ILUSTRACIÓN Y REVOLUCIÓN. EL PROBLEMA HERMENÉUTICO





La relación entre Ilustración y Revolución es uno de esos temas recurrentes que, bajo la apariencia de problema a descifrar, en el fondo son frentes de confrontación de ideologías, travestidas de posiciones o métodos hermenéuticos. Lo que en el fondo está en juego no es conocer positivamente unas relaciones entre hechos, sino imponer una u otra forma de pensar la historia, de valorarla, de confiar-desconfiar en ella.

Entre los contemporáneos era fácil, e incluso atractivo, ligar la imagen de la Revolución a los "filósofos" y "masones". Quienes la veían como expresión de la libertad, del progreso, de la afirmación de la razón... fácilmente podían recurrir al espíritu renovador y transformador de los ilustrados y francmasones. Quienes veían de la Revolución en rojo de la violencia y el negro de la anarquía, también podían encontrar en el espíritu crítico de las luces, en sus ataques a las creencias y formas sociales tradicionales, la causa necesaria y suficiente de la subversión. ¿No eran vistos como enemigos de la religión, la moral y las costumbres dominantes, o sea, del Trono y del Altar? Por si había alguna duda de que el espíritu del mal de los revolucionarios estaba encarnado en filósofos y masones, ahí estaba la coincidencia: unos y otros atacaban y combatían a la Iglesia [1].

En la actualidad sigue siendo atractiva la relación, a juzgar por la historiografía dominante. Los numerosos estudios empíricos sobre la estructura económica, social, fiscal, judicial...; las exhaustivas descripciones de la literatura del momento, las monografías sobre los pensadores ilustrados, el análisis de los textos, e incluso la incorporación de la estadística y el ordenador al estudio del lenguaje...; todo ello, decimos, no ha servido para avanzar en el debate. Porque, en el fondo, para la filosofía cuenta poco el conocimiento de los hechos, si no es como apoyo de la conjetura. De poco sirven las "causas próximas", las cuantificaciones de las determinaciones, si perdemos con ello la elegancia, simplicidad y contundencia de los esquemas aptos para valorar la historia y juzgar el presente.

No es extraño que, en los últimos tiempos, el proceso a la Revolución Francesa se haya llevado a cabo como ajuste de cuentas con nuestro presente. Se sigue usando como frente para decidir la validez de una estrategia insurreccional de conquista del poder, los límites justos entre sociedad civil y sociedad política, los riesgos demagógicos de la democracia... Hay quien ha visto no sólo en Robespierre, sino en Rousseau, la defensa del modelo estalinista de Estado. Las críticas al "jacobinismo", como imagen tópica de la Revolución burguesa, se han extendido a la Revolución de Octubre rusa: los bolcheviques de Lenin eran asimilados a los sans-culottes de Roux, y todos condenados en el mismo proceso.

Del mismo proceso ha sido objeto la Ilustración. El ajuste de cuentas empezó hace unas décadas: Husserl, Nietzsche, Heidegger, Adorno... habían lanzado sus torpedos de fondo; los "nuevos filósofos" hace unos años, y los "posmodernos" de hace unos meses, han sido simples y precarios fenómenos de superficie, el vil "coro" a quien cumple el miserable papel de metamorfosear en voz del destino la efímera letra de un slogan publicitario.

Que sea un problema falso no quiere decir que sea un falso problema. La conciencia de la naturaleza falsa del problema no nos permite saltar sobre el mismo. Estamos condenados en gran medida a seguir luchando por el presente en el debate sobre las luces. La historiografía, que es el obstáculo, es también el punto de partida, pues pone las reglas de juego.


1. Tesis y enfoque de la reflexión.

Ilustraré con rapidez tres tesis centrales, que ya en expuesto en otros trabajos, cada una con sus correspondientes corolarios. Estas tres tesis, que llamaremos Ta, Tb y Tc, podemos formularlas así::

Ta: La Ilustración no fue revolucionaria.

Tb: Los revolucionarios (sus líderes ideológicos) no fueron ilustrados. (Revolución sin filósofos, al menos sin "philosophes").

Tc: La reacción no recuperó-restauró la ilustración.

Pero enseguida pasaré a enfocar la idea que aquí y ahora me propongo desarrollar: la idea de la ilustración perdida. Las tres tesis quedan, pues, subordinadas a este objetivo, son meros auxiliares de la argumentación. Por "ilustración perdida" quiero decir que, contra lo habitual, en que se pone la Ilustración como un fenómeno históricamente triunfante, cuyo espíritu pasara no sólo a matizar, sino a caracterizar la "civilización occidental", la cultura burguesa, el Estado democrático, el proyecto capitalista del progreso...; contra esa tendencia, digo, queremos sostener que la Ilustración fracasó, que pasó a ser tan marginal como en otros tiempos el libertinismo o el socialismo utópico, que indudablemente dejó su huella, pero tibia y dispersa ... y especialmente escasa en el Continente.

Fracasó, de hecho, antes de la Revolución: o sea, en su momento. La Revolución no la asumió en ningún momento de forma orgánica y consciente. Y la postrevolución, lejos de recuperarla cantó su muerte juntamente con la de la Revolución. Y, como habría dicho Voltaire, volvieron los bárbaros. Chateaubriand con El genio del cristianismo; Fichte con los Discursos a la Nación Alemana; Taine, Maistre, Bonald...

Para ilustrar esta tesis podemos recurrir a dos frentes de argumentación, entre sí complementarios, aunque tal vez cada uno suficiente por separado. Podríamos recurrir, en primer lugar, a los textos, a los contenidos doctrinales que definen su posición ante las cuestiones socio-políticas. En ellos, de forma rotunda e indudable, aparece su posición no revolucionaria. Y ello a pesar de la diversidad intrínseca a un colectivo que profesa las reglas del apartidismo, el antidoctrinarismo y el deber de pensar individual y diferenciadamente, pues -y tal vez sea esto una muestra de la justeza de su actitud-, pensar libremente lleva a coincidir en lo esencial.

Decimos, pues, que basta leer los textos -que paradójica y lamentablemente son poco leídos incluso por quienes "teorizan" la Ilustración- para descubrir la diferencia entre el espíritu ilustrado y el espíritu revolucionario. Eso sí, deben leerse los textos, no las citas abstraídas de la totalidad que las matiza, determina y da sentido. El pensamiento ilustrado es un pensamiento esencialmente oral y espontaneo, no de laboratorio, sin miedo a la diferencia y a la incoherencia, sabiendo que éstas se corrigen en la contraposición originando una resultante: esa es la verdadera posición ilustrada. Una "resultante" constantemente afectada por las nuevas ideas-fuerzas, pero cada vez más resistente en virtud del principio de inercia.

La otra vía de argumentación pasaría por mostrar la debilidad interna de las argumentaciones que han consolidado y convertido en tópico la reducción de la Ilustración a "ideología burguesa". Ciertamente, esta perspectiva crítica debe hacerse desde una concepción de la Ilustración que ha surgido de la otra vía, del análisis de los textos.

Ante estas dos posibilidades he elegido la segunda por dos tipos de razones. Unas de orden técnico y coyuntural: considerarla más apta para una exposición verbal y en un ámbito como éste, esencialmente de debate (La otra es más apropiada para una publicación especializada). Las otras de orden estético y político: sin duda alguna es más apasionante habérselas con la "filosofía de la historia", especialmente cuando en ella está en juego nuestra idea del presente, que con la frialdad de los manuscritos. No obstante, toda la autoridad de la crítica reposa en ese previo análisis, al que recurriré, si es necesario, en el diálogo subsiguiente.

Hemos de advertir que esta segunda opción pone en cuestión la concepción dominante de la Revolución y, en cierto sentido, la historiografía marxista que la sustenta. Nuestra tarea es, así, especialmente compleja en cuanto que creemos que la concepción marxista de la historia es la teóricamente más fecunda.

Para comenzar el análisis e ilustración particular de estas tesis me parece conveniente situar el debate hermenéutico sobre la "modernidad", sobre la concepción de la Revolución, en el que deben situarse y valorar su incidencia. Me habría gustado defender la citada tesis sin necesidad de ajustar cuentas con el problema hermenéutico en torno a la Revolución, pero me temo que, aun intentándolo, fuera del todo imposible. Son demasiadas las cosas en juego para permitir el neutralismo. Por tanto, dividiremos esta conferencia en cuatro partes: haremos en primer lugar la topografía del debate sobre la Revolución; después, sobre ella, reformularemos nuestra tesis; y, por último, veremos las implicaciones actuales, filosóficas y políticas, de nuestra propuesta [2].


