es precisamente su carácter restringido el que determina que haya amplios espacios para la justicia. Como dice Hume, la justicia no es incompatible con el egoísmo, sino todo lo contrario, lo exige y lo supone; es incompatible con la benevolencia ilimitada y con el "egoísmo irracional".
H.L.A Hart [169] ha dicho que los hombres no son ni ángeles ni demonios. Si fueran ángeles, nunca tentados de dañar a los otros, no serían necesarios los requerimientos morales ni los de las leyes de justicia; si fueran demonios siempre dispuestos a destruirlas a cualquier precio, dichas leyes serían estériles. Para Hart esto quiere decir que "el altruismo humano es limitado en rango e intermitencia" [170], e implica que los seres humanos dan clara preferencia a su seguridad, renunciando a atacar a otros, sobre el poder de agresión libre a los otros; es decir, que los seres humanos se rigen por la razón prudencial. Y esa es la condición de la justicia.
Si esta fuera la única implicación, Hart estaría confundiendo a Hume con Hobbes, ya que en éste también los hombres se someten prudencialmente a la obediencia de las leyes. El propio planteamiento de Hart, que define al hombre negativamente, como no demonio y como no ángel, propicia sin duda alguna la confusión. La verdad es que, como decía Pascal, el hombre es al mismo tiempo ángel y bestia [171]; o, en palabras menos dramáticas de Hume, bastante egoísta y moderadamente benevolente. Y esta benevolencia o generosidad limitada, que como toda virtud natural puede ser socialmente reforzada [172], es la que permite a los hombres elevarse al plano ético, es decir, a un sentimiento positivo hacia los demás, muy distinto a la mera renuncia moral a dañar o instrumentalizar a los otros, sea por razones prudenciales o por imperativos morales [173].
En fin, la tercera circunstancia se refiere a la "razonable igualdad". Venimos resaltante que, para Hume, el conflicto es la condición de la justicia; por eso la escasez y el egoísmo, tal como los hemos caracterizado, son, por sus efectos en los conflictos, circunstancias de la justicia. Ahora bien, la desigualdad es otra fuente del conflicto, y también aquí aplica a la misma su criterio de la moderación. A simple vista, nuestro sentido común nos empuja a creer que la desigualdad extrema implica fuertes conflictos entre las partes. Hume también lo reconoce, pero considera que la necesidad y eficiencia de la justicia no crece con la fuerza de los conflictos. La extrema desigualdad hace muy difícil los pactos, y la justicia es un compromiso. Como decía Hobbes, es la relativa igualdad la que hace posible y necesario los pactos. Hume piensa en la misma dirección: "Cuando mezcladas entre los hombres existieran especies de criaturas que, aunque racionales, poseyeran inferior fuerza corporal y mental, incapaces de toda resistencia, y nunca pudieran, ante las mayores provocaciones, hacernos sentir los efectos de su resentimiento, creo que la consecuencia necesaria es que deberían establecerse leyes de la humanidad que dieran trato correcto a estas criaturas; pero, hablando estrictamente, no deberían establecerse leyes de justicia respecto a ellos, no podrían poseer ningún derecho de propiedad, exclusivo de sus arbitrarios señores. Nuestra relación con ellos no puede ser llamada sociedad, la cual posee un cierto grado de igualdad; sino absoluto mando de un lado y servil obediencia de otro" [174].
Esta es una clave de Hume. Un pueblo dominado por otro puede exigir trato benévolo (gentle usage), pero no leyes de justicia; si un grupo social se declara propietario de una nación y mantiene en servidumbre al pueblo, éstos no pueden exigir justicia; en el fondo, no forman parte de la misma sociedad y, para Hume, la justicia es interna a una sociedad. Bien mirado, es un obstáculo a la pretensión de interpretar la teoría de la justicia de Hume como basada en el beneficio mutuo; a veces puede parecer como "paradigma de la injusticia", pues permite poner fuera de la justicia el dominio sin escrúpulo, la coacción, la violencia.
Al filo de la redescripción de las tres circunstancias principales, la "moderada escasez", "moderado egoísmo" y "razonable igualdad" [175], hemos tratado de conceptualizar el papel que Hume atribuye a las mismas. Lo primero a destacar es cierta ambigüedad en el uso por Hume del término "condiciones". D. Clayton Hubin ha señalado cinco interpretaciones posibles, según se considere las circunstancias, respectivamente, un presupuesto lógico, epistémico, ontológico, deóntico o utilitarista [176]. En las interpretaciones lógica y epistémica, las circunstancias se relacionan con el concepto de justicia; en las otras tres, la relación es con las instituciones o reglas de la justicia.
