KARL MARX. DEL ÁGORA AL MERCADO




INTRODUCCIÓN [1].

“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente la correspondiente base económica de desarrollo de un pueblo o una época, es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres, Con arreglo a esa base deben, en consecuencia, explicarse, y no al revés, como hasta ahora se había venido haciendo. Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.
Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida. Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así ya puede considerarse feliz. Pero no hubo un sólo campo que Marx no sometiese a investigación, -y estos campos fueron muchos, y no se limitó a tocar de pasada ni uno sólo-, incluyendo las matemáticas, en la que no hiciese descubrimientos originales. Tal era el hombre de ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el gozo que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse en modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía inmediatamente una influencia revolucionaria en la industria y en el desarrollo histórico en general. Por eso seguía al detalle la marcha de los descubrimientos realizados en el campo de la electricidad, hasta los de Marcel Deprez en los últimos tiempos”. (Discurso de Engels en el entierro de Marx. Londres, el 17 de marzo de 1883).

La Historia, casi siempre escrita por los vencedores, suele asociar lo que considera “doctrinas del mal” a individuos particulares, a veces pensadores de vida honesta y discreta, que no sometieron su pluma al mecenas ni su voluntad al miedo. Maquiavelo, por defender la primacía del poder político sobre el eclesiástico, fue erigido en autor de la doctrina más insoportable, la que basada su ética en la máxima “el fin justifica los medios”; doctrina que nos ha legado la historiografía como expresión del mal moral, incluso del mal absoluto. Como imaginario defensor de esa ética expresada en la máxima recibió su castigo, pues sobre él cayó la mayor condena imaginable en nuestra cultura, consistente en asociar de la manera más indisoluble su nombre a la doctrina, la de llamar a la doctrina del mal con su nombre, llamar “maquiavelismo” a esa doctrina antiética. Algo parecido ha ocurrido con Marx, cuyo nombre ha quedado indisolublemente unido al del “comunismo”, para muchos la barbarie. Y como los avatares de la historia han determinado que el comunismo haya quedado unido a personajes y hechos inquietantes (como la revolución cultural), cuando no simplemente monstruosos (como el gulag); y, sobre todo, como las experiencias comunistas en la URSS, China, Vietnam, Angola, Mozambique o Cuba, que tras cobrarse un enorme e inútil sufrimiento de sus pueblos abortaron sin éxito y sin sentido…; por todo ello, digo, al identificarse con el marxismo -a llamarse “marxismo”- la teorización inspiradora de ese mal, el autor ha pasado a la historia como autor de un pensamiento y un ideal social despreciable y diabólico. Y si Maquiavelo, que sólo aspiraba a mostrar la mayor bondad social de la República sobre los Principados, fue cargado con la corona de la inmoralidad política, en el caso de Marx, que al fin sólo aspiraba a la emancipación de los hombres tanto de los poderosos e insondables dioses del cielo como de ese atractivo y despótico dios de la tierra que se llama Capital, pasaría a engrosar el grupo de individuos que extendieron la barbarie política. En lugar de verlo y valorarlo sin caridad pero con equidad, reconociendo que con más o menos acierto entregó su pensamiento y su energía a hace avanzar la historia en sentido cosmopolita, contribuyendo como tantos otros al avance del “espíritu universal”, pasó a formar parte de una buena selección de indexados por la Historia como autores del mal.

Engels, en su Discurso ante la tumba de Marx, dijo cosas como “El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, el más grande pensador de nuestros días dejó de pensar... Es inestimable la pérdida para el proletariado militante de Europa y América y para la ciencia histórica”. Enfatizaba su dimensión de hombre de ciencia equiparándolo al padre del evolucionismo: “Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza y Marx la ley del desarrollo de la historia de la humanidad”; y evocaba sus aportaciones a la economía (“Marx descubrió también la ley que gobierna el actual modelo de producción capitalista y la sociedad burguesa que ha creado”), así como la riqueza de sus análisis socio-político de urgencia en la larga e intensa actividad periodística, que puede verse en sus artículos de la Rheinische Zeitung, el Vorwärts de París, el Deutsche Brusseler Zeitung, la Neue Rheinische Zeitung, el New York Tribune y muchos otros. Esos méritos en el campo de las ciencias sociales que resaltaba su amigo y compañero de viaje no le valieron el reconocimiento de la academia de su tiempo, que le dio la espalda; ni de los gobiernos, que lo expulsaron de sus territorios, ni de los intelectuales, demócratas y conservadores, que compitieron por difamarlo: “Marx fue el hombre más odiado y calumniado de su tiempo”, nos dice Engels, que cree que ese excesivo desprecio no provenía de su condición de hombre de ciencia, de calidad probada, ni de su ética, poco disonante, sino de su posición política, esta sí revulsiva e implacable: “Marx era, ante todo, un revolucionario”. Una cualidad ésta que, ciertamente, no acostumbra a premiarla la academia, pero sí los pueblos que constantes e impacientes esperan la emancipación; y éstos si le reconocieron su potente aportación teórica y fiel entrega a las luchas obreras, y de éstos si recibió la consideración y el agradecimiento que le negaron las instituciones. Por eso concluye Engels: “Y ha muerto amado, reverenciado y llorado por millones de compañeros trabajadores revolucionarios desde las minas de Siberia a California, en todas partes de Europa y América”.

Ciertamente, son palabras del amigo, en momentos de discurso fúnebre, paisaje apropiado para la gratitud y el ensalzamiento; pero los reconocimientos le vendrían de otros lugares y otras orillas. Isaiac Berlin, sin duda poco marxiano, en su libro Karl Marx [2], con palabras de cuya sinceridad y veracidad es más difícil dudar, reconoce que “Ningún pensador del siglo XIX ejerció sobre la humanidad influencia tan directa, deliberada y profunda como Karl Marx”. Excelente elogio de un antimarxista, que no ahorra retórica para resaltar que Marx no fue “escritor y orador popular”, que “escribió muchísimo” pero fue poco leído; sorprendente reconocimiento a un hombre que según este ilustre liberal carecía totalmente de las cualidades de gran líder o agitador popular: “no fue un publicista de genio, como el demócrata ruso Alexandre Herzen, ni tampoco poseyó la elocuencia de Bakunin”; enigmática grandeza de quien pasó la mayor parte de su vida profesional “en relativa oscuridad en Londres, sentado a una mesa de trabajo y en la biblioteca del British Museum”. Y a pesar de todo -estuvo a punto de escribir I. Berlin- fue uno de los grandes.

El amigo y el enemigo coinciden en la valoración de su aportación a la historia cosmopolita. Uno pronostica: “Su nombre perdurará en el tiempo, y con él su obra”; y el otro confirma: “hacia el fin de su vida se convirtió en el conocido y admirado líder de un poderoso movimiento internacional”. La influencia de Marx en extensión e intensidad en la historia no es discutida hoy por nadie, pero mientras el amigo ve en ello el fluido efecto de su grandeza como hombre de ciencia y líder revolucionario, el enemigo resalta la paradoja de que todo ello sea obra de un hombre de menguadas y contradictorias cualidades (y a veces se añaden a su mochila contradicciones y vicios burgueses). Un hombre, según el liberal británico, con escasas apariciones públicas, desprovisto de encanto, de comportamiento rudo, pero “hasta a sus enemigos fascinaba la energía y vehemencia de su personalidad, la audacia y alcance de sus puntos de vista, así como la amplitud y brillantez de sus análisis de la situación contemporánea”. Un hombre sorprendente, sin las cualidades para hacer lo que hizo, para llegar adonde llegó, y sin embargo ahí está. “¡Los secretos del Terror!”, le diría con sorna Marx si levantara la cabeza.

Sólo el fanatismo puede negar hoy a Marx grandeza como pensador y como dirigente político. Con la muerte del hombre, y sobre todo con la marginación de sus ideas, es fácil reconocerle hoy sin recurrir a la caridad lo que ayer se le negó. Han cambiado los tiempos y hoy Marx puede y debe ser leído e interpretado con menos pasión, como cualquier otro gran filósofo de la historia. Hoy podemos -y así demos de intentarlo- describir su obra sin juzgar su vida, a la haremos alguna mención pero sólo en la medida que nos ayude a comprender la evolución de sus ideas, sin entrar en anécdotas y malignidades, ni en hagiografías y exaltaciones, tan abundantes entre sus biógrafos de ayer. Tan estéril es hurgar en sus miserias forzando la paradoja como intentar embellecerlas como propias de los genios: las miserias humanas no impiden la historia, pero tampoco la hacen. Aunque tenga su atractivo, no nos interesa aquí la figura del Marx que montado en un jamelgo a las tres de la madrugada por las calles de Bonn escandalizaba a su gente en juergas de amigos; ni los momentos de desahogo en que con otros exiliados, tras copas y canciones en abundancia, se enfrentaban a golpes con irlandeses o británicos en las tabernas londinenses, para luego correr por las calles del Soho perseguidos por la policía; ni tampoco nos interesa esa otra figura de Marx, más honda y menos difundida, de padre que llora la miseria, la enfermedad y la muerte de sus hijos, que busca entre amigos y editores una ayuda para resistir unos días más; ni tampoco el Marx que ya nada joven escribe románticas cartas de amor a su esposa. Tras el imponente rostro de “el Moro”, ocupado por la ironía del filósofo y la acidez del revolucionario, estaba subsumido el hombre que sufre, siente, alimenta de poesía el alma y de correrías nocturnas el cuerpo; pero éste aquí no nos ocupa, nos preocuparemos de el otro, de su espíritu y su alma, de su pensamiento de implacable voluntad de cogerencia y de su lucha política de irreductible convicción.

Pero todas estas dimensiones de su vida, que sin duda aportan sentido y relieve a su obra, aquí apenas serán mencionadas. En esta biografía intelectual nos interesa especialmente uno de los componentes de esa vida, su pensamiento, la génesis de su consciencia; aspecto sin duda determinado por los otros, biológicos y emocionales, y particularmente por las condiciones materiales de existencia, exteriores a su individualidad, pero con función constituyente de la misma. No, ni su vida ni la de los otros, la vida social, puede estar del todo ausente en un relato de su pensamiento que pretenda dar razón de su movimiento, de su génesis.

La idea que articula esta biografía es la persecución de dos objetivos intrínsecos al espíritu humano, aunque no siempre estén presentes con la misma intensidad y se desarrollen con la misma amplitud: uno, la búsqueda de un género de expresión de los sentimientos y pasiones que provoca la relación con el mundo; otro, la búsqueda de un género de expresión del saber tal que éste pueda ser considerado al mismo tiempo conocimiento verdadero e instrumento de defensa y reproducción de la vida. Dos objetivos unidos, cuya manifestación en los distintos momentos ayudan a comprender la génesis del pensar. Trataré de ser fiel a esta idea metodológica, que a mi entender da cuenta del recorrido de Marx, que aunque tuviera ocasión de aprenderla de Hegel -cuando éste escribió en su “Introducción” a la Fenomenología del Espíritu que “la filosofía es saber”, pero “saber determinado”, saber expuesto en un orden determinado, en un formato especial, el de la “ciencia filosófica”- sería en su propia experiencia donde se vería forzado a buscar el orden del saber para que al mismo tiempo fuera real, ajustado a la realidad, y revolucionario, orientado a la emancipación. Marx tomaría consciencia de la dificultad de lograr ese saber determinado que nosotros con frecuencia solemos banalizar al hablar de “ciencia revolucionaria”, como si fuera un concepto trivial, como si fuera mera guía doctrinaria para la lucha política subjetiva.

El primero que se percató de ese problema, de su manifestación en su hijo, sin llegar a conceptualizarlo, fue su padre, que encarnando la voz del superego ya detectaba en su hijo una tensión inquietante: “Puesto que tu corazón está animado y dominado por un genio que no ha sido dado a todos los humanos, ¿será ese genio de naturaleza divina o fáustica?”. Se preguntaba si bajo el desorden de su vida inquieta se convulsionaba el ángel o la bestia, el genio divino o el maligno. Veía su inconfundible genio, sin duda, pero temía la encarnación que tomara; la visión del destino no estaba a su alcance y le preocupaba hondamente el modo de organizar y encauzar esas fuerzas que brotaban de su vida, de su relación con el mundo social donde crecía.

Nosotros ya tenemos perspectiva, sabemos el final; pero quedan muchas incógnitas por desvelar de ese recorrido y la configuración del mismo. Por eso aun que nos interesa su pensamiento y su obra, no podemos ignorar del todo el contexto, pues sus ideas cabalgaron sobre su vida, nacieron en su mundo y para tomar posición ante el mismo, para formar parte de ese mundo afirmándolo o negándolo. Si el desarrollo de su pensamiento, de cualquier pensamiento individual, tiene una lógica, ésta no puede identificarse d forma abstracta, sin tener presente las condiciones de existencia, pues las ideas no tenían un destino propio, sino que brotaban como instrumentos o medios de trabajo en su relación con el mundo.

En nuestros días la inercia hermenéutica -en una tradición que el propio Marx ayudó lo suyo a construir- nos empuja a pensar la vida de Marx como algo más que un mero paisaje en el que situar su pensamiento, algo más que un escenario donde representarnos la génesis de una filosofía que convulsionó al mundo humano. Pero solemos hacerlo muy mecánicamente, como concesión a un materialismo muy grosero; describiendo las miserias humanas justificamos el surgimiento de un pensamiento negador, revolucionario. Pero la verdad es que las cosas no son tan sencillas, y para comprender la entrega de Marx a una actividad teórica y práctica revolucionaria no basta con fundarla en la barbarie del contexto y la exquisita moral del sujeto; su convicción y entrega a la emancipación de los seres humanos no es algo que surge inmediato de la injusticia exterior y el buen corazón interior; a esta tarea emancipatoria se han entregado otros muchos y hoy están más o menos olvidados. Nuestra conjetura, que aquí pretendemos ilustrar y argumentar, es que el principal mérito de Marx, el principal servicio que prestó a los pueblos del mundo, fue el de aportar certeza a la voluntad de emancipación que brota en los mismos; una certeza que, por supuesto, no es verdad, pero que encajaba bien en lo verosímil, y que sin duda iba más allá de la simple expresión de adhesión a un deseo, más allá del ahora vulgarizado “Yes, We Can”. Las catarsis subjetivistas del ideal garantizado en el deseo pueden tener su sentido, pero sobre ellas no puede crecer y mantenerse largo tiempo la voluntad de emancipación sometida a mil desaires, fracasos y desilusiones; para mantener la voluntad de poder no basta la fe, sino que se necesita el saber, la certeza -si no la verdad o lo verosímil- de que la emancipación no es fruto del deseo sino que se inscribe en la lógica del movimiento de las sociedades, cuenta con la garantía de la ciencia de la historia [3].

Esta fue su aportación, y aquí no se pone en cuestión si el marxismo es una ciencia o una ideología más, pues lo que afirmo es que, aunque se considere que se trata de otra visión más del mundo su pretensión de cientificidad, de verdad, si se me permite, el formato ciencia en que presenta su imagen del mundo, le prestó una fuerza de seducción que supuso el mejor combustible a la voluntad de existir, resistir y emanciparse de los pueblos. En otra ocasión debatiremos si el marxismo es ciencia o utopía; de momento en este relato de la genealogía de su pensamiento lo relevante es la fuerza del formato ciencia con que construyó su saber de la historia, que pudo enfrentarlo al positivismo conservador y al utopismo revolucionario.

El marxismo como saber, o forma de saber, al fin forma de consciencia, se fue generando con un objetivo, que se iría reajustando sobre la marcha; subjetivamente Marx vivió sin duda ese objetivo como la construcción de una ciencia, que poco a poco iría modelando en una matriz entre la ciencia positiva y la ciencia filosófica. Nunca abandonó la idea de que el saber, no reductible a mera colección de experiencias ni a un haz de especulaciones metafísicas, era el camino de la emancipación. Y a esa tarea de presentar el saber en formado de ciencia (filosófica, dialéctica, revolucionaria.) se entregó sin renuncia ni descanso a lo largo de su vida.



CAPÍTULO I. El tortuoso camino a la filosofía.


“Al llegar a Berlín, rompí todas las relaciones que hasta entonces había cultivado […] tratando de hundirme en la ciencia y en el arte. Dado mi estado de espíritu, en aquellos días, tenía que ser la poesía lirica, necesariamente, el primer recurso a que acudiera o, por lo menos, el más agradable y el más inmediato, pero, como correspondía a mi situación y a toda mi evolución anterior, era una vía puramente idealista. […] claro está que la poesía no podía ser, para mí, más que un acompañamiento, pues tenía que estudiar jurisprudencia y sentía, ante todo, la necesidad de ocuparme de filosofía. Y combiné ambas cosas. […] al final del derecho material privado me di cuenta de lo falso que era todo esto, […] y de nuevo asumí que sin filosofía no era posible penetrar en losproblema […] Y me dediqué a escribir un nuevo sistema metafísico fundamental, al final del cual no tuve más remedio que convencerme una vez más de lo fallidas que resultaban todas las aspiraciones, las del sistema y las mías propias. […] Al final del semestre volví a dedicarme a las danzas de las musas y a la música de las sátires, y ya en este último cuaderno que os he enviado se ve al idealismo debatirse con un humorismo forzado (Scorpion y Felix) y a través de un drama fantástico malogrado Oulanem hasta que, a la postre, ese idealismo da un viraje completo y se convierte en un arte puramente formal, casi siempre sin ningún objeto que inflame el entusiasmo y sin brío alguno en la marcha de las ideas. […] en pocos días […] había caído el telón, mi santuario se había desmoronado y era necesario entronizar en los altares a nuevos dioses. Abandonado el idealismo que, dicho sea de paso, había cotejado y nutrido con el de Kant y Fichte, me dediqué a buscar la idea en la realidad misma. Si antes los dioses moraban sobre la tierra, ahora se habían convertido en el centra de ella. Había leído algunos fragmentos de la filosofía hegeliana, cuya grotesca melodía barroca no me agradaba. Quise sumirme una vez más en este mar proceloso, pero con la decidida intención de encontrar la naturaleza espiritual tan necesaria, tan concreta, tan claramente definida como la naturaleza física, sin dedicarme ya a las artes de la esgrima, sino haciendo brillar la perla pura a la luz del sol. Escribí un dialogo de unos veinticuatro pliegos titulado Cleantes, o del punto de partida y el desarrollo necesario de la filosofía. […] . Una vez recobrada la salud, queme todas mis poesías y esbozos de relates literarios […]. Durante mi enfermedad, estudie de cabo a rabo a Hegel y a la mayoría de sus discípulos. […] A través de algunos amigos con quienes me reuní en Stralow, fui a dar a el “Club de doctores”, entre ellos algunos Privatdocenten de la universidad y el más íntimo de mis amigos berlineses, el doctor Rutenberg. En las discusiones allí sostenidas se han ido revelando algunas concepciones políticas, y me he ido sintiendo cada vez mis encadenado a la actual filosofía del mundo a la que había creído poder sustraerme, pero todo lo ruidoso había enmudecido y me sentía preso de un verdadero furor irónico, al ver cómo podían suceder tantas cosas que antes había negado” (K. Marx, “Carta al padre”. Berlín, 10 de noviembre de1817) [4].

El 12 de Julio de 1806 la Renania pasó a formar parte de la Confederación del Rhin, una asociación de estados impuesta por Napoleón I a los príncipes germánicos tras la conquista de estos territorios. Los Junkers, los caballeros de la aristocracia feudal, lo aceptaron a regañadientes, esperando su hora. Y la hora llegó en 1813, cuando el ilustrado emperador solo contra el mundo fue derrotado en la batalla de Leipzig. En ese momento el viejo orden feudal renació de sus cenizas, y el conglomerado de reinos, ducados, principados y ciudades -que en esos breves años no llegaron a perder del todo su forma abolida, desvanecida pero en reserva bajo el superficial orden napoleónico- se reestructuró en la llamada Confederación germánica, constituida en 1815 en el Congreso de Viena. Pero la historia es irreversible, y cuando se pretende repetirla sólo sale una parodia. Como enseñaba Hegel por esas fechas, la historia nunca camina marcha atrás, las cosas nunca vuelven a ser como antes, pues el espíritu que ha saboreado aunque sea ligeramente la miel de la libertad la recordará para siempre y tarde o temprano volverá a intentarlo.

El Código napoleónico impuesto a Renania era una especie de constitución, igual para todos los estados, en la que entre otras cosas imponía una declaración de derechos del hombre y el ciudadano (incluido el sufragio universal para los hombres) y un sistema parlamentario; los filósofos lo vieron como la irrupción de la razón universal en aquel orden feudal de particularismos y privilegios. Pero al igual que el viejo orden sobrevivió en la penumbra y subordinado al orden napoleónico esperando su hora, cuando éste fue suprimido por los Junkers no se esfumó, sino que persistió en el no ser anhelando su m omento. En su condición de derrotado y a pesar de su corta vigencia, el Código seguiría alimentando la batalla del espíritu liberal y nacionalista contra las fuerzas de la Santa Alianza. El viejo orden reestablecido en el poder no olvidaba su fragilidad; los príncipes habían hecho experiencia de la oscuridad del exilio en su propia tierra, fuera del poder, fuera de los privilegios, y vigilaban contra cualquier síntoma o amenaza de retroceso. Las nuevas clases burguesas que había saboreado la miel de lo universal, aunque fuera en una pseudoigualdad de derechos, y habían tenido la experiencia de su fragilidad, de lo efímero, de nuevo derrotadas vigilaban la ocasión oportuna para el regreso. Unos vigilantes contra las sombras del Código y otros esperando su restauración luminosa; Napoleón había acabado con la estabilidad del dominio y la resignación eterna; las cosas nunca volverían a ser las mismas.

En ese ambiente nació y creció Marx, en esa Renania sometida al régimen feudal, pero al mismo tiempo la más burguesa e ilustrada de toda Alemania, es decir, la región que, por ser más consciente, sufría más el dominio caprichoso de los príncipes y el oscurantismo de su aliada, la iglesia.


1. Las marcas de la familia.

Karl Marx nació el 5 de Mayo de 1818, en Trier (Tréveris), y consiguió el doctorado el 15 de abril de 1841, en Jena. Durante esos veintitrés años tres instituciones modelaron su alma: la familia, la escuela y la universidad; y tres géneros literarios se disputaron la forma de expresión y relación con el mundo, el derecho, la literatura y la filosofía. Y aunque no estaba previsto triunfó ésta.

Nació Marx en esa Renania anexionada por Prusia, incluida en la Confederación Germánica, escindida entre el antiguo régimen y la revolución, entre la sumisión y la libertad. Tréveris es una bellísima ciudad de origen romano, tal vez la más antigua de Alemania. Goethe visitó la ciudad en el XVIII y ofrece una fina imagen de su cuerpo y su alma, la vio cerrada, cercada por dentro y por fuera por el orden feudal: "por dentro está comprimida, presionada por los muros de iglesias, capillas, conventos, colegios, los edificios de los caballeros y los frailes; por fuera está rodeada, más aún, sitiada por abadías, instituciones de caridad, monasterios cartujos" [5]. Marx nació y creció en esa ciudad feudal aburguesada, su familia pertenecía a las clases liberales que física y espiritualmente quedaba encerrada en las formas anacrónicas del viejo orden. Pero en esos tiempos de restauración Renania constituía un espacio geopolítico donde brotaba el espíritu de los nuevos tiempos; como he dicho, la breve vigencia del Código, símbolo de las aspiraciones de las nacientes clases burguesas, había dejado tal huella en las almas que ya nunca volverían a aceptar la sumisión sin rebelarse.

Los padres de Karl Marx, con nombres alemanes de Heinrich y Henrietta, formaban una típica familia burguesa, bien situada y considerada. El padre de Marx era una persona culta y reflexiva, ejercía de abogado y contaba con reconocimiento y prestigio social. Obviamente, aspiraba a que Karl, el mayor de los tres hijos, siguiera su profesión; y lo intentó y en principio creyó lograrlo. En realidad, aunque mantuvo un intenso vínculo con su padre, la voluntad de éste condicionó poco su vida. No así otra determinación familiar, más sutil y silenciosa, con fuerte carga simbólica, y cuya huella invisible afectaría su actitud ante la sociedad y la vida desde los primeros años; me refiero a su condición de judíos.

Heinrich, como Henrietta, eran judíos, de padres, abuelos y tatarabuelos rabinos. Sus antecesores habían vivido ensimismados en su comunidad. Como los cristianos, que según San Agustín llevaban doble vida, en la “ciudad de Dios” y la “ciudad de los hombres”, así los judíos también eran miembro de dos ciudades, y por tanto sin verdadera ciudadanía, negada en doble dimensión: las leyes (particulares y no universales) se la negaban y su religión (particular y no universal) les imponía subordinar su identidad civil a la religiosa. Pues bien, Heinrich Marx, liberal e ilustrado, había roto con esa tradición, profundamente arraigada y ejemplarizada en su familia, del judío extranjero en su propia patria, y optó por ser ciudadano a tiempo completo y pleno derecho. Relegó la religión a su vida privada (encerró la particularidad en la privacidad) que le permitía en coherencia aspirar a la universalidad de la ciudadanía y se alineó en la defensa del Código, cuyo concepto universal de la ley realizaba la universalidad de la ciudadanía. Las posteriores reflexiones de K. Marx sobre “la cuestión judía” se iluminan leídas desde esta situación familiar.

Ilustrado por formación y talante, H. Marx vivió con entusiasmo la invasión napoleónica, que suponía la abolición de los privilegios por genealogía, rango, raza, o religión, y, reconocido ciudadano, le permitía elegir y ejercer libremente sus profesiones y actividades, y tener iguales derechos civiles y políticos; y como también renunció a la ley judía que exigía su primacía sobre la religión del estado, -por considerar la particularidad del judío como ser superior, pueblo de Dios- apostó coherentemente por la universalidad. El padre de Marx, pues, ya no era un judío renano, sino un judío ciudadano renano en toda regla y sin particularidades, pues se había liberado de las determinaciones particularista que le imponía su condición de judío, tanto las supremacistas impuestas por su religión como por las segregacionistas leyes civiles del estado.

La derrota de napoleón y la instauración de la Confederación germánica revirtieron formalmente los cambios y acabaron con las esperanzas emancipadoras en la libertad e igualdad de derechos de los renanos; y, en cuanto a los judíos, las nuevas leyes antisemitas cercenaron su ciudadanía, con la prohibición del acceso a las funciones públicas y al ejercicio de profesiones liberales, entre otras exclusiones. La alternativa estatal que se les ofreció fue la de cambiar de religión, asumiendo el cristianismo, y ocultar su ascendencia judía cambiando sus nombres. El padre de Marx sufriría la doble humillación de renunciar en 1816 a su religión y aceptar la cristiana y la de cambiar su nombre judío, Herschel Mordechai, por el de Heinrich Marx; su madre esperaría unos años, a que murieran sus padres, para pasar la vergüenza de esa doble renuncia. Tal vez a Heinrich Marx, al fin un judío ilustrado, o sea, desjudaizado, más teísta que judío, lector asiduo de Voltaire, Rousseau o Lessing, no le importara mucho abjurar del judaísmo; pero precisamente por esa condición de ilustrado debió sufrir mucho por verse obligado a ello y, además, por ser forzado a coger otra religión. A pesar de su prudencia, discreción y austeridad, virtudes reflejadas en su correspondencia, viviría como auténtica tragedia haber de representar aquella farsa ante sus conciudadanos; debió ser humillante, para una familia de profundas y lejanas raíces judías, ir bautizando y educando públicamente a sus hijos en el cristianismo.

El líder socialdemócrata alemán W. Liebkneck, íntimo amigo de la familia Marx, cuenta que “toda la vida de Marx responde a este acto (la conversión de su padre) y una revancha del mismo” [6]; tal vez sea exagerado, pero no debe menospreciarse la huella social en un niño nacido judío (despreciado por los otros) e hijo de un judío converso (despreciado por los suyos), en un país donde los judíos eran sólo ciudadanos a medias. Son heridas que empujan de forma directa e inmediata a la escisión y el enfrentamiento con aquella realidad social. Como aquella otra, ya adolescente (1834), siendo ya su padre un cristiano liberal discreto y cívico, en que la policía prusiana le obligara a retractarse públicamente por unas declaraciones en las que sugería la conveniencia de ciertas reformas institucionales. Fue declarado sospechoso por el gobierno prusiano simplemente “porque había mostrado su respeto por la bandera francesa y entonado la Marsellesa en "una reunión de un club literario” [7]. Tal vez fueron los primeros contactos del alma de Karl con el despotismo y la dominación, y parece verosímil que incidieran en su posterior comprensión de la religión y el estado como dos formas de sumisión (enajenación) de los hombres.


2. El Gymnasium.

Tampoco es irrelevante para su formación su asistencia al Real Gymnasium “Friedrich Wilhelm III”, de Tréveris (1833-1835), que aunque estaba bajo jurisdicción prusiana mantuvo su espíritu humanista liberal y afrancesado, bien guiado por Johann Hugo Wyttenbach, de fuerte formación kantiana, de quien Marx guardaría siempre un excelente recuerdo. Marx convivió con compañeros hijos como él de clases acomodadas, muchos de ellos de profesiones liberales y funcionarios. Allí surgió su amistad con Edgar von Westphalen, hermano de Jenny, su futura esposa; por mediación de Edgar entraría en la casa de la familia de Ludwig von Westphalen, consejero del gobierno, enviado a la ciudad precisamente por su talente ilustrado, humanista y liberal, que el gobierno prusiano consideraba una buena dotación para tratar con aquella Renania tan afrancesada como antifeudal. Ludwig era un hombre sorprendentemente culto, amante de los clásicos griegos y latinos, lector infatigable de Shakespeare, admirador del romanticismo; supo ver en el amigo de sus hijos a un niño despierto y con ansias de saber y supo transmitirle amor por el conocimiento. Marx nunca lo olvidaría; nunca olvidó a sus maestros y, en cambio, nunca reconoció maestros de sus luchas políticas.

Por la información de que disponemos no fue Marx un joven especialmente sociable. Aunque gozara del aprecio de sus compañeros, pues estaba siempre dispuesto a bromas y fiestas, en general le temían por sus ironías e hiriente dialéctica, que usaba en ridiculizar a cualquiera por débiles motivos; temían los versos satíricos que brotaban con facilidad de su pluma. Este rasgo de su carácter, lo veremos enseguida, no se diluiría con el tiempo.

Se graduó con apenas 17 años, y se conserva el juicio de la Real Comisión Examinadora, que en su informe final dice: "Tiene dotes naturales, y muestra elogiables cualidades para el trabajo en idiomas antiguos, en alemán y en historia, así como una notable capacidad para las matemáticas; también muestra una escasa aplicación al estudio del francés" [8]. La comisión le otorgaba el título de graduación "en la esperanza de que satisfaga las favorables expectativas que sus dotes justifican". Todo parece indicar que valoraban más sus dotes intelectuales que su comportamiento y entrega al estudio.

También han llegado hasta nosotros, de esta época del Gymnasium, algunos trabajos de diferentes asignaturas. El más destacado es uno de la asignatura de alemán, "Reflexiones de un joven para la elección de su profesión" [9]. No han faltado estudiosos que, cual sacerdotes del origen, han intentado ver en ese texto poco menos que la semilla del pensamiento de Marx, destacando el humanismo, el antiindividualismo y la solidaridad que laten bajo su llamada al sacrificio por el bien común, a la felicidad por la entrega al deber; o su formada concepción de la historia que se expresaría en una frase como: “Mas no siempre podemos lograr la posición a la cual creemos que somos llamados, nuestras relaciones en la sociedad están relativamente preestablecidas antes de que estemos en una posición de determinarlas”. No creemos que esas inquietudes, por otro lado tópicas en un texto de examen entre jóvenes educados en un ambiente liberal y humanista, puedan encerrar el secreto del futuro pensamiento de Marx. Si en este escrito hay algún elemento germinal hay que buscarlo fuera del texto, precisamente en ese esfuerzo no exitoso de Marx por encontrar un nuevo vocabulario y rebuscadas formas de expresión de las ideas y sentimientos, en su insatisfacción con los recursos expresivos con que hasta ahora cuenta y que usa con excesivo acento. No es trivial que ese rasgo sea el destacado por el director del Gymnasium, el sutil profesor Wittenbach, quien al decir que “El ensayo está marcado por una riqueza de pensamiento y una narración sistematizada buena”, añade que el autor ha caído en el error de buscar “expresiones pintorescas” que hacen que muchos pasajes carezcan de la suficiente claridad y definición. Es como si el lenguaje usado por el joven Karl pusiera límites a una idea que pugna por abrirse camino, por objetivarse; una idea que se anuncia pero no se deja ver del todo en esas imágenes y tópicos estruendosos. Nos revela una lucha contra el lenguaje que no le permite dar forma a la voluntad de ser que lleva dentro, que le impide construir la representación del mundo que siente y quiere. La victoria en esa lucha será prologada en el tiempo y funda buena parte de la dimensión revolucionaria de Marx.


3. La universidad.

En el “Prólogo” a su Contribución a la Crítica de la Economía Política” (CCEP), de 1859, diría refiriéndose a este momento: Aunque el objeto de mis estudios especializados fue la jurisprudencia, la consideraba sólo como una disciplina subordinada al lado de la filosofía y la historia”. Efectivamente, en octubre de 1835, navegando por el Mosela y el Rhin, Marx viajó a la ciudad de Bonn para estudiar Leyes, conforme al deseo de su padre. Bonn era una ciudad eminentemente universitaria; sus 700 estudiantes daban vida material y espiritual a este centro intelectual de la Renania, que existía con un ojo en Francia y otro en Prusia. De 1830 a 1840 fue una década dura: muchos periódicos se cerraron, las asociaciones políticas estudiantiles fueron prohibidas y sus miembros perseguidos y encarcelados.

Marx se matriculó nada menos que en nueve cursos, la mayoría de leyes y algunos de literatura y arte; tenía ganas de acabar pronto y complacer a su padre, pues sólo por eso estudiaba derecho. Pero en parte porque varias materias no le agradaron, en parte porque Bonn era una ciudad atractiva de día y seductora de noche, y en parte porque, como decían orgullosos los estudiantes del país, “a los del Mosela nos gusta el buen vino por patriotismo”, lo cierto es que Marx se tomó más en serio sus noches, regadas de alcohol y desmadres, que en aquellos tiempos se permitía a los estudiantes, al fin hijos de clases acomodadas. A veces se llegaba a enfrentamientos con la policía, e incluso cuentan los biógrafos que se batió en duelo con un aristócrata. Marx llegaría a ser detenido y castigado por perturbar el orden y por embriaguez al menos en un par de ocasiones. O sea, Bonn le gustaba a Marx, pero no a su padre. Al curso siguiente pasaría a la universidad de Berlín.

Berlín era una ciudad incomparable con Bonn por su dimensión (más de 300.000 habitantes), por la potencia en cantidad y en prestigio de su universidad (unos 2.500 estudiantes y el profesorado más prestigioso) [10], por representar el modelo cortesano, administrativo y burocrático y porque simbolizaba el viejo orden feudal, despótico y principesco prusiano, que se prolongaba ya fuera de su tiempo. No obstante, también en Berlín había aparecido el capitalismo, con una clase burguesa que iba creciendo y extendiendo un pensamiento liberal cada vez más enfrentado al viejo orden. La filosofía ilustrada y el romanticismo liberal y nacionalista habían prendido más o menos en todas las universidades, por donde circularon filósofos y poetas, muchos de los cuales dejaron su huella en Berlín, por cuya universidad habían pasado como estudiantes y/o como profesores.

Ingresa en la Facultad de Derecho el 22 de Octubre de 1836, y se matricula en tres cátedras: legislación criminal, historia del derecho romano y antropología. Lo hizo sin pasión, por concesión familiar. Lo sabemos muy bien por una carta que al año siguiente escribía a su padre y que, en opinión de Montserrat Galcerán Huguet constituye “un documento excepcional para comprender su evolución intelectual”. Realmente es un excelente examen de su primer curso en Berlín, de su relación con los estudios de derecho y, lo más interesante para nuestro objetivo, de su rápido y poco fecundo paso por la poesía, pronto desplazada por la filosofía. "Tenía que estudiar jurisprudencia, pero tenía deseos de dedicarme a la filosofía" [11], nos dice.

Berlín propició que Karl Marx tomase contacto con la literatura romántica y la filosofía; estos géneros ponen en manos del joven estudiante el vocabulario y los recursos retóricos para expresar mejor sus sentimientos, ideas, sueños, insatisfacciones y, en definitiva, para expresar su rebelión y ajustar cuentas con el mal social. Para hacer estas cosas, para satisfacer sus necesidades emocionales existenciales, los diversos géneros literarios son más eficaces que el derecho, o al menos eso creía a sus dieciocho años. Cuando Hegel, a su manera, enseñaba que había tres vías de acceso al saber absoluto, a saber, el arte, la religión y la filosofía, dejaba a ésta como la última, la más acabada, la culminación; pero esa vía suele ser la última disponible, las otras se ofrecen más asequibles. La ya mencionada dificultad del ensayo del Gymnasium de encontrar la expresión adecuada, de poder traducir a conceptos los sentimientos e ideas, reaparece ahora con más claridad y potencia. Necesita aparecer en público, decir lo que lleva dentro, necesita comprender e intervenir en el mundo; y para esas cosas, para esa lucha, para esa batalla en las ideas, no le sirve el derecho. La poesía es en apariencia una vía más fácil, más al alcance de todos, más a la mano de cualquier joven estudiante, es un género más flexible, con menos rigor lógico y disciplina, más acorde con la exuberancia de las necesidades expresivas de la adolescencia.

Las ideas, los sentimientos, incluso los deseos, no toman forma hasta que son expresados, hasta que se objetivan sea por el arte, la filosofía, la ciencia o la técnica. Recurrir a los versos para expresar el amor es una casi eterna tradición. En el prólogo del Profesor Francisco Fernández Buey a una excelente edición de poemas de Marx, nos dice: “Lo que el lector tiene en sus manos es el producto literario de un Marx enamorado [12]”. En aquel ambiente y en su estado emocional el único camino a su alcance era la lírica, pero no era lo suyo, pues tanto los poemas amorosos como en los genéricamente existenciales dirigidos a Jenny, o a su padre, lo que revelan son sus medianas dotes poéticas. Asumió ese género de expresión, pero no tardaría en encontrar sus límites.

En la memorable carta ya citada de Marx a su padre, justificándose de su insuficiente dedicación a los estudios, decía: “Dado mi estado de espíritu en aquellos días, tenía que ser la poesía lírica, necesariamente, el primer recurso al que acudiera, o por lo menos el más agradable e inmediato”. Así lo creía, pero pronto constataría él mismo que la fuerza que veía en los grandes poetas románticos estaba ausente de sus versos, que con el lenguaje poético no lograba objetivar el “demonio” que llevaba dentro. Definitivamente la poesía no era la mejor forma de expresión de Marx; al leerse no se gustaba. No es necesario decir que esas carencias no eran propiamente del género, provenían del pobre uso que hace del mismo. En cualquier caso, no tenía más salida que buscar otra vía de expresión.

En esa misma carta a su padre dice lúcida, enigmática y premonitoriamente, comentando su diálogo filosófico Cleantes: “Todavía no puedo imaginarme cómo esta obra, mi criatura predilecta, engendrada a la luz de la luna, pudo echarme como una pérfida sirena en brazos del enemigo”. Marx en sus inicio prefería la literatura a la filosofía, quería expresarse como el poeta Heine y acabó expresándose como el filósofo Hegel; quería hablar y enfrentarse a la realidad en poeta y descubrió que lo hacía mejor en filósofo. Así descubrió que su camino no era Heine, camino que anhelaba, sino Hegel, enemigo que le incomodaba.

Marx buscaba un género en que expresar su espíritu. No es irrelevante el hecho, señalado por el profesor Fernández Buey, de que dentro del espacio poético el joven Marx se encontraba mejor en la poesía satírica, burlesca; dominaba más y mejor la ironía y el sarcasmo que las metáforas de lo sublime: “Fuera por carácter o por estudios, o por las dos cosas a la vez, aquel joven estaba mejor dotado para la ironía y el epigrama que para la lírica, y mejor preparado para el discurso histórico razonado (incluso dramatizado) que para el relato fantástico; mejor para el trato directo con las ideas que para la concreción en imágenes poéticas” [13]. Es así, puede verse en textos como Escorpión y Félix, una novela humorística, o en Oulanem, pieza dramática inacabada. Marx pone en escena unos recursos satíricos de brillantes efectos, mostrando sus buenas dotes para un género en el que destacaba de niño y que usaría a lo largo de su vida. Disponía de ciertas habilidades satíricas pero el género no acompañaba, pues cada vez sentía más necesario comprender y conocer que zaherir o ridiculizar, cada vez necesitaba más otro tipo de negación de la realidad que la sátira escénica. Y ello le empujaba hacia el terreno del enemigo Hegel, hacia la filosofía.

El verdadero encuentro de Marx con la filosofía –y “la filosofía” en Berlín en esos días quería decir “filosofía hegeliana”- es por mediación del Doktorklub, una especie de think tank desenfadado y provocador donde se producían ideas para la crítica literaria, filosófica, de la religión y de la política; se suministraban armas intelectuales a los periódicos, profesores y críticos. Sus cabezas más visibles eran Bruno Bauer, K. F. Köppen y A. Rutenberg, con quienes el joven estudiante estableció pronto estrechas afinidades. Los jóvenes hegelianos, que usaban a Hegel por su lado más progresista, tenían una estrategia y unos objetivos filosóficos extraordinariamente claros: usar la crítica filosófica para hacer avanzar el espíritu en todas las regiones de la realidad, es decir, hacer que las ideas avanzasen, conseguir que la razón penetrase en todas las disciplinas del saber y por su mediación en todas las esferas sociales. Aunque la crítica filosófica tenía como objetivo inmediato la religión, por considerar a ésta, en su dominio de la conciencia, como obstáculo y enemigo del avance de la razón, el objetivo final de la filosofía era la implantación de un nuevo orden social concentrado en el concepto de estado racional, cuya esencia es la universalidad, o sea, liberado de todo particularismo. Para un hegeliano el “estado cristiano” no expresa adecuadamente la forma definitiva del estado, pues está afectado de particularidad; hay que conseguir que sea simplemente “estado”. Cuantas menos determinaciones, menos negaciones, más universalidad. Por eso la crítica a la religión forma parte de la lucha por el estado universal.

Marx perteneció al club hasta que acabó la carrera; allí se sumergió en Hegel y llegó a familiarizarse y dominar su filosofía, encontrando en ella un vocabulario y un orden de presentación, -un formato del saber- fecundo para comprender y enfrentarse a aquella sociedad injusta. Nada más apropiado para enfrentarse “en idea” al poder feudal y cristiano de los Junkers que desde una filosofía que afirmaba la necesidad e inevitabilidad de su superación, que se legitimaba al anunciarlo y promoverlo. Y esa representación se la ofrecía la filosofía hegeliana, a la que se entregaría con la admiración del converso que ha encontrado el género literario apropiado para expresar su rebelión. Lo acoge con tal entusiasmo que, a su marcha de Berlín, Edgar Bauer y F. Engels, a quien aún no conocía, publicaron a su partida este retrato:

“¿Quién es que veloz llega, cual sobre ruedas?
Un sujeto de Tréveris, un monstruo pelinegro.
No camina, avanza a saltos, se precipita,
brama de ira, como un poseso grita,
levanta los brazos, encolerizado,
cual para poner el cielo aquí en la tierra.
Los puños cierra, y después los blande,
perseguido, parece, por el diablo mismo“ [14].

Si la literatura cede el paso a la filosofía, otro tanto pasa con el derecho. Acabará los estudios, para satisfacer a su padre, pero los dados estaban lanzados. A principios de 1839 comienza a preparar su disertación doctoral sobre Las diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro. Su apuesta por Epicuro ha sido valorada como una toma de posición militante de ateísmo frente al cristianísimo y feudal estado prusiano, tal que iniciara así, vengando imaginariamente a su familia frente al poder que la había machacado, su larga lucha por la emancipación. Tal vez sí, pero su disertación expresa una lucha más general que la venganza familiar. Marx se presenta en ella cual Prometeo que rompe con los dioses y se pone al lado de los hombres; más precisamente, apuesta por el Prometeo que quiere llevar al pueblo la luz del saber, que quiere sacarlo de sus sumisiones, liberarlo de opresiones, hacer que en ellos, también en ellos, se abra paso el espíritu de la época. Prometeo simboliza la lucha de los jóvenes hegelianos liberales por la realización del espíritu en el mundo; lucha contra Hermes, el mensajero de los dioses, el “lacayo del Olimpo”, conservador y reaccionario. Pero el “Prometeo” hegeliano que encarna el “espíritu universal”, y que avanza a hombros de pueblos e individuos seleccionados, privilegiados, se ha metamorfoseando en un “Prometeo” marxiano que apoya su marcha en otros cuerpos, el de los marginados de la historia, que así nos advierte que el espíritu emancipador ha de comenzar su existencia desde el barro de la historia, aferrarse a la tierra, nacer en ella y para ella.

Presenta su disertación de doctorado el 15 de abril de 1841, en la Universidad de Jena; consideraba que la de Berlín estaba en manos de ideólogos del régimen. En su estancia en Berlín había cumplido su deber con su padre, acabar los estudios de derecho; pero la historia le había empujado a la filosofía para cumplir nuevas tareas. La historia le encargaría sobre la marcha otros objetivos, a su manera, cerrando y abriendo puertas. Esa historia que se valió del poder para cerrarle las de la Universidad de Berlín, y la de Bonn, a pesar del respaldo de sus amigos del club, incluido Bruno Bauer, le abrirías otras, que más o menos inexorablemente había de seguir. El Dr. Karl Marx tuvo que regresar a Tréveris, para reiniciar su vida, para reemprender el inexcusable viaje de la sobrevivencia; pero en su camino de regreso llevaba su título de doctor y le acompañaba el reconocimiento intelectual de cuantos le habían conocido. Unas palabras de un amigo, elogiosas y sinceras, se volverían premonitorias. Son de Moses Hess, del verano de 1841, un joven hegeliano con quien mantendría el contacto, que cuenta a un corresponsal: "Puedes prepararte para conocer al más grande, quizás al único verdadero filósofo viviente, quien pronto, dondequiera que aparezca (en letra impresa o en el estrado de la cátedra), atraerá hacia sí las miradas de Alemania. El doctor Marx —tal es el apellido de mi ídolo— es todavía muy joven (cuando mucho tendrá unos 24 años), pero asestará el golpe definitivo a la religión y a la política de la Edad Media. En él se reúnen el ingenio más agudo con la más profunda seriedad filosófica. Piensa en Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel unidos en una sola persona (digo unidos, no embrollados), y tendrás al doctor Marx" [15].


4. La cosecha hegeliana.

Marx regresó a casa con el título de Doctor, que pesaba poco, en la maleta y la filosofía hegeliana, que pesaba bastante más, en la cabeza. Volvía mejor equipado para pensar y enfrentarse al mundo, para afrontar la vida social. Había abandonado el formato literario (primero el poético, luego el crítico satírico) y optado por el filosófico, en su versión hegeliana, que le parecía más adecuado a sus necesidades y capacidades expresivas y a su objetivos de intervención social y política. Más pronto que parte el formato hegeliano le resultaría estrecho, insuficiente e insatisfactorio, y habría de buscar uno propio; pero no le sería fácil desprenderse del mismo entre otras cosas porque era fácil encontrar otro mejor. Su vida podría leerse así, como búsqueda constante de una forma apropiada del saber, un concepto nuevo de saber, como construcción de una “ciencia” social diferenciada; no le sería fácil elaborarla y en la medida que lo consiguió no resultó aceptable para los colegas; difícil de comprender, siempre inacabada, en constante revisión, gastó su viuda en ese empeño. Pues, aunque podríamos pensar con razón que su fin último era la emancipación de los hombres y los pueblos, siempre entendió que ese objetivo pasaba por la elaboración de ese nuevo saber en un nuevo formato.

Como esa aventura filosófica al servicio de la política comenzó con su buena carga de hegelianismo y siguió con un prolongado esfuerzo de distanciamiento, ruptura y sustitución del mismo, creemos conveniente dedicar atención a ese origen, a ese momento inicial; las siguientes reflexiones sobre la filosofía política hegeliana nos permitirá entender mejor las inquietudes, forcejeos y metamorfosis de la posición de Marx.

En esos comienzos de su aventura intelectual, de su intervención filosófica en la política, en buena medida como lucha política en la filosofía, Hegel le ofrecía una ontología atractiva y estimulante, pues con ella podía devaluar la defensa de la positividad. Efectivamente, en el marco conceptual hegeliano se pensaba la realidad social como momento de una totalidad en movimiento, siempre superándose y negándose, justificándose así su aparición y su desaparición como igualmente necesarias; desde esa perspectiva hegeliana no sólo se justificaba la crítica a lo existente sino que se fortalecía la esperanza en la historia. El mal social, incluso antes de su identificación con el mundo del capital, aparecía finito, destinado a su superación. Ese formato del saber hegeliano le agradaba, aportaba confianza, alimentaba la voluntad de ser. Le atrajo la ontología histórica del filósofo y su potencia racionalizadora, especialmente la aplicada al desarrollo del espíritu; y le fascinó su renuncia a toda verdad o moral transcendente, que ponía la esencia fuera de las cosas y de los hombres, sustituida por una dialéctica de la inmanencia que permitía a los hombres tomar consciencia de que eran, a pesar de todo, artífices de su destino.

A veces se resuelve la relación entre Marx y Hegel en términos de una simplista oposición “materialismo versus idealismo”; se apoya en el papel dominante que éste otorga al espíritu. Pero las cosas no son tan sencillas. Ciertamente, en el sistema hegeliano el espíritu se entiende como una de las formas de manifestarse la idea, y se presenta en tres figuras, tres momentos lógicos, no históricos, pues avanzan simultáneos con sus ritmos propios pero combinados. El espíritu subjetivo es el conocimiento del mundo, que avanza por mediación de los individuos y los pueblos, que lo desarrollan de forma desigual. Unos pueblos destacan en ciencias naturales, otros en conocimientos económicos; unos en arte y otros en derecho. Como las marcas atléticas, siempre alguien en algún lugar dará un paso en esa larga marcha hacia en el conocimiento. La “historia cosmopolita” nos describe las aportaciones de este o aquel pueblo, éste o aquél individuo, en ésta o aquella época. Pero quien avanza a través de esas concreciones es el espíritu, que siempre necesita porteadores, individuos que le sirvan de soporte. De aquí que pueda inducir a pensar que en Hegel el espíritu crea el mundo, olvidando que en realidad el espíritu y el mundo son sólo maneras de manifestarse la Idea, que unas veces aparece como subjetividad y otras como naturaleza.

Más relevante para nuestro objetivo es la función del espíritu objetivo, por dos razones. Una, porque el estado y el derecho, los conceptos que más preocupaban a Mar y en los que centró su crítica a Hegel, forman parte del “espíritu objetivo”; la otra, porque la ruptura de Marx con el hegelianismo tuvo aquí su escenario privilegiado, en particular, en torno al concepto de trabajo. Efectivamente, el trabajo es el medio por el que el espíritu subjetivo sale de sí, se aliena, se materializa, deviene espíritu objetivo; pero en Hegel esta enajenación o extrañamiento no es pérdida, extravío, sino medio para su recuperación, para su avance, para la producción de nuevas formas de conciencia por mediación de la práctica. Así lo entendemos aún hoy al decir que normalmente aprendemos de la experiencia, observando el mundo, contestando a sus retos; el pensamiento ha de salir de sí y realizarse para probarse, conocerse, detectar sus carencias, recuperarse y avanzar. ¿Y la “alienación del trabajador”, que Marx denunciaba en sus Manuscritos de 1844? Hegel miraba el trabajo desde su distancia filosófica, y desde ahí le preocupa más la marcha del espíritu que la existencia de los individuos; en todo caso, nos diría que los individuos también avanzan con su pueblo y con la humanidad; que el desarrollo del saber, cueste lo que cueste, acabará en avance para los individuos. En forma más vulgar esta tesis la han defendido los liberales de todos los tiempos.

Lo más importante es no olvidar la relación dialéctica entre ambas figuras subjetiva y objetiva del espíritu: que uno avanza por mediación del otro, uno es condición de posibilidad del avance del otro; uno viene a ser para el otro lo que el aire para la paloma, cuya resistencia al movimiento le permite volar. Esa relación dialéctica entre ambos es el trabajo, mediación entre las dos formas de espíritu, entre la subjetividad y la naturaleza, es muy importante tanto en Hegel como en Marx; ambos enfatizan la acción subjetiva. Por tanto el “idealismo” de Hegel no consiste en atribuir al espíritu subjetivo una función activa y determinante en la historia, cosa que también hace Marx; su idealismo radica en pensar el movimiento del espíritu, tanto subjetivo como objetivo, excesivamente determinado por un orden lógico inscrito en la Idea, en la mente de Dios antes de la creación, como su en sí antes de aparecer y devenir para nosotros. Y esto se debe a que para Hegel la historia es un proceso del espíritu que usa la Idea para devenir autoconsciente, o sea, para salir del aislamiento del en sí y devenir en sí. La historia queda reducida a una misión, un fin, que no es otro que el autoconocimiento de ese Dios imaginario. El avance del mundo hacia la libertad, la moralidad, el derecho…, todo se nos revela como la condición objetiva de posibilidad del autoconocimiento.