2. El debate historiográfico sobre la Revolución Francesa.

Para una valoración más efectiva centraremos la descripción en la confrontación de las dos líneas hermenéuticas que polarizan el debate sobre la Revolución y, cosa nada sorprendente, sobre la Ilustración: la línea francesa y la anglosajona. No ignoro que serán necesarias muchas matizaciones, pero la formulación directa y radical de nuestra tesis nos permite –y casi nos exige– situar con contundencia el contenido de nuestra reflexión.

En cuanto a la línea hermenéutica francesa, nos situamos frente a la interpretación hegemónica de la Revolución Francesa formulada con brillantez por George Lefebvre y continuada casi sin fisuras por los historiadores franceses. No podía ser de otra manera. Su famoso ensayo Quatre-vingt-neuf (1939) era más que un estudio histórico. Se publicaba el mismo año en que se conmemoraba el 150 aniversario de la Revolución, el mismo año en que estallaba la Segunda Guerra Mundial. Era un texto de combate. El gobierno de Vichy lo prohibió; Robert R. Palmer lo tradujo al inglés (The Coming of the French Revolution, 1947); y cuando muere Lefebvre en 1959 ya se habían vendido más de 40.000 ejemplares.

La tesis de Lefebvre puede resumirse así: la Revolución Francesa expresa el acceso de la burguesía al poder político, tras siglos de afianzamiento en el poder económico, la consiguiente instauración del modo de producción capitalista, y con el apoyo de la hegemonía de la ideología burguesa, fundamentada por el movimiento ilustrado. Cambios estructurales (de la propiedad de la tierra a la propiedad mobiliaria) e ideológicos (filósofos y economistas) protagonizados por la burguesía llevan a ésta a la Revolución, que se reduce a la conquista de la igualdad civil: las mismas leyes para todos, las mismas tasas, las mismas oportunidades para acceder a los cargos, las mismas ventajas de cualquier forma de propiedad.

Aunque distingue "cuatro" revoluciones (la aristocrática forzando los Estados Generales; la burguesa, imponiendo la Asamblea Nacional; la popular, de los trabajadores urbanos, con la toma de la Bastilla; la campesina, tras el 4 de Agosto, imponiendo el fin del feudalismo), el eje central y la dirección final del proceso correspondió a la burguesía, clase objetivamente revolucionaria y orgánicamente ligada al capitalismo triunfante.

La tesis, encuadrada en la teoría marxista de la historia, tenía un fuerte atractivo filosófico y causó un fuerte impacto (ver B. F. Hyslop, "Recent Works on the French Revolution", American Historical Review (1942), 489-90). El momento era apropiado para un relato épico nacional, y se contaba con el apoyo institucional, pues Lefebvre era titular de la cátedra de Historia de la Revolución Francesa en la Sorbona, hecho que favoreció poderosamente el afianzamiento de su tesis. Estaba, además, el prestigio de Lefebvre en este terreno, especialmente de sus obras Les Paysans du Nord pendant la Révolution française (Lille, 1924, 2 vols), La grande Peur de 1789 (Partis, 1932).

Por otro lado, se apoya en trabajos más empíricos de prestigiosos historiadores franceses, como Ernest Labrousse (Esquisse du mouvement des prix et des revenus en France au XVIIIè. siècle (Paris, 1933, 2 vols.) y La Crise de l'économie française à la fin de l'Ancien Régime et au début de la Révolution ((Paris, 1944)) y sobre todo Albert Mathiez, quien había muerto prematuramente en 1932.

En las primeras décadas del siglo J. Mathiez (La Révolution Françoise) intentaba explicar la Revolución desde un nivel meramente político. El Antiguo Régimen, en sus últimas décadas, había sido próspero, no había miseria, se vivía mejor, se estaba mejor alimentado y crecía la instrucción. Los problemas económicos eran puntuales y dentro de una línea de crecimiento. La Revolución debía explicarse como "rebelión de la burguesía", que se sabía económica y socialmente rica y fuerte y se sentía políticamente débil.

La tesis de la burguesía sujeto revolucionario (T2) iba bien trabada con la de los filósofos ilustrados ideólogos de la burguesía (T3). Según Mathiez, los escritores extendieron los gustos, valores, ideas y objetivos de la burguesía, combatiendo a la Iglesia y corroyendo la religión, que servían de instrumentos al Antiguo Régimen. Y como da una gran importancia a la Iglesia en su función de articuladora del Estado y de la sociedad civil en el Antiguo Régimen, indirectamente otorga un papel revolucionario principal a los filósofos ilustrados: ellos, generando la "crisis de la conciencia religiosa", promovieron la "conciencia de rebelión". Por tanto, las condiciones ya estaban dadas: faltaba la ocasión. Pero, como se sabe, las "causas próximas" importan poco a la filosofía.

La misma tesis puede encontrarse Jean Jaurès, en Taine, quien la deriva del Contrato Social de Rousseau, de Mably, de d'Holbach, etc.; en P. Hazard (La crisis de la conciencia europea) o en D. Mornet. Éste, profesor de literatura de la Sorbona, en 1933, en su famosa obra Les origines intellectuelles de la Révolution française, 1715-1789, defendió la tesis de la relación entre la Ilustración y la Revolución con una nueva metodología. Estudiando las estadísticas de ediciones y distribuciones de libros, así como su presencia en las bibliotecas privadas, introdujo un método cuantificador de la incidencia del pensamiento ilustrado en los diversos sectores sociales y políticos (sobre su método y legado ver A. Dupront y otros, Livre et société dans la France du XVIIIe. siècle. Paris, 1965).

Lo curioso es que, en sentido estricto, los resultados de su análisis no eran favorables a poner a los ilustrados como teóricos de la revolución. De hecho Mornet critica a Taine, pues del Contrato Social sólo se encuentra una copia entre las 500 bibliotecas privadas estudiadas.

Con esos estudios Mornet resaltaba el desarrollo intenso del criticismo contra la Iglesia entre 1748 y 1770: critica a la religión, a la intolerancia, al fanatismo. A partir de 1770 se haría más político: contra al Estado, las costumbres, las leyes. Este criticismo crearía un clima o atmósfera ideológica revolucionaria o favorable a la revolución. Aunque ésta no fuera un complot de los filósofos ni de los masones, sin ellos no hubiera sido posible.

Reconoce, incluso, que si bien Rousseau y Voltaire son los más leídos, de hecho toman de ellos ideas que los manuscritos clandestinos habían ya expandido. O sea, de su estudio debería desprenderse que los ilustrados, en tanto que ilustrados, tuvieron poco que ver con la Revolución. No obstante, propiciaron la difusión de las ideas y del espíritu crítico, lo que ayudo poderosamente a crean un clima espiritual revolucionario. Con las matizaciones y confusiones pertinentes, de hecho pone a la Ilustración en el origen.

En realidad se trata de una defensa empírico-estadística de la misma tesis de Lefebvre, para quien la Ilustración es la "ideología de la burguesía", si bien con tonos expresivos más moderados y un ropaje metodológico más empirista. Se trata de poner la ilustración como la conceptualización de los ideales burgueses de racionalidad, pragmatismo, individualismo, ideología del mérito..., es decir, que los filósofos ilustrados recogerían la "mentalidad burguesa", la conceptualizarías y, convertida en doctrina filosófica, se la devuelve a la burguesía, su clase, para darle conciencia, programa y argumentos coherentes para su defensa. La Ilustración no sería la "causa" de la Revolución, pero sí el "Programa" y la "Conciencia" del sujeto revolucionario, de la burguesía.

En los años 40 escasean las investigaciones de base, situándose el debate sobre la Revolución en torno aspectos ideológicos: sus valores, sus resultados, etc. Así, tanto la línea de izquierdas de Jaurés y Mathiez, como la de derechas de P.Gaxotte (La Révolution française, Paris, 1928) y B. Fa_ (La Grande Révolution, Paris, 1959), enfrentadas en cuanto a la valoración de la Revolución, aceptaban las tesis de Lefebvre respecto al origen.