En la interpretación lógica la relación entre las circunstancias y el concepto de justicia es conceptual; en la interpretación epistémica, se trata de una relación fáctica. La interpretación ontológica piensa la relación entre las circunstancias y las reglas de justicia como fáctica; la deóntica, como normativa; en fin, la utilitarista, como normativa y fáctica a la vez (según se fije en la deseabilidad o en el estado de cosas).
Desde la interpretación lógica, las circunstancias son pensadas como fundamento suficiente de aplicabilidad de las reglas de justicia. Hume permite esta interpretación con pasajes como el siguiente, tras reafirmar el carácter artificial y convencional de las impresiones que dan lugar al sentimiento de justicia: "En efecto, dado que cualquier alteración considerable del carácter y las circunstancias destruye por igual la justicia y la injusticia, y dado que una alteración surte efecto solamente si se cambia el interés público y el nuestro propio, se sigue que el establecimiento primero de las reglas de justicia depende de estos distintos intereses" [177]. Es decir, si varían las circunstancias, se destruye la idea de justicia. Desde esta perspectiva, el concepto de justicia sólo podría aplicarse en dichas condiciones, y no en otras.
La interpretación lógica presenta problemas graves. Así, en situaciones de extrema necesidad -caso de náufragos con alimentos insuficientes, de emergencias por epidemias generales, etc.,- no podría aplicarse la idea de justicia. No obstante, parece que el sentido común es capaz de distinguir en esas situaciones unas alternativas como más justas que otras: salvar por sorteo, a los niños, etc. Algo equivalente ocurriría en una "sociedad de rufianes". Es decir, el sentido común parece ir en contra de esta interpretación lógica de las condiciones humeanas de la justicia, porque se aceptan unas soluciones como más justas que otras cuando están ausentes algunas de esas circunstancias. En conclusión, parece que el concepto de justicia puede aplicarse cuando tales condiciones estén ausentes.
Desde la interpretación epistémica, lo que se afirma es que sin tales condiciones las sociedades no llegan a desarrollar de hecho el concepto de justicia; aquí se afirma una relación causal entre las condiciones y la producción del sentimiento y del concepto de justicia. Dicha interpretación aparece sugerida en textos como el siguiente: "Y es fácil sacar en consecuencia que si los hombres dispusieran de todas las cosas en la misma abundancia, o todo el mundo sintiera el mismo afecto y amable respeto por todo el mundo que el que siente por sí mismo, también la justicia y la injusticia serían desconocidas por los hombres" [178]; o, al hablar de las épocas doradas en que "por los ríos fluían el vino y la leche, las encinas destilaban miel", cuando dice: "Hasta la distinción entre ,o mío y lo tuyo habría desaparecido en esa feliz raza de mortales, arrastrando con la distinción las nociones mismas de propiedad y obligación, justicia e injusticia" [179]. Y en la Enquiry: "Parece evidente que, en un estado tan feliz, todas las virtudes sociales florecerían y se duplicarían; pero no se habría soñado nunca en la cauta y celosa virtud de la justicia" [180]. Ciertamente, no parece que tenga sentido plantearse la cuestión de repartir los bienes donde hay sobreabundancia; "en este caso, siendo la justicia totalmente inútil, no sería sino una vacía ceremonia y nunca podría tener sitio en el catálogo de las virtudes" [181]. Como dice D. Clyton Hubin, no queda claro si lo imposible en tal caso es el "concepto de justicia" o que ésta pueda ser considerada una virtud [182].
De todas maneras, un poco más adelante Hume, en la hipótesis de una benevolencia universal, dice que "es evidente que en este caso el uso de la justicia sería suspendido ante una tan gran de benevolencia y no se pensaría nunca en divisiones y límites de la propiedad y obligación" [183]; este texto, a nuestro entender, aclara la posición humeana en el sentido de negar la posibilidad del concepto de justicia fuera de las condiciones establecidas.
¿Es razonable esta tesis humeana, es decir, la teoría de las circunstancias de la justicia entendida epistémicamente? Creemos que debe interpretarse contextualizada. Aplicarla, para su comprobación, a casos de emergencia como los antes señalado, no es aquí legítimo. Hume solo parece sostener que no se habría generado el sentimiento y la norma de la justicia sin dichas condiciones; una vez generado, si por contingencia se cae en una situación que no se circunscribe a las condiciones, Hume no afirma que desaparezca la obligación moral; en todo caso, dirá que desaparece la obligación natural, pero, como hemos visto, la primera adquiere autonomía. En cualquier caso, una vez generada la idea no desaparece por las contingencias; y aquí hablamos del concepto. Aunque se considerara inaplicable, el concepto persistiría.