Marx, por el contrario, invierte esa relación; el autoconocimiento no es un fin en sí mismo, el avance del conocimiento es el medio por el cual el hombre deviene dueño de sí mismo, de su vida. Y este destino no es expresión de un deseo, manifestación de la voluntad de un sujeto que elige para sí un modo de ser; no, al contrario, llegar a ser dueño de sí mismo es la única vía de ser; no es una opción, es un destino. La lucha por la emancipación es la lucha por la vida como ser humano; la lucha por la individualización es su modo de ser. Es decir, en ese universo de representación hegeliano, del que nunca se liberará del todo, Marx se desplazará a una posición en que el espíritu subjetivo, sin duda activo e importante, es instrumento de la lucha por la vida, tal que su movimiento, sus formas, sus figuras, no están inscritas desde el origen en ninguna lógica de la creación.

También tomará de Hegel la dialéctica, pensará el proceso objetivo como metamorfosis inmanente de lo real y aceptará un orden de las categorías y su desarrollo. Pero, insisto, el sentido de estos movimientos no es ya el cumplimiento de una lógica de la autoconsciencia, sino de la lucha por la existencia. Ahí enraíza su giro materialista, que nada tiene que ver con la subordinación del espíritu a la materia, o con la devaluación del papel de las ideas. Por eso, mientras para Hegel el movimiento apunta hacia la superación de todas las escisiones en el saber absoluto, particularmente las dos que había recorrido toda la historia (entre el yo y el nosotros y entre el sujeto y el objeto), para Marx esa reconciliación también ha de darse en la objetividad, en el orden social, con la superación de las clases y la instauración del comunismo, condición material de posibilidad de que la Idea cierre el ciclo histórico deviniendo en-sí y para-sí.

El espíritu objetivo, segundo “momento” de la filosofía hegeliana del espíritu, en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas se subdivide en tres secciones; el derecho, la moralidad y la eticidad, las mismas que después mantendrá y desarrollará en su Filosofía del derecho. El espíritu objetivo tiene para Hegel como finalidad la realización en el exterior de la voluntad libre; si se prefiere, la realización de la libertad determinada. Esta voluntad tiene como forma de existencia exterior el derecho, no sólo como norma jurídica, sino como cualquier determinación de la libertad, cualquier sistema de obligaciones; el derecho es una determinación de la voluntad (y omnis determinatio negativo est ), un límite externo para hacerla posible y finita. La figura de la voluntad libre en su existencia interior es la moralidad, en que la voluntad se autodetermina a sí misma, y cuya forma histórica paradigmática es la kantiana, la excelsa figura de la “voluntad autónoma”. En ambas figuras, derecho y moralidad, se mantiene la escisión y contraposición entre el yo y el nosotros, entre la particularidad y la universalidad.

Pero Hegel añade una tercera figura, la eticidad, que como el derecho y la moralidad tiene su propio recorrido histórico, pasando por diversas fases, en la que se supera la citada escisión. La figura de la eticidad, pensada como “el cumplimiento del espíritu objetivo, la verdad del espíritu subjetivo y objetivo mismo”, identifica ese momento en que la libertad subjetiva se identifica con la voluntad racional, es decir, deviene universal, en-sí y para- sí. La eticidad tiene sus primeras formas en la familia y comunidades étnicas, -formas de superación de la individualidad-, donde la identidad es puesta por vínculos de sangre, amor, sentimientos, lengua y determinaciones históricas inmediatas. En la sociedad civil, para Hegel la sociedad burguesa, la eticidad aparece en identificaciones colectivas más amplias que la familia, más universales, pero no universales, como las asociaciones profesionales o culturales; ni siquiera la sociedad “civil” como totalidad consigue la universalidad, pues sigue afectada por la determinación, como revela el término “civil”. A pesar de que el vínculo de la sociedad civil sea la cultura, un vínculo ético muy fuerte, forjado de prácticas de vida en común, de valores, intereses y fines compartidos, la sociedad “civil” aún está afectada de particularidad, por lo contiene un grado limitado de eticidad.

Hemos de tener en cuenta que Hegel no usa “sociedad civil” como distinta o contrapuesta a “sociedad política” o a “estado”, como en nuestro tiempo; llama “sociedad civil” a la sociedad de su tiempo, un modelo histórico, que incluye tanto la política como la economía o las idea y prácticas religiosas, todas formas de la cultura, del espíritu compartido; y la llama “civil” para expresar que en ella la dimensión política, el estado, está contenido en ella pero no como forma de la misma, sino como elemento, como parte que no representa los intereses universales de la totalidad sin los particulares de una clase social. Es un “estado exterior” a ella y confrontado, en unidad dialéctica que debe ser superada; esa superación será el “estado racional”, momento de la identidad, cuando la totalidad social está ordenada por la razón, cuando el estado es forma de la sociedad, estado universal. Por tanto, “sociedad civil” y “estado racional” son para Hegel dos nombres de la sociedad, correspondientes a dos momentos de la misma, el momento de la escisión y el de la reconciliación, el de la oposición y el de la identidad. En el primero la sociedad es civil porque el estado que forma parte de ella está afectado de particularidad, por lo cual la sociedad lo ve exterior, fuera y distinto de ella, lo distingue y no lo identifica con ella misma, lo ve incluso su enemigo, con intereses y fines opuestos. La “sociedad civil”, por tanto, no tiene identidad interna, sino escisión, oposición; la sociedad no se reconoce en ese modo de ser incompleto, contaminado de negación, de diversidad, de particularidad, de ahí su tendencia a superar ese momento y alcanzar la identidad y universalidad, la fusión de lo civil y lo político en la unidad del estado racional universal.

Resumiendo [16], la idea de eticidad que parece guiar el desarrollo del concepto no culmina su desarrollo en la “sociedad civil”, no deviene en ella conforme a su concepto; ha de pasar a otra figura, la del estado racional, universal, que no reconoce la particularidad, que ha borrado toda diferencia. Es en ese segundo momento cuando, en la idea hegeliana, se conseguirá la identidad entre los dos ámbitos de la vida humana, ahora desgarrada, escindida en lo que Marx verá una doble vida del individuo burgués: una vida privada entregada a la particularidad (“existencia sin esencia”, dirá Marx) y una vida pública, común, determinada por la universalidad (“esencia sin existencia”). Queda así claro que en la idea de Hegel la “sociedad civil” y el “estado racional” son dos momentos del progreso de la sociedad, del desarrollo de la eticidad en ella; progreso que se manifiesta en la superación de las oposiciones y particularidades y la realización de la identidad y lo universal.

 Hegel dice que la voluntad subjetiva, individual, activa en todo el proceso, ve su substancia en el espíritu de un pueblo, ve allí su libertad y la asume como su finalidad; “de este modo la persona cumple su deber sin reflexión electiva, como lo suyo y como ente, y en esta necesidad se posee a sí misma y a su libertad efectivamente real" [17]. En el estado la identidad ética es elegida, no es impuesta como en la norma moral; tampoco es determinación étnica o estratégica, sino racional; el estado es la subjetividad libre que elige la universalidad. Hegel dirá que “el estado es la substancia ética autoconsciente; es la unión de los principios de la familia y de la sociedad civil” [18]. Recoge la unidad que proporciona el sentimiento amoroso de la familia y añade la universalidad “consciente”, el querer que sabe [19]. Y añade: “la esencia del estado es lo universal en-sí y para-sí, lo racional de la voluntad” [20]. En otro momento: “El estado es lo racional en-sí y para-sí [21]. Es la Idea de Dios en la tierra, la manifestación de lo divino en la tierra; es la vida ética [22].

No sólo le iría resultando a Marx cada vez más difícil adherirse a un sistema totalizador que acaba sometiendo la realidad al orden de los conceptos; le resultaría especialmente inaceptable esta teoría del espíritu, cuya historia es el camino hacia la consciencia de la libertad, y en la que el estado aparece como etapa final que hace posible la vida ética y la autoconciencia. En cuanto Marx llegue a comprender que el “estado universal” hegeliano, en su universalidad, no emancipa sino que consolida la particularidad, la desigualdad y la subordinación; en cuanto logre constatar su función ilusoria y mixtificadora, el formato filosófico del saber elaborado por Hegel le parecerá camisa de fuerza y estéril, y aparecerá exigente en su consciencia la necesidad de romper con el maestro. No es difícil entender por qué su lectura deviene crítica y por qué ésta se irá centrando cada vez más reductivamente en el problema del estado.



CAPÍTULO II. La doble ilusión emancipadora


“Aunque el objeto de mis estudios especializados fue la jurisprudencia, la considera-ba sólo como una disciplina subordinada al lado de la filosofía y la historia. En 1842-1843, siendo director de la Rheinische Zeitung, me vi por primera vez en la embarazosa obligación de pronunciarme sobre lo que se llama intereses materiales. Las deliberaciones del Landtag renano sobre la tala furtiva y el fraccionamiento de la propiedad agraria, la polémica oficial sostenida entre el señor von Schaper, entonces gobernador de la provincia renana, y la Rheinische Zeitung, acerca de la situación de los campesinos de la Mosela, y, finalmente, los debates sobre el librecambio y las tarifas proteccionistas me dieron los primeros impulsos para ocuparme de cuestiones económicas. Por otra parte, en esa época, cuando las buenas intenciones de "adelantarse" superaban con mucho el conocimiento de la materia, la Rheinische Zeitung dejaba traslucir un eco, ligeramente teñido de filosofía, del socialismo y el comunismo franceses. Me pronuncié contra ese diletantismo, pero al propio tiempo confesé francamente, en una controversia con la Allgemeine Augsbürger Zeitung, que mis estudios hasta entonces no me permitían arriesgarme a expresar juicio alguno sobre el tenor mismo de las tendencias francesas. Aproveché con apresuramiento la ilusión de los dirigentes de la Rheinische Zeitung, quienes esperaban que suavizando la posición del periódico iban a conseguir la anulación de la sentencia de muerte pronunciada contra él, para abandonar el escenario público y retirarme a mi cuarto de estudio” [“Prólogo” a la CCEP (1859)].

Esta cita nos describe la consciencia que Marx tenía de los orígenes de su propia aventura intelectual y política, de sus inicios de autor, apenas dos décadas después del comienzo. Esa aventura filosófica de Marx comienza en serio -incluso como forma de ganarse la vida- sus trabajos periodísticos, con la mirada puesta en la realidad inmediata y efímera y con la voluntad de elevarla a conocimiento sólido, apuntando siempre a lo universal. Aquí trataremos de recorrerla con la mejor guía imaginable, que nos proporciona él mismo en un condensado relato autobiográfico, escrito un par de décadas después, en el “Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de 1859. Allí nos deja imágenes retrospectivas de momentos existenciales, como todos circunstanciales y efímeros, fragmentos del desarrollo de su proyecto intelectual como los conservaba en su memoria, pero todos encuadrados en la unidad del programa de la crítica de la Economía Política que daba sentido a las partes.

Dejados en la cuneta la literatura y el derecho, caído en los “brazos del enemigo”, Marx probó vivir de la filosofía; cerradas las puertas de las universidades encontró en el periodismo un lugar atractivo para el probarlo. La idea de vivir de la filosofía, y particularmente de su uso político, que había arraigado en la conciencia del joven Marx, sólo era verosímil en las cátedras universitarias y en el periodismo; cerrada aquella puerta, estaba abocado a esta última. Durante años Marx a duras penas vivió del periodismo político, pero encontró en este trabajo un modo cada vez más intenso y consciente de difundir las ideas que iría construyendo desde la elaboración teórica y las experiencias en las luchas políticas; era una de su forma de intervención en la larga batalla por la emancipación, bien sincronizada con la elaboración de su sistema filosófico.

Un filósofo jovenhegeliano radical, como hemos visto, creía en serio en la batalla filosófica, que hacía avanzar el espíritu. Su tarea política quedaba justificada en ese programa ilustrado de hacer avanzar en todas las esferas el pensamiento, las ciencias, las luces, acabando así con las diversas formas de irracionalidad, sean derivadas de la ignorancia o de la opresión. Esa emancipadora lucha por la racionalización se identificaba con la liberación de las conciencias de todas sus sumisiones, de todas sus formas de alienación; y se concretaba en dos frentes: la crítica a la religión o “falsa conciencia”, y la crítica de toda idea particularista de estado. Ese programa crítico, que desde las cátedras y los círculos como el Doktorklub se cumplía en el universo de las ideas, dando por seguro que éstas a su tiempo acabarían determinando la realidad, encarnándose en ella, en el campo del periodismo exige la toma de contacto inmediato con la vida, con problemas y urgencias que no pueden esperar. Marx conocía bien el rostro de la religión y del estado en el espejo de los conceptos, en el formato hegeliano del saber, pero el periodismo le forzará a ver esos rostros en la vida real, y aquí la ontología hegeliana revela sus carencias. Sometida su consciencia a ese contraste, se verá empujado a la búsqueda de nuevas formas de representar la realidad, de una nueva ordenación del saber; de momento esa indagación se mantiene en el ámbito y el lenguaje de la filosofía, hasta que se le abran nuevos horizontes.


1. La Gaceta renana.

En la década de 1840 se había agudizado en Prusia la confrontación entre el estado feudal de los Junkers y las cada vez más urgentes aspiraciones de la burguesía, lo que desembocaría en las luchas de 1848-9. Como suele ocurrir, antes de llegar a las revoluciones sociales la confrontación germina y se manifiesta en la batalla ideológica, en la agudización de los debates políticos jurídicos; y en la modernidad uno de sus focos era siempre el debate sobre la censura, primera arma que usa el poder instaurado.

 La burguesía renana encabezaba la rebelión antifeudal. A principios de 1842 fundó en Colonia el Rheinische Zeitung, para defender sus posiciones políticas y sus intereses comerciales e industriales, confrontado al otro diario de la ciudad, el Kölnische Zeitung, de un catolicismo ultramontano que miraba y escuchaba a Roma más que a Berlín. Los patrocinadores de la Gaceta Renana, políticamente liberales y culturalmente ilustrados, invitaron a los jovenhegelianos a colaborar en el proyecto. Animado y apoyado por algunos amigos se incorporó Marx al periódico en otoño de 1841, se entregó con convicción y aun año después, con 24 años de edad, sería nombrado director de aquel diario, el más importante de las fuerzas progresistas renanas.

Marx comienza su colaboración en la Gaceta Renana [23] con varias series de artículos filosófico políticos sobre los debates en el Landtag (Dieta o Parlamento) renano, sobre las leyes que aprobaba nada menos que la región más avanzada y desarrollada, más liberal y abierta, de toda Prusia. La primera serie se centró en el “debate sobre la libertad de prensa y publicación de las actas de la Asamblea de los Estados”. Lo más interesante de estos artículos es que, siguiendo la estela emancipadora de Rousseau, tiende a ver el mal no sólo en el enemigo exterior (el estado-censor), sino en el enemigo interior (en la servidumbre voluntaria), en la autocensura por intereses económicos. Nos dice:

"Es cierto que el escritor debe ganarse la vida para poder existir y escribir, pero no debería existir y escribir para ganarse la vida... La primera libertad de la prensa consiste... en estar libre del comercio. El escritor que degrada la prensa a la categoría de medio material merece, como castigo de esa esclavitud interna, la esclavitud exterior, la censura; o mejor aún, toda su existencia es ya un castigo" [24].

Considero admirable la belleza y lucidez de su crítica, que aún hoy sigue ausente y añoramos. Será una constante en Marx buscar siempre dos apariciones del enemigo de la emancipación: una visible, bien identificable (en este caso el censor, el poder) y otra silenciosa que arraiga en los compañeros de viaje (en este caso en los periodistas). El liberalismo siempre se ha silenciado ésta bajo aquella, poniendo el mal en el Estado y ocultando el mal del Mercado.

En el otoño de 1842 comienza otra serie de artículos con el título “Los debates en torno a la ley sobre el robo de leña”, que el Landtag elaboró para regular prácticas consuetudinarias tan arraigadas y vitales para la población pobre como la recogida de leña seca de los bosques, la caza y la pesca, la “segunda recogida” [25], etc. Y al año siguiente aborda la problemática de los viñeros del Mosela. Estas dos series, de las que Marx estuvo siempre satisfecho, -por la posición adoptada ante ellas y sobre todo porque le forzaron a ver los límites de su crítica-, le llevan a tomar contacto con las miserables condiciones de vida de las clases populares, y a iniciar un posicionamiento en su favor; hecho que ha sido enfatizado para reconstruir el perfil del Marx revolucionario y su camino hacia el comunismo. La lucha contra la miseria social no es la lucha filosófica contra la irracionalidad, aunque puesta ésta como causa de todos los males incluya en abstracto a aquella; la lucha contra la miseria social exige incluso otra idea de racionalidad, que en lugar de dictar el bien y el mal en abstracto subordine su argumentación y sus fines a su desaparición. En otras palabras, la razón no puede dictar la buena vida, sino someterse a la vida, cuya primera exigencia es acabar con cuanto la niega, como la miseria y la opresión.

Ahora bien, estos artículos, y otros menos conocidos pero muy sustanciosos, como “Sobre el Proyecto de Ley de Divorcio” [26], o el titulado “El editorial del número 179 de la Gaceta de Colonia” [27], son especialmente relevantes para comprender su evolución conceptual. Aquí se pone a prueba el sentido del hegeliano “estado universal”, un concepto de estado que excluye la particularidad. De momento resiste la prueba, ese modelo favorece la denuncia de la miseria social y la conquista de la igualdad; Marx hace suyo ese concepto y se mantiene en esa doble ilusión emancipadora, vigente en la historia de la humanidad y objetivada en el sistema hegeliano, que ve el Estado y la Filosofía como dos creaciones sublimes del Espíritu, como dos figuras universales de la emancipación; mantiene esa posición, que un día reconocerá ilusoria, pero comienzan a abrirse importantes grietas en la matriz.

En “El Editorial del número 179” Marx se opone, ciertamente, al “estado cristiano” porque es un estado sometido a esa particularidad, por lo tanto sumiso al privilegio; un estado emancipado debe ser sólo estado, estado político, sin sumisión a ninguna determinación (religión, propiedad, raza, género…). De este modo, la lucha por el matrimonio laico, meramente político, que no puede asumir un estado cristiano, se convierte en una lucha por la emancipación política del estado, por la eliminación en el estado de toda particularidad -recordemos que es todavía en Marx la “totalidad social” hegeliana-, en concreto, por liberar al estado de contenido religioso. El texto, pues, revela que Marx mantiene aún el “estado”, en el sentido de totalidad social racional y universal, como horizonte de emancipación. El estado real prusiano es un lugar del poder y la dominación, pero el Estado conforme a su concepto, el estado ideal a realizar, es nada menos que el lugar en que la libertad natural puede elevarse a libertad moral y política. Ese estado racional y universal no es lugar de la opresión, sino de la emancipación; no es lugar del privilegio, sino de la igualdad. Marx permanece en la ilusión, aún no sospecha que la universalidad del estado es una forma sutil y mistificadora de defender la particularidad, una forma eficiente de garantizar la dominación. Cuando descubra esto, y no estaba lejos en el tiempo, habrá de romper con Hegel e iniciar su propia construcción del saber.

El 14 de julio vuelve a la carga con una nueva entrega del artículo “El Editorial 179”, pero en este caso sale en defensa de la filosofía y de la intervención de ésta en los asuntos reales. Ese “Editorial 179” de la Gaceta de Colonia que critica Marx había mostrado su asombro porque en un diario como la Gaceta Renana se abordaran temas filosóficos; no sólo estimaba que las cosas profundas no habían de ser vulgarizadas en los periódicos y reservarse a la Academia, sino que consideraba que la censura debía prohibir el trato filosófico de las cuestiones políticas y religiosas en la prensa, reservándolo para las cátedras o revistas especializadas. Marx ironiza con esa pasión de la filosofía alemana por “la soledad, al aislamiento sistemático y la autocontemplación desapasionada”; ironiza sobre su esoterismo y su refugio en lugares sagrados, volviéndose impenetrable al ojo vulgar: “es como un profesor de magia cuyos conjuros suenan majestuosos porque no se los comprende”. Y responde con énfasis:

“Pero los filósofos no salen de la tierra como las setas; son el fruto de su tiempo, de su mundo, de su pueblo, cuya sabia más sutil, preciosa e invisible circula en las ideas filosóficas. Es el mismo espíritu el que construye los sistemas filosóficos en el cerebro de los filósofos y el que construye los ferrocarriles con las manos de los obreros. La filosofía no está fuera del mundo, del mismo modo que el cerebro no está fuera del hombre por no encontrarse en el estómago” [28].

Marx defiende la irrupción de la filosofía en el mundo como “acción”, es decir, como “cultura”; no sólo como consciencia subjetiva de lo que es, sino como realidad objetiva -como espíritu objetivo- que forma parte de él [29]. La filosofía es así puesta como el arma de la emancipación: la filosofía que se pone a la altura de su tiempo, que se reconoce de su tiempo, que no finge ir más allá de su tiempo, que se sabe constitutiva de su tiempo; la filosofía que deja de residir en el cerebro y mirar el mundo desde fuera para salir de sí e instalarse en el mundo. La filosofía emancipadora, viene a decirnos, es la que hace que las ideas dejen de ser divinas para ser meramente “ciudadanas”; la filosofía deviene ciudadana en tanto auténtica savia de la cultura de la liberación y de la razón. Posición idealista, sin duda, pero de un bello idealismo.

La defensa de Marx en estos artículos de la filosofía y del estado como armas de la emancipación es de gran belleza literaria y ética; su radicalismo e intensidad son tan dramáticos que desprende el aroma trágico de la última defensa, del último momento heroico antes de entregar la plaza sitiada. Marx pone la pasión de quien presiente la derrota definitiva del ideal, de quien dice adiós a su fe anterior. Porque, paradójicamente, ese momento de desesperada defensa de la filosofía y del estado tiene lugar en los momentos en que la filosofía muestra su impotencia ante el poder y el estado revela su verdadera esencia, que no es precisamente la de caminar hacia la libertad y la igualdad, que no es la de realizar la universalidad. El estado racional, universal, hegeliano, era el momento final de la realización de la eticidad; ahí reside la ilusión, en creerlo superación y destino de la “sociedad civil”. De la ilusión se sale cuando se reconoce que el estado real es tal como aparece en la “sociedad civil”, estado exterior, orden de la sociedad, simulando neutralidad y actuando como instrumento de una sociedad dividida, escindida. De la ilusión se sale cuando se sabe que esa forma peculiar de poder político que llamamos “estado” nació en una sociedad dividida en clases y con la función de subsumir y regular los conflictos de clase; que no nació para realizar la universalidad, que ésta requiere su desaparición y, por tanto, la desaparición de esa “sociedad civil” que lo engendró, esa sociedad atravesada por la desigualdad. Por suerte o por desgracia, no tardaría Marx mucho tiempo en salir de esa ilusión. Bastó un gesto tosco y obsceno del poder para que decenas de periódicos y cátedras pasaran al silencio, y los más radicales defensores del estadio racional fueran lanzados al exilio. Se acabó el encantamiento.


2. Una carta filosófica programática

París era un buen lugar para que un exiliado continuara su lucha por Alemania, que en su interior había estrechado el cerco sobre los reformadores con la censura y la represión. Además, en París avanzaba el capitalismo y la burguesía lograba afianzarse tras la noche oscura de la restauración que siguió a la revolución de 1789. Marx descubrirá esas clases trabajadoras que sufrían jornadas de hasta 15 horas diarias, y sus luchas por liberarse de esa situación; y descubrirá a sus actores, como Louis-Auguste Blanqui y su propuesta de “comunismo obrero”, tan diferente del “comunismo filosófico” de sus compatriotas. En la correspondencia de esta época nos habla de “lanzarse a las verdaderas luchas”, y de la nueva tarea de la filosofía, que no ha de ser otra que llevar a la humanidad que lucha la conciencia de los motivos de sus luchas.

París le ayuda, le fuerza, a pensar, a formular en conceptos el fracaso de sus posiciones filosóficas y políticas defendidas desde la prensa; le exige ajustar cuentas con su consciencia anterior. Y en este sentido son destacables los dos trabajos que publica en los Anales Franco-Alemanes, la “Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel” y “Sobre la cuestión judía”; dos trabajos escritos en Alemania pero revisados y retocados en París.

Pero antes de estos trabajos, preparando con A. Ruge el proyecto de los Anales, escribió una carta que dibuja con claridad los horizontes de su proyecto. Marx había compartido con los jóvenes hegelianos, liberales radicales, las dos ilusiones de la humanidad, que se prolongan hasta nuestro tiempo y se muestran insuperable: las esperanzas emancipadoras por la vía de la filosofía, de la educación, y por la vía de la política, del derecho. Estas dos ilusiones sufrieron algunas erosiones en su primera etapa de periodista, pero se mantuvieron. En septiembre de 1843 escribe su famosa carta a Arnold Rug [30]e, quien le había propuesto sumarse en París a su nuevo proyecto periodístico, los Anales franco-alemanes. En esa carta Marx sigue en las garras del hegelianismo, no tiene aún otro vocabulario para expresarse: “Lo necesario está aconteciendo”, nos dice; “estoy convencido de que nuestro plan responde a una necesidad real; y, después de todo, las necesidades reales deben poder satisfacerse en la realidad”. Mantiene el proyecto filosófico político crítico: “crítica despiadada de todo lo existente”; mantiene la religión y el estado como los enemigos, como dos formas de enajenación: “Así como la religión es un registro de las luchas teóricas de la humanidad, el estado político es un registro de las luchas prácticas de la humanidad”. Es cierto que la carta revela nuevos síntomas, como la mayor atención a la práctica: “participación en la política y, por ende, en las luchas reales, e identificar nuestra crítica con ellas”; pero su esquema de reflexión no escapa al marco de la filosofía hegeliana. La crítica filosófica sigue siendo la estrategia y el estado racional el objetivo; la tarea del filósofo es crear consciencia, crear saber, revelar quien somos y de donde venimos, sin saber adónde vamos ni lo que debemos hacer: “No le decimos al mundo: “abandona tu lucha, es una locura; nosotros gritaremos la verdadera consigna de la lucha”. Nos limitamos a mostrarle al mundo la razón efectiva de su combate, por qué está luchando en verdad, pues la conciencia es algo que tendrá que asumir él mismo” [31].

Esta carta de Marx a Ruge es una joya para acercarnos a este momento inicial, de despegue, de su desarrollo intelectual propio, pero también para comprender su posterior evolución, sus correcciones al mismo, pero bajo los principios establecido en esta carta: partir de la realidad para incidir en ella, para negarla, para ayudar a que la razón pase la forma no racional de habitar en ella a formas más racionales; crítica como liberación de obstáculos, ruptura de cadenas, con pleno dominio del momento negativo, sin buscar su sustitución dogmática por otras formas impuestas. Por eso no me resisto a la tentación de resumir más en extenso su contenido, que refleja con claridad una posición política y filosófica que entiendo iluminará el recorrido; éste es su punto de partida, y habrá de servirnos como el fondo sobre el que irá produciendo y superponiendo sus sucesivas posiciones teóricas.

Es una carta densa que contiene los objetivos y el método de un programa político filosófico. En ella se dice “la filosofía se ha popularizado y la demostración más evidente de este fenómeno la constituye su implicación, no sólo exterior sino también interiormente, en el tormento mismo de la lucha” [32]; allí confiesa que “la construcción del futuro y la invención de una fórmula perenemente actual no es obligación nuestra”, no es obligación de los filósofos, que en cambio han de “actuar sobre el presente” para transformarlo, y han de hacerlo “a través de la crítica radical de todo lo existente [33]; en ella matiza que esta crítica es “radical” en el sentido de que “no se asusta ni frente a los resultados logrados ni frente al conflicto con las fuerzas existentes”. En ella se critica el “comunismo filosófico” existente (de Cabet, Dézamy o Weitling) un comunismo abstracto y dogmático, que en realidad sólo es “una particular manifestación del principio humanista, contaminado por su opuesto, el elemento privado”. En esa carta ya advierte que “abolición de la propiedad privada y comunismo no son absolutamente idénticos”; y que la crítica ha de extenderse a la religión y a la ciencia, o sea, a la “esencia teórica del hombre”. Y todo ello, sin duda, en una perspectiva hegeliana, muy hegeliana, pues el principio de que se parte es que “la razón ha existido siempre, pero no siempre en forma racional” [34], tal que la crítica tiene así marcado su camino: crítica radical de lo existente, en su realidad objetiva y en sus formas de consciencia; y en especial crítica radical del Estado político, que en su forma interior “expresa sub specie republicae todas las exigencias, las luchas, las verdades sociales”.

La estrategia, por tanto, es la de lograr que la razón se abra paso en la realidad, que ésta, especialmente el orden político, se ponga a la altura de los principios, superando su determinación por la particularidad y asumiendo su subordinación a la universalidad: “Elevando el sistema político de su forma política a una forma general y poniendo de relieve su auténtico y esencial significado, el crítico obliga, simultáneamente, a dicho partido a superarse, puesto que su victoria supone también su derrota” [35].

Sí, también la carta describe la lucha contra las formas de consciencia enajenadas, buscando la reforma de las consciencias; pero no dogmática y abstractamente, proponiendo otras idealizadas: “la reforma de la consciencia consiste sólo en hacer consciente al mundo de sí mismo, en reactivarle de su aturdido relegamiento sobre sí, en explicarle sus propias acciones” [36]. Esa es la tarea de la filosofía, la tarea de la crítica, no la de proponer mundos y formas de vida idealizadas, basta con generar autoconsciencia, y los hombres ya determinarán por sí mismos su destino. Y añade: “nuestro lema será: reforma de la consciencia, no mediante dogmas, sino mediante el análisis de la consciencia mística oscura a sí misma, tanto si se presenta en forma religiosa, como en forma política. Veremos entonces como el mundo hace tiempo que tiene un sueño, del cual basta con tener consciencia para convertirlo en realidad. Resultará claro que no se trata de trazar una recta del pasado al futuro, sino de realizar las ideas del pasado. Veremos finalmente, que la humanidad no se iniciará en un nuevo trabajo, sino que realizará desde el principio, conscientemente, su trabajo antiguo” [37]. De eso se trata, eso persigue la crítica, el esclarecimiento de la consciencia de lo que se es, lo que se vive, lo que se hace. “Se trata de un trabajo para el mundo y para nosotros”, dice Marx; “se trata de una confesión, y no de otra cosa”, añade. Y cierra la carta: “la humanidad, para hacerse perdonar sus culpas, no tiene más que declararlas en cuanto tales”, o sea, reconocerlas, sacarlas a la luz. Como se puede apreciar,  este breve escrito es una espléndida exposición de los presupuestos  de todo un proyecto crítico ambicioso, el primero de Marx tras sus balbuceos juveniles, que comenzará a elaborar enseguida, y al que se entregará con entusiasmo. Más  allá  de su concreción periodística, ya  apunta a una renovación teórica, a partir de Hegel pero con voluntad -y necesidad- de ir más  allá; y la posibilidad la pondrá  la vida, o sea, sus experiencias, sus lecturas y su pensamiento en constante renovación.


3. La "Introducción" al proyecto crítico.

El primer proyecto crítico de Marx se centraría en Hegel, en su filosofía en general, pero de modo especial en su filosofía del derecho. Marx había comenzado un reexamen de Hegel en una obra, la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel [38], que dejó inacabada; para la misma escribió una “Introducción” que publicó en los Anales, y que como otras varias adquirió o altura, densidad y autonomía propia, convirtiéndose en referente y sustituto de la obra inacabada. En esta publicación de finales de 1843 Marx plantea, desde la situación alemana, nada menos que las condiciones de lo que llama “emancipación humana” [39]. Como rasgo general de su análisis destaca la progresiva desviación de la mirada hacia la sociedad civil y la radicalización de la idea de emancipación, irreducible ya a la emancipación política. Se va consolidando, pues, su tendencia a buscar las posibilidades de la emancipación más allá de las críticas a la religión y al estado, apuntando a la sociedad civil como el lugar que encierra el secreto de todas las formas de enajenación y miserias ontológicas y existenciales de los hombres.

En este desplazamiento se pone de relieve, precisamente, la insuficiencia de la crítica filosófica. Cuando se comprende que las distintas formas de alienación no tienen su raíz en el error, la ignorancia o la ilusión, o sea, en determinaciones que pudieran combatirse y superarse con la verdad de la crítica; cuando se entiende que la enajenación hunde sus raíces en la vida material, en las condiciones de existencia, entonces no queda sino reconocer que la lucha contra la alienación ha de incluir la transformación de la base material donde nace, crece y se reproduce, es decir, la transformación de la sociedad civil; o cuando se aprende que el estado universal es imposible porque va contra la esencia del estado, que no nació para culminar la ética, como se soñaba, sino para reproducir la “sociedad civil", que no era una mera “sociedad” abstracta sino una sociedad capitalista, inexorablemente escindida en clases; cuando se tiene esta consciencia, y por tanto ha cambiado el formato del saber, de la representación del mundo, también hay cambiar la estrategia. La conclusión estratégica de Marx es coherente: al arma teórica hay que añadir un arma material, al arma de la crítica hay que unir la crítica de las armas. Esta arma material, nuevo sujeto del cambio histórico que sustituye a la Idea, es el proletariado, del que comienza a conocer sus luchas y su función productiva.

Marx no menosprecia la crítica filosófica de la religión, pues “la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica”; pero entiende que ha sido superada la crítica de la religión como “error” que la filosofía puede desvelar y corregir; se ha superado la idea de la alienación (religiosa, política o económica) como mero efecto de conciencia que podemos combatir con la verdad; se ha superado el “error” de ver la alienación como error, en lugar de verla como lo que es, una forma de ser del hombre en este mundo, la verdad de este mundo:

“La religión es la teoría universal de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica popularizada, su pundonor espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón general que la consuela y justifica. Es la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad. Por tanto, la lucha contra la religión es indirectamente una lucha contra ese mundo al que le da su aroma espiritual” [40].

La religión no es un accidente del espíritu superable cognitivamente, sino la consciencia que corresponde a una forma de existir, que expresa a un tiempo la miseria de sus condiciones de vida real y el enfrentamiento posible a la realidad que se vive:

“La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo [41].

La huida del mundo es la única manera que tiene el ser humano desde su impotencia de enfrentarse a un mundo insoportable y refractario; proyectar fuera las esperanzas, la justicia, la paz, es el modo humano alienado de resistir sus condiciones inhumanas de vida. Descubiertos su origen y su función, la crítica a la religión ha de ser crítica de la sociedad que la genera, crítica de las condiciones que la hacen inevitable. Y esa crítica ha de desvelar también las formas profanas de alienación, que lleva al ajuste de cuenta con la filosofía del derecho: “La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del Derecho, la crítica de la teología en crítica de la política” [42].

La nueva clarificación del concepto de emancipación pone a la filosofía ante una tarea nueva: la transformación material del mundo. Se había mostrado experta y hábil en la crítica teórica a la alienación, y se movía con soltura en esos escenarios de la religión y el derecho; pero esa arma de la filosofía había de revisarse y renovarse para participar en la nueva tarea de crítica material que ha de realizarse en la sociedad civil. La “crítica teórica”, tan desarrollada en Alemania, no ha servido para sacarla del anacronismo; la “filosofía del derecho” ha sido impotente, ha quedado obsoleta y, comienza a sospechar Marx, ha sido cómplice. La lucha emancipadora ya no puede ser meramente crítica, generadora de conciencia, sino práctica, transformadora de las condiciones que impiden elevar la realidad al concepto. La filosofía ha de asumir su nueva tarea, que no es la de decir a los hombre cómo deben vivir y por qué cosas han de luchar; no se trata de prescribirles un destino y señalarles el camino del paraíso:

“De lo que se trata es de no dejarles a los alemanes ni un momento de resignación o de ilusión ante sí mismos. La opresión real hay que hacerla aún más pesada, añadiéndole la conciencia de esa opresión; la ignominia más ignominiosa, haciéndola pública. (…) Hay que enseñarle al pueblo a espantarse de sí mismo, para que cobre coraje” [43].

Marx ha comprendido al fin que en Alemania la confrontación no es contra el orden feudal para instaurar del estado liberal burgués; eso equivaldría a sacarla del anacronismo incorporándola todavía al pasado. La historia ha quemado esa etapa e impuesto otra tarea: el reto de los nuevos tiempos ya era la superación del estado burgués y el orden capitalista. Y así dice con ironía: “El moderno ancien régime ya no es más que el comediante de un orden universal cuyos verdaderos héroes han muerto” [44].

En todo caso, la lucha ya no es sólo filosófica; la emancipación hay que decidirla a nivel práctico y en la sociedad civil, y la filosofía ha de ajustar su papel con humildad, pues, en tanto que forma de conciencia, está afectada de la realidad social que aspira a transformar, contagiada de su mal. La filosofía, por su carácter teórico y por su determinación social, muestra así sus dos limitaciones como instrumento de emancipación: porque la tarea a realizar es práctica, de trasformación de la base material de la sociedad, se necesitan otras armas; y porque la filosofía, en tanto que conciencia de la sociedad, no escapa a la determinación de ésta, su voz no enuncia la Verdad, no puede decir qué se debe hacer, y ha de asumir que sólo es parte de esa realidad, que también ha de ser transformada.

En definitiva, para llevar a Alemania a la hauteur des principes, es decir, a una revolución que no sólo la ponga al nivel oficial de los pueblos modernos sino a la altura del espíritu de la época, en primer lugar hay que articular la crítica de las armas y el arma de la crítica, pues “el arma de la crítica no puede sustituir la crítica de las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material” [45]; y, en segundo lugar, hay que redefinir la crítica filosófica sabiendo que, por un lado, “la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas” y, por otro, “un pueblo sólo asumirá la teoría en cuanto ésta represente la realización de sus necesidades”. Dos tesis estas últimas que Marx no abandonará nunca y cuya articulación caracteriza su análisis, pues reconoce el necesario papel de la subjetividad, de las ideas, y su inevitable determinación por las condiciones objetivas.

De este modo la esperanza en la emancipación de la sociedad pasa de la filosofía que hace avanzar el espíritu a un nuevo sujeto,

“una clase que no reclama un derecho especial, ya que no es una injusticia especial la que padece, sino la injusticia a secas; que ya no puede invocar ningún título histórico sino su título humano” [46].

Encuentra esa clase en el proletariado, cuyas primeras imágenes empíricas de sus luchas han ayudado a Marx a recuperar la confianza en la emancipación, y cuya iniciada lectura de la economía clásica ha permitido comprender su función. La impotencia de la filosofía se compensa con el moderado optimismo que Marx encuentra en el proletariado: “Lo mismo que la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas intelectuales” [47]. Y cierra este brillante texto con palabras millones de veces citadas como expresión de la intuición de una nueva vía de emancipación:

“La cabeza de esta emancipación es la filosofía, su corazón el proletariado. La filosofía no se puede realizar sin suprimir el proletariado; el proletariado no se puede suprimir sin realizar la filosofía” [48].

A partir de ahora gran parte de su vida estará dirigida a aportar base teórica racional a esta genial y provocadora intuición.


4. La cuestión judía.

La “cuestión” judía, cuyo fondo político era el de la igualdad de derechos, hacía décadas que estaba a la orden del día. Es conocido que la Revolución Francesa había declarado la igualdad de derechos, y que Napoleón la exportó a los territorios conquistados, aunque el propio Código napoleónico incluiría algunas restricciones. En todo caso, el orden prusiano tendía a mantener la segregación desde el irrenunciable carácter religioso del estado: en un estado cristiano, que era de y para los cristianos, los no cristianos no eran considerados ciudadanos de pleno derecho.

La intervención en este debate de Bruno Bauer, especialmente con su ensayo Die Judenfrage (1843) elevó el techo filosófico de la discusión. Discípulo directo de Hegel, profesor y amigo de Marx, aplicando con rigor la filosofía hegeliana del estado le lleva a pensar que la emancipación de los hombres, su institución como ciudadanos libres e iguales, pasaba por la emancipación del estado de toda particularidad (fuera ésta la religión, la propiedad de la tierra, la genealogía, etc.), y por su devenir un estado meramente político. O sea, para emanciparse de la religión el estado ha de ser laico. Como el estado prusiano era “cristiano”, no era un estado emancipado, y por tanto ningún súbdito del mismo era un ciudadano emancipado, ni los judíos ni los cristianos, reflexiona Bauer. La incoherencia de los judíos era pedir a un “estado cristiano” que los emancipara sin dejar de ser cristiano; un estado no puede emancipar a los ciudadanos sin emanciparse a sí mismo; no puede tratarlos como ciudadanos universales e iguales sin serlo él mismo, sin librarse de la particularidad que afecta su esencia.

Ahora bien, sigue diciendo Bauer, la reivindicación del pueblo judío no sólo es contradictoria, sino injusta. Contradictoria, porque exige al estado que no actúe como cristiano cuando él en tanto individuo no quiere dejar de actuar como judío; contradictoria porque exige al estado que no actúe conforme a su particularidad cuando él no renuncia a la suya, no renuncia a ser judío y a considerar su ley religiosa superior a la civil. Injusta, porque abandona la lucha, común a los alemanes y a la humanidad, por emanciparse políticamente, objetivo que exige la previa emancipación de cada uno de la religión. En consecuencia, viene a concluir, si los judíos realmente quieren la emancipación política, la igualdad de derechos, deben comenzar por renunciar a su particularidad, igualarse a los demás hombres y luchar codo a codo con ellos por la emancipación común.

Esta entrada de Bruno Bauer provoca la reflexión de Marx, a quien la cuestión judía tal vez hurgaba en su memoria, y para quien la esperanza hegeliana en el estado universal emancipado se había ido debilitando. Comienza cuestionando el “orden” de la emancipación marcado por Bruno Bauer, la exigencia de emanciparse de la religión para llegar a la política. Le sirve de argumento el caso de los EE.UU. de Norteamérica, considerado por todos como modelo de emancipación política y que a ojos vista mostraba su compatibilidad con la existencia de la religión en la esfera privada:

“Norteamérica es, sin embargo, el país de la religiosidad (…). Si hasta en un país de emancipación política acabada nos encontramos, no sólo con la existencia de la religión, sino con su existencia lozana y vital, tenemos en ello la prueba de que la existencia de la religión no contradice a la perfección del Estado” [49].

¿Por qué exigir a los judíos liberarse de su religión para poder pedir la emancipación política si los cristianos no se liberaban de la suya para poder gozar de ella?, se pregunta Marx. La emancipación política, sospechaba, no iba de la mano con la emancipación religiosa; las relaciones eran más complejas. Marx apuntaba más alto en su crítica, mucho más allá del tema judío. Y lo que cuestiona es la suficiencia de la emancipación política y, por tanto, la idea del estado como lugar de la misma; es decir, ya cuestiona el sentido de la emancipación política, que haya de venir al individuo por mediación del estado, a su vez previamente emancipado. En definitiva, Marx comienza a desacralizar el estado, a alejarse de esa confianza en el estado como esfera de la emancipación o como instrumento de la misma.

En esos momentos, para Marx la religión y el estado son dos manifestaciones de las carencias ontológicas del hombre real, que revelan su incapacidad para tomar las riendas de su vida, su impotencia para controlar su existencia y satisfacer sus aspiraciones naturales. Es decir, comienza a pensar que en su vida en sociedad, y por las carencias en la estructuración de ésta, el ser humano se ha visto empujado a la religión y al estado, en ambos casos pseudosoluciones; bajo esas determinaciones (negaciones) su ser ha perdido esencia, ha adquirido carencias ontológicas que se expresan en sus insatisfacciones. La carencia del ser humano concreto expresada en la determinación religiosa le lanza fuera de sí y de su mundo (es el planteamiento feuerbachiano), le empuja a la enajenación de sí; compensa ilusoriamente la pérdida de sí mismo con la esperanza en otra vida, en otro mundo, ante un juez exterior y transcendente. La carencia del ser humano expresada en la determinación política, su dificultad para vivir en paz e igualdad, le empuja a otra forma de enajenación, en que compensa también ilusoriamente la pérdida de sí mismo en su existencia privada con la ilusión de igualdad y universalidad en su otra vida, la “vida pública”, ante otro juez neutral y figuradamente exterior. El estado y la religión son, por consiguiente, dos formas de enajenación de su voluntad, dos maneras de someterla a fuerzas y figuras transcendentes creadas por él mismo. Esas dos instancias exteriores a las que se somete, en las que deposita sus esperanzas, a las que rinde culto cual referentes de sentido de su vida, son en realidad según Marx dos formas de perderse a sí mismo definitivamente. Estado y religión dejan de ser pensados por Marx como medios de reconciliación y recuperación de sí para pasar a ser mediaciones de una emancipación imaginaria y, a la postre, mecanismos de reproducción de la enajenación

Pero Marx no sólo iguala formalmente la función del estado a la de la religión, y reivindica la crítica a ambos, sino que parece persuadido de que es el momento de centrar la crítica en la ilusión política. De ahí que afile su pluma y estruje su ingenio tratando de mostrar que, en el fondo, el estado no sólo es criticable porque siempre se presenta contaminado de particularismo, negando su propio concepto; no sólo es criticable en sus imperfecciones o carencias; es igualmente criticable en la idea, en su ideal presentación como universal que trata a todos igualmente, sin reconocer ninguna particularidad; es criticable en su esencia, en el en sí que oculta (particularidad), presentándose como lo que no es (universalidad), y en el para sí que exhibe, esa universalidad que viste, que usa como legitimación, y que en el fondo le sirve para hacer posible y atractiva la enajenación del individuo.

Marx llegará a decir que la forma universal con que se presenta el estado es la mejor manera que tiene de servir a la particularidad; o sea, la perversión del estado no reside en sus accidentales imperfecciones, sino en su esencia ideal, en su concepto, en esa universalidad que oculta y niega la particularidad a la que sirve. El secreto último del estado, donde radica su inquietante eficiencia, está en tratarnos como ciudadanos en la esfera pública mientras nos consolida como individuos privados en la esfera civil; en declararnos allí iguales mientras aquí reproduce nuestra desigualdad. Y así el concepto filosófico hegeliano de estado deja paso a otro, ya marxiano, en el cual su función real, oculta e intrínseca es la de mantener y sacralizar las particularidades y diferencias que públicamente no reconoce. Descubierta esta verdadera función del estado como necesaria, ya no es posible la esperanza en la emancipación por esta vía. Veamos en detalle un momento de esta importante reflexión.

Ya hemos visto que el estado se emancipa de la religión dejando de ser religioso, instituyéndose como laico, como meramente político. Pero, como también hemos visto, el estado religioso emancipado, como el norteamericano, no exige la emancipación del hombre de la religión, que sigue cultivando en su esfera privada. Profundizando un poco más, Marx señala que no sólo el estado laico, emancipado de la religión, permite la vigencia de ésta en la esfera privada, sino que la defiende, la instituye, e incluso la canoniza y santifica declarándola “derecho del hombre”; solemnemente declara el derecho sagrado del individuo a elegir religión, a la libertad de culto, a elegir sus dioses y sus demonios, y a que todos respeten y defiendan ese derecho. Por tanto, no sólo no se emancipa de la religión el individuo privado, sino que también el estado laico queda ligado a ella, determinado por ella, al asumir como obligación sagrada el respeto y la defensa de la libertad religiosa. El estado laico no se ha liberado, sólo ha asumido otra manera de quedar subordinado a la religión; se emancipa de ella en el concepto de sí, en el para sí, pero no en la función, que en el fondo es su esencia. En consecuencia, el estado político, paradigma de la emancipación política, no se libra de la particularidad y la subordinación, en este caso la religiosa; sólo la sirve de otra manera.

Y lo propio ocurre con las otras particularidades, que el estado para sí universalista esconde en su en sí particularista; lo que le lleva a pensar que la esencia del estado es la particularidad, la reproducción y defensa de la particularidad, de la diferencia, en definitiva, de la desigualdad. Hasta el punto que la universalidad que esgrime como falsa esencia está al servicio de la particularidad, en tanto que la oculta y la hace más soportable y en tanto que la protege y reproduce en silencio. En el caso de una de estas particularidades, tal vez la joya de la corona, la propiedad privada, Marx se expresa así de claro:

“El Estado como Estado anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara la propiedad privada como abolida de un modo político cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de sufragio activo y pasivo, como se ha hecho ya en muchos Estados norteamericanos. (…) Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada, no sólo no destruye la propiedad privada, sino que, lejos de ello, la presupone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación particulares, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos” [50].

De este modo se revela la verdadera esencia del estado, que no es hacer posible en su seno la vida universal, la vida genérica, superando el reinado de las particularidades y las diferencias; la verdadera esencia es consolidar éstas fuera de él, sacralizarlas en la sociedad civil convirtiéndolas en derechos. Las saca y pone fuera de sí, se libera de ellas en su concepto, y las sitúa, reconoce y defiende en la esfera social, allí las sacraliza y rionde culto. La universalidad del estado, por consiguiente, es sólo la forma más eficiente de proteger la particularidad fuera de sí. Marx ha captado por fin que el estado nace de y para la sociedad civil, y sirve a ésta necesariamente, inexorablemente. La nueva sociedad civil capitalista instaurada por la burguesía instaura el estado apropiado para la defensa de esa sociedad; en el conceto de estado, en su filosofía, que para Marx está expresada en las diversas “Declaraciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano”, queda inscrita esa insólita doble función del estado que sólo puede cumplir condenando al ser humano a una doble vida, expresada en las dos abstracciones de “Hombre” y de “Ciudadano”.

Es su análisis de las Declaraciones de derechos, con especial referencia a la francesa de 1791, Marx enfatiza la división de los derechos en dos tipos, del hombre y del ciudadano, cada uno formulando y constituyendo una forma de vida distinta; los del ciudadano configuran su vida en común, su ser comunitario; los del hombre, su vida privada, su principio egoísta. Vida escindida en dos, nos dice Marx, una real y sin valor ético y otra con sustancia ética y sin realidad. La división no es un error del legislador; las declaraciones de derechos son la filosofía del estado, son el ideal (por otra parte irrealizable) de vida en el capitalismo burgués; la escisión en los derechos expresa la escisión en la forma de vida que respectivamente consagran. Es decir, Marx ve en las Declaraciones el reconocimiento explícito de una doble existencia del hombre en el orden del capital; su existencia como ciudadano, ficción de universalidad, esencia sin existencia, sin realidad, y su realidad como individuo, como hombre privado, existencia sin esencia. La emancipación política, pues, es puramente formal (figura del ciudadano) y coexiste con el hombre privado sometido a la particularidad.

La conclusión de Marx, tras un análisis de los cuatro derechos del hombre (libertad, igualdad, propiedad y seguridad) presentes en las Declaraciones es que son derechos que definen un tipo de hombre para un tipo de vida: aislado, protegido, separado de los otros y de la sociedad, privado de su ser genérico; un ser enfrentado a los demás, viendo en ellos una amenaza, un enemigo; un ser que no se reconoce en los otros, que no se identifica con ellos sino exteriormente, en las condiciones iguales de lucha de todos contra todos. Los derechos, por tanto, expresan y consagran la existencia individual (abstracta) de hombres alienados (carentes de esencia) objetivamente enfrentados, “individuos replegados sobre sí mismos en su interés privado y en su arbitrariedad privada”, individuos disociados de la comunidad, indiferentes a la vida en común. Los derechos “universales” paradójicamente responden a una idea de individuo separado de la comunidad, que ven a los otros alternativamente como instrumentos útiles y como enemigos:

“Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria” [51].

Considero que en este momento de su reflexión ya no es posible la doble ilusión; la emancipación ya no puede esperarse de la filosofía (mediante la crítica) ni de la política (mediante el estado universal); las claves de la historia, y por tanto de la emancipación, había que buscarlas en el terreno de la sociedad civil, que ahora se piensa más como esfera económica, de amplitud y dominancia creciente en el desarrollo capitalista. Es en ella, y en su relación con el estado ahora como instrumento a su servicio, donde hay que poner la mirada, donde hay que buscar el saber y ordenarlo, ye estructurarlo científicamente. Se trata de buscar, pues, un nuevo formato, ahora muy ligado a una ciencia nueva, que ha nacido precisamente ligada al desarrollo económico capitalista, la economía política. Marx encontrará en ella un saber nuevo, a cuyo estudio se incorporará con decisión; pero no le servirá el formato de esta ciencia, nacida para la producción, en sus irrenunciables y consolidados objetivos de emancipación, a los cuales se adapta mejor el que ha ideo construyendo en su diálogo con Hegel. De ahí que se vea empujado a un largo camino de ejecución de un ambicioso y cien veces reformulado programa de investigación, el de la “crítica de la economía política”. En el mismo irá recogiendo y produciendo nuevo saber sobre la sociedad capitalista y construyendo una nueva ontología que le permita un nuevo formato de ciencia. El resultado será lo que él llamó “socialismo científico”, al que poco a poco nos acercaremos.