Brillantes trabajos como los de Albert Goodwin (The French Revolution, Londres, 1953) o Albert Seboul (Précis d'histoire de la Révolution française, Paris, 1962, 2 vols.) apenas aportan nada nuevo, si no es el esfuerzo especulativo por conseguir que las piezas encajen en un modelo muy abstracto de la revolución. Seboul sigue muy de cerca a Lefebvre en su esquema. Para él "la burguesía francesa del siglo XVIII elaboró una filosofía que correspondía a su pasado, a su papel y a sus intereses..." "La filosofía de la ilustración sustituía la idea tradicional de la vida y de la sociedad por un ideal de bienestar social, fundado en la creencia en un progreso indefinido del espíritu humano y del conocimiento científico".

En cuanto a la segunda línea hermenéutica, deberíamos considerarla, en realidad, como “la reacción anglosajona”. Tiene, de entrada, el mérito de alzarse contra el mito dominante le corresponde a Alfred Cobban, profesor de Historia en Londres. Su The Myth of the Frebch Revolution (Londres, 1955), reimpreso en su obra Aspects of the French Revolution (Londres, 1968) y su A History of Modern France (Londres, 1957) constituyeron el aviso más audaz y serio a la tesis de Lefebvre. Interpretar la Revolución Francesa como el tránsito del feudalismo a la sociedad burguesa era un "mito", según Cobban. Lo feudal había desaparecido hacía siglos y la "burguesía" que participó en la Revolución no era esa burguesía comercial e industrial, propietaria del capital mobiliario, es decir, la burguesía "capitalista", que describe el esquema de Lefebvre. En la Asamblea Nacional sólo el 13% eran comerciantes frente a un 65% de oficiales y leguleyos.

La tesis de Cobban viene a ser ésta: los plebeyos (o burgueses) enriquecidos, y aún ennoblecidos, constituyen con los nobles, muchos de ellos transformados en hombres de negocio, una clase común, compleja, de "notables", con problemas internos, pero con un entendimiento en lo fundamental. Junto a ellos existe un sector social numeroso de oficiales, administradores, magistrados, abogados..., que llevan el peso de la administración del Estado y, en cambio, no ven compensada su tarea ni económica ni socialmente. Estos serían los descontentos: habían comprado los cargos..., a veces más de una vez, y no resultaban ya rentables. Por tanto, la Revolución Francesa sería fruto de esa "burguesía decadente", no en ascenso, no orgánica al capitalismo, sino como residuo del antiguo régimen. No eran "antifeudales"; no eran "emblemas del capitalismo".

El mismo Cobban años después, en The Social Interpretation of the French Revolution (Cambridge, 1964), se ratifica en sus tesis: la burguesía revolucionaria fue el sector de oficiales y leguleyos, no el sector económico; los campesinos fueron quienes se opusieron frontalmente a los privilegios aristocráticos; la Revolución Francesa retrasó el desarrollo del capitalismo, fue contra el capitalismo... Parecía que en buena parte el problema provenía del contenido del término "burgués". Lefebvre la identificaba con la clase dirigente en la instauración del capitalismo, poseedora de los medios de producción, etc... Si es así, viene a decir Cobban, la "burguesía" no se lanzó a la Revolución. Para Cobban la "burguesía" revolucionaria la constituían los estratos de rentistas, terratenientes, oficiales, etc. Tal vez el problema resida en identificar "burguesía" con "capitalista". En el fondo provienen de caracterizaciones distintas: la primera designa un modo de vida urbano, frente a la Corte y al Campo; la segunda, una función social en la producción. Buena parte de los capitalistas proceden de la burguesía, pero algunos también de la aristocracia. La insuficiencia de la caracterización en el marxismo está en la base de la confusión, y de la incomprensión, del problema. Aún hoy nos vemos obligados a diferenciar entre el "modo de vida burgués" y el "capitalismo". Más aún, pueden enfrentarse...

Cobban reconoce una influencia esporádica, puntual y contradictoria... Es decir, en el fondo viene a decir que hay coincidencias entre los ilustrados y los revolucionarios, pero no exhaustivas, y que no faltan divergencias y oposiciones. Por tanto, cuestiona la tesis en su centro: la inspiración de la Revolución en la filosofía ilustrada. El programa ilustrado no se parece al revolucionario. Más aún, la Revolución se hizo contra la Ilustración (History of modern France, 96-109). Y sugiere que la Ilustración influyó en la época de las reformas, en 1770, pero no en la Revolución. Lo cual es coherente con su tesis general: la ilustración inspiró ciertos sectores sociales de "notables" en la liberalización del Estado, la racionalización de las costumbres y el afianzamiento económico. Pero ese sector no fue el sujeto revolucionario. (Ver también The French Revolution: Conflict or Continuity. N.Y. 1791)

A partir de Cobban, otros muchos reforzaron la tesis. Taylor (Provincial Magistrates and Revolutionary Politics in France, 1789-1795, Cambridge, Mass. 1972), M. Reinhart ("Sur l'histoire de la Révolution française", Annales, XIV, (1959), 557-62) y otros (ver J. Kaplow (ed.) New Perspectives on the French Revolution. Readings in Historical Sociology. N.Y. 1965, y A. Daumard-F. Furet, Structures et relations sociales à Paris au milieu du XVIIIè. siècle, Paris, 1961, y especialmente Elinor G. Barber, The Bourgeoisie in 18th. Century France, Princeton, N.Y., 1955) insisten en que: la burguesía capitalista no participó en política, que estaba dividida, que no actuó como clase.

Esta línea interpretativa suscitaría una fuerte reacción, tanto por parte de los franceses como de algunos anglosajones; pero siempre desde posiciones de izquierda, como el mismo N. Hampson (A Social History of the French Revolution, Londres, 1963) acusan a Cobban de "no marxista", de no distinguir entre social y económico, entre subjetivo y objetivo, apuntando que sus distinciones pueden ser válidas pero que "objetivamente" los sectores no burgueses o burgueses marginales cumplían el papel de la burguesía. Le acusa también de no dar importancia a las "luces" en la génesis de la conciencia revolucionaria.

No es difícil, por tanto, apreciar que ambas líneas dibujan un intenso conflicto, y que en este, además de las diferencias filosóficas, se dejan ver las connotaciones nacionalistas. Los anglosajones han seguido en general a Cobban, a veces con exceso. Goodwin (The French Revolution) no menciona la Ilustración. Un discípulo de Cobban, Joan McDonald (Rousseau and the French Revolution, 1965), se esfuerza vanamente en mostrar que el Contrato Social de Rousseau no interesó hasta después de 1789 (cosa que fustigó R.A. Leigh en su reseña del libro en Historical Journal (1969), 561-3).

Por su parte los franceses no han sido tímidos en las respuestas. Godechot reseñaría el libro de Cobban con un duro ataque (Revue Historique CCXXXV (1966), 205-9). Posteriormente, en su repaso historiográfico Un jury pour la Révolution (Paris, 1974) ni siquiera citaría a Cobban.

No obstante, los alineamientos no son puramente nacionales. M.J. Sydenham (The French Revolution, Londres, 1965) sigue de cerca a Lefebvre y a Mornet. Por su parte Norman Hampson (The First European Revolution 1776-1815, 1969; y The French Revolution: a Concise History, 1975) también reivindica la influencia intelectual de la Ilustración.

Puede decirse que, en general, han ido ganando terreno las propuestas revisionistas, que se extenderán progresivamente (S. Pillorget, Apogée et déclin des sociétés d'ordres 1610-1787. Paris, 1969; P. Goubert, L'Ancien Régime I: La Société. Paris, 1969), a pesar de la esforzada reacción de los franceses (C. Mazauric, Sur la Révolution française. Paris, 1970), especialmente de Seboul, que accede a la cátedra de Lefebvre y a la dirección de los Annales y emprende un largo trabajo de defensa de la teoría con el recurso a los datos.