Muy diferente es el caso de la interpretación ontológica; aquí se trata de la relación fáctica entre las condiciones y las reglas; aquí la cuestión es si, se tenga o no el concepto, se considere o no legítima su aplicación, es materialmente posible una institución que aplique las reglas sin tales circunstancias. Siguiendo a D. Clayton Hubin, cabe distinguir, en rigor, dos tipos de interpretaciones ontológicas: el "modelo genético" y el "modelo continuo" (sustaining model). En el primer caso, se considera que las circunstancias de la justicia son requeridas para la génesis de ésta, si bien después, aunque desaparezcan aquéllas, las reglas de justicia continúan existiendo por inercia; en el "modelo continuo", la interpretación defiende la necesidad de la reproducción de las circunstancias para la permanencia de las reglas de la justicia.
Hume, comentando los casos en que la justicia sería estéril, dirá que es obvio que en tales casos el uso de la justicia debería ser suspendido" [184]. Y un poco más adelante: "Así, pues, las reglas de la equidad y de la justicia dependen por completo del estado y condición particulares en que los hombres están situados, y deben su origen y existencia a la utilidad que resulta para el público de su observación estricta y regular" [185]. Aquí Hume liga estrechamente justicia y utilidad, tal que nace de la utilidad y desaparece por la inutilidad, dependiendo en ambos casos de las circunstancias.
Creemos que Hume piensa que las leyes de la justicia no pueden existir realmente y de forma efectiva excepto cuando son útiles, siendo las circunstancias precisamente las condiciones de posibilidad de esa utilidad; creemos, por tanto, que la interpretación ontológica es correcta; y que, de los modelos señalados de la misma, el "continuo" describe mejor su posición: "Pero ha de admitirse que, si tal estado de guerra y violencia fue real alguna vez, la suspensión de las leyes de la justicia, por su absoluta inutilidad, es una consecuencia necesaria e infalible" [186].
Cuando comenta la hipótesis de una especie de criaturas mezcladas con los hombres que, siendo racionales, fueran inferiores en fuerza e intelecto, tal que siempre estuvieran sometidas, resignadas e indefensas, tal que "nunca pudieran, ni ante la más fuerte provocación, hacernos sentir los efectos de su resentimiento" [187], dirá que "estamos obligados por las leyes de la humanidad a usar suavemente de estas criaturas, pero, hablando con propiedad, no tendríamos por qué restringirnos en nada, respecto a ellos, en nombre de la justicia" [188]. Las reglas de justicia requieren la presencia de todas las circunstancias, incluida cierta igualdad. Desaparecida ésta, desaparece en rigor la sociedad, quedando sólo "mando absoluto por un lado y obediencia servil por otro" [189].
Pasemos a las últimas interpretaciones, la deóntica y la utilitaria. De acuerdo con la primera, las reglas de la justicia son moralmente obligatorias sólo si se dan las circunstancias mencionadas. La utilitarista, por su parte, dirá que la justicia sólo es útil en dichas circunstancias. De hecho algunos de los textos recogidos para ilustrar las otras interpretaciones serían válidos también ahora; pero son tan abundantes que no es difícil escoger. "Inviértase, en cualquier circunstancia importante, la condición de los hombres; prodúzcase una abundancia o necesidad extremas; implántese en el corazón humano moderación y humanidad perfectas, o perfecta rapacidad y malicia. Al hacer la justicia inútil, se habrá destruido totalmente su esencia y suspendido su obligación por la humanidad" [190]. Por tanto, la obligación queda subordinada a la utilidad: esta es la posición clara de Hume. Si no es así, si la justicia no es socialmente útil, no es moralmente obligatoria; y la utilidad queda estrechamente ligada a las "circunstancias".
En conclusión, la teoría de las circunstancias humeana nos ha permitido acumular nuevos argumentos en favor de la idea de que la grandeza del proyecto humeano es el haber puesto en la base de la moralidad y de las instituciones políticas la praxis humana, en el fondo, la política. A Hume le interesa menos delimitar con precisión el contenido de la justicia que fundamentar su necesidad y las condiciones de su eficacia; porque, en última instancia, los contenidos los irán fijando los hombres, en su convivencia y en el marco de las condiciones de existencia.
