LECTURA DE EL CAPITAL
Libro I




LA PLUSVALÍA ABSOLUTA


Decía Marx que el mundo del mercado, la sociedad mercantil que configura y que venimos llamando la patria de las mercancías, es el paraíso, el “edén de los derechos del hombre y del ciudadano”. Sin duda nos aparece como un espacio luminoso y transparente, inexorablemente regido por esa bella ley del intercambio, universal e igualitaria, de la equivalencia de valor. Pero ya al final de la Sección anterior percibimos que ese espacio luminoso, al ser mirado atenta y críticamente, nos dejaba ver lo que con tanto celo oculta, a saber, que una de sus ciudadanas predilectas, la fuerza de trabajo, esa extraña entidad devenida mercancía por dominación, con naturaleza de reina y condición de sierva, se comportaba de manera sospechosa. Y de la mano de esa sospecha el club de los economistas había llevado a descubrir el secreto de la aparición del plusvalor en la circulación, que manifiestamente contravenía las reglas de Mercado, de ahí que se ocultara, que no se hiciera transparente a lo largo de la circulación.


1. La vida privada de la fuerza de trabajo.

Recordemos de la lectura anterior que todo sucedió por mediación de unos peculiares actores que, si bien aparecen con un comportamiento normal, como simples poseedores de dinero cuyo origen se ignora y se supone resultado de la previa venta de alguna mercancía; que si bien aparecen como legales compradores, enseguida comienzan a mostrar síntomas raros y a revelarse como extraños sujetos. Al observarlos se nota que no son meros productores de mercancías que las venden para obtener otras ajustadas a sus necesidades inmediatas, que sacan definitivamente del mercado para usarlas como medios de vida; tampoco son mercaderes convencionales, esas profundas y legendarias figuras protocapitalistas que compran y venden recorriendo mercados, sin salir de sus límites lejanos; figura que, actuando como actúa el dinero, del que son propietarios y al que ponen en escena para combinar mercancías lejanas, para agilizar el flujo de intercambio de mercancías, acaba llamando la atención de los economistas que, como sabemos, además de observadores son buenos controladores de los movimientos de Mercado. Son unos actores raros, como vimos en la sección anterior, que compran mercancías peculiares que ni revenden ni consumen, y aunque las sacan de la circulación, del mercado, no es para transformarlas en medios de vida, sino para usarlas en otras tareas, con otra función: las convierten mágicamente en medios de producción, nueva figura de las mercancías en su largo camino de metamorfosis.

Todo ocurre como si sacaran las mercancías del mercado para pasearlas por otros lugares, donde las someten a complejas operaciones, transformando su naturaleza y sus originarios valores de uso, y devolviéndolas por fin de nuevo a Mercado como si no hubiera pasado nada, como si no hubieran salido de sus parajes, como si acabaran de comprarlas y se dispusieran a venderlas.

Este viaje por la penumbra, en muchos aspectos nocturno y hasta clandestino, atrajo la atención de los economistas, una vez constatado que en ese tránsito por la ruta de las fábricas se producía nada más y nada menos que la génesis del plusvalor, que entraba a Mercado sin pasar por aduana, sin pagar peaje ni formalizar documentación alguna, con manifiesta voluntad de ocultación y clandestinidad. Marx también centrará aquí su mirada, para ver un poco más de lo que captaban los miembros del Club de Mr. Adam y Mr. Ricardo. Tata atención que dedicará dos secciones del Libro I al análisis del plusvalor: en la Sección tercera aborda la producción del plusvalor absoluto y en la Sección cuarta la del plusvalor relativo. Tenía Marx la impresión de que así se entraba en el sancta sanctorum del templo de Capital.

Para llegar al concepto hay que seguir siempre la genealogía, el rastro del objeto; en este caso, de la fuerza de trabajo, esa peculiar y única mercancía, no nos cansaremos de repetirlo, que encierra secretos y peculiaridades absolutamente transcendentales para la existencia humana; su movimiento encubre misterios que tal vez nunca llegaremos a conocer. De entrada, tiene la exquisita y generosa virtud de generar plusvalor, rasgo esencial que fundamenta nada menos que la posibilidad de progreso material de la humanidad, siempre unido a la reproducción ampliada que el plusvalor posibilita; pero que con ese regalo del progreso acompaña la posibilidad de la explotación, que en el capitalismo deviene necesaria. Y, por tanto, como fuente o condición de posibilidad del progreso y de la explotación, la fuerza de trabajo se instaura en el centro de referencia tanto de las relaciones sociales y de la conciencia humana, o sea, de la legitimidad ética y de la racionalidad del rechazo de este modo de producción. En segundo lugar, la fuerza de trabajo encierra otro secreto, derivado de esa peculiaridad ontológica ya comentada, también única en el reino de las mercancías, de no tener existencia propia y aislada, por ser inseparable del cuerpo que la produce y transporta, por no dejarse “enlatar” y vender suelta, dilatando su uso a discreción del comprador; al contrario, ha de ser entregada por su vendedor en el mismo lugar y momento donde se instala el proceso de producción, tal que por este simple hecho, porque su entrega se extiende exactamente en el tiempo de uso comprado por el nuevo propietario, y porque en esa entrega ha de estar siempre presente el cuerpo (y, por tanto, el alma, la vida), el intercambio irá siempre necesariamente acompañado por la servidumbre y la dominación, intrínsecos a la producción capitalista. Es decir, la entrega de la fuerza de trabajo ha de realizarse a domicilio y en tiempo real, poniendo el cuerpo durante la jornada de trabajo a disposición del capitalista, para que recoja lo que ha comprado y pagado: el uso de la fuerza de trabajo durante la jornada laboral.

Si el primer rasgo, la producción de plusvalor, fundaba la posibilidad de la explotación capitalista, este segundo rasgo funda la posibilidad de la dominación, tanto por la sumisión del cuerpo del trabajador durante la jornada cuanto por todos los mecanismos de sumisión y servidumbre que ese usufructo del cuerpo pone en escena. Y, a ambos, hay que añadir un tercer rasgo, de la fuerza de trabajo, que refuerza, diversifica y sofistica la dominación y, a su través, la explotación; un rasgo no menos relevante e intrínseco que los anteriores, que se origina en el hecho de que su potencia para crear plusvalor nos remite ni más ni menos que a su carácter de creadora de vida (vida biológica y vida cultural, humana, como veremos enseguida). Lo que nos lleva a comprender que lo que en realidad compra el capitalista son unas horas diarias de la vida del trabajador; del mismo modo que el salario es el valor de reproducción de su vida, y no sólo de la fuerza de trabajo (aunque no gastara ésta por no ir a trabajar necesitaría el salario o algo equivalente para seguir viviendo), así lo que gasta al objetivar, al entregar su fuerza de trabajo, como intercambio oculto, no fijado en el contrato, es su vida.

Esta identificación de la fuerza de trabajo con la vida, que traspasa los límites de la economía –de lo que puede ser pensado con las categorías de esta ciencia-, puede ayudarnos a intuir, pero sólo a intuir, en la fuerza de trabajo esa misteriosa cualidad divina de multiplicar los panes y los peces, es decir, de producir más valor del necesario para su reproducción. Y también puede ayudarnos a comprender cómo este tercer rasgo de la fuerza de trabajo abre la puerta a la inevitabilidad de la biopolítica en el capitalismo, entendida en el sentido riguroso de la necesidad de hacerse cargo de la vida del trabajador (aunque con frecuencia Mr. Prouvost se olvida de ello, Herr Kapital, que larga mirada, lo sabe y lo acaba imponiendo, haciendo de la necesidad virtud).

La biopolítica, la dominación y la explotación son tres relaciones inseparables y esenciales en el capitalismo, pero cada una tiene su estatus y su relevancia; la más universal es la segunda, la dominación, pues transciende el espacio económico y afecta a otras dimensiones de la vida social. En el capitalismo la esencial es la explotación, una relación también muy generalizada, pero que aquí toma su forma específica, la explotación del plusvalor, genuinamente capitalista, y que se apoya en las otras dos como instrumentos imprescindibles. Por tanto, la tarea que hemos de asumir a partir de ahora es la de describir y explicar los mecanismos de la explotación y su acompañamiento constante en dispositivos de reproducción, donde sobresalen las mil máscaras de la dominación y las sutiles técnicas de biopolítica. De este modo iremos haciendo transparente estos procesos en la producción y reproducción capitalistas.

Para ello, como dice Marx, hemos de abandonar el territorio en el que estábamos acampados, el espacio iluminado del mercado de mercancías, la bien definida plaza pública de la circulación mercantil, para desplazarnos y entrar en los dominios privados del capitalista, en su región propia y particular con reserva del derecho de admisión. Hemos de bajar a la oscuridad de los sótanos, a las fábricas, a las minas, a los subterráneos milagrosos donde se revaloriza el capital, para intentar descubrir qué pasa en los mismos, para ver con nuestros propios ojos el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, atentos siempre a comprobar el precio en vida (en sudor, en disciplina, en sangre) que esa valorización se cobra.

Con la Sección tercera empieza ese viaje a los infiernos (los lugares donde se oculta el pecado), dedicada al reino de la plusvalía. En ella Marx aborda el análisis de tres procesos relacionados con el valor, los tres igualmente necesarios, aunque no igualmente decisivos en la reproducción del capitalismo; tres procesos solapados, confundidos, sólo separables en la abstracción analítica. Se trata, por un lado, del proceso de trabajo, el más visible, el de rostro más empírico; y, por otro lado, dos procesos inmateriales, que parasitan el proceso de trabajo como condición de su existencia, el proceso de producción de valor y el proceso de valorización; dos procesos entre los que media una sutil diferencia, pero en ella está la gracia del capital. Los abordaremos sucesivamente.


2. El proceso de trabajo, cuerpo de la producción.

Comencemos por el proceso de trabajo. Ya hemos advertido que en la ontología de Marx no caben las esencias eternas e inmutables. Y esta tesis hay que pensarla radicalmente, es decir, no en el sentido habitual de “las cosas cambian”, sino en el más radical de “las cosas no permanecen”. O sea, no se trata de afirmar que los seres o cosas (sujetos-soportes) se adecúan a las circunstancias, se visten en las diversas ocasiones con diferentes ropajes, toman diferentes figuras en los diversos momentos y lugares del proceso productivo; se trata de afirmar que los seres o cosas (nombre de una colección de rostros) están constituidos por una sucesión de figuras, todas igualmente esenciales en su momento y función, sin que haya nada subyacente, ninguna sustancia que las sostenga. Dicho de otro modo: el ser de las cosas se crea y destruye en el proceso; si se prefiere, el ser de las cosas es su existir en el proceso. Frente a la tendencia a convertir la diferencia en ser, a cosificarla en individuo, Marx la historiza y dialectiza (si se me permite hablar así), sigue su movimiento, sus apariciones y ocultaciones, pensando lo real disuelto en la génesis a través de esas metamorfosis.