Abierto el debate, el campo de batalla parece decidirse en el examen del momento prerrevolucionario, su estructura de clases, la función de cada una, la evolución, la estructura política... Como todos los debates de esta índole, no ha servido para fijar una interpretación universalmente aceptada, pero sí para procurar otros muchos conocimientos subsidiarios. Indudablemente ello ha servido para matizar los conceptos, para sustituir un conocimiento fuertemente teórico y abstracto por un conocimiento concreto, que no encaja fácilmente en el esquema, y que ha arrastrado a brillantes ejercicios filosóficos para poder articular los nuevos datos en un esquema hermenéutico general. Porque el esquema de Lefebvre, además de su significado ideológico, por estar encuadrado en el marxismo, presenta otro aún más radical: la posibilidad misma de una teoría o ciencia de la historia. Es decir, como siempre suele ocurrir, la fuerza del análisis empírico choca con el obstáculo de su incapacidad de reconstruir la conjetura que destruye. Y si cuesta mucho renunciar a una reconstrucción histórica que articula nuestro sistema de valores, cuesta más renunciar a un tiempo al sentido de la historia. Porque hay que dar a Lefebvre y Seboul lo suyo: su interpretación es filosóficamente muy sugestiva.

Como decíamos, el debate ha servido para estimular la investigación empírica y la especulación filosófica. Tanto anglosajones como franceses se han entregado a una sistemática tarea de revisión del momento prerevolucionario. Jean Egret ("L'Aristocratie parlementaire française à la fin de l'Ancien Régime", Revue historique, CCVIII (1952), 1-14) insistirá en que se ha exagerado la rigidez del orden político del momento prerevolucionario para justificar ideológicamente la necesidad de la Revolución: los partidarios de la misma para legitimar la rebelión; los enemigos, para dar a entender que sólo ante la presencia del mal puede justificarse la revolución.

John McManer ("France", en A. Goodgwin ed., The European Nobility in the Eighteenth Century, Londres, 1953) se esfuerza en mostrar que fue el dinero, y no los privilegios, lo que caracterizó la prerevolución: el dinero unió a nobles y burgueses en un mismo proyecto. Franklin Ford (Robe and Sword. The Regrouping of the French Aristocracy after Louis XIV, Cambridge, Mass., 1953) muestra la hegemonía de la "nobleza de toga" desde 1748 en la economía y la política, funcionando como clase capitalista; la Revolución sería la reacción de la "nobleza de espada".

Robert Foster (The Nobility of Toulouse in the Eighteenth Century. Baltimore, Md. 1960) ha insistido en el aburguesamiento de la nobleza entregada a negocios capitalistas. Betty Behrens (The Ancien Régime. Londres, 1967) ha defendido que los privilegios de la nobleza no eran tantos, que los mismos estaban repartidos entre la burguesía financiera y mercantil urbana.

De entre ellos destacan dos autores que, con tono moderado, han reconocido la necesidad de revisar los conceptos usados en el análisis. El francés Roland Mousnier (Les Hiérarchies sociales de 1450 à nos jours. Paris, 1969; La Société française de 1770 à 1789. Paris, 1970; L'Histoire sociale: sources et méthodes. Paris, 1967) insiste en que la Francia prerrevolucionaria no era una sociedad de clases, sino de órdenes y estados. Distinguiendo acertadamente entre "posición social", "función social" y "relación material de producción", invita a un análisis de la estructura sociopolítica no esquemático, en el que se pueda comprender la Revolución como el paso de una sociedad de órdenes a una sociedad de clases. Es clave para él 1750, a partir del cual la producción comienza a verse más noble que el servicio del Estado, con lo que ciertos sectores nobles y especialmente los oficiales y cuerpos administrativos van quedando desplazados, como clases residuales que buscan desesperadamente su integración.

El segundo, George V. Taylor ("Types of capitalism in Eighteenth Century France", E.H.R. LXXIX (1964), 478-97), es el más fil y fecundo seguidor de Cobban. Ha estudiado profundamente la estructura económica del periodo y ha sostenido la tesis de que en la Francia prerrevolucionaria el capitalismo existente no se parecía en nada al actual, que la nobleza se había en gran parte incorporado al mismo, que las correlaciones actuales entre burguesía y capitalismo eran esquemáticas y abstracta. Dirá que en el fondo el capitalismo no era dominante como modo de producción; que lo socialmente determinante era la "propiedad", el ser propietario era el factor de unificación de sectores sociales nobles y clases medias con pasados y destinos diferentes.

G.V. Taylor tiene razón cuando dice que los Cahiers no son ilustrados, ni si quiera filosófico; también la tiene cuando dice que la Declaración de Derechos contiene ideas familiares a los ilustrados junto a otras extrañas a ellos. Y concluye que, si los Cahiers son conservadores, la ideología revolucionaria fue añadida tras las votaciones de representantes a los Estados Generales en la primavera de 1789: una ideología añadida y no asumida ni comprendida por muchos de ellos.

Pero las tesis de Cobban-Taylor de que nobles y burgueses están unidos en una clase de "notables" y que lo esencial en ese momento era la "propiedad", y no la "forma de la propiedad", se van afianzando. Ante los ataques de Seboul y Claude Mazanric, Furet y Richet (La Révolution française, Paris, 1965, 2 vols.) reaccionan con contundencia. Furet ("Le catéchisme révolutionnaire", Annales, XXVII (1971), 255-89) critica el “catecismo revolucionario” y el ”neojacobinismo" del círculo de Seboul y Richet (La France moderne: l'esprit des institutions. Paris, 1973) muestra cómo en la Francia prerrevolucionaria se da un creciente proceso de alienación de la propiedad en el Estado, frente al mito de la "burguesía capitalista" enfrentada a la nobleza.

Otras consecuencias de la tesis de Cobban-Taylor conmueven a los estudiosos: la Revolución Francesa fue política con efectos sociales, no social con efectos políticos; los cuadernos de quejas eran... "conservadores". Como mínimo, fuerzan a la documentación empírica para decidir si la nobleza era casta o clase abierta, si los conflictos nobleza/burguesía eran conflictos entre fracciones de la nobleza, si el aburguesamiento de la nobleza y el ennoblecimiento de la burguesía conllevaba una unificación de intereses objetivos...

A la sombra de Cobban-Taylor se revisa también el concepto de "burguesía", la división y conflictos internos entre sector mercantil y sector oficial, y el concepto de "nobleza" y sus conflictos internos entre ricos/pobres, urbana/rural, de espada/de toga, liberal/conservadora, etc. [3].

Tal vez Colin Lucas (Une histoire des Élites, 1700-1848. Paris, 1975) sea el autor más importante al respecto. Defiende que las clases medias no fueron contrarias a la nobleza, constituyendo ambas una élite privilegiada, unidas aunque con franjas de tensión determinadas por lo político. Muestra el problema de los "oficiales" y de la "pequeña nobleza", franjas insatisfechas, incapaces de acceder al poder económico y político a pesar de considerarse lo de más méritos. En base a este análisis considera que la ruptura nobleza/burguesía se da en 1788, al pretender la nobleza unos Estados Generales con la composición antigua. Tal cosa radicalizó a los sectores de las clases medias.

G. Chaussinand-Nogaret (La Noblesse au XVIIIe. siècle. De la féodalité aux lumières. Paris, 1976).) pone de relieve que los Cahiers de la Nobleza sí eran liberales, progresistas, defensores de un Estado representativo... Y así refuerza su tesis de la unión de burguesía y nobleza en el sector social de los "notables". Y puede concluirse que esos "notables" son los ilustrados.

Es curiosa la tesis de Godechot (Francia y la Revolución Atlántica del Siclo XVIII, 1770-1799), que viendo en el siglo XVIII diversas manifestaciones insurreccionales (Ginebra, americanas, Países Bajos, Francia) y pacíficas (Gran Bretaña), e incluso movimientos en ese sentido en Rusia e Irlanda, habla de una "Revolución Atlántica". La consecuencia es importante: si es así, los filósofos no son protagonistas, sino accidentes. No obstante, Godechot, como buen francés, no puede dejar de destacar la huella de los filósofos, aunque a diversos niveles: la teoría del pacto, división de poderes y aristocratismo en Locke y Montesquieu; la monarquía ilustrada, reformista, en Voltaire y Fisiócratas; el igualitarismo y ascetismo en Morelly, Rousseau. O sea, de la Ilustración derivaba todo; lo diverso y opuesta se fundía en la Revolución.

