RICHARD RORTY O EL MIEDO A LA ILUSTRACIÓN





1. Paradoja, provocación y seducción.

Rafael del Aguila [1], profesor de la UAM, ha comparado a Rorty, al "caballero pragmático", simultáneamente con Don Quijote y con Sancho. Con D. Quijote, porque pretende liberarnos de algo: de las malas autodescripciones, de las excesivas pretensiones de la racionalidad, de la desmesura de la emancipación política, de la metafísica de la verdad, etc. Con Sancho, no sólo por sus ropajes de razonabilidad y buen criterio, sino por las propuestas realistas con que nos anima a contentarnos: la democracia realmente existente, el sentido común, el reformismo político, unas esfera privada donde practicar las actividades sublimes que deseamos, la pluralidad de opiniones bien justificadas, etc. Como insinúa R. del Aguila, "aunque el impulso es quijotesco, el propósito es sanchopancesco".

Bien pensado, la peculiaridad de la propuesta de Rorty [2] no es un híbrido de Sancho y D. Quijote, sino la unión y la inversión simultáneas de ambas figuras, un rostro jánico, cuya conciencia soporta la esquizofrenia de un Sancho Panza que usurpa su puesto a "Don Quijote" en lo público, y un Alonso Quijano secuestrado en lo privado. ¿No es esa su propuesta en "Trotsky y las orquídeas silvestres"? [3]. ¿O de ser liberales en política y postmodernos ("postnietzscheanos", según prefiere) en filosofía?

Ahora bien, en estas alternativas, aparentemente paradójicas, reside buena parte del atractivo de su pensamiento; la otra gran fuente de seducción de su discurso radica en su capacidad de provocación. Es provocador proponer moderación, escepticismo y reformismo en nuestra vida pública y reclusión de los sueños alternativos y lo sublime en la vida privada; es provocador proponer en los círculos filosóficos el fin de la filosofía y su disolución en la literatura; es provocador ser filósofo y no creer en el conocimiento; es provocador renunciar a la verdad, la justicia y la racionalidad, al tiempo que se desea gozar de las ventajas derivadas ellas, como la libertad, la solidaridad o la democracia. Su discurso es, sin duda, provocador y original, profundamente seductor para la adolescencia intelectual en que gustan pararse los relojes de la conciencia de nuestro tiempo. Y si aceptáramos su tesis de fondo, según la cual los textos no representan nada, no tienen pretensiones de conocimiento, sino que son intervenciones a valorar por sus efectos, habríamos de confesar que la obra rortyana ha cumplido con creces. Porque es seductor y provocador, porque fuerza a repensar (a "redescribir", dirá él), y porque es el foco en que convergen los diversos frentes de crisis de la razón práctica, Rorty parece llamado a convertirse en el referente clave de la filosofía contemporánea.


2. El contexto: fin de la modernidad.

2.1. Pragmatismo y postmodernismo.

Rorty es uno de los numerosos pensadores que en las últimas décadas se descubren a sí mismos a la sombra de la "crisis de la modernidad", ese tópico de lugar incierto, pues nunca está bien definido si se autoconsideran efectos o agentes de esa crisis. Sus primeras preferencias filosóficas apuntaban hacia los pragmatistas americanos Peirce, James y Dewey, pero sólo este último perduraría en el elenco de figuras inspiradoras de su pensamiento [4]. Pronto desviaría su mirada desde los pragmatistas, perfectamente alineables en el proyecto moderno, hacia la antimoderna "filosofía continental", que ejercerá sobre nuestro autor creciente seducción. Nietzsche, Heidegger, Derrida, Lyotard, Foucault, le sirvieron de guía en su diálogo heterodoxo con la "postmodernidad", que conduce al rechazo de la racionalidad modernidad y, al calor de la batalla, de toda la tradición filosófica postplatónica que ingenuamente pretendiera el conocimiento del mundo y la tutela moral de los hombres. Como en aquéllos con quienes comparte el empeño, no es fácil decidir si busca una alternativa a la crisis de la racionalidad y la política modernas como un hecho histórico irreversible, o si es un militante postmoderno aliado en la lucha contra la razón; y, con ellos, no puede eludir la cómica tragedia del filósofo postmoderno, militante confesional del descriptivismo y amante secreto del cultivo de la seducción. No se resisten a la pasión metafísica de ser profetas, sea con figura de profetas del vacío.