Un buen ejemplo es la distinción en la ciencia económica entre la producción y el consumo, dos procesos particulares que en el análisis se representan habitualmente como distintos, separados y aún contrapuestos, como si tuvieran distintos padres, y que Marx piensa como meros momentos o funciones de un proceso complejo que los engloba, radicalmente emparentados, impensables en su aislamiento. En rigor, nos dice, todo proceso de producción es un proceso de consumo, pues no hay producción de valor de uso que no consuma valor de uso, ni consumo de objetos que no produzca objetos de consumo. El proceso de producción consume materias primas, medios de producción, energía, fuerza de trabajo; y, de forma mediata o inmediata, produce nuevas materias primas, nuevos medios de producción y nueva fuerza de trabajo. Ambos forman parte de un proceso cerrado, sin salida, sin camino de libertad (si se concibe ésta como separación e independencia respectiva), retroalimentándose, automatizándose, sin otra finalidad general última que la de reproducirse (“perseverar en el ser”, diría Spinoza) cada uno enfrentado al otro y usándolo aunque sea como límite que lo determina.

Pues bien, el proceso de trabajo, aunque sea parte del proceso productivo, es también él mismo proceso de consumo: consumo de fuerza de trabajo. El capitalista compra esta mercancía precisamente para usarla, para consumirla, en su momento. El productor-propietario de la fuerza de trabajo, al venderla, permite que el capitalista que la ha comprado la consuma a su gusto, para sus objetivos; es lo acordado y no podría ser de otra manera. Pero el capitalista –y así entramos en las sombras del universo privilegiado de la producción-, a diferencia de lo que hace con otras mercancías, los medios de vida, que se los lleva a su casa privada para el consumo individual o “improductivo”, en este caso trata sus mercancías compradas de manera peculiar, como medios de producción, que lleva a su fábrica para consumirlas en el momento del trabajo. Y es allí, en la oscuridad de la fábrica, donde el ayer productor y propietario de su fuerza de trabajo, pasa de poseedor de la misma a mero trabajador, figura que expresa el momento en que entrega al capitalista la mercancía que le ha vendido y en las condiciones fijadas en la compra-venta.

Nótese que el trabajador ha vendido su fuerza de trabajo a la luz, en un contrato libre, entre iguales, cuando aún era su propietario; y que ha permanecido como poseedor material de la misma hasta el inevitable momento en que llega a la fábrica a hacer la entrega. Si al firmar el contrato pasó de propietario a mero poseedor efectivo de la misma, cuando cruza la puerta, inmediatamente, sin solución de continuidad, de poseedor pasa a trabajador asalariado. Desde una ontología esencialista podríamos decir que, en el fondo, sigue siendo el mismo hombre en dos momentos, en dos funciones de su vida. Tal vez sí, tal vez esa benévola representación alivie el corazón de su madre, su compañera, sus hijos o sus amigos; para ellos será el mismo, y así se esfuerzan en creerlo y se comprometen a tratarlo: desde su punto de vista ese cambio no es relevante, por encima de sus máscaras está el hombre. Pero el capitalista, que en este punto nunca lleva la contraria -por algo será- sonríe para sus adentros, sabe que no, que ayer era su igual en el mercado y hoy está a su disposición. Y me temo que para el propio trabajador tampoco, aunque para sobrevivir se esfuerce en pensar que el proceso es contingente, provisional y reversible; la realidad le recuerda a cada instante que desde el momento en que pisó la fábrica dejó fuera su esencia anterior para tomar otra, si así se puede llamar. En todo caso, el economista, que sabe mucho de realidades e ilusiones, reconoce la profundidad del cambio antropológico, que afecta a la esencia misma. No en vano allí, entre el humo y el ruido, aparecen nuevos entes, nuevas figuras, nuevos actores: el economista sanciona que los ayer “ciudadanos” libres habitantes del mercado ahora quedan adscritos y fijados en grupos bien definidos, patronos y obreros, dos categorías bien diferenciables, enfrentadas, irreconciliables; dos nuevas figuras del hombre, dos modos de ser. A partir de ahora ese ciudadano pasa a ser en la representación económica, en los gráficos y cuadros estadísticos, mera cantidad, unidad de un sumatorio, sin cualidad ni genealogía; incluso su profesión, que en cierto modo lleva consigo a la fábrica, sólo le sirve para determinar el lugar, el gráfico, el atributo de clasificación del sumatorio al que se agrega.

Veamos más de cerca estas metamorfosis. El capitalista ha comprado un valor de uso, la fuerza de trabajo, y en consecuencia la usa, la consume. El proceso de trabajo, de cesión efectiva de la fuerza de trabajo por su poseedor, respeta la ley del intercambio de mercancías, porque de hecho es un intercambio de mercancías (el salario, que en dinero es el precio de una mercancía, conceptualmente es también una figura de la mercancía). Hasta aquí todo parece claro: entrega la fuerza de trabajo a su comprador a cambio de su valor, como se ha acordado, y que recibe en dinero, bajo la figura de salario. Pero al entrar en esa relación deja de ser propietario, deja de ser “libre e igual” al capitalista; deja de ser en la fábrica lo que era en Mercado. En las sombras subterráneas de la fábrica es, ¡oh paradoja!, donde se iluminan las cosas, donde éstas revelan su verdad, donde se dejan ver desnudas, sin el enmascaramiento del neón. Con el proceso de trabajo capitalista llega la hora de la verdad del capital.

Ahora bien, el trabajo no comienza bajo la forma capitalista; el trabajo viene de lejos, es intrínseco al desarrollo del ser humano, medio de sobrevivencia de la especie; tiene su origen en la relación natural necesaria entre el ser humano y la naturaleza, en lo que llamamos “metabolismo natural”, y que nos representamos literariamente a partir de las imágenes de la vida natural de los indígenas que, sin trabajarla, en relación espontánea, viven como depredadores en la naturaleza que generosa les proporciona los medios de vida. El trabajo continúa esa relación espontánea sin solución de continuidad, como proceso que “media, regula y controla” su metabolismo con la naturaleza. De la relación espontánea se pasa a una nueva relación, la del trabajo, ordenada, programada, crecientemente sofisticada, pero con la misma finalidad: hacer posible y más fácil el metabolismo en condiciones difíciles. El trabajo es un enfrentamiento de fuerzas naturales, las del ser humano y las de la naturaleza exterior: pone en marcha su corporeidad (brazos y piernas, cabeza y mano, pensamiento y deseos) para apropiarse de la naturaleza, como nos dice Marx:

“Mediante este movimiento obra en la naturaleza externa a él y la altera, y así altera al mismo tiempo su propia naturaleza” [1].

A diferencia del metabolismo animal, que también es una relación con la naturaleza para su sobrevivencia, el trabajo en la especie humana comienza a ser propiamente “humano” cuando deja de ser un proceso instintivo y pasa a ser un proceso programado, previamente imaginado y pensado: cuando el producto final se construye anticipadamente, en idea, en la cabeza, antes de producirlo en la realidad:

“Al final del proceso de trabajo sale un resultado que ya estaba presente al principio del mismo en la representación del trabajador, o sea, idealmente. No es sólo que el trabajador obre una alteración de forma de la naturaleza; es que al mismo tiempo realiza en lo natural su finalidad, la cual es conocida por él, determina como ley su manera de hacer y subordina su voluntad. Y esta subordinación no es un acto suelto. Además de esfuerzo de los órganos que trabajan, la voluntad finalista que se manifiesta en forma de atención es necesaria durante toda la duración del trabajo, y tanto más cuanto menos el trabajo arrastre al trabajador por obra de su propio contenido y del modo de su ejecución, cuanto menos, por lo tanto, el trabajador lo goce como juego de sus propias fuerzas físicas y espirituales” [2].

La tierra antes de ser trabajada, como simple almacén natural que dota al hombre de víveres, de productos espontáneos, pero al fin medios de vida, es “el objeto general del trabajo humano”, el objeto a transformar en producto, en valor de uso. El objeto general se diferencia de la materia prima en que ésta es ya un producto, es naturaleza que ha sufrido una transformación, o sea, en la que hay ya trabajo coagulado. Por eso toda materia prima es objeto (particular) de trabajo, si bien no es así a la inversa. El medio de trabajo es un instrumento que el trabajador intercala entre él y el objeto de trabajo; pero esos medios de trabajo también son productos del trabajo, de procesos de trabajo anteriores; son trabajo acumulado:

“El trabajador utiliza las propiedades mecánicas, físicas, químicas de las cosas para hacerlas actuar sobre otras cosas como medios de poder y de acuerdo con sus fines” [3].

Los instrumentos se elaboran de acuerdo con sus finalidades, para sus objetivos, pero también de acuerdo con esas propiedades de la materia y la forma de los medios de trabajo. El hombre los usa a su manera, pero dentro de los límites físicos y funcionales del propio instrumento; o sea, en parte los domina y en parte es dominado por ellos, subordina su cuerpo a las determinaciones del instrumento, desarrolla sus miembros adecuándolos al mejor uso de los instrumentos; aunque se resista e intente transcenderlo -y a veces lo consiga-, actúa subsumido en el orden natural. Cuanto más complejo es el instrumento más exigencias impone para su uso; o sea, no hay tecnología inocente. Sin llegar a la máxima macluhaniana “el medio es el mensaje”, más razonable de lo que puede suponerse de entrada, es obvio que los medios de trabajo determinan la forma de usarlos, determinan la forma de trabajo (¿quién sabe si también los mismos fines del trabajo? [4]), lo cual determina al ser humano qua trabajador.

En todo caso, para lo que aquí y ahora nos interesa, lo relevante es subrayar que para Marx la mejor manera de caracterizar al hombre es pensarlo como el animal que fabrica sus propios medios de trabajo. Y esta tesis es esencial, pues implica que, como cada época tiene sus medios de trabajo, cada época tiene aquí, en ellos, su característica identificadora:

“Lo que distingue a las épocas económicas no es qué se produce, sino cómo, con qué medios de trabajos se produce” [5].

O sea, los medios de trabajo no sólo constituyen la medida más exacta del grado de desarrollo de una época, sino que al mismo tiempo son relevantes indicadores de las relaciones sociales en las que se trabaja y de las condiciones de vida en que se vive (se piensa, se siente, se espera, se sufre, se sueña, se imagina). Se convierten así en el significante por excelencia de la reflexión social histórica.

La relevancia de los medios de trabajo se agranda si tenemos en cuenta que no se reducen a los instrumentos técnicos materiales, sino que abarcan a “todas las condiciones objetivas exigidas para que ocurra el proceso” [6]. Es decir, desde instalaciones, carreteras, comunicaciones, hasta la ciencia, las metodologías de trabajo, incluso las “relaciones sociales de producción”. Hasta el mismo objeto de trabajo es, en sentido laxo, medio de trabajo. Pero, además, esta concepción de Marx abre una puerta nueva, que merece ser explorada: la de las tecnociencias. Fue Marx, y no Foucault, quien abrió el escenario teórico para pensar al ser humano como un lugar de producción, y por tanto un lugar del poder. Lo hizo con breves pinceladas, como ésta referida al efecto de los medios de trabajo en el hombre. Dado que la actividad del ser humano se realiza por mediación de los instrumentos fabricados para ello, éstos no sólo acaban disciplinando su cuerpo, sino su mente y su imaginación, su moral y sus deseos.