También J.L. Talmon (Rise of Totalitarism Democracy, Boston, 1952) ve en las luces el origen de lo diverso, en concreto, de las democracias liberal y totalitaria. Ambas nacen juntas y coexisten. La "liberal" entiende la política como ensayo y error, consensos, equilibrios; la "totalitaria" la entiende como instalación de la verdad, de la moralidad, con espíritu mesiánico. La "liberal" escinde la política de la economía, la ética, la religión...; la "totalitaria" subsume éstas en aquélla. En fin, la primera expresa escepticismo; la segunda dogmatismo.

Las dos derivan de las luces, dice Talmon. Y nos parece una idea fecunda, que él no concreta por falta de conocimientos directos. Pues cuando pone en la línea de la democracia totalitaria a Morelly, Mably, Condorcet, Helvétius, D’Holbach, Rousseau... Robespierre, Babeuf, se ha limitado a alinear a los más radicales en filosofía (materialismo) y política (igualitarismo).

Decimos que nos parece importante esta tesis, pues la Ilustración es tanto crítica de los existente (Antiguo Régimen) como de lo eterno (naturaleza humana). La Revolución olvidó esta última: por eso fue una Revolución, y no mera Reforma, pero también por eso fue abstracta, dogmática y, en ese sentido, "totalitaria". Por eso la Revolución pensaba más en la "vida buena" (justicia, libertad, igualdad) que en la "buena vida". La Revolución fue utópica porque se liberó de la ilustración, que bloqueaba el deseo mesiánico que el siglo XVIII puso en la sociedad justa: "igualdad ante la ley". En suma, la Ilustración perseguía "desarrollar el espíritu", o sea, enseñaba a dudar; la Revolución aspiraba a "guiar los espíritu", o sea, forzaba a creer.


3. Ilustración y Revolución.

Pasemos a la reformulación de nuestras tesis con el fondo de ese debate historiográfico. Acabamos de ver que la interpretación dominante de la Revolución, la "francesa", se apoya en cuatro tesis:

T1. Que la Revolución es la liquidación del feudalismo y la instauración definitiva del capitalismo.

T2. Que la burguesía fue el agente histórico de la Revolución.

T3. Que la Ilustración fue la ideología burguesa revolucionaria.

T4. Que el contenido principal de la revolución fue la conquista de la igualdad civil.

Parece obvio que en las dos primeras tesis de nuestra propuesta (que habíamos llamado Ta y Tb) tienen serias implicaciones las tesis básicas de dicha "interpretación dominante", la historiografía francesa. Se trata ahora de ver en qué sentido –si fuere necesario– debemos determinarlas y precisarlas, a partir de los elementos teóricos surgidos en el debate historiográfico que acabamos de describir, de modo que, por un lado, se ajusten dialécticamente la "filosofía de la historia" y las descripciones empíricas; y, por otro, que también se ajusten ambas de modo que tenga cabida el "hecho filosófico", es decir, que concuerden con los textos de los ilustrados, de los que se habla hasta la saciedad sin dejar que ellos hablen.

Nuestras tesis Ta (“La Ilustración no fue revolucionaria”) y Tb (“Los revolucionarios no fueron ilustrados”) implica de forma inmediata, en confrontación con el horizonte de la interpretación “francesa”, la siguiente alternativa: o bien la Ilustración no era burguesa (en contra de la T3 de esa línea historiográfica), o bien la burguesía no fue la clase revolucionaria que se dice (en contra de su T2).

Como puede apreciarse, la confrontación es neta, frontal. Aunque, claro está, se pueden introducir matizaciones semánticas en los conceptos “burguesía”, “ilustración”, “capitalismo”..., que permitan matizar las contraposiciones y buscar un ajuste reflexivo entre ambas series.

Por tanto, una redefinición de los términos, una mayor precisión y diferenciación conceptual, nos ayudaría a comprender mejor el alcance de nuestras tesis. De todas formas, estos refinamientos conceptuales no deben llevar a hacernos trampas a nosotros mismos. Las diferencias y contradicciones, si existen, no deberían diluirse falazmente, no deberían enmascararse. Aunque, como digo, pueden matizarse por redefinición de los conceptos. Veamos algunos.

A). Podríamos cuestionar la identidad habitual entre “sociedad capitalista” y “sociedad burguesa”. En rigor, la historia no nos deja ver con tanta claridad como los historiadores la necesidad del vínculo entre producción capitalista y poder político de la burguesía. Por ejemplo, Lefebvre identificaba la "burguesía" con la clase dirigente en la instauración del capitalismo, poseedora de los medios de producción, etc... Si es así, Cobban puede legítimamente argumentar contrafácticamente que la "burguesía" no se lanzó a la Revolución, mostrando que la "burguesía" revolucionaria la constituían los estratos de rentistas, terratenientes, oficiales, etc. El problema surge de un supuesto compartido, el de pensar la identidad entre "burguesía" y "capitalista". En el fondo son conceptos que provienen de caracterizaciones distintas: el primero “burguesía”, designa un modo de vida urbano, frente a la corte y al campo; el segundo, denota una función social en la producción. La doble función que pone la identidad sociológica no debería ocultar la diferencia semántica profunda, so pena de llevarnos a confusiones. Buena parte de los capitalistas proceden de la burguesía, sin duda, pero algunos también de la aristocracia; y los burgueses vivieron en y del Antiguo Régimen, contra el que se rebelarían. La insuficiencia en la caracterización, en la diferenciación conceptual de ambos términos, fomentada en el seno del marxismo, está en la base de la confusión, y de la incomprensión, del problema. Aún hoy pesa sobre nosotros esa ambigüedad, y confundimos frecuentemente los modos de vida “burgués" y “capitalista”, atribuyéndoles el mismo sujeto. Identificamos precipitada y confusamente "capitalismo" y “burguesía”, a pesar de que incluso pueden entrar en contradicción.

Conforme a este enfoque que acabamos de insinuar, podríamos decir, por ejemplo, que la T2 de la "línea francesa" debería entenderse, a la luz de los nuevos estudios empíricos, así:

T2.1. La burguesía villana y el campesinado fueron los agentes revolucionarios. T2.2. La burguesía capitalista e ilustrada no fue revolucionaria.

No creemos que ello nos lleve a negar T1, es decir, el carácter capitalista de la Revolución (tesis de Cobban, Taylor), quienes argumentan que la economía funcionaba bastante bien en el Antiguo Régimen, que éste propició la centralización y la destrucción creciente de privilegios feudales, que la burguesía ya dirigía el país, que el feudalismo estaba liquidado, que la burguesía, además, tenía fácil acceso a los privilegios y al ennoblecimiento, que por ello fue la nobleza, y especialmente la nobleza "feudal", la que desenterró el hacha de guerra... Y llega a decir que la Revolución se hizo contra el capitalismo. Nosotros no queremos llegar ahí. No hay por qué reducir el "capitalismo" a una pura relación social de propiedad, ni tampoco a la mera forma económica de producción de plusvalía. O, si se prefiere este purismo, no hay por qué confundir "modo de producción capitalista" con "sociedad capitalista". O sea, la Revolución no instaura el "capitalismo", que ya existía antes; pero abre paso a la organización burguesa (Estado burgués) del capitalismo.

Esta idea no debería parecer extravagante. Es un simplismo pensar que la producción capitalista es indisoluble de una forma específica de organización política. Lefebvre y Cobban caen en el mismo prejuicio. Es obvio que el mecanismo de producción y distribución de la plusvalía, que a su vez admite variedades, es compatible con diversas formas de Estado, del bonapartismo al liberal, del fascismo a la socialdemocracia, del presidencialismo a las democracias. El prejuicio se apoya en un error: establecer una indisoluble vinculación entre capitalismo-burguesía-democracia. Así, la apuesta de los ilustrados por el capitalismo (que, por otro lado, no fue unánime) no conlleva su posición burguesa.

B) Podríamos también revisar el uso que hacemos de los términos “función y conciencia revolucionaria”. Podríamos tal vez recurrir a una precisión fecunda, a saber, la distinción entre "objetivo" y "subjetivo" de gusto marxista; y defender que subjetivamente la Ilustración no era "burguesa", que su defensa del progreso del espíritu tenía connotaciones aristocratizantes, poco igualitarias, e incluso escasamente moralista, en contra de la ideología burguesa de la igualdad civil, de la moral del trabajo, del ascetismo y del ahorro; que la Ilustración no se identificaba con la moralidad abstracta kantiana o rousseauniana, ni con el justicialismo legalista de los jacobinos... Y que, a pesar de todo ello, la ilustración fue objetivamente revolucionaria, que su función se decantó del lado de la burguesía. Es el argumento de la línea Lefebvre ante los estudios empíricos de la línea Cobban-Taylor.