De momento nos basta con resaltar que a estas conclusiones Marx va llegando a través del cuestionamiento de Hegel, pero en gran medida usando su lenguaje, llevándolo al límite. Sus lecturas de historia social y economía le empujaban y animaban a revisar a Hegel, pero la falta de un vocabulario y una ontología propia obstaculizaban la transición. Tenía que seguir con su ajuste de cuentas con la “conciencia anterior”, es decir, con Hegel y los jóvenes hegelianos; y de este ajuste de cuentas, como alternativa en esbozo, iría surgiendo la forma de ese discurso específico, propio, realmente nuevo, cuya materia procede de sus lecturas y reflexiones de historia social y de economía política. Nuevos saberes que exigen y posibilitan una nueva ontología, que a su vez define los límites del saber, en una praxis científica difícil de catalogar y aceptar en la academia, cosa que Marx no pretendía; nuevo saber que disolvía el dualismo ser/conocer y rescataba su dialéctica en una nueva relación recíprocamente constituyente.



CAPÍTULO III. La enajenación en el trabajo


“El primer trabajo que emprendí para resolver las dudas que me asaltaban fue una revisión crítica de la filosofía hegeliana del Derecho, trabajo cuya introducción apareció en 1844 en los Deutsch-Französische Jahrbücher, publicados en París. Mis indagaciones me hicieron concluir que tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden ser comprendidas por sí mismas ni por la pretendida evolución general del espíritu humano, sino que, al contrario, tienen sus raíces en las condiciones materiales de vida, cuyo conjunto Hegel, siguiendo el ejemplo de los ingleses y franceses del siglo XVIII, abarca con el nombre de "sociedad civil", y que la anatomía de la sociedad civil debe buscarse en la Economía política” (“Prólogo” a la CCEP, 1859).

París puso ante sus ojos otro escenario, el de un mundo en el que feudalismo había sido derrotado, primero en 1789-94, y definitivamente en la revolución de julio de 1830. Francia era la patria de la revolución, lugar hacia donde los revolucionaros del mundo dirigían la mirada y donde, voluntarios o a la fuerza, muchos de ellos acababan exiliados. En el París del momento, consecuencia del desarrollo del capitalismo, se desarrollaban nuevas luchas, ahora de los trabajadores contra sus condiciones de vida miserable y sus jornadas de 12 y hasta 15 horas. Los trabajadores vivían del trabajo, y también los capitalistas, como comprendería después Marx. En París, convencido de que el secreto de los males sociales habitaba en la sociedad civil, y que el alma de ésta era la producción, comenzó a estudiar a los economistas de la escuela clásica, una tarea que se prolongaría toda su vida. No le costó mucho conocer que el centro de la vida económica capitalista era el trabajo. La misma burguesía lo había dignificado y sacralizado, pensándolo como medio de realización de la naturaleza humana; el mismo Hegel, a su manera abstracta, lo había puesto como mediación del desarrollo del espíritu, como el momento de la objetivación, de la alienación, en esa dialéctica hacia su autoconciencia que de paso creaba el mundo histórico.

Todo, pues, parecía empujar su reflexión hacia el trabajo. Si en Alemania la filosofía vivía en el ágora, en las cátedras, periódicos y círculos literarios, ahora volvía su mirada al mercado, a los lugares más terrenales de los intereses y las luchas por la sobrevivencia. El desplazamiento no es un simple cambio del objeto, del campo social a comprender; la ampliación del territorio de la enajenación humana, desde la religión y el estado a la esfera económica, implicará el inicio de un nuevo camino hacia la emancipación, que suele llamarse camino materialista.

Identificado el origen del mal social, aunque fuera de forma intuitiva, con la producción capitalista, Marx inició su larga “crítica de la economía política”, espacio del saber donde se expresaba y se tomaba conciencia del orden capitalista. El suyo, el saber que él aspiraba a elaborar, se le presentaba como negación de esa forma de saber y de consciencia, como alternativa a los mismos. Su interés no se centraba en cuestionar los datos positivos, los saberes empíricos, sino en su ordenación y su interpretación, en su presentación, en lo que hemos llamado su formato, que pretendía constituir un nuevo saber y una nueva consciencia.

A medida que leía, tomaba notas, añadía comentarios, llenaba cuadernos de ideas, y no desaprovechaba ocasión alguna para forzar su significado, para revelar lo que ocultaban, el fin que perseguían y el que enmascaraban. Las notas de lectura comentadas de esta época se conocen como Manuscritos de Economía y Filosofía, (porque también incluyen lecturas y anotaciones sobre Hegel), o simplemente Manuscritos de 1844 [52]. El más extenso y sugestivo de los económicos trata del trabajo enajenado [53]; también son interesantes las reflexiones sobre la propiedad privada [54], pero nos centraremos en el trabajo, en torno a cuyo concepto se perfilan los avances de Marx.


1. El trabajo enajenado y sus formas.

El trabajo enajenado es para Marx sinónimo de trabajo asalariado, trabajo del capitalismo; es el trabajo como se da en la realidad de las fábricas, como lo describe y trata la Economía Política; pero llamarlo “enajenado”, verlo en esa dimensión antropológica y social, hace que el trabajo presente otro rostro, oculto en la ciencia económica; se habla del mismo referente, pero en sentidos muy diferenciados. El discurso deja de ser impúdicamente económico para dar entrada a contenidos éticos y políticos, y filosóficos.

Ahora bien, Marx no pretende sólo ensanchar el territorio de la alienación al Trabajo como tercer lugar, junto a Dios y el Estado, donde el hombre pierde su alma; no trata el trabajo como lo hacía Hegel, cual momento de la objetivación en las alturas de la dialéctica del espíritu. El trabajo asalariado es otra cosa, y para pensarlo se requiere desplazar la minada del cielo a la tierra, buscar en ésta, en sus zonas más groseras; y si el trabajo resulta ser el origen de las ideas, los valores, los principios o los derechos, hay que asumir que estas bellas creaciones del espíritu hunden sus raíces en el fango de la historia.

A nuestro entender estas reflexiones se apartan, aunque sea de forma momentánea, del poderoso esquema interpretativo hegeliano; es uno de los textos donde la dialéctica es más débil, pues la alienación en el trabajo asalariado es sólo de ida, es solo salida de sí del espíritu, no hay recuperación, no hay Aufhebung; es salida sin regreso, no hay esperanza. También está presente un enfoque antropologista (se dice influencia feuerbachiana), en el que la potente descripción crítica de los efectos de la enajenación en la vida del hombre está hecha desde una idea humanista y naturalista del ser humano, desde una “esencia humana” perdida. Se muestra en cierta añoranza del artesano, insinuado como contrafigura del trabajo enajenado. En fin, desaparece la historia, pues el trabajo enajenado no es mediación hacia la restauración de las escisiones en una vida ética.

Marx distingue diversas formas de enajenación en el trabajo capitalista asalariado; algunas de ellas, que aquí no analizaremos, como la enajenación del “ser genérico” y la “enajenación respecto al otro”, giran en torno a la pérdida de la vida comunitaria en favor de la figura del individuo. Esa idea del hombre como “ser comunitario”, que ve en el individualismo una figura de enajenación, se mantendrá a lo largo de su vida. Aquí el “ser genérico” es pensado como “esencia humana”, corresponde a una ontología humanista; en sus textos de madurez el “ser genérico” devendrá “ser comunitario” pensado como condenado al trabajo social, del que no escapa ni en las sociedades individualistas como el capitalismo.

Nos centraremos en otras tres figuras de la alienación: en el producto, en el proceso y en el objeto. Las dos primeras son las que más claramente visibilizan la injusticia y la miseria humanas en el capitalismo, las dos formas más rechazadas por el humanismo; no obstante, Marx enfatiza la tercera, que pone en la base del resto. Es más técnica, más difícil de detectar, pero sin pensarla se nos escaparía lo más esencial del pensamiento de Marx. Vayamos de lo más sencillo a lo más oculto.


1.1. (Enajenación en el producto y en el proceso). El trabajo asalariado revela la situación de dependencia y subordinación del trabajador al patrón. Marx, que quiere alejarse de una representación de las relaciones sociales como efectos contingentes de contraposición de voluntades, busca la fuente de las mismas en relaciones técnicas más primarias y fundamentales, en concreto, en el proceso de trabajo asalariado. Es intuitivo que lo que el trabajador produce gastando su vida pasa a ser riqueza que da vida a otro; pero bajo esta apropiación por el patrón del producto de su trabajo, que es lo que más le duele, hay otra realidad oculta a desvelar, a saber, que el producto de su trabajo acaba teniendo una vida propia y enfrentándosele desde fuera, dictándole cómo debe vivir, exigiéndole sumisión y reverencia. Y esa es una forma de alienación.

Marx constata que la miseria económica, antropológica y moral del obrero crece en función del aumento de su capacidad productiva; este hecho paradójico responde a que “el trabajador queda rebajado a mercancía”, y las mercancías valen menos cuanto más fácilmente se producen. Es una tesis central a su pensamiento, aunque aún no dispone de la teoría para fundamentarla. De momento dirá:

“El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce” [55].

Intuiciones que la observación refuerza, pero aún sin expresión en un aparato conceptual que nos permita pensar el juego y la necesidad de la paradoja. Notemos la dimensión trágica del diagnóstico: el trabajo asalariado capitalista es así y lo es por necesidad, no hay forma de escapar a su determinación, no es una anomalía, ni una contingencia; sólo los sueños utópicos permiten evadir esa terrible realidad. El trabajador, al producir, se empobrece ontológicamente, deviene más y más mero trabajador, mero ser-productivo, mero instrumento de producción, mera mercancía que se mueve por sus propias reglas. Marx sigue sirviéndose del vocabulario hegeliano, donde el “espíritu subjetivo” (las ideas) sale de sí y crea, produce el “espíritu objetivo” (los productos); a ese primer momento seguía el de la reapropiación en forma de ideas renovadas que enriquecían la subjetividad; y así avanzaba la historia hacia la reconciliación final, hacia la emancipación. Es la imagen del trabajo artesano, que proyecta en su obra su sensibilidad, su imaginación, su saber, y a través de ella como objetivación de su subjetividad, viéndola exterior, relacionándose con ella, usándola, renueva y perfecciona sus ideas y sus creaciones.

Pero en el trabajo asalariado es diferente; aquí la producción expresa una situación trágica, una definitiva e irreversible pérdida de sí del trabajador; la obra producida, expresión del cuerpo y el alma, de la misma vida, del trabajador, no tiene regreso, pasa a ser del otro, mera mercancía que el amo posee y domina a su antojo. Roto el circuito dialéctico, pues a la objetivación no le sigue la reapropiación, el proceso deviene negación de sí del trabajador. Y no sólo porque lo producido no es para él (empobrecimiento económico), sino porque esa riqueza, exterior y ajena, acaba dictándole leyes, regulando su vida (empobrecimiento ontológico). Hoy solemos decir que “los mercados dominan la política”, dominan nuestras vidas, que debemos someterlas a índices y gráficos sacralizados.

No es extraño que así sea. La enajenación en el trabajo asalariado está atravesada por la paradoja de toda forma de alienación: cuanto más poderoso es el objeto (al fin obra suya), sea éste Dios, el Estado o la Mercancía, más insignificante y miserable es el ser humano, mayor es su servidumbre y sumisión. En ellas el hombre pierde su subjetividad, enajenada en creaciones-objetos que devienen sus señores; en ellas se pierde como sujeto y reaparece como siervo. Y la clave de ese mecanismo, nos dice Marx, es que sus propias creaciones devienen seres extraños a él, extraños y enemigos:

“Todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño. Partiendo de este supuesto, es evidente que cuánto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño y objetivo que crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos dueño de sí mismo es. Lo mismo sucede en la religión; cuanto más pone el hombre en Dios, tanto menos guarda en sí mismo” [56].

Pero la enajenación respecto al producto no es la única figura de la alienación en el trabajo asalariado. Otra no menos relevante es la alienación de la actividad, la alienación del trabajador en el proceso productivo . Efectivamente, a diferencia del artesano, al asalariado le resulta ajena su propia actividad; deja de vivirla como creación propia, como oficio, para vivirla como acción dirigida y controlada por un poder exterior. Este poder exterior suele identificarse con el patrón, pero Marx apunta más hondo: el patrón sólo representa a ese poder, es su máscara, lo personifica. El verdadero poder es la “máquina”, no como instrumento sino como sistema: el trabajador asalariado forma parte de un sistema-máquina en el que ya no puede crear, improvisar, dejar salir su alma, sino que ha de aportar sólo esfuerzo, movimientos de su cuerpo pautados por el trabajo en cadena.

A Marx no sólo le interesa describir los diversos efectos antropológicos del trabajo enajenado; su hegelianismo de fondo le empuja a pensar su orden, su dependencia. A simple vista lo más relevante es la alienación en el producto, el “extrañamiento”; pero Marx busca el “orden lógico”, y en éste se invierte el fundamento:

“el extrañamiento no se muestra sólo en el resultado, sino en el acto de la producción, dentro de la actividad productiva misma. ¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad como con algo extraño si el acto mismo de la producción no se hiciese ya ajeno a sí mismo? (…) En el extrañamiento del producto del trabajo se resume el extrañamiento, la enajenación en la actividad del trabajo mismo” [57].

La preocupación de Marx por poner las relaciones técnicas bajo las sociales, por establecer el orden de las determinaciones, es la esencia de su filosofía, responde nada menos que a su idea de la comprensión dialéctica del mundo, exenta de carga moral. Espontáneamente tendemos a pensar que si el capitalista se apropia del producto es porque es su propietario, porque es el dueño de la empresa, de los medios de producción; y por esa misma razón tiene el poder de controlar el proceso, imponer el método y organizar los ritmos de la producción. Pues bien, Marx dirá que el sentido común no siempre va de la mano de la ciencia, y que aquí el orden de determinación es el inverso; según él hemos de pensar que es propietario sólo porque se lleva el producto, y si se lo lleva es porque controla los medios de producción; y, en fin, si los controla se debe a que el trabajador no los posee, ha sido desposeído de ellos. De momento es una intuición empírica, carece de la teoría; pero sirve para cuestionar la creencia en que la base del mal sea la propiedad privada y otorgar ese “premio” o privilegio al trabajo asalariado, que está en la base de la propiedad.

El trabajo asalariado, trabajo enajenado por excelencia, tiene efectos inquietantes, más allá de la miseria física. Dado que en la concepción humanista y burguesa el trabajo no es sólo un modo de sobrevivir sino el modo de sobrevivir humano, el trabajo asalariado equivale a la deshumanización del hombre, a la negación de su vida conforme a su esencia, a su condena a una vida inauténtica. Toda la concepción burguesa del mundo, montada sobre la mística de la dignidad del homo faber, se desmorona; la constelación de valores, criterios, jerarquías, legitimaciones de la modernidad resultan mixtificaciones a la mirada de Marx, que desvela que el trabajo asalariado es la negación del “trabajo”, cuyo concepto permitía al hombre pensarse libre y creador de sí mismo. El trabajo asalariado es un “trabajo forzado”, una actividad no libre hecha por hombres encarcelados, puestos fuera de su lugar, enajenados de la comunidad. Y esta realidad se percibe:

“Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado [58].

El texto de Marx hace de la descripción una fuerza moral inapelable, como al decir que el trabajador “sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar”, mientras que en el trabajo, verdadera función humana, se siente como animal: “Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal”.


1.2. (Enajenación en el objeto) [59]. Es otra figura de la alienación en el trabajo, menos divulgada pero más esencial en Marx, que nos ayudará a resolver una pregunta obligada: dado que el hombre no puede escapar al trabajo, ¿puede liberarse de la alienación?; que equivale a decir: ¿es pensable un trabajo exento de enajenación?

Postulamos que el trabajo va unido a la condición humana, a su subsistencia, que siempre pasa por la “apropiación de la naturaleza”. El hombre no puede vivir sin la naturaleza en su doble determinación: como “ser biológico”, pues de ella obtiene los “víveres”, y como “ser humano”, cuya esencia se realiza actuando en ella, objetivándose, o simplemente pensándola. La naturaleza, por tanto, no sólo es “fuente de víveres” sino el “objeto” en que el hombre actúa, crea o sueña; y el trabajo, como relación peculiar con la naturaleza por mediación de instrumentos, tiene esa doble función; le procura su subsistencia y su esencia, le permite vivir y llevar una vida humana, transformar la naturaleza y hacerse a sí mismo.

Por tanto, nos dice Marx, el trabajo es a la vez una apropiación de la naturaleza (medio de subsistencia del hombre) y una intervención creadora en la misma (medio de realización humana). No hay trabajo humano sin acceso a ese objeto exterior, si se corta la relación directa del hombre con la naturaleza; en consecuencia, el acceso a la naturaleza, el acceso a los medios naturales, es condición de posibilidad del trabajo humano. Si se rompe ese vínculo, el hombre queda desprovisto tanto de su medio de subsistencia (tal que quedará subordinado a quien le facilite dichos medios), cuanto de su medio de realización de su esencia (empobrecimiento ontológico, vida inauténtica). Marx es muy radical en su tesis: sin el vínculo inmediato del hombre con la naturaleza no es posible una vida humana. Por tanto, expropiado de los medios de trabajo, desprovisto de instrumento de trabajo, el ser humano sólo accede al trabajo forzado, no humano, sólo apto para reproducirse como ser biológico.

Y a esta regla nadie escapa. El amo, en tanto que amo, puede sobrevivir sin relación inmediata con la naturaleza, debido a que se relaciona con ésta mediatamente, a través del siervo, al cual a su modo queda subordinado; puede sobrevivir, puede llevar una existencia de amo, pero no una vida humana, pues al haber abandonado el vínculo inmediato con la naturaleza ha perdido el medio de realizarse a sí mismo. La dialéctica hegeliana del amo y el siervo sigue viva en Marx.

Esta doble relación, esta doble dependencia del hombre respecto a la naturaleza, es muy importante. En ella tiene su raíz la posibilidad del trabajo enajenado, pues el trabajo asalariado como “vínculo social” aparece cuando se rompe la relación directa del trabajador y los instrumentos de trabajo, en cuyo caso, para sobrevivir, ha de trabajar al servicio de otro. Por tanto, la clave del trabajo enajenado hay que buscarla ahí, en la ruptura y separación del hombre con la naturaleza; la base del trabajo asalariado, que es una relación social, hay que buscarla en esas relaciones técnicas, objetivas.

El trabajo asalariado, y las diversas formas de enajenación que contiene, tiene su raíz en la ruptura de la relación del trabajador con la naturaleza, con los medios de producción; ruptura que lo separa de su fuente de víveres y de su medio de autorrealización. De ahí deriva esa cadena de desgracias que le subyugan; que el producto del trabajo no sea suyo, que se vuelva contra él, que devenga su enemigo y lo someta a su ley; y ahí se decide que su actividad productora, deje de ser realización de su esencia para ser desrealización, deshumanización:

“La enajenación del trabajador en su objeto se expresa, según las leyes económicas, de la siguiente forma: cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador; cuanto mis rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más desespiritualizado y ligado a la naturaleza queda el trabajador” [60].

Por lo tanto, si el secreto de la propiedad privada reside en el trabajo alienado, el de éste, el enigma de la producción capitalista, radica en la relación entre el trabajador y el objeto del trabajo. Ésta es la relación esencial del trabajo y en ella, y sólo en ella, se descifra el enigma del trabajo alienado, bajo el cual el trabajador se empobrece cuanto más produce y se degrada cuanto más domina el objeto. Y esa relación entre el trabajador y el objeto no sólo determina la relación entre el trabajo y el producto (del trabajador con el producto de trabajo, con la mercancía), sino que también determina la del propietario con la producción (tanto con el producto de trabajo como con el proceso). El enigma de la producción capitalista, pues, no se descifra en las voluntades de los actores, sino en la relación técnica de la producción. Marx va así construyendo un nuevo formato del saber que proporciona otra representación de la realidad y otra valoración de la misma.


2. Propiedad privada y trabajo enajenado.

Bajo este relato antropológico del proceso productivo parece agitarse un fantasma, el de la propiedad privada. Efectivamente, Marx ha montado su crítica en dos argumentos: primero, que la exterioridad y extrañamiento del trabajo deriva del hecho de que el producto del trabajo no es suyo, sino de otro; y, segundo, que el trabajador en el trabajo “no se pertenece, sino que pertenece a otro”. Aunque haya mantenido el discurso en las relaciones técnicas, ese “otro” innombrado estaba presente, sin él no tiene sentido el trabajo asalariado, pues éste requiere, que antes del proceso y como condición del mismo, haya habido un contrato, el de la compra-venta de la fuerza de trabajo; o sea, presupone un momento y lugar, el mercado, donde se haya firmado la compra-venta del cuerpo y del alma del trabajador.

De este acto contractual se siguen las figuras de la enajenación en el producto y en el proceso, efectos del carácter asalariado del trabajo; por tanto, tienen su origen en el contrato de trabajo. Pero, por lo que acabamos de decir, este contrato sólo puede ser pensado como necesario por la ruptura de la relación hombre-naturaleza, o sea, en una situación de trabajadores desposeídos de los medios de producción; por lo tanto, bajo condiciones de propiedad privada de los mismos. Es fácil inferir, y así se ha hecho con frecuencia, que el origen del mal (aquí el trabajo enajenado) es la propiedad privada; en consecuencia, su abolición pasa a ser el horizonte de la emancipación.

Pero Marx, contra la creencia arraigada en el movimiento obrero, nos dice que no, que esa no es la lógica del proceso histórico, que es sólo la apariencia. Aunque al final del proceso la propiedad privada refuerza y reproduce el trabajo alienado hasta presentarse como su fundamento, en el origen –al menos el origen del orden lógico- las cosas son a la inversa, siendo el trabajo enajenado la condición de posibilidad de la propiedad privada. Y éste es un atractivo problema teórico que debemos dilucidar.

En nuestra tradición cultural la propiedad privada de los medios de producción se ha convertido en el icono del capitalismo; la lucha anticapitalista ha sido pensada como lucha contra la propiedad privada, la revolución como el acto de abolición de la propiedad privada y la sociedad comunista alternativa como sociedad sin propiedad privada. El mal social, desde las posiciones anticapitalistas, se concentraba en la propiedad privada. “La propiedad es un robo”, eslogan vulgarizado por Proudhon, había prendido entre la gente. También los seguidores de Marx lo han visto así, cosa comprensible en la medida en que la propiedad privada es para Marx la otra cara del trabajo asalariado. Lo que ocurre es que la mirada crítica ha de distinguir las dos caras de Jano, que si tenía dos caras era en tanto que dios del origen y del fin.

Marx comprende ese discurso espontáneo sobre la propiedad privada como origen del mal; entre otras cosas porque hace fácil creer que la alternativa pasa por suprimirla, y todo listo; pero la visión fácil de la realidad es siempre simplificadora, y esconde siempre mixtificaciones, que hay que descifrar. Aquí la confusión surge en torno al origen o inicio del proceso de trabajo, que espontáneamente tendemos a identificar con la entrada a la fabrica cuando en realidad comienza a constituirse antes de llegar al tajo y ponerse el mono: comienza en el mercado de trabajo, en el acto “libre" de la aprobación del contrato de compraventa de la fuerza de trabajo a cambio del salario. Ahí, con el establecimiento de las condiciones, se inicua la relación laboral, el trabajo asalariado como relación social.

Ahora bien, ese contrato parece impensable sin que los agentes del mismo, el capitalista y el trabajador, aparezcan ambos como propietarios privados: aquél dueño de su propia fuerza de trabajo que el otro necesita para poner en marcha el proceso productivo, y éste amo de los medios de producción que el trabajador necesita para producir y ganarse el medio de vida (salario). O sea, sin existencia “previa” de propiedad privada -de posesión socialmente reconocida- no habría contrato de trabajo, no habría trabajo asalariado; es razonable, por tanto, la tendencia espontánea a pensar la primacía lógica de la propiedad privada sobre el trabajo asalariado, y ver éste y su lista de enajenaciones como efectos de la propiedad privada de los medios de producción.

Ahora bien, eso es sólo apariencia, pues mirando a Jano desde el otro lado también vemos su otra cara, que también aspira a ser la cara buena. Efectivamente, si en el momento del intercambio en el mercado de trabajo ambos son propietarios, hay que explicar cómo han llegado a serlo, cómo se ha generado esa propiedad. En el caso del trabajador nos sentimos a pensar que siempre fue amo de su “fuerza" y de sus ideas, de su cuerpo y de su mente; pero la “fuerza de trabajo", mercancía de la que es propietario en el contrato y que el capitalista necesita y compra, non es la nada fuerza biológica; ahora es mercancía, y eso quiere decir que él la vende porque lo necesita y otro la compra también por necesidad. Y esa necesidad surge, no se nos oculta, de la previa separación del trabajador de los medios de producción.

En el caso del capitalista, que aquí nos interesa especialmente, dado que el capital es trabajo acumulado, -en rigor, plustrabajo acumulado-, parece obvio que su origen presupone la existencia del trabajo asalariado; su capital proviene de la acumulación de ganancias de anteriores, plusvalor acumulado de anteriores procesos de trabajo asalariados. En definitiva, como el proceso de producción capitalista es cíclico, todo dependerá del momento que consideremos inicial. Si elegimos como origen el momento del contrato, la propiedad privada ha de aparecer allí como capital-dinero antes de iniciarse el proceso de trabajo enajenado; pero de este modo la propiedad privada no tiene origen, parece eterna, lo que es un contrafáctico. Si queremos saber de dónde procede, hemos de saltar a un momento anterior del ciclo, cuando el capitalista convierte en dinero los productos fabricados; pero así se desvela que su propiedad privada procede del trabajo asalariado, del trabajo enajenado.

Pasemos ahora al “orden lógico”. Como digo, aunque intuitivamente parezca lo contrario, el análisis revela que resulta más convincente poner el trabajo asalariado como causa o determinante de la propiedad privada. Contra la apariencia –mera apariencia como hemos visto- de la mera intuición del orden histórico, Marx afirma la exigencia de que la representación responda al orden lógico. Denuncia aquella apariencia mediante una analogía con la forma más clásica de la alienación, la religiosa, al decir, “del mismo modo que los dioses no son originariamente la causa, sino el efecto de la confusión del entendimiento humano”. Aunque en la representación ideológica del hombre alienado Dios aparece como causa, en el discurso crítico que desvela esa alienación Dios aparece como efecto de la misma. Dios es efecto de una existencia humana enajenada; y no a la inversa, pues no es cierto que la enajenación humana sea efecto de su creencia en Dios, como tampoco que el trabajo enajenado lo sea de la propiedad privada. Sin existencia alienada no habría dioses, defiende Marx; y sin trabajo enajenado no habría propiedad privada.

Marx no se detiene aquí a explicar los argumentos en favor de poner la propiedad privada como consecuencia del trabajo enajenado, pero nos da a entender que éste puede pensarse sin la propiedad privada, pero no a la inversa; parece echar mano de la exigencia cartesiana de “claridad y distinción” en el orden del saber. En todo caso, no pretende establecer un principio universal, sino un principio que rige en el orden del capital. Es en el capitalismo, en el contexto social capitalista, donde el trabajo enajenado toma la forma de trabajo asalariado, y lo que se diga de uno sirve para el otro; pero cabe pensar otras formas de trabajo enajenado no necesariamente asalariado, tal que la alienación no sería efecto exclusivo de la relación asalariada, sino de las relaciones técnicas con el objeto de trabajo (así lo vieron Horkheimer y Adorno, y desde entonces ha sido un tópico recurrente). Por tanto, en el orden lógico, es la alienación en el proceso de trabajo la que, en condiciones de trabajo asalariado, crea las condiciones de posibilidad de la propiedad privada.

Aunque la prioridad lógica del trabajo enajenado respecto a la propiedad privada sigua siendo una open question, hay que reconocer que Marx la establece con firmeza. Es cierto que la relación entre ambos conceptos la entiende como feedback, como una interdeterminación, una interacción recíproca (no como relación dialéctica, pues no hay oposición), como muestra al decir:

“Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar, que es el producto del trabajo enajenado, y, en segundo término, que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación” [61]

Su insistencia en el orden de las categorías no es mero capricho metodológico teoricista; Marx piensa que en ello se juega el orden del saber, en ello el saber se juega ser verdadero saber, saber de la realidad, elemento constitutivo de la realidad, saber productor de lo real; y en perspectiva política ese orden del saber, que es el saber en el sentido de ciencia, en formato ciencia, -para Marx histórica, dialéctica y práxica-, es la garantía de posibilidad de la emancipación, de la “revolución”, pues forma parte del contenido de la misma. Conforme a ese saber, la abolición de la propiedad privada, y por tanto del trabajo asalariado capitalista, no acaba con el trabajo enajenado, no lleva a la emancipación. Sólo la abolición del trabajo enajenado (que incluye, obviamente, la abolición del trabajo asalariado capitalista y de la propiedad privada) podrá restituir la unidad profunda y natural en las relaciones personales, permitiendo un desarrollo de las facultades individuales que

“no podría ser posible sin la colaboración armoniosa de los hombres consagrados a tareas comunes en el dominio de la producción material (...) Creación y creador de la sociedad, el hombre sólo puede alcanzar su plenitud individual en una actividad dotada de significación social, de alcance social” [62].

3. La familia y "La Sagrada Familia".

En junio de 1844 interrumpe la redacción de los Manuscritos, para atender las exigencias (de producción teórica y dirección política) de las luchas sociales. En los círculos revolucionarios franceses y de exiliados alemanes se habían abierto profundos debates sobre la emancipación. Dominaban lo que Marx llamaría “socialistas utópicos” o “comunistas utópicos”, que llamaban a las luchas, a las barricadas, pero sin tener claros, según Marx, la estrategia, los objetivos y ni siquiera las razones de la misma. Curiosa paradoja, que preside la vida de Marx: una y otra vez ha de ralentizar sus estudios, donde buscaba salir de las luchas voluntaristas y los debates subjetivistas de los espacios anticapitalistas, para atender las exigencias urgentes de estas luchas y estos debates. Esa tensión y alternancia se refleja en los diversos escritos, que deberíamos leer teniendo presente su particular contexto.

Marx se movía especialmente entre los exiliados alemanes, que habían formado la Liga de los Justos. Los exiliados alemanes consiguieron publicar en París un periódico, el Vorwärts, en el que colaboraron Ruge, Heine, Herwegh y Marx. Desde el mismo, y con los ojos puestos en su origen, mantenían viva la crítica y, con ella, la esperanza. Pero el debate sobre la revolución en Alemania también tenía efectos en París, abriendo grietas entre los diversos líderes. Marx rompe con Ruge, luego con sus amigos los hermanos Bauer, y progresivamente con casi todos los dirigentes del movimiento de los jóvenes hegelianos. De estas reyertas intelectuales saldrá una obra de mediano interés teórico pero significativa como momento de su evolución, llamada Crítica de la crítica crítica. Sobre Bruno Bauer y Consortes. Fue escrita en colaboración con Engels, y al llevarla al impresor Marx le cambió el título por el de La Sagrada Familia, con el que se conoce. El subtítulo apunta directo al contenido, una sucesión de sátiras, parodias, burlas y chistes en que su potencia ironista y su capacidad filosófica son puestas al servicio de la ridiculización de un movimiento filosófico que, aunque se moviera entre pedanterías, sólo descontextualizados resultaban tan ridículos y banales.

La obra hoy ha perdido actualidad y atractivo. Nos muestra un Marx que defiende cada vez con más convencimiento y mejores argumentos que la mera crítica filosófica no hace avanzar el mundo: “Las ideas no pueden en modo alguno ir más allá del antiguo estado de cosas”; si acaso pueden ir más allá de las ideas del antiguo estado de cosas, pero no del estado de cosas, pues “Para realizar las ideas se necesitan hombres que ponen en juego una [63], dice sutilmente para desenmascarar la impotencia práctica de la crítica “crítica”. Frente a la hegemonía de la filosofía reivindica el papel del proletariado: “Para llevar a buen fin las ideas se necesitan hombres que pongan en juego una fuerza práctica” [64]; y frente a las esperanzas depositadas en la burguesía liberal progresista para llevar a Alemania a la altura de los tiempos Marx no cesa de argumentar que ese momento ya ha pasado, que la nueva fuerza social son los trabajadores y el nuevo orden a instituir es el socialismo. Pero no un socialismo soñado, embellecido, sino el socialismo que el proletariado necesitará construir le guste hoy o no:

“No se trata de saber el objetivo actual que tal o cual proletario, o incluso el proletariado entero, se representa en este momento. Se trata de saber lo que el proletariado es y lo que será obligado históricamente a hacer conforme a su ser proletario” [65].

El texto de La Sagrada Familia se publicó en Frankfurt, en febrero de 1845, lo cual indica la entrega total de Marx a estas tareas. Podría interpretarse que estas refriegas ralentizaban su trabajo de fondo, su crítica de la economía capitalista; tal vez sí, pero le ayudaban para ir ajustando cuentas con su conciencia anterior, y para dar coherencia al planteamiento que estaba elaborando. No podemos perder de vista que su proyecto es una “crítica de la Economía Política”, o sea, crítica de una ciencia, de una forma del saber, y su negación abre la puerta a otra forma, que poco a poco ha de irse preconfigurando en la propia actividad crítica. Pues bien, en esa tarea, la nueva forma del saber no es producida ex nihilo, sino con materias primas y medios de producción teóricos previos, y en esa función resulta muy útil el aparato conceptual hegeliano y su reciclaje y transformación mediante la crítica del mismo.

De todos modos, la vida iba rápida y todo en ella era precario. El poder alemán que lo lanzó al exilio llegó por fin a París, y mientras salía a la luz la obra se veía obligado a trasladarse a Bruselas con su familia, con una hija de nueve meses, en penuria que rayaba la indigencia y con la policía belga vigilando su casa y su pluma, dificultándole aún más la sobrevivencia. Una nueva huida, un nuevo lugar, una nueva etapa, pero con las mismas necesidades y proyectos.



CAPÍTULO IV. El giro materialista en “La ideología alemana”


“Comencé el estudio de esta última [la Economía Política] en París y lo proseguí en Bruselas, adonde me trasladé en virtud de una orden de expulsión dictada por el señor Guizot. El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de guía a mis estudios […] Federico Engels, con quien mantuve un constante intercambio escrito de ideas desde la publicación de su genial esbozo sobre la crítica de las categorías económicas (en los Deutsch-Französische Jahrbücher), había llegado por una vía distinta (cf. su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra) al mismo resultado que yo, y cuando, en la primavera de 1845, se instaló asimismo en Bruselas, acordamos formular nuestra concepción como antítesis de la concepción ideológica de la filosofía alemana, en realidad saldar las cuentas con nuestra conciencia filosófica anterior. Este propósito se realizó bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El manuscrito, [La ideología alemana], dos gruesos volúmenes en octavo, se encontraba hacía ya mucho tiempo en manos del editor en Westfalia, cuando nos enteramos de que algunas circunstancias nuevas impedían su publicación. Abandonamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones con tanto mayor gusto por cuanto habíamos alcanzado nuestra meta principal: dilucidar nuestras propias ideas”. [“Prólogo” a la CCEP (1859)].

Sobrevivió en Bruselas con la solidaridad de los amigos, especialmente de Engels, quien entre sus continuas ayudas le entregó, cual hermoso símbolo, los “derechos de autor” de su obra La situación de la clase obrera en Inglaterra, texto publicado en 1845 que contiene una excelente representación del proletariado, tanto como sujeto del trabajo como de las luchas sociales, que influiría poderosamente en el giro marxiano en la comprensión de la historia. Estas cosas a veces pasan desapercibidas, pero el texto de Engels jugó un papel relevante en la reflexión de su amigo, pues le señaló certeramente el lugar y la mirada nuevos para la filosofía, que Marx buscaba. Allí, en aquellas condiciones de vida de los trabajadores, había que leer la lógica del capital, traducir a conceptos sus condiciones de existencia, detectar los horizontes posibles de salida.

Engels había marcado el giro, pero el camino estaba por recorrer; su ayuda no fue sólo financiera, también tuvo incidencia en la reflexión teórica, y le abrió puertas y proporcionó contactos políticos relevantes. Por ejemplo, le propició un viaje a la isla, a Inglaterra; en Londres reactivó sus contactos con los miembros de la Liga de los justos y pudo acopiar bibliografía económica reciente, y en Manchester conoció de primera mano la vida en las fábricas textiles, el alma del capitalismo del momento. El viaje debió sentarle bien a Marx, pues activó su entusiasmo; también le animó que Engels decidiera trasladarse con él a Bruselas. De esta inyección de fuerza de combate da fe el proyecto que emprendieron y realizaron juntos, que pretendía ser la última crítica a su mundo pasado, que se concretaría en un grueso volumen de título La ideología alemana, que pensaba editar y, con sorprendente optimismo, raro en Marx, salir adelante con los derechos de autor. La historia se encargaría enseguida de recordarle que podemos escribirla con entusiasmo, pero no sigue el guion; como escribiría después con ironía, no encontraron ni editor y se vieron empujados a someter el manuscrito a la “roedora crítica de los ratones” [66]. En todo caso Marx tuvo la sensación de que el esfuerzo teórico llevado a cabo no fue estéril, pues significaba el ajuste de cuentas definitivo con su conciencia anterior; podríamos interpretar que por primera vez se siente con fuerzas para volar solo, que ya tiene herramientas suficientes para empezar positivamente su aventura teórica.

Autores como L. Althusser [67] han situado en este momento una “ruptura epistemológica” de Marx, que cerraría su etapa humanista e iniciaría la verdaderamente marxista; es decir, a partir de ahora Marx tendría una aparato conceptual propio. Sin entrar en estos debates, y siguiendo con nuestro enfoque, podemos decir que Marx ya está convencido de que si bien la visión dialéctica e histórica hegeliana sigue siendo la más potente para pensar el mal del mundo y la esperanza en la emancipación, había algo en ella que no funcionaba, algo importante, cuya ausencia la cuestionaba: el espíritu no avanzaba, no tenía fuerza para penetrar la realidad y racionalizarla. El formato del saber hegeliano permitía comprender la posibilidad y la necesidad de la transformación racional del mundo, de la emancipación y igualdad universal, pero sólo eso, sólo posibilitaba pensar como necesaria su transformación; el espíritu se quedaba ensimismado, sin poder de penetrar la realidad. Por tanto, la filosofía, mostrada y demostrada su potencia pensante, debía asumir su impotencia real; el espíritu subjetivo se mostraba omnipotente, pero no lograba devenir objetivo; la dialéctica no funcionaba, quedaba cortada, sin reconciliación posible. La filosofía debía sospechar de sí misma, dado que en su forma clásica y más desarrollada, la que toma en la filosofía hegeliana del derecho, no escapaba a la enajenación, revelándose huida de un mundo que se le resistía, entregándose a realizar en la idea lo que le está vetado en la realidad. Al fin en Francia y en Inglaterra, sin esa filosofía, habían avanzado más en la racionalidad política y económica que en Alemania, donde realizaban en la filosofía las revoluciones que no podían llevar a cabo en la política.

Creo que en este momento, sin abandonar del todo la matriz hegeliana, conservando el “método” de representación de la historia, Marx había tomado conciencia de ruptura, de estar en posesión de una manera nueva de pensar la historia, partiendo de la sociedad civil y de los sujetos que en ella emergían. Consolidaba así su “giro materialista”, que pasaba por abandonar la idea de la historia como movimiento del espíritu hacia su autoconsciencia y explicarla como lucha del hombre por la subsistencia. Esto puede parecernos trivial, pero para la filosofía de su tiempo poner como motor de la historia algo tan grosero y tosco como la lucha por sobrevivir resultaba una excentricidad plebeya; prejuicio nada extraño, muy generalizado, pues los ilustrados, franceses o alemanes, se representaban la revolución como la irrupción en el ágora de las grotescas convulsiones del vulgo.


1. La clase trabajadora.

En este giro en la comprensión marxiana de la historia tuvo un papel relevante su representación del proletariado, tanto como sujeto del trabajo como de las luchas sociales. Como hemos dicho, esta idea está relacionada con F. Engels, que en 1845 publicó La situación de la clase obrera en Inglaterra. Aunque Marx había escrito algunos artículos sobre aspectos de las condiciones de vida de los trabajadores, nunca había realizado una reflexión sociológica intensa y extensa como la que ofrece Engels. De hecho, hasta que comenzó a elaborar su crítica de la economía política, en los textos fragmentarios que con fluirían en El Capital, no mostró especial interés en recoger información empírica; su preocupación por “las condiciones de vida del proletariado” tenían acento ético y se englobaba en su interés científico por la “condición de proletariado” como concepto.

Es innegable que, desde el primer momento, su irrupción en la filosofía estuvo motivada por la búsqueda de un aparato conceptual con el que pensar y enfrentarse a la opresión, la injusticia, la miseria y la desigualdad social; y que esta posición no le abandonó en su vida, sino que condicionó mucho su pensamiento. Pero su peculiaridad reside, precisamente, en haber conseguido que esa finalidad militante no subordinara y “explotara” su elaboración teórica. El pensamiento de Marx, absolutamente comprometido con la lucha contra la miseria y la desigualdad, logró mantener una distancia epistemológica respecto al mal que combatía; por intuición y por consciencia, siempre supuso que su mejor servicio a las clases populares era construir un saber nuevo de sus condiciones de existencia, de sus causas y de su destino, construir una nueva ciencia, un nueva forma del saber social -y por tanto un nuevo saber- que permitiera a los seres humanos conocer su existencia, sus condiciones de vida, su falsa consciencia de las misma, sus enemigos, sus horizontes. Y ese nuevo saber exigía centrar en la realidad la mirada, pero distanciarse del objeto para elaborar el concepto, para escapar a las sirenas, dulces cuando cantan y muy tristes cuando lloran. Eso ayuda a entender que en las obras de Marx no haya realmente excesivas descripciones de la miseria de los trabajadores, y que cuando aparecen, como en El Capital y otros textos económicos, no estén orientadas a la mera denuncia (aunque también lo sean), sino a comprender el reino del capital en que se generan.

Sea como fuere, a su contacto espontáneo con la situación social, como individuo sensible de su época, se unió la imagen que de la misma ofrecía el relato engelsiano, suficientemente rica, ordenada y, en gran medida, estructurada ya desde el enfoque materialista e histórico que ambos teorizaran en La ideología alemana. Esta radiografía del proletariado inglés influiría sin duda en su maduración ideológica. Hasta entonces, su crítica se había centrado en el orden feudalizante prusiano, y aspiraba a sacar a Alemania de su retraso y ponerla a la altura de su tiempo, con su expresión política en el estado burgués y económica en el capitalismo. A partir de ese momento, se centraría en la crítica al capitalismo, que aunque existencialmente estaba en sus inicios ya le parecía obsoleto en el concepto. Efectivamente, el orden del capital -su racionalidad, su lógica, sus contradicciones, sus miserias, sus impotencias…- se mostraba lejano del ideal, de las aspiraciones de la consciencia social; apenas había comenzado y ya mostrada sus carencias, su incapacidad para estar a la altura del pensamiento, de sus criterios y sus valores. Marx comenzaba a verlo como figura anacrónica, rezagada de su tiempo, que ya anunciaba y perseguía otro nuevo orden socioeconómico. Dicho orden no tenía aún presencia, pero se vislumbraba en la consciencia, en los conflictos sociales, el nacimiento de un nuevo sujeto histórico, que aspiraba a otra forma social. El despertar de aspiraciones humanas que se expresaban en luchas cada vez más intensas y la configuración del nuevo sujeto precisamente creado por el capital pero radicalmente contra el capital, llevaban a Marx a pensar que las campanas tocaban a muerte y a resurrección; un nuevo tiempo comenzaba a anunciar su proximidad, estaba a la puerta, y posibilitaba ver al capitalismo como pasado, pasado que se resiste al cese, pero definitivamente anacrónico. Y esta imagen permitía, legitimaba y favorecía su crítica, que devenía necesaria; y la crítica exigía ese nuevo formato del saber que se había comprometido a realizar.

La génesis del proletariado, su crecimiento junto al de sus miserias, y la indisociable identidad entre ese proceso y el del desarrollo del capital industrial no solo radicalizaron ideológicamente a Marx, sino que lo empujaron a pensar en la necesidad de comprender el secreto de esa extraña y paradójica amenaza entre el trabajo, fuente de vida y de conocimiento, y la miseria social y moral del trabajador. Engels, por tanto, le había señalado al menos el lugar de reflexión, y le había insinuado el enfoque. El texto engelsiano, con fuerte base sociológica y descriptiva, apenas puede ser resumido; lo mejor de él son los detalles, que precisamente se pierden en la síntesis. Pero unos fragmentos de este extenso texto, del capítulo dedicado a “Las grandes ciudades”, ayudarán a comprender contra qué luchaba Marx.

Tras describir la pujanza de las grandes ciudades, como Londres, Manchester o Glasgow, con su potente desarrollo industrial, sus vías de comunicación, sus servicios, sus mercados, sus lujos, etc., Engels nos invita a salir del centro burgués y visitar los “barrios malos” de las metrópolis, ese otro rostro que las ciudades ocultan en callejuelas oscuras e inmundas, en sótanos promiscuos, en suciedad física y moral. Una visita para “saber lo que han pagado los trabajadores por el milagro de la civilización”; pago doble, uno en trabajo, pues las ciudades han sido construidas con sus esfuerzos y sus vidas; y otro en miseria, pues el resultado ha sido su marginación a los lugares invisibles de la ciudad, a una vida de no-ciudadano.

Destaca, en primer lugar, la desaparición de los vínculos y sentimientos de comunidad, sustituidos por una existencia individualizada que les hace indiferentes y los enfrenta. Nos dice en una ocasión: “estos londinenses han debido sacrificar la mejor parte de su cualidad de hombres para lograr todos los milagros de la civilización de los cuales rebosa la ciudad […]. La muchedumbre de las calles tiene ya, por sí misma, algo de repugnante, que subleva la naturaleza humana” [68]. Y luego, observando la ruptura de la comunidad, su fraccionamiento radical: “Esta indiferencia brutal, este aislamiento insensible de cada individuo en el seno de sus intereses particulares, son tanto más repugnantes e hirientes cuanto que el número de los individuos confinados en este espacio reducido es mayor” [69]. Pero el individualismo, además de generar indiferencia y aislamiento, tiene otra forma de presencia: como enemistad, como recelo, como lucha de todos contra todos, manera perversa de entender la lucha por la vida: “De ello resulta asimismo que la guerra social, la guerra de todos contra todos, aquí es abiertamente declarada. […] cada quien explota al prójimo, y el resultado es que el fuerte pisotea al débil y que el pequeño número de fuertes, es decir los capitalistas, se apropian todo, mientras que al gran número de débiles, a los pobres, apenas les queda su vida” [70].

Apuntando un poco más a los aspectos materiales, Engels nos describe varios barrios de las diferentes ciudades, pues “todas tienen algunos barrios malos”, todos equivalentes en esencia: “Las calles no son habitualmente ni planas ni pavimentadas; son sucias, llenas de detritos vegetales y animales, sin cloacas ni cunetas, pero en cambio sembradas de charcas estancadas y fétidas [….]. No se ve, por decirlo así, un solo vidrio intacto, los muros están destrozados, las guarniciones de las puertas y los marcos de las ventanas están rotos o desempotrados, las puertas -si hay- hechas de viejas planchas clavadas juntas; aquí, incluso en este barrio de ladrones las puertas son inútiles porque no hay nada que robar. Por todas partes los montones de detritos y de cenizas y las aguas usadas vertidas delante de las puertas terminan por formar charcas nauseabundas. Aquí es donde viven los más pobres de los pobres, los trabajadores peor pagados, con los ladrones, los estafadores y las víctimas de la prostitución, todos mezclados” [71].

Otra cita de un documento de una comisión oficial dirigida por el Doctor Key dice: “Frecuentemente, todos los miembros de una familia irlandesa se amontonan en una sola cama; a menudo un montón de paja sucia y de cobertura hechas de sacos viejos los tapa a todos, en una aglomeración confusa de seres humanos, que la necesidad, el embrutecimiento y la licencia rebajan igualmente” [72]. Sus observaciones sobre el terreno y sus conversaciones con ellos le permiten decir: “Además del mal estado de la ropa de la mayoría de los obreros, de vez en cuando se ven en la necesidad de empeñar sus mejores efectos. Sin embargo, entre un número muy grande de ellos, especialmente aquellos de descendencia irlandesa, las ropas son verdaderos andrajos, que muy a menudo no se pueden remendar, y tanto se han zurcido que es imposible reconocer el color original” [73]. Y una cita de Thomas Carlyle lo avala: "Una indumentaria de harapos: ponérsela y quitársela representa una de las operaciones más delicadas a la cual no se procede sino en los días de fiesta y en momentos particularmente favorables" [74]. Malas ropas y peor calzado, cuando existía: “Actualmente se ve en todas las ciudades industriales una multitud de personas, sobre todo de niños y de mujeres, que andan con los pies desnudos y poco a poco los ingleses pobres adoptan este hábito” [75].

Ciertamente, también en la clase obrera hay niveles y desigualdad; pero aquí las distancias son cortas; los trabajadores más afortunados pueden comer cada día carne, “pero en las familias donde se gana menos, se come carne solo los domingos, o dos o tres veces por semana, y en cambio, más patatas y pan; si descendemos la escala poco a poco, hallamos que la alimentación de origen animal se reduce a unos trozos de tocino cocido con patatas; más abajo aún, este tocino desaparece, y no queda más que queso, pan, papilla de harina de avena (porridge) y patatas; hasta el último grado, que ocupan los irlandeses, donde las patatas constituyen el único alimento. Se bebe en general, con esos manjares, un té ligero, mezclado a veces con un poco de azúcar, de leche, o de aguardiente” [76].

La explotación se ve ahí, en las condiciones materiales de vida; su salario aparece en sus víveres; su estatus o consideración social… Esta es la descripción de Engels, que ha visitado muchos de estos barrios y ha presenciado que los obreros viven entre los animales, y no siempre mejor que ellos. Ese era el lugar que la civilización industrial destinaba a quienes la hacían posible con su trabajo. Claro que no todos los trabajadores vivían así; pero eran muchos, infinitamente más de los necesarios para que Marx reafirmara su posición crítica ante el capitalismo y el orden político-jurídico e ideológico que lo sustentaba.


2. El materialismo histórico.

La ideología alemana fue pensada con el mismo formato y propósito que La Sagrada Familia, es decir, una crítica irónica, sangrante, de los intelectuales alemanes de la época, siguiendo al detalle sus escritos, revelando contradicciones y carencias conceptuales, y especialmente su extravío en el mundo del espíritu. Pero esta vez irrumpió -se dice que por mediación de Feuerbach, que adelantó la crítica materialista a los jóvenes hegelianos- mejor equipado, pues Marx contaba ya con una posición teórica mucho más sólida; una posición que aún no pivotaba sobre la dialéctica social, sobre la contradicción capital/trabajo, sino sobre la dialéctica de la historia, con ciertos aromas hegelianos sepultados bajo la ontología materialista en que las estructuras sociales usurpan el lugar de sujeto a la Idea, en que las necesidades materiales de la vida social toman el puesto a las necesidades de autoconocimiento.

Efectivamente, en La Ideología Alemana se nos ofrece fundamentalmente una comprensión materialista de la historia que hará fortuna en la cultura occidental; también aparecen en ella las bases de una nueva lucha por la emancipación, que Marx y Engels llamaban “socialismo científico”, pero ambas cuestiones son diferenciables. La producción teórica de Marx se hace en un contexto de lucha, de su lucha; entiende la filosofía hegelianamente, como “ciencia filosófica”; y piensa en una ciencia filosófica “revolucionaria”. Y por tal entiende no tanto que sirva de “guía para la acción”, que también, cuanto que se represente la realidad social desde una ontología en que no hay esencias, sino mera sucesión de formas y figuras con origen y fin. Era su manera de decir a los economistas clásicos que la ciencia positiva, aunque sirve para decir cómo funcionan las cosas, no es la ciencia que él persigue, la ciencia filosófica; ésta ha de mostrar que la realidad existente no ha sido siempre así; que ha devenido así y llegará el día en que desaparecerá. Esa es para Marx la mejor aportación de la ciencia a la revolución, cuya primera formulación general nos ofrece en el texto que comentamos; aportación que no es mera promesa, expresión de deseo, sino certeza, verdad científica, -cierto, de una ciencia no determinista, no causaefectista-, que como conocimiento forma parte constitutiva de la historia, y que por tanto evoluciona con ella -y eso quiere decir “verdad histórica”.