Como ya hemos dicho, todo esto deriva del carácter de esa peculiar y enigmática mercancía que es la fuerza de trabajo, no separable del cuerpo, que obliga a su poseedor, devenido trabajador, a ceder temporalmente su cuerpo (con el alma dentro) para que el comprador de la fuerza de trabajo pueda sacarla del mismo; sólo usándolo puede obtener la mercancía comprada, sólo usándolo bien (extensiva e intensivamente) puede el capitalista extraer la mayor cantidad de ella y, en consecuencia, de valor. Este uso del cuerpo, única forma de extraer su fuerza de trabajo, conlleva su control y disciplina, su socialización y especialización, pues el rendimiento óptimo exige no sólo fuerza e intensidad, no sólo adecuados movimientos y posiciones físicas, sino actitudes y comportamientos psicológicos y mentales favorable a la productividad, a la producción de valor. Basta pensar en el papel que puede jugar la buena disposición, la atención y el compromiso, la complicidad y entrega del trabajador, en la rentabilidad de la fuerza de trabajo, (vía apropiada de la plusvalía relativa, como veremos) para entender el interés objetivo del capitalista en esa disciplina del cuerpo, del alma y de la mente del trabajador. Sólo desde esta perspectiva se puede pensar que una sociedad como la capitalista, que tiene como único fin la valorización del capital, pueda –y necesite- preocuparse de la vida de los trabajadores (recordad el “hacer vivir” de Foucault), de su formación, salud y bienestar.

Sigamos. Del proceso de trabajo sale un producto, con un valor de uso, que puede ser usado en otro proceso productivo; pero en su producción se han consumido los valores de uso de los medios de producción puestos en acción. Visto globalmente, el proceso aparece continuo e indefinido: todo producto del trabajo es un medio de producción (materia prima, medio de trabajo o consumo individual -“consumo no productivo”- que, como veremos, es también productivo, pues produce fuerza de trabajo), cuyo valor de uso se usa en producir nuevos valores de uso, que sirven de medios para producir… O sea, todo producto presente con valor de uso es resultado de un proceso de trabajo y, a la vez, condición de existencia de nuevos procesos de trabajo y nuevos productos; y esto es así ineluctablemente: si un producto no fuera usado en otro proceso de trabajo, incluyendo el proceso de fabricación de fuerza de trabajo, dejaría de ser un valor de uso, dejaría de ser útil, y saldría de la circulación:

“El trabajo desgasta sus elementos materiales, sus objetos y sus medios, los devora y es, por lo tanto, también un proceso de consumo. Este consumo productivo se distingue del consumo individual por el hecho de que el último consume los productos en cuanto medios de vida del individuo vivo, mientras que el primero los consume como medios de vida del trabajo, de su fuerza de trabajo en obra. Por eso el producto del consumo individual es el consumidor mismo, mientras que el resultado del consumo productivo es un producto distinto del consumidor” [7].

El trabajo en general es eso, consumir productos del trabajo para producir medios de producción que produzcan otros nuevos, en un círculo infernal por imparable y absurdo por carecer de sentido transcendente, por ser ciego, ajeno al control de cualquier subjetividad. Como el propio metabolismo humano está encerrado en ese proceso, como un circuito particular del mismo, tal que el consumo acaba siendo producción de fuerza de trabajo para producir un salario con que conseguir los medios de consumo, de vida…, la propia vida del ser humano pierde cualquier otro sentido que no sea el de reproducir el proceso de producción. Es una actividad automática y ciega, que aparece como “finalista” en tanto que se presenta en la conciencia alienada como producción de valores de uso, como apropiación de la naturaleza para satisfacer necesidades humanas, como condición formal de intercambio material entre el hombre y la naturaleza, como eterna condición natural de la vida humana…; pero que, en rigor, es sólo un momento del proceso determinado por la totalidad del proceso, exigido por ésta sin más destino que el de su reproducción. El individuo lucha por sobrevivir, por reproducirse, pero en las condiciones de vida del capitalismo se sobrevive reproduciendo el capital, negándose como individualidad.

Visto así, al proceso de trabajo capitalista le es implícita la dominación. Creo que todo trabajo, en cualquiera de sus formas sociales imaginables, está ligado a la disciplina del cuerpo, pero en el caso del trabajo capitalista esa disciplina no obedece prima facie a una autodeterminación individual o colectiva del trabajador; por tanto, no está modulada ni cualitativa ni cuantitativamente por intereses y fines conscientes y comunitariamente asumidos. Al contrario, en el trabajo capitalista, en el trabajo asalariado, esa disciplina es de forma inmediata dominación exterior por el capitalista de acuerdo con su fin único de la valorización incesante; y de forma mediata dominación exterior del capitalista y del trabajador por la tendencia irrenunciable de la totalidad a su reproducción. En conclusión, el trabajo es dominación, ejercida a través de diversas formas de disciplina, enajenación y sumisión, exigida por los medios técnicos y gestionada por las tecnociencias sociales en un marcado interés de clase.


3. El proceso de valorización, alma de la producción capitalista.

Junto al proceso de trabajo, que produce objetos, mercancías, con valor de uso, y usando su cuerpo como medio, se dan otros dos procesos inseparables pero distinguibles en el análisis; me refiero, por un lado, a la producción de valor, y por otro a la valorización del capital, conceptos también distinguibles entre sí. Ya sabemos que en la producción mercantil el objetivo final no es producir valor de uso, sino valor; de modo semejante, en la producción capitalista el fin último no es producir valor (aunque sea un fin irrenunciable, pues es una producción mercantil), sino plusvalor, o sea, la valorización del valor invertido. Hemos de acostumbrarnos a estos conceptos: el capitalismo es productivo en tanto que produce valor. Aquí la “productividad” no se mide en relación al valor de uso social, ni siquiera al valor global social producido, sino a la valorización del valor con que se inicia un proceso. Intuitivamente se ve en las crisis económicas: en ellas la potencia productiva, la capacidad y efectividad de producir valor, está sana y pujante, poderosa, tan fuerte que resulta excesiva. Y es ahí, en ese exceso, donde hay que buscar el mal: el capitalista no logra realizar su producción de valor, no consigue vender su valor producido, y no puede revalorizarlo. El proceso deja de ser productivo: no porque carezca de potencia ni porque el valor de uso carezca de interés social. Por tanto, la producción de valor no implica la valorización; es un medio de ésta, pero no es una condición suficiente.


3.1. Vayamos por pasos y comencemos por el principio. Por supuesto, como el capitalismo no se apropia del plusvalor por la fuerza, sino por mediación de la mercancía, ha de producir necesariamente mercancías, es decir, valor de uso, como el sustrato material del valor; pero éste no es su objetivo final. Al capitalista le interesan dos cosas, dice Marx:

“En primer lugar, quiere producir un valor de uso que tenga valor de cambio, un artículo destinado a la venta. Una mercancía. Y, en segundo lugar, quiere producir una mercancía cuyo valor sea superior a la suma de los valores de las mercancías requeridas para su producción, los medios de producción y la fuerza de trabajo por los cuales anticipó en el mercado su buen dinero” [8].

Todo gira en torno a un hecho ya conocido: la explotación capitalista se realiza mediante la producción mercantil. Por tanto, le interesa instrumentalmente producir valor de uso, para que los objetos producidos sean efectivamente mercancías, sean aceptadas en Mercado; y le interesa que sus mercancías producidas tengan un alto valor de cambio en el momento del intercambio, para lo cual, además de circunstancias externas y contingentes favorables, necesita que las mismas salgan del proceso productivo y transporten la mayor cantidad de valor posible. Y esto no depende del azar, ni de la astucia; depende de la racionalidad y eficiencia del proceso; o sea, esta variable está en sus manos.

Por tanto, la obsesión del capitalista, conforme a su esencia, es que su producción vaya muy cargada, sobrecargada, de valor. Y tiene dos vías de eficiencia: una, que todo el valor de los medios de producción consumidos traspasen su valor íntegro al producto; otra, que ese medio de producción virtuoso que es la fuerza de trabajo sea cada vez más virtuoso. Por tanto, de entrada, ha de producir valor; o sea, en el proceso de producción, junto al proceso de trabajo que produce objetos e inseparable del mismo, tiene lugar otro proceso: el de producción de valor. Y este segundo proceso no es materialmente distinto y separado del proceso de trabajo; es un proceso parasitario, que usa el cuerpo del proceso de trabajo, pero que no debemos confundir.

Para resaltar su diferencia, y distinguirlos con claridad, volvamos de nuevo al origen del plusvalor, al regreso del capitalista del mercado a la fábrica, después de haber comprado todos los medios de producción, fuerza de trabajo incluida. Su primera necesidad es la de consumirlos en la forma específica del consumo del capitalista, como “consumo productivo”, es decir, productivo de valor nuevo, de valor revalorizado, de plusvalor. La fábrica es el lugar apropiado para realizar el proceso de consumo-producción capitalista.

En ese proceso de consumo, lo interesante para descifrar el misterio de la plusvalía es el consumo de la fuerza de trabajo. Ya hemos visto que para ello el vendedor, el poseedor de la fuerza de trabajo, que la ha vendido y así ha devenido trabajador asalariado, ha de convertirse en obrero, ha de ir a la fábrica a entregar su fuerza de trabajo poniendo su cuerpo a disposición del capitalista para que este lo use. ¿Y cómo la usa el capitalista? Pues poniéndola en acción, usándola para lo que sirve, para producir. Y ¿cómo produce valor la fuerza de trabajo? Consumiendo los medios de producción y consumiéndose ella misma en ese proceso. Se ve bien en el fenómeno que el proceso de producción es un proceso de consumo; se producen mercancías nuevas consumiendo mercancías resultado de procesos de producción anteriores. Pero, al tanto, eso ocurre en el proceso material, donde unos cuerpos se destruyen para generar otros, unas propiedades (y valor de uso) se destruyen para engendrar otros distintos. Pero pensemos en el alma de las mercancías: los medios de producción llevan valor en su seno, y los productos del proceso también. El “valor” no se ha consumido ni se ha engendrado nuevo; simplemente, pensamos que los primeros han cedido el valor íntegro a los segundos. Es lo que pasa en la transmigración de las almas en las representaciones órficas, que cambian cuerpo llevándose su espíritu, su historia y su memoria [9].

Ahora bien, en ese proceso de transmisión del valor desde los medios de producción al producto, se dice que hay “producción de valor”; es, en rigor, el proceso productor del valor. Suena raro, ciertamente, pues aquí no se produce valor nuevo. Pero, claro está, en el proceso se producen objetos cargados de valor; y como el valor es trabajo acumulado, y se producen objetos nuevos, tiene cierto sentido hablar de proceso productor de valor. Marx viene a decirnos que el valor en los medios de producción, llamados a destruirse-consumirse, es valor muerto, “trabajo muerto”; y en el proceso productivo de valor se consigue revivirlo, vivificarlo; un aspecto más en apoyo de esa idea del proceso como producción de valor.