7. Justicia y política.
En fin, en el capítulo "Justicia y política" hemos abordado el estudio de las "leyes de la justicia" como instituciones políticas; y, en consecuencia, hemos tenido que abordar también su "fundamento político" o institucionalización (acuerdo vs. contrato) y la garantía de la obediencia a las mismas (la autoridad y el gobierno). Toda la justificación política de la justicia que lleva a cabo Hume se basa en tres reglas: estabilidad de la posesión (en rigor, instauración de la propiedad), transferencia de la propiedad por consentimiento y cumplimiento de las promesas o pactos. Las tres describen, para Hume, un orden político mínimo que permite la vida social, la cooperación en paz.
El escenario dibujado por Hume es muy convencional y tópico: "Considero primeramente a los hombres en su condición salvaje y solitaria; y supongo que, al darse cuenta de lo miserable de su estado y prever las ventajas que la vida en sociedad les proporcionaría, buscan la compañía de los demás, ofreciendo a cambio protección y ayuda mutua. Supongo también que esos hombres están dotados de tal sagacidad que advierten de inmediato que el inconveniente principal de este proyecto de sociedad y comunidad se encuentra en la avidez y egoísmo de su carácter natural, y que para remediarlo establecen la conveniencia de la estabilidad de la posesión y de la mutua restricción y abstención de la propiedad ajena" [191].
Este es, pues, el escenario que nos dibuja Hume. En condiciones determinadas ("circunstancias de la justicia"), la lucha por los bienes hace imposible la sociedad y, en definitiva, la sobrevivencia: "Y esto no puede hacerse de otra manera que mediante la convención, en la que participan todos los miembros de la sociedad, de conferir estabilidad a la posesión de estos bienes externos, dejando que cada uno disfrute pacíficamente de aquello que pudo conseguir gracias a la laboriosidad o suerte" [192]. Hume insiste una y mil veces en que el origen de la sociedad, y de la justicia que la instaura, radica en una "convención"; en que la misma supone la autolimitación de las pasiones naturales, originarias, que ponen la necesidad natural de la sociedad. Hume desprecia cualquier planteamiento de distribución originaria equitativa de los bienes, aceptando cualquier origen de los mismos y subordinándolo a lo que considera el verdadero bien y, en todo caso, la necesidad inaplazable: respetar la propiedad. Hume sin duda piensa que un "punto cero" es imposible; la distribución justa no puede partir de una situación originaria equitativa. Lo importante es que, sea cual sea la situación de desigualdad, llegue a generarse el sentimiento -la virtud- de la justicia y, en consecuencia, llegue a instaurarse el respecto a la propiedad, garantía de "la estabilidad de la posesión".
En Hume la justicia política, las reglas de la justicia, no definen un estado de cosas "justo", un modelo positivo de distribución efectiva; las reglas definen unos comportamientos y unos procedimientos "justos" en tanto que su vigencia es la única garantía de paz y seguridad. A diferencia de Rawls, la legitimidad de las leyes de justicia no implican ni suponen una "situación inicial" definida [193]; pero, a diferencia de Nozick, esa desigualdad originaria consentida no se acepta en base a unos derechos de los individuos [194]. Y, frente a ambos, las leyes de la justicia no son "elegidas" por los individuos, sino socialmente aceptadas.
Debemos insistir en que para Hume las leyes de la justicia -en rigor, las leyes de la propiedad [195]- no tratan de definir una sociedad ideal, ni siquiera racional; sólo una sociedad posible. "No hay duda de que sería mejor que todo el mundo poseyera aquello que le resultase más conveniente y apropiado para su uso. Sin embargo, aparte de que esta relación de conveniencia puede ser común a varias personas a la vez, se encuentra además sometida a tantas controversias que una regla tan débil e insegura sería absolutamente incompatible con la paz de la sociedad" [196]. Es decir, no es posible encontrar un criterio compartido de distribución ideal; y, por otro lado, los que se reivindican, además de discutibles son inaplicables. Por tanto, la imposibilidad práctica -y tal vez teórica- justifican que lo único "justo" (es decir, "justificado") es estabilizar la posesión, cueste lo que cueste. La historia es irreversible, no hay "origen" ni es posible reparar la apropiación "injusta"; cosa que, por otro lado, sería "injusta" al aplicar retrospectivamente unos criterios a una situación en la que los mismos no podían existir.