Esta ambigüedad compartida se acentúa en nuestro autor por su fidelidad oficial a su originario pragmatismo, siempre sospechoso de modernidad, lo cual le lleva a una posición inquietante: por un lado, para expiar su impureza, ha de hacer ostentación antiilustrada; por otro, el acento pragmático de su "vocabulario" postmoderno acota y desdramatiza la crisis de la modernidad, reinterpretándola como simple crisis de una de nuestras tradiciones filosóficas (aunque la más dominante), y sin que afecte en nada a los valores morales y políticos de nuestras democracias, al orden de vida occidental. De este modo Rorty trivializa el proyecto de sus compañeros de viaje: la crisis de la modernidad, que en el deconstruccionismo escenifica la trágica situación del hombre que ha perdido la voz, queda travestida en crisis de una corriente filosófica, sin afectar ni al proyecto ético-político moderno, que se mantendrá a flote por sí mismo, ni a la filosofía, que simplemente ha de redefinir su nuevo estatus. Es decir, el fin de la civilización occidental, de su sentido, queda parodiado en mera declaración de guerra a la filosofía ilustrada o, para no robarle grandeza retórica, en guerra a la filosofía racionalista de Platón a Marx. Los mismos tonos épicos del combate quedan amortiguados por la oda que Rorty recita a la tradición ético-política moderna de las libertades y derechos individuales, en definitiva, a la democrática liberal, y por la consolación que nos ofrece al informarnos de que se trata de una mera lucha entre "léxicos", y que la filosofía derrotada encontrará su último refugio en el reino privado de la ficción literaria, donde podrá seguir siendo radical por ser inofensiva.

La crisis queda devaluada al ser doblemente desdramatizada. Por un lado, la muerte de la ilustración filosófica queda amortiguada por la perduración de su más genuino fruto político-moral, que incluye la ciencia, el progreso, el mercado, la división del trabajo, las elecciones, la prensa libre, etc. etc.; por otro, porque acaba una tradición filosófica, pero no la filosofía, con lo cual los filósofos podremos seguir siendo filósofos tras la muerte de la filosofía mala. El mundo perdido ("the world well lost") es simplemente la tradición racionalista ilustrada, incluidos Marx y el primer Wittgenstein. Pero no se hunde el anfiteatro filosófico: en la redescripción de Rorty, aparece una tradición filosófica occidental deconstruida y sepultada por otra en la que Nietzsche, Freud, Dewey, Heidegger, Foucault o Derrida han sido protagonistas. Esta otra es también genuinamente occidental, pero se ha privado a sí misma de los sueños de la razón, cosa que la legitima para seguir viva. Como ella es la autora de la estrategia deconstructivista, ha decidió no aplicarse la crítica. Rorty la reinterpreta como golpes, más o menos acertados y decisivos, a la pretensión de verdad, a la pretensión de justicia, a la pretensión de fundamentar y dirigir el mundo por la razón; pero evita que dirija sobre sí misma las dudas, las sospechas, la crítica, que con tanta fecundidad usa contra su otro. Es la "otra" la que comedió el pecado de situarse en el "ojo de Dios".

Al parecer, todo el espectáculo ha tenido lugar en el seno de la filosofía, una figura más de la escenificación de la eterna lucha entre lo que Hume llamaba "razón afirmativa" y "razón negativa" y Rorty renombra "metafísico" e "ironista": "El tema de la teoría ironista es la teoría metafísica. (...) La meta de la teoría ironista es comprender el impulso metafísico, el impulso que conduce a la teorización, y, asimismo, a librarse enteramente de él" [5]. Pero mientras que Hume estimaba que cualquier victoria era efímera y cualquier derrota falsa, Rorty viola las reglas de la escena y cree ver una apoteosis final. La victoria, valora Rorty, ha caído del lado de las posiciones más favorables a la independencia de la cultura occidental. Han caído los fundamentalismos, las pulsiones metafísicas, las tentaciones racionalistas. La filosofía se ha desautorizado a sí misma; ha perdido sus credenciales para determinar la verdad y la justicia, ha aceptado que nada puede con las creencias y las costumbres. La filosofía occidental, si creemos en la lógica de Rorty, ha salvado la política occidental suicidándose, decretando su propio ostracismo.