En todo caso, ese proceso de producción de valor tiene lugar gracias a la intervención de un medio de producción peculiar, la fuerza de trabajo; sólo la fuerza de trabajo pone en marcha el proceso productivo, sólo ella hace posible ese consumo productivo, convirtiendo el trabajo muerto en trabajo vivo; y, como regalo, sólo ella crea valor nuevo, además de ceder el que le corresponde como mercancía. El capitalista debería amarla como el sacerdote a su dios, pues de ella depende su existencia; y realmente la ama de ese modo, anhela su compañía y su posesión, quisiera sorber su fuerza y su voluntad, gestionar su gracia y su perdón.

Nótese que el trabajo capitalista, en abstracto, es un proceso de trabajo general, una mera puesta en relación del trabajador con la naturaleza. A ésta, ciertamente, no le importan las condiciones sociales en que se trabaje; a la tierra le da igual ser labrada por un siervo o por un aparcero; y a los medios de producción les da igual quién sea su propietario y quién controle el proceso. El trabajo es el trabajo, o sea, transformación de la naturaleza y consumo de medios de producción para crear otros valores de uso. Desde el mundo físico, lamentablemente, es indiferente que el trabajador lo ejecute para el capitalista o para él mismo. Además, se fabriquen botas o vino, el procedimiento técnico no se altera por la presencia de la figura del capitalista. Sea como sea, la esencia del proceso de trabajo abstracto es esta: unir fuerza de trabajo y medios de producción con la finalidad de producir un valor de uso.

Pero aquí nos interesa un tipo de proceso de trabajo en concreto, bajo la forma capitalista del mismo. Esta “forma” fenoménicamente se nos presenta como aparición del capitalista, simplemente eso. ¿Cómo afecta esta figura al proceso general de trabajo? La verdad es que no es una figura cualquiera, sino más bien la de un alquimista cuya mera presencia lo convierte todo en capital: le basta poner en relación la fuerza de trabajo con los medios de producción –y esta es su única relación técnica con el proceso- para conseguir la ilusión de crear ex nihilo, de producir plusvalor, contra todas las leyes naturales del intercambio. Hay algo mágico en esta figura, necesaria en determinadas condiciones (de expropiación de los medios de producción) para que los medios de producción y la fuerza de trabajo se encuentren, conditio sine qua non de la producción.

Ya sabemos que esa función del capitalista, ese poder mágico, le viene de su posesión del dinero, lo que le permite comprar los medios de producción, que están dispersos en el mercado, y la fuerza de trabajo, que se ofrece en una sección del mismo. Los compra y los une, creando así las condiciones de posibilidad del proceso. El trabajador, con los medios a su disposición, trabajará bajo control del capitalista, al que pertenece el trabajo por haberle vendido la fuerza de trabajo; el capitalista controla y vigila que el proceso sea correcto y rentable y se quedará con el producto, pues proviene de un proceso en el que es propietario de todos los elementos que intervienen en el mismo. Por tanto, la función clave del capitalista es la de poner en relación la fuerza de trabajo y los medios de producción separados por contingencias históricas (que luego el capitalismo se esforzará en reproducir).

Marx insiste incansablemente en que el proceso se consuma con la unión de la fuerza de trabajo a los medios de producción; que se necesitan igualmente ambos elementos. ¿Por qué esa insistencia? Sin duda porque entiende que esta exigencia del proceso es la que mata al obrero, pues no dispone de medios de producción; y es esta exigencia la que convierte la compra de fuerza de trabajo en esencial, cuestión de vida o muerte, para el capitalista, pues no hay ya otro modo de crear plusvalor. La fuerza de trabajo es así la “levadura viva” que fermenta en los medios de producción. Sin ella los medios de producción, que ni solos ni acompañados crean valor, ni siquiera podrían traspasar su valor al producto. Como mercancías encierran un valor, ciertamente, pero, como he dicho, es un “valor muerto”, sin vida propia; en cambio la fuerza de trabajo es un valor vivo y vivificante, pues además de crear valor sirve para vivificar el valor que encierran los medios de producción.

Y aquí se descifra definitivamente el último rincón del enigma: la fuerza de trabajo es la productora de plus-valor y la vivificadora del valor muerto. Se insiste mucho en su creación de valor, pero suele invisibilizarse esa otra función, la de vivificadora del valor muerto de los medios de producción; se oculta así que si la explotación, conforme a su concepto general, es apropiación del trabajo o producto del trabajo de otro, en su concreción capitalista la explotación es apropiación del plusvalor, y esto sólo es posible en la producción de mercancías y gracias a que en este proceso se dan dos efectos: los medios de producción y la fuerza de trabajo traspasan su valor al producto y, además, se crea nuevo valor. Pues bien, sin ese traspaso de valor no es posible la explotación capitalista; y en ese traspaso de valor la fuerza de trabajo actúa de vivificante de valor, consigue que los medios de producción traspasen su valor al producto, junto a su propio valor (y junto a su generosa aportación de plusvalor). En definitiva, podemos concluir que la explotación capitalista está indisolublemente unida al proceso de trabajo capitalista, y, muy particularmente, al papel que en el mismo juegan sus elementos; de ahí la importancia en mirar su diferencia entre ellos. Y la primera diferencia, ya comentada, es la de su participación en la producción de valor: o sea, en el mismo proceso de trabajo, donde los distintos elementos operan en la producción del producto, al mismo tiempo y en perfecta simbiosis actúan en la producción del valor. Pero unos participan transmitiendo pasivamente su valor “muerto” y otro, la fuerza de trabajo, cumple una triple función: a) cede su valor al producto como un medio de producción cualquiera; b) vivifica el valor muerto de los medios de producción, es decir, activa su trasvase al producto; c) y, como regalo inesperado crea valor nuevo, un plusvalor que pone la guinda capitalista al producto.

En perfecta simbiosis, pues, por el mismo cuerpo corren los tres procesos, el de trabajo, el del valor y el de la valorización, cada uno consiguiendo su fin: producir valores de usos, producir valor y valorizar el capital. Pero, como decía Marx, aunque al capitalista le interesa al mismo tiempo producir mercancías y producir valor, hay otra que le apasiona más, y que es la razón de fondo de su interés por las dos primeras: la de obtener plusvalor. El capitalista es un idólatra del plusvalor; necesita producir plus-valor, única cosa que da sentido a su existencia. Y a este fin ha de producir valor en mayor cantidad del que ha comprado; y a este fin ha de poner en marcha la producción de valores de uso. Producir mercancías y valor son, pues, actividades subordinadas, instrumentales; su amor único es el plusvalor, sin competencia posible. De ahí ese rostro jánico del proceso de producción, en el que el proceso de trabajo queda subsumido en el proceso de valorización. Del mismo modo que la mercancía es la unidad de valor de uso y valor, el proceso de producción capitalista es la unidad del proceso de trabajo y del proceso de valorización; si allí el protagonista era el valor de cambio, expresión del valor en el mercado, aquí es determinante la formación de valor, tanto por trasvase y vivificación del valor muerto como por creación nueva de valor.


3.2. Ya lo sabemos, la clave para descifrar la formación de plusvalor es la fuerza de trabajo. Si el valor de ésta corresponde a media jornada de trabajo, es decir, si durante esa media jornada produce el valor necesario para conseguir los medios de vida, ese es su valor de reproducción; la otra media jornada, de trabajo innecesario para el obrero aunque conveniente para el capitalista, es el plusvalor. La fuerza de trabajo, como hemos dicho, es “trabajo vivo”, porque no sólo traspasa al producto, como los demás medios de producción, su valor de cambio, sino que vivifica el “trabajo muerto” coagulado en los medios de producción y lo traspasa al producto y, además, generosamente añade valor. “El valor de la fuerza de trabajo y su valorización en el proceso de trabajo son dos magnitudes diferentes” [10], nos dice Marx. El capitalista conoce bien esa diferencia en el momento de comprar la fuerza de trabajo. Sabe que la fuerza de trabajo es necesaria para fabricar valor de uso, para realizar el proceso de trabajo; la utilidad de la fuerza de trabajo es condición de posibilidad del proceso. Pero también sabe que lo característico de esta mercancía, la fuerza de trabajo, es que su valor de uso es “fuente de valor”. Y eso espera el capitalista de ella: que cree valor nuevo, que no sólo traspase el suyo al producto, sino que genere plusvalor.

Marx insiste, invitando a evitar tentaciones moralizadoras, que al actuar así el capitalista “en modo alguno infringe una injusticia al trabajador” con los criterios de justicia de la sociedad mercantil en la mano. Es la “buena suerte” del capitalista, pero no comete injusticia, pues realmente paga por la fuerza de trabajo su valor. Claro está, no hay injusticia según la idea mercantil de la justicia; diferente juicio merece desde otras perspectivas éticas. El capitalista juega según las reglas de la sociedad mercantil, sólo que, sin saberlo, actúa como un aprendiz de brujo que ha desatado las fuerzas sobrenaturales de la producción mercantil, del “monstruo animado”:

“Al convertir el capitalista dinero en mercancía que sirven de constituyentes materiales de un producto nuevo, o de factores del proceso de trabajo, al incorporar el capitalista a la muerta materialidad de esos elementos y factores la fuerza de trabajo viva, convierte valor, trabajo muerto, pasado, objetivado, en capital, en valor que se valoriza a sí mismo, en un monstruo animado que empieza a trabajar como si tuviera amor en el cuerpo” [11].

Acabamos de ver, pues, que Marx distingue conceptualmente, en el mismo proceso de producción, entre proceso de trabajo, proceso de formación de valor y proceso de valorización. En el proceso de trabajo, ya lo sabemos, se producen valores de uso; se trata, pues, de la dimensión cualitativa del proceso de producción, en la que importa la materialidad de los objetos producidos, con sus propiedades físicas y químicas. También sabemos que se monta sobre la relación entre el hombre y la naturaleza y que se distingue de la animalidad en que es un proceso finalista y en que se crean los medios o instrumentos de trabajo. El proceso de formación de valor, en cambio, es un proceso abstracto, donde cuenta la dimensión cuantitativa del proceso de producción: aquí interesa el tiempo de trabajo, que mide el trabajo objetivado o valor de los productos. En este proceso todos los elementos o mercancías que intervienen en la producción del valor sólo cuentan como cantidad de valor aportada al proceso. En fin, la valorización tiene lugar cuando el proceso de formación de valor llega a un punto, en que culmina el trabajo necesario, a partir del cual produce plusvalor; es decir, es como una segunda parte del proceso de formación de valor, a partir del momento en que el capital anticipado se ha reproducido y el incremento de valor es ya revalorización, plusvalor.

Pues bien, Marx ve en la valorización la peculiaridad del capitalismo. Si la unidad entre proceso de trabajo y proceso de formación de valor define la producción mercantil, la unidad entre trabajo, proceso de formación de valor y valorización identifica la producción capitalista. Y todo ello pivota, no podía ser de otra manera, sobre esa extraña mercancía que es la fuerza de trabajo, “trabajo vivo” y vivificante y creadora de valor.