Podría decirse que la regla de la estabilidad de la posesión es el origen lógico de la sociedad. Las ideas de "justicia", "derecho", "propiedad", "obligación", etc. son lógicamente posteriores, ininteligibles sin la primera. Hume dice muy bien que la propiedad no es una mera relación entre una persona y un objeto, no es una relación natural, sino una relación moral que tiene su base en la justicia. La propiedad es el reconocimiento social de una posesión; pero este reconocimiento quiere decir la vigencia social de la regla de estabilidad de la posesión, o sea, la presencia de la idea de justicia: "El origen de la justicia explica el de la propiedad. Es el mismo artificio el que da lugar a ambas virtudes. Como nuestro sentimiento primero, y más natural, de lo que es moral está basado en la fuerza de nuestras pasiones, y otorga la preferencia a nosotros y a nuestros amigos por encima de los extraños, resulta imposible que pueda existir algo así como un derecho o propiedad establecidos mientras las pasiones opuestas de los hombres les empujen en direcciones contrarias y no se vean restringidas por una convención o acuerdo" [197].
La convención, por tanto, que distingue la propiedad y estabiliza la posesión es imprescindible para instaurar la sociedad humana. Hume llega a decir que "después de haber llegado a un acuerdo para fijar esta regla, queda poco o nada que hacer para asegurar una perfecta armonía y concordia" [198]. Lo cree así porque tal convención implica la mayor de las conquistas del hombre: haber autolimatado su pasión de posesión, pasión del interés, pasión del egoísmo posesivo. Porque, conseguido el control de esta pasión, "todas las demás resultan fácilmente restringidas o bien no tienen consecuencias tan perniciosas cuando se las deja libres" [199]. La vanidad, la envidia, la venganza, etc., todas ellas pasiones antisociales, no ponen en riesgo la sociedad: "Solamente el ansia de adquirir bienes y posesiones para nosotros y nuestros amigos más cercanos resulta insaciable, perpetua, universal y directamente destructora de la sociedad" [200].
En esta perspectiva de pensar un orden social en que los conflictos potenciales sean diluidos, toma todo su sentido su regla de transferencia de la propiedad por consentimiento. Unida a la anterior, viene a definir una posición en abstracto tópicamente liberal: propiedad privada estable excepto cuando el propietario consienta en la transacción.
Hume destaca, entre los aspectos positivos de la regla de transferencia de la propiedad por consentimiento, el que establezca una fórmula eficaz para "adecuar las personas y las propiedades"; la regla de trasferencia de la propiedad por consentimiento, que llama "natural", que potencia el comercio, tiene además la virtud de evitar conflictos. En rigor, creemos que ésta es su principal virtud, la más apreciada por Hume, que expresa una vez más su idea de que la justicia no expresa la perfección sino las condiciones mínimas de cooperación y sobrevivencia humanas.
Efectivamente, aunque la estabilidad es necesaria y provechosa, no está exenta de inconvenientes. Esto, digámoslo, no afecta a la necesidad de la regla; y, como hemos dicho, Hume no entiende la justicia como "excelencia", sino como estrategia de sobrevivencia. Así, cuando se planteaba el establecimiento de las "reglas que determinan la propiedad", tratando de concretar -y así dar eficacia- la de la posesión estable, decía: "No hay duda de que sería mejor que todo el mundo poseyera aquello que le resultase más conveniente y apropiado para su uso. Sin embargo, aparte de que esta relación de conveniencia puede ser común a varias personas a la vez, se encuentra además sometida a tantas controversias que una regla tan débil e insegura sería absolutamente incompatible con la paz de la sociedad humana" [201]. A pesar de la ambigüedad de su uso de los términos "conveniente" y "apropiado", entienda los mismos en claves utilitaristas o de cualquier modelo de excelencia humana, lo que sí podemos afirmar es que renuncia al "ideal" y opta por la eficacia, ofreciéndonos una idea de la justicia más ligada a la estrategia de sobrevivencia que a la perfección. "La justicia no tiene nunca en cuenta en sus decisiones la conveniencia o falta de conveniencia de los objetos con las personas particulares, sino que se conduce por puntos de vista más amplios" [202]. La justicia es "imparcial", trata a los hombres como individuos abstractos iguales: "Un hombre es igual de bien recibido por la justicia si es generoso que si es avaro, y obtiene con la misma facilidad un fallo favorable incluso en cosas que no le resultan de utilidad alguna" [203]. La justicia, en consecuencia, no es para Hume la equidad, y mucho menos la benevolencia; la justicia no es un ideal de excelencia, sino sólo condición de posibilidad de una vida común entre los hombres.