2.2. Metateoría y política.

Bien mirado, aunque se habla de filosofía lo que está en juego es la política. Aunque quede oculta en el debate, aunque no aparezca en los escenarios metateóricos, la crisis de la modernidad es para Rorty un asunto político. A nuestro entender, la tesis más lúcida del filósofo estadounidense -sin compartir la interpretación que hace de la misma- y en la que insiste reiteradamente, exige una valoración política de la filosofía. Se le ha criticado que, a pesar de la insistencia, la política no hace nunca acto de presencia. Bernstein ha dicho: "Lo que encuentro más criticable en la estrategia de Rorty es que nos aleja de alternativas pragmáticamente importantes que necesitan ser confrontadas" [6]. E insiste: "Rorty raramente desciende de su altura metafilosófica a los argumentos sustantivos" [7]. Y radicaliza: "Aunque el manifiesto de Rorty concierne a la democracia liberal, a las responsabilidades públicas y a las utopías políticas, es curioso qué poca política uno encuentra en este libro (Contingency, Irony and Solidarity). En realidad, a pesar de sus batallas contra la abstracción y los principios generales, tiende a dejarnos con vacías abstracciones" [8].

Aparentemente, así es. Y, si creemos a Wallach, este mal no sería genuinamente rortyano, sino común a los presupuestos de fondo de todo el debate filosófico contemporáneo: "Este problema proviene en parte del origen relativamente apolítico de sus empresa teórica. Cuando fueron inicialmente escritas las teorías de la justicia de Rawls y del comunitarismo crítico de Rorty, MacIntyre y Sendel, o fueron ambiguas como teoría política o no era teoría política en absoluto. Ninguno vio lo que hacía como fundamentalmente teoría política o crítica política, y el punto de partida para ambas corrientes, liberales y comunitarios, queda fuera del dominio político, sea cual sea la forma que se defina. Esta relación fundamentalmente externa con el mundo político -diferente en cada caso- contribuye significativamente a limitar su proyecto. Lleva a ambas corrientes a no comprender la naturaleza de lo político y de la experiencia política del ciudadano -la propia relación entre teoría política y prácticas tradicionales, en particular. El resultado es que ninguno de ellos está bien situado para poner de relieve la naturaleza de la injusticia en las sociedades contemporáneas o para indicar cómo los teóricos de la política pueden ayudar a su mejora. Mi intención aquí es iluminar este debate entre liberales y comunitarios e ir más allá de ellos" [9].

No obstante, no deberíamos menospreciar el contenido político de un debate metateórico; a veces el lugar del discurso responde a una elección política, es decir, a razones estratégicas y pragmáticas conformes al modelo social que oculta o manifiestamente se pretende defender. En cualquier caso, el pensamiento de Rorty gira en torno de la necesidad de redefinir la relación entre la filosofía y la política, y aquí radica su actualidad, su carácter contemporáneo; y su objetivo ideológico parece ser el de blindar, bunkerizar un modelo político, y en ello reside su aspecto más vulnerable.

Aunque el lugar del discurso elegido por Rorty sea convenientemente epistemológico y metateórico, todo él tiene una dirección política precisa: la defensa de la tradición cultural liberal, en su forma institucional genuinamente americana. No sabemos si Rorty se alegra más por el hundimiento de la filosofía del fundamento y de su potencia justificativa o por la sobrevivencia de los valores que la misma generó, difundió y defendió. Parece como si el hundimiento definitivo del barco acabara con la zozobra del cargamento, que se mantendría enigmáticamente a flote por sí mismo, sostenido por la colaboración de los tripulantes. Lo cierto es que se opondrá a cualquier empeño de "reconstrucción de la filosofía" (Putnam), a cualquier reintento de elaborar una nueva fundamentación de los valores y proyectos (Habermas); e igualmente se distanciará de quienes, en versión pesimista, declaran la muerte de esos valores y formas de vida junto a la filosofía que los engendró (Foucault o Lyotard). Y esta posición rortyana nos parece sospechosa.