La fuerza de trabajo interviene como protagonista en los tres procesos. En el proceso de trabajo intervine como trabajo útil concreto (cualitativo) haciendo posible el aprovechamiento del valor de uso de los medios de producción (consumo productivo), y creando así un nuevo producto, un nuevo valor de uso; en el proceso de formación de valor actúa como trabajo abstracto (cuantitativo), interviene para vivificar el valor “muerto” de los medios de producción y traspasarlo al producto, al tiempo que traspasa ella misma su propio valor; en fin, en la valorización, proceso también abstracto y cuantitativo, interviene decisivamente aportando nuevo trabajo, nuevo valor, derivado de su capacidad de producir más valor que el suyo, que el de su reproducción.

Ya llegará el momento de ponderar estas diversas funciones, y ver sus condiciones de posibilidad, y su relación con variables tales como productividad o la jornada de trabajo. De momento sólo nos interesaba distinguir conceptualmente estos diferentes procesos, pues Marx ve en ello nada más y nada menos que la diferencia esencial del capitalismo respecto a cualquier producción mercantil:

“El proceso de producción, en cuanto unidad del proceso de trabajo y proceso de formación de valor, es proceso de producción de mercancías; en cuanto unidad de proceso de trabajo y proceso de valorización, es proceso de producción capitalista, forma capitalista de la producción de mercancías” [12].

Para cerrar esta reflexión definitivamente habríamos de preguntarnos, y contestar, por esa extraña capacidad de la fuerza de trabajo de producir plusvalor; pregunta y respuesta que en estos momentos de la lectura ese nos escapa. Pero me atrevo a sugerir por donde irá nuestra reflexión cuando abordemos esta cuestión. Parece tentador, e incluso razonable, aplicar a la fuerza de trabajo la misma ley que a las demás mercancías, igualando su valor al de su reproducción (que es lo que, aunque sea inconscientemente, hace el capitalista a la hora de ajustar el precio). Ahora bien, la termodinámica nos ha enseñado que en los procesos de transformación del calor en trabajo y a la inversa, no hay reversibilidad perfecta; aparece lo que se llama entropía, que actúa como una energía que sale del sistema cerrado, que queda libre, que se “pierde”. Pues bien, nosotros usaremos esa metáfora para ofrecer una argumentación plausible de ese plusvalor entrópico que queda marginado del intercambio o transformación perfectos y pasa a incrementar el capital global; algo así como pérdida en el intercambio mercantil justo. Ya desarrollaré la idea en su momento.

La verdad es que Marx no busca explicaciones profundas a ese factum capitalista; se limita a argumentar por reducción al absurdo de las otras alternativas de explicación de lo que es empíricamente evidente y racionalmente trivial: que al final del proceso hay plusvalor, pues hay incremento del capital; pero no penetra en la explicación de las condiciones que permitan pensar como necesaria y posible de esa producción de plusvalor. En su descargo, tampoco los físicos van más allá de la constatación experimental del factum de la entropía y de su esfuerzo de formulación y cuantificación. Refugiados en el newtoniano “hypotheses non fingo”, parece qu e dejen estas oscuras cuestiones a los filósofos; pero, por eso mismo, nosotros debemos ceder a la tentación, aunque sea en una aventura incierta.

Claro, tenemos otra vía, a la que en algún momento he recurrido, la de buscar la explicación en la perspectiva de pensar que la fuerza de trabajo como elemento de la vida humana, para ser más exacto, la dimensión (o una dimensión) de la vida humana en la sociedad capitalista; y ahí, en el aura del misterio de la vida, situar esa especie de milagro que desafía las leyes de la naturaleza. Ambas vías son atractivas para la especulación filosófica. De todas formas, dejamos de momento sin abordar este problema, que más adelante retomaremos; aquí basta decir que el secreto de esa creación ex nihilo podemos buscarlo, sea en la irreversibilidad de ciertos procesos termodinámicos, que viola el intercambio de equivalentes, sea en la intrínseca capacidad creadora de la vida, cuya actividad productiva no parece estar sometida a la ley del intercambio equivalente. (Insisto, prometo volver sobre ello, ¡aunque sin garantías de resolver el enigma!)


4. Capital constante y capital variable.

El Capítulo VI de la Sección tercera está dedicado a la distinción entre capital constante y capital variable, dos categorías muy importantes para el análisis de la explotación capitalista como extracción de plusvalía. A estas alturas ya sabemos que en la ontología del capitalismo todos los entes son figuras del capital; si en la circulación el dinero y las mercancías son figuras del capital, en la fábrica aparecen otras, elementos vivos, activos, que se caracterizan por la función específica que tienen asignada en el proceso. Los medios de producción, incluida la fuerza de trabajo, constituyen una relevante figura del capital; pero entre ellos aparecen diferencias formales y funcionales igualmente importantes y demarcadoras; al fin, entre esos diversos factores se da un desigual comportamiento en el proceso productivo, tanto como elementos del proceso de trabajo (diferencias funcionales técnicas), cuanto como elementos del proceso de la formación de valor (diferencias en la función de valorización). Veamos esto paso a paso.

Los medios de producción, nos dice Marx, traspasan su valor al producto, pero unas veces lo hacen de golpe (caso de las materias primas o auxiliares, de la energía…), consumiéndose en el acto, y otras lo ejecutan de forma fraccionada (en el desgaste diario de los medios de trabajo, instrumentos y máquinas, instalaciones, etc.). Cuando hablamos de los medios de producción lo hacemos ensañándolos como elementos ya elaborados; incluso las materias prima de un proceso son siempre productos elaborados de procesos anteriores; aunque se trate de arena o agua, al menos ha sido sometida a un proceso de trabajo al trasladarla hasta la fábrica. Por tanto, los medios absolutamente naturales, sin previa transformación (como la tierra, el sol, el viento, la lluvia), en los que no se ha invertido tiempo de trabajo alguno, y que por tanto carecen de valor, no pueden transferirlo al producto. Insisto, sólo los medios de producción (que llevan sobre sí algún proceso de trabajo), transportan valor y, en consecuencia, lo traspasan al producto.

Veamos ahora el caso de ese medio especial, la fuerza de trabajo, única “fuente” de valor nuevo. La metáfora no debiera confundirnos: de ella no brota libre el valor, no mana de sus entrañas en un gesto de autosuficiencia cuasi divina. Lo cierto es que no puede crear el valor sin la mediación de los otros medios de producción. Por ejemplo, sin consumir el valor de uso de los medios de producción, o sin activar el trabajo muerto en ellos coagulado y transferirlo intacto al nuevo producto. Marx insiste mucho en ello: nada puede crear la fuerza de trabajo sin la mediación de los medios de producción, su actividad se ejerce sobre los cuerdos de los otros medios, todo pivota a su alrededor. En rigor, ese funcionamiento de la fuerza de trabajo, determinada por los demás medios de producción, es una concreción de la ley general de la estructura, según la cual todos los elementos que participan en las diferentes dimensiones del proceso de producción (sea en el trabajo, sea en la valorización), lo hacen de forma determinada (y yo añadiría, en honor a Althusser, “de forma sobredeterminada”), sometidos a las relaciones con los otros:

“El trabajador conserva, pues, los valores de los medios de producción gastados, los transmite como elementos de valor al producto, no por su simple añadir trabajo, sino por el carácter útil particular, por la forma productiva específica de ese trabajo añadido” [13].

La fuerza de trabajo “levanta de entre los muertos” el valor encerrado en los medios de producción, “les da alma” para que sean factores de trabajo, les da vida unificándose con ellos. Marx resalta así que, en el reino de la mercancía, siempre está presente el valor de uso, sobre el cual cabalga; y en el proceso de trabajo, siempre está presente el trabajo cualitativo y concreto sobre el que pivota el abstracto. Para añadir valor al hilado, la fuerza de trabajo ha de aparecer como tejedor; y si el proceso es la construcción de muebles, ha de revestirse de carpintero. O sea, la fuerza de trabajo siempre aparece con figura concreta, adecuada al valor de uso propuesto como fin en el proceso de trabajo:

“Así pues, el trabajo del hilandero añade valor nuevo a los valores del algodón y de los husos en su propiedad abstracta, general, o sea, en cuanto gasto de fuerza de trabajo humana; y en su propiedad útil, particular, concreta, de proceso de hilar, transmite el valor de esos medios de producción al producto, y conserva así el valor de ellos en el producto” [14].

Ambos procesos son inseparable, el de añadir valor y el de vivificar el trabajo muerto en los medios de producción, transfiriéndolo al producto; y ambos están ligados a la naturaleza de la fuerza de trabajo, por un lado creadora de valor (función cuantitativa) y por otro transformadora de valores de uso (función cualitativa). Y Marx extrae de aquí algunas importantes reflexiones.

a) Supongamos que se produzca un invento que revoluciona una rama de producción y que sextuplica la productividad. El tiempo de producción de cada pieza o producto de esa rama recibe ahora 1/6 del trabajo que recibía antes; es decir, se transmite a cada unidad del producto seis veces menos valor; el avance técnico disminuye el valor de los productos:

“Esto muestra que la propiedad por la cual el trabajo conserva valores se diferencia esencialmente de la propiedad por la cual crea valor” [15].

Cuando más tiempo de trabajo sea socialmente necesario para producir una misma cantidad de algodón en la hilatura, tanto mayor es el valor nuevo añadido, y a la inversa; y cuantas más libras de algodón se hilan en un mismo tiempo de trabajo, tanto mayor es la suma del valor conservado y del transmitido el producto [16].

b) Si la productividad no se altera y el precio del algodón sube o baja el séxtuplo de su precio: se añade el mismo valor (tiempo de trabajo) a la misma cantidad de algodón y se produce la misma cantidad de hilado, pero la transmisión de valor se habrá multiplicado o dividido por seis. Igual ocurre si varían los precios de los medios de trabajo.

c) Si las condiciones de la producción no se alteran, el valor que se conserva es proporcional al nuevo que se añade.

“En unas condiciones de producción dadas que sean inmutables, el trabajador conserva tanto más valor cuanto más valor añade, pero no es que conserve más valor porque añade más valor, sino que conserva más valor porque añade más valor nuevo en condiciones inalteradas e independientes de su propio trabajo” [17].