Como es perceptible, la legitimidad de las leyes de la propiedad les viene de su eficacia para mantener la paz y estabilidad social; no hay otro fundamento que su aceptabilidad real. Cuando pierden consentimiento, deben ser corregidas, compensadas o complementadas, si no abolidas; la ineficacia es su perversión: "Este es un gran inconveniente que exige remedio" [204]. Y el remedio debe ser auténticamente remedio; porque una situación de descontento general respecto a un estado de distribución de la propiedad, en coherencia con la filosofía humeana, justifica su corrección; justifica cualquier corrección sin más exigencias que la de ser eficaz, que la de ser capaz de reconstruir la confianza y la aceptación. Sólo su ideología le lleva a poner límites teóricamente extraños a esa legitimidad universal de re-distribución, condenando cualquier estrategia de desorden, pues "permitir que todo el mundo arrebate por la violencia lo que estime oportuno, supondría la destrucción de la sociedad" [205]. Y llamamos la atención sobre este aspecto: el recurso a la violencia para una redistribución de la propiedad es rechazado por "injusto", es decir, por destruir en vez de posibilitar la sociedad; por significar una especie de vuelta a una situación "presocial"; pero no se desestima por "ilegítimo", por atentar contra unos derechos instaurados.
Se comprende que considere igualmente injustas dos situaciones caracterizadas respectivamente por la rigidez y por la evanescencia de las leyes de la justicia: "Y a esto se debe que las reglas de la justicia busquen algún término medio entre una rígida estabilidad y una cambiante e incierta distribución de bienes" [206]. Ambas situaciones tienen en común su ineficacia; en ambos casos la justicia es estéril (no es "justicia") porque no cumple el fin que la "justifica". En conclusión, ente una y otra situación hay que buscar una vía intermedia, que corrija el descontento social sin poner a la sociedad al borde de su hundimiento. Esa vía intermedia consiste en la implantación de una nueva regla de justicia, la que dirige la transferencia de la propiedad por consentimiento. Por tanto, la regla de la transferencia de la propiedad no se justifica por el derecho de cada individuo a disponer libremente de lo suyo, como en Locke y en Nozick [207]; su único fundamento descansa en sus consecuencias.
En cuanto a la tercera ley, el "cumplimiento de las promesas", Hume tiene necesidad de fundamentar su obligación -sabe que en ello reside la posibilidad de la vida social-, pero no puede dotar a las mismas de una obligatoriedad ni natural ni racional-prudencial. Pero su teoría de la génesis del sentimiento y del deber morales le permite fundar la obligatoriedad de las promesas en las convenciones sociales, a su vez ligadas al interés común.
La necesidad del intercambio aplazado y la insuficiencia de las pasiones para posibilitarlo, hacen de las promesas las convenciones sociales imprescindibles. Visto así, la promesa es la sanción del intercambio interesado entre los hombres. La fórmula verbal "yo prometo" expresa la sumisión al castigo derivado del incumplimiento. No es la resolución, es decir, la decisión instantánea y puntual de cumplir lo expresado en la fórmula, lo que origina la obligación: tal resolución se agota en su formulación. En cambio: "Son las convenciones de los hombres las que crean un nuevo motivo, una vez que la experiencia nos ha enseñado que los quehaceres humanos irían mucho mejor y redundarían en provecho mutuo si se instituyeran ciertos símbolos o signos con los que darnos unos a los otros la seguridad de nuestra conducta en cualquier asunto determinado. Una vez que se instituyeron esos signos, cualquiera que los utilice queda inmediatamente ligado, por su propio interés, a cumplir con sus compromisos, y no deberá esperar que se vuelva a confiar jamás en él si se niega a cumplir lo que prometió" [208].
O sea, como dice Hume, el interés es la base de la obligación de las promesas, siendo la moralidad un derivado: "(...) el interés resulta así la primera obligación para el cumplimiento de las promesas. Posteriormente, un sentimiento de moralidad se une al interés, convirtiéndose en una nueva obligación para la humanidad" [209]. Como ya había dicho respecto al sentimiento de justicia, también ahora dirá que el sentimiento de moralidad en las promesas se refuerza con la educación, los artificios políticos, el interés público, etc.).