En la excelente síntesis de la misma que nos ofrece en el “Prólogo” de 1859 se condensa el materialismo histórico. Es una reconstrucción a posteriori de su propia conciencia, que no aparece tan preciso y contundente en el texto de La Ideología Alemana; pero ayuda a comprender éste incluso en sus carencias. Como se aprecia inmediata y explícitamente en el texto su profesión de fe “materialistas” no consiste en partir de la “materia” y explicar desde ella el pensamiento; tal interpretación es una ingenuidad. El materialismo de Marx consiste en sustituir el protagonista, el papel de sujeto de la historia: pasar del espíritu y de su necesidad de autoconciencia que le mueve en dirección fija al hombre y su difícil lucha por la vida que le arrastra a caminar por donde puede y como puede, y siempre de manera incierta.

Creo que ésta es la base del cambio, su consideración de la vida humana antes que nada como lucha por la vida. El hombre es, como cualquier otro ser vivo, fuerza de vida; y como su vida se desarrolla en y mediante la naturaleza, el hombre como ser ahí tiene su primera aparición como ser que trabaja, su fuerza de vida es fundamentalmente fuerza de trabajo, de la que vive, la que le da el ser biológico y, como veremos, el ser humano, la consciencia y voluntad determinada. Por tanto, el punto de partida de Marx es el hombre como ser vivo que hunde sus raíces en el barro de la historia; no destaca en el origen su conexión con los cielos, con la racionalidad, sino con la tierra, con el trabajo. Su ser biológico surge anclado a la tierra mediante la necesidad del trabajo y su ser humano se hace -se produce- en la historia, que es su historia, su proceso de creación de su mundo y de sí mismo (de su cuerpo, de su consciencia, de su saber, de sus derechos y sus deberes). Sí, la historia pertenece a los individuos, que la hacen dónde, cuándo y cómo pueden, pero la hacen ellos, asociados y enfrentados, sumisos y rebeldes, conforme a su voluntad o contra ella; por tanto, de aquí ha de partir el pensamiento:

"Las premisas de que partimos no tienen nada arbitrario, no son ninguna clase de dogmas, sino premisas reales, de las que sólo es posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado como las engendradas por su propia acción. Estas premisas pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica [77].

Podemos partir de un concepto de hombre como aquel ser que piensa, que sueña, que reza o que da la mano a los dioses; y cada una de esas posiciones aportará luces y conciencia. Pero lo fundamental e innegable, nos dice Marx, es que el ser humano vive de la naturaleza, esa es su determinación básica, constitutiva. Y es igualmente fundamental, y su diferencia específica, que en esa relación vital con la naturaleza el hombre usa instrumentos construidos por él para posibilitar y facilitar ese metabolismo. Ese tipo de relación con la naturaleza mediada por instrumentos es lo que llamamos trabajo; por tanto, el hombre es el ser vivo que trabaja; esa es su esencia natural.

“Podemos distinguir los hombres de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero los hombres mismos comienzan a ver la diferencia entre ellos y los animales tan pronto comienzan a producir sus medios de vida, paso éste que se halla condicionado por su organización corpórea. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material” [78].

Todo el secreto del materialismo de Marx reside ahí: el hombre se diferencia, construye su diferencia, en la medida y al ritmo que desarrolla sus instrumentos de trabajo para extraer con ellos de la naturaleza sus víveres. Por tanto, se hace a sí mismo transformando la naturaleza. Sin saberlo, el recurso a los instrumentos mediadores va transformando su cuerpo físico y espiritual; su ser no es otro, ni debe ni puede serlo, que el que se manifiesta en su modo de vida y en su manera de trabajar:

“Los individuos son tal y como manifiesta su vida. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo cómo producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción” [79].

Ésta es la tesis básica del “materialismo histórico”, así de simple y de obvio. La individualidad humana, que subsume su cuerpo, su alma y su espíritu, es un producto de su vida entendida como lucha por vivir (en la que intervienen y se desarrollan sus partes, sus órganos, sus elementos); el ser humano es un producto, se hace a sí mismo en sus relaciones con el mundo (la naturaleza, la sociedad, los otros). Un producto mediado por sus productos, -relaciones y cosas, instrumentos y valores- que va elaborando en y para la lucha por la vida. Esa s la base material elemental del ser humano pensado en el materialismo: materialismo histórico, producto histórico, donde no caben esencias permanentes.

Cuando en otros momentos se llama al marxismo “filosofía de la praxis”, con ello se quiere decir que todo ser, incluido el ser humano, es un producto de la praxis, del trabajo en particular y de su relación con la naturaleza en general, que incluye incluso el conocimiento, al fin un modo de acción, un modo de vida. En lugar de ver el mundo poblado de seres con esencias naturales o eternas, más como telos a conseguir que como realidad inmediata, Marx opta por una ontología en la que el ser social, de los hombres o de las cosas, es un conjunto de relaciones o determinaciones concretas que, con las mediaciones que se requieran, remite siempre a una relación móvil de vida con la naturaleza, a una forma u otra de transformación, intervención o trabajo.

Ahora bien, las condiciones en que el ser humano trabaja no son dadas únicamente por los medios de trabajo, con ser éstos el factor más determinante; al trabajar, y como exigencia de los instrumentos y de la voluntad de eficiencia, aparece una división del trabajo, unas relaciones técnicas en el trabajo. Estas relaciones, como los medios o instrumentos, son cada vez más diversas, sofisticadas y complejas, pues no trabaja ni física, ni psíquica, ni mentalmente igual el artesano que el obrero en la producción fordista. Aparecen también otras formas de división social del trabajo (entre el hombre y la mujer, entre el campo y la ciudad, entre la agricultura, el comercio y la industria, etc.) que inciden en su modo de trabajar. Y, como dice Marx, de la división del trabajo se derivan hasta las formas de la propiedad:

“Las diferentes fases de desarrollo de la división del trabajo son otras tantas formas distintas de la propiedad; o, dicho en otros términos, cada etapa de la división del trabajo determina también las relaciones de los individuos entre sí, en lo tocante al material, el instrumento y el producto del trabajo” [80].

Nótese que aquí de nuevo la propiedad privada no es el origen, sino el efecto de la división del trabajo; de nuevo Marx pone bajo las relaciones sociales una determinación más natural, más técnica, más “material”, aunque sin olvidar que también esas relaciones, incluida la división del trabajo, son un producto histórico de la praxis, del trabajo; o sea, responden a determinaciones de una instancia subyacente, más material, más próxima a la naturaleza, que llamamos “cuasi naturales”.

Las condiciones de trabajo van cambiando, y con ellas el ser del hombre; y de ellas derivan todas las otras relaciones y formas de vida, desde la propiedad al tipo de familia, de ciudad, de orden político, y a la organización de estas instituciones. Toda la historia de la humanidad pasa a verse ahora en función del desarrollo de las “fuerzas productivas”; las instituciones políticas y jurídicas, las formas de conciencia (literatura, arte, ética, religión…), las luchas internas a la nación o entre éstas, todo es interpretado en la concepción marxiana de la historia como determinación de las fuerzas productivas. En particular, las formas de conciencia, de pensar, de valorar, tienen su razón última de ser no en una racionalidad abstracta que los filósofos, cual sacerdotes de este dios profano, interpretan y sancionan, sino en algo tan grosero y sospechoso para la filosofía tradicional como los medios de trabajo y, en general, las condiciones materiales de vida. Y es así no porque se considere que la razón sea “materia” o mero vapor del cerebro que surge espontáneo en el trabajo; sino simplemente porque la racionalidad, como “espíritu”, como pensamiento, se considera un instrumento producido por los hombres en, desde y para su intervención en la naturaleza; y, como todo instrumento sofisticado, tiene su lógica, sus leyes, su verdad y su historia.


3. La producción de la consciencia.

Las fuerzas productivas tienden siempre a crecer; y es así porque la voluntad de los individuos lo quiere y lo necesita, pues son las que posibilitan y facilitan la vida humana. La organización del trabajo y de las instituciones sociales que surgen en torno al mismo, habrán de ir cambiando para adaptarse; cada nivel de desarrollo de las fuerzas productivas necesita unas condiciones de vida social y una subjetividad adecuadas a las mismas. Y en especial, en ese mundo capitalista de relaciones y cosas aceleradamente cambiantes, destaca el cambio de la forma de la propiedad, que define las relaciones en el seno de la producción. Como en el capitalismo la propiedad de los medios de producción es privada, los actores de la producción quedan divididos en propietarios y asalariados, y obviamente no es lo mismo estar en uno u otro lado. Tanto las funciones y la relevancia en la organización de la producción, como la participación en el producto, como el estatus social derivado, etc., están fuertemente influenciadas por esas relaciones de producción con base en la propiedad. O sea, la forma de vida social, el complejo de relaciones que se tejen entre los individuos, tiene su secreto en la producción, y su referente último en el desarrollo de las fuerzas productivas. Según Marx:

“La organización social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de determinados individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la imaginación propia o ajena, sino tal y como realmente son; es decir, tal y como actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad” [81].

Y no sólo cambian las relaciones que parecen más materiales, como las laborales o las político-jurídicas, sino también las espirituales, de los sentimientos a la voluntad, de los valores a las ideas, de los principios a los métodos:

“La producción de las ideas, las representaciones y la conciencia aparece, al principio, directamente entrelazada con la actividad material y el trato material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. La formación de las ideas, el pensamiento, el trato espiritual de los hombres, se presentan aquí todavía como emanación directa de su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero se trata de hombres reales y activos tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el trato que a él corresponde, hasta llegar a sus formas más lejanas. La conciencia [das Bewusstsein] jamás puede ser otra cosa que el ser consciente [das bewusste Sein], y el ser de los hombres es su proceso de vida real” [82].

Ésta es la inversión materialista que ofrece Marx a la filosofía: abandonar su hábito de ir del cielo a la tierra, de predicar a los hombres su concepto (qué deben ser y qué deben hacer), para hacer el recorrido de la tierra al cielo, convirtiendo en concepto su manera de ser real. Inversión ésta que tiene un corolario de enorme importancia: la moral, la religión, la metafísica, cualquier ideología, cualquier forma de conciencia, incluso las formas políticas, el estado, el derecho, pierden sustantividad, pierden principios, lógica, criterios e historia propios, y devienen productos -materia prima o medios de producción teóricos- determinados, surgidos del movimiento de la producción, una realidad formalmente exterior a ellos. ¿Y esto qué significa? Nada más y nada menos, a juicio de Marx, que esos campos de la realidad no tienen historia propia, o sea, no son comprensibles en sí mismos, por una lógica inmanente a ellos, como suele pensar la filosofía. No hay historia -con substancia, con lógica propia, no como mera colección de hechos- de la política, de la religión, de la literatura, de la filosofía, etc. La única realidad sustantiva, con historia propia, es la producción. Para conocer la evolución del derecho, la filosofía o la religión, por tanto, hay que poner estos cambios en relación con los que se producen en la esfera productiva de la que emanan.

Esta tesis, que sólo formula de otra manera el materialismo histórico, es una de las más discutidas, sin duda porque resta privilegios al sujeto pensante, esa idea de nosotros mismos que nos permite pensarnos libres, juzgarnos como seres morales, considerar nuestras creaciones intelectuales o artísticas como “nuestras” etc.. El texto de Marx es contundente:

“No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se parte de la conciencia como si fuera un individuo viviente; desde el segundo punto de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo individuo real viviente y se considera la conciencia solamente como su conciencia” [83].

Tampoco ha gustado esta tesis a los filósofos, que han tendido a ver en ella un anuncio del fin deseable de la filosofía a manos una vez más de la ciencia. Marx es contundente al respecto, per hemos de tener presente que también la ciencia carece de historia propia, de lógica inmanente de desarrollo, pues su evolución está siempre ligada a necesidades y fines humanos, todos ellos componentes de la vida y de la producción de los medios de vida:

“Allí donde termina la especulación, en la vida real, comienza también la ciencia real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso práctico de desarrollo de los hombres. Terminan allí las frases sobre la conciencia y pasa a ocupar su sitio el saber real. La filosofía independiente pierde, con la exposición de la realidad, el medio en que puede existir. En lugar de ella, puede aparecer, a lo sumo, un compendio de los resultados más generales, abstraídos de la consideración del desarrollo histórico de los hombres” [84].

¿Se anuncia la muerte de la filosofía a manos del conocimiento científico positivo? Creo que no, y entiendo que ver aquí el anuncio del fin de la filosofía es una preocupación infundada por dos razones; una, porque aunque sea Marx quien decrete su muerte, los filósofos solemos ser desobedientes, y aquí con m´ñas razones, pues en ello nos va la existencia; segunda, porque Marx, aunque habla de la filosofía, se refiere contextualmente a la hegeliana en particular y, más en general, a esa filosofía que se ha instalado tras Kant en el deber ser, esa filosofía que en lugar de limitarse con modestia a comprender y criticar el mundo (es lo que Marx hace y hará hasta su muerte) se obstina en decir cómo debe ser el mundo, en someterlo al concepto. Esa filosofía demiurgo iluso del mundo sí que anunciaba su fin, y lo hacía de la mano de Marx, cuya ontología materialista y práxica, que pensaba el ser como producto, como producción, barría del escenario las esencias y los fines, limitándose a comprender el sentido del movimiento histórico cuando ya había pasado o, como privilegio máximo y selectivo, o cuando llama a la puerta, cuando está a punto de pasar, cuando sin aún verlo ya se oyen sus pisadas y se huelen sus síntomas.


4. La dialéctica de la historia.

Decimos, pues, que para Marx sólo la producción tiene historia propia; y esto equivale a decir metafóricamente que para situar una parte de la casa, sea el baño o la biblioteca, hay que referirla a las otras, y especialmente a la entrada; no está en juego qué aposento es el más noble, cómodo o independiente, sólo interesa el orden de referencia, que tanto preocupa a Marx. Eso es lo que significa la enigmática y debatida regla de la “determinación en última instancia por la economía”, que en el fondo es poco más que una humilde primacía metodológica. Para Marx el orden lógico de la historia social requiere partir de la producción, ver en ella el motor de la historia. Desechado el “primer motor” absoluto, propio de las ontologías esencialistas, que han de suponer en el origen un “motor inmóvil” que comience la serie de movimientos, a Marx le sirve la opción hegeliana de la dialéctica: en el origen está la contradicción, o sea, la lucha, que por sí misma genera movimiento.

En Marx esa contradicción se da entre las fuerzas productivas, siempre tendentes a crecer, a renovar, y las relaciones sociales, especialmente las de producción (propiedad), pero también las técnicas, y las político-jurídicas, y las ideológicas, todas ellas con inercia a mantener el statu quo. Los conflictos entre estas instancias no son errores o disfunciones corregibles, sino que constituyen su manera de ser; las crisis, sea en la producción, en la distribución, en los aparatos de gobierno o en la conciencia, son para Marx intrínsecas al capitalismo y, con sus debidas matizaciones, a cualquier realidad social. Nos dice: “estos tres momentos, la fuerza productiva, el estado social y la conciencia, pueden y deben necesariamente entrar en contradicción entre sí” [85]. El proceso, por tanto, tiene un origen y una dirección; tal vez no un destino, pero sí una dirección de salida, o huida, de librarse de la contradicción, en una fuerza resultante que refleja la potencia respectiva de las que confrontan en lucha. El desarrollo de esas contradicciones se expresa en los procesos sociales, culturales y económicos, en las crisis, en las luchas, en los cambios del sistema para mantenerse y reproducirse; la resultante móvil, constantemente reactualizada, va señalando la dirección. Y deja a la consciencia soñar el destino, con el riesgo de los sueños apoyados en variables indecisas.

Hay un momento del texto en el que Marx extrae cuatro consecuencias de la concepción de la historia esquemáticamente expuesta que no podemos silenciar. La primera refiere a las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución, cuando nos dice:

“En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas productivas sino más bien fuerzas destructivas (maquinaria y dinero); y, a la vez, surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas (…); una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista…” [86].

La revolución, por tanto, es puesta a caballo de la contradicción de las fuerzas productivas y las relaciones de producción; en concreto, cuando las relaciones de propiedad privada no son adecuadas al desarrollo histórico de la población. Esa situación generaría crisis, problemas de distribución, descontento extendido. Al mismo tiempo, el desarrollo de la producción que va creando, aumentando y concentrando el capital también irá creando, ensanchando y concentrando al proletariado, una clase cada vez más numerosa y forzada a la unidad, que en la medida en que sufre el peso de la producción y los males de la irracionalidad del sistema va tomando conciencia de la necesidad de un cambio radical, de la necesidad de una alternativa que niegue las condiciones capitalista, que necesariamente será socializadora, y que Marx comunista interpreta como “comunista”.

La segunda consecuencia que extrae Marx es que el desarrollo creciente de las fuerzas productivas, y en consecuencia de las múltiples y progresivas contradicciones que genera en los distintos espacios sociales, lleva a una situación en la que sólo se pueda seguir adelante recurriendo a instancias sociales “exteriores” a la economía, es decir, recurriendo a las sobreestructuras. En concreto, deviene necesaria:

“la dominación de una determinada clase de la sociedad, cuyo poder social, emanado de su riqueza, encuentra su expresión idealista-práctica en la forma de Estado (…) razón por la cual toda lucha revolucionaria va necesariamente dirigida contra una clase, la que ha dominado hasta ahora” [87].

El nivel de desarrollo histórico va determinando las formas de dominación; aunque el capitalismo no porta la dominación política en sus genes, pues idealmente el libre contrato y el mercado pueden garantizar la paz social y la reproducción, en su proceso de crecimiento al capital no le queda otro remedio que añadir echar mano de otro poder, instrumentalizando el estado, que de reino neutral de lo universal, de la igualdad formal, con funciones de garantizar el equilibrio y la justicia, deviene más y más instrumento de parte, instrumento de clase, de la clase que detenta el poder económico y que lo usa para la reproducción de las relaciones vigentes. También recurrirá a la instrumentalización de las instancias ideológicas, pero el recurso a este plus político de dominación será el principal y determinante, tanto que llegará a ser dominante, llevando a contradicciones coyunturales con el poder económico. De ahí que Marx entienda que la lucha anticapitalista será esencialmente política y fundamentalmente entre dos clases, la de los grandes propietarios que concentran y controlan el capital y la del proletariado, que sufre de manera más inmediata y directa su dominación. Será una lucha política -por el poder del estado- contra el capital -por el control de los medios de producción-, pues devenido el estado principal aparato de dominación, su control es el objetivo de toda estrategia anticapitalista. O sea, la emancipación de la explotación pasa por la emancipación de la dominación; pero ésta no pasa por la consideración formal de ciudadanos libres e iguales, esa figura es ya para Marx un anacronismo; la emancipación política de un instrumento cuya esencia es la dominación sólo puede consistir en apoderarse de ese instrumento. Posteriormente llegará la hora de las matizaciones, pero la posición de Marx en este momento de su biografía ha de quedar reflejada con estos rasgos radicales. Pocos años después defenderá esta posición ligeramente corregida, hablando de la necesidad de una fase de transición con “dictadura del proletariado”, que sustituya y limpie los residuos de la “dictadura de la burguesía”, que abra la puerta a un orden social “sin estado”; y aquí “sin estado” quiere decir que el aparato jurídico y administrativo, sin duda imprescindible, debe limpiarse de su dimensión de dominación, de su función de clase. Pero a ese punto ya llegaremos.

La tercera consecuencia que extrae Marx del esbozo de concepción de la historia afecta al carácter necesariamente comunista de la revolución, pues ya no se trata de distribuir mejor, más “justo”, el producto social, sino que “va dirigida contra el carácter anterior de actividad, elimina el trabajo y suprime la dominación de todas las clases, al acabar con las clases mismas” [88]. Se entiende que si el proletariado es visto como clase universal, su revolución ha de incluir la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y, en consecuencia, de todas las clases. Más enigmática es la anunciada “eliminación del trabajo”, que en la tradición marxista ha dado lugar a bellos sueños, desde quien lo interpreta como reducción del trabajo a “juego”, purificándolo de sus maldades conventuales, a quienes lo disuelven en el sueño de ser por la mañana pastor, por la tarde flautista, por la noche poeta… Marx no escribió de estas cosas, y si mencionó algo asociable en las pocas ocasiones que habló del comunismo, fue como broma, con mucha ironía; el “trabajo” era un elemento suficientemente serio como para no trivializarlo; sobre el mismo se construyen las formaciones sociales, su concepto no puede ser literario. A mi entender, en la cita anterior, aunque use “trabajo” en abstracto el contexto permite e induce a pensar que se trata del “trabajo asalariado” capitalista, el trabajo enajenado, que Marx en estas fechas pone en la base del mal social. De ahí que diga que la revolución comunista va “contra el carácter anterior de la actividad”. El “carácter” no se circunscribe al horario, a la dureza, a lo mal pagado y cosas semejantes; el “carácter” apunta a la esencia, a lo esencial, y lo esencial del trabajo en el capitalismo es que está pensado y definido para crear plusvalor. En ese punto hemos de centrar la atención y desde el mismo buscar la alternativa; no en el sueño de un trabajo no fordiano, no enajenado en la cadena o en la máquina, en un trabajo creador, lúdico, libremente elegido y consentido… Marx al menos no pensaba en estas cosas; y cuando más profundizó en la ciencia económica menos concesiones adolescentes se permitió.

En fin, la cuarta consecuencia refiere a la “posibilidad” de la revolución. La necesidad no basta, y mucho menos el deseo; la historia está llena de ejemplos de derrotas en la lucha por la libertad o la justicia. Marx ya lo sabe, y cada vez tendrá más experiencia de esa triste condición social de los trabajadores, de los hombres, sometidos a la dominación, que afecta a su acción, sus ideas, sus deseos o su imaginación. Construir un nuevo orden, que no puede ser el “comunismo de la miseria”, que ha de ser un paso adelante respecto al capital -respecto a su ética y su forma de distribución, pero también respecto a su potencial de producción-, es una tarea gigante. Se ha de estar en posesión del saber, no basta la voluntad. Las experiencia de revoluciones del pasado siglo lo han certificado: hubo necesidad, las masas de distintos pueblos no resistieron más y se rebelaron, cada una asaltó su “Palacio de Invierno”; pero luego llegó la hora de la verdad, la construcción de la sociedad socialista o comunista. Y aquellos hombres capaces de un ejemplar heroísmo no siempre estuvieron luego a la altura de las necesidades históricas de sus pueblos. Construir un nuevo orden social, realizar una “revolución social”, es infinitamente más complejo que una “revolución política”. Al menos Marx así lo pensaba:

“tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución; y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que se hunde y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases” [89].

O sea, la “revolución” (política) era necesaria como preparación de las condiciones subjetivas y objetivas de la “revolución (social); era necesaria para crear hombres comunistas, “consciencia comunista”, o sea, para sacar del fango al sujeto, física, moral y espiritualmente degradado en el capitalismo; y necesaria para ganar la batalla político-militar, para vencer la resistencia física que la clase en el poder opondrá. Pero hecha la “revolución política” estamos en los prolegómenos, en condiciones de posibilidad; falta hacer la “revolución social”, falta construir esa nueva sociedad; y ésta es la parte más compleja y difícil.

Como vemos por la cita anterior, Marx considera necesario que se extienda la conciencia, que aparezca un hombre nuevo; y ese hombre nuevo, con conciencia, voluntad y experiencia, ha de hacerse a sí mismo, sólo puede surgir de la praxis. De ahí la doble necesidad de la revolución: porque la clase dominante se resistirá, no hay otro modo de derrotarla, dice Marx, y porque sólo esa experiencia posibilitará el surgimiento de una nueva conciencia en los hombres, salir del cieno.

Es una visión muy general de la historia y de la revolución la que aquí nos ofrece Marx. En cierto modo es algo así como un programa de investigación; a partir de ahora en la actividad de Marx pueden apreciarse dos tareas combinadas: una, tratar de llevar estas ideas a la prueba de la práctica, de extenderla entre los movimientos y los círculos obreros en general, de arraigarlas en la conciencia; otra, documentar esas grandes conjeturas aportando documentación del desarrollo histórico del capitalismo, apoyar esa filosofía desde el análisis crítico del capitalismo y su conciencia, la Economía Política. En eso consistirá su vida, en aportar una base teórica que fundamente su concepción de la historia en su momento actual, el capitalismo, y en hacer que sus ideas arraiguen en las masas, única manera de dotarles de eficacia, única manera del pensamiento filosófico de aportar fuerza a la revolución.


5. El comunismo.

No podemos pasar por alto un breve comentario sobre el comunismo, pues es éste uno de los pocos textos en que Marx nos hace algunas descripciones del mismo. Por un lado, Marx nos lo sitúa como exigido por unas circunstancias, aquellas en que realmente las condiciones de vida, de explotación, de opresión, de sufrimiento, de miseria, sean insoportables.

“Con esta «enajenación», para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder insoportable, es decir, en un poder contra el que hay que hacer la revolución, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente desposeída y, a la par con ello, en contradicción con un mundo de riquezas y de educación, lo que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (que entraña ya, al misma tiempo, una existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en la existencia puramente local de los hombres) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior” [90].

Por tanto, Marx rechaza el comunismo de la miseria, y lo piensa como un orden social que supone un gran desarrollo de las fuerzas productivas; lo piensa como un paso más en la historia, no como un deseo o como una redención. Y ha de verse así, como una exigencia nacida del desarrollo de las fuerzas productivas, para que aparezca la posibilidad de un comunismo generalizado, pues

“sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual, por una parte, el fenómeno de la masa «desposeída» se produce simultáneamente en todos los pueblos (competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales, empíricamente universales, en vez de individuos locales” [91].

El comunismo local y pobre puede ser un ideal ético, pero no es el que según Marx se deriva de la dialéctica de la historia que, no lo olvidemos, está movida por la lucha de los hombres por sobrevivir mediante el trabajo.

Marx no está formulando el comunismo como una propuesta normativa, desde una regla moral; su tarea es descriptiva, cosa que no anula su subjetividad, es decir, la determinación histórica de su voluntad. Su opción comunista es anterior a su actual idea del comunismo como momento de la historia, como “movimiento”; pero la nueva idea de comunismo –y hay que advertir que la irá matizando a lo largo de su vida- le permite y exige tanto darle otro contenido como luchar por él con otra estrategia; así se entiende que una de sus luchas sea, precisamente, contra esas ideas utópicas de comunismo que contaminan la estrategia y pagan con sufrimiento y decepción los fracasos de las luchas sociales. Como dice una y otra vez,

“para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente” [92].

Pero Marx nos dice más cosas sobre el comunismo. Nos dice, por ejemplo, que el comunismo pone en escena una nueva forma de conciencia, desde la que los hombres se saben autores tanto de las “premisas naturales anteriores” como de la producción de sí mismos y de los otros hombres. Decía en un párrafo que los autores tacharon en el manuscrito:

“Hasta ahora no hemos examinado más que un solo aspecto de la actividad humana: la transformación de la naturaleza por los hombres. El otro aspecto es la transformación de los hombres por los hombres” [93].

Por tanto, el comunismo, que no es un sueño antiguo sino un horizonte histórico, tendría la ventaja de la “autoconciencia”, hecha posible por toda la historia anterior. Cuando en pasajes anteriores hablaba de la necesidad de crear masas de comunistas no se estaba refiriendo a producir soldados heroicos, generosos, éticos, capaces de sacrificarse en la construcción del nuevo orden; estaba refiriéndose a hombres que, además de consciencia ética, tuvieran sobre todo “autoconsciencia”, que bien entendido es saber unido a saber que se sabe; saber de dónde venimos, qué nos hace ser lo que somos y como somos, hacia dónde somos empujados; saber que nos producimos al pensarnos, que hacemos la historia con unos y contra los otros, y que ésta no sigue nuestro guion e interviene en la producción de nuestra conciencia.

Marx piensa que esa es la consciencia comunista, una forma de saber. Y entiende que dentro de su concepto se da esta peculiaridad de

“abordar de forma consciente todas las premisas naturales como creación de los hombres anteriores, despojándolas de su carácter natural y sometiéndolas al poder de los individuos asociados” [94].

Es de nuevo la ontología de la praxis, de la que antes hablábamos, para la cual nada hay “natural”, pues todos los seres, incluidos uno mismo y los otros hombres, son producidos. “Natural” es el nombre que damos a lo que nos encontramos, que en rigor es lo producido por las generaciones anteriores. Por consiguiente, el comunismo será también una institución, un producto de la praxis histórica. Y dice:

 “Su institución es, por tanto, esencialmente económica, la de las condiciones materiales de esta asociación; hace de las condiciones existentes condiciones para la asociación” [95].

Convendría no olvidar esta idea, que a nuestro entender Marx nunca abandonará; así nos evitaríamos extrañas y confusas discusiones sobre el comunismo, en las que implícitamente se entiende como “sociedad”, sociedad comunista en su totalidad, en todas sus esferas, en todas las prácticas y dimensiones de la vida. Así lo entendía el socialismo utópico, que se permita la licencia de describir exhaustivamente cómo serían o habría de ser la sociedad comunista y la vida en ella. Marx toma distancias respecto a estos sueños, y entiende el comunismo de manera más humilde; lo considera ante todo un orden económico, un modo de producción; y lo piensa como una obra a seguir, a construir con los elementos de que se disponen. Por tanto, será un orden nacido como todos de las condiciones existentes, es decir, en su caso de las condiciones capitalistas. Nótese bien esta idea, nada de odio a los elementos productivos del capitalismo, nada de terror a la contaminación, nada de esa extendida idea filomarxista del comunismo como una absoluta nihilatio seguida de una creatio. Marx nos dice que el comunismo transforma las condiciones existentes en condiciones para la asociación; es decir, sobre la realidad existente, sobre los elementos que el capitalismo ordena y hace funcionar conforme a su ley de valorización, el comunismo elimina esa forma capitalista y pone otra que hace que dichos elementos con su misma materialidad cumplan otra función, tengan otra esencia. Es lo que Marx llamará años después “subsunción” [96], concepto que le permitirá describir con verosimilitud el proceso de cambio socio económico.

Marx enfatiza que el comunismo surge de la base real ya existente, como si quisiera liberarse de la transcendencia, de “cuanto existe independientemente de los individuos”, de todas las formas de enajenación. Nos llama a la cordura de evitar la tentación de hacer de aprendices de demiurgos, pues un orden social se niega, se rechaza, se destruye en una revolución, porque es insoportable y no satisface las necesidades; y el nuevo que se implante ha de ser mejor, satisfacer más necesidades y generar menos sufrimientos. Ahí está su grandeza y su razón de ser, no en ideales o valores sacralizados exteriores e improbables:

“Los comunistas tratan prácticamente las condiciones creadas por la producción y las relaciones anteriores como condiciones inorgánicas, sin llegar siquiera a imaginarse que las generaciones anteriores se propusieran o pensaran suministrarles materiales y sin creer que estas condiciones fuesen inorgánicas para los individuos que las creaban” [97].

Cita que abunda en una idea que se enuncia con frecuencia, si bien se elude bajo la enorme fuerza de metáfora de la revolución como sustitución de lo viejo por lo nuevo, del mal por el bien. Su ida de comunismo, sobre la que insistirá poco, cada vez menos, apunta menos a la definición y defensa de una ciudad ideal que a la llamada a seguir una metodología materialista de construcción social, según la cual las formas sociales se producirán cuando sen necesarias y posibles, cuando llegue el momento y por quienes allí, en su presente, saben sus necesidades y su fuerza. En otras palabra, es como si Marx aconsejara que la definición del orden comunista, nombre de la sociedad postcapitalista, ya la harán quienes estén allí cuando llegue el momento; y que la harán con lo que tengan en la mano, que será el mundo capitalista, lo que del mismo sea aprovechable; y que el criterio que seguirán será el de reconstruir y reordenar los elementos en una nueva matriz o forma, como el saber de una nueva ciencia; en todo caso un método muy distinto al que nos vemos condenados hoy si, en la distancia, cuando pretendemos definir aquel orden futuro como un ideal eterno universalmente aceptable y deseable.


6. Los reflejos incómodos: determinismo y economicismo.

La exposición del materialismo histórico en La Ideología Alemana, suele ser valorada como economicista y fuertemente determinista. Ello es comprensible dada la casi invencible tendencia en nuestra cultura a pensar en una ontología dualista, en la cual la dialéctica se muestra inevitablemente como relación de exterioridad. En el marco de representación dualista el sujeto y el objeto aparecen como términos de una relación pseudodialéctica de “interdeterminación”, en el sentido de afectación e influencia mutua, como suele pensarse la relación amo-siervo; pero siempre en una relación de exterioridad, retroalimentándose, sufriendo uno al otro, dominando uno al otro, modificándose entre sí, pero ambos concebidos como dos realidades claras y distintas, diferenciadas en cuanto a su esencia y su fin. En ese marco conceptual inevitablemente surge el problema de establecer el orden de la determinación, de fijar quién es quién, en definitiva, quién manda, que se traduce en quién es más eminente. Aunque Marx busca una ontologías nueva, que diluya esa perspectiva, de momento tiene mayor capacidad de defenderla en vía negativa que constructiva, se muestra más potente al mostrar las carencias e ilusiones metafísicas a que nos lleva el dualismo que al describir y definir las alternativa dialéctica materialista. Es por ello, por la carencia de elementos de expresión conceptual nuevos, su idea no queda adecuadamente vertida al papel, y si nuestra lectura sacraliza la literalidad del texto la idea que éste describe está deformada y contaminada. Por ejemplo, al reivindicar Marx el “trabajo” con su vocabulario insuficiente y leer nosotros el texto en con un a hermenéutica dualista, su esfuerzo materialista por enfatizar el papel de las condiciones materiales de existencia en la formación de la conciencia casi inevitablemente nos llega en nuestra lectura en una representación con olor a economicista, cargada de determinismo materialista que oscurece o anula la actividad de la subjetividad.

No obstante, el determinismo economicista se atenúa o disuelve si leemos el texto desde la totalidad del pensamiento marxiano y como momento de tránsito en la génesis de su pensamiento; y, sobre todo, si nos esforzamos en tener presente que Marx está buscando una forma de presentación de saber, que aún no posee, pero que apunta en una dirección que anticipa. Podemos apreciar esta circunstancia si centremos la mirada en las Tesis sobre Feuerbach [98], que no en vano ha sido siempre valorado como expresión de ese momento en que quiere dejar atrás el viejo modo de decir de la filosofía y marca el camino a transitar.

Una larga tradición hermenéutica enfatiza la influencia de Feuerbach en el desplazamiento de Marx hacia el materialismo; para nosotros esa influencia fue muy puntual y efímera, aunque nada despreciable; era corto el camino que podían hacer juntos, y en rigor no era ese el camino que buscaba Marx; pero tenían que cruzarse y así tomar consciencia de la importancia de la opción a tomar. Engels solía decir de Feuerbach que “también como filósofo se queda a mitad del camino; es por debajo materialista y por encima idealista”; pero era necesario conocerlo y ver adonde llevaba, para elegir el propio.

Las pocas referencias que encontramos a Feuerbach en el capítulo primero de La ideología alemana se reparten entre el reconocimiento a su rebelión antiidealista y la crítica a las insuficiencias y carencias de la misma. Su valoración del autor de La esencia del cristianismo [99] queda más sintética y claramente expuesta en sus once tesis escritas en esos días. Marx reconoce y agradece que Feuerbach se distanciara del espíritu hegeliano y situara el pensamiento en la actividad sensorial, pero así no se sale del dualismo esencialista. Marx ya intuye que es viejo e irrelevante entretenerse en distinguir y elegir entre el espíritu y el cerebro como “sujeto pensante”; lo importante para él era romper el dualismo de substancias y pensar ambos como figuras del proceso de vida, como dos elementos, dos momentos, dos funciones, dos formas de acción del ser humano; lo realmente relevante era pensar la totalidad del individuo -y en realidad del mundo-, como unidad y en cada uno de sus elementos abstraídos en el análisis, cada uno de los “objetos” de conocimiento (cerebro, consciencia, espíritu, alma, sentimientos, sentidos…) como productos de la actividad del individuo, y más precisamente productos de la actividad social, esa misma actividad social cuyo resultado es la creación del mundo de la vida, precisamente el ahí que limita y determina la acción y la autoconstrucción del hombre (de su pensamiento y de su cuerpo, en todas sus figuras).

Cuando en la Tesis III nos dice que se trata de reconocer que, si bien las circunstancias crean al hombre, éste a su vez crea las circunstancias, con los límites de expresión ya mencionado, expresa su convicción de que si nos mantenemos en la distinción ontológica sujeto/objeto, como hace Feuerbach, no salimos del dualismo esencialista, y nos ahogamos en el problema del huevo y la gallina. La apuesta por desespiritualizar el sujeto, de cargarlo de materialidad, de terrenalidad, tiene buena intención, pero no es la vía materialista, no es el materialismo que intuye Marx. Aunque trate de diferenciarse del grosero materialismo mecanicista de La Mettrie, con aquellas figuras simbólicas que extendían el “animal máquina” a lo humano, generando el “hombre planta”, el materialismo de Feuerbach adolece del mismo problema: no se trata de materializar el espíritu y de espiritualizar la materia, no se trata de reducir uno al otro, sino de verlos en su unidad y su diferencia funcional, como instrumentos o medios diversos, en desarrollo desigual y combinado, que el individuo va produciendo en su lucha por la vida.

La misma Tesis XI, sin duda la más citada por la historiografía, es frecuentemente incomprendida por los mismos motivos. En ella se afirma que los filósofos hasta ahora no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero ya de lo que se trata es de transformarlo. El fundado recelo que los líderes del movimiento obrero han sentido por los intelectuales les llevaba a refugiarse en esta tesis para afirmar primacía de la acción sobre el pensamiento, de la práctica sobre la teoría; así reivindicaban el reconocimiento de la superioridad de su función en el proceso revolucionario. En cuestiones de revolución la filosofía sobra, venía a decirse; o, al menos, el intelectual ha de subordinarse y guardar silencio ante la “práctica” revolucionaria, ante quienes aprenden en la lucha. Era la manifestación de la superioridad del obrerismo sobre el intelectualismo especulativo “pequeño-burgués”; era, no obstante, otra manera de expresarse el narcisismo, que siempre se caracteriza por ignorar la totalidad.

Creemos que es posible otra lectura de esta tesis, si no más verdadera al menos más acorde con la “práctica” de Marx, que en ningún momento dejó de pensar el mundo, y que siempre consideró que su mejor aportación a la emancipación era su “socialismo científico”, no su lucha en las barricadas. La Tesis XI no es una llamada del espíritu a la voluntad para que con la acción práctica cambie el mundo; pero tampoco es una llamada -un empujón- de la voluntad a la práctica ciega, al silencio del pensamiento. A nuestro entender sólo señala la necesidad de ambos momentos o, en negativo, la insuficiencia de ambos cuando son pensados aislados o relacionados exteriormente (jerarquizados). Creo que en esa tesis Marx llama a los filósofos a que hagan lo que corresponde a su “figura” o función, a su concepto, a que sigan intentando comprender el mundo. Y que comiencen por comprender, por un lado, que la filosofía forma parte del mundo a cambiar; que la filosofía no es una fuerza exterior que mueve al mundo, sino que es parte constituyente de éste, tal que cambiándose a sí misma cambia al mundo en los límites y manera que le son propios. Dice a los filósofos, por otro lado, que comprendan también que los cambios en el seno de la filosofía, la transformación de sus consciencias, en su interior (cambios en las figuras del espíritu), sólo son posible si el mundo se mueve, pues sólo tienen lugar en relación con los cambios en la totalidad social de la que forma parte.

Ese es el secreto de esta tesis, que pone límites al papel del espíritu y subordina su avance, su vida, a la transformación de la totalidad de lo real. Se ven sus esfuerzos por reducir el dualismo, por ver las “cosas” como relaciones o momentos cosificados en el análisis, es decir, como abstracciones representacionales de una ontología dualista; se ven, en fin, al menos sus pretensiones de incorporar otro vocabulario, otras representaciones en las que sea la relación dialéctica y no la interacción o feedback, relación de exterioridad, la que domine el escenario de representación.



CAPÍTULO V. Pensar el capitalismo y pensar la revolución.


“De los trabajos sueltos en que presentamos por aquel entonces al público uno u otro aspecto de nuestros puntos de vista, mencionaré solamente el Manifiesto del Partido Comunista, que Engels y yo escribimos en común, y el Discurso sobre el librecambio, publicado por mí. Los puntos decisivos de nuestra concepción fueron delineados por primera vez científicamente, si bien bajo una forma polémica, en mi trabajo Miseria de la filosofía, publicado en 1847 y dirigido contra Proudhon. La revolución de febrero y, como consecuencia, mi traslado forzoso de Bélgica, interrumpieron la publicación de un ensayo sobre el trabajo asalariado, en el que recogía las conferencias que había dado sobre este particular en la Asociación Obrera Alemana de Bruselas”. [“Prólogo” a la CCEP (1859)].

Una teoría que convertía a los trabajadores en sujetos de la historia tenía una primera tarea irrenunciable: llegar a los trabajadores, arraigar en su conciencia y así convertirse en una fuerza material. La propuesta de Marx, presentada como “socialismo científico” y no como un “sueño justo”, incluso en su tono y escenificación se enfrentaba a dos formas de dominación de la conciencia de los trabajadores: a la ideología de la clase dominante y a los socialismos utópicos. Dos formas no equiparables, pero que acababan sumando carga y obstáculos a su lucha de emancipación, situación tanto mas gracias cuanto ahora Marx ya era consciente, ya sabía, que esa tarea no era delegable, que el mundo del trabajo enajenado había de emanciparse a sí mismo; eso quería decir ser sujeto de la historia.

Para llevar a cabo esa batalla ideológica por la consciencia se clase del proletariado, -el trabajador de la industria, espacio donde el capitalismo de la época se había asentado y arraigado con más fuerza-, había que llegar a esos trabajadores, vincularse estrechamente a ellos; y ello requería, según Marx, dotarse de dos instrumentos: un partido comunista y un periódico al servicio del mismo. Mientras tanto, había que utilizar lo existente, había que penetrar en las organizaciones obreras revolucionarias, cosa nada fácil por estar pobladas de variopintas propuestas socialistas. Pero, como diría Marx, lo necesario acaba realizándose, lo racional pugna por devenir real; las sociedades siempre acaban generando los instrumentos que necesitan para salir adelante.

Marx y Engels fundaron entre los exiliados el Comité comunista de correspondencia de Bruselas, que estableció conexiones con otros círculos franceses, ingleses y alemanes, mediando así en la constitución de una conciencia comunista internacional. Luego consiguieron otros comités de correspondencia en diversas ciudades europeas, y mantuvieron estrechos contactos con la Liga de los justos, una de las organizaciones más potentes del momento. La tarea no fue fácil, y los conflictos ideológicos estaban a la orden del día; pero el pensamiento de Marx a trancas y barracas iba abriéndose paso, y como pensaba que su lucha pasaba por potenciar estos círculos e introducir en ellos su punto de vista, pronto se incorporaría a la Liga.


1. Filosofía de la miseria y miseria de la filosofía.

Esa estrategia de hacer llegar el “socialismo científico” a las bases se cobraba su precio, a menudo en pérdida de amigos. En el camino iban quedando compañeros de viaje, incluso los muy apreciados, como el tipógrafo Proudhon, obrero autodidacta en quien Marx viera ejemplificada la posibilidad de unión entre el trabajo y el pensamiento. Pero las diferencias ideológicas expresaban distancias conceptuales insuperables, y Marx estaba convencido que la transformación de una sociedad, de las estructuras y las conciencias de sus hombres, requiere del saber, un saber nuevo, un orden adecuado de las ideas, y defendía esta tesis de modo inflexible, a veces incluso con una intolerancia hiriente. Sin la revolución dependía del formato científico, y éste de la representación dialéctica -antimetafisica y antipositivista- del mismo, los vínculos personales, la amistad y la camaradería habían de sacrificarse a la causa. En el fondo estaba convencido de que el peor enemigo coyuntural de los trabajadores era ese poder invisible, que no venía de fuera sino que surgía dentro, ese ideal que no quería su mal sino su bien imaginario; ese enemigo era para Marx la falsa consciencia, las ideas erróneas que fácilmente surgían y arraigada en conciencias alienadas, fruto de una existencia marcada por la impotencia. Marx veía en ellas, en sus bellos ideales socialistas, la mano del verdadero enemigo, la ideología dominante de la burguesía capitalista. Y las combatía con toda la fuerza de su saber, cada vez más sólido, potente y estructurado, y con su ágil retorica y fina ironía. Sólo así se comprende su crítica acida y desmesurada a Proudhon, al fin “uno de los nuestros, en ese profundo y por momentos panfletario texto de La miseria de la filosofía.

Se trata de un texto escrito por Marx con excesiva precipitación. Sentía simpatía por Proudhon, y en La ideología alemana había elogiado al autor de ¿Qué es la propiedad?, que humanamente simbolizaba el acceso del trabajador a la conciencia. Ese reconocimiento se rompió cuando Marx, en carta de 5 de mayo de 1846 invitó a Proudhon a formar parte de los Comités de correspondencia y de paso se tomó la licencia de prevenirle contra Karl Grün, haciendo de éste un retrato vejatorio. Proudhon contestó en tono cortés, pero no se adhirió a los comités, cuestionó el vanguardismo de éstos y, sobre todo, mostró una fraternal comprensión por Grün.

Marx no le perdonó el gesto, que consideró mezcla de arrogancia y paternalismo. Cuando Proudhon publicó su obra Sistema de las contradicciones económicas, o Filosofía de la Miseria (mayo 1846), tardó poco en proyectar y elaborar su Anti-Proudhon (junio 1847). El “Prólogo” revela la acidez que contamina toda la obra, y que se revela en argumentos ad hominem como éste, donde exhibe su potente satírica:

“Proudhon tiene la desgracia de ser singularmente incomprendido en Europa. En Francia se le reconoce el derecho de ser un mal economista, porque tiene fama de ser un buen filósofo alemán. En Alemania se le reconoce el derecho de ser un mal filósofo porque tiene fama de ser un economista francés de los más fuertes. En nuestra calidad de alemán y de economista a la vez, hemos querido protestar contra este doble error” [100].

No falta la sátira y la burla, donde hace gala de su implacable ironía y de sus comentarios hirientes: “Proudhon es un segundo doctor Quesnay. Es el Quesnay de la metafísica de la economía política”. Y añade buscando sangre:

“Ahora bien, la metafísica, como en general toda la filosofía, se resume según Hegel en el método. Tendremos pues que tratar de esclarecer el método de Proudhon, que es por lo menos tan oscuro como el Tableau economique [de Quesnay]. Con este fin haremos siete observaciones más o menos importantes. Si el doctor Proudhon no está conforme con nuestras observaciones, qué le vamos a hacer, puede hacer de abate Baudeau y dar el mismo "la explicación del método económico-metafísico” [101].

La ironía de Marx y su potencial satírico era muy fuerte, casi invencible; y en este caso parece especialmente enfadado. Pero dejemos de lado la sátira, cebada especialmente en el torpe uso de la dialéctica que hace Proudhon, y pasemos a las ideas donde Marx nos revela su camino conceptual y los avances en el mismo. El punto más importante es referente al valor de cambio, y no podemos pasarlo por alto.

Marx pensaba que Proudhon, como tantos otros, no había entendido nada de la teoría del valor de Ricardo; o, para ser más precisos, la había entendido por el lado utópico. Para Ricardo, que parece inspirarse en una idea filosófica de Fichte, el valor de las mercancías se mide por el tiempo de trabajo necesario para producirla; por tanto, el valor total de lo producido por un obrero en una jornada de 10 horas es este tiempo de trabajo. Esta tesis es relevante en tanto la burguesía montaba la legitimación de su orden socioeconómico capitalista sobre una conciencia basada en dos principios. Uno, el de justicia, entendida como “derecho del autor a su obra”, que Locke teorizara de forma rotunda en su Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil; el otro el “derecho a la igualdad”, cuya forma más sagrada es derecho a la igualdad en derechos, que centra el foco en la igualdad ante la ley. Entre ambos derechos configuran un tercero, el “derecho a la libertad determinada”, y como los tres requieren para ser efectivos el "derecho a la seguridad”, así tenemos los cuatro derechos dominantes en las Declaraciones de derechos de los revolucionarios franceses.

Pues bien, desde el sagrado “derecho del autor a su obra”, que obviamente incluye la propiedad de las ideas de la mente y los productos creados con sus manos, (que, dicho sea de paso, se fundan en la ontología individualista expresada en la idea extendida del individuo propietario de sí mismo), los pensadores progresistas y los socialistas utópicos inferían como máxima universal de justicia que el trabajador había de recibir todo el valor producido por él. Sus proyectos socialistas pasaban por aspirar a organizar la sociedad en función de esa regla, y para ello se inventaban unos “bonos” que entregaría el Estado, o un “Banco” público, a cada trabajador por el valor de las horas de trabajo que justificara haber invertido en el producto que entregaba: ese sería el valor de cambio de las cosas de las mercancías. Como el Banco garantizaba que el valor total de los bonos fuera el mismo que el valor total de la producción, el número global de horas invertidas, las cosas cuadraban contablemente. Cada uno los trabajadores sólo tenía que intercambiar sus bonos por los productos necesarios, y siempre se cumplía la sagrada ley del valor.

Claro, a Marx esta máxima le parecía una idealización “pequeño burguesa” (“a cada cual lo suyo”) que mostraba además que no se dominaban las categorías de la ciencia económica. Aunque Marx no tenía clara en este momento su crítica a la ley del valor ricardiana, sí que estaba en posesión de la idea filosófica de la misma. Y esa idea filosófica consistía en que el “valor de cambio” no era una cosa empírica (horas de trabajo acumuladas en el objeto), tal que el precio, función de la oferta y la demanda, girara en torno a él como referente absoluto de justicia. Para Marx las categorías de la economía política dependían unas de otras; en particular, el “valor de cambio” era una variable, y en su función entraba la determinación de la oferta y la demanda. Pero no al estilo de los subjetivistas, que piensan en términos de causas-efectos unidireccionales: el valor de cambio era el límite hacia el cual tendía el precio (juego de la oferta y la demanda) y con el que se identificaría en una imaginaria situación de equilibrio. Por tanto, no era un valor constante y exterior al mercado, no era una esencia transcendente, un absoluto, como las horas de trabajo; al contrario, era indefinido hasta que se fijaba en el mercado. Ahora bien, el hecho de ser función de la oferta y la demanda no lo convierte en un valor subjetivo, pues tanto la oferta como la demanda no eran meras preferencias arbitrarias, dadas y exteriores, sino que estaban a su vez determinadas por las condiciones de la producción, eran variables que fluctuaban en función de las otras, de cuantas intervienen en el proceso.

Posteriormente, cuando descubra que el valor de las mercancías no es realmente el tiempo de trabajo cristalizado en ellas, sino el socialmente necesario para producirlas, toda la idea de la compleja red de determinaciones se volverá transparente: se verá mejor que el valor no es un número fijado fuera del mercado, no es una cantidad empírica de horas de trabajo, sino que pasará a ser una media social entre los distintos tiempos de producción de las diferentes unidades productivas; y así se ve mejor que esos diversos tiempos, que refieren a distintos métodos, composiciones del capital, rentabilidades, etc., determinan la demanda cuya tendencia límite fija el valor de cambio.

Proudhon, ligado a las propuestas de los bonos y del banco, se enreda en un discurso ingenuo que a Marx no le cuesta desmontar. A Marx le parece que “el descubrimiento del “crédito gratuito” y el “banco del pueblo basado en él”, de lo que Proudhon se enorgullece, sólo revela que es un principiante en las cosas económicas, a pesar de su arrogancia retórica cientificista de autodidacta [102].


2. El Manifiesto de los comunistas.

Ya hemos mencionado la convicción marxiana de la necesidad de un partido comunista y un periódico órgano del mismo. Cuenta Engels en carta a un amigo que: "Para que el proletariado tenga las fuerzas suficientes para triunfar el día de la decisión, es necesario -y Marx y yo así lo dijimos desde 1847— que el proletariado cree un partido especial, distinto de todos los otros y enfrentado a ellos, un partido con conciencia de clase" [103]. Ninguna de las dos cosas, el partido y el paródico, fue fácil de alcanzar, pero ambas se consiguieron. Aunque Marx estaba en contacto con los comunistas de diversos países y estaba al tano y participaba en sus luchas, su mirada preferente seguía siendo Alemania y sus relaciones eran mayoritariamente con exiliados alemanes. Tras muchos esfuerzos e intentos frustrados logró alcanzar uno de sus objetivos, fundar un partido que reuniera a los comunistas alemanes de dentro y de fuera, cosa que logró en la Liga de los comunistas, que sustituyó el lema “todos los hombres son hermanos” de la Liga de los justos por el de “¡Proletarios del mundo, uníos!”.

Tras un congreso preparatorio al que Marx no pudo asistir, el partido se constituyó formalmente en el Congreso de Londres de 28 de noviembre de 1847. En él se aprobó el “Proyecto”, que había sido encargado a Engels, titulado Principios del comunismo. La concepción marxista del socialismo y la estrategia hacia el mismo fueron asumidas por el partido; Marx sentía que sus sueños se iban cumpliendo. No sin discusiones se logró que quedaran fijados en sus estatutos como objetivos estratégicos "el derrocamiento de la burguesía, el dominio del proletariado, la abolición de la antigua sociedad burguesa que se basa en el antagonismo de clases y la fundación de una nueva sociedad sin clases y sin propiedad privada" [104]. Aunque en principio no pasaban de 500 afiliados, este primer partido comunista aglutinaba a la vanguardia de las luchas sociales en y por Alemania; y la historia le tenía reservado importantes páginas. El otro sueño, el del periódico, aún tendría que esperar; de momento se servían de sus contactos con otras publicaciones para extender sus ideas.