En cualquier caso, el valor sólo existe en un valor de uso, que es su cuerpo; si se pierde el valor de uso, se pierde el valor. Los medios de producción, dice Marx, pierden su valor al perder su valor de uso, al ser consumidos; pero ese valor no se ha perdido (sea el consumo individual o productivo), pues se ha traspasado al producto (sea éste la reposición de la fuerza de trabajo o la producción de nuevos objetos de trabajo); en el consumo no productivo, que ahora nos interesa, el valor no desaparece sino que pasa a otro cuerpo (como en la trasmigración del alma). El valor, decimos, para existir necesita un valor de uso, pero le es indiferente la cualidad de éste: le es indiferente el cuerpo donde habite, como se ve en la metamorfosis de las mercancías. El valor pasa de los medios de producción al producto abandonado su existencia en un valor de uso y pasando a existir en otro; pasa al valor de uso del nuevo producto al mismo tiempo que el valor de uso de los medios de producción desaparece. Nunca un medio de producción da al producto más valor del que pierde al aniquilarse su valor de uso; por eso la tierra, el sol, el agua… no aportan valor

d) Proceso de trabajo y proceso de valorización van unidos, pero cada cual tiene su forma; la intervención de los medios en cada uno de los procesos es diferente. Dos ejemplos lo confirman. Para el primero, pensemos en un medio de producción cualquiera, por ejemplo, una máquina. Y analicemos su intervención en el proceso de trabajo: obviamente, interviene todas ella en todo el proceso; sea vieja o nueva su intervención es completa, es decir, su función concreta no cambia. Veamos ahora su intervención en el proceso de valorización: en el proceso de formación de valor no actúa completa, sino fraccionadamente, pues va cediendo su valor por partes, proporcionalmente, una fracción cada vez.

Veamos ahora un segundo ejemplo, para el que tomamos como referente los residuos o desechos, inevitables en cualquier proceso. La materia de esos desechos obviamente no entra en producción, no pasa al producto; si estuviéramos hablando de un proceso físico, nada de los desechos cuenta en el proceso, pues nada material entra en juego. Pero aquí no hablamos de una realidad física, sino económica; aquí los entes tienen otras prerrogativas y otras leyes. Los desechos llevaban, además de materia y valor de uso, otra realidad, el valor. Y si se nos ocurriera mencionar, con educación, que el valor se pierde con el desecho, el club de Mr. Ricardo nos condenaría por herejía, y contaría con la aquiescencia y apoyo de Mr. Prouvost y Herr Kapital y sus congéneres. ¡Claro que cuenta! Se trata del alma, y ésta vuela sola, o llama en su ayuda a una paloma. Los desechos traspasan su valor total al producto. A éste o a otro producto, pero el alma no se queda sin cuerpo. Así, si los desechos son reciclados y aprovechados en otro proceso, mientras tanto su valor de uso no se destruye y el valor permanece allí, con su parte del valor, hasta que entre en otro proceso de producción y lo transfiera al nuevo producto. Esto es una sociedad económica, y el heredero hereda derechos y deberes, títulos y deudas. Más resume así estos hechos:

“Los medios de producción no transmiten valor a la figura nueva del producto más que en la medida en que durante el proceso de trabajo pierden valor en la figura de sus viejos valores de uso. El máximo de pérdida de valor que pueden sufrir en el proceso de trabajo está evidentemente limitado por la magnitud primitiva de valor con que entran en el proceso de trabajo, o sea, por el tiempo de trabajo requerido para su propia producción. Por eso los medios de producción no pueden añadir al producto más valor del que poseen independientemente del proceso de trabajo al que sirven” [18].

O sea, el valor de un elemento de la producción no le viene del proceso de trabajo en que entra como medio de producción, sino del que sale como producto; no se tiene valor por ser medio de producción, sino por ser producto de un proceso anterior. En el primero caso sirve sólo como valor de uso; si no poseyere valor al entrar, no podría cederlo. Esta migración del valor, esta metamorfosis al pasar del cuerpo consumido al nuevo cuerpo configurado, ocurre “a espaldas del trabajo real”, dice Marx.

“El trabajador no puede añadir trabajo nuevo, o sea, crear valor nuevo, sin conservar valor anterior, pues siempre tiene que añadir el trabajo en determinada forma útil, y no puede añadirlo en forma útil sin convertir productos en medios de producción de un nuevo producto y, por lo tanto, sin transferir su valor al nuevo producto” [19].

Por tanto, es un “don natural”, una propiedad intrínseca, de la fuerza de trabajo “conservar valor añadiendo valor”. Y dice Marx:

“Ese don natural no le cuesta nada al obrero, pero aporta mucho al capitalista, a saber, la conservación del valor del capital presente” [20].

Cuando todo va bien, el capitalista no aprecia ese “don gratuito del obrero”; pero cuando van mal –interrupciones, crisis…- percibe su ausencia con agudeza: gastos de puesta en marcha y funcionamiento mínimo, deterioro de la maquinaria e instalaciones… Los medios de producción conservan su valor sólo si están en un proceso de producción, si están siendo vivificados por el trabajo vivo. Si no, si paran, pierden valor de uso. En la producción se consume el valor de uso de los medios de producción, pero no su valor:

“Lo que se consume de los medios de producción es su valor de uso, por cuyo consumo el trabajo constituye productos. Su valor no se consume en realidad y, por lo tanto, tampoco se puede reproducir. Se conserva, pero no porque en el proceso de trabajo se haga ninguna operación con él, sino porque el valor de uso en el que existe inicialmente, aunque desaparece, desaparece sólo en el sentido de que se suma en otro valor de uso. Por eso el valor de los medios de producción reaparece en el producto; pero, hablando con propiedad, no se reproduce. Lo que se produce es el nuevo valor de uso, en el que reaparece el viejo valor de cambio” [21].

e) Todo es diferente en la fuerza de trabajo, la única que aporta valor nuevo al proceso. Por un lado, obra el prodigio de actualizar el valor muerto de los medios de producción, de transmitirlo al nuevo producto; al mismo tiempo que destruye un valor de uso crea otro nuevo, crea una nueva materialidad donde residir el valor. Además, como mercancía con valor, transmite éste al producto. Y las cosas no quedan aquí: al llegar al punto del tiempo de trabajo necesario, sigue aportando valor excedentario, aporta plusvalor.

f) En fin, esta diversidad de comportamientos le lleva a la distinción, en los medios de producción, de dos categorías, tomando como criterio su distinta relación con la valorización. En el proceso han aparecido diversas metamorfosis; así, el capital inicial, capital adelantado, pierde su forma dinero y gana la de medios de producción y fuerza de trabajo, que a su vez se metamorfosea en la mercancía-producto del mismo. Ahora bien, en ese proceso, además de las metamorfosis se da un milagro: el valor del capital inicial se ha valorizado. ¿Dónde se ha instalado ese nuevo valor?

Por lo antes dicho, no se ha repartido por igual entre las figuras del capital. Así, no hay valorización en los medios de trabajo; estos se limitan a transmitir el valor que recibieron al ser fabricados, ni crean ni destruyen, son neutrales; o sea, en tanto formas del capital, en ellos éste ni crece ni decrece, es constante. Por tanto, el capital inicial empleado en medios de trabajo lo llamamos capital constante; por esta vía el capital no crece, no se valoriza, se mantiene igual. En consecuencia, la variación, el incremento, ha de venir de la otra vía, del capital inicial invertido en fuerza de trabajo; éste capital sí se valoriza, sí varía, y por eso se llama capital variable [22].

Aquí se cierra este capítulo, como hemos visto dedicado a sutiles reflexiones sobre la participación de los diversos elementos en la producción del valor y a los movimientos de éste. Al final, la conclusión parece clara: la fuerza de trabajo es el elemento clave de la producción capitalista; en ella hay que centrar la mirada para comprender sus procesos y metamorfosis, y a su través para comprender el movimiento del sistema.


5. La cuota de plusvalor y la jornada de trabajo.

En el Capítulo VII de la Sección tercera se aborda el análisis de la cuota de plusvalor. Marx considera que en cualquier proceso capitalista hay un capital inicial, c, y un capital final, ; la diferencia entre ambos es el plusvalor, que queda así formulado: relacionados así: p= c´-c. Aunque la ciencia económica evita llamar plusvalor a la diferencia entre el capital final y el inicial, es decir, al incremento de valor del capital, y prefiere nombrarlo “beneficio”, este cambio de nombre no afecta al concepto, no genera ningún problema teórico; lo que no es óbice para que su uso implique, conscientemente o no, algún problema práctico no trivial, que debemos visualizar.

Aunque Marx aceptaba que en valor absoluto p expresaba el incremento del capital invertido, conforme a la fórmula p= c´-c, dado que el capital se desdoblaba en constante y variable, y que el primero no sufría variación, era más informativo y riguroso referir el plusvalor al cambio sufrido por el capital variable, tal que: p = v´-v. El valor absoluto del in cremento no varía, pero ayuda a visibilizar de donde procede. Esta fórmula, p = v´-v, expresión matemática del plusvalor, refleja bien la realidad, conforme al concepto del capital variable, y revela de forma transparente y nítida el origen y mecanismo de la valorización, que no es otro que el capital invertido en fuerza de trabajo. O sea, el referente (la magnitud de valor) de p no varía, pero el sentido del término sí; es otro concepto, otro ente, conforme a otra ontología. Pensado como “beneficio” se adjudica su fuente al capital, y sabemos su propietario, y pensado como “plusvalor” se ve su origen en la fuerza de trabajo, con otras connotaciones éticas, políticas y jurídicas.

Por otro lado, tanto Marx como la economía clásica recurren a la cuota (de plusvalor o de beneficio) como expresión más precisa de los resultados. Y, claro está, de nuevo aparecen estas diferencias. El club de Mr. Ricardo gusta expresar el beneficio en términos de variación unitaria o porcentual del capital global invertido; al fin, vienen a decir, todo les cuesta dinero, qué más da invertirlo en constante o variable, lo real es que ha salido de su bolsillo. Conforme a esta idea expresan el beneficio como rendimiento del capital, conforme a la fórmula: p = (c´- c)/c; y no les importa averiguar si una parte de ese capital suda valor y la otra no, lo que cuenta es que han de ir las dos juntas y, lo comido por lo servido, de nuevo entra junto en el bolsillo. Todo ello conforme a su presupuesto inamovible de que todo en la fábrica es suyo, todo forma parte de su capital, y todo lo que sale le pertenece legalmente, sea por derecho de propiedad, sea por el sagrado principio del derecho del autor a su obra, que formulara pomposamente Locke, conforme al cual ese incremento de valor deriva de las “virtudes” del capitalista al reunir los elementos, poner en marcha el proceso y gestionarlo con éxito.

Marx, en cambio, coherente con su objetivo –y con la ontología adecuada al mismo- necesita conceptos que hagan visible esa paradoja del capitalismo, según la cual el valor no queda en posesión de quien lo produce, sino que se exilia a climas más cálidos. Así, cuando formula la tasa de plusvalor, fiel a su concepto de capital variable, la formula como proporción entre tiempos de trabajo (excedente y necesario), o entre valores (plusvalor y salarios), según la expresión matemática: p´= te/tn = p/v. Fórmula que, precisamente, pone en evidencia el sagrado principio liberal, aquella cláusula santificada por J. Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, que impedía al ser humano apropiarse de más tierras de aquellas que pudiera trabajar con sus propias manos.