Rorty propone superar la "pasión metafísica", el instinto fundamentador, la necesidad de justificaciones racionales fuertes para nuestros comportamientos morales y políticos; propone superar el instinto ilustrado. Pero, en cambio, al mismo tiempo propone conservar y proteger los logros prácticos y los valores esenciales de esta tradición cultural: libertad, derechos, solidaridad, igualdad, privacidad, tolerancia. Propone conservarlos y defenderlos sin razones fuertes, con un pensamiento débil y sometido a la contingencia. Pero, ¿por qué? ¿Por qué renunciar a una tradición filosófica que ha acreditado su eficacia pragmática para sostener esos valores que se desean conservar? ¿Por qué la filosofía ha devenido un estorbo si no engendró el monstruo? ¿Por qué matar al mensajero? Creo que empezaremos a comprender el presente cuando logremos entender por qué una tradición filosófica pragmática se revela contra la racionalidad ilustrada.

Rorty pertenece a esa retórica contemporánea que cabalga sobre el fin de la filosofía y el triunfo del "pensamiento único", dos tesis indisolubles, pues la aceptación de un orden sociopolítico como indiscutible, en particular las democracias liberal-capitalistas occidentales, como referente único de fines, criterios y valores, exige la neutralización de la filosofía. Hume ya lo había anticipado: el regreso a la fe implica el abandono de la filosofía; ésta sólo progresa en el pantanoso terreno de las dudas y las esperanzas. Decretar la esterilidad política de la filosofía, como los otros muchos decretos de muerte que ha sufrido en la historia, parece menos una posición filosófica que una posición política; o una lucha filosófica que enmascara una lucha política.


3. El "ironista" y el "metafísico".

La obra de Rorty se articula sobre diversas problemáticas, trincheras bien coordinadas de su estrategia; para nuestro propósito actual destacaremos dos. Por un lado, su reformulación pragmatista de la filosofía, al filo de la deconstrucción de la tradición filosófica racionalista; por otro, su apuesta por una ontología de la contingencia. Ambos posicionamientos, que analizaremos sucesivamente en éste y en el siguiente apartado, están orientados a la tarea simultánea de justificar el orden liberal y rechazar la filosofía ilustrada.


3.1. La deconstrucción de la tradición platónica.

En el ensayo "Ironía privada y esperanza liberal" [10], Rorty personifica las corrientes filosóficas pragmática y platónica en las figuras de "el ironista" y "el metafísico", respectivamente. En rigor, ambas figuras representan las dos tentaciones intrínsecas de la filosofía, cuya relación escenifica dos mil quinientos años de pensamiento. Pero Rorty prefiere ver la historia como obra de la pasión metafísica, guardando la belleza y el valor de la crítica para los filósofos postnietzscheanos. La historia de la filosofía moderna podría leerse perfectamente como este esfuerzo inagotable por desprenderse y no recaer en la vilipendiada metafísica [11]. En el fondo, como ya hemos apuntado, la pugna entre la tradición ironista y la tradición platónica es una versión renovada de la pugna incansable entre la actitud escéptica y la actitud dogmática -un escepticismo cada vez más afilado y agudo contra el dogmatismo monolítico de siempre.

No es necesario redescribir una nueva "narración dramática del espíritu", aunque "relatarse a sí misma" parece ser la pasión de la filosofía postmoderna. Esta empresa ya la ha llevado a cabo brillantemente Habermas, por duplicado, en el ensayo "La Unidad de la razón en la multiplicidad de sus voces", recogido en Pensamiento postmetafísico [12], y en el escrito "Cuestiones y contracuestiones" [13]. En el fondo se trata de leer la historia de la filosofía como confrontación entre dos respuestas antagónicas al problema unidad/pluralidad, y "disolver el problema" argumentando que las soluciones vienen predeterminadas por las posiciones hermenéuticas, por los instrumentos conceptuales, por los vocabularios. Así, las posiciones se polarizan según se use un vocabulario de términos relativistas u objetivistas. Un vocabulario relativista supone una teoría de la verdad como práctica de justificación social e induce hacia el "Postulado de la Pluralidad"; un vocabulario objetivista implica una teoría de la verdad como correspondencia y condiciona el "Postulado de la Unidad".