Ahora bien, esta distinción es fecunda si se saca del contexto teleológico-mesiánico del esquema de Lefebvre. Es decir, la ilustración no es objetivamente revolucionaria por su "acción" sin conciencia de sí, de modo que estuviera sirviendo, bajo la "astucia de la razón", a un fin que no era suyo, sino ella del fin. Pero puede considerarse objetivamente revolucionaria en tanto que la Ilustración tiene un doble programa: crítica de lo existente, las limitaciones del Antiguo Régimen a la libertad, felicidad y desarrollo de la razón, y crítica de lo eterno, de la "naturaleza humana", de la "razón humana", de todo absoluto. De la primera, como alternativa, se derivaba una función revolucionaria: contenidos que recogieron durante la Revolución, dirigidos a racionalizar el orden social; de la segunda, como alternativa, la Revolución no supo coger nada: se trataba de racionalizar el carácter, la actitud, la conciencia de sí.

Por tanto, fue en cuanto a la primera función que la Ilustración resultó objetivamente revolucionaria. Lo que ocurre es que esa función ni es genuina, ni es común a los ilustrados; en cambio la otra, la depuración del espíritu de su deseo de absoluto, de su amor a Dios, de su ansia de creer, de su necesidad de consolación... no dejó huella alguna en la Revolución. Más aún, ¿no es la esencia de la Revolución radicalmente antiilustrada?

En cualquier caso, recurriendo a los contenidos y a la "función objetiva" podemos llegar a pensar que así se salva el papel de la Ilustración en la configuración de la conciencia, y aún de la sociedad, posterior a la revolución, se resalta su papel histórico, pero no se infiere su papel revolucionario. Porque, dicho en otras palabras, podría pensarse un orden social capitalista-burgués-moderno... sin la convulsión revolucionaria. (Ejemplo: Gran Bretaña).

C). También podríamos, sin remilgos, adentrarnos en los conceptos de “clase burguesa” y “clase capitalista”, y cuestionar su identidad tautológica. Efectivamente, en esta perspectiva podríamos encontrar una alternativa fecunda y atractiva, si llegamos al fondo, es decir, a los conceptos mismos de "burguesía" y "capitalismo". Nos llevaría a distinguir "capitalismo" y "burguesía", a reflexionar sobre la relación compleja de ambos, sobre la complejidad interna de cada uno... Podríamos, incluso, llegar a pensar que el resultado de la Revolución fue un orden social que combinaba la producción capitalista con la ideología burguesa. La "victoria del Terciario" fue eminentemente jurídica (la Revolución lo fue esencialmente): su moral y su ley pasarían a gobernar el Estado. No obstante, el poder económico siguió en manos de los "notables", es decir, la "alta burguesía" y la "nobleza" en tanto que propietarias de la tierra, del capital financiero y, enseguida, del comercio y la industria.

Podemos incluso pensar que tal combinación no ha conseguido nunca la homogeneidad de las clases del bloque dominante: la distinción entre "alta", "media" y "pequeña" burguesía; la distinción entre "gran capital" y "clases medias", etc. expresa esa constante diferencia. E incluso es fácil constatar que la clases capitalista ha mantenido su aristocratismo, su visión estética del mundo, su relajación moral, su escepticismo, e incluso su cinismo, dejando para la burguesía el aparato jurídico-administrativo, el pedagógico, y los valores tradicionales de patriotismo, nacionalismo, legalismo, justicialismo...

Y así podríamos ampliar la reconsideración de conceptos –y no estarcía mal hacerlo, aunque solo fuera pasa escapar al despotismo de la inercia de los léxicos. En esta perspectiva, sin duda quedaría afectada la interpretación dominante. Nosotros podríamos reformular ligeramente nuestra tesis de la siguiente manera: la Ilustración no fue revolucionaria, la filosofía ilustrada no fue la ideología de la clase o fracción de clase burguesa que llevó a cabo la revolución; pero la interpretación dominante de la revolución burguesa quedaría bastante afectada en sus principios.

Queda afectada la T1, pues aun aceptando que la Revolución supone la liquidación jurídica del Antiguo Régimen, se distingue a éste del orden feudal, incluso se le concede el mérito de haber fortalecido el desarrollo del capitalismo y un aparato de estado centralizado favorable a dicho modo de producción. En todo caso, aunque de la oposición de la burguesía al Antiguo Régimen –viendo en éste el origen del capitalismo- no implique cuestionar la hermandad entre Revolución burguesa y capitalismo, al menos diluye la necesidad lógica den pensarla como efecto necesario de su desarrollo.

Queda matizada la T2, pues se revisa el concepto de "burguesía" por la forma de conciencia y la función socioeconómica, no únicamente por la propiedad. La burguesía así entendida sería "revolucionaria", junto al campesinado; los grandes propietarios, nobles, ennoblecidos o aún plebeyos, fuera cual fuera su actitud subjetiva, no fueron como clase revolucionarios, pues no necesitaban la Revolución para su hegemonía y su reproducción.

La T3, lógicamente, queda muy afectada. Como es nuestro objeto inmediato, no vale la pena incidir aquí en ello. En cambio, la T4 queda indemne, e incluso reforzada, pues como veremos el "espíritu ilustrado" no era unánime ni fervorosamente partidario de la "igualdad jurídico-política" de los súbditos (que no ciudadanos).

En conclusión, nuestra tesis según la cual la Ilustración no fue revolucionaria y la filosofía ilustrada no fue la ideología de la clase o fracción de clase burguesa que llevó a cabo la revolución cabe dentro de la interpretación Matheiz-Lefebvre-Seboul, sin duda la más ambiciosa y fecunda, debidamente reformada y contextualizada, con la ventaja de que permite asimilar los contenidos críticos de la tesis Cobban-Taylor. Para ello basta con flexibilizar e historizar las categoría de su hermenéutica. Así, se matiza la idea de la revolución como paso del feudalismo al capitalismo, en el sentido siguiente: la Revolución supone la liquidación jurídica del Antiguo Régimen, se distingue a éste del orden feudal, incluso se le concede el mérito de haber fortalecido el desarrollo del capitalismo y un aparato de estado centralizado favorable a dicho modo de producción. Sin llegar a aceptar que fue una Revolución contra el capitalismo, no se la piensa como efecto necesario de su desarrollo.

Se matiza la idea de la burguesía como sujeto revolucionario al precisar el concepto de "burguesía" por la forma de conciencia y la función socioeconómica, no básicamente por la propiedad. La burguesía así entendida sería "revolucionaria", junto al campesinado; los grandes propietarios, nobles, ennoblecidos o aún plebeyos, fuera cual fuera su actitud subjetiva, no fueron como clase revolucionarios, pues no necesitaban la Revolución para su hegemonía y su reproducción.

En fin, la tesis de los filósofos ilustrados como ideólogos de la burguesía es la que exige mayor corrección. La caracterización del contenido de la Revolución por los "derechos civiles", aunque en el fondo refuerza nuestra tesis, pues el "espíritu ilustrado" no era unánime ni fervorosamente partidario de la "igualdad jurídico-política" de los súbditos, también debería corregirse mediante un análisis serio de los textos.


4. Ser y pertenencia.

Para entendernos: la Ilustración expresa aún el dualismo, si bien con la razón en el puesto de mando, aceptando la existencia de la pasión, e incluso reconociendo su cualidad. Con la Ilustración la pasión deviene útil, e incluso noble. Se defiende su vida..., siempre que sea una vida razonable, es decir, según el orden de la razón, según su cálculo. O sea, se acepta la pasión negándola en su esencia: privándola de su insubordinación, de su irracionalidad, de su potencia destructiva. Se la acepta si pacta: o sea, sometida a un contrato, subordinada, controlada. De ahí que quienes enaltecen la pasión (Voltaire, Helvétius, Diderot...) son todos ellos exquisitamente refinados, sofisticados, ceremoniosos.