Tras reconstruir las otras dos reglas de la justicia, la "transferencia de la propiedad por consentimiento" y "el cumplimiento de las promesas o pactos", mostrando, por un lado, la estrecha subordinación de las mismas con la defensa de la propiedad y de su libre y seguro movimiento en la circulación capitalista; y, por otro, la defensa humeana de las mismas como meras estrategias de utilidad social, sin referencia alguna a derechos de los individuos o a una concepción de la justicia como "virtud moral", nuestra investigación estaba cumplida. No obstante, quisimos cerrarla con una reflexión sobre el acto de instauración de las leyes de las justicias, la "convention" o el "agreement", por ser una alternativa al contrato que, en nuestros días, es considerada un referente crítico habitual; y de una reflexión sobre el gobierno, que garantiza la eficacia de las leyes. En ningún caso las consideramos investigaciones sobre esos temas; sólo figuran a efectos de completar el discurso que empezara por el análisis de las impresiones y acaba en la argumentación del gobierno; queremos decir que ambos tópicos tienen un interés filosófico político que requiere una reflexión particular en profundidad. Pero hemos tomado posición ante ambos temas, desde la perspectiva hermenéutica que hemos descrito en la investigación sobre la justicia.
En cuanto al "anticontractualismo" de Hume, hemos precisado su sentido: no es un rechazo del contenido, sino del fundamento.
Para instaurar las reglas de justicia ha de haber algún tipo de convención o acuerdo; pero Hume, oponiéndose al contractualismo, la corriente dominante de su época, niega que el mismo pueda ser entendido como un contrato, en el sentido preciso que el mismo es descrito habitualmente: como un acto racional y público de individuos libres e iguales. Tal pretensión, racionalista y abstracta, va contra su filosofía.
La teoría contractualista, en cualquiera de sus versiones, recurre a excesivas abstracciones y cae en abundantes anacronismos. Hume no duda en ironizar sobre el "estado de naturaleza" de los filósofos, como "ficción metafísica", que nunca ha tenido realidad [210]; como se burla de la leyenda del contrato social histórico [211]. La verdad es que tampoco Hobbes, ni Rousseau, pensaron el contrato como un hecho histórico; las diferencias no hay que buscarlas por aquí, sino en la distinta concepción de la situación contractual: en Hobbes, individuos desiguales que negocian desde la desigualdad; en Rousseau, individuos desiguales que, para pactar, se igualan en derechos; en Hume, individuos desiguales que han ido ajustando su vida en la desigualdad.
El argumento más insistente que presenta Hume contra la escenografía contractualista como medio de justificar el origen y la naturaleza de las instituciones sociales fundamentales, es que el "contrato" no puede surgir de una situación presocial, dado que el mismo presupone un hombre con unas cualidades que sólo un largo proceso de vida social puede desarrollar. Incluso el mero acto de prometer, de acordar, dice el escocés, requiere un lenguaje común, que es fruto de la vida social. La hipótesis del contrato no es "plausible"; por tanto, ha de buscar otra solución al problema del origen, que A. Flew no duda en calificar de "sutil, realista y profunda" [212]. Su alternativa responde a esa concepción del hombre social, históricamente determinado, como resultado de un proceso de autodeterminación natural.
A efectos prácticos, podría decirse, es irrelevante que se trate de un contrato o de un acuerdo; lo importante es el contenido del mismo. Hume no compartiría esta valoración; ni nosotros tampoco. El filósofo escocés parece pensar que más importante que lo acordado o contratado, más importante que el contenido, es la fuerza real del mismo, su eficacia; y, desde este punto de vista, la diferencia entre el "contrato" y el "acuerdo" es relevante, pues en el primer caso se trata de una decisión meramente racional que establece una norma y en el otro de un proceso de progresiva adaptación a la misma; en el primero es un deber, en el segundo una disposición. En otras palabras, en un caso todo se confía a algo tan abstracto como la obligación de cumplir las "promesas" (cuya fragilidad se reconoce al pensar la obligación siempre ligada a la coerción física), mientras que en el otro el cumplimiento de las promesas es resultado de la lucha por la vida. Es la diferencia entre el "deber moral" y el "carácter ético".