Sobre la base gestada por la sociología crítica y el deconstruccionismo (de Horkheimer-Adorno a Foucault-Derrida), que todos aceptan como tarea negativa, se perfilan los intentos diversos de alternativa. Rorty se alinearía con el relativismo, aunque reformulándolo y buscando una tercera vía que escape a la polarización; Habermas se situarían en posiciones objetivistas, buscando entre las ruinas del sujeto trascendental restos con que reconstruir la razón práctica, aunque sólo sea con la débil estructura del diálogo y de la intersubjetividad.

Es decir, según Habermas, por un lado estaría la actitud historicista, que mantiene una postura afirmativa respecto a la pluralidad de universos de discurso y a su inconmensurabilidad mutua, lo que comporta la aceptación del carácter irreductiblemente múltiple de la verdad; por otro lado estaría la actitud transcendentalista, la cual confía en discursos conmensurables y verdades universales, que permiten ir más allá de los contextos meramente locales de los diversos vocabularios etnográficos. Ambas actitudes, piensa Habermas, al agudizarse, se convierten en totalmente antagónicas y abocadas al fracaso: el historicismo puro se transmuta en relativismo e irracionalismo insostenibles; el puro trascendentalismo, en absolutismo indefendible. El reto al que se enfrenta la filosofía contemporánea es el de establecer sólidamente una sintética vía media (Habermas), o una vía alternativa (Rorty).

Como se ve, el problema de la filosofía contemporánea resulta ser el mismo de siempre: los viejos problemas y las viejas soluciones; si bien, eso sí, relatados en vocabularios renovados. Si la posición "objetivista" o "transcendentalista" parece dominante en la tradición occidental, es trivial que la posición "relativista" o "historicista" está presente a lo largo de los siglos. Rorty y Habermas no suponen ninguna ruptura; si acaso, una figura nueva de esa escenografía de la razón. Pero Rorty tiene conciencia de revolucionario y, para radicalizar la ruptura, procede a una redescripción sugestiva de la filosofía occidental. El nuevo metarrelato, por supuesto, no tiene pretensiones de verdad; sólo se constituye como telón de fondo sobre el cual resaltar la originalidad de su propuesta. Pero, para entender a Rorty, hay que leer este fondo, que enseguida narramos.

Para nuestro autor, la tradición platónica -que acaba no sólo protagonizando, sino absorbiendo toda la filosofía occidental- se caracteriza por plantearse el quehacer filosófico como una tarea fundamentadora. La filosofía occidental es obra del amor al fundamento. Para ello la filosofía se ve obligada a ocupar, o a fingir que ocupa, un lugar prominente desde donde decir lo que las cosas son: un lugar "a fuera", externo, independiente y neutro respecto a las cosas mismas, sean del tipo que sean. Su pretensión es ver desde la perspectiva divina, situarse en el "ojo de Dios" (como dice Putnan) o en el "entendimiento divino" (como ya decía Hume). Esta conciencia de sí de la filosofía se articula, según Rorty, en cuatro tesis, bien entrelazadas, relativas sucesivamente a la verdad como correspondencia, al lenguaje como representación, al sujeto como esencia y a la comunidad como identidad o comunidad política. De las cuatro tesis, la primera es la más relevante, pues configura lo que Rorty llama una concepción epistemologizada de la verdad. Esta concepción de la verdad exige una concepción representacionalista del lenguaje (segunda tesis), que a su vez supone una concepción esencialista del sujeto, la cual, en fin, comporta una concepción compacta de comunidad.

En la tradición platónica, ciertamente, la verdad se constituye como una cuestión cognoscitiva, como un descubrimiento o desciframiento intelectual, como un hallazgo racional. Este supuesto lleva implícita una progresión que implica el establecimiento de dos tipos de verdad: la verdad de apariencia o ficticia (opinión, doxa), de carácter previo; y la verdad verdadera o real (saber, episteme), con carácter terminante. Es decir, se distingue entre la facticidad de la certeza vigente (que será repudiada) y la validez trascendente de la certeza racionalmente ideal (que será hipostasiada). En la medida en que se trata de adecuar o de hacer corresponder la primera con la segunda, la dicotomía misma revela, en el fondo, una concepción unitaria de la verdad. Esta se piensa como algo incondicionado, universal y necesario que se instituye como fundamento ahistórico desde donde decir la auténtica realidad de las cosas; así se produce la divinización o "encantamiento del mundo", al pensar éste como regido por algo que trasciende su mera facticidad. El avance intelectual, de esta manera, se entiende como un proceso de convergencia hacia esta perspectiva absoluta, como una labor de conquista o descubrimiento del secreto, por vía de la acumulación y mediante un marco conceptual de carácter lógico que se articula alrededor de los puntales falso-verdadero.