En el citado Congreso de Londres se le encargó a Marx la redacción de un “programa teórico y práctico” que sirviera de guía en la lucha por el comunismo. Cuando regresó a Bruselas, en diciembre, se puso a escribirlo, como siempre con prisas y entre múltiples obligaciones; se publicaría en febrero de 1848. Se trataba de un folleto llamado a ser el arma teórica más inquietante del movimiento obrero al menos durante un siglo. Su título: Manifest der Kommunistischen Partei (Manifiesto del Partido Comunista). Apenas unos centenares de ejemplares que pasaron de mano en mano, se copiaron y recopiaron hasta convertirse en doctrina y esperanza de las clases trabajadores de todo el mundo.

El manifiesto comienza con una sentencia que resume toda una concepción de la historia; “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”. Marx formula así, al mismo tiempo, una tesis empírica y un principio hermenéutico. La primera era fácil de ilustrar, bastaba recordar la historia dividida en amos y esclavos, señores y siervos, patricios y plebeyos, burgueses y proletarios; la segunda es más profunda e implicaba toda una filosofía de la historia, pues llamaba a pensar ésta, en cualquiera de sus niveles institucionales (la producción, lo político-jurídico, la conciencia), desde las luchas de clase como referente de comprensión última, y esto era un desafío a muerte a la filosofía de siempre y a la moral dominante.

Tras este posicionamiento hermenéutico, y en coherencia con el mismo, Marx pasa a analizar la peculiaridad de las clases que protagonizan el presente, es decir, la burguesía y el proletariado. Una característica original del capitalismo, según Marx, es que “la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado” [105]; anuncia un proceso de proletarización (o asalarización) creciente y una confrontación cada vez más radical entre ellas.

Marx reconoce a la burguesía una portentosa capacidad de renovar los medios de producción, de incrementar la producción de bienes, y de evolución como clase conforme a ese progreso; incluso entiende que esta virtud es fruto de la necesidad, es una determinación estructural: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales” [106]. La burguesía impone una revolución continua en la producción, una incesante renovación técnica; aún no tiene la teoría, pero la intuición cabe en su concepción de la historia. Todo ello le permite decir: “La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas”

Pero toda realidad encierra su contradicción, y Marx ve en ese incesante progreso, y en su forma, el movimiento dialéctico. Esa necesidad de crecimiento ilimitado exige la ausencia de límites y fines; el capitalismo es un movimiento abierto, indeterminado, no planificado, que pone en marcha unas fuerzas sin controlar adonde nos arrastran: “Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros” [107]. Cual aprendiz de brujo, el capital se ha lanzado al vacío, ignorando que esas fuerzas productivas que desarrolla con avidez para satisfacer su voracidad de propiedad acabarán entrando en contradicción precisamente con esas relaciones de producción basadas en la propiedad privada, en contradicción con la base de su dominación.

El capitalismo puede corregir una crisis, piensa Marx, pero sólo puede hacerlo aplazando el desenlace, pues sólo cuenta con la misma receta, es decir, seguir adelante con su producción y, en consecuencia, desarrollando más el conflicto, agudizando la contradicción, hasta hacerla ingobernable. Las crisis del capitalismo expresarían ese camino convulso, ciego, irracional hacia su destrucción. Marx dice que la burguesía crea su propio enterrador: “Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios” [108].

Tras el análisis de la burguesía pasa a describir el origen, génesis y destino de la otra clase, el proletariado. Ésta clase nace con la figura de trabajo asalariado, que el capital compra cual mercancía y a precio de mercancía; y crece y se desarrolla en cantidad y cualidad con el desarrollo del capital. Existe por él y desaparecerá con él, en unión trágica. Porque, de forma paradójica, el mismo capital que lo genera y que vive de él, lo amenaza y cuestiona: “El creciente empleo de las máquinas y la división del trabajo quitan al trabajo del proletario todo carácter substantivo y le hacen perder con ello todo atractivo para el obrero. Éste se convierte en un simple apéndice de la máquina, y sólo se le exigen las operaciones más sencillas, más monótonas y de más fácil aprendizaje. (…) Pero el precio del trabajo, como el de toda mercancía, es igual a su coste de producción. Por consiguiente, cuanto más fastidioso resulta el trabajo más bajan los salarios” [109]. Es decir, el desarrollo del capitalismo, que vive del trabajador, dificulta la existencia de éste, le empuja a la miseria; en consecuencia, lo empuja a la lucha, a las reivindicaciones. Esto lo escribe Marx cuando el capital estaba en pañales, apenas en sus inicios de la revolución industrial; pero ya encerraba síntomas de su futuro que no se le escaparon a Marx.

La proyección desde este escenario no puede ser otra que la formulada en su diagnóstico: “el hundimiento de la burguesía y la victoria del proletariado son igualmente inevitables” [110]. Pensaba Marx que así había dado a la idea socialista un estatus de necesidad que, de mero ideal utópico pasaba a ser fase exigida en la lógica de la historia. Y lo previsible conforme a esa concepción se convierte en programa que deberían asumir los trabajadores en sus luchas: expropiación de la propiedad territorial y empleo de la renta de la tierra para los gastos del Estado; fuerte impuesto progresivo; abolición del derecho de herencia; centralización del crédito en manos del Estado; Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo; centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte; ampliación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado; obligación de trabajar para todos; medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la oposición entre la ciudad y el campo; educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del trabajo de éstos en las fábricas... Medidas todas que pueden llegar a ser deseables, que se espera lo sean cuando se comprenda su necesidad, pero que se defienden en tanto exigidas para salir de la situación insostenible a la que habría llevado el capitalismo.

Desarrolla otras tesis, como la dictadura del proletariado y la desaparición final del estado, que ve inevitables, en las que no podemos detenernos. Luego pasa a describir y valorar las diferentes corrientes del socialismo y del comunismo, y a ofrecer una guía de la táctica de los comunistas en sus trabajos en los círculos de trabajadores, los valores y procedimientos que deben usar, etc., para acabar lanzando la consigna, que está en la voluntad que originó el documento, de que el movimiento comunista deje de ser un fantasma, salga a la luz, no tema presentarse en público: “Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Que las clases dominantes tiemblen ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar. "¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAISES, UNIOS!” [111].

Seguramente no es la mejor obra teórica de Marx, pero sí su más brillante texto político. Los textos científicos tal vez deban valorarse por su verdad, pero los políticos se juzgan por su potencia movilizadora; y la del Manifiesto es en este sentido incomparable. Creo que el Manifiesto es un poema al proletariado, y así lo interpretó éste, que vio en ese espejo el camino de su nacimiento como clase, el cambio de conciencia que le llevó de la reivindicación salarial a la lucha por el poder; vio creíble el relato del triunfo por medio del partido de clase, la toma del poder, el establecimiento de la dictadura del proletariado, la expropiación de los medios de producción, la instauración de la transición al comunismo…. ¿Cómo no creer cuando se necesitaba para sobrevivir, y la canción sonaba así de bien?: "El proletariado utilizará su dominación política para expropiar, poco a poco, todo el capital a la burguesía, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y para acrecentar el total de las fuerzas productivas, con tanta rapidez como sea posible” [112]. ¿Cómo ni bailar con esa música?

La historia se ha encargado de dar al César sólo lo suyo. Un texto político, consciente y manifiestamente partidista, hecho para movilizar, no responde a los mismos criterios que un análisis científico; su valor no está en su verdad, sino en la potencia de movilización social. Hoy suele decirse que la historia ha desmentido sus hipótesis. Si fueron eso, hipótesis, tal vez sí; pero como creo que en el Manifiesto sólo se hace un uso descriptivo o representacional del lenguaje en algunos momentos, mientras que en otros el uso es pragmático, esas críticas no son ajustadas. El texto estaba hecho para insuflar esperanza y combatividad en las luchas próximas, y consiguió hacerlo en ellas y en las de muchas décadas después. Esa es su “otra” verdad.


3. La Nueva Gaceta Renana.

El Manifiesto vio la luz a finales de febrero, al mismo tiempo que las revoluciones de 1848 iniciadas en París y que se extendieron por gran número de estados de Europa. Las masas parisinas, luchando en las calles en las barricadas, lograrían instaurar una fugaz república social. El caos era total y Marx multiplicaba su actividad tratando de clarificar la estrategia de los comunistas. Pero el 3 de marzo le llegan dos cartas: una de París, en la que el gobierno provisional de la República francesa le invitaba a establecer contactos (“el poder tiránico te expulsó, la libre Francia te vuelve a abrir sus puertas”) y otra de Bruselas, una orden de la policía para que abandonara el país con urgencia. Lo cuenta Marx de la siguiente manera:

"El 3 de marzo, después de recibir a las cinco de la tarde una orden de abandonar el reino belga en un plazo de 24 horas, y mientras me encontraba ocupado, esa misma noche, con los preparativos para mi viaje, un comisario de policía se introdujo por la fuerza en mi casa, acompañado por diez policías, saqueó todo mi hogar y luego me arrestó, so pretexto de que carecía de documentos...” [“Prólogo” a la CCEP (1859)].

Marx tuvo que obedecer a las dos cartas: huyó de Bruselas y se fue a París, ciudad que vivía horas revolucionarias. Pero la revolución es sólo revolución, siempre ocasión pero no siempre pasos hacia la emancipación. Marx se encuentra con un escenario caótico, con actitudes tan extravagantes como las de ciertos sectores de exiliados alemanes que preparaban una columna para invadir Alemania. Los hechos se precipitaban, y mientras las organizaciones se fragmentaban llegó por sorpresa la insurrección a Alemania. El 18 de marzo en Berlín se lucha en las calles, y los sublevados logran intimidar al régimen. Marx seguía de cerca el proceso, y estaba a la expectativa. Pensaba que la revolución apenas había dado unos pasos, pues no se había avanzado en los frentes verdaderamente revolucionarios, que para él eran los siguientes: derrocar a los príncipes feudales, expropiar a los grandes terratenientes, eliminar la fragmentación territorial e instaurar una República democrática. Veía con agrado el enfrentamiento en las calles que forzaban al régimen a negociar, pero entendía que las tareas prácticas estaban por hacer, que aún no se había conseguido nada.

Pensar en medio de una revolución, y pensar desde el exilio, no debe ser tarea fácil [113]; pero la participación de Marx en las luchas pasaba siempre por la mediación del pensamiento, consistía en hacer penetrar en las conciencias la estrategia derivada del “socialismo científico”. Por ello, en plena convulsión revolucionaria, se puso a redactar el folleto Reivindicaciones del partido comunista de Alemania, que definía los objetivos inmediatos de la lucha. En el mismo figuraba como reivindicación básica la República alemana única e indivisible. Sus 17 puntos incluían la igualdad en educación y ante la ley, el derecho universal e incondicionado al voto, el derecho de los mayores de 21 años a ser elegido para cargos políticos, la remuneración de los representantes del pueblo para que los obreros pudieran integrarse al Parlamento alemán; y, especialmente, se pedía armar al pueblo para combatir la contrarrevolución. Para conseguir lo anterior exigía: abolición de los derechos feudales y expropiación de sus bienes sin remuneración, nacionalizar bancos, minas y líneas de transportes y establecer fábricas nacionales.

Este programa, que pasaría a ser la base de otros muchos en el futuro, cerraba así el texto, exponiendo los motivos: "Interesa al proletariado, a la pequeña burguesía y a los campesinos luchar con todas sus energías para la concreción de estas medidas. Sólo con su puesta en práctica los millones de habitantes de Alemania que hasta hoy fueron explotados por unos pocos, y a quienes los mismos pocos tratan de mantener en la opresión, lograrán sus derechos y el poder que les corresponde como productores de todas las riquezas" [114].

Como las nuevas condiciones en Alemania lo permitían, muchos exiliados, entre ellos Marx y Engels, regresaron para seguir la lucha desde dentro. Pronto comprobaron que la revolución no avanzaba, que las promesas se retrasaban y que las fuerzas progresistas no planteaban las exigencias del programa de las 17 Tesis. El pueblo había recuperado algunas de sus libertades, pero el poder había pasado a la gran burguesía.

Cada vez veía más necesario y urgente un nuevo periódico con el que divulgar las 17 Tesis y orientar desde ellas la política del momento, que pasaba por decir adiós a las barricadas y reforzar las posiciones democráticas participando en los Parlamentos, estrategia que no veía con buenos ojos el izquierdismo romántico de la acción directa. Lo más difícil para poner en marcha un periódico era reunir el dinero suficiente. Los tiempos habían cambiado y ahora la burguesía veía en ellos al enemigo. Hubo que sacar el dinero de subscripciones populares, tarea laboriosa y esforzada, pero lo lograron. El 1 de Junio se reparte por las calles el primer número de la Neue Rheinische Zeitung; segundo sueño cumplido

Marx, con 30 años, fue el director, y en su redacción figuraban los más dotados comunistas alemanes, en general muy jóvenes. Era un periódico hecho a su medida, su dirección era efectiva y sin subordinaciones; tal vez era lo que siempre había deseado tener: un arma teórica adecuada para una estrategia y unos objetivos bien definidos. Aunque breve en el tiempo, la Neue Rheinische Zeitung cumplió un papel muy importante en las luchas populares; desde sus páginas se criticaba la esterilidad de los debates de la Asamblea Nacional, la traición de las fuerzas democráticas o las estrategias de las clases en el poder, y se tomaba posición en todas las cuestiones sociales y políticas, orientando en la estrategia y apostando por la organización y la unidad de los trabajadores. Así se fueron concretando y modulando las tesis del “socialismo científico”, puestas a prueba en campañas como la de “¡¡¡No más impuestos!!!”, en la que Marx escribió con tono de combate a muerte:

“¿De qué manera puede derrotarse a la monarquía en forma cívica? Matándola de hambre. ¿Y cómo es posible matarla de hambre? Negándose a pagar impuestos. ¡Piénsenlo! Todos los príncipes de Prusia, todos los Brandenburgos y Wrangels no producen... pan en los cuarteles. Ustedes, ustedes mismos producen el pan para los cuarteles” [115].

Obviamente, aquellos impuestos ni se aplicaban a las mismas capas sociales ni revertían en los mismos servicios sociales que en nuestros días; la revolución en marcha en Alemania era burguesa, aunque las reivindicaciones socialistas estuvieran ya en las consciencias de la vanguardia.

Censura, denuncias, calumnias, juicios, el poder político usó todos sus recursos contra el diario, hasta conseguir su objetivo. La anunciada ocasión llegó con la publicación, a partir del 5 de abril, en varias entregas, del opúsculo de Marx Trabajo asalariado y capital, constituido por varias conferencias impartidas por Marx en la Asociación Obrera Alemana de Bruselas a finales de 1847. Se trataba de un trabajo de divulgación, donde ilustra sobre los mecanismos de la explotación capitalista, dando a conocer a los obreros su realidad, cómo producen y cómo viven de su trabajo, cómo venden su cuerpo y cómo lo usa el capitalista, cómo produce riqueza y cómo se apropian del plustrabajo. Es decir, es un texto para ayudar a tomar consciencia de la situación.

Lo importante de este opúsculo no es la novedad de su contenido, ni siquiera su radicalismo, sino el hecho de que, por su brevedad y claridad, se convirtiera en texto de lectura y debate en todas las asociaciones obreras durante décadas. Éste era su destino y se cumplió con generosidad; así iba penetrando el marxismo en el movimiento obrero, pues aunque éstos en general no fueran lectores de la Neue Rheinische Zeitung, les llegó por la mediación de las organizaciones de clase que divulgaron sus contenidos.

El 11 de mayo se firmó una orden de expulsión de Marx. Engels dirá años después de ese momento: "Nada podía hacerse mientras un cuerpo de ejército apoyase al gobierno. Teníamos que abandonar nuestra fortaleza, pero nos retiramos con armas y bagajes, con una banda musical y con las banderas desplegadas del último número rojo" [116]. Se refiere al número del 19 de mayo de 1849, simbólicamente impreso en su totalidad en tinta roja. Las palabras finales de despedida merecen ser recordadas: "Los directores de Neue Rheinische Zeitung les agradecen, en esta despedida, la simpatía que les mostraron. Su última palabra será siempre, y en todas partes: '¡Emancipación de la clase obrera!'. Y añade Marx, como posdata al enemigo: "Somos implacables, y no les pediremos compasión. Hemos reivindicado el honor revolucionario de nuestro país natal". Y el poeta y compañero de lucha Ferdinand Freiligrath, inspirador de los colores de la bandera alemana, negro, rojo y amarillo, símbolos respectivos de la pólvora, la sangre y el fuego, incluiría este bello poema de despedida:

“Adiós, pues, adiós, mundo de lucha,
¡Adiós, ejércitos combatientes!
¡Adiós, campos ennegrecidos por la pólvora,
Adiós, espadas y lanzas!
¡Adiós... pero no adiós para siempre!
¡No matan nuestro espíritu, hermanos!

Así se cierra otra etapa, breve pero intensa, políticamente fecunda, pero al final con derrota, que es el lado negativo, por el que avanza siempre la historia. Nueva expulsión nuevo exilio, ahora el destino es Londres, en condiciones de partida inquietantes: no disponen ni de dinero para el viaje.


4. Organizar la revolución y vivir como se puede.

Marx pensaba más sobre la revolución después de los fracasos que antes; parece que la consideraba más un lugar para aprender que una ocasión para realizar la idea. En todo caso sacaba mas saber de vivirla que de soñarla, de analizarla que de diseñarla. Tal vez pensaba que es uno de esos hechos que no pertenecen a la racionalidad de la historia, sino que son frutos de su irracionalidad, y como tal impensable a priori, aunque se la espere como ocasión previsible dada esa constatable racionalidad. En todo caso no hubo experiencia revolucionaria de la que ni extrajera saber, conocimiento; en cambio, poco escribió sobre futuras revoluciones, más allá de alguna generalidad en escritos políticos de ocasión, adecuados al contexto, con ánimo de agitación y esperanza. Las derrotas de la revolución recogidas en los diversos países europeos, incluido Inglaterra, fue un gran almacén de experiencias del que había que recoger la cosecha, y Marx no desaprovechaba ocasiones así. Londres se convirtió en uno de los centros privilegiados del exilio, especialmente para los comunistas alemanes. La Asociación obrera educativa eomunista, con mayoría de miembros alemanes refugiados, con estatus legal, y la sección londinense de la Liga de los comunistas, abrieron sus puertas a los revolucionarios procedentes de otros países del continente que, en situación de refugiados sin recursos, sin conocer el idioma y mal vistos por el poder político, necesitaban más que nunca de la solidaridad. La Asociación Obrera constituyó una comisión al efecto, y Marx asumió la presidencia; aunque sus penurias no eran inferiores a las de ningún otro refugiado (su esposa, embarazada, y sus hijos esperaban en París sin poder viajar por falta de dinero), se entregó totalmente a la tarea de amparar y organizar a los miles de exiliados que conectaban con ellos.

Las tareas eran las propias de un revolucionario entre trabajadores y líderes comunistas exiliados: organizarlos, contactar con los que quedaban en Alemania, combatir las tendencias de escisión, explicar su programa, enseñar su doctrina… En ese contexto volvía a reaparecer la eterna necesidad, un periódico que ayudara a esa tarea de enseñar, unificar y organizar. El problema era también el de siempre: los escasos recursos. Con el esfuerzo y voluntad que prestan la convicción y la necesidad, lograron volver a editar la NRZ, pero en este caso como semanario de crítica política y económica. La editaron en Hamburgo, y salió el 1850, llegándose a publicar seis números. De los textos publicados en ella por Marx destaca Luchas de clases en Francia (1848-1850), en que Marx trataba de extraer enseñanzas de la derrota, que sin duda es el mejor lugar para aprender.

La pobreza extrema, que hace necesaria la revolución, no es buena compañera de lucha, genera incansable desesperación y resignación, y pone a prueba la capacidad de resistencia. La situación de la familia de Marx pasaba por el momento más dramático de una vida continuamente dramática. El testimonio nos lo ha dejado su esposa Jenny, en una carta al amigo común Joseph Weydemeyer de finales de marzo de 1850 [117], donde describe el hambre, el frío, el desahucio (¡que no es un mal propio de nuestro tiempo!) entre el llanto y la enfermedad de sus pequeños. Una y otra vez Marx hubo de abandonar su vivienda por no poder pagar. Ese mismo año de 1859 hubo de cambiar varias veces de residencia, buscando siempre la más barata o la menos exigente en el pago. La citada carta de Jenny nos muestra la dignidad, incluso la elegancia, con que una von Westphalen, que había elegido ser compañera de un filósofo revolucionario, afronta tal situación: "No crea que estos mezquinos sufrimientos me han doblegado. Sé demasiado bien que nuestra lucha no es una lucha aislada, y hasta qué punto pertenezco a los pocos afortunados, a los más favorecidos, ya que mi querido esposo, el pilar de mi vida, sigue a mi lado" [118].

Nietzsche solía repetir que la enfermedad es una buena condición para que fluya el pensamiento; Marx, que también sabía de enfermedades, consideraba que los males e injusticias sociales eran el buen terreno para pensar. Tal era así, que entre estas penurias familiares consiguió el tiempo y la concentración para seguir su proyecto de comprender el mundo que le había tocado vivir, única forma de transformarlo; y tal era así que, a la hora de elegir el objeto, no encontraba otro mejor que los que tenía ante sus ojos y era causa de sus miserias: comprender el poder que había derrotado la revolución y las carencias de los revolucionarios que habían contribuido a ello; comprender las derrotas sin excusas, comprenderlas como inevitables.

El análisis de Marx y Engels, aprobado por la Liga y enviado a Alemania como dictamen de la revolución, se concretaba en dos tesis. Una, los comunistas han estado a la altura de la lucha, su análisis era correcto y sus consignas adecuadas; su carencia ha sido no tener suficiente fuerza para dirigir a los obreros. Otra, los revolucionarios, obreros y demócratas han caído en una trampa: su alianza correcta con la burguesía les ha llevado a ceder a ésta la dirección de la revolución una vez tomado el poder del estado; de este modo la revolución, que debía ser popular, ha sido burguesa y meramente antifeudal. Falta de consciencia social: los comunistas eran aun escasos; falta de consciencia de los comunistas: no de voluntad, sino de saber. Siempre en el fondo de las derrotas están las carencias del saber, y al fin la consciencia es eso, saber.

Este análisis les lleva a revisar la estrategia: la Liga habrá de ser una organización independiente y secreta, bien armada ideológicamente, capaz de penetrar en las organizaciones obreras y democráticas e incidir en la teoría y práctica de éstas. O sea, guerra al oportunismo, vigilancia extrema contra toda tentación de alianzas con otras fuerzas que lleven a la subordinación ideológica y política a éstas. Es, pues, un momento de radicalización política de Marx exigida por su avance en la producción teórica, que le lleva a liberar la estrategia de cualquier contaminación “democrático pequeño-burguesa”. En el informe abundaban consignas que revelan su potente giro hacia la lectura dialéctica de la realidad social, por ejemplo, reclamando como interés del proletariado hacer la revolución permanente, hasta que las clases poseedoras, pequeñas o grandes, con mayor o menor riqueza, hayan sido expulsadas del poder, y hasta que el poder estatal sea realmente conquistado por el proletariado; o poniendo como objetivos irrenunciables la abolición de la propiedad privada, pues no se trata de reformarla sino sólo de su destrucción; no se trata de ocultar las contradicciones de clase, sino de abolir las clases; no se persigue mejorar la sociedad existente, sino fundar una radicalmente nueva

Es indudable que este momento de la vida de Marx es el de su mayor radicalización política, como puede apreciarse en textos como Las Luchas de clases en Francia (1848-1850) y El 18 Brumario de Luís Bonaparte. Marx enfatiza que en estos textos de análisis de coyunturas locales no hace otra cosa que aplicar el materialismo histórico al análisis sociopolítico de un estado en un momento dado, del mismo modo que en el Manifiesto lo aplicaba a la historia en general. Seguramente es así, pero cabe pensar que el materialismo histórico es susceptible de diversas aplicaciones, según se ponga más énfasis en la negación o en la superación. Y estas diversas aplicaciones, todas fieles al concepto, es el mismo Marx quien nos las ofrece. En realidad, las constantes luchas fratricidas en la historia del marxismo enraízan en esta flexibilidad del materialismo histórico, que puede ser interpretado en claves de revolución o de evolución, izquierdistas o revisionistas, cientificistas o moralistas. No entraremos ahora en el debate; sólo queremos llamar la atención sobre este hecho: en los textos de este momento aparecen las posiciones más “revolucionarias” de Marx, si por tal se entiende una idea de la revolución netamente obrerista, en que el capitalismo es visto como el mal a extinguir, un mal que se extiende a todo lo que toca, a todo lo que existe en su interior; de ahí la llamada a estar atento a la contaminación ideológica de las luchas meramente democráticas.

En el 18 Brumario una de las tesis centrales es que es imposible eliminar la explotación obrera en el marco de la república burguesa. Esta tesis, técnicamente impecable, en este contexto implicaba el rechazo a toda participación en el poder democrático como vía al socialismo; implica que la toma del poder político debe llevar a eliminar el estado, contaminado del mal, que encierra relaciones burguesas, militares, jurídicas y burocráticas incompatibles con la efectiva victoria de clase. Es decir, aquí Marx defiende la “dictadura del proletariado”, que a los ojos de la conciencia democrática es el mal absoluto.

Si nos atenemos al sentido en que lo defiende, lo interesante no es el contenido de ese poder político, sino del concepto de revolución al que responde. Que una clase use el poder de estado para llevar adelante su programa, para realizar su modelo de sociedad, es la cosa más natural del mundo. Que eso se llame dictadura o democracia es hasta cierto punto irrelevante, pues más allá de las palabras el contenido queda indefinido: Engels diría años después, contestando a las críticas a esta fea palabrota de “dictadura del proletariado”, que para ellos la democracia burguesa era una “dictadura de la burguesía”; o sea, una cuestión nominalista.

Más importante es, a mi entender, la idea de revolución que Marx pone en escena en estos textos, y que parece una mera transposición sin mediaciones del concepto de revolución propio del discurso del materialismo histórico, que corresponde a una mirada lejana, abstracta, donde necesariamente se borran las mediaciones, a un contexto más local, cercano y concreto, donde tal vez habría sido conveniente, como el mismo Marx hace en otros momentos, haber cuidado de esas mediaciones. Si a la mirada del materialismo histórico la revolución es la radical y absoluta negación, la destrucción de lo viejo y su sustitución por algo radicalmente nuevo, al exportarlo al análisis concreto se revela de esta forma: destrucción del viejo aparato estatal y sustitución por otro radicalmente nuevo; si el viejo era opresión del proletariado por la burguesía, éste será de la burguesía por el proletariado; si aquél ejercía la dominación mediante el derecho, éste lo hará desde la justicia; si aquél era “democracia”, éste sería “dictadura”…

No es extraño que nadie en Europa quisiera editar el texto. Se consiguió en Estados Unidos, con 40 dólares de los ahorros de un trabajador, un sastre amigo de J. Weydemeyer. El fondo dio para pocos ejemplares, y apenas unos cuantos se distribuyeron en Europa. A pesar de todo, estos pequeños gestos aportaban confianza y prolongaban la lucha.

De todas formas, esta radicalización apreciable en los escritos de este momento debe valorarse de forma ponderada, pues en esa época Marx estaba entregado a la búsqueda de las verdaderas causas de los procesos revolucionarios pasados, y se complacía en haber documentado la tesis de que tal origen fue la crisis comercial mundial de 1848. Este hecho nos revela que sigue buscando en los procesos económicos las condiciones, los tiempos y las formas de la revolución. De estas tesis extrae la idea razonable de que la Liga no ha de seguir pensando en revoluciones inminentes, preparándose para ellas, armándose y lanzándose a ellas de forma voluntarista. Va concibiendo la idea de que las revoluciones son productos de las crisis del capital y que, por tanto, hay que instaurar el observatorio de lo económico para detectar sus futuras llegadas. La tarea de los comunistas, por consiguiente, no era tanto la de activar las luchas sino la de prepararse para cuando la crisis las activara.

Marx ha de mantener serios debates contra los revolucionarios impacientes, que, cual hegelianos de izquierda, quieren hacer caminar el mundo con el espíritu, a base de golpes de voluntad; entiende que ese esforzado voluntarismo sólo consigue sustituir el “punto de vista crítico por el punto de vista dogmático”, sólo lleva a ahogar el “punto de vista materialista suplantado con uno idealista”. Marx ha de combatir el verdadero eros del revolucionario, que siempre aspira a sustituir el saber por el deseo como alma del “movimiento de lo real”, como motor de la historia. Combate dramático, muchas veces con amigos y compañeros de viaje, que gasta las energías y acaba casi siempre en rupturas y escisiones en los círculos de los exiliados; combate trágico pues el voluntarismo es una pasión muy humana en quienes esperaban la revolución como única vía de regreso a su patria.

Aunque no me agrada recurrir a elementos personales en la explicación histórico filosófica, tal vez no sea extravagante relacionar la radicalización que aparece en algunos de su escritos, aparte de la experiencia revolucionaria, con la situación de radical penuria que afectaba a su familia. Por un lado se siente perseguido y acosado, como dice Jenny en otra carta memorable: "¡Roban, falsifican, descerrajan escritorios, hacen jurar a falsos testigos y proclaman el derecho a hacer todo esto contra los comunistas, quienes se encuentran hors de la société!" [119]. Por otro lado se siente ahogado económicamente, como cuenta a Engels en carta de 8 de septiembre de 1852: "Tu carta llegó hoy en medio de un ambiente muy tenso. Mi esposa está enferma, Jennychen está enferma, Lenchen tiene una especie de fiebre nerviosa. No pude, ni puedo ahora llamar al médico, ya que no tengo dinero para medicinas. Durante ocho o diez días he alimentado a la familia con pan y papas, pero es dudoso que pueda obtener hoy algo de eso. Es claro que esta dieta no resulta útil (…). Además, el panadero, el lechero, el chico que reparte el té, el verdulero, y las viejas cuentas del carnicero. ¿Cómo podré salir alguna vez de este endiablado embrollo?". Y, por si fuera poco, ese terrible pacto entre la pobreza y la enfermedad, que hace que la miseria también se lleve las almas: su hijo Henry Guido, de un año, muere de pulmonía el 19 de noviembre de 1850. Franziska muere año y medio más tarde, con apenas un año de vida. “La muerte de mi querida hija llegó en el momento de nuestra más profunda pobreza”, escribe Jenny. Y como las cosas, si pueden empeorar, empeoran, en abril de 1855 muere Edgar, el pequeño “Musch” (“he pasado por todos los tipos de desgracia, pero sólo ahora sé qué significa la verdadera tragedia”, dice su madre).

Bien, pues así, cosechando fuera derrotas políticas y dentro tragedias humanas, Marx había de seguir cumpliendo su destino de intentar comprender el mundo y tratar de transformarlo. Pero dado que, según él mismo defendía, nuestro pensamiento está secretamente determinado por nuestra forma de vida, no es una extravagancia afirmar que en estas circunstancias Marx radicalizara su posición política en escritos que analizan precisamente hechos tan inmediatamente ligados a su existencia; y que, en cambio, en su reflexión económica de fondo, aunque también la lleva a cabo en medio de esas heridas, lograra imponer la fría coherencia que exige el método y reconocer a la historia su propio movimiento impasible. Por eso, aunque parezca una burla de la historia, los golpes de la derrota y la miseria le empujan al único lugar de paz y trinchera de triunfo a su alcance: la biblioteca del Museo Británico. Y desde ese alejamiento, en tiempo fragmentado y efímero robado a la miseria y la tragedia familiar, le fue posible ver las cosas sub specie aeternitatis, como aconsejaba Spinoza.


5. Leer, pensar, escribir, publicar.

A pesar de los problemas políticos y familiares, las condiciones objetivas de Londres resultaron idóneas para avanzar en su proyecto teórico; además de la biblioteca del British Museum, el mejor almacén de lecturas imaginable, la ciudad le ofrecía un privilegiado observatorio del capitalismo. Y así, entre los libros del Museo y el gran libro de la naturaleza, aquí la realidad social, disfrutó de unas condiciones apropiadas para dar un fuerte impulso a sus reflexiones económicas. La lectura y la reflexión le concedió una necesaria paz, que se vio acompañada por una ligera tregua en su vida familiar. Incluso poco a poco se dulcificó el problema de la sobrevivencia, que le llegó de mano del periodismo, de la oferta de colaboración del New York Daily Tribune, potente diario de la burguesía progresista de los EE. UU. No era este diario un lugar apto para extender la ideología comunista, pero sí para profundizar en las reivindicaciones democráticas y en la crítica a la irracionalidad de las estructuras. Claro está, la ayuda no era gratis y el tiempo invertido resultaba excesivo para su actividad creadora. El sacrifico era muy considerable, pues llegó a escribir más de 500 artículos; y aunque en esta labor también contara con la ayuda de Engels, que traducía al inglés los artículos, redactaba algunos sobre un guion de Marx, e incluso simplemente los escribía motu proprio en su nombre, restaba un tiempo precioso ante sus prisas por sacar la crítica de la economía política, en el que cada vez confiaba más como instrumento de intervención revolucionaria en la transformación de la sociedad. Documentarse y preparar un artículo por semana, sobre temas sociales y políticos variados, sobre problemas de diversos países, incluidos pueblos tan “lejanos” cultural y socialmente, como la India y la China, se cobraba su buen precio en tiempo; Marx había de sacarlo estirando el día y la noche, para garantizar el mínimo suficiente -el mínimo que exigía su inquieto estado de ánimo- para sacar adelante las lecturas, notas, reflexiones y conceptos con que iba construyendo su crítica de la economía política.

La década de los 1850, pues, a pesar de todo, fue de gran fertilidad teórica y relativa calma política. Sus estudios avanzaban y le proporcionaban cierto entusiasmo en la medida en que iba elaborando el nuevo formato del saber, que iba confirmando sus intuiciones. Veía acercarse la crisis de 1857, que confirmaba su idea de que el capitalismo avanza entre convulsiones, de crisis en crisis; comprobó que las crisis generaban nuevas luchas, nuevas oleadas revolucionarias, potenciando la organización de los trabajadores; en fin, que la realidad social se movía tal como la iba pensando. Y aunque estos hechos le sustraían tiempo para la lucha política, y por tanto implicaban ralentizar su labor científica, le compensaba su confirmación empírica de los análisis y prospectivas del capitalismo que iba asentando; la confirmación de sus impresiones preliminares estimulaba su entrega al estudio.

"Trabajo como un loco durante la noche, para sistematizar mis investigaciones económicas", escribía a Engels el 8 de diciembre de 1857. Avanzaba en su vasto proyecto de análisis del capitalismo y en enero de 1859 acabó lo que consideraba el “Libro Primero” de la Crítica de la Economía Política, y que se publicó con el título Contribución a la Crítica de la Economía Política. Y, paradojas de la historia, cuando lo acabó, sometido a las más urgentes prisas, no podía enviarlo al editor por no tener “un penique para asegurarlo, y esto último es necesario, ya que no hice copia”. Sí, es toda una paradoja que el mejor teórico de la función del dinero de aquel momento no poseyera el necesario para enviar por correo certificado el manuscrito de la más brillante obra escrita hasta entonces sobre el dinero.

Actualmente se considera que fue en aquella década de los sesenta, muy intensamente dedicada a sus investigaciones sobre la economía política, cuando Marx logró dar forma teórica definitiva a sus hasta entonces ideas filosóficas; fue a partir de entonces que cuenta con un instrumental de teoría económica que le permite poner los fundamentos ontológicos de la concepción de la historia esbozada y expuesta en obras anteriores, como La ideología alemana, o el Manifiesto Comunista; es en esos estudios recogidos en cuantiosos manuscritos donde corrige, reformula y reconstruye su propio saber anterior. Por ejemplo, su propia posición teórica expuesta en el Anti-Proudhon, en una representación del orden económico fragmentado, salpicado de rases hilvanadas, vacilantes y ciertamente sesgadas, ahora es reconstruido en un formato más compacto, donde las intuiciones toman sentido, donde el saber gana consistencia y exhibe su validez. No obstante, y a pesar de la tendencia actual a engrandecer su producción teórica de aquella década, creo que sigue siendo una fase preparatoria; rica pero aún carente de la consistencia de una forma definitiva; en definitiva, aquellos manuscritos no dejan de ser unos Grundrisse, ricos en perspectivas, en caminos, en conceptos, que los convierten en un enorme almacén de ideas, pero a cuyos contenidos aún les falta un hervor.

Son numerosos los manuscritos preparatorios, con resúmenes y críticas de sus lecturas, con notas y reflexiones sobre la marcha, con redacciones fragmentadas, que quedaron sin publicar, y que hoy conocemos como los Grundrisse [120]; la misma Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859), publicado en vida, es sólo un momento del proceso, una parte de un ambicioso proyecto que Marx sólo realizó en parte y por partes [121]. Pero en conjunto, lo publicado y lo que quedó en los cajones, constituyen el almacén de una auténtica revolución ontológica en las ciencias históricas y sociales. Como buena parte del contenido de estos textos se recoge, sin duda en forma más estructurada y conceptualmente acabada en El Capital, lo abordaremos en su momento, pero no sin dejar de señalar y repetir que en estos manuscritos se encuentra un extraordinario laboratorio de ideas, donde muchos estudiosos actuales de Marx buscan nuevos filones para la renovación del marxismo [122].

Marx tiene consciencia de sus propios avances, y de la novedad de los mismos. Intuye que ha conseguido lo que buscaba, lo que ha perseguido durante años, y así lo expresa en carta a su amigo Weydemeyer, al contarle (en carta de 1 de febrero de 1859) sus esperanzas depositadas en el libro: "Espero conquistar una victoria para nuestro partido en el campo de las ciencias”. ¡Una batalla en el campo de las ciencias!, sin duda una preciosa guerra en la que es honroso participar; pocas veces los políticos buscan sus victorias en batallas por el saber. Tal vez esa era la única batalla que Marx podía ganar; de hecho es la que más claramente ganó, si no la única. Sí, la ganó rotunda y definitivamente, para siempre; el capital nunca volverá a ser lo que era, nunca volverá a ser pensado y evaluado como lo era; Marx le destrozó su rostro bello, le puso otro, le quitó la máscara y le obligó a salir con el suyo propio que llevaba siempre bien escondido. Sí, Marx se vengó de su trato, aunque no había sido nunca un proletario, ni siquiera propiamente un asalariado; pero había sufrido igual sus zarpazos, en forma de pobreza, enfermedad, muerte, exilio o exclusión. Pero al final le ganó la partida en el orden del saber, y aunque no consiguiera quitarle la carona ni el poder, la suya no fue meramente una victoria simbólica. Desde entonces el capital vivió inseguro y vigilante, sabiéndose desnudo, deslegitimado, y cada vez más débil.

Si, de entrada aquella victoria, incluso antes de consumarse, forzó al capital a velar permanentemente sus armas; a partir de ese momento el enemigo público no sería el revolucionario de barricadas, sino aquella alianza que soñara en sus inicios entre el corazón y el cerebro, entre el arma de la crítica y la crítica de las armas, entre el saber y la praxis, entre la filosofía y el proletariado. Respecto a Marx, a partir de entonces su figura de agitador sería irrelevante para el poder, que ahora temía sus libros, su pensamiento, que pasaron a ser el fuego que alimentaba la lucha contra la injusticia y la opresión. A su vigilancia y castigo se dedicó la censura y el poder con máximo celo, pero los dados se habían echado, y el nuevo saber, la nueva representación del orden del capital había entrado en escena con fuerza.

A este momento de su vida corresponde el “Prólogo” de la Contribución a la crítica de la economía política, que hemos ido citando en extenso a lo largo de estas páginas, usándolo como guía autobiográfica de esta monografía intelectual. En este escrito, redactado en 1859 para la edición del libro, se recoge en sucinta síntesis la versión acabada de la génesis de su materialismo histórico. Recogemos íntegro el pasaje, que no necesita comentarios:

“En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un determinado grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. Estas relaciones de producción en su conjunto constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se erige la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. En cierta fase de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o bien, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica, se transforma más o menos rápidamente toda la superestructura inmensa. Cuando se examinan tales transformaciones, es preciso siempre distinguir entre la transformación material -que se puede hacer constar con la exactitud propia de las ciencias naturales- de las condiciones de producción económicas y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en breve, las formas ideológicas bajo las cuales los hombres toman conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Del mismo modo que no se puede juzgar a un individuo por lo que piensa de sí mismo, tampoco se puede juzgar a semejante época de transformación por su conciencia; es preciso, al contrario, explicar esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Una formación social no desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen relaciones de producción nuevas y superiores antes de que hayan madurado, en el seno de la propia sociedad antigua, las condiciones materiales para su existencia. Por eso la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas que puede resolver, pues un examen más detenido muestra siempre que el propio problema no surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en vías de formación. A grandes rasgos, el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el burgués moderno pueden designarse como épocas de progreso en la formación social económica. Las relaciones de producción burguesas son la última forma antagónica del proceso social de producción, antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para resolver dicho antagonismo. Con esta formación social se cierra, pues, la prehistoria de la sociedad humana” [123]

El proyecto filosófico materialista esbozado en La ideología alemana se ha consolidado y validado desde el saber construido en la crítica al capitalismo y a su consciencia de sí, expresada en la Economía Política; una nueva base teórica ha posibilitado una nueva filosofía de la historia, una filosofía que Marx considera “real” (como Fichte y Hegel a las suyas respectivas), que llama “ciencia” de la historia, pero en un sentido distante del saber empírico y positivista del uso común del término. Se trata de una nueva forma de presentación del saber, no reducible a la ciencia “positiva” que afirmaba su hegemonía en el dominio de las cosas, ni a la ciencia “filosófica” del idealismo alemán que, a fuerza de mirar lo real desde su modo de aparición en la consciencia, acaba por reducirlo a ésta. Ese saber se daría a conocer como “materialismo histórico”, o “socialismo científico”, nombres que de algún modo aluden a esa especificidad de ser un saber entre la filosofía y la ciencia, o entre la ciencia y la política, y que tal vez sería productivo pensarlo como saber de la identidad entre ciencia y filosofía, o entre ciencia y política; creo que es en esa unidad dialéctica donde toma sentido la idea marxiana de construir una ciencia revolucionaria (que no es sólo para la revolución).

Las palabras finales del mismo son elocuentes, pues viene a decir que, se mire como se mire, incluso con ojos de enemigo, todos deberían reconocer que “son el fruto de largos años y de concienzuda investigación". Y en ese terreno, nos dice parafraseando a Dante, “en el umbral de la ciencia, como en la entrada del infierno, debiera exponerse esta consigna: "Qui si convien lasciare ogni sospetto. Ogni viltá convien che qui sia morta".

Esta exposición de su “materialismo histórico” revela el cumplimiento de su proyecto filosófico materialista, que viene a ser como la mirada lejana, exterior, desde donde se puede apreciar la totalidad y su movimiento, pero a la que se le ocultan los detalles del interior, y esos detalles constituyen la vida misma, de los hombres, de los pueblos y de las comunidades. Su producción en la década de los sesenta, que había servido para aportar materialidad, realidad, a su concepción de la historia, había puesto de relieva que era allí, en el interior del capitalismo, en el paisaje eidético de la mercancía, donde se encontraban los secretos de la vida del capital y, a su través, de la marcha de la historia de la humanidad. Su entrega al conocimiento de ese mundo aún no le había dado todos sus frutos, ni había acabado con su tarea; le quedaba poner orden en el mundo de capital, descifrar su lógica, reconstruir su dialéctica, describir su recorrido e iluminar su horizonte. Los mismos saberes sobre el capitalismo que le sirvieron para apuntalar su materialismo histórico ahora debían de organizarse y estructurarse para, desde su interior, revelar la vida del capital. Y éste pasaba a constituirse como un segundo proyecto, o como una parte esencial del proyecto genéricamente concebido como “Crítica de la Economía Política”. Un proyecto, en definitiva, que venía a revolucionar el saber, que nunca perdería su germen filosófico; criticar la “Economía Política” era criticar la ciencia de moda en la época, nacida para pensar la sociedad burguesa, o sea, forma de consciencia de ésta. Y una crítica de la consciencia es siempre una tarea filosófica, y si se lleva a cabo en un nuevo léxico no por ello deja de ser filosofía sino filosofía con otro léxico.  



CAPÍTULO VI. La AIT y El Capital.


"Las grandes pasiones, que debido a la cercanía de los enamorados adquieren la forma de pequeñas costumbres, vuelven a crecer y alcanzar sus dimensiones naturales gracias a la influencia mágica de la distancia. Así ocurre con mi amor. Sólo necesitas separarte de mí en lo que dura un simple sueño, y en el acto me doy cuenta de que el tiempo sólo le ha servido como el sol y la lluvia sirven a las plantas: para hacerlas crecer. Mi amor por ti, en cuanto te alejas, aparece como lo que es: un brillante, en el cual todo mi espíritu y todo el carácter de corazón quedan comprimidos. […] Te reirás, querida mía, y preguntarás cómo es que de pronto me nace toda esta retórica. Pero si pudiese oprimir tu corazón contra el mío, guardaría silencio y nada diría. Como no puedo besarte con los labios, debo besarte con la pluma y crear palabras. En verdad podría componer versos, e imitar las rimas de los Libri Tristium de Ovidio: en alemán, Libros de lamentos. Él sólo fue exiliado por el emperador Augusto. Pero yo estoy exiliado de ti, y Ovidio no entendía esas cosas. […] En verdad existen muchas mujeres en el mundo, y algunas de ellas son hermosas. ¿Pero dónde puedo volver a encontrar un rostro en el cual cada una de las expresiones, cada línea, despierta de nuevo los más grandes y dulces recuerdos de mi vida? Aun mi dolor interminable, mis pérdidas irreparables, los leo en tu dulce rostro, y disipo mis dolores a besos cuando beso tu rostro querido. 'Hundido en sus brazos, redespertado por los besos de ella', es decir, en tus brazos y con tus besos, y de buena gana dejo a los brahmanes y a Pitágoras sus enseñanzas sobre el Renacimiento, y al cristianismo sus lecciones sobre la Resurrección"(Carta de Marx a Jenny, verano de 1856).

Todo lo narrado hasta ahora, su vida de revolucionario y su tarea de periodista y filósofo, con ser importante, posiblemente no le habrían valido para ocupar su actual lugar en la historia; de hecho, todo ello se revaloriza por sus dos últimos logros, que en el campo de la lucha política se concreta en la creación de la primera Asociación Internacional de Trabajadores y en el campo teórico en la redacción de El Capital. Abordemos por tanto estos dos iconos de su biografía.


1. La Asociación Internacional de Trabajadores.

En cierto modo, aunque Marx se movió principalmente entre obreros y líderes políticos alemanes, dentro o fuera de Alemania, alentó su objetivo de conectarlos con los círculos y asociaciones de los otros países europeos. Esto no era tarea fácil, pues además de la distancia que pone siempre la condición de extranjero estaba la diferente situación socio económica de Alemania respecto a países como Francia o Inglaterra, situación que determinaba los contenidos y estrategias de las luchas sociales en los diferentes paises y que afectaban las consciencias y aspiraciones de los exiliados. Mientras Francia e Inglaterra eran estados capitalistas, y el conflicto de clases estaba hegemonizado por la burguesía y la clase obrera, Alemania en cambio seguía siendo un Estado con fuerte presencia de dominio feudal y débil avance del capitalismo; y Rusia tenia una situación equiparable. Por tanto, las estrategias que los exiliados perfilaban para sus países no podían ser coincidentes. A Marx le parecía que en Alemania se había de luchar por la democracia burguesa, aunque, viendo el papel de esta clase en los países capitalistas, alertaba a las clases trabajadoras para no dejarse traicionar cuando aquella, aupada al poder, tendiera a pactar con la reacción feudalizante; en cambio, en los países con capitalismo más avanzado, la alternativa había de ser netamente anticapitalista, y de ahí su insistencia en entrar en las asociaciones democráticas de trabajadores pero sólo para ir extendiendo la conciencia comunista.

En cualquier caso, Marx veía con claridad que las posibilidades de triunfo de las luchas sociales pasaban por la unión y coordinación de los muy abundantes y diversos círculos de trabajadores, fueran comunistas, meramente anticapitalistas o simplemente democráticos. Marx insistió en esta estrategia con todos los medios de difusión a su alcance, en conferencias, artículos, folletos o contactos diversos. Fuera el The People’s Paper de los cartistas, el Neue Oder Zeitung, de la burguesía democrática alemana, el Das Volk de los obreros refugiados en Londres (del que Marx sería director)…, Marx aprovechaba cualquier tribuna para insistir en la necesidad de organizar y formar a la clase trabajadora, de prepararla para las revoluciones que un día u otro llegarían; de esto estaba cada vez más convencido, a medida que profundizaba en sus conocimientos económicos.

Esas tareas de difusión del programa comunista iban acompañadas de la defensa del mismo en el seno de las organizaciones de trabajadores, y del debate interno con otros líderes. Así escribió el folleto Herr Vogt, contra este científico alemán que le había acusado de confidente de la policía y de traición a los trabajadores; y vigiló de cerca al abogado y escritor Ferdinand Lassalle, con cierto prestigio en los círculos obreros, y a quien Marx apreciaba, pero proclive a pactar con los amos, y nunca mejor dicho, pues vivía del dinero de su amiga la condesa de Hatzfeldt. Seguía, pues, en la batalla por extender el “socialismo científico” entre los trabajadores. La falta de formación teórica, pensaba Marx, era el mejor abono para que en los líderes revolucionarios prendiera una u otra forma de virus del espíritu, unas veces la impaciencia que llevaba a las barricadas, otras el cansancio que llevaba al pactismo. Marx, cada vez más avanzados sus estudios de economía política, iba iluminando de forma definitiva el camino a seguir, y considerando que todo desvío en la ciencia llevaba al fracaso.

El esfuerzo acabó dando sus frutos. El 28 de septiembre de 1864 se reunieron en Londres, en el St. Martin’s Hall, unos centenares de demócratas y comunistas de diversos países; habían alemanes expatriados, franceses, polacos, suizos, italianos, británicos, etc., que por fin habían coincidido en la necesidad de elevar las luchas a nivel internacional. Allí se formuló la propuesta de una Asociación Internacional de Trabajadores, y allí se aprobó. Marx fue elegido como miembro de la ejecutiva, a pesar de representar fuerzas u organizaciones políticas de escaso peso relativo; su potente capacidad teórica acababa multiplicando su incidencia en la organización. La mayoría de documentos programáticos salieron de su pluma, o de su directa influencia. Fue elegido miembro de una comisión reducida que había de redactar los proyectos de Programa y de Estatutos. Forcejeando frente a posiciones ajenas a su teoría, y muchas de ellas distantes del comunismo, consiguió imponer la mayor parte de sus ideas.

Puso mucho cuidado en evitar la tentación extendida entre muchos comunistas de entones de crear una sociedad clandestina y conspirativa, con unos objetivos no asumibles por los trabajadores. Al fin, éstos estaban en su mayor parte afiliados a organizaciones democráticas y reivindicativas, como la tradición cartista inglesa, la más fuerte de todas, y cuya lucha sólo aspiraba a las mejoras sociales; y otras veces seguían la inspiración de socialistas utópicos cooperativistas, o predicaban la lucha de barricada, como los blanquistas, o perseguían un reparto igualitarista de la propiedad, como la corriente proudhoniana. Es decir, la clase trabajadora estaba fragmentada en corrientes y en ellas el “comunismo científico” era muy minoritario. Marx entendía que, en esa situación, era preferible salvar la unidad organizativa y renunciar a la exigencia de identidad filosófica o de objetivos.

Marx redactó el Manifiesto-Programa, escrito con potencia retórica: “¡Trabajadores! Es un hecho sorprendente que la miseria de las masas trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, período donde se ha dado un desarrollo incomparable de la industria y el comercio" [124]. Y analiza el hecho de que el desarrollo científico y tecnológico no mejore la vida de los trabajadores, concluyendo que esa perversión sólo significa que en el orden económico vigente no hay lugar para la esperanza. El desarrollo científico técnico, entiende, no elimina la miseria obrera, no rebaja el antagonismo de las clases, que así se muestran como irreconciliables.

Hace concesiones a las luchas reivindicativas, como el logro de la jornada de 10 horas en algunas partes; y también a las propuestas cooperativistas, que al menos ponen de relieve que los capitalistas no son necesarios en la producción. Pero establece unos principios para él irrenunciables: las clases propietarias de los medios de producción y la tierra no cederán sus privilegios de buena fe, es necesaria la lucha política para quitárselos. La lucha sindical es deseable y comprensible, pero es insuficiente para cambiar el estado de cosas. "La toma del poder político es el primer deber de la clase trabajadora", dice el texto.