Frente a la pasión racional de la Ilustración, la Revolución expresa la razón apasionada, es decir, la razón alienada en la fuerza, la violencia, el deseo. Sin duda alguna así se sirve a sí misma, pues al final el resultado será un "progreso objetivo de la razón" (la Revolución supuso un punto de no retorno, conquistas ya irrevocables); pero se sirve negándose, subvirtiendo su orden. Como sospechaba Hegel: con sangre.

Podemos verlo aún más claro. El "déspota ilustrado" expresa la pasión racional. Es la fuerza, el poder, al servicio de un orden de justicia y humanidad. Es la imagen del bien: el poder absoluto coronado por la filosofía. El temor al vulgo, a la masa, es el temor a la pasión pura y desnuda.

El filósofo ilustrado juega, en el fondo, con la autoconciencia. Esta le permite un fuerte distanciamiento de las otras dos instancias: Pasión (juego del deseo) y Razón (dominio del cálculo). Esa conciencia de sí distanciada le permite controlar la batalla del espíritu (como decía Hume, entre el deseo y la razón, o entre la razón escéptica y la dogmática, entre el deseo de creer y el de saber...). Y con ese distanciamiento puede definir límites, controlar, equilibrar...

Recordemos a Hume, ofreciéndonos el paisaje filosófico como una lucha de dos contendientes dialécticamente unidos y condenados a vivir o morir con el adversario: la Razón dogmática y la Razón escéptica, la afirmación y la negación, y concluyendo que la filosofía no es el lugar apropiado para decidir en las cuestiones de la vida. Recordemos a Diderot reduciendo la verdad a hipótesis, a conjetura, y por tanto llamando a la búsqueda del orden y la justicia social como equilibrio, sin caer en la tentación del dogma.

El ideólogo revolucionario carece de esa conciencia de sí distanciada y autónoma, confundiéndose con la razón. En él triunfa la fe, el dogmatismo. En su borrachera, pretende someterlo todo a la ley. Pero en ese absoluto deseo de racionalidad se expresa el dominio del deseo. Porque en él la razón es orden definido y eterno: no cálculo. Simplemente, ha reconvertido las pasiones naturales en una pasión sublimada.

Saint Just y Robespierre son capaces de morir por la idea, más aún, lo consideran un deber y un honor; los ilustrados sabían que no hay ninguna idea por la que valga la pena morir, que las ideas están hechas para vivir, no para morir, que se las honra viviendo por ellas, no muriendo por ellas.

Saint Just y Robespierre, y Babeuf y Marat... Son reformadores, aspirando a legislar lo cotidiano, hasta el amor. Los ilustrados únicamente son educadores del género humano: trabajaban más para la Humanidad que para la República, para la "cosmópolis" que para la "polis". Los revolucionarios son inquisidores de la conciencia; los ilustrados aceptan la necesidad de la máscara, de los dos lenguajes (de la alcoba y de la corte), el ceremonial...

Los revolucionarios no conocían a Kant, pero sus ideas políticas eran muy semejantes. No en vano Kant reconoce al respecto su deuda con Rousseau. En definitiva Kant sienta las bases de la política fundada en el Derecho: el juridicismo será una constante de los revolucionarios. Derecho es para Kant "El conjunto de condiciones por las cuales el libre arbitrio de uno puede concordarse con el de los demás según una ley general de libertad". Esa definición coincide con la Declaración de Derechos de 1789.

Por derechos de los hombres establece: libertad, igualdad (como sujeto ante una misma Ley Moral), ciudadanía (excluidos obreros y domésticos). Más aún, el orden político como defensa no de la utilidad, sino de esos derechos; gobierno republicano, sistema representativo, separación de poderes...; admisión, si cabe, de una monarquía constitucional censitaria... Todo ello está muy cerca de los revolucionarios.

Es, pues, cierto, que el programa ilustrado no es el que inspira la Revolución. Podíamos preguntar nos más: ¿es una Revolución sin filósofos? Desde luego las deserciones comenzaron con ella misma, y se acentuaron a medida que se hacía una Revolución revolucionaria. Fichte se distanciaba, como luego Hegel de Napoleón (y conviene señalar que Napoleón no es el fin de la Revolución, sino la metamorfosis necesaria de ésta): los jóvenes románticos que plantaron el árbol de la libertad, pronto creyeron que en la Revolución no había la libertad que buscaban. La Revolución portaba otra "libertad", muy distinta a la "ilustrada". A Voltaire no le preocupa nada la libertad política: le preocupa la libertad de pensamiento, de creencia.... ¿Acaso habla del Parlamente inglés? A los fisiócratas les interesa la libertad de mercado, el laissez faire. Además, todos ven la solución de los males en la "educación", entendida ésta como reforma de las costumbres a través de las leyes. Como decía Quesnay, el despotismo es imposible en un país culto.

En cuestión social: los ilustrados (algunos) son "comunistas"; los revolucionarios son "igualitaristas. En religión: los ilustrados son ateos; los revolucionarios son "anticlericalistas". Los ilustrados reivindican fundamentalmente derechos naturales del individuo (vía Locke); los revolucionarios más bien los de la "nación". La libertad pedida por los ilustrados es de pensamiento y de actuación social; los revolucionarios piden la libertad política. Derechos políticos: los ilustrados siguen la división de poderes de Montesquieu; los revolucionarios no la respetan.

Tocqueville señala que Francia era el pueblo más avanzado en el tema de las libertades, en el reparto de la propiedad, en el acceso de las clases medias a la administración, en el aislamiento de la aristocracia.... Francia era la más "absolutista", y era el absolutismo el que creó las condiciones de la Revolución.

No, no son revolucionarios los ilustrados, ni ilustrados los revolucionarios. Pero como las tesis sobre cuestiones sociopolíticas son siempre problemáticas, ayudemos a problematizar las nuestras. Y lo haremos, ahora, enfatizando que, entre las múltiples diferencias, resalta una identidad: la idea de que la perfección del hombre pasa por la construcción de su individualidad, es decir, que su ser no le viene de su pertenencia a una totalidad (a una clase, a un pueblo, una cultura, una genealogía, una “casa”…) sino de su radical individualidad, de su independencia o, al menos, de su autonomía.

Perder su condición de pertenencia. Tal vez sea éste el lugar de la identidad, el verdadero fondo común de ilustrados y revolucionarios, y el que intuían sus enemigos comunes, aunque luego no acertaran a caracterizarlo. Los que se oponen a Napoleón son los románticos, los nacionalistas, los castizos y costumbristas, es decir, todos unidos en el mismo frente: lo que son los hombres les viene del orden al que pertenecen. Es Condorcet quien, antes que francés, se considera "ciudadano del mundo". La ilustración, como la Revolución, deja al hombre sólo, en la terrible soledad de tener que establecer por sí mismo las reglas de pensar, de actuar, de vivir; el método y la ley; los valores y los criterios. Vivir sólo como sujeto de derechos y de razón, sin el cobijo cálido del estamento, la casta o la sangre...

Lo del paso del "mundo cerrado" al "universo infinito" de Koyré tiene aquí su transposición, en el campo de lo político-social. El ilustrado sabía que, religión por religión, cuanto más abstracta mejor. Los dioses, cuanto menos y más alejados mejor. Uno y abstracto: el del deísmo. Y a veces ni eso.

También en el estado valía esta regla: cuantos menos poderes y más abstractos mejor. Nada de "divisiones", nada de "cuerpos intermedios", nada de localismos ni "patrias chicas". Los dioses, como todos los amos, alejados e impersonales: que se cobren su tributo, pero que no nos compren el alma; que nos dominen, pero sin conseguir que les amemos. Y estas ideas ilustradas estaban en el fondo el ideal revolucionario. Aunque ilustrados y revolucionarios guardaran enormes distancias.


5. Reflexiones finales.

Vamos a acabar con algunas reflexiones que resuman la diferencia y la identidad de Revolución e Ilustración.

Fueron muchas las voces que se alzaron contra la Revolución. Puede decirse que provocó a la Filosofía Política, que forzó al pensamiento a poner lo social y político en su punto de mira. Aunque fuera una "Revolución sin filósofos", provocó la irrupción de lo político en la filosofía.