Esta verdad única, verdad del ser, es escritura en el ser y se vehicula exclusivamente mediante el lenguaje, con lo cual éste se constituye como medio de representación. Los diferentes léxicos equivalen a diferentes piezas de una sola totalidad que no pueden dejar de coincidir en un único léxico, conclusivo u original. Todos los juegos lingüísticos pueden sublimarse o reducirse a las pautas verbales que rigen el juego de todos los juegos, trascendiendo así las respectivas particularidades. El sueño de un lenguaje universal, que se corresponde con la traducibilidad recíproca de los lenguajes culturales, es la tesis inherente a la verdad como correspondencia y al supuesto del mundo encantado.

La verdad como correspondencia y el lenguaje como representación de esta verdad exigen, a su vez, un soporte activo o pasivo, una entidad donde se hagan efectivas las citadas correspondencia y representación y, así, permita cerrar y avalar todo el proceso. Se impone, pues, una concepción esencialista del sujeto que diferencie entre su en sí y sus determinaciones; una comprensión del yo que distinga entre sus constituyentes intrínsecos o esencia y sus atributos accidentales. En definitiva, es necesario el supuesto de un sujeto trascendental que permita pensar la identidad de naturaleza de esas esencias, lo común de esos sujetos, aportando la garantía de la objetividad y neutralidad de las relaciones representadas.

Por último, y es lo más importante para nuestro empeño, hay que pensar la comunidad en base a esa identidad de esencia de los sujetos. La naturaleza humana es considerada como universalmente compartida. En virtud de esto, lo individual (intereses privados) y lo social (intereses públicos) se constituyen como un todo compacto, idealmente identificados. Las prácticas e instituciones sociales se vinculan directamente a los resultados de la especulación teórica universalista fundamentadora. La comunidad de conocimiento, de lenguaje y de naturaleza, permite al hombre trazar fines y objetivos prácticos comunes. Aunque se garantice un cosmopolitismo abierto, es inevitable el establecimiento de una nítida distinción entre persuasión y fuerza, entre causas que son razones y causas que son meras causas; y, por consiguiente, una rígida delimitación entre moralidad y prudencia. El avance político, articulado desde la noción de objetividad, responde a las progresivas apropiaciones de una meta determinada de antemano.


3.2. La propuesta pragmatista.

Contra este logocentrismo representado por la dominante tradición platónico-cristiana-ilustrada se levanta la tradición ironista en la que se reconoce Rorty. Esta tradición entiende el quehacer filosófico como una tarea redescriptiva, como "narrativa histórica" consistente en enfocar y relatar de formas múltiples las diferentes figuras del pasado intelectual. La filosofía renuncia a ocupar un lugar trascendente, a salvo de las contaminaciones, y asume la propia contingencia histórica de su tarea. De "ojo de Dios" pasa a ser mirada humana.

Rorty procura que esta comprensión de la filosofía se oponga punto por punto a la tradición anterior. En particular, su relato cuidará que la nueva filosofía se articule en cuatro tesis ordinalmente contrapuestas a las enumeradas de la tradición platónica. En síntesis, se trata de la verdad como construcción, del lenguaje como instrumento, del sujeto-radar y de la comunidad escindida o apolítica, que pasamos a resumir.

En la tradición ironista la verdad se constituye como una cuestión pragmática, es decir, como cuestión de realización práctica o de construcción social. La verdad equivale a mera afirmabilidad justificada contextualmente, de tal manera que se descarta toda distinción entre argumentos socialmente aceptados y argumentos idealmente válidos, entre lo que es bueno de creer y lo que se corresponde con la realidad, entre opinión y saber. El "valor significativo" de la verdad se diluye en su "valor de uso". Esta comprensión supone una concepción plural de la verdad, que asume su carácter inmanente -su ineludible locus interno- y, así pues, su particularidad y contingencia, con el efecto de la