También fija en este texto programático dos ideas relevantes. Una, que si en las luchas sociales es importante el número, y lo es, no es suficiente, pues la cantidad “no pesa en la balanza si no va acompañada de organización y dirigida por la ciencia”. Otra, que la lucha ha de ser internacional, pues es en ese escenario donde cada vez de forma más manifiesta se cuecen las políticas que afectan a los trabajadores; si la lucha interior persigue la moral y la justicia entre los individuos, la internacional persigue lo mismo entre las naciones. La ocasión era propicia para enfatizar esta dimensión internacional, pues Marx ya tenía conciencia de que la explotación también se da entre naciones; que la emancipación de la clase trabajadora pasa por la liberación nacional; en fin, que la guerra sólo beneficia a los otros. De ahí el grito de guerra que rubricaba el texto, rememorando el de la Liga comunista: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

El 1 de noviembre de 1864 el Consejo aprobó por unanimidad los proyectos de Programa y de Estatutos, salidos de la pluma de Marx. Había conseguido un objetivo estratégico largamente trabajado, la organización internacional, e introducir en sus textos programáticos importantes semillas de su teoría, esperando que dieran su fruto. Desde su puesto en la organización podría seguir de cerca el proceso e influir en el mismo; por tanto, una misión cumplida.


2. La publicación de "El Capital".

La otra misión, la crítica de la economía política, también se iba elaborando en paralelo [125]. Las mismas condiciones de la lucha política generaban que elementos claves de este texto se desarrollaran y publicaran anticipadamente, y algunos de ellos tuvieron una difusión enorme, siendo sin duda más leídos que El Capital, no al alcance de las clases trabajadoras. Es el caso ya citado del folleto Salario, precio y ganancia, que elaboró con ocasión de un debate en el seno de la AIT referente a si la lucha de los sindicatos habría de ser reivindicativa o política. Marx intervino con una conferencia sobre el tema, y su argumentación quedaba así fijada: la reivindicación salarial es necesaria para defender la dignidad del trabajador, para protegerlo de la rapiña del capital; pero los sindicatos no debían ignorar que, junto a esa defensa, y como protección más universal y definitiva, no podían perder de vista la batalla política, la toma del poder, es decir, la revolución. En todo caso, el cuerpo de la crítica de la Economía Política iba engordando pero no veía el fin.


2.1. (Dos décadas después). No es difícil imaginar la satisfacción de Marx cuando pudo escribir a sus amigos y comunicarles el final del esperado texto. Se trataba nada menos que de aquella “anatomía de la sociedad burguesa”, que se propusiera elaborar en París, y de la que sólo veintitrés años después logra cerrar el primer libro; de una obra que para él significa su verdadera aportación a la revolución, pues pensaba que la ciencia es una fuerza revolucionaria; de una obra cuyo proyecto fue elaborado y corregido decenas de veces, escrita entre sufrimientos, penurias y enfermedades, suyas y de su familia, arrancando duración a las horas nocturnas, momentos a las situaciones de urgencias, abstracción a las luchas diarias, serenidad a la agitación por los fracasos; de una obra redactada fuera del circuito del valor de cambio, pues, como gustaba bromear, no esperaba que le proporcionara ni siquiera el costo de los cigarros que fumó en las largas noches de escritura; de una obra que esperaban todos, que le urgían todos; de una obra, en fin, escrita entre heridas, como escribe a Engels el 7 de agosto de 1866: "Por desgracia, a cada rato me interrumpen las preocupaciones sociales, y pierdo mucho tiempo. Hoy, por ejemplo, el carnicero nos cortó todas las entregas de carne, e inclusive mis reservas de papel se terminarán el sábado”; una obra, en fin, que escribió y reescribió, como si la copia final se alejara inexorablemente.

Una obra así debe causar un infinito placer vivir su acabamiento, de ahí la exaltación de ese día de marzo de 1867 en que puso el punto final al libro primero y se lo comunicó a Engels. Cuentan los biógrafos que deseaba llevar en mano el manuscrito a Meissner, el editor de Hamburgo, pero que se dio cuenta de que “sus ropas y su reloj de bolsillo estaban en el Monte de Piedad”. Engels le ayudaría, una vez más, a recuperarlos y a conseguir el pasaje. Engels, tan denostado en nuestros tiempos por plumas subvencionadas, tuvo el doble privilegio de no llegar a conocerlas y, sobre todo, de gozar con el infinito agradecimiento de Marx, que no podía ignorar que se piensa según se vive y que el amigo le ayudó a vivir con dignidad: en la penuria pero sin verse obligado a vender su pluma. Escribía Marx cuando a mediados de agosto acababa de corregir las últimas galeradas: “Acabo de corregir la última prueba del libro. (…) este volumen está terminado. Sólo gracias a ti ha sido posible. Sin la abnegación que me mostraste, jamás habría podido llevar adelante la enorme obra de los tres volúmenes. ¡Te abrazo, henchido de agradecimiento!" [126]. Quien aprecie a Marx, ¿como puede denostar a Engels?

El 14 de septiembre de 1867 el libro sale a la calle, en Hamburgo, con tirada de 1.000 ejemplares. Desde entonces ha tenido su vida propia, con decenas de traducciones, millares de ediciones, millones de lectores. En los cajones quedaban el esbozo y materiales que póstumamente usara Engels para editar el segundo y tercer libro y otro sobre la historia de la plusvalía.

A veces se dice que si Marx no hubiera escrito El Capital ocuparía un lugar secundario tanto en la historia del movimiento obrero como en la historia del pensamiento filosófico social. Sin exagerar los términos, hay algo de verdad en esa valoración. Al fin, sin despreciar la participación directa de Marx en la luchas sociales, es bien cierto que su peso en los círculos revolucionarios se debía menos a las fuerzas políticas que representaba que a su reconocida capacidad teórica de análisis y prospectiva, al “socialismo científico” que llevaba en la cabeza antes de llevarlo bajo el brazo. En todo caso, su participación más relevante e indiscutible consistió en aportar consciencia y saber a la voluntad anticapitalista, dotar a las clases populares de un aparato conceptual suficiente para comprender por qué sufrían y luchaban y para caminar hacia un mundo posible.

Creo que El Capital debemos pensarlo como el producto de una vida, de una larga, compleja y variada reflexión sobre ella. En este sentido, las ideas que se teorizan en el texto habían nacido antes, y habían sido puestas en escena, ensayadas, sometidas al tribunal de la práctica, a lo largo del tiempo. Esas ideas, por tanto, ya habían ido penetrando en la conciencia de las organizaciones de trabajadores, y habían inspirado los diversos textos programáticas. Al fin y al cabo el libro es el resultado final de una larga etapa de reflexión sobre el modo de producción capitalista, iniciada en París, tras el fin de lo que hemos llamado la doble ilusión. Y del mismo modo que esa reflexión, vivida como “crítica de la economía política”, -lucha en la teoría, contra la ciencia económica y la apología del capital, vivida por Marx como una variante de la lucha de clases y al servicio de ésta-, iba aportando ideas y perspectivas a las tareas políticas, estas experiencias a su vez iban corrigiendo y determinando la orientación del proceso de pensamiento. Por tanto, las ideas directrices de El Capital estuvieron presentes antes de la aparición del libro, como filosofía orientadora de la práctica, como “materialismo histórico”; la larga “crítica de la economía política” que ocupó a Marx más de veinte años pretendía aportar el soporte teórico a esa filosofía, que buscaba su soporte práctico en las experiencias de las luchas políticas. Por tanto, aunque esas ideas tuvieran vigencia a lo largo de su vida filosófica y política, sólo devendrían concepto al final del recorrido; también aquí la historia del espíritu es anterior a su autoconciencia. Lo que convierte al libro en algo excepcional es, precisamente que, a posteriori, valida y legitima las ideas filosóficas ya expuestas y respalda científicamente las estrategias y objetivos políticos defendidos.

El sugestivo análisis del trabajo enajenado de los Manuscritos de 1844, con la potente crítica antropológica que encierra, habría quedado como denuncia humanista de una vida inhumana; en El Capital, en la crítica al fetichismo de la mercancía, la enajenación del alma se disuelve en la dominación del cuerpo, su lógica pierde emoción y aparece su terrible simplicidad, su inexorable y fluida necesidad. Ciertamente, es como si aquel discurso sobre las formas de enajenación estuviera dirigido a una humanidad sensible y adolescente, ahora sustituido por otro dirigido a asépticos científicos profesionales acostumbrados a lo apodíctico, o a trabajadores rudos que necesitan más el pan que las sonrisas.

En La ideología alemana y en el Manifiesto Comunista había expuesto Marx su concepción materialista de la historia de forma muy filosófica; allí la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, por un lado, y entre las clases, por otro, diseñaba de forma muy abstracta y con mirada lejana la inevitable marcha hacia un mundo socialista. Aunque Marx mantenía esa posición frente a los socialismos utópicos, a los que oponía su “socialismo científico”; y aunque para ello recurría a experiencias empíricas que ilustraban que, efectivamente, los cambios sociales aparecían ligados a las convulsiones en los hechos económicos, su materialismo histórico no se apoyaba aún en bases sólidas. Será El Capital, el que de forma definitiva y cerrada muestre que esa afirmación del inevitable desarrollo de las fuerzas productivas es algo derivado de la esencia del capitalismo; es aquí donde las crisis aparecen como determinaciones de la lógica del capital, y no como reiteradas experiencias históricas; es ahora cuando el dinero, el “nuevo dios sobre la tierra”, revela su derecho a la divinización al exhibir su inevitable poder demiúrgico.

El particularismo del Estado en el que el Marx de la Gaceta Renana y de los Anales franco-alemanes basaba su crítica queda “superado” en El Capital al ponerse de relieve que la particularidad es intrínseca al orden capitalista, basado en la propiedad privada, tal que el estado no puede sino ser eso, un instrumento de esa particularidad. Se pone de relieve que el estado, no tiene por función aquella tan sagrada que le atribuyera Hegel de realizar lo universal, la vida ética, sino algo más profano, como es mantener las condiciones de existencia y reproducción del modo económico dominante, fundado en la apropiación privada, a la que le es intrínseco el culto a la particularidad. Por tanto, el estado no tiene esencia, es un instrumento, y necesariamente ha de ir adaptándose, a veces de modo funcional evolutivo y otras convulsivamente, a las condiciones económica. Es en esta obra donde de modo definitivo aporta Marx una teoría económica a unas intuiciones éticas, revelando que el aparato político jurídico, así como las formas de conciencia, surgidas muy estrechamente ligadas a la producción, no tienen ni pueden tener historia propia, pues en el capitalismo la única sustancia y el único sujeto es la producción.

Es curioso que hoy, cuando más luz podría aportar el texto, se silencie pertinazmente. Pues es ahora cuando la anunciada “creciente socialización del trabajo”, que hoy vemos en la globalización, se revela como imparable e intrínseca al desarrollo capitalista; y es hoy cuando ciega los ojos la lógica del capital, que nos reta con su creciente concentración y centralización; hoy más que nunca cuando el capital exhibe impune la inevitabilidad de las crisis anclada inexorablemente en la lucha titánica entre los capitalistas por la decreciente tasa de ganancia… Todas aquellas ideas de Marx, que a lo sumo contaban con el apoyo en una argumentación que acumulaba recursos empíricos, sucesivas experiencias históricas, en el texto de El Capital fueron dotadas de un apoyo teórico potente y consistente que permitía conocer el pasado, comprender el presente y sugerir el futuro. Al menos así lo creía Marx, para quien no bastaban, por muchos que sean, los ejemplos empíricos que se aporten para defender una idea; ese modelo de ciencia es el positivista, es el de la economía política clásica, pero no el suyo, que como hemos repetido mantiene el hervor de la pretensión hegeliana de “ciencia filosófica”, aunque con otros materiales; el aroma de una reflexión que no se contenta con aportar hechos para verificar las ideas, sino que ha de aportar la necesidad de los hechos y su incondicional historicidad. Y hoy, cerca ya de siglo y medio después, la potencia de este texto para comprender el mundo social, un mundo especialmente móvil, acelerado y travesti, sigue fresca para quien quiera oírla.


2.2. (Los agujeros del queso) Dice el adagio popular que no hay queso bueno sin agujeros; a las teorías las pasa algo semejante, si no tienen carencias no son fiables; hasta pensadores tan poco marxistas como K. Popper han defendido que las anomalías, las falsaciones, lejos de mostrar la debilidad de una ciencia revelan su terrenalidad, su racionalismo, en rigor, su “cientificidad”; lo perfecto, lo no falsable, es metafísica. No es ésta la argumentación que queremos hacer aquí respecto a los errores o ilusiones presentes en la obra de Marx; los errores de cálculo están para corregirse.

Ciertamente pueden apreciarse predicciones fallidas en el texto, que han sido intensa y obsesivamente denunciadas. Entre ellas hay dos memorables, curiosamente dos “predicciones” en un libro cuyos presupuestos de fondo no son precisamente calcular y predecir, tares que corresponden a las ciencias positivas instrumentales, que para eso sirven; pero a Marx se le escaparon algunas predicciones, que leídas como “profecías” justifican la declaración del texto insolvente. Estas dos predicciones a que nos referimos son: la referente a la creciente necesidad de división y polarización de la sociedad en dos clases, una cada vez más numerosa y pauperizada y otra más minoritaria y elitista; y la que teoriza la necesidad de la génesis del sujeto revolucionario desde las entrañas mismas del capital; recordemos la referencia al capitalismo que cría a su propio enterrador. O sea, por un lado, la creciente polarización y radicalización de la lucha de clases, y por otro la génesis de las condiciones subjetivas revolucionaras, es decir, la aparición de partidos de clase, que extienden la conciencia de clase, y que determinan que la lucha sea cada vez menos reivindicativa y más política.

Ciertamente, no todas las tesis filosófico políticas fundamentadas en El Capital gozan hoy de la misma credibilidad, especialmente las que se refieren de forma inmediata a la revolución y a la creación de las condiciones subjetivas para ella; muchas de estas tesis siguen hoy a debate, están en revisión incluso por los marxistas. Estos flancos débiles de su discurso revelarán en todo caso sus carencias, pero no cuestionan ese sentido de El Capital como fundamentación teórica, desde el análisis del capitalismo, de sus concepciones filosóficas. Los fallos en algunas predicciones sólo indican, o que Marx erró en las inferencias, o que sobrepasó los límites de su teoría, usurpando el hombre la voz del científico. En general Marx convence cuando su discurso se circunscribe a lo que ha pasado, a lo que estaba pasando, o a lo previsible en un futuro muy inmediato; pero cuando la pasión revolucionara le hacía mirar al horizonte lejano, el punto de vista científico cedía ante el deseo de justicia y emancipación al que le empujaba su vida. Al fin la suya no es una ciencia “predictiva”, no está hecha para calcular y dominar el mundo; sólo sirve para comprenderlo y, así lo esperaba, para transformarlo, pues consideraba razonable -y cómo no hacerlo- que quien tomara consciencia de sus condiciones de existencia, de sus carencias y miserias, se rebelaría contra ellas. Por eso su obra era más “crítica” que “propuesta”; y por eso en conjunto su obra no pierde potencia porque no fue capaz de predecir el futuro. A veces, con mucha frecuencia, el uso humano del lenguaje es pragmático, y bajo forma descriptiva cumple otra función, como expresar un deseo, o incitar a una conducta. Y Marx era humano, demasiado humano, para escapar a ese juego del lenguaje. Si en algunas cosas falló, en otras acertó, y en todo caso la crítica siempre hace avanzar.

El Capital es un texto complejo y de lectura nada fácil. Muchos filósofos lo consideran un libro de economía, y los economistas ven en el mismo excesiva filosofía. Sólo a partir de las últimas décadas del pasado siglo se ha ido abriendo paso una interpretación nueva del texto según la cual es aquí, y no en los libros juveniles del “Marx filósofo”, donde hay que buscar la ontología de Marx [127]. Creo que es una lúcida posición, pues, como hemos dicho, es aquí donde encontramos la argumentación de fondo –si se quiere, la fundamentación- de muchas de las ideas filosóficas, especialmente su concepción de la historia, de la vida social del hombre, de las ideas e intuiciones que Marx ha expresado a lo largo de su vida. En El capital, aunque no sea sólo eso, encontramos una ontología del ser social, una filosofía que mejora, apoya y precisa las posiciones teóricas y políticas que “mientras tanto” ha ido desgranando en su recorrido. Y no es trivial que esa ontología se constituya precisamente como subyacente a su más riguroso y completo análisis crítico del capitalismo, y a su más sólida y estructurada crítica de la economía política. Al fin, aunque Marx usara el “materialismo histórico” como una concepción general de la historia, estaba pensado a la medida del capitalismo, concebido en los límites de éste.


2.3. (El saber de “El Capital”). Hemos insistido intensamente en que la vida intelectual y política de Marx se vertebra sobre su convicción de la necesidad de un nuevo saber, pensado como un nuevo formato, una nueva forma de exposición de las experiencias y los conocimientos; forma nueva del saber que exige la filosofía y que requiere la política, necesario a las consciencias, para salir de la enajenación para librarse de la dominación. Pues bien, ese proyecto toma cuerpo El Capital, en el primer volumen -los otros dos quedarían pendientes de esa forma final-, y en rigor en algunos capítulos, paradigmáticamente el primero, sobre la mercancía. Sólo aquí, en una pequeña parte, en un elemento aislado del conjunto, abstraído por exigencias metodológicas,  consiguió Marx la expresión acabada de ese saber. Lo demás quedó en el camino, más o menos cerca, apuntando en esa dirección, pero sin lograr la perfección. Por eso se fue retrasando la publicación, por eso se fue metamorfoseando el proyecto de la crítica, de ahí las decenas de versiones sobre las categorías, de ahí las inacabables correcciones hasta minutos antes de pasar a imprenta, y aún después. Marx logró tener en su cabeza el concepto de capital, condensación de toda su representación del mundo, pero sólo en este libro, y en algunos de sus elementos, logra expresarlo uniendo “arte y conocimiento”, aquella ilusión que tenía de niño, como inquieto comunicaba a su padre.

En la lectura del libro los contenidos se van sucediendo en un orden lógico que reproduce el histórico, que describe lo real, aunque trastoque nuestras representaciones: la mercancía, tan lejana a las eternas preocupaciones de la filosofía, en el origen del análisis pero en el final del proceso: todo el mundo del capital gura en torno a ella, en torno a su producción, y el trabajo de la crítica queda definido como exposición de esa producción en su orden. De la mercancía al dinero, del dinero al capital, y a la plusvalía y sus formas… Todos los elementos se van combinando, participando todos en la producción de los otros, en la reproducción de sí mismos; el saber es así saber finito de la totalidad, el saber al alcance del hombre, que no puede darse en una intuición absoluta -del todo y de sus elementos, de la unidad y la diferencia-, como la atribuida idealmente al intelecto divino, sino que ha de lograrse en ese constante ir y venir del análisis y la síntesis, de la abstracción y el regreso a lo concreto... Un texto así es de difícil lectura, y requiere pacientes relecturas; pero, sobre toto, un texto así es imposible de resumir sin perder buena parte de su letra y, sobre todo, su música, esa forma que persiguió Marx durante toda su vida.

Para intentar paliar en lo posible estas dificultades distinguiremos en El Capital dos registros, combinaremos dos interpretaciones, centradas en sendas funciones del libro, a saber, como fundamentación de las tesis filosóficas del materialismo histórico y como lógica y ontología del mundo capitalista. En el primer registro, y sin pretender un análisis exhaustivo, seleccionaremos algunas de las más relevantes, y en cierto sentido paradigmáticas, que nos sirvan a la vez de ejemplo y de modelo; nos centraremos, pues, en dos relevantes teorías que, de una parte, son el alma de su crítica económica al capitalismo, tanto a su práctica (al funcionamiento del capital) como a su teoría (a la “Economía Política” que lo describía y legitimaba), y de otro constituyen el sancta sanctorum de la base material de su concepción materialista de la historia, revelando la lógica de su movimiento. Nos referimos, obviamente, a sus conceptos de “explotación”, a la génesis del “valor” y el “plusvalor”, y muy de pasada a las “crisis” del capital, que comentaremos sucesivamente. Pero antes de entrar en estos contenidos en el siguiente apartado trataremos de acercarnos al otro registro, a esa exquisita exposición dialéctica del mundo íntimo del capital, en el que estamos tan sumergidos como encantados con sus sirenas.


3. La música y la magia del capital.

Como venimos comentando, El Capital no es un libro fácil de leer, lo sabemos; y tampoco es fácil de resumir. Para obviar en lo posible estas dificultades, -y la aspereza técnica del vocabulario marxiano- trataremos de introducirla en modo literario, distendido, echando mano, de metáforas y recursos expresivos que en el fondo son muy “marxianos”, como la ironía y las personificaciones. Sí, Marx recurría con frecuencia -y con envidiable maestría- a la sátira, la parodia y el humor, como si sus juveniles coqueteos con estos géneros literarios hubieran dejado huella; o como si en el fondo pensara que estos recursos eran convenientes para que las ideas dejen su marca y arraiguen en las conciencias. Lo hacía sin la mínima renuncia al rigor del concepto, al contrario, como medio para que éste en su aridez formal alcanzara y arraigara en la consciencia; nosotros lo hacemos con la misma intención, aunque no con su destreza. Nos valdremos de un personaje “Herr Kapital”, que es el protagonista de esta historia para que, observando su figura y sus movimientos y escuchando sus deseos y sus sentimientos, podamos tomar contacto con este apasionante mundo del capital. No tratamos aquí de analizar y valorar los rostros y las reglas de sus personajes, de sus entes, sino de contactar con la música de su ontología.


3.1. (La patria de las mercancías). Vivimos en un mundo tan visible que no conocemos, en una ciudad que apenas tenemos curiosidad de conocer; pero un buen día con inercia de turista viajamos al mismo y, para contar que hemos estado allí, necesitamos conocerlo; entonces no tenemos otra vía que abrir bien los ojos y observar qué pasa a nuestro alrededor. Imaginémonos en un lugar muy especial de la ciudad, en el fondo metáfora de la misma: en Mercado. Mercado es la ciudad de las mercancías, su patria, donde son ciudadanas y tienen derechos; es el lugar donde se relacionan y socializan -trabajan, comen, juegan, bailan, se divierten- entre ellas, con un folklore muy peculiar, una cultura no siempre fácil de interpretar. Nosotros, que no sabemos bien su idioma, somos allí turistas a la caza de momentos raros. Lo primero que captaremos es que se intercambian, que no paran de intercambiarse, de sustituirse unas por otras, por cualquiera…

Vayamos paso a paso. Como hacemos de economistas, hemos elegido un mercado especial, un “mercado ideal”; es un mercado enormemente vigilado, impenetrable, “vacío” de interferencias y resistencias, como el que presuponen los físicos en sus teorías. Constatamos, lo hemos elegido a sabiendas, que se trata de un mercado ya desarrollado, donde se ha generalizado el uso del dinero, que es como una mercancía universal, una mercancía que sirve de equivalente universal de cambio. Es decir, un mercado en que los precios se expresan en dinero, por ejemplo, el azúcar se cambia por tres euros, y el trigo, lógicamente, por un euro. Marx acepta con los economistas de su tiempo que en la economía mercantil la ley del mercado, la ley de intercambio, que regula los trasvases de mercancías, su compra y venta, es la ley del valor: las mercancías se intercambian por su valor. Y como el valor se mide en tiempo, cada productor-poseedor de mercancías las cambia por otras (con mediación del dinero) que llevan el mismo tiempo de trabajo incorporado. En consecuencia, en el mercado, en la circulación de mercancías, cada productor sale cargado con el mismo valor que entró, sólo que ha cambiado el tipo de mercancía que transporta; llevaba trigo, que le sobraba, y se lleva azúcar que necesita. Podríamos decir que vuelve a su casa con lo suyo, no se lleva nada de nadie. Un intercambio perfecto.

Demos un paso más y situémonos en una situación social en que, por motivos que ahora no vienen al caso, las cosas han cambiado mucho fuera del mercado (en la ciudad, el campo, los talleres, las manufacturas, etc.), especialmente un hecho: muchos antiguos productores no pueden producir nada porque no cuentan con los medios de producción (no tienen tierras, no tienen herramientas, no tienen máquinas…), son hijos de la expropiación histórica, de la “violencia constituyente” del capitalismo. Por tanto, no pueden trabajar, no tienen aparentemente nada que llevar al mercado, y están condenados a su desaparición. A no ser que les dejaran entrar sin credenciales, pero no, en esta patria de las mercancías no gustan los sin papeles. No obstante, hijos de la necesidad, desafían el orden y se presentan a sus puertas; y en la espera descubren algo que no sabían de ellos mismos.

Efectivamente, van al mercado y piden entrar; han descubierto que tenían en casa una mercancía, que antes no lo era y ahora sí. Dicen ser portadores de una mercancía, una mercancía nueva y un poco extraña, pues no la transportan en carro ni en sacos. Esa mercancía, dice Marx, es la “fuerza de trabajo”, que va incorporada a su cuerpo. El trabajador tiene derecho a entrar al mercado porque es propietario de una mercancía que quiere vender; una mercancía tan original que tiene un mercado propio, un apartado particular en la plaza pública, el “mercado de trabajo”. Pero, aunque sea particular, pertenece al mercado general de mercancía; la fuerza de trabajo se comprará y venderá como mercancía, conforme a sus leyes. Si es mercancía se debe a que alguien la compra, la demanda, la necesita; si mañana no es así, si deja de ser solicitada, se acabó el encantamiento, pasa a ser un cuerpo vacío y sin papeles de propietario de mercancía no se entra en la ciudad de las mercancías.

Ahora bien, ¿quién demanda y compra esta extraña mercancía inseparable del cuerpo humano? No el productor-trabajador a secas, que va para intercambiar su producto excedente por otros productos necesarios para su vida, o por herramientas para seguir trabajando; no tiene necesidad de un cuerpo humano, no tiene gustos tan raros; pero sí, hay alguien interesado, un nuevo personaje que ha aparecido en ese mercado ya bastante desarrollado, una figura compradora de fuerza de trabajo que cada día abunda más. Un personaje curioso, que ha entrado al mercado con las credenciales de una mercancía también muy particular, de muy fácil manejo, separable de su cuerpo pero muy apegada a su bolsillo, el dinero. Sí, ese exótico personaje lleva dinero al mercado, es productor de dinero, y sólo busca cambiarlo; sí, el dinero es su mercancía talismán, y quiere cambiarla por todo lo que necesita para esa actividad también nueva de producir dinero, pata montar o abastecer su fábrica de dinero.

Bueno, en realidad se trata de una actividad vieja como la historia, pero como ésta misma se ha ido incesantemente renovando. Vemos que cambia su dinero por máquinas y por fuerza de trabajo. Ha realizado un cambio mercantil, conforme a la ley del valor; ha cambiado la mercancía “dinero” por las mercancías “medios de producción”, una acción limpia, elegante, pulcra. En esa operación no se ha apropiado del valor de otros, no ha robado nada a nadie; sale con el mismo valor que entró, aunque ahora vacío de valor dinero y cargado de valor en forma de máquinas y de fuerza de trabajo. ¿Por qué este extraño personaje hace este raro intercambio? No ha ganado valor y las mercancías que se lleva no víveres, no son medios de vida. Fijándonos bien comprendemos que hace esto porque, como hemos dicho, fuera del mercado han cambiado las cosas. Y ahora han aparecido unos lugares inquietantes, ruidosos y lóbregos, en los sótanos y márgenes de la ciudad. Unos lugares adónde se dirige ese personaje con su extravagante compra; de hecho también los lugares, que también son mercancías, han sido comprados por él. Y allí se dedica a hacer con las mercancías compradas lo que todo el mundo hace con sus compras en sus casas: consumirlas. ¿Consumirlas? ¡Sí que es raro!

Efectivamente, esos extraños lugares, que llaman fábricas, son también lugares de consumo; incluso los hay exquisitos, de vacaciones, de ocio nocturno… Pero aquí nos referimos a las fábricas, donde se lleva a cabo un consumo muy especial, lo que se conoce como “consumo productivo”. ¿Productivo? ¿No es también productivo el consumo en las viviendas familiares? ¿No produce salud, placer, alegría el consumo individual? Sí, pero es que ese personaje es un tanto raro y tiene una idea extravagante de la productividad; hemos de revisar su documentación.


3.2. (La doble vida de “Herr Kapital”) Para entenderlo, veamos quién es, leamos en su pasaporte su oficio: “capitalista”. En el mercado el capitalista es un personaje, una figura relevante, distinguida y especial: lleva dinero y sale con medios de producción y fuerza de trabajo. Esa es su rutina, así consume su vida, cambiando dinero por esas mercancías; produciendo dinero para cambiarlo por máquinas que produzcan dinero. No se sabe muy bien si es el dueño del dinero o es su siervo que le exige diariamente pasearlo, llevarlo al mercado… Un personaje confuso, no binario, hemos de vigilarlo más de cerca.

Hemos descubierto que en su fábrica, lugar donde reina, consume lo comprado -mercancías medios de producción- poniéndolo a trabajar, combinando la “fuerza de trabajo” con los “medios de trabajo”, y a producir. Pero ¿qué produce? Produce mercancías; no productos para él, no, sino para llevarlos al mercado. ¿Compra mercancías, consume mercancías y produce mercancías...? Sí que parece extravagante la vida de este personaje. ¿Para qué las produce? La respuesta comienza a ser compleja. Por lo que ve la mirada ingenua las produce como el hámster mueve su rueda, para regresar al mercado, ahora travestido en otra figura, de vendedor, cargado de mercancías, para cambiarlas por dinero. Ya se ve, no sale del circuito de las mercancías, no sabe vivir fuera de él, sólo aquí está en su casa y es reconocido y distinguido. No, no sale, no tiene otro medio de viajar, otro lugar de aparición de su ser; no tiene otro sitio adónde ir, otro modo de ser que ese, esa rara figura de habitante de la mercancía; bueno, dueño, al menos se cree el amo.

Si en lugar de observar el fenómeno buscamos su esencia y le preguntamos por qué lo hace, nos dirá sin dudarlo que para producir riqueza, que esas mercancías que produce sirven a los otros, y que incluso la fuerza de trabajo que compra la usa en un consumo productivo que crea necesidad de fuerza de trabajo, que da trabajo… O sea, nada más ético y ejemplar que su labor. Sí, reconoce que en la fábrica y en el mercado le tratan como amo, y que en cierto modo lo es; pero en todo caso un amo impecable, señor, escrupuloso ante la ley natural, jurídica y moral, pues tanto al comprar como al vender cumple la ley del valor, intercambia por el valor de las mercancías. Cumple fielmente la ley de intercambio, y vende sus mercancías por lo que valen.

Como se ve, nada que objetar a Herr Kapital, así se deja llamar, pues es Señor, cumple todas las leyes del mercado; se considera a sí mismo ética y económicamente ejemplar, pues es celoso cumplidor de la ley del valor, que une moralidad y eficiencia, y crea riqueza para todos. Sacrifica abnegado su vida en ese circuito de la creación de riqueza, en eterno viaje de ida y vuelta entre la fábrica y el mercado. Pero Marx sabe apreciar que Herr Kapital, aunque tenga espíritu de burgués y sacralice el trabajo, no es imbécil ni iluso; aunque le guste exhibirse no sale de casa, ni circula entre el mercado y la fábrica por amor al prójimo, ni siquiera por narcisismo. Lo hace por la fascinación que le producen los milagros, especialmente el bíblico de la multiplicación espontánea de los panes y los peces. Sí, es adicto al goce que experimenta al contar el crecimiento regular del dinero en cada ciclo, la multiplicación del dinero invertido en la compra en el recogido en la venta de sus mercancías; le excita el privilegio de presenciar ese infinitamente repetido milagro del crecimiento del dinero. Bueno, pensándolo bien, nos dice Marx, es un goce algo más sublime, pues a él no le gusta propiamente el dinero, no es un avaro que disfrute con su posesión; incluso es tan austero que no le gustan las “riquezas”, se presentes en bienes de vida o suntuarios; le gustan las riquezas que llevan su nombre, sólo en la forma de “capital”. Es ciertamente un personaje bien extraño al que no le emociona la belleza del oro, rubio y brillante; en el áureo metal, como en el dinero corriente, sólo ve mercancías nuevas, cargas de valor creadoras de más valor; para él las riquezas, en dinero, metales preciosos o números bancarios, sólo son cantidades de medios de producción en fábricas gigantes e innovadoras, almacenes repletos de productos creativos recién salidos de las máquinas, flotas de camiones barcos y trenes que llevan las mercancías de nuevo al mercado y que, en el justo intercambio conforme a la ley del valor le proporcionan el oro rubio, infinitamente bello, aunque sea en la escuálida forma abstracta de un número en una cuenta bancaria. Es un adicto al crecimiento del valor, aunque sea en algo tan inane como los saldos en la cuenta de resultado. Le encandila el crecimiento, por eso le gusta presentarse y se reconocido como creador de valor, pues en el movimiento de esos números, cual si fueran un espejo encantado, ve la eterna reproducción del milagro de los panes y los peces, fuente inagotable de su infinito poder infinitamente renovado.

Refiriéndose a esta experiencia insólita de nuestro personaje ante el espectáculo de la acumulación de valor, dice Marx en una sutil metáfora: “el dinero ha sudado dinero”. Pero también lo dice en conceptos: “el valor se ha valorizado”. Son dos formas de expresar la verdad, pero en el concepto dice mucho más, llega mucho más lejos. Con esa definición Marx ha desvelado los secretos del valor, alma del capital, y los ha contado al mundo; ahora ya los conocemos. Ahora poseemos la clave de las aventuras nocturnas de Herr Kapital: sale de noche –la oscuridad siempre oculta y protege- de casa y recorre incansable el circuito fábrica-mercado para cumplir esa función. Podemos interpretarla en forma coloquial, para engrosar su cuenta corriente, para llenar su bolsa, en fin, para incrementar su dinero; pero podemos y en cierto modo debemos interpretar esa función del capitalista de modo más estricto y correcto, más ajustado a la realidad, diciendo que sus viajes tienen por misión “valorizar el valor”, en rigor, hacer o posibilitar que el valor se valorice. Ser rigurosos es para Marx una exigencia racional y ética, pues no es lo mismo considerar al capitalista el sujeto del proceso, y por tanto el autor del milagro, el creador del valor, -así es como le gusta verse a sí mismo en el espejo encantado de la ideología-, que verlo como “porteador”, como cuerpo o medio del transporte que mueve a las mercancías entre el mercado y la fábrica, las pone en relación y consume productivamente en ésta, y por fin las hace llegar al mercado cerrando el ciclo. Visto así, como “porteador”, sin duda tarea física e histórica imprescindible, él mismo es un elemento más movido por la necesidad del proceso, por su lógica. A Marx le preocupaba enormemente este cambio de perspectiva, pues aunque en la lucha ideológica fuera más fácil y eficiente ver en el capitalista la figura del demonio explotador a destruir, cada vez más firmemente pensaba que esa no era la vía, que las cosas no funcionaban así, que sin un saber que “respete” la realidad y sus determinaciones no iremos a ninguna parte, no iremos donde queremos, más aún, no sabremos ni adónde vamos ni adónde queremos ir.

Desde este enfoque materialista -en el que el individuo cumple un papel, pero no es el sujeto, o al menos no es el autor de la historia real- Marx nos revela que las salidas de Herr Kapital no eran escapadas nocturnas para satisfacer sus pequeños vicios, sino su modo de vida como capitalista, regido por la necesidad; es decir, salía y no podía dejar de salir, pues ese dinero que llevaba al mercado era muy especial, tenía un duende dentro, el duende del capital, que no puede vivir sin el constante viaje de ida y vuelta entre la lonja y la fábrica. Eso explica que Herr Kapital tenga necesariamente que seguir saliendo cada día de su casa y hacer su visita al mercado y a la fábrica: está condenado a pasear al capital, a posibilitar que éste se valorice; esa vida es su destino. Se creía el amo, viene a decirnos Marx, y resulta ser mero porteador; con librea y estandarte, pero mero mensajero de los dioses en la tierra.

Sí, Marx desveló sus secretos; en esos viajes se valoriza el capital, o sea, el capital vive como capital, existe como capital, y no como mera riqueza instrumental disponible y poseída. Queda por descifrar el momento y el mecanismo, las condiciones, en que tiene lugar el milagro. Nos preguntábamos antes si, dado que se compra y se vende conforme a la ley de igual valor, no es contradictorio que haya crecimiento; de ahí que pensarlo como “milagro” toma peso y sentido. Si seguimos elr elato la pregunta siguiente ha de ser: ¿dónde exactamente, en que momento de la giga de Herr Kapital, se inflan sus bolsillos por el milagro de la valorización? ¿Lo sabe Herr Kapital y lo disimula? Igual no, aunque tal vez lo intuye; es igual que lo ignore o que lo disimule, lo cierto es que no puede confesarlo, no puede hacerlo público. Ese saber esotérico queda para los iniciados, que guardan el secreto; pero Marx se coló de polizón y, apropiado del saber, hizo de Prometeo y lo divulgó entre los hombres.

Como hay tres recorridos, tres momentos de la gira, como si visitara tres barrios de la ciudad, habrá sido en alguno de ellos. El primero (en que va de comprador) y el tercero (en que va de vendedor) se dan en la circulación, en el ámbito del mercado, a la luz del día; y aquí no puede ser, aquí rige la ley del valor, y el mismo Marx lo reconoce y ratifica; la luz no es apropiada para estos milagros. Por exclusión, el milagro habrá de producirse en el tercer viaje (en el que hace de fabricante), en el momento de la producción. O sea, en el consumo de su compra, que por eso los economistas, aunque muchos lo ignoren, lo llaman “consumo productivo”, porque produce nuevo valor, crea valor. Los más nuevos creen que ese momento es productivo porque es cuando se produce la riqueza, los bienes; pero esas cosas, al fin mercancías, no le ponen al capital; solo le sirven de autobús o taxista, de cuerpo, para ir a la ventanilla del banco. Allí sí que disfruta, allí ve el milagro del tió de Nadal.

Sabemos el momento, pero sigamos nuestro relato de los entresijos del milagro. En la producción todos los elementos que se consumen traspasan su valor al producto; el valor de éste habría de ser, por tanto, igual al de los elementos consumidos. Intuitivamente el capitalista lo contabiliza así: los costos de producción se cargan al precio del producto. Pero entonces, ¿de dónde sale el beneficio? O se reconoce el milagro, cosa a la cual Marx no parece sentirse atraído, o se descifra definitivamente el enigma, Esta es la opción de Marx, que así hace de la crítica de la economía política un arma de lucha anticapitalista, pues argumenta que en esa ecuación entre los valores que entran y los que salen en el consumo productivo o simplemente “producción”, hay un elemento que se aparta de la regla: la fuerza de trabajo. Las otras mercancías cumplen la ley del valor, pero la fuerza de trabajo la cumple y no la cumple pero parece que la cumple…Vayamos por pasos.

Marx nos dice que en la fuerza de trabajo, y en realidad en toda mercancía, hay que distinguir entre su valor como mercancía y el valor que produce como medio de producción, cuando es consumida; o sea, el valor que devuelve y cede a la nueva mercancía. El primero, que es el valor que el capitalista paga al comprarla, es igual al valor de producción, el valor que se gasta en producirla; es común a todas las mercancías, todas tienen un valor de producción, todas han consumido un conjunto de horas de trabajo. El valor de producción de la fuerza de trabajo suele llamar valor de reproducción, y es igual a la suma de los valores de las mercancías necesarias para reponerla en el cuerpo humano. Ahora bien, toda mercancía, y especialmente la fuerza de trabajo, al ser consumidas devuelven su valor, ceden su valor al proceso productivo y se traslada a los nuevos objetos fabricados. Pues bien, el criterio general es que en las condiciones ideales presupuestas en el proceso cada mercancía cede todo su valor, ni más ni menos; o sea, cede o produce un valor -que llamamos valor productivo- igual a su valor de producción consumido. Ya se sabe, el valor como la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, sólo pasa a otra mercancía.

Ese es el criterio general, que afecta a otras las mercancías…, menos una, la excepción, la de esa mercancía extraña, única propiedad del trabajador, inseparable de su cuerpo y que suele llamarse “fuerza de trabajo” (de ningún modo confundible con el “trabajo”, ni como proceso ni como producto). La fuerza de trabajo es una mercancía excepcional. Tiene sin duda su valore de producción, que tiende a acercarse al “salario”, pues en condiciones ideales el salario, que es su precio de compra, ha de ser suficiente para conseguir todo lo que el trabajador y su familia necesitan para vivir y así reponer la fuerza de trabajo gastada; y también tiene el segundo tipo de valor, el valor productivo, que aquí no es igual al valor de producción, sino que tiene la peculiaridad de ser mayor. La fuerza de trabajo es milagrosa, generosa y demiúrgica, pues produce más de lo que necesita consumir para reproducirse. ¿No lo vemos en la esclavitud?, se preguntaba Engels años después. Si mantener la ida del esclavo costara al ampo más de lo que éste le produce, la esclavitud no habría existido, no por bondad natural del hombre sino por la ley natural que rige su vida.

En esa cuestión metafísica, en esa diferencia ontológica entre dos figuras de la fuerza de trabajo, como mercancía y como medio de producción, cada una con su valor, reside nada más y nada menos que la posibilidad del capitalismo, la posibilidad de valorización del capital. Precisamente ahí se resuelve el enigma de esa valorización y crecimiento constante del capital: se hace a costa de la explotación del trabajador al pagarle su fuerza de trabajo por su valor como mercancía, su valor de reproducción, y no por el valor que dicha fuerza de trabajo aporta realmente.

¿Es eso un robo? No, según la ley del mercado. Pero, ¿qué dios ha dictado las leyes del mercado? El trabajador que toma consciencia de que la riqueza del patrón, que engendra su pobreza, proviene de su trabajo, del trabajo no pagado, y verá en el capitalista al enemigo, piensa Marx. El enfrentamiento de clase se revela inevitable, se desee o no, pues el capitalismo no puede existir sin revalorizar el capital y esto implica inexorablemente la explotación. El grado o intensidad de ésta dependerá de factores diversos, económicos y políticos, pero la existencia del capitalismo es signo de la explotación. Por tanto, la tesis de la lucha de clases y la necesidad de la revolución queda así fundadas objetivamente en la lógica del capitalismo.

Nótese que bajo este concepto la explotación se desliga del “robo” y de la “miseria”. El mecanismo de la apropiación del plustrabajo aparece mucho más sofisticado y desmoralizado. Productores individuales no asalariados que intercambian “libremente” sus mercancías, y por tanto no son directa e inmediatamente explotados -aunque haya otras maneras de ejercerse por la subsunción-, pueden tener peores condiciones materiales de vida que los asalariados; y, dentro de éstos, trabajadores con salarios y por tanto nivel de vida muy aceptable suelen estar sufriendo tasas de explotación muy superiores a las de otros que llevan una vida de supervivencia miserable. La revisión de los conceptos exige la readaptación de la ideología, incluso de las valoraciones del enemigo político. Marx abrió ese camino se adentró en el mismo sin descanso.


4. Las zonas oscuras del capital.

Hecho este acercamiento pasemos al otro registro, a las conceptualizaciones marxianas de las articulaciones del capitalismo. Ellas nos sirven para conocer el funcionamiento del capital, sin duda, pero también como base real del movimiento de su movimiento, y por tanto como fundamento de esa idea materialista de la historia que Marx siempre lleva en la cabeza, convencido de que es una representación científica de la realidad y, además, una fuerza ideológica en la lucha por la emancipación. En este sentido nos parecen muy relevantes sus análisis de la explotación, del valor y el plusvalor, y de las crisis.


4.1. (Explotación, irracionalidad e injusticia). Marx había expuesto en mirada filosófica, aunque mirando la política, que la dialéctica de la historia de la humanidad estaba regida por la lucha de clases, y no le faltaban ejemplos para documentarlo; pero será en sus análisis económicos del orden capitalista donde muestre la inevitabilidad de esas luchas y la dirección de su desenlace. Será en esta reflexión crítica sobre la Economía Política, como parte y expresión teórica de su crítica al capital y su orden, donde se acerque al origen y sentido de esas luchas, que encuentra precisamente en la situación de explotación en que se concretan las relaciones entre las clases; una situación nada pasajera o contingente, sino necesaria, inexorable, intrínseca, constituyente del concepto y el orden del capital.

Ahora bien, eso que llama “explotación”, que de modo espontáneo suscita un rechazo moral en tanto implica desigualdad, violencia, usurpación o robo, para Marx es un concepto descriptivo, sólo un concepto; pero no un concepto cualquiera, sino un concepto clave, fundamental, básico en la teoría económica capitalista, pues definía el tipo de relación entre las dos clases constituyentes del orden del capital. No veía en la explotación un vicio, una maldición, o una anomalía, una deformación en las relaciones de producción capitalistas, sino la esencia de las misma, pues no podía pensarse el capital al margen de la explotación. Es decir, consideraba un error entenderla y condenarla como un añadido accidental y sustituible a la producción, equiparable a lo que hoy llamamos “corrupción”; la explotación no era alejamiento o degradación de la relación de capital, sino la esencia misma de ese modo de producir, de ese modo de crear bienes de vida. En definitiva, pensaba que la explotación no es sólo el nombre de la injusticia en la distribución de los bienes, en el reparto del producto social, sino la forma de producir y reproducirse del capital, su forma de existencia. Por decirlo de manera rotunda: el capital no sabe producir sin explotar, no sabe crear riqueza social sin explotación de una clase sobre otra, no sabe otro modo de ser que el de explotar a los trabajadores.

De este modo Marx venía a decirnos que en la explotación, esa odiada relación social, se unen indisolublemente el bien y el mal, su grandeza (si contiene algo de ella) y su miseria: su grandeza se muestra en la poderosa capacidad de esa relación y del orden que sustenta para la creación de bienes, su éxito en la tarea de satisfacer necesidades sociales; y su miseria aparece en la inevitable necesidad de hacerlo, d cumplir esa función, mediante la expropiación del plusvalor, del producto de trabajo asalariado. Por tanto, “explotación” es un concepto descriptivo de un orden económico, aunque sobre el mismo se pueda aplicar una dimensión moral; y aun que Marx pueda participar y participa del rechazo moral de esta relación, no confunde ni mezcla ambos sentidos del concepto, y en su trabajo teórico se queda con el uso descriptivo del mismo, único modo de acceder al conocimiento de todo su contenido y de vislumbrar sus raíces y sus prolongados efectos.

Aunque suene a asepsia sospechosa, en la reflexión teórica -otra cosa es en la condición humana- la negación de la explotación que lleva a cabo Marx no se orienta por la injusticia que expresa sino por la irracionalidad que contiene. La explotación, alma del edificio del capital, con sus grandezas y miserias, que expresó en su éxito su “verdad” y su “racionalidad” históricas, llega a un momento en que crea más problemas que soluciona, en que genera más necesidades que satisface y añade más dolor del que cura. En ese momento, abstracción hecha de la valoración moral, la explotación puede ser objeto de rechazo teórico, porque en la teoría se revele que ya no tiene “verdad” ni “racionalidad”, que ha envejecido y devenido anacrónica, obstáculo que entra en contradicción con su origen y razón de ser, la óptima o mayor potencia productiva de bienes; en ese momento, no por viciosa o inmoral, sino por irracional, su existencia social estará injustificada. Ese es el enfoque de la crítica marxiana, que no debería teñirse del rechazo moralista de la explotación.

En cierto sentido puede decirse que la explotación siempre fue “irracional”, pues aunque en una fase de su historia quedara ocultada por su éxito productivo, siempre iba cargada de irracionalidad enmascarada en su contradicción: mientras su realidad expresaba expropiación de una clase por otra, cubría esa realidad, e encubría a sí misma, presentándose como relación ética en tanto fuente afortunada de producción de bienes sociales que llegaban a todos. Y es esta irracionalidad esencial del instrumento constituyente del capital la que arrastra su orden mediante contradicciones a su fin; es la irracionalidad, no la injusticia, la que objetivamente fuerza y legitima a clamar por una alternativa; así se revela en la lectura materialista, aunque suene a “economicista”, del proceso. Si alguien quiere leer el rechazo del capital en otro registro, más ético, insistirá en que lo insoportable es la injusticia que clama una alternativa humana moral. Pero, bien mirado, en el fondo son dos lecturas de lo mismo, pues lo efectivo es el rechazo, la génesis de la consciencia anticapitalista; pero dos rechazos con distinta base y que sugieren distintas alternativas. El rechazo de Marx parece de más calado, cosa históricamente constatable, porque puede acercar la mirada y describir minuciosamente los dispositivos de la irracionalidad, mientras que la mirada ética siempre es lejana, aérea, y si recorre a los casos es como meras ilustraciones de la idea.

Por tanto, Marx ya tenía claro que la “explotación” es el mecanismo de producción y desarrollo del capital, sabía y así nos lo contaba que la explotación capitalista se ejerce convencionalmente sin violencia, conforme a derecho, en el libre juego de intercambio de las mercancías, y de la fuerza de trabajo como una de ellas, y aparentemente sin engaño, pues se cambian conforme a su valor. Por tanto, el problema de la explotación queda ligado al enigma del valor, es en éste nuevo concepto, a debate desde su origen, donde habremos de buscar el secreto de la explotación sin violencia y sin engaño.

El enigma del valor se origina en su reproducción ampliada en plusvalor, esta fracción clandestina, aparentemente apátrida, oficialmente sin dueño, que misteriosamente queda adherida a los medios de producción, que sí tienen dueño. No es extraño que Marx pusiera aquí su atención, y que tuviera que dedicarle muchos esfuerzos sucesivos; y tampoco es extraño que sea aquí, en torno al valor de las mercancías, a su concepto o teoría del valor, donde se hayan concentrado buena parte de las críticas “técnicas” de los economistas. Se intuye que ahí, en el “valor”, se encierran los más sagrados secretos, que ahí es donde hay que dar la más decisiva de las batallas. Ahí, en algo tan material y grosero como el valor de la mercancía, y no en campos tan sublimes como la justicia, la moral o el derecho…; ahí es donde se juega el capital su racionalidad y su justicia.


4.2. (El valor es tiempo… de plustrabajo). Ya en el libro Miseria de la Filosofía (1847) y en las conferencias recogidas en Trabajo asalariado y capital había reflexionado Marx sobre el plusvalor, partiendo de sus primeros contactos con la teoría del valor-trabajo ricardiana; pero será en los Grundrisse (1857-58) y en la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859) donde madure esta teoría, que quedará espléndidamente expuesta en El Capital. La teoría del valor-trabajo estaba bastante asumida en la teoría clásica, y su forma más acabada nos la ofrece Ricardo [128]. La economía clásica buscaba unos principios objetivos que explicaran la regularidad en las proporciones de intercambio de las mercancías (es decir, de sus precios); regularidad objetiva, real, si hacemos abstracción de la influencia de aspectos subjetivos o hechos objetivos circunstanciales; una abstracción por otro lado, “científica”, pues era habitual de las ciencias, particularmente de las más prestigiosas, como la Física, definir sus conceptos y elaborar sus fórmulas matemáticas para enunciar las leyes, en condiciones ideales, como el vacío en la teoría de los gases o la ausencia de rozamiento en la mecánica. En la Economía Política también se buscaba establecer las leyes del mercado en lo que llamaban “condiciones ideales”, que grosso modo viene a ser en igualdad perfecta entre oferta y demanda, tal que todo se vende y todo se compra, sin que sobre o falte.

En base a esas condiciones metodológicas ideales los economistas buscaban la fórmula del intercambio, que empíricamente veían tender a unas proporciones fijas. Muchos de aquellos economistas, entre ellos Ricardo, uno de los más influyentes, en lugar de contentarse con la referencia a la oferta y la demanda, enfoque excesivamente subjetivista, buscaban un criterio con un referente más objetivo, que incluso diera cuenta de la oferta y la demanda, substrayéndola de la subjetividad de los actores del mercado y ligándola a otras variables más económicas, como sus necesidades de vida, su potencia de compra, etc.; un criterio que, de modo inmediato, diera cuenta de esa visible regularidad en las proporciones de intercambio entre las cosas. En definitiva, buscaban un criterio que aportara una base material objetiva, que no dependiera inmediatamente de la demanda de las mismas, sino que refiriera a las cosas, a algo contenido en las mercancías. Y para ello recurrieron al concepto de “valor”, asumiendo que todas las mercancías, además de poseer un valor de uso, por el cual satisfacían alguna necesidad humana y eran demandadas en el mercado, poseían otro tipo de valor, que a daban en llamar valor de cambio, porque regía las proporciones de intercambio entre ellas. Si un kilo de azúcar se cambiaba por tres de trigo, se debía a que el valor del azúcar era tres veces superior al del trigo.