Dejaremos de lado la reacción romántica tanto francesa (Chateaubriand: Essai historique, politique et moral sur les révolutions (1797) y Le Génie du christianisme (1802)) como alemana. Fichte había escrito (1793) dos opúsculos para defender los actos de la Convención, (que el mismo Hegel recibió como el momento en que por primera vez el hombre había llegado a reconocer que el pensamiento debía regir la realidad..., como la reconciliación de la razón con lo real, de lo divino con el mundo). Pero desde 1795 comienza la retirada. En 1793 (Contribución a la rectificación de los juicios del público sobre la Revolución Francesa) Fichte sale en defensa de la idea revolucionaria, oponiéndose a una monarquía absoluta que necesariamente aspira a una monarquía universal. En el Estado comercial cerrado se opone a la anarquía del liberalismo y opta por un socialismo de Estado: corresponde al Estado la realización de la libertad y la igualdad. En los Discursos se sitúa en una reivindicación mística del "yo metafísico" de los alemanes contra el "yo histórico" de los franceses.

Dejaremos de lado la reacción espiritualista de autores como De Bonald (Théorie du pouvoir politique et religieux dans la société civile, 1796); De Maistre (Considérations sur la France, 1796) o Rivarol ((De l'Homme intellectuel et moral, 1797). Éste comenzó siendo un duro crítico del Antiguo Régimen, seguidor de Rousseau, pero no tardaría en revolverse contra la Revolución: "Los verdaderos representantes de una nación no son quienes realizan su voluntad del momento, sino los que interpretan y siguen su voluntad eterna; esa voluntad que no difiere nunca de su gloria y su felicidad"

Joseph de Maistre, en el citado libro Considérations sur la France (1796) nos dice: La philosophie moderne est tout à la fois trop matérielle et trop présomptueuse pour apercevoir les véritables ressorts du monde politique. Une de ses folies est de croire qu'une assemblée peut constituer une nation, qu'une constitution, c'est-à-dire l'ensemble des lois fondamentales qui conviennent à une nation, et qui doivent lui donner telle ou telle forme de gouvernement, est un ouvrage comme un autre, qui n'exige que de l'esprit, des connaissances et de l'exercice ; qu'on peut apprendre son métier de constituant, et que des hommes, le jour qu'ils y pensent, peuvent dire à d'autres hommes : Faites-nous un gouvernement, comme on dit à un ouvrier : Faites-nous une pompe à feu ou un métier à bas. Cependant il est une vérité aussi certaine, dans son genre, qu'une proposition de mathématiques ; c'est que nulle grande institution ne résulte d'une délibération, et que les ouvrages humains sont fragiles en proportion du nombre d'hommes qui s'en mêlent, et de l'appareil de science et de raisonnement qu'on emploie à priori. Une constitution écrite telle que celle qui régit aujourd'hui les Français, n'est qu'un automate, qui ne possède que les formes extérieures de la vie. L'homme, par ses propres forces est tout au plus un Vaucanson ; pour être Prométhée, il faut monter au ciel ; car le législateur ne peut se faire obéir ni par la force, ni par le raisonnement (Rousseau, Contrat social, liv. II, chap VII. Il faut veiller cet homme sans relâche, et le surprendre lorsqu'il laisse échapper la vérité par distraction)» [4] .

En la misma dirección apunta todo el pensamiento más conservador; citemos de pasada la reacción de los llamados ideólogos, como Tracy (Suvenir d'égotisme) o Volnney (Les Ruines y la Loy naturelle). Pero nos vamos a centrar únicamente en Burke (1729-1797), un pensador conservador, pero de talante liberal. En cualquier caso, un pensador que puso sobre el tapete una crítica fundamental al espíritu de la Revolución. Y lo vamos a hacer aludiendo a una controversia que mantuvo con Paine.

Sus Reflexiones sobre la revolución francesa pueden verse como simple reacción y odio hacia los revolucionarios, o como planteamiento tosco de una tesis muy sutil. Desde luego él afirma que la razón y la teoría no son fecundas para la vida de las sociedades, que las constituciones no se "hacen", sólo "crecen"... Se posiciona contra el legalismo, contra el derecho abstracto que postula cambiar radicalmente el orden legal, a favor del derecho de las generaciones al patrimonio histórico. Subordina el imprevisible derecho a autogobernarse al derecho inalienable y sabio a ser bien gobernado. Y lo argumenta con fuerza y convicción. Por ejemplo, cuando señala que el hombre, si bien es amo de sí mismo, no puede decidir el destino de los hombres del futuro. O que la libertad abstracta, sin determinación, es imprecisa y perversa.

Burke afronta el debate en un marco político, y se sitúa en la cota más alta de la reivindicación política: el derecho de los hombres a decidir libremente y según su interés el orden político por el que quiere gobernarse y el aparato institucional que quiere usar. Pero se plantea la cuestión a nivel filosófico: como actitud del hombre ante la historia, ante la vida, ante la Humanidad. Así, en nombre de la experiencia, del saber y de los derechos de las futuras generaciones, cuestiona el derecho del hombre a decidir por sí mismo, sin limitación ni determinación alguna. Y así pone en cuestión algunos derechos sagrados para los revolucionarios, como el de escoger a los propios gobernante, el de despedirlos si obran desacertadamente y, sobre todo, el derecho a al autogobierno.

Paine, que afirma con fuerza "yo lucho por el derecho de los vivos", deja bien clara la cuestión: Burke defiende los derechos de los muertos y de los no nacidos. Por encima de las argucias ideológicas, este es el gran problema del debate: ¿Tienen los hombres de una generación, de un momento histórico, derecho a negar el pasado e hipotecar el futuro?

Creo que es el gran tema de la Revolución. Hoy deberíamos ser más sensible a él que en otras épocas: hoy se habla, desde posiciones progresistas, de la responsabilidad que tenemos ante el futuro en la conservación-trasformación del planeta (la primera naturaleza). Burke, es cierto, hablaba más bien de la "segunda naturaleza": pero hoy también, con el renacimiento del nacionalismo, somos sensibles a esas cosas de la cultura nacional. Hoy, conquistados buena parte de los derechos que formularon, estamos en condiciones de hacer un juicio más reflexivo.

Aunque románticos y espiritualistas identificaran en la "Razón abstracta" a ilustrados y revolucionarios, la diferencia es clara. Los ilustrados conceden una gran importancia al hábito (Hume, Diderot) como elemento fundamental de la naturaleza humana. Ahora bien, el hábito es para el ilustrado distinto de la "tradición". Esta es "razón cosificada"; aquél, "naturaleza razonable". O, si se prefiere, "segunda naturaleza", síntesis dialéctica de "naturaleza" y "razón", en la que la naturaleza está determinada por la razón, pero con un dominio frágil, pues la misma razón asume el papel de autodestruirse penelopeanamente. Y el constante proceso de autodestrucción de la razón, o sea, de hegemonía de la razón negativa, del escepticismo, abre el único hueco posible de libertad de la naturaleza. Una libertad siempre dentro de los límites de la determinación racional no destruida, o sea, siempre como naturaleza razonable.

O sea, la ilustración no sometía la razón a la tradición (razón cosificada, prejuicio) pero le exigía autodestruirse, autocriticarse, negarse, relativizarse, historizarse... Y así habría un hueco profundo en sí misma, que pasaba a ser ocupado por la "naturaleza razonable" o "razón práctica", que identificaban al hábito. Recordemos que la escisión "razón teórica"/"razón práctica" es netamente ilustrada.


J.M.Bermudo (1989)




[1] Ver las obras de J. M. Roberts, "The Origins of a Mythology: Freemasons, protestants and the French Revolution", en Historical Research, 44 (1971): 78-97; The Mythology of the Secret Societies (1972); y de Bernard Fa, La Franc-Maçonnerie et la Révolution intellectuelle du XVIIIe. siècle. Paris, 1935.

[2] Una aclaración: por razones obvias del primer punto os haré un resumen esquelético, casi una mera insinuación; en el texto escrito que pondré a vuestra disposición encontraréis una extensa documentación historiográfica. Exponerla aquí, verbalmente, sería insufrible.

[3] Ver G. Richard, Noblesse d'affaires au XVIIIe. siècle. Paris, Armand Colin, 1974.

[4] Joseph de Maistre, Considérations sur la France. Paris, In Libro Veritas, 2011, Cap. VII, 53.