Avancemos un poco más. Convendrá distinguir con Marx entre dos niveles del análisis del proceso de valorización. Por un lado, un “análisis puro”, en que el capital constante es cero; por otro, un “análisis completo”, en que el capital constante es distinto de cero. La distinción es importante, y Marx no la ignora. Por eso en el Libro III abordará el problema para mostrar que la “tasa de ganancia”, g´= p/(c+v), se iguala con la “tasa de plusvalía”, p´= p/v, cuando c=0. Pero entiende que el análisis puro es correcto, pues si bien al hacer un experimento químico se usan necesariamente retortas, mecheros y aparatos, en el análisis conceptual se hace abstracción de los mismos; y, del mismo modo, en matemáticas, cuando se trata de hallar la derivada de una suma de una constante y una variable (por ejemplo, 3x+a), es más útil para el análisis prescindir de la constante, y se suele prescindir de ella. Son recursos analíticos que no afectan sensiblemente el resultado, y que en cambio afinan los conceptos.

Al fin, bien mirado, si hacemos abstracción de los medios materiales de “laboratorio”, del proceso material de trabajo, la creación de valor consiste en actualizar la fuerza de trabajo, ponerla en acción, convertirla en trabajo. Es lo que hace el capitalista: compra la fuerza de trabajo, como mercancía con valor de uso, y la usa, la pone a trabajar. Aquí no nos importa la cualidad de los medios (materias primas, energía, instrumentos, instalaciones…), ni su valor, pues sabemos que no afectan a la creación de valor. Sólo cuenta de ellos la cantidad abstracta, la masa de los medios, como soporte necesario para crear el valor; pero su valor, ese ente inmaterial que sólo existe como efecto de valorización (al igual que el calor, que sólo aparece como incremento de la temperatura), al no cambiar de magnitud no hace acto de presencia. De ahí que Marx considere c=0. Al capitalista, que no sólo quiere obtener mucho plusvalor, sino obtenerlo con poco capital inicial, es lógico que le interese la ganancia, pues pone en juego el capital total anticipado (c+v); pero a Marx, que aquí sólo trata de explicar la génesis del plusvalor y en un análisis “puro”, no le importa el capital constante que no interviene en la reacción (aunque actúe como catalizador). Por ello, por economía de la operativa, se permite la licencia metodológica de simplificar la fórmula igualando la variable c a cero; ya tendrá tiempo de introducir más variables.

Con este mecanismo, expresando la valorización en términos relativos al capital variable adelantado, al valor de la fuerza de trabajo, en definitiva, a los salarios, tendremos como cuota de plusvalía, p´= p/v. Fórmula que expresa exactamente las proporciones de revalorización relativa del capital variable, la magnitud relativa de la plusvalía.

Puesto que “tiempo necesario de trabajo” es la parte de la jornada necesaria para crear el valor de reproducción de la fuerza de trabajo; y “trabajo necesario” (tn) es el trabajo gastado durante ese tiempo [23], y puesto que “plustiempo de trabajo” es el tiempo excedente (te) y llamamos plustrabajo al trabajo gastado en esa parte excedente de la jornada: p´= p/v= te/tn = plustrabajo/trabajo necesario, triple expresión cuantitativa de lo mismo, de la tasa de plusvalor, expresada sucesivamente en términos de “trabajo objetivado”, de “tiempos de trabajo” y de “trabajo fluyente”. En todo caso, queda bien establecido el sentido de como “la expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital, del trabajador por el capitalista” [24].

No debe confundirse, por tanto, la cuota de plusvalía con la de beneficio o ganancia, propia de la contabilidad usual; ésta se expresa como g=p/c+v, y tanto en magnitud como en concepto es obviamente muy diferente. La preferencia de Marx en centrar la mirada en p/v, aparte de connotaciones ideológicas (el beneficio enmascara el origen y puede presentarse como algo absolutamente bueno para todos, incluida la clase obrera), tiene su lógica científica. Al fin, nos dice,

“la finalidad determinante de la producción capitalista es la producción de plusvalía, lo que mide el grado de la riqueza no es la magnitud absoluta del producto, sino la magnitud relativa del plusproducto” [25].

5.1. En el Capítulo VIII centra la reflexión en la jornada de trabajo. Dice Marx que la jornada de trabajo es una variable determinable pero indeterminada. Determinable en la teoría económica, claro está. Con más precisión, es determinable en una de sus componentes, el tiempo de trabajo necesario; la otra, la del plustrabajo, y por tanto la magnitud total de la jornada, es indeterminada, y muy condicionada por la exterioridad. El capitalista, al comprar la fuerza de trabajo por su valor diario, ha comprado el derecho a usarla durante una jornada laboral. Pero, ¿cómo se fija ésta? No es determinable por la propia lógica del intercambio, sino que depende de factores externos, históricos, contingentes; por eso es indeterminada, que quiere decir indeterminable por la teoría, aunque en el mercado, en el contrato de compra-venta, siempre quede bien fijada.

El problema, dice Marx, es que el capitalista es sólo personificación del capital o capital personificado. “Su alma es el alma del capital”, como la del productor de mercancías era la mercancía. Y el capital, sigue diciendo Marx, más que alma tiene instinto de vida, instinto de reproducción, o sea, “instinto de valorización”. El capital sólo persigue crecer, desarrollarse, crear plusvalía, “chupar la mayor parte posible de plustrabajo” [26].

“El capital es trabajo muerto que sólo se reanima vampirescamente, chupando trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más chupa de ello” [27].

Por tanto, el capital tiende a ensanchar al máximo la jornada de trabajo, el tiempo de creación de plustrabajo, tiempo en el cual se valoriza. Dueño de la fuerza de trabajo, el capitalista intentará extender el tiempo de uso de este valor de uso; ahora bien, frente a esa tendencia aparece la resistencia del trabajador, con su voz apagada bajo la furia de la producción. Si el capitalista invoca “la ley del intercambio de mercancía”, en cuyo nombre reivindica el derecho a usar al obrero sin más límite que el que pone la biología, respetando el tiempo necesario para su reposición, el obrero viene a decirle en un bello texto que no me resisto a citar en extenso:

“La mercancía que te he vendido se diferencia de la plebe común de las mercancías por el hecho de que su uso crea valor, y mayor que el que ella misma cuesta. Ése fue el motivo por el que la compraste. Lo que desde tu punto de vista se presenta como valorización del capital, es desde el mío gasto excesivo de fuerza de trabajo. Tú y yo no conocemos en el mercado más que una ley, la del intercambio de mercancías. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que la enajena, sino al comprador que la adquiere. Por eso te pertenece el uso de mi fuerza de trabajo diaria. Pero yo tengo que reproducirla por medio de su precio de venta diario, para poder volver a venderla. Prescindiendo del desgaste natural por la edad, etc., tengo que estar en condiciones de trabajar mañana en el mismo estado natural de energía, salud y frescor que hoy. Tú me predicas constantemente el evangelio de la “parsimonia” y la “abstención”. Pues bien, voy a administrar mi única riqueza, la fuerza de trabajo, como quien vela por su economía razonable, parsimoniosamente, y abstenerme de toda insensata dilapidación de ella. Yo no quiero liquidar, mover, convertir de ella en trabajo cada día más que lo compatible con su duración normal y su desarrollo sano. Tú en cambio quieres liquidar en un día, con una prolongación desmedida de la jornada de trabajo, una cantidad de mi fuerza de trabajo mayor que la que yo puedo reponer en tres días. La utilización de mi fuerza de trabajo y su saqueo son dos cosas muy diferentes. Si el tiempo medio que puede vivir un obrero medio haciendo una razonable jornada de trabajo es de 30 años, el valor de la fuerza de trabajo mía que tú me pagas día tras otro importa 1/365x30, o sea, 1/10.950 de su valor total. Pero si la consumes en diez años, lo que me pagas diariamente, 1/10.950 de su valor total, en vez de 1/3.650, es sólo 1/3 de su valor diario; y, por tanto, me robas diariamente 2/3 del valor de mi mercancía. Me pagas la fuerza de trabajo de un día y me consumes la de tres. Eso va contra nuestro contrato y contra la ley del intercambio de mercancías. Reclamo, por lo tanto, una jornada de trabajo de duración normal, y la reclamo sin apelar a tu corazón, pues cuando se trata de la bolsa no hay cordialidad que valga. Es posible que seas un ciudadano ejemplar, tal vez miembro de la Asociación para la Supresión del Sufrimiento de los Animales, y hasta que estés en olor de santidad, pero la cosa que tú representas frente a mí no tiene corazón que le palpite en el pecho. Lo que parece pulsar allí dentro es el latido del mío. Reclamo la jornada normal de trabajo porque reclamo el valor de mi mercancía, como cualquier vendedor” [28].

Sobra cualquier comentario. La jornada de trabajo, pues, se mueve entre esos límites: los que procura el capitalista, tiempo máximo soportable (límite biológico) y el que reivindica el obrero, tiempo que permita una vida digna (límite contractual). El capitalista afirma su derecho de comprador: ya que pagará al obrero lo necesario para reproducir su vida, le pide ésta, sin más limitación que el tiempo de descanso necesario para su conservación; el obrero afirma su derecho de vendedor al pretender limitar la jornada a límites normales. Esta contraposición, irresoluble, es provocada por la naturaleza de la fuerza de trabajo: su cualidad de crear valor. Si no fuera así, si realmente la fuerza de trabajo trasladara al producto sólo su valor de reproducción, no habría cuestión. Como dice Marx:

“Una antinomia, derecho contra derecho, sellados ambos igualmente por la ley del intercambio mercantil. Y entre dos derechos lo que decide es la violencia” [29].

Por eso en la historia la fijación de la jornada de trabajo es resultado de luchas interminables: porque es efecto de una contraposición de derechos y porque en ella se juega en gran medida la cuota de valorización del capital y de explotación del trabajador.

En sucesivos apartados Marx recoge bellas descripciones del hambre de plusvalía del capitalista, mayor y creciente que el de ninguna otra figura de la explotación precapitalista. Hambre que aparece en las largas luchas en torno a la jornada de trabajo, las sucesivas regulaciones estatales de la misma, la especificidad de las jornadas de mujeres y niños, etc. Marx no deja de enfatizar hasta qué punto algunas conquistas obreras en este campo de la jornada, sin duda fruto de su lucha, también eran ventajosas para el capital. Es decir, frente al capitalista, subjetivamente obsesionado por maximizar de forma inmediata el plustrabajo, Marx destaca el interés global del capital, que es su reproducción a largo plazo, a cuya finalidad sirve mejor una estrategia racional que tenga en cuenta la conservación adecuada de la fuerza de trabajo; estrategia desde la que son más beneficiosas ciertas reducciones de la jornada, que sirven tanto para potenciar la calidad y frescura de la fuerza de trabajo, como su reciclaje y cualificación. (Volveremos sobre este punto).