Ahora bien, la cuestión era establecer en qué consistía ese valor. No podía ser el valor de uso, pues éste se debía a las cualidades naturales de los productos, y ellas eran entre sí inconmensurables: no se podía comparar el valor de uso del pan con el de la sal o con el de una levita, mercancías que por sus cualidades satisfacían necesidades diferentes, incomparables. Para buscar una cualidad común a todas las mercancías, pues todas son susceptibles de intercambiarse, Ricardo recurrió al trabajo, un concepto que permitía la traducción de unas mercancías a otras: todas las mercancías encerraban trabajo, contenían trabajo incorporado. La idea suponía un avance, pero no una definitiva solución; el término “trabajo” designa una pluralidad de conceptos, refiere tanto al proceso físico, a la relación laboral, al contenido concreto…, o sea, el trabajo es un concepto complejo, que necesitaba una definición urgente y adaptada a los nuevos tiempos. Ricardo optó, en relación con este problema del intercambio de las mercancías, por quedarse con una abstracción del mismo, el trabajo como tiempo de trabajo, tiempo de reloj, tiempo empleado en la elaboración de las mercancías; le parecía -y lo era- una opción instrumentalmente cómoda, muy empírica y de fácil cálculo, tanto que en su uso grosero sigue usándose hoy día, y nos sirve para entendernos. Pero, claro está, Marx era mucho más escrupuloso y exigente con los conceptos, no le agradaban las imprecisiones; asumía que el concepto ricardiano de valor como tiempo de trabajo podía servir como aproximación, pero no se le ocultaba la necesidad de una redefinición del concepto más lograda.

Efectivamente, según el conceto ricardiano de trabajo-tiempo cada mercancía llevaba escrito en su frente su jerarquía mercantil, el tiempo de trabajo necesario para producirla. Así, en el anterior ejemplo, producir un kilo de azúcar requiere un tiempo tres veces superior al necesario para producir un kilo de trigo, luego el azúcar tiene más calidad mercantil, transporta más valor, de hecho un valor triple que el trigo. Por tanto, en la consciencia ética que ni siquiera el comerciante debe dejar en casa, lo justo sería que en el mercado el precio por kilogramo de azúcar fuera triple que el del trigo, respetando así la calidad o color de la sangre de cada mercancía. Ahora bien, Ricardo era un economista, no un moralista, y aunque tal relación le pareciera expresar el comercio justo, su valoración del criterio no obedecía a reglas o sentimientos morales, sino a exigencias y compromisos de otro tipo; Ricardo atendía a la racionalidad y empirismo del proceso. En consecuencia, lo que afirmaba no era que esa proporción de valor en el intercambio de mercancías debía respetarse por razones éticas, sino que -en condiciones ideales de mercado, definidas como equilibrio perfecto entre oferta y demanda-, siempre se da esa misma tendencia al intercambio conforme a una determinada relación de precios, por encima de los deseos, los vicios y las virtudes de los sujetos compradore y vendedores. O sea, que la relación entre los valores o precios, lo que se daba en llamar “valores de cambio” de las mercancías, dependía de éstas, de la carga que llevaban, y no de los sujetos que las movían. En consecuencia, venía a decir, si el azúcar tiene triple valor que el trigo, triple tiempo de trabajo acumulado en ella, su valor de cambio en el mercado guste o no guste será triple. Tendencia regida por una ley económica, no por una regla moral.

Si nos hemos detenido en explicar la posición de Ricardo no es sólo porque Marx partió de ahí y se enfrentó a ella, sino porque en torno a esa teoría toman posición en aquellos momentos tanto los economistas en general cuanto los teóricos comprometidos con el movimiento obrero y la transformación socialista; y nos interesa especialmente la tradición socialista, que con más o menos consciencia supo ir más allá, y en otra dirección, asumiendo la posición ricardiana; lo cual es muy importante para nosotros, pues habremos de explicar la ruptura y distanciamiento de Marx con el socialismo de su tiempo forzada entre otras cosas por su ruptura con Ricardo. Es una situación peculiar, a nuestro entender muy expresiva de la manera de caminar Marx en su búsqueda de un nuevo saber y de un nuevo socialismo, de un nuevo concepto de ambos. Son estos momentos los que realmente iluminan su biografía.

Recordemos que en la concepción ricardiana, y no siempre consciente de ello, encontraba el socialismo utópico un argumento definitivo para legitimar su alternativa, como ya vimos comentando a Proudhon. Para los socialistas utópicos la explotación era la apropiación por unos del trabajo de otros; por tanto, la sociedad justa se conseguía dando a cada uno lo suyo, y en concreto, -haciendo suyas las ideas de los economistas-, dando a cada trabajador el valor total que había producido. En lugar de estar su salario sometido a algo tan subjetivo como la ley de la oferta y la demanda en el mercado de trabajo, reclamaban lo que parecía deducirse de la ciencia ricardiana: si el valor de las mercancías es tiempo de trabajo, y el tiempo lo ha puesto el trabajador, las mercancías en su totalidad han de pertenecer al trabajador. Una visión superficial, sin duda, opero intuitivamente potente y muy movilizadora.

Marx compartía con el socialismo de su época la lucha ética contra la explotación, pero buscaba un saber científico, una representación de la realidad que avalara esa lucha como racional; no le bastaba la ideología, siempre sombreada de falsa consciencia, y buscaba una ciencia que la proporcionara verdad, que la diera consistencia y posibilidad de realización. Ésa era su diferencia con el socialismo utópico y ésa era una peculiaridad siempre presente en la actitud de Marx ante el saber y la política, ante la teoría y su realización práctica.

Por eso afronta el debate contra Ricardo, pero no sólo para buscar argumentos morales o retóricos que apoyen una opción ideológica, sino para buscar el saber, el conocimiento de la realidad, e ir ajustando su ideología al saber. Y como ese saber entonces brotaba de una joven y nueva ciencia, la Economía Política, -surgida al hilo de la potencia y complejidad de la producción capitalista-, su estrategia en la lucha por el socialismo había de concretarse en una intensa y extensa crítica de esa ciencia que era a la vez expresión teórica e ideológica del orden social del capital. Crítica que le exigía entre otras cosas una revisión a fondo del concepto de “explotación”, dejando en segundo plano su dimensión moral y poniendo de relieve su dimensión descriptiva del modo de producirse y reproducirse el capital. Por potente y útil que fuera su figura moral en la lucha por el socialismo, no podía cerrar los ojos y simular ignorancia ante el hecho intuitivo de que la lucha contra la explotación, entendida en su versión simple de “a cada obrero todo el producto de su trabajo”, se presentaba contra el capital pero en realidad iba contra todo orden social, contra cualquier orden social; ni siquiera el socialismo podía cumplir esa máxima. Lo cual le llevaba a pensar que esa concreción ideológica del ideal socialista había perdido su esencia; el socialismo no podía construirse sobre esa base, que más bien inducía a una anacrónica sociedad de pequeños productores honestos, como los que describía Locke en su segundo ensayo, que sólo podían poseer la tierra que trabajaran con sus propias manos. Consigna ético políticas como “la tierra para quien la trabaja” o “a cada cual lo que produce”, derivadas del “derecho del autor a su obra”, aunque sean vividas como alternativas socialistas en realidad encubren, así lo entendía Marx, su origen burgués, el originario ideal burgués del trabajo honesto; por tanto, eran consignas interiores a la ideología del capital, donde éste presentaba su rostro humano. Y Marx veía que esa ideología calaba en las clases trabajadoras y sus líderes, tal que se convertían en el peor de los enemigos, por aparecer en su interior, desviando sus intereses y fraccionando su unidad. De ahí que viera necesario y urgente redefinir el concepto de “explotación” de manera más técnica, más ajustada a la representación científica de la realidad. Bueno, el de “explotación” y otros cercanos o conectados, como el del “valor”, “plusvalor”, “dinero”…


4.3. (El “valor” es relación social de explotación). Marx a estas alturas ya tenía los conceptos suficientes para afrontar la crítica a la ciencia económica clásica con cierta solvencia. Coincidía con Ricardo en la aspiración a desubjetivar el valor, pero entendía que la solución ricardiana no lo lograba a pesar de sus buenos deseos: si cada cosa vale el tiempo que acumula, el realmente empleado en su producción, resulta que su valor dependerá de las cualidades de cada sujeto individual. Le parecía que, fuera justo o no, las cosas no funcionaban así en el mercado; allí el valor de una mercancía, ni de facto ni de iure, dependía de las dotes subjetivas del trabajador, de sus habilidades y destrezas; las cosas no funcionaban así y no era solución invocar su deber a que funcionaran de otro modo; lo que correspondía era desubjetivar radicalmente el valor. En esa perspectiva, su propuesta fue la de considerar como “tiempo de trabajo” que medía el valor de una mercancía el tiempo medio socialmente necesario para producir dicha mercancía.

Esta revisión del concepto parece trivial pero tiene efectos muy importantes en la teoría y en la práctica, como enseguida veremos; pero quiero mencionar previamente los efectos de este cambio en el concepto de valor -y por tanto en el de explotación- en la ideología del socialismo utópico. La idea socialista ante la explotación pasaba, como hemos visto, por reivindicar que el obrero recibiera todo el futo de su trabajo; si el trabajo se medía por el tiempo empleado por cada uno, se lograba la “justicia” al eliminar la explotación; pero tal logro exigía una fuerte intervención del mercado, regular desde el exterior (la política) el movimiento interno del ecosistema económico, en definitiva, imponer una ley que iba manifiestamente en contra de la lógica del mercado. Para un socialista revolucionario esa irracionalidad no cuenta: “fiat justitia pereat mundo”, “fiat justitia et ruat caelum”... Pero Marx ya intuía que el socialismo había de nacer del capitalismo, no de una construcción ex nihilo tras el paso del ángel exterminador; por tanto, el proceso habría de ser pensable, con cierta racionalidad, y ello exigía entender el mercado, comprender su lógica. Desde estos presupuestos oponerse a la realidad en general y en abstracto no era necesariamente una posición revolucionaria transformadora; el heroísmo no es un elemento constituyente de la racionalidad; las cosas no podían pasar por poner puertas al rio. Al contrario, estaba convencido de que las cosas no funcionaban así, que la lógica del mercado no imponía un valor de cambio o precio de las mercancías respetuoso con el valor que trasportaban si éste se medía por el tiempo de trabajo individual. Por tanto, si no se daba en la realidad, era necesaria la corrección del concepto. Y era necesario aunque el efecto inmediato en la consciencia del socialismo utópico fuera el de resistencia, pues toda situación o teoría que reconociera o favoreciera no pagar al obrero todo el valor producido con su trabajo, en la totalidad de las horas trabajadas, parecería inadmisible a aquel socialismo moralista. Tanto más cuanto la corrección que introducía Marx suponía que la “explotación” quedaba afectada por la “productividad”, otro concepto excesivamente complejo para comprender su funcionamiento desde ideologías socialistas éticas. No, la revisión marxiana del concepto de “valor” no parecía justo al movimiento socialista, y aún en nuestro tiempo hay resistencias a tal enfoque; el marxismo tendría muchas más dificultades para abrirse paso en el movimiento obrero que las ideologías socialistas de “todo poder a los soviets”, “todo producto al trabajador”.

Ahora bien, la propuesta teórica de Marx no iba obviamente contra la ideología socialista, sino que la matizaba y la determinaba, la hacía avanzar, para ajustarla a la teoría económica y a la realidad que iba creando el capital; y por los mismos motivos planteaba la lucha contra la explotación en otro escenario. Es decir, por un lado, su revisión del concepto ricardiano del valor como tiempo de trabajo individual y concreto revisa y supera la idea ética socialista de “a cada uno según su trabajo”, valida y con sentido en un escenario restringido y abstracto de trabajadores artesanos o agrícolas, autónomos, de pequeños propietarios que viven de su producto. En ese momento del desarrollo económico, en su intercambio de mercancías esa consigna es válida contra la explotación; pero en el escenario capitalista que avanza, dominado por la producción industrial y el trabajo asalariado, pierde su eficiencia e incluso su sentido, y deviene contradictoria.

En el fondo, viene a decir Marx, la defensa socialista de la tesis ética de distribución del producto conforme al concepto ricardiano del valor como tiempo de trabajo, en realidad enmascara que su principio no es el valor-tiempo, sino el esfuerzo físico, el gasto corporal y mental de la vida del trabajador. Es decir, lo inaceptable e injusto para el socialismo utópico es que uno se apropie del cuerpo, de la mente, de la vida de otro, y lo use en sus provecho. Esa apropiación física subyace como el fondo ético a su concreción fenoménica, a la forma de esa apropiación, o sea, a las horas de trabajo en la fábrica.

Obviamente al sustituir el concepto ricardiano de tiempo individual concreto por el marxiano de tiempo social medio, mas abstracto, se disipa y desaparece de la escena el esfuerzo, el gasto de potencia biológica, lo cual redunda en perjuicio de los menos productivos. Pero lo que realmente hace el nuevo concepto es corregir el escenario, pues sustituye la representación de los trabajadores como “pequeños propietarios" o autónomos que confrontan en el mercado su potencial productivo, que subyace a la consigna socialista, por otro en el que domina la figura de obreros asalariados típicos del capitalismo. Y con ese desplazamiento de la escena la percepción de la realidad cambia, pues la explotación deja de ser una relación entre obreros productores propia de una economía mercantil simple para aparecer como una relación capitalista. Ahora el cambio en el concepto de valor afecta directamente a la redistribución del plusvalor entre los capitalistas; la explotación que subyace, que crea el plusvalor, entre el capital y el trabajo, no afecta directa e inmediatamente al trabajador; y, en todo caso, revela que la reivindicación socialista no cabe en el capitalismo, es imposible de realizar en él, pues va contra sus leyes; es “utópica".

En definitiva, la propuesta de Marx, que revisa el concepto ricardiano de valor no como ideal de justicia sino para adaptarlo a la realidad, al funcionamiento del mercado, incide sobre la disputa entre los capitalistas en su lucha por el plusvalor, poniendo de relieve que están condenados a incrementar la productividad y, lo que suele pasarse por alto, a ser solidaros entre si, a repartir sus beneficios teóricos individuales conforme a una tasa media de explotación.

No podemos extendernos en estos problemas, aunque fueran los momentos decisivos en la constitución del marxismo [129]. El objetivo de las anteriores reflexiones ha sido el de establecer que en este momento de su biografía Marx ya nos muestra explícitamente lo que consideramos una constante de su práctica teórica, a saber, que siempre busca revisar las cuestiones ideológicas para que se correspondan con la teoría, con el saber de la realidad, del mismo modo que va produciendo esta como arma o instrumento de la lucha por la emancipación, que a estas alturas de su vida se centra en la lucha contra la explotación. Está convencido, por tanto, de que la posición anticapitalista no ha de fundarse solo ni principalmente en unos valores o ideales, sino en el conocimiento de una realidad que, por ser producto humano para satisfacer necesidades humanas, es histórica, envejece, deviene anacrónica y puede y pide ser substituida.


4.4. (El horizonte de crisis. Una simple mirada histórica revela que el capitalismo se ha desarrollado de forma convulsa, superando crisis. Marx defiende que las mismas no son accidentes debidos a errores superables, sino que le son intrínsecas, forman parte de su lógica de desarrollo; desde su visión dialéctica aparecen como el desarrollo de sus contradicciones. La teoría de las crisis, que aparece más tratada en el Libro III, es básica para argumentar la génesis de las condiciones objetivas de la revolución. De modo general ésta se formula como desarrollo de las contradicciones, y el análisis de las crisis concreta algunas de éstas. Ahora bien, Marx no revelaba estas contradicciones como deficiencias o miserias del capitalismo; para él toda realidad social es dialéctica y por tanto las contradicciones no expresan su imperfección, sino su particular esencia, hacen que las cosas sean lo que son. En consecuencia, no considera las contradicciones del capitalismo como signos de su maldad o inhumanidad; son simplemente su manera de ser, características cuya valoración va al ritmo de su eficiencia. Hay momentos de la contradicciones que expresan su éxito, su eficiencia, y por tanto su crecimiento y aceptación social, y momentos en que deja ver su vejez, su anacronismo y su carácter de peso insoportable. Cuando llega este momento y domina su opresión, el mismo mal de siempre, la explotación se hará insoportable, y se olvidará que la misma convivió con el perdón y el reconocimiento ganado por su capacidad productiva; es cuando ésta baja y deviene insuficiente cuando ha llegado su hora. Creo que esa es la posición de Marx, que no usa de referentes ni bienes ni males absolutos.

Como ya he comentado, Marx se refería a las contradicciones, cuyo desarrollo generaba las crisis en el capitalismo, desde diferentes perspectivas. La más genérica y abstracta apuntaba a la existente entre racionalidad técnica (adecuación de medios a fines dados) que domina en el interior de cada una de las partes del sistema y el desorden, la falta de racionalidad, vigente en la totalidad del sistema, que ha de estar abierto, sin fines fijos, sin plan global. Otras veces señala la contradicción entre el desarrollo constante de las fuerzas productivas y la tendencia a cosificarse de las relaciones de producción; o la creciente socialización del trabajo frente a la apropiación privada de los productos. La primera está en la base de lo que llama “crisis de realización”, que refiere a la inevitabilidad de desajustes en los ciclos económicos entre los diversos sectores productivos, derivados de la no-racionalidad intrínseca del sistema. Uno de los efectos de la espontaneidad, del laissez faire, es la imposibilidad de racionalizar o planificar el conjunto ajustando los ritmos de los sectores, lo que inevitablemente lleva a situaciones de sobreproducción o infraconsumo. Estas crisis, visibles empíricamente, son susceptibles de una explicación técnico-matemática, que Marx usa sin suficiente agilidad ni claridad, pero que le sirven en su intento de mostrar su inevitabilidad. El problema más atractivo de su teoría versa sobre esta cuestión de la inevitabilidad de las crisis cíclicas, cuyos efectos políticos e ideológicos se comprenden intuitivamente.

Más debatidas son sus tesis sobre las crisis derivadas de la tendencia a decrecer de la tasa de ganancia, tendencia que considera intrínseca al capitalismo, necesariamente condenado a la acumulación mediante la plusvalía relativa, la única vía a su alcance. Trataremos de exponer la explicación que nos ofrece, en una formulación matemática bastante rudimentaria pero efectiva por convincente.

Marx cuantifica la explotación en la fórmula de la tasa de plusvalía: p´= p/v (p es el plusvalor obtenido, grosso modo el incremento del capital; v es el capital variable invertido, es decir, el costo de la fuerza de trabajo, de los salarios). Esa tasa de explotación es la que le interesa a Marx conocer, y según él la que interesa al trabajador tener en cuenta. Pero el capitalista prefiere expresar la valorización del capital de otra manera, por la tasa de ganancia, reflejada en la fórmula: g´= p/(c+v) (c es el capital constante, lo invertido en medios de producción; (c+v) es el capital total invertido). Al capitalista le interesa operar con , entre otras cosas porque es más pequeña que (¡siempre es importante ocultar o maquillar los números de las ganancias furtivas!, viene a decir Marx con malicia); pero, sobre todo, porque además de esta ocultación ensombrece, pone dificultades para ver que el plusvalor no procede del capital invertido, como pregona el capitalista, sino de una parte del mismo, del capital variable, de lo gastado en la nómina de los trabajadores. Nótese que en la primera fórmula, p´= p/v, no aparece c, el valor de los medios de producción; o sea, conforme a esa fórmula nadie puede decir que la plusvalía está relacionada con las inversiones del capitalista, con el capital constante, con su propiedad de los medios de trabajo; en cambio, en la segunda fórmula, g´= p/(c+v), sí aparece su ganancia relacionada con su propiedad de los medios de producción, y en eso apuntala su argumento del derecho al plusvalor. Es decir, la forma visibiliza mejor que la explotación; hablar de ganancia y no de plusvalor oscurece el origen del capital. A Marx no se le escapan estos detalles, que al fin sirven para consolidar su tesis: “la finalidad determinante de la producción capitalista es la producción de plusvalía, lo que mide el grado de la riqueza no es la magnitud absoluta del producto, sino la magnitud relativa del plusproducto” [130].

Con unas pequeñas operaciones podemos fijar la relación con p´, estas dos inocentes variables que Marx erige en símbolos de la lucha de clase. “¿Qué más da expresar lo mismo de una u otra forma? -dirán los lectores-, al fin lo que cuenta es…” ¿Qué? ¿Qué es lo que cuenta?, contestaría Marx. El error está ahí, en los conceptos, en la no distinción entre “ganancia” y “plusvalor”; si los con fundimos, si pensamos que tienen el miso referente, nos equivocamos. Un error idealista, de pensar las cosas como esencias, y no como procesos. Enfocadas materialistamente, como producción, en una forma se produce plusvalor y lo produce el capital variable, es decir, el empleado en salarios, o sea, se produce gracias a la fuerza de trabajo, que hace de “sujeto” en el proceso, comprada con esa forma del capital; en la segunda se describe la acción del capital constante, invertido en medios de producción que hacen de “sujeto” produciendo ganancia. No es lo mismo, dice Marx; hay diferencia, hay contraposición.

Sigamos con la exposición matemática para ver la relación del plusvalor con la ganancia. Partimos de g´=p/(c+v). Dividiendo numerador y denominador por v queda: g´= (p/v)/[(c/v) + (v/v)] = (p/v)/[(c/v) + 1]. Y dado que o=c/v, es la composición orgánica del capital, grosso modo el nivel tecnológico, y p´= p/v, podemos sustituir y reducir con el resultado: g´= p´/(o + 1). O sea, es función directa de , la ganancia crece proporcional al plusvalor; pero, curiosamente, la relación de con , entre la ganancia y la tecnología (composición orgánica), es inversa, decrece cuando ésta crece. Por eso dicho que es “sorprendente”, porque es contraintuitivo.

La verdad es que las cosas son un poco más complejas, y el mismo Marx lo explica, aunque aquí no entremos en ellos; lo que queda claro para él es que prima facie las máquinas no crean directamente valor, no producen “plusvalor absoluto”, y que el crecimiento relativo de la inversión en constante a costa del variable afecta negativamente a la ganancia. Y dado que en el capitalismo, por la necesidad constante de búsqueda de “plusvalor relativo”, la tecnología tiende siempre a crecer, y por tanto también crecerá o=c/v, la perspectiva histórica que se deduce es la tendencia a decrecer de la tasa de ganancia. Según Marx, con su propia lógica de desarrollo el capitalismo se siega la hierba bajo los pies: sus procedimientos de obtención de plusvalía le llevan inexorablemente a incrementar la tecnología, y la proporción entre capital constante y variable crece incesante; y así se condena a la bajada preocupante de la tasa de ganancia, que va minando la posibilidad de sostener esa tasa de ganancia que es conditio sine qua non de su reproducción. Cosa ésta nada anormal, sino común a todo proceso natural de consumo destructivo, sea la pesca o la tierra. La baja de la tasa puede compensarla con el crecimiento absoluto de g por la concentración de capital, pero eso a la larga es complicado y, en todo caso, va destruyendo masa social capitalista, pequeñas y medias empresas que no resisten ese ritmo.

¿Quiere esto decir que en base a esta ley el capitalismo tiende al derrumbe? Este es otro debate, por cierto bastante estéril. Marx habla de tendencia decreciente de la tasa de ganancia; por tanto, puede ser contrarrestada de múltiples maneras. En Marx toda ley económica se realiza a través de mediaciones, que determinan su efecto; la caída de la tasa de ganancia depende de variables que pueden ser técnicamente corregidas, y de ello depende el ritmo, la forma y el desenlace final. En todo caso Marx piensa que al capitalismo no le faltan recursos para reproducirse; su caída será por la lucha de clases (revolución) y por el proceso de subsunción. Aunque podamos lamentarlo, el marxismo no propiamente una “guía de la revolución”; no nos ofrece recetas a seguir, sino un espléndido desvelamiento de los enigmas de ese modo de vida que llamamos capitalismo, de ese lugar donde vivimos, sufrimos, soñamos y luchamos. Marx no aspira a darnos la verdad de la positividad existente y la receta para sobrevivir en ella; aspira a ofrecernos una imagen de ese nuestro mundo que nos resulte insoportable cuando ten gamos una alternativa mejor. Y, como decía de joven, añadiendo al dolor de la miseria real el dolor de la conciencia de nuestra complicidad al soportarla, empujarnos a que no nos resignemos por pesimismo y a que luchemos por avanzar en la vía de la emancipación.



CAPÍTULO VII. El fetichismo, sutil dispositivo de dominación.


“La esfera de la circulación o el intercambio de mercancías, dentro de cuyos límites se mueve la compraventa de la fuerza de trabajo, era en realidad un verdadero Edén de los derechos innatos del hombre. Lo único que impera allí es libertad, igualdad, propiedad y Bentham. ¡Libertad! Pues el comprador y el vendedor de mercancía, por ejemplo, la fuerza de trabajo, no están determinados más que por su libre voluntad. Contratan como personas libres, jurídicamente iguales. El contrato es el resultado final en el que sus voluntades se dan una expresión jurídica común. ¡Igualdad! Pues sólo se relacionan entre ellos como propietarios de mercancías, e intercambian equivalente por equivalente. ¡Propiedad! Pues cada cual dispone estrictamente de los suyo. ¡Bentham! Pues cada uno de los dos se interesa exclusivamente por sí mismo. La única fuerza que los une y los pone en relación es la de su egoísmo, su ventaja particular, sus intereses privados. Y precisamente porque cada cual barre exclusivamente para sí, y ninguno para el otro, todos ellos realizan, a consecuencia de una armonía preestablecida de las cosas o bajo los auspicios de una providencia astutísima, la obra pura de su ventaja recíproca, de la utilidad común, del interés común” (El Capital I, 1967).

Todo el proyecto marxismo de crítica de la Economía Política responde a la necesidad de esclarecer una vía de emancipación; en este sentido toda su obra teórica está basada en, y orientada a la lucha contra la enajenación y el fetichismo, los dos rostros amables de la dominación; por eso sus textos económicos, en los que brilla poderosa la denuncia de la explotación, los entiende como “crítica de la economía política”, o sea, crítica de la consciencia (fetichista y enajenada) que domina en la sociedad capitalista. Por eso podemos decir que también en este aspecto El Capital culmina y da sentido al proyecto. Tanto la crítica a la alienación, y especialmente a la alienación en el trabajo en los Manuscritos de 1844, como la tesis del materialismo histórico que subordina la consciencia a la forma de vida material, encuentran su fundamentación teórica definitiva en la teoría del fetichismo en el capitalismo. Suele señalarse que esta teoría la expone Marx en el último apartado del primer capítulo del Libro I de El Capital, pero en realidad la crítica al fetichismo es constante en toda su larga “crítica a la economía política”, pues en ésta no sólo se propone mostrar sus errores, sino sus mistificaciones y la necesidad de las mismas.

De las diferentes formas del fetichismo las más relevantes refieren a la mercancía y al derecho; con ser muy importante y efectista el fetichismo del dinero, preferimos considerarlo una variante de la forma mercancía; también hay un fetichismo de “los derechos”, pero lo trataremos dentro del fetichismo de lo jurídico.

Comencemos por fijar el concepto situándolo en su escenario, que no es otro que el de la ontología del ser social. En el capítulo primero de El Capital, Marx distingue dos modalidades de fetichismo en función de la ontología particular a la que remite. Presta mayor atención al fetichismo esencialista, que procede de la naturalización de lo histórico, es decir, de la reificación o cosificación de lo que son simplemente relaciones sociales; pero también menciona otra modalidad, que se corresponde con una ontología subjetivista, que diluye cualquier consistencia de la realidad, pensándola como mera representación subjetiva. Sabemos que para Marx la realidad social es un producto de la práctica humana y así ha de ser pensado, que todo lo social es algo producido por los hombres en la historia, que incluso ellos se hacen a sí mismos al cambiar el mundo; es decir, en su ontología hay una clara apuesta por la determinación social e histórica de toda realidad, incluido el hombre; en ella no caben esencias eternas ni naturalezas presociales. De ahí que su ontología se enfrente a la tradición esencialista, que naturaliza lo histórico-práctico, que cosifica las relaciones sociales, que así se sacralizan y devienen fetiches. Pero también se enfrenta a la ontología subjetivista, que debilita el ser social, lo banaliza, le quita consistencia y sustantividad, presentando la realidad como sucesión de momentos contingentes y precarios de la subjetividad. O sea, Marx se enfrenta a dos formas de fetichismo: al que naturaliza lo que es producto humano y al que subjetiviza lo que es histórico social.


1. Fetichismo de la mercancía.

El fetichismo de la mercancía es el “devenir fetiche” de ésta, es decir, su sacralización y, por tanto, su divinización. Este carácter de fetiche hace que la mercancía aparezca como algo “fantasmagórico”, “enigmático”, “misterioso”, “místico” o “ilusorio”, dice Marx, ante lo cual el sujeto adopta una posición reverencial, de sumisión, de acatamiento. Este efecto fetichista no sólo lo sufren los mercaderes, pragmáticos y fieles, sino también los economistas, los teóricos del sistema mercantil, sus sacerdotes. El fetichismo supone la entrega en cuerpo y alma a la “voluntad” de la mercancía, a su movimiento, tal que deja de verse conforme a su ser, como mero producto humano destinado a satisfacer necesidades profanas, para presentarse como entidad sagrada, exterior, autónoma, a cuyo ritmo bailamos. Esta personificación no es mera figura literaria. Subordinarse a la “voluntad” de la mercancía no es una mera personificación que en realidad presupone que dicha voluntad es la de su propietario, prestada y dirigida por éste desde fuera del escenario. El capitalista tal vez lo crea así, pero Marx considera que esa relación de subordinación del sujeto al objeto en el capitalismo responde a la realidad; no es apariencia, es el modo de ser en un orden social atravesado por la enajenación. La mercancía, creada por el productor, acaba siendo reina del escenario social e imponiendo su ley.


1.1. (El ídolo humilde). No es trivial que Marx comience El Capital con un capítulo sobre la mercancía. A primera vista, nos dice, la mercancía es una cosa humilde, trivial, cuya acumulación constituye nada menos que la riqueza de las naciones; en cambio, sigue diciendo, su análisis nos revela que es “una cosa complicadamente quisquillosa, llena de sofística y de humoradas teológicas” [131]. A las miradas ingenuas y superficiales del comprador, que sólo ve en ella sus propiedades naturales, su valor de uso; o del mercader, que sólo ve su valor de cambio; o del economista, que ve en ella un mero resultado del trabajo humano, tiempo de trabajo acumulado; a esas miradas la mercancía les presenta el rostro que quieren ver, pero les esconde el propio, no les revela su misterio. La mirada crítica de Marx, en cambio, cree que penetra la máscara y en el otro lado del espejo descubre una inagotable pluralidad y complejidad de formas, con un hechicero y desconcertante juego de metamorfosis. Sólo ante esa mirada se revelan sus múltiples cualidades metafísicas, suprasensibles, enigmáticas e inquietantes. Marx descubre “el carácter místico de la mercancía”, nos dice; y desvela que ese mundo que hay en ella no proviene de ella misma (ni como ser natural ni como producto del trabajo), sino que le viene de fuera, un afuera extenso y complejo, formado por el orden social del capital.

Destaquemos la revelación: ¡La mercancía tiene su ser fuera de ella! Esa es la primera lección: todos los fetiches, incluidos los dioses, son unos “mandados”; el ser fetiches les viene de fuera. Pero ese ser venido de fuera acaba imponiendo al afuera su determinación, su ley. Es sorprendente pero no extravagante, anuncia un caso más de enajenación; Dios también fue creado desde afuera, y la nación, y la ciencia, y el derecho, y acaban ejerciendo la dominación; nacieron para eso, todo el mundo humano está poblado de seres cuya realidad les viene de sus afueras sometidos y dominados. ¿Qué hay de extraño para que Marx se extrañe? Tal vez una peculiaridad de la mercancía, su humildad, su origen sencillo y vulgar, su marginalidad del escenario donde la enajenación suele aparecer y revelarse.

Marx quiere mostrarnos que el devenir fetiche de la mercancía no es algo accidental, ni un mero error, sino algo históricamente necesario, que pone en juego la existencia humana. Para ello nos invita a remontarnos a un origen imaginario, al tiempo de la economía mercantil simple. Allí los trabajadores directos producen víveres para su existencia, todos con valor de uso. Parte de estos víveres les sobran, no pueden consumirlos, no valen nada: pero como necesita otras cosas que él no produce, lleva estos productos excedentes al mercado, un espacio social de intercambio creado necesariamente por los hombres. Y entonces, desde el primer momento, comienzan a ocurrir cosas maravillosas.

El mercado, aunque él no lo sepa, es la patria de las mercancías. Allí hay leyes, orden, jerarquía, distinciones. Aunque todas son ciudadanas “iguales”, no todas tienen las mismas credenciales y títulos, no todas valen lo mismo. ¿Por qué ese enigmático orden? Antes de entrar en el mercado, en esa república de las mercancías, eran meros productos del trabajo, y como tal incomparables entre sí, inconmensurables; ninguno era mejor que los otros, no eran jerarquizables. En rigor, todos tenían el mismo origen, todos eran hijos del trabajo, todos se habían hecho con gasto de cerebro, nervios, músculos, sensibilidad. Por tanto, el enigma de la diferenciación, del orden y jerarquía del mercado, hay que buscarlo en el umbral de la puerta de entrada, en el cambio de esencia que se da al cruzarlo, al pasar de “producto del trabajo” (fuera) a “mercancía” (dentro). En ese cambio, que no afecta a la cosa sino a su figura, a su forma de aparecer y actuar, a su función en esa república de las mercancías, surge el “enigma” que sorprende a la mirada ingenua pero que la mirada crítica descifra:

“La igualdad de los trabajos humanos cobra la forma objetiva de una igualdad de materialidad de valor de los productos del trabajo; la medida del gasto de fuerza de trabajo humana por su duración cobra la forma de magnitud de valor de los productos del trabajo; y, por último, las relaciones entre los productores, relaciones en el seno de las cuales se actúan aquellas determinaciones sociales de sus trabajos, cobran la forma de una relación social entre los productos del trabajo” [132].

Cita un poco obscura, pero muy relevante, que nos dice al menos tres cosas que ilustran la misma idea. Una, que la mercancía oculta su origen humano; la mercancía aparece en una forma fenoménica ocultando su realidad o esencia, su ser producto del trabajo; dentro, en el marcado, lugar de travestismos, aparece como algo con valor propio, natural, que se intercambia según la regla de igual valor. Otra, que oculta su origen social, oculta que su dignidad, la magnitud de valor que encierra y que determina su estatus en la patria de las mercancías, no es el tiempo empleado por el trabajador directo en su producción, sino que corresponde a una determinación social abstracta: al valor medio necesario para su producción social. La tercera, que oculta las relaciones de producción entre los productores, al presentarse en escena con sus colegas como entidades que establecen entre ellas relaciones autónomas, dependiendo de lo que son, de su valor; ocultan su vinculación con los productores, menosprecian a su “poseedores”, no les importa quién las haya llevado al mercado, una vez en el mismo son lo que son y las tratan por lo que ellas tienen.

Esto es muy importante, pues al ocultar las relaciones sociales que están en su base, la mercancía oculta que ella es también una relación social. En esa patria de las mercancías, éstas son los ciudadanos con plenos derechos, sometidos a sus reglas y gozando sus privilegios de ciudadanía. Marx dice con razón que las mercancías no van solas al mercado; necesita quien las lleva a cuestas. Pero la imagen encierra una buena metáfora: los productores son los porteadores, los sirvientes de las mercancías en cuanto entran en la lonja. Allí no cuentan para nada; son sólo soportes de las mercancías, que viven como lacayos los triunfos y derrotas de sus amos. Allí ellas se mueven, se relacionan e intercambian conforme a su valor y éste no lo establece el productor; ¡ya le gustaría! Allí las mercancías tienen el valor que tienen, y el productor ha de soportarlo. Allí la mercancía toma vida propia, se comporta como un ser natural con derechos naturales.

Los productores se mueven al baile de las mercancías: éstas determinan su ser al imponerles sus funciones (sus “formas” o “modos de ser”), al hacerlos pasar alternativamente por las figuras de vendedor y comprador; determinan incluso su existencia, su vida o muerte, pues la relación de valor entre ellas determina el éxito o el fracaso de su trabajo. El productor no establece el precio; las proporciones de intercambio se fijan exteriormente, como si las mercancías decidieran por ellas mismas. En rigor, y pensándolo bien, ni siquiera ha elegido producirlas, pues está previamente condenado a producir aquello que pueda llevar al mercado, lo que éste vaya demandando. El juego de las mercancías va determinando inexorablemente la vida de su “amo”.

Así desvela Marx la inevitabilidad del fetichismo naturalista: algo social como la mercancía acaba funcionando como natural, como trascendente al productor que la creó; el ser del trabajador y las relaciones sociales que establece se ven desde el espejo de la mercancía, se ven como relaciones mercantiles, mediadas por su ley de intercambio, conforme a propiedades que aparecen como “naturales”. Ése es el enigma cuyo desciframiento pasa por reconocer la aparición de lo imaginario en la representación, como dice el mismo Marx:

“Lo enigmático de la forma mercancía consiste, pues, simplemente en que devuelve a los hombres la imagen de los caracteres sociales de su propio trabajo deformados como caracteres materiales de los productos mismos del trabajo, como propiedades naturales sociales de estas cosas; y, por lo tanto, refleja también deformadamente la relación social de los productores con el trabajo total en forma de una relación social entre objetos que existieran fuera de ellos. A través de este quid-pro-quo los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensiblemente suprasensibles, en cosas sociales” [133].

En el mercado todo es ficción, dice Marx, todo es ilusión: se toma como forma fantasmagórica de una relación entre cosas lo que es simplemente una relación entre los hombres. Este fetichismo es análogo al de la alienación de la conciencia en la religión:

“En éste los productos de la cabeza humana aparecen como figuras autónomas, dotadas de vida propia, con relaciones entre ellas y con los hombres. Así les ocurre en el mundo de las mercancías a los productos de la mano humana. Digo que esto es el fetichismo que se les pega a los productos del trabajo en cuanto que se producen como mercancías y que, por lo tanto, es inseparable de la producción mercantil” [134].

Es importante la descripción del proceso fetichista, pero lo es más la tesis que lo sostiene: el fetichismo es una ilusión intrínseca al mundo mercantil, de la que no podemos escapar sin romper con el mundo de las mercancías; y ya dijimos que el capitalismo no puede prescindir de ellas, que es su vehículo y su nido, sin ellas no hay manera de producir y acumular el valor. De cara a una perspectiva de emancipación, como aquí nos interesa, la conclusión de Marx es rotunda: de la misma manera que la explotación por extracción de plusvalía es intrínseca al capitalismo, el fetichismo, la ilusión idólatra, le es igualmente intrínseca en tanto producción mercantil.


1.2. (La hegemonía de la mercancía sobre el espíritu). Veamos con más detenimiento la inevitabilidad del fetichismo en la producción mercantil simple. En esta fase de desarrollo del mercado el productor directo no toma conciencia de que está formando parte de un proceso de trabajo colectivo; sus productos son realizados privadamente, independientes de lo que hagan los otros, ajenos a cualquier planificación social. Sólo en el momento del intercambio entran en contacto social; sólo en el mercado los productos son deseados y tienen valor para los otros. Sólo entonces el producto deviene mercancía, con valor y función social.

Ahora bien, la mirada crítica desvela que esta deseabilidad por los otros, que hace posible, conveniente y necesario el intercambio, pronto acabará anticipándose en la conciencia del trabajador privado; esta necesidad social de los otros pasa a ser tenida en cuenta, aunque de forma abstracta, por el trabajador privado que decide “individual y libremente” qué, cómo y cuándo produce. Ya no irá al mercado con lo que ha producido para él y le sobra, sino con lo que ha producido pensando en el mercado, en las necesidades de los otros.

Ahora bien, dado que los trabajos privados no aparecen como trabajo social hasta que esa utilidad social de los productos se hace efectiva, es decir, hasta el momento del intercambio, lo que se visibiliza es que es este intercambio el que pone en relación a los productos y, a través de ellos, a los productores. Por eso sus relaciones aparecen como naturales, presociales, como relaciones entre cosas nacidas de sus cualidades; y así oculta su esencia social. Es cierto que antes de llevarlas al mercado el productor ya había actuado socialmente, pensando en las necesidades de los otros que le permitirían venderlas, pero como ha sido una previsión propia, aislada, por su cuenta y riesgo, abstraída de la dinámica social, no aparece como “división social del trabajo”, que en esta fase queda oculto, sino como actividad espontánea, tal que la entrada de las mercancías al mercado es mera contingencia, casualidad, no se las esperaba, si se intercambia es porque ellas lo valen, por sus cualdiades naturales:

“(a los productores) las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les aparecen como lo que son, esto es, no como relaciones sociales inmediatas entre las personas mismas en sus trabajos, sino más bien como relaciones materiales entre las personas y relaciones sociales entre las cosas” [135].

El efecto es obvio: la mercancía, genuinamente objeto social, pensada y creada para la sociedad, impensable sin vida social, es representada como objeto natural; en consecuencia las relaciones entre mercancías son vistas como relaciones independientes; y, en fin, una consecuencia no menos importante, las relaciones entre productores, lejos de pensarse como organización de la división del trabajo para satisfacer necesidades conjuntas, se piensan como relaciones ocasionales, espontaneas, circunstanciales, mediadas por las mercancías, provocadas por éstas, hasta el punto de que quedan ligadas y subordinadas a las de éstas: relación comprador-vendedor fijada por el factum de la compraventa de las mercancías. El resultado final es que los productores bailan el baile de la mercancía, que al fin no es otra cosa que su producto independizado en el que quedan enajenados; del mismo modo que en la alienación religiosa se baila el baile de la divinidad, al fin una creación “demasiado humana”.

¿Es posible salir de esta falsa conciencia, de este fetichismo? Hay que comenzar por reconocer que no es nada fácil, pues la conciencia o reconocimiento del fetichismo, como de la alienación, no acaba con ellos. Marx señala que la apariencia propia de la forma fenoménica fetichista, aunque ilusoria, no acaba con la ilusión de la conciencia. La ilusión está determinada objetivamente, es un efecto objetivo: “Por eso, ante éstos, las relaciones sociales que se establecen entre sus trabajos privados aparecen como lo que son” [136] Bien, pero, descubierta la verdad, ¿podemos superar esta falsa conciencia, aunque sigamos sufriendo la subordinación, como quedamos ligados al trabajo asalariado aunque seamos conscientes de que encierra la explotación? Tal vez sí, tal vez superemos la “falsa consciencia”, pero Marx entiende que no superaremos la “falsa existencia”: mientras vivamos en la patria de las mercancías seremos metecos a su servicio; metecos ilustres, metecos filósofos, pero metecos.

Nuestra consciencia se rebela ante esta conclusión, pues nos gusta vernos dueños de las mercancías y, sobre todo, de nosotros mismos. Pero hemos de asumir, nos dice Marx, la inevitabilidad de esa hegemonía de las mercancías, que no es un accidente ni un acto de barbarie, sino que deriva de la lógica del intercambio simple iniciado, inventado, por los hombres como forma inevitable de lucha por la vida. Al devenir mercancías los productos del trabajo, en el transcurso histórico conquistan su independencia, adquieren vida propia, autonomía, y lo que es más definitivo: imponen su ley a quienes viven de y gracias a ellas. Y ese proceso es inexorable en cuanto que es el modo que tienen los productores de mercancías de conseguir su fin, la pura y simple sobrevivencia. Para ello, se comprende, pagarán cualquier precio; por ello, se entiende, las divinizarán y rendirán culto.

Claro que el propietario de las mismas puede negarles esa autonomía mediante la violencia física, en un acto de poder (¿lucidez?); claro que puede romper con su lógica e imponerles su libre voluntad; es decir, puede secuestrar su ciudadanía, sacarlas del mercado y encerrarlas y mantenerlas en el sometimiento a su voluntad en la unidad productiva familiar. Pero tal acto sólo puede realizarse negando su esencia de mercancía, aniquilándolas; para ello habría de sacarlas del circuito de intercambio, considerándolas como meros medios de vida (como súbditos), como cosas para sí, o sea, regresándolas a un espacio-tiempo anterior al del mercado capitalista. Y esto es un acto suicida en el momento histórico de la economía mercantil, en que el ser humano vive de la mercancía y, en consecuencia, para la mercancía. Si no se da ese acto de rebelión suicida, si las mercancías siguen en la esfera mercantil, seguirán siendo mercancías, viviendo como mercancías, y los productores habrán de seguir fielmente sus exigencias: habrán de bailar (literalmente) a su ritmo. No en vano, conscientemente o no, el productor las creó no para sí, sino para el mercado; ya fueron concebidas desde las exigencias y posibilidades dictadas por el mercado.

Por tanto, para que las mercancías sean mercancías y produzcan los beneficios de la mercancía (la sobrevivencia de los hombres), sus poseedores han de someter su voluntad a la de la mercancía, han de tener una voluntad de mercancía, voluntad de tratarlas como tales, producirlas en función de su utilidad para los otros y a los ritmos de los otros, llevarlas al mercado e intercambiarlas según sus reglas (equivalencia de valor), de enajenarlas por su valor a cambio de las del otro. Y así se inicia un proceso de destino incierto, en el que salvando la esencia de la mercancía el productor pone en juego la suya; respetando la vida de la mercancía se condena a sí mismo a una vida inesencial; respetando el derecho de ciudadanía de las mercancías acabará perdiendo su condición de ciudadano. No es consciente de este proceso, pero lo sufre día a día. ¿Cómo puede soportarlo y seguir satisfecho el baile de la mercancía? La respuesta es obvia: por el fetichismo, que cual espejo encantado le permite –le fuerza- a ver su vida en la vida de la mercancía. Enajenado en la mercancía, se presenta y goza como suyos los “derechos” de la mercancía; vive como suya la realización de la mercancía, vive como su autonomía la de la mercancía. Y así se siente autor de sí mismo, libre, igual, e incluso fraternal; vive la única vida que puede vivir, una vida mediada, prestada, en definitiva, una vida imaginaria, simulada.


2. Fetichismo del derecho.

En La cuestión judía y La Sagrada Familia definía Marx las Declaraciones de derechos como la “filosofía del estado burgués”; es decir, en lugar de poner los derechos del hombre como ideal de la humanidad los valoraba como la forma de un estado particular, y por tanto con la función de instaurar y defender un orden, el de la sociedad individualista burguesa. Por otro lado, ya vimos que tempranamente había tomado consciencia de que la esencia del estado no era la “vida ética” prevista en la filosofía hegeliana, no era la reconciliación entre el yo y el nosotros, el reino de lo universal; pero tampoco era el derecho, la forma jurídica que subsumía las relaciones sociales; el estado para Marx no era una forma del todo social, sino una parte, un instrumento. Un instrumento disfrazado de forma jurídica, que presentaba ésta como su objetivo y función, como máscara de la verdadera función, que le permitía presentarse como garantía y expresión de la universalidad cuando en realidad el estado no hacía ni podía hacer otra cosa que fijar y reproducir la particularidad, la primacía de las determinaciones privadas. Pues bien, será aquí, años después, avanzando en la elaboración de su crítica de la economía política, cuando nos describa la función del derecho como forma del estado y su función en la reproducción del orden del capital; será aquí, en su crítica al “fetichismo del derecho”, donde Marx aportará la conceptualización de esa idea.


2.1. (Los derechos, flores que nacen en el barro). Para entender su análisis, situémonos de nuevo en el mercado, la patria de las mercancías. Ya hemos visto que en ese país los poseedores de mercancías no son sujetos, son extranjeros y como tales sin derechos propios de ciudadanía; están allí como representantes, por delegación. Se les permite la residencia en la ciudad en calidad de poseedores de unos títulos de propiedad; son como los amos de los caballos en el hipódromo, ganan pierden, pero los que corren son los caballos. Por tanto, su tarea consiste en hacer de propietarios privados de mercancías con voluntad de intercambiarlas según las reglas de éstas, las reglas del mercado:

“Las mercancías no pueden irse ellas mismas al mercado, ni cambiarse por sí mismas. Tenemos, pues, que preguntarnos por sus guardianes, por los poseedores de mercancías. (…) Para relacionar esas cosas las unas con las otras como mercancías, es necesario que sus guardianes se relacionen entre sí como personas cuyas voluntades habitan en aquellas cosas, de tal modo que cada poseedor de una mercancía sólo pueda apoderarse de la ajena por voluntad de éste y desprendiéndose de la suya propia; es decir, por medio de un acto de voluntad común a ambos, enajenando el primero su propia mercancía. Es necesario, por consiguiente, que ambos guardianes se reconozcan como propietarios privados. Esta relación jurídica, que tiene por forma de expresión el contrato, hállese o no legalmente reglamentada, es una relación entre voluntades en la cual se refleja la relación económica. El contenido de esta relación jurídica o de voluntades viene dado por la relación económica misma” [137].

El texto es elocuente, habla por sí solo. Las mercancías son productos; luego se necesitan productores. Las mercancías no andan solas, no van solas al mercado; se necesitan propietarios de las mismas que las lleven; éstas aparecen en el mercado de la mano de su propietario. Es decir, los productores están allí sólo para moverlas. Por tanto es en esa función, y sólo en esa, que se ponen en relación los unos con los otros. Si no fuera por el mercado no se encontrarían, no se conocerían; si no fuera por las mercancías no habría mercado, no existiría esa ciudad de las mercancías, y no existirían las relaciones entre sus propietarios. En definitiva, no existiría la formación social capitalista. Con lo cual Marx enfatiza que la “sociedad” en una economía mercantil es posibilitada por las mercancías, y se constituye a la medida de ésta. Aunque repugne a nuestras conciencias, las mercancías nos unen, el mercado es nuestro espacio común, nuestro simulacro de universalidad. Relaciones sociales, por tanto, hechas por y para las mercancías, aunque nos gustaría más pensarlas con un origen más excelso, nos gustaría más una sociedad humana, hecha en base a la naturaleza humana, sea ésta lo que cada uno sueñe.

Nos esta perspectiva se esclarecen muchas cosas, incluso el origen de muchos de los valores elevados a naturales y universales. Como el mercado sólo reconoce mercancías y propietarios guardianes de las mismas, entendemos que las mercancías convierten a sus productores (hasta ese momento sólo “poseedores”) en propietarios, les exigen que actúen como propietarios, que se vean unos a otros como propietarios; ser “propietario” deviene un ideal, y aunque en el mismo lo definamos como “ser amo de uno mismo”, Marx nos dice lo que oculta ese ideal, el ser propietario de las mercancías, ser una determinación de éstas.

Pero las mercancías, que nos hacen propietarios, nos proporcionan más títulos y valores, nos posibilitan y exigen ser más, nos dice Marx; no basta que los sujetos sean propietarios, han de ser propietarios libres; y han de serlo por obra y gracia de la mercancía. Éstas, para ser intercambiadas -y ésta es la voluntad constituyente de la mercancía, pues si no lo consigue muere como mercancía-, para ser vendidas, necesitan también de su guardián, y necesitan que éste aparezca como su poseedor de pleno derecho, con poder legítimo (propietario) de disponer de ella, es decir, como persona libre: libre propietario de su capacidad de trabajo, de su cuerpo, de su alma, de sus posesiones. Y es lógico que así sea, pues llevar mercancías al mercado e intercambiarlas supone que sus guardianes se vean y reconozcan unos a otros como dueños de sí mismos, de sus actos, de sus obras; son exigencias derivadas de la teoría de la propiedad de Locke, al que Marx atribuye la mejor fundamentación liberal de la misma. Sólo pueden comprar y vender si son propietarios y libres. Por tanto, han de aparecer como propietarios libres, han de instalarse en una representación del mundo como universo de sujetos libres. Ésa es una exigencia genuina del mercado capitalista, que en otros modos de producción no estaba presente.

Entonces podríamos sospechar que la lucha contra el capitalismo pasaría también por la negación del mercado, por la construcción de un orden social cuyas relaciones y valores no vengan impuestos por las exigencias de la viuda mercantil. Cierto, podríamos sospecharlo, y así ha sido en muchos momentos del desarrollo de la idea socialista, de la evolución de su concepto. Pero Marx sigue pensando desde un fondo hegeliano, en el que la creación es sustituida por la producción, y ésta siempre exige tomar como materia prima lo anterior, lo ya existente; y, además, en su desarrollo intelectual, no sólo los conceptos pueden ser reformados, y necesariamente lo son, sino que las funciones de las cosas a que se refieren cambian de signo y de sentido. O sea, no sólo el concepto de “mercado” evoluciona y se metamorfosea, tal que deja de ser lo que era, sino que su función capitalista, inexistente antes del capitalismo, puede desaparecer y ser sustituida por otra en otras relaciones sociales de producción. También aquí la teoría de la subsunción, que Marx apenas comenzó a desarrollar, es útil, pues permite pensar el significado y función de las cosas no corresponde a sus esencias, sino a las totalidades en que se encuadra, a la forma que las subsume.