Hume adopta una posición metodológica de constructivismo "evolucionista" en lugar de "creacionista" [213]. Una evolución de progresivo ajuste, según las circunstancias, y siempre impulsado por fuerzas naturales. Así, entenderá que es el egoísmo, y no el respeto al bien común, lo que está en la base de la justicia, "porque si los hombres poseyeran ya ese respeto hacia el bien común, nunca se hubieran refrenado a sí mismos mediante reglas; así, pues, las leyes de la justicia surgen de principios naturales, pero de un modo todavía más indirecto y artificial. Su verdadero origen es el egoísmo; y como el egoísmo de una persona se opone naturalmente al de otra, las distintas pasiones que entran en juego se ven obligadas a ajustarse de modo que coincidan en algún sistema de conducta y comportamiento. Por tanto, este sistema es desde luego ventajoso para el conjunto en cuanto que incluye el interés de cada individuo, aunque quienes lo descubrieron no tuvieran esa intención" [214]
Este evolucionismo optimista ha sido puesto en relación con el "Privates Vices, Public Benefits" de Mandeville; y, de manera más general, con la idea dominante en la filosofía escocesa ilustrada (Ferguson, A. Smith) que tendería a pensar el bien común como resultado de la libre persecución del interés privado [215]. De esta forma puede verse a Hume como una anticipación de Darwin [216].
En cuanto al apartado sobre el gobierno, hemos intentado mostrar que, al igual que en su idea de la justicia, tampoco el orden político general es pensado por el escocés como modelo ideal a realizar. El gobierno, como las leyes de justicia, no expresa un ideal, sino que es un fruto de la necesidad, de las circunstancia. En el fondo, el gobierno tiene su origen en la debilidad de la "virtud" de la justicia, en la fragilidad de la disposición a cumplir las reglas y leyes de la justicia. "Si todos los hombres tuvieran suficiente sagacidad para percibir siempre el interés más fuerte que los liga a la observancia de la justicia y la equidad, y la fuerza mental suficiente para perseverar de modo constante en un interés general y distante, en oposición a las atracciones del placer y de las ventajas presentes, no hubiera habido nunca, en tal caso, nada semejante a un gobierno o a una sociedad política; por el contrario, cada hombre, siguiendo su libertad natural, habría vivido en completa paz y armonía con los demás" [217].
Por tanto, no se necesita el gobierno donde rige la virtud de la justicia. En el fondo, el gobierno se expresa en "leyes positivas", que obligan por su respaldo en la fuerza; en este sentido, es la debilidad de la "obligación moral" la que hace necesaria la "obligación jurídica". "¿Qué necesidad hay de una ley positiva donde la justicia natural es, por sí misma, un freno suficiente?" [218]. ¿Para qué instaurar un poder político donde no hay desorden ni iniquidad? ¿Para qué limitar nuestra libertad cuando es inocente y benéfica? Lo inútil no tiene justificación filosófica; en rigor, y según Hume, no tiene explicación filosófica. La obediencia, que es su efecto inmediato, no tiene otro fundamento posible que "la ventaja que procura a la sociedad, manteniendo la paz y el orden entre la humanidad" [219]; y esa "ventaja" no existe cuando el orden, la paz y la seguridad son un resultado espontáneo de la virtud de los hombres.
Pero Hume ha de ser coherente. Es difícil defender la necesidad del gobierno basándose en la debilidad de la virtud de la justicia cuando, para corregir a Hobbes, que defendía precisamente esas posiciones, ha centrado todo su esfuerzo en construir una idea del hombre y de la vida social tales que permitieran pensar como plausible la posibilidad de una vida social no fundada en un contrato y en un gobierno. Ahora Hume, para fundar el gobierno en la debilidad de la virtud de la justicia, como le exige su coherencia metodológica, cambiará de plano: la justicia es especialmente frágil en las relaciones internacionales. La "generosidad limitada" no alcanza al extranjero.
Aunque, por utilidad, surgen reglas de justicia entre las naciones, las "Leyes de las Naciones" (Leyes de guerra, leyes de diplomacia, etc.), estas son mucho más frágiles e instable que las "Leyes de la Naturaleza" que rigen internamente a una sociedad. ¿Por qué? Porque, según la lógica del razonamiento humeano, la fuerza de la virtud es proporcional a la necesidad de la misma, a su utilidad; y, en concreto, la necesidad de cooperación entre individuos es mucho mayor que la necesidad de cooperación entre naciones: "La naturaleza humana no puede subsistir en modo alguno sin asociación de individuos; y esta asociación no podría darse nunca sin respeto por las leyes de la equidad y de la justicia. El desorden, la confusión, la guerra de todos contra todos, son las consecuencias de una conducta licenciosa. Pero las naciones pueden subsistir sin relaciones. Incluso pueden subsistir, en cierto grado, bajo una guerra general. La observancia de la justicia, aunque útil entre ellas, no se guarda por una necesidad tan fuerte como entre los individuos; y las obligaciones morales están en proporción con la utilidad" [220].