Los intereses individuales inmediatos del capitalista no coinciden con los genéricos del capital, aunque éste se mueve sobre las espaldas y las conciencias de aquellos. Marx describe el rostro más rapaz y depredador del capitalismo, que aspira a una jornada full time, a las veinticuatro horas menos lo imprescindible para dormir y descansar

“Se entiende, pues, que el trabajador no es durante todo su día vivo más que fuerza de trabajo; que, por lo tanto, todo su tiempo disponible es, por naturaleza y derecho, fuerza de trabajo; o sea, que pertenece a la autovalorización del capital. Tiempo para formación humana, para desarrollar su espíritu, para cumplir funciones sociales, para el trato y la compañía, para el libre movimiento de las fuerzas vitales y espirituales, incluso el tiempo festivo dominical… todo eso es pura fruslería” [30].

No escatima desprecio por esta clase sin más alma que la del capital, codiciosa hasta la irracionalidad:

“Pero en su impulso desmedidamente ciego, en su hambre de plustrabajo, hambre feroz, hambre propia de fiera corrupia, el capital derriba no sólo los límites máximos morales de la jornada de trabajo, sino también los meramente físicos. Usurpa el tiempo necesario para el crecimiento, el desarrollo y la conversación sana del cuerpo. Se apodera del tiempo requerido para consumir aire libre y luz del sol. Acorta roñosamente el tiempo de comer y, si puede, lo incorpora al proceso de producción mismo, de modo que las comidas se le administren al trabajador como mero medio de producción, como el carbón a la caldera de vapor y sebo o aceite a la maquinaria. Reduce el sueño saludable, destinado a recoger, renovar y refrescar la fuerza vital, a tantas horas de momificación cuantas sean imprescindibles para resucitar a un organismo absolutamente agotado. En vez de determinar el límite de la jornada de trabajo por la conservación normal de la fuerza de trabajo, es, a la inversa, el gasto máximo diario posible de fuerza de trabajo, por violento y penoso que sea, el que determina el límite del tiempo de descanso del trabajador. El capital no pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo; lo único que le interesa es exclusivamente el máximo de fuerza de trabajo que se puede hacer fluir en una jornada de trabajo. Alcanza esa finalidad acortando la duración de la fuerza de trabajo. Como el agricultor codicioso, consigue un rendimiento acrecentado del suelo depredando su fertilidad” [31].

El desenfreno de la subjetividad llega a poner en riesgo el propio proceso de reproducción del capital, su propia estabilidad. Puesto que la producción capitalista es esencialmente producción de plusvalía, absorción de plustrabajo, si la fuerza de trabajo se atrofia, se degrada, se agota e incluso se acorta su vida…, se llega a la contradicción: aumentando en exceso el tiempo de producción del trabajador se acorta su tiempo de vida, por tanto, la velocidad en la revalorización acaba poniéndola en riesgo. Citando un discurso de un político en la “House of Commons” [32] dirá: “La industria algodonera tiene 90 años… En tres generaciones de la raza inglesa ha devorado nueve generaciones de obreros algodoneros”. Ese proceso, que obedece al instinto inmediato de valorización del capital, es suicida; la fuerza de trabajo, como los medios de producción, han de producirse en cantidad y calidad apropiadas al nivel y ritmo de desarrollo. La misma contradicción que le empuja a destruirlos fuerza su reproducción y, como dice Marx, “el capital parece remitido por su propio interés a una jornada de trabajo normal” [33].

Y en esa dirección analiza minuciosamente las sucesivas regulaciones legales de las leyes laborales, en lo concerniente a la jornada laboral, sin duda interesante, y que ni puede ser resumido, ni lo haría aquí aunque pudiera hacerlo. Son páginas que uno ha de recorrer, para cargarse de realidad y así comprender mejor los conceptos que Marx nos ofrece para pensarla; descripciones conmovedoras, irritantes, que nos revelan el fondo empírico en que se apoyan las reflexiones de Marx, la base objetiva de su conceptualización, y el objetivo a negar con el pensamiento, con el corazón y con la acción social; y también una impresionista fotografía de un momento de la génesis y desarrollo de la clase obrera y la lucha de clases y sus efectos dialécticos en la historia del capitalismo. Marx hace de la lucha de los trabajadores por la reducción de la jornada la forma más directa de luchar contra la explotación; de ahí que anteponga a las pomposas Declaraciones de derechos, que al fin son la forma idealizada de la nueva sociedad capitalista, la Carta Magna que establece la humilde pero efectiva limitación de la jornada, ley que se resiste a la esencia del capitalismo, a su tendencia a la valorización del capital:

“Hay que reconocer que nuestro trabajador sale del proceso de producción distinto de como entró en él, En el mercado se enfrentó, como poseedor de la mercancía “fuerza de trabajo”, con otros poseedores de mercancías, poseedor de mercancías frente a poseedor de mercancías. El contrato por el que vendió su fuerza de trabajo al capitalista probaba, por así decirlo, en negro sobre blanco, que dispone libremente de sí mismo. Una vez cerrado el trato se descubre que no era ningún “agente libre”, que el tiempo por el que puede libremente vender su fuerza de trabajo es el tiempo por el cual está forzado a venderla, que, de hecho, el que le chupa no le suelta “mientras aún haya por explotar un músculo, un tendón, una gota de sangre. Para “defensa” contra la serpiente de sus torturas los trabajadores tienen que juntar las cabezas e imponer como clase una ley del estado, un obstáculo social superpotente que les impida venderse ellos mismos y su linaje, hasta la muerte y la esclavitud, en el contrato voluntario con el capital. En el lugar del majestuoso catálogo de los “derechos inalienables del hombre” aparece la moderna Carta Magna de una jornada de trabajo legalmente limitada, la cual “pone finalmente en claro cuándo termina el tiempo que vende el trabajador y cuándo empieza el tiempo suyo propio. Quantum mutatus ab illo! [34].

Por tanto, nada más obligatorio para una lectura densa de El Capital que releer varias veces este álbum de imágenes del terrible precio, pagado en la más dolorosa de las monedas, que cobró el capitalismo por conseguir su hegemonía. No es extraño que tantos y tantos hombre y mujeres se hayan resistido, y sigan resistiendo, a aceptar la posibilidad de su redención; no es extraño que instintivamente se tienda a pensar que nada bueno puede salir de su seno; no es extraño, en fin, que tantas conciencias se vean lanzadas a la fe en alguna transcendencia como esperanza de alternativa. Y éste es un reto, otro más, que debemos asumir, porque desde la ontología materialista de Marx no nos queda otro remedio que enfrentarnos al enigma y al asco de que cualquier sociedad alternativa ha de salir de las entrañas del monstruo.


5.2. En el Capítulo IX de la Sección tercera reflexiona sobre las variaciones de la tasa de plusvalía, y en particular sobre la relación entre cuota y masa de plusvalía; se trata de fijar bien los conceptos que desarrollará en la sección siguiente. Claro está, si la esencia del capitalismo es la valorización, que pasa por la creación de plusvalía, se comprende que el problema del capitalista sea el de encontrar las vías para incrementarla. Ya hemos visto que una de ellas se da en torno a la jornada de trabajo, y cómo ésta tiene unos límites cuya superación, además de difícil (resistencia obrera) tiene efectos perversos (deterioro de la fuerza de trabajo). Ahora veremos otras vías posibles de maximización en manos del capitalista, que Marx analiza a partir de las fórmulas que ligan estas variables. Fijémonos, de momento, en estas dos:

(1) P= (p/v) V;      (2) P= f (te/tn) n;

Donde P es la masa total de plusvalía; p es la plusvalía media suministrada por un trabajador individual; v es el capital variable adelantado diariamente al trabajador individual, o precio de su fuerza de trabajo, es decir, su salario; V es la suma total del variable, suma de salarios; f es el valor de la fuerza de trabajo media; te/tn, o sea, plustrabajo/trabajo necesario, es la tasa de explotación; y n el número de trabajadores. Se supone constante f, el valor de la fuerza de trabajo media, y se supone asimismo que los trabajadores son trabajadores medios. Las dos fórmulas expresan lo mismo, una en términos de valor y la otra en términos de trabajo.

El objetivo del capitalista es incrementar P. Puede hacerse de distintas maneras. Por ejemplo, según la fórmula (1), basta incrementar p/v o incrementar V; según fórmula (2), puede hacerse incrementando cualquiera de los factores (f, te/tn, o n), o varios de ellos. Si, por otro lado, se quiere mantener P y disminuir la inversión bajando V, habrá que aumentar en la misma proporción p/v o el producto de los factores f, n, y te/tn. Pero hay que tener en cuenta que f y v son valores medios sociales, son difíciles de manipular. Por otro lado, tanto la cuota de plusvalía como la jornada de trabajo no son infinitamente manejables; tienen límites. Por eso la tendencia del capital a disminuir V o n, manteniendo la pretensión de incrementar P, es contradictoria.

Por otro lado, se trata de tendencias, que necesitan muchas concreciones. Por ejemplo, es intuitivo que hay procesos con poco V que obtienen, con la misma p/v, masas de plusvalía P superiores a otros con mucho V; es decir, hay trabajos que con más obreros tienen menos P. Claro, pero en un tiempo y en una misma rama de producción, esas diferencias tienden a igualarse. Las precisiones de Marx en torno a toda casuística, su análisis de las distintas posibilidades, son tan dignas de lectura que sería una impostura suplirlas con un resumen. Os invito, pues, a esa lectura, antes de pasar al plusvalor relativo.


J.M.Bermudo (2014)


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[1] K. Marx, El Capital, Libro I, 193 (Citamos sobre la edición de Manuel Sacristán, en la editorial Grijalbo)

[2] Ibid., 194. Resaltemos cómo de nuevo aparece el problema de la disciplina del cuerpo, que acompaña necesariamente a la entrega de la fuerza de trabajo en cumplimiento de su “libre” contrato.

[3] Ibid., 195

[4] Aparcamos de momento este tema de la determinación de los fines y la voluntad por los medios de trabajo, pero sin olvidarlo.

[5] Ibid., 196.

[6] Ibid., 196.

[7] Ibid., 199.

[8] Ibid., 202.

[9] En algún momento habremos de abordar con más rigor este “misterio” de la migración del valor; de momento nos valen las analogías, sea la de la metempsicosis sea la de la termodinámica (conservación de la energía), para seguir adelante.

[10] Ibid., 210.

[11] Ibid., 211.

[12] Ibid., 214.

[13] Ibid., 218.

[14] Ibid., 218.

[15] Ibid., 219.

[16] Esto es muy importante, como se verá cuando analicemos las tasas de plusvalía y de ganancia.

[17] Ibid., 220.

[18] Ibid., 223.

[19] Ibid., 224.

[20] Ibid., 224-5.

[21] Ibid., 225.

[22] Obviamente, aquí los términos “constante” y “variable” no aluden al valor de cambio en el mercado, que sin duda puede variar y con frecuencia varía; aluden a su función en la transmisión de valor en el proceso de valorización.

[23] Ibid., 236.

[24] Ibid., 236.

[25] Ibid., 249.

[26] Ibid., 253.

[27] Ibid., 253.

[28] Ibid., 254-255.

[29] Ibid., 255.

[30] Ibid., 286.

[31] Ibid., 286-287.

[32] Del 27 de abril de 1863.

[33] Ibid.,288.

[34] Ibid., 326 (Cita de P. Virgilio, Eneida II, 274).