En todo caso, Marx prefiere señalar dos aspectos del mercado capitalista. Uno es común a todas las formas habidas e imaginables de mercado, como si fuera su función esencial, cuasi natural, casi imprescindible: el intercambio de productos del trabajo sobrantes por otros de los que se carece; contra esta idea de mercado es imposible posicionarse. El otro aspecto, éste peculiar y propio del capitalismo, es el mercado como la puesta en escena del juego del valor; éste, como particular e intrínseco al capital, no es transportable, se circunscribe a la existencia misma del capital. Ahora bien, incluso este aspecto, que desde posiciones socialista ha de ser radicalmente negado, no es visto por Marx como el mal absoluto, sino que lo sitúa y valora en su contexto histórico, como momento del proceso de desarrollo social de los pueblos. Y así situado se le han de reconocer aspectos positivos, avances en relación con la emancipación, que es el irrenunciable criterio marxiano, Y en ese sentido nos dice que la expansión del mercado capitalista llevó a cabo la ruptura de relaciones de dominación inhumanas, como las de “adscripción a la tierra” o las de “vasallaje feudal”. Es decir, el mercado capitalista, condición de posibilidad de la explotación y dominación capitalistas, suponía un avance respecto al estado de cosas vigentes en su momento de aparición. Por eso apareció, por eso se hizo necesario, por eso arraigó; el mercado capitalista exigía el nacimiento de sujetos libres e independientes, y por tanto estaba en línea con la lucha eterna de los seres humanos por librarse de los sucesivos yugos de la dominación; y aunque hoy sepamos que esa “libertad” e “independencia” que exigía el mercado capitalista eran muy determinadas, enmascaraban sus formas de dominación, respecto a las existentes significaban un avance, o así se deduce de su fácil expansión.


2.2. (Los derechos, guirnaldas de flores sobre cadenas de hierro). Volvamos de nuevo a las reflexiones de Marx orientadas a mostrar que los derechos del hombre tienen su origen, su exigencia, en el mercado. Es el mercado capitalista el que exige la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad. El capitalismo sólo es posible si el poseedor de dinero encuentra en el mercado al trabajador libre. Marx dice con ironía de este espacio luminoso de libertad:

“libre en doble sentido: en tanto que persona libre que dispone de su fuerza de trabajo como de mercancía suya, y en cuanto que no tiene otras mercancías que vender, que está expedito y exento, libre de todas las cosas necesarias para la realización de su fuerza de trabajo” [138].

Libre propietario de su fuerza de trabajo, “libre” de los otros medios de producción, libre de la “pesada” carga de la propiedad de los medios de producción, dice con ironía. Libre en el sentido de ligero de equipaje, con todas las posesiones en la mochila, pues la escasez y la miseria ocupan poco lugar

Pero la condición de propietario libre no es la única determinación impuesta por las mercancías a sus guardianes. No es suficiente, dice Marx: han de ser propietarios libres e iguales. En el mercado, el propietario de la fuerza de trabajo y el del dinero se enfrentan como sujetos libres e iguales, “condignos poseedores de mercancías”, sin más diferencia entre ellos que el objeto que uno vende y otro compra, que uno posee su fuerza de trabajo y necesita dinero y el otro posee el dinero y necesita la fuerza de trabajo. Por tanto, en la imagen alienada del mundo, una diferencia inesencial resulta casi providencial, pues así cada uno podrá conseguir lo que necesita. En substancia, “personas iguales”. ¡Y todo gracias a las exigencias de la mercancía!

Marx es contundente: la “idea de igualdad humana” sólo podía aparecer y arraigar en las conciencias como “supuesto” exigido por el mercado en una sociedad de mercado, es decir, en una sociedad de mercancías. Así, la sociedad de propietarios libres e iguales es la condición que pone el mercado, una exigencia inexorable de éste. Pero esa sociedad se expresa en la sociedad moderna capitalista, donde libertad, igualdad y propiedad constituyen su forma jurídica. Por tanto, el contenido de esta relación jurídica es una determinación económica; nada menos que los derechos del hombre, el bien más preciado y puro de esa forma de sociedad, se revelan como una exigencia de la mercancía. La fuente de los derechos no es la Razón, ni siquiera el Estado, sino el prosaico mercado.

En fin, para concluir, no es difícil argumentar que si la forma jurídica es determinada por la forma mercancía, el fetichismo jurídico es una determinación del fetichismo económico; por tanto, el fetichismo jurídico ha de ser pensado como la naturalización de la forma jurídica, que de determinación sociohistórica del mercado pasa a ser pensada como forma natural de la sociedad: los derechos naturales. Si en el fetichismo de la mercancía el trabajo humano abstracto y el tiempo de trabajo aparecen como valor y magnitud de valor, y las relaciones entre productores aparecen como relaciones entre sus respectivas mercancías, en el fetichismo jurídico el intercambio entre productores-propietarios, mediante un contrato voluntario y conforme a la ley del valor, o igualdad de equivalente, aparece a su vez como forma jurídica concretada en los derechos del hombre. En ambos casos, la manifestación fetichista consiste en la naturalización de las formas de la mercancía y del intercambio, tomar por naturales las exigencias del mercado.

Dice Marx que “el valor no lleva escrito en la frente lo que es”, oculta su esencia de trabajo humano abstracto, de tiempo de trabajo gastado en la producción; lo mismo que el plusvalor no lleva visible la etiqueta que lo identifique como apropiación del trabajo de otro. El fetichismo funciona, así, como ocultación o enmascaramiento. Oculta incluso “la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna” y, consecuentemente, la relación-capital, la explotación del capital, tras la máscara de una representación del capital que por sí mismo engendra plusvalor. Y este enmascaramiento tiene por objetivo último la reproducción del capitalismo.

Creo que podíamos decir algo similar de los derechos, que no dicen todo lo que son, que esconden su origen y se revisten de bellas heráldicas. El fetichismo funciona siempre igual, enmascarando una realidad, en el doble sentido de legitimarla como natural o como voluntariamente puesta por los hombres y de ocultar la otra realidad que suplanta, domina e impide aflorar. Los derechos son sin duda una defensa de los individuos, incluso de los más débiles, como la libertad del mercado es una protección frente a los terribles vínculos de servidumbre; pero también, y al mismo tiempo, los derechos son una forma de dominación, pues responden a una necesidad del modelo económico hegemónico al que ineluctablemente tienden a reproducir. Los fetiches son fetiches y, aunque sean tan bellos como los derechos, esconden siempre enajenación y sumisión.

Así cerramos nuestro comentario a El Capital, de difícil lectura para los economistas y para los filósofos. Para los economistas, que esperan de la economía la solución del problema de las naciones, maximizar sus riquezas (cuando no optimizar los resultados de una empresa o sector particular). Creemos que El Capital no persigue esas cosas, que deja en manos de las ciencias positivas; persigue enunciar la voz de aquel niño que osó decir, con su inocencia, “el rey está desnudo”, obligando a todos a mirarse a sí mismo. Y eso lo consigue, insistimos, con una nueva ontología que permite ver la desnudez bajo el velo de las esencias. Para los filósofos, que se resisten a asumir que la filosofía deje de mirar a los cielos, de dar vueltas sobre la aventura de los personajes que escapan de la caverna, buscan la luz y dudan si regresar a ayudar a los de abajo; que rechazan que centre su mitrada en el barro de la tierra y trate de comprender, de iluminar, esa otra caverna en la que los personajes, que saben que no tienen otro lugar adónde ir, se retuercen y avanzan a ciegas en el camino que han de ir trazando. En definitiva, una obra difícil para los economistas, que sólo viven en el mercado, y para los filósofos, que pueblan el ágora. Espacios hoy separados, distinguidos y opuestos, pero que ayer estuvieron unidos, compartiendo identidad; espacios que, tras la escisión histórica tal vez tengan su momento de reconciliación. Por eso creo que debiéramos ir pensándola; y entiendo que Marx ya comenzó ese camino.


3. Y la historia nunca se acaba.

Marx gozó aún de tiempo de vida, aunque muy desgastada, para conocer otra burla de la historia: su sueño de una Alemania unificada iría acompañado de su conversión en “un cuartel prusiano” y de la humillación de Francia, a quien Bismarck impuso onerosas condiciones de paz. Pero lo que es necesario siempre pugna por aparecer, y cuando más negro era el presente reaparece una luz de esperanza, nada menos que de manos de aquella fuerza en la que había visto el sujeto de emancipación. Apenas la burguesía francesa se rinde sin condiciones al Kaiser Guillermo I (18 de enero de 1871 en Versalles), los obreros sacan sus banderas rojas en los barrios de París (18 de marzo de 1871). Habían mantenido el privilegio de conservar las armas con que lucharon contra el invasor prusiano, y cuando el Gobierno de Thiers ordenó desarmarlos, las tropas abrieron fuego contra el pueblo, sin reparar en mujeres y niños. Esto provocó la insurrección general, y hasta los soldados se rebelaron contra sus mandos. El grito de “¡Viva la Comuna!” recorrió la ciudad y el 28 de marzo se elige y constituye la comuna obrera.

Marx siguió de cerca los acontecimientos, pues veía en la Comuna la expresión de la “dictadura del proletariado”; la historia daba forma política a la idea abstracta del Manifiesto, expresaba su contenido real. Marx interpretaba que, fuera cual fuere su destino, era una conquista “irreversible” de la historia; podrán destruirla, pero ya se mantendrá siempre como cota del espíritu, como irrenunciable horizonte a conquistar. Estos hechos dan vida a su reflexión sobre La guerra civil en Francia, escrito a instancias del Consejo General de la AIT, que se difundiría en diversos idiomas. Junto a una crónica fiel de los acontecimientos, este texto desarrolla las dos ideas políticas más importantes en la lucha por el socialismo, y que habían sido fuente de conflictos y disensiones entre los anticapitalistas. Una, la estrategia de la conquista del poder, la otra, el uso del poder una vez conquistado. Marx dirá:

“(La Comuna) fue en esencia un gobierno de la clase trabajadora, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase explotadora; fue la forma política, al fin descubierta, para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo" [139].

Tareas menos gratas fueron las de afrontar los constantes problemas ideológicos que aparecían en la AIT y en el Partido Socialdemócrata Alemán, que ayudó a fundar. Un día Bakunin, otro Herr During, Marx no abandonó su lucha principal, su principal forma de participar en la lucha: hacer penetrar en la conciencia de los trabajadores y sus dirigentes lo que consideraba la posición científica en la lucha política.

Nunca cesó en este empeño. Una prueba de su celo nos la ofrece con ocasión del Congreso de Gotha, del 22 al 25 de mayo de 1875, donde se fundó el SPD, por la unión del el Partido Obrero Socialdemócrata, liderado por A. Bebel y W. Liebknecht, y la Asociación General de Obreros Alemanes, que seguían el ideario de F. Lassalle. Marx veía con buenos ojos la unión, pero no estaba dispuesto a hacer concesiones ideológicas a la tendencia lassalliana, de ahí que sometiera a dura crítica el proyecto de programa, que al fin acabaría aprobándose. Las críticas de Marx serían posteriormente publicadas por Engels, bajo el título Críticas al Programa de Gotha.

Para ilustrar ese celo de Marx en vigilar los conceptos nos basta recoger su crítica a la primera frase del primer párrafo, que decía: "El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura". La expresión podría parecer tópica y asumible por cualquier dirigente socialista, pero Marx vio en ella al demonio, a juzgar por su respuesta a la misma:

“El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que a su vez no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre. Esa frase se encuentra en todos los silabarios y sólo es cierta si se sobreentiende que el trabajo se efectúa con los correspondientes objetos y medios. Pero un programa socialista no debe permitir que tales tópicos burgueses silencien aquellas condiciones sin las cuales no tienen ningún sentido. En la medida en que el hombre se sitúa de antemano como propietario frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la trata como posesión suya, su trabajo se convierte en fuente de valores de uso, y, por tanto, en fuente de riqueza. Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre, que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso” [140].

Exigencias teóricas que sólo se comprenden desde su convicción de que el destino de la lucha obrera se juega en el rigor de los conceptos. Antes vimos que no era lo mismo “plusvalía” que “ganancia”, pues vistos ambos como procesos de producción de valor manifiestas dos realidades diferentes: uno describe a la fuerza de trabado y el otro describe a los medios de producción, uno corona al obrero y el otro al capital. Ahora nos dice lo mismo, que silenciando las “condiciones” se nos escapa la realidad. Naturalmente que el trabajo es una “fuerza creadora” de riqueza. Pero en un saber que en la representación sitúa al trabajador ante la naturaleza, esa riqueza son valores de uso; y en otro saber cuya representación sitúe al trabajador separado de la naturaleza, por carecer de los medios de trabajo, y que para relacionarse con ella ha de vender su fuerza de trabajo, -es decir, que su relación con la naturaleza es mediada por el capital-, la riqueza que produce ya no es valores de uso sociales sino valor acumulado al capital. Para eso sirven los conceptos y es necesario el nuevo saber, para que el trabajador tome conciencia de su situación en vez de ver el mundo mediado por la consciencia del amo.

Lamentable y paradójicamente, esa tarea de producción científica se veía obstaculizada por la defensa de la misma en la política. Marx no acabaría los otros dos libros previstos de El Capital; y mucho menos sus anteriores y ambiciosos proyectos de la Crítica de la economía política, de la cual El Capital era una parte. Los problemas políticos y los familiares (Jenny murió el 2 de diciembre de 1881), el excesivo trabajo ideológico y la creciente debilidad de su cuerpo, constituían un paisaje donde era cada vez más difícil remar. Resistió y sobrevivió como pudo a la enfermedad, la pobreza, la muerte de sus hijos, los golpes del poder, las derrotas, pero se cobraron su precio y llegó a sus últimos años muy debilitado; sus sentimientos ya no tenían la fuerza que en esa carta a Jenny de 1856 que hemos reproducido, y tampoco estaba ella para suscitarlos.

Y así se le acercó la hora, que aún le concedió vivir otra tragedia, la muerte de su Jennychen, la mayor de las tres hijas que le quedaban: al menos no hubo de sufrir los suicidios de sus otras dos hijas, Eleonora y Laura. Siempre la muerte es en esencia la negación de la vida, pero en Marx hasta la forma de su muerte negaba la de su vida. El 14 de marzo la fiel Leschen sale de la habitación dejándolo semidormido, y “en dos minutos se extinguió, pacíficamente y sin dolores", dice Engels a F. A. Sorge en carta del 15 de marzo, Y añade: “La humanidad ha perdido una cabeza, y se trata de la cabeza más grande de nuestra época”. Seguro que es un juicio de amigo, pero bastaría matizarla con “una de las cabezas más lúcidas de la época” para que fuera un verdad empírica poco contestable.



EPÍLOGO. La actualidad de Marx

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1. Hay un sentido banal del término “actualidad” referido al pensamiento de un autor, que hoy se mide por la venta de sus libros en supermercados. Conforme al mismo, Marx no es actual; tuvo sus momentos de gloria, como las dos décadas prodigiosas entre 1960 y 1980, cuando sus obras se reeditaban con pasión y sus ideas estaban presentes en revistas, congresos y programas docentes y de investigación. Pero la historia deja en la cuneta hasta a sus mejores frutos, y a las luces siguió una etapa de obscuridad y silencio, que hoy parece debilitarse [141].

Un sentido más sólido de “actualidad” aparece cuando el término se usa para afirmar la presencia consolidada del pensamiento de un autor en nuestro aparato categorial, formando parte de nuestra concepción del mundo. Platón, Séneca, Newton, Kant, Darwin, Nietzsche…, son siempre actuales. Pensamos con ellos y desde ellos; en gran medida somos inconscientemente su voz del presente. Pues bien, Marx también es actual en este sentido, pues su aparato categorial y sus enfoques hermenéuticos forman parte de nuestra cultura. Hoy, como el burgués gentilhombre de Molière, que hablaba prosa sin saberlo, en las ciencias sociales, en la historia, en la filosofía, hasta los antimarxistas confesionales hablan “prosa”. Podemos decir que el marxismo es también “patrimonio (oficioso) de la humanidad”, forma parte de esos elementos teóricos cuyo origen y autor se borran en la memoria.

Sorprende, en cambio, la ausencia del marxismo del discurso de la política; su pensamiento “revolucionario” no atrae ni a los rebeldes apocalípticos ni a los conservadores integrados. Hoy de “clases” sólo se habla al referirse a las “clases pasivas”; los “conflictos” que fundaban luchas radicales e inevitables se han travestido en disfunciones contingentes solubles en el diálogo y el consenso; “revolución” ha devenido metáfora de cualquier cosa, incluso intercambiable por “primavera”; y, a semejanza del fetichismo iconoclasta, se ocultan el rojo y el negro como la hoz y el martillo y se borran las palabras (como “proletariado” o “explotación”) arrojándolas al no-ser de lo silenciado. Incluso “empresario”, neologismo amable de “patrón”, hoy se metamorfosea en “emprendedor”, que huele a joven, inocente e innovador.

Este comentario irónico no es nada trivial, y viene al caso. A lo largo de este libro hemos acentuado el rostro filosófico de Marx, su entrega al desvelamiento de las diversas formas d enajenación y de los enigmas y dispositivos del fetichismo, mecanismo privilegiado de la dominación capitalista en nuestros tiempos. No hemos obviado que en su proyecto se da, desde el origen, la lucha contra el poder despótico, contras las clases aristocráticas y burguesas, contra la Iglesia, contra la desigualdad y la injusticia; no lo hemos ignorado, sino que hemos sostenido que esa posición política ha estado presente y ha determinado su discurso teórico. Pero, efectivamente, hemos enfatizado su rostro de pensador, de filósofo, porque así lo requería la ocasión y porque su actuación política revolucionaria está bien dimensionada en la historiografía; y, sobre todo, porque entendemos que es el Marx que hoy necesitamos, el que más nos puede aportar. Sus textos pueden hoy enseñarnos poco sobre formas de organización y luchas concretas contra la explotación y la dominación; tampoco nos dicen mucho sobre el modelo de sociedad a instaurar, ni siquiera sobre los procedimientos estratégicos para acercarnos a ella. En cambio, ponen a nuestra disposición un aparato conceptual para comprender el mundo, para comprender al capitalismo, el de ayer y el de hoy, que sólo la pertinaz ignorancia o la mala fe interesada pueden obviar. Más aún, su rostro filosófico nos ofrece lo más genuino de su compromiso político, pues su vida y la historia ponen de relieve que lo más revolucionario de su lucha por la emancipación fue esa entrega al estudio y la reflexión que le proporcionara una concepción del capitalismo en que se revelaran todos sus enigmas.

En fin, hay un tercer sentido del término “actualidad”, que es el que nos interesa. No tiene que ver con la presencia (en la calle, en los medios de comunicación, en los foros, en las universidades…), sino con su ausencia; para ser más precisos, con su necesidad. Intentaré explicarme.

Hoy la crítica social comienza y acaba en la crítica a sus numerosos recursos y dispositivos fetichistas, a través de los cuales se ejerce la dominación y se reproducen las relaciones sociales de desigualdad y exclusión. Las cosas han cambiado mucho, pero la crítica de Marx a la economía política, crítica a la conciencia del capitalismo, crítica al fetichismo en sus innumerables figuras y apariencia, sigue siendo la mejor puerta de entrada a quienes quieren saber por qué hacemos y decimos lo que decimos y hacemos. No espero que venga de la mano del marxismo salvar el mundo o acabar con las injusticias, aunque bien venido sea si de paso ayuda a resolver algunas. Considero en cambio que se necesita para algo muy humilde, pero muy urgente e importante: para comprender el mundo.

Si el ser humano deja de comprender el mundo, ha extraviado su existencia; y si deja de sentir la necesidad de comprenderlo le ocurrirá a nivel teórico lo que Rousseau pronosticaba del hombre que pierde su necesidad de ser libre, que olvida su gusto por la libertad: que pierde su esencia, su humanidad, y deviene un siervo. Y me temo que uno de los efectos de nuestra sociedad capitalista contemporánea es ese: nos exige y acostumbra a vivir en la inmediatez, en la provisionalidad, en la finitud, en la inesencialidad…; nos quita la voluntad de verdad e incluso la voluntad de poder y de crear, para reducirla a mera voluntad de estar, de seguir, de continuar…; nos preparan para hacer cosas sin pensarlas, o para pensar cómo hacer cosas instrumentalmente, sin elegir los fines; todo nos impide pensar por pensar, simplemente para comprender. Y, sin la comprensión, tal vez pueda transformarse el mundo, pero se pierde el sentido.


2. Para pensar mejor este tercer sentido de la “actualidad” de Marx hemos de sobrevolar su historia y ver los momentos por los que ha pasado.. V. I. Lenin dijo en Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo que “la doctrina de Marx es omnipotente porque es verdadera”. Antonio Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, escribió que el pensamiento de Marx “había inaugurado una nueva época histórica de larga duración”; y J. P. Sartre, en su Crítica de la Razón Dialéctica, calificaba el marxismo como “la filosofía de nuestro tiempo”. Lenin, Gramsci y Sartre hablaban en los tres momentos (respectivamente a caballo del cambio de siglo, en los años veinte y en los años sesenta) de mayor presencia social del marxismo. Ahora bien, en el primero esa presencia se concretaba en el ámbito político (la producción teórica de Kautsky, Bernstein, Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky, etc., centrada en la revolución, apenas traspasó los espacios del socialismo, las organizaciones obreras y de las luchas sociales); en el segundo momento, pensadores de más entidad filosófica (A. Gramsci, G. Lukács, K. Korsh, A. Pannekoek…) y más sensibles a la vida cultural, encontraron resistencias insuperables a que les abrieran sus puertas la academia y los medios de edición y difusión. Fue en el tercer momento (J. P. Sartre, L. Althusser, H. Lefebvre, L. Colleti, A. Sánchez Vázquez, M. Sacristán…), superada la segunda gran guerra, cuando el marxismo logra abrirse paso en estos recintos sagrados y entrar con ciertas reservas en el Sancta Sanctorum de nuestra cultura. Sólo entonces se visibiliza la tradición marxista y, sobre todo, comienzan a leerse a fondo las grandes obras de Marx, algunas de las cuales hasta entonces desconocidas.

De finales de los cincuenta a los setenta fue el momento dorado del marxismo, su momento de popularidad. Respondía a una situación muy específica: la cultura liberal y los valores de la sociedad capitalista habían llevado al “mundo occidental” a dos grandes guerras y a la barbarie fascista, y la democracia representativa había mostrado sus escasas armas para combatir la desigualdad e incluso la marginación y miseria de las clases trabajadoras. Es decir, se daban unas condiciones favorables para que la conciencia se abra a otras alternativas, hasta entonces presentadas con imágenes como la bien conocida por nosotros en la “conspiración comunista judío masónica”. Los comunistas habían luchado en la guerra del lado de la democracia; y, sobre todo, habían llevado el peso y la dirección de las luchas antifascistas de resistencia. Habían luchado por la libertad y la dignidad, y habían pagado un fuerte precio. Muchos intelectuales, como el mismo Sartre, Merleau Ponty, Garaudy, Colleti o Sacristán se desplazarían a posiciones comunistas desde su lucha de resistencia antifascista; los partidos comunistas de la Europa occidental devinieron alternativas políticas reconocidas. En ese clima el marxismo llegó a las universidades y medios de difusión cultural. Como decimos, fue su gran momento.

Pero la historia siempre sigue su camino, y ya sabemos que le gusta caminar sobre sus cadáveres. El capitalismo se reafirmó como “estado de bienestar” mientras el comunismo, hecho “en nombre de Marx”, herido por el Gulag y por el fracaso del modelo económico, se hundía arrastrando consigo a la “Idea”; las revoluciones hechas en nombre de Marx (China, Vietnam, Angola, Mozambique, Cuba…) van mostrando sus vísceras, siempre feas, y hundiéndose o metamorfoseándose hasta limpiar el horizonte de alternativas. Y el pensamiento de Marx, que arraigaba mejor en espacios de miseria y desesperanza, al fin refractario al éxito del capitalismo, simbolizado en la caída del Muro de Berlín, parece exilarse y refugiarse en contados, dispersos y decrecientes lugares de los otros mundos. El marxismo perdió su actualidad, devino anacrónico; ni siquiera se mantuvo como curiosidad etnográfica, en esta sociedad tan proclive a conservar en museos los restos de cuanto destruye. Un denso silencio se extendió sobre el pensamiento de Marx. Sus obras, ayer mil veces reeditadas, parafraseadas y comentadas, invernaron en sótanos de bibliotecas y cajas de libros viejos; la academia contribuyó al silencio, conforme a su esencia liberal: no interesa, no es demandado.

Sí, la historia siempre sigue, y como en su avance exhibe su forma, su dialéctica negativa, su curso niega cuanto haya que negar; y en consecuencia negó la negación y nos trajo al presente. El estado de bienestar, figura que el capitalismo, siempre experto en supervivencia, ha asumido como su ideal, ha dejado ver sus costuras. El espíritu avanza en autoconsciencia y redescubre que el bienestar no es universal, ni irreversible, ni equitativo, vaya, que ni siquiera es “bien-estar”. La insatisfacción se ha ido instalando en nuestra consciencia: ayer era contra un Estado imperfecto, que no respondía a su concepto, y hoy es ya contra la democracia, que no lo es ni lo puede ser. Unas veces es la pobreza que pervive, se reproduce y a momentos se extiende, y otras es simplemente la desigualdad, la injusticia, la inseguridad, la irracionalidad. En fin, esa infinita sensación de crisis plural, universal, densa y camaleónica; esa sensación de lo que los postmodernos llaman “erosión del ser”, que invita a sobrevivir en un mundo líquido, maleable, provisional, difuso y precario, con valores de prête-à-porter, sentimientos efímeros, ideas provisionales, todo ello de acuerdo con la buena nueva, la que el “pensiero debole” y el “comunismo hermenéutico” nos proponen como verdad, aunque en el fondo se trate de una propuesta de adaptación darwinista al medio. Porque, efectivamente, el nuevo capitalismo, sin burgueses ni proletarios, sin derechas ni izquierdas, y sobre todo sin el dolor y la miseria de entonces, resulta insoportable a quien logra evadir su alma de la trama del sinsentido y el simulacro.


3. Es en este contexto donde debemos plantearnos la “actualidad” de Marx, en el sentido de su utilidad para comprender nuestro orden social y buscarle alternativas; si se quiere, en el sentido de su “necesidad”. El hecho, antes reconocido, de la reactivación de su lectura y edición es un síntoma de la necesidad de la actual consciencia social de pensar su presente y de que el pensamiento de Marx puede ser usado en ese empeño. Pero no es un argumento definitivo, pues otros buscan el sentido en otras opciones teóricas o prácticas, en el fondo poco originales pues obedecen a la matriz agustiniana de la doble existencia, de las dos ciudades, aunque en las versiones laicas la “ciudad de Dios” se concrete en imaginarios comunitarios, agraristas o urbanos. La actualidad del pensamiento marxiano, en el sentido de su validez, necesita un argumento teórico, nada fácil; comencemos por los obstáculos.

Contra esta actualidad hay dos tipos de argumentos. Uno recurre a los pronósticos marxianos fallidos, como la división de la sociedad en dos clase, la proletarización creciente, la intensificación y generalización de las crisis (condiciones objetivas de la revolución), la expansión de la conciencia y la organización de clase (condiciones subjetivas), y cosas así. Nótese que todas tienen que ver con la idea de revolución: ésta no se ha hecho –y cuando ha tenido lugar ha sido localmente, con procedimientos excepcionales, y ha fracasado- y de aquí se deduce que la teoría marxista de la historia y sus previsiones de desarrollo del capitalismo han sido falsadas. Entrar en este debate sería prolijo; además sería bastante estéril, porque no llevaría a conclusiones definitivas y, sobre todo impropio, pues aunque argumentáramos una nueva idea de revolución, ligada por ejemplo a su teoría de la subsunción [142], se trataría de una redescripción de su propuesta estrategia y la validez de éstas sólo puede ser a posteriori; o sea, estaríamos en el debate siempre abierto.

Ahora bien, la validez del marxismo no se juega sólo en su calidad de “arma para la revolución”. Tiene otros usos, y algunos de ellos han mostrado su fecundidad. Numerosos elementos de su crítica al capitalismo siguen siendo imprescindibles, no sólo para una alternativa anticapitalista, sino simplemente -si ello es posible- para quien quiera pensar el presente. Suele decirse que la teoría del valor de Marx es falsa, o al menos obsoleta; y, en consecuencia, se disuelve el fundamento de la explotación. En nuestro tiempo, en que los criterios de validez científico son pragmatistas, en que una teoría no se considera “representación del mundo” sino “instrumento de intervención”, en que se valida si su uso tiene éxito práctico, ¿cómo se puede decir que la teoría del valor de Marx es falsa? Lo será para los fines del empresario, para dirigir una empresa, para cuantificar una política económica…, en la medida en que sirve para conseguir sus objetivos; pero esos no eran los de Marx, que perseguía visibilizar la explotación como apropiación del trabajo de otro, ese principio sagrado de nuestra cultura burguesa. Para este objetivo no sólo sirve y servirá, sino que no se ha encontrado otra mejor. La teoría del valor no puede juzgarse y valorarse con criterios de verdad o falsedad, sino de utilidad; y si bien no es útil para la gestión empresarial ni para mantener la paz social de la empresa, es muy útil para decidir la posición que adoptamos ante el orden social. Una representación científica de una enfermedad no es en sí misma, ciertamente, muy útil en su curación, pero sí para visualizar la necesidad de combatirla. En definitiva, no creo que Marx la pensara para llevar los libros de contabilidad, sino para que los trabajadores tuvieran consciencia de su situación.

Creo que la actualidad del pensamiento marxiano se justifica aquí, en la necesidad que tenemos de su potencial crítico y desmitificador, en su potencia emancipadora, terreno en el que sigue siendo robusto y fecundo. Podemos visibilizarlo con una breve referencia a uno de los debates más atractivos de nuestro tiempo, el de la biopolítica. Seguramente fue Foucault quien fijó el concepto en su ensayo “Derecho de muerte y poder sobre la vida” [143], donde describe el paso del poder político tradicional, fundado en el derecho del soberano de vida o muerte sobre el súbdito, de “hacer morir o dejar vivir”, al poder político en el capitalismo, en que el soberano tiene el compromiso de “hacer vivir o dejar morir”. Es decir, el soberano tradicional se despreocupaba de la vida del súbdito, pero controlaba su muerte; en el capitalismo el poder controla y cuida la vida y se desentiende de la muerte. Esa es la clave de la biopolítica, la preocupación actual del poder capitalista por cuidar la vida, por hacerse cargo de los costos de la vida.

Al respecto recordamos páginas de El Capital, donde Marx describe cómo el primer capitalismo se desentendía de la vida, cual si lo privado fuera exterior a la producción, y cómo acabaría tomando consciencia de que había de cuidarla, pues era la fuente de la fuerza de trabajo, cuya reproducción había de garantizar en cantidad y calidad, como cualquier otro medio productivo. Todo el libro pivota sobre la peculiaridad de la fuerza de trabajo y su naturaleza; en su carácter reside la posibilidad del capitalismo y la necesidad de sus figuras y cambios históricos. Si el capitalista comprara “trabajo”, como pensaba la economía clásica, no le preocuparía la vida del obrero: éste lo llevaría en sacos o cajas al mercado, como se lleva cualquier otra mercancía, y lo entregaría a cambio del precio-salario. Pero lo que compra el capitalista no es “trabajo” hecho, es la fuerza de trabajo, una mercancía especial, que para ser entregada exige que el trabajador vaya en cuerpo y alma a la fábrica y esté allí toda la jornada. Pronto aprende el capitalista que la fuerza de trabajo que extrae del cuerpo del trabajador exige que esté en condiciones saludables y de buen rendimiento, o sea, que esté sano, entrenado, motivado, con actitud colaboradora, entregado a la tarea…; el rendimiento, la cantidad de trabajo que extraerá del trabajador, dependerá del cuidado de su cuerpo y su alma.

Pues bien, ese cuidado de la vida, que el capital encarga al estado, es la biopolítica; el capitalismo convierte el cuerpo del trabajador, como a la naturaleza física, en objeto de la política; ésta ha de cuidar de su génesis, de su salud, de su envejecimiento, de su lozanía… Aunque a veces no lo parezca –los capitalistas particulares no son tan racionales y lúcidos como Herr Kapital- la preocupación por el “bienestar social” es también, como los derechos, un efecto de las exigencias de la producción. Eso es lo que expresa la obra de Marx, y esta potencia crítica, desmitificadora, es la que sigue siendo actual, y lo será al menos en tanto dure el capitalismo.

El otro caso que queremos mencionar, muy de pasada, es el del “intelectual orgánico”, muy desarrollado por algunos intelectuales italianos seguidores de Marx, y que abre nuevas perspectivas para pensar la creación de valor en el capitalismo postfordista. Tanto Negri (Marx más allá de Marx) como Virno (Virtuosismo y Revolución y Gramática de la multitud) han reivindicado los Grundrisse, y en especial el “Fragmento sobre las máquinas” [144] como referente teórico condición de posibilidad para pensar lo nuevo del capitalismo contemporáneo. A diferencia de la althusseriana, ahora la ruptura no es epistemológica, sino práctica, política, en cuando es propuesta para pensar la emancipación y pensarla de forma nueva. En concreto, se trata de pensar el capitalismo sin clase explotada; pensar la explotación sin “apropiación del plustrabajo”. Tal capitalismo ya no tendría como contradicción fundamental la que se da entre el capital y el trabajo, sino la que se da entre el capital y la vida humana.

No podemos entrar aquí en la valoración de estas propuestas, problemáticas pero fecundas; las mencionamos como ejemplo de que desde el marxismo se pueden sacar elementos para pensar nuevos sujetos de transformación social y nuevas figuras del capitalismo contemporáneo, como el “no-trabajador”, el “intelectual orgánico” o el “precariado”, que de ser mera contingencia parece llamada a ganar substancia y centralidad. Y para sugerir que, sirva o no el pensamiento marxiano como guía para la revolución, y sirva o no el comunismo para acabar con la miseria y la injusticia, parece indudable que al menos el primero sirve para comprender nuestro mundo y para, aunque sea en idea, hacer su crítica; y el segundo para mantener abierta una alternativa, activa una esperanza, sin la cual el horizonte se nos cierra. Y por ello, porque nel horizonte ha de estar abierto, debemos esquivar la tentación de cerrarlo nosotros con un imaginario comunismo acabado, diseñado, “cerrado”, y empaquetado para regarlo. Y aunque la crítica y la esperanza no sean suficientes para acabar con el mal en el mundo, penándolo bien no es poca cosa comprender la distancia entre lo que tenemos y lo que podemos desear, junto a nuestras carencias para conseguirlo.

Como he insistido a lo largo de estas páginas, las miserias e injusticias sociales pueden explicar la posición política de Marx y su lucha por la emancipación; pero su pensamiento no fue una mera idealización utópica por negación de lo existente. A pesar de todo creía que la filosofía, las ideas, habían de arraigar en las masas para tener fuerza transformadora, y que comprender la realidad del mundo, ver las cadenas bajo las guirnaldas de flores que las encubren, era la forma de transformarse en voluntad, en fuerza materia. Marx fue de los últimos pensadores que creyeron en el saber como verdadera arma de la revolución; mientras el capitalismo ha consagrado el saber científico como poder en el orden económico y de domino de la naturaleza, y mientras creaba nuevas y poderosas ciencias sociales al servicio de la gestión y control de los seres humanos y de los conflictos sociales, la tradición marxista parece haber desertado de ese saber científico, unos negando su posibilidad en la política y la historia, entregados al infantil voluntarismo subjetivista, y otros considerando que ese saber ya está hecho, escrito, con firma de autor, y ya sólo queda materializarlo, llevarlo dogmáticamente a la práctica, convertido en catecismo ideológico. De nuevo Marx nos echa una mano con el ejemplo, pues puso todo el énfasis en mostrar que el caber, los conceptos, tenían vida, no podían cerrarse, debían ir incorporando nuevas experiencias, negándose para no caer en el anacronismo. Nada hay cerrado, todo está siempre por hacer, aunque para producirlo y no meramente “inventarlo” tengamos siempre que echar mano de lo que está a nuestro alcance.

De acuerdo con este tercer sentido de actualidad, el marxismo tiene garantizada la vida al menos mientras dure el capitalismo. Es actual porque lo necesitamos, no sólo en la perspectiva de transformar la sociedad, que también, sino de manera más radical, para comprenderlo y como prendernos, para no ser “ciudadanos súbditos”, para seguir haciendo lo que es propio al pensamiento libre, a saber, negar la positividad existente.



APÉNDICE I. Bibliografía.


1. Sobre las obras de Marx.

Los textos y documentos de Marx han tenido una historia rocambolesca; escenarios de luchas políticas, de censuras, de silenciamientos y maldiciones, aportan material para un relato novelesco dramático, que en la distancia resultaría cómico. Engels fue nombrado albacea de Marx, y a su muerte pasaron a ser custodiados por el SPD alemán. Desde Moscú (el Instituto Marx-Engels conseguiría parte de los archivos) y desde Berlín, se irían publicando selectivamente los inéditos a su conveniencia. No es extraño que muchos documentos estén aún sin publicar, y que textos relevantes no vieran la imprenta hasta décadas después. La Crítica de la filosofía del Estado de Hegel no se conoció hasta 1927; los Manuscritos de 1844 y La Ideología Alemana hasta 1932, y los Grundrisse de 1857-1859 sólo han salido a la luz en 1939-1941. Publicaciones selectivas, sin duda, y a veces con escaso rigor y criterios de edición aleatorios, han estado presente en la pequeña historia de los textos.

A pesar de todo, con sus luces y sombras, la obra de Marx se ha difundido en ediciones de calidad gracias a dos proyectos, conocidos como MEGA (Die Marx-Engels Gesamtausgabe) y MEW (Marx Engels Werke). El primero, muy ligado al Instituto Marx-Engels de Moscú, en ruso y alemán, bajo la dirección inicial de David Riazanov y, tras su purga, de Vladimir Adoratsky; el segundo, más cuidado, sólo en alemán, con intervención de la Academia de las ciencias de Berlín y varias universidades alemanas. El MEW, en 42 tomos, ha servido de base a la mayor parte de traducciones a numerosas lenguas. El proyecto de la OME (Obras de Marx y Engels) de Grijalbo, dirigido por M. Sacristán y del que sólo se editaron 12 volúmenes, sigue al MEW; también siguen esta edición los textos económicos publicados de la editorial Siglo XXI, a cargo de Pedro Scaron. Por ahora sigue siendo la edición más asequible, especialmente desde que el 2012 la editorial Olga Benario realizara una edición digital, de libre descarga, en el enlace: http://marx-wirklich-studieren.net/marx-engels-werke-als-pdf-zum-download/.

Poco a poco se fue extendiendo la necesidad de abordar definitivamente una edición exhaustiva, crítica y profesionalizada. Tras superar múltiples dificultades, el que se viene llamando MEGA-2 logra encarrilarse en la década de los noventa con la fundación de la IMES (Internationale Marx-Engels Stiftung) [145], para que asumiera la responsabilidad de la edición. La IMES, establecida en Amsterdam en 1990, es aglutina actualmente una densa y extensa red internacional de Academias, Universidades y Centros de Estudio e Investigación del máximo prestigio de todo el mundo. El proyecto MEGA-2 recibe subvenciones de numerosas fundaciones y entidades, y en torno a ella se agrupan más de 100 editores de todo el mundo interesados en la publicación de las obras, y participan potentes equipos de investigadores de Alemania, Rusia, USA, Francia, Dinamarca, Holanda, Italia y Japón, y colaboran varias decenas de otros países [146].

El nuevo proyecto editorial Die Marx-Engeks Gesamtausgabe, conocido como MEGA-2, contempla cuatro secciones. La Sección I, con 32 volúmenes previstos, recoge artículos y obras de temáticas filosóficas, económicas, políticas o históricas, así como discursos y escritos varios. La Sección II se dedica a El Capital, con sus tres volúmenes, así como los escriticos preparatorios (Grundrisse) y otros manuscritos sobre la crítica de la economía política. Están programados 15 volúmenes, en 23 libros. La Sección III, con 35 volúmenes, recogerá toda la correspondencia de ambos autores, entre sí y con otras personas. En fin, la Sección IV recogerá escritos y notas diversas, en 32 volúmenes.

Hasta hoy, de los 114 volúmenes previstos, se han publicado más de ssetenta. Los volúmenes se proyectan en dos tomos, uno con el texto y su aparato crítico y el otro con los índices, aclaraciones sobre el texto y muchos datos complementarios de interés. Todo indica que estamos ante el proyecto filológicamente definitivo; el problema es que, como sabemos, la lucha política también se da en la filología, y sea cual fuere la reconstrucción final del texto, siempre quedará la sombra de si ese es el “verdadero” Marx o, en cambio este título corresponde en realidad al Marx de los libros que leyeron millones de personas; libros con carencias filológicas, sin duda, pero que al fin describen el Marx que conocieron, siguieron, apreciaron o denostaron sucesivas generaciones. En todo caso, bienvenida sea la restauración filológica del orden de la escritura, aunque por suerte no cerrará el debate sobre el orden de las razones. Podremos comprobarlo cuando el proyecto se haya cumplido -se esperaba para finales de esta década- y se aprecien sus efectos no sólo en la Academia sino en el pueblo. O sea, aunque la validez científica del proyecto esté por encima de sus efectos prácticos, su validez política habrá de ser confirmada en una doble perspectiva, a saber, si la reconstrucción científica y el mayor rigor filológico nos ofrece un “nuevo” marxismo bien diferenciado del puesto en escena por las ediciones anteriores, y si dicho marxismo es mejor recibido por ofrecer mejores instrumentos de emancipación. Conoceremos mejor la obra a Marx, sin duda, pero no sé si conoceremos mejor el “marxismo", que al fin transcendió a Marx y se instaló en la consciencia social como producción teórica de Marx determinada, y en la determinación quedan incluidas las lecturas que se hicieron de sus obras publicadas.


2. Sobre los estudios marxistas.

La historiografía marxiana es casi doblemente infinita, en cantidad y variedad. El problema no es encontrarla, sino seleccionarla; por eso nos limitaremos a sugerir algunas lecturas, con enfoques muy diversos, que ayuden si es posible a conocer un poco mejor a Marx y, de paso, ilustren la constante y siempre enigmática batalla por Marx. Seleccionamos, con un criterio subjetivo y de proximidad, obras que han tenido y tienen reconocido impacto en nuestro Lebenswelt intelectual.

En cuanto a las biografías, es casi obligado mencionar a la más clásica, de 1918, de F. Mehring, Karl Marx, la historia de su vida (Méjico, Grijalbo, 1957); más actualizada, con el énfasis en el Marx organizador del movimiento obrero, pero igualmente acrítica es la de Heinrich Gemkow, Carlos Marx, biografía completa (Buenos Aires, Cartago, 1975); peculiar y atractiva desde su enfoque anarquista es el trabajo de Maximilien Rubel Ensayo de biografía intelectual (Buenos Aires, Paidós, 1970). Más neutro, cuidando las obras de juventud, es el libro de A. Cornu, K. Marx et E. Engels. Leur vie et leur oeuvre (París, PUF, 1955); muy provocador, revelando el ser vivo oculto bajo el personaje, es el de Francis Wheen, Karl Marx: A Life (Madrid, Debate, 2000). Un trabajo reciente, muy meritorio, que presta especial atención al Marx periodista, es el de Jonathan Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2013). Y, por poner fin, muy sugerente, por tratarse de historia viva, es el libro colectivo Mohr und General: Erinnerungen an Marx und Engels (Berlin, Dietz, 1965), que recoge las rememoraciones de A. Bebel, E. Bernstein, K. Kautsky, P. Lafargue y W. Liebknecht.

Para profundizar en la filosofía de Marx recomendamos como estudio general el denso texto de Michel Henry, Marx (París Gallimard, 1976), en dos volúmenes (I. Une philosophie de la réalité; y II. Une philosophie de l’economie); y el atractivo libro de R. C. Tucker, Philosophy and Myth in Karl Marx (Cambridge, C.U.P, 1972). Para ampliar aspectos particulares de su filosofía recomendamos, sobre la alienación, H. Marcuse, Marx y el trabajo alienado (Buenos Aires, Cepe, 1972) y I. Mészaros, La teoría de la enajenación en Marx. (México, Era, 1978); sobre el debate en torno al “joven Marx”, J. M. Bermudo, El concepto de praxis en el joven Marx (Barcelona, Península, 1975); sobre el humanismo, por el fuerte imparto que tuvo entre nosotros, las obras de A. Sánchez Vázquez, La filosofía de la praxis (México, Grijalbo, 1980) y de L. Althusser, La revolución teórica de Marx (México, Siglo XXI, 1967); sobre el materialismo histórico merece mención el de M. Rossi, La génesis del materialismo histórico (Madrid, Alberto Corazón, 1974), y la preciosa introducción a los conceptos económicos marxianos que nos ofrece E. Mandel en La formación del pensamiento económico de Marx (Madrid, Siglo XXI, 1974). Sobre el difícil tratamiento de la libertad, ver el excelente ensayo de M. Galcerán, El concepto de libertad en la obra de K. Marx, 2 vols., (Madrid, Univ. Complutense, 1984). Del reciente debate sobre la recuperación de los diversos manuscritos económicos, es obligado citar el provocador texto de A. Negri, Marx más allá de Marx (Madrid, Akal, 2012) y el muy documentado de E. Dussel, Hacia un Marx desconocido. Un comentario a los Manuscritos de 1861-1863 (México, Siglo XXI, 1988). Entre las variadas “nuevas lecturas de Marx”, casi siempre “lecturas de El Capital”, recomendamos los libros de I. Meszaros, Más allá del Capital. (Caracas, Vadell Hermanos, 1999; Francis Wheen, Historia de El Capital de Karl Marx (Buenos Aires, Debate, 2007); C. Fernández Liria y L. Alegre Zahonero, El orden de El Capital (Madrid, Akal, 2010); F. Martínez Marzoa, La filosofía de El Capital (Madrid, Taurus, 1983); H. Harvey, El enigma del Capital (Madrid, Akal, 2010) y M. Heineich, Kritik der politischen Ökonomie: Eine Einführung. Stuttgart, Schmetterling Verlag GmbH, 2004. Si menospreciar estas lecturas creativas, debemos seguir recomendando el clásico texto de Roman Rosdolsky, Génesis y estructura de El capital de Marx (Buenos Aires, Siglo XXI, 1989). Recientemente se abrió, y está aún abierto, un apasionante debate sobre el trabajo, que sigue las huellas del excelente y ya clásico texto de André Gorz, Adieux au prolétariat (Galilée et Le Seuil, 1980), de especial significado por sus implicaciones políticas sobre la estrategia, la derivadas en torno a la teoría del valor y las metamorfosis del trabajo en nuestra época del precariado. Destaquemos al respecto las intervenciones de J. Rifkin, El fin del trabajo (Buenos Aires, Paidós, 1996); R Castel, La metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado (Buenos Aires, Paidós, 2006); B. Coriat (El taller y el robot. Ensayos sobre el fordismo y la producción en masa en la era de la electrónica, y El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa (Madrid, Siglo XXI, 1993 y 2001): P. Levín, El capital tecnológico (Buenos Aires, Catálogos, 1997); A. García Linera, Forma valor y forma comunidad (Muela del Diablo Editores, Las Paz, Bolivia, 2009). Y como en el fondo las lecturas de Marx son siembre posiciones filosófico-política, lucha política en la teoría, consideramos de lectura obligatoria el equilibrado y magistral texto de Guillermo Rochabrún, Batallas por la Teoría (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2007), y el más posicionado pero no menos apasionante El Capital de Marx. Afirmación y replanteamiento (Lima, Editorial Ande, 2021)..



APÉNDICE II. Cronología.


1818. Nace Marx el 5 de mayo en Tréveris, en una familia de profunda tradición judía.

1835. Pasa la Abitur, prueba final del Gymnasium. Entra al año siguiente en la Universidad de Bonn para estudiar derecho.

1837. Se traslada a Berlín y continúa los estudios de derecho. Se incorpora al Doktorklub, liderado por Bruno Bauer.

1841. Se doctora en Jena con la tesis Diferencias entre las filosofías de Demócrito y Epicuro, pero se dedicará al periodismo, en el diario Reinische Zeitung de Colonia.

1843. Se casa con Jenny. Cierre del diario. Se exilia a París y contacta con las sociedades secretas socialistas y comunistas. Colabora con A Ruge en la preparación de los Anales Franco-Alemanes.

1844. Publicación de los Anales Franco-Alemanes, con dos trabajos suyos: la Introducción Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel y La cuestión judía. Relee a Hegel y trabaja los textos de la Economía Política de los clásicos; va elaborando los Manuscritos económico filosóficos. Colabora en el Vorwärts, órgano de los obreros alemanes en la emigración. Nace Caroline, su primera hija.

1845. Es expulsado de Francia, y se refugia en Bruselas. Escribe con Engels La Sagrada Familia, que se publica en Frankfort, y al año siguiente La Ideología Alemana, que quedará inédita. En estas fechas escribe las Tesis sobre Feuerbach. Nace su segunda hija, Laura, y poco después, en 1846, Edgar, su tercer hijo.

1847. En el Congreso de Londres fundan la Liga de los Comunistas. Publica La miseria de la filosofía, una dura crítica a Proudhon.

1848. Por encargo de la Liga redacta el Manifiesto del Partido Comunista, que se publica en Londres, en vísperas de las revoluciones. Es expulsado de Bruselas, y se instala de nuevo en París, donde han triunfado las luchas populares. También triunfan en Berlín, y Marx propone el regreso de la Liga a Alemania. Se instala en Colonia y logran sacar un diario, la Neue Rheinische Zeitung, ejerciendo de jefe de redacción. Desde aquí participa en todas las luchas sociales.

1849. Tras censuras, denuncias, acusaciones y juicios diversos, el poder político cierra el diario. La causa inmediata: la publicación por entregas de su ensayo sobre Trabajo asalariado y capital. De nuevo el exilio, esta vez en Londres; logra trasladar su familia mediante una colecta entre amigos. Nace Guido, su cuarto hijo.

1850. Trabaja desde la Liga para dar apoyo a los numerosos exiliados; su familia pasa grandes penurias, ha de cambiar de vivienda en diversas ocasiones. Muere el pequeño Guido, con apenas un año.

1851. Entrega el tiempo que roba a los problemas familiares y a las luchas sociales a preparar su magno proyecto de crítica de la economía política en la biblioteca del British Museum. El New York Daily Tribune le propone ser su corresponsal, cosa que le alivia algo la situación económica familiar. Nace Franziska, la número cinco. También nace Henry Frederick Demuth, su hijo natural con Helene "Lenchen" Demuth.

1852. El Die Revolution publica una serie de artículos de Marx sobre el 18 Brumario. Escribe la famosa Carta a Weidemeyer, donde enumera sus tres logros teóricos más relevantes: el carácter histórico de la lucha de clases, la dictadura del proletariado como fase de transición necesaria y la sociedad sin clases como momento de la historia. Se disuelve la Liga de los comunistas. Muere Franziska, sin cumplir un año.

1855. Sigue su actividad periodística y política normal, y continúa sus estudios económicos. Nace una nueva hija, Eleanora, y muere Edgar.

1857. Comienza la redacción de los manuscritos de los Grundrisse. En Julio nace y muere su último hijo, que no llegó a recibir nombre.

1859. Aparece en Berlín la Contribución a la Crítica de la Economía Política. Colabora en Das Volk, donde ejercerá de director.

1863. Comienza la redacción de El Capital . Al año siguiente se funda la A.I.T., y Marx es elegido miembro de la ejecutiva.

1865. Imparte unas conferencias que constituirán la base de su difundido texto Salario, precio y ganancia.

1866. Marx acaba la redacción definitiva del primer libro de El Capital, que Meissner editará en Hamburgo el 14 de septiembre del año siguiente.

1868. Marx logra que el Consejo General de la AIT rechace la solicitud de admisión de la Alianza de la Democracia Socialista, recién fundada por Bakunin, aunque éste se había declarado discípulo de Marx. Su hija Laura se casa con Paul Lafargue.

1871. Marx sigue de cerca la evolución de la Comuna de París. Redacta el folleto sobre La guerra civil en Francia, que recoge las experiencias. Prepara la segunda adicción alemana de El Capital, que saldrá en 1873

1872. Firma el acuerdo para la edición en francés y sale la edición en ruso. Su hija mayor, Jenny, contrae matrimonio con Charles Longuet.

1874. Se le niega la ciudadanía británica.

1875. Redacta la crítica al Programa de Gotha del SPD alemán.

1877 Sigue trabajando en el segundo Libro de El Capital; participa en el Anti-Düring, de Engels, que se publicará al año siguiente.

1881. Continúa sus contactos con líderes socialistas de todo el mundo, sigue sus estudios sobre Rusia, en los que lleva varios años. El 2 de diciembre murió Jenny von Westphalen, su esposa

1883 Muere su hija mayor, Jenny Caroline Longuet, en París, el once de enero. Muy ligada a su padre, activista en la luca por el spocialismo, estaba casada con Charles Longuet, un luchador destacado en la Comuna de París. Marx la siguió de cerca, dos meses después, el 14 de Marzo. Fue sepultado en el cementerio de Highgate.


J.M.Bermudo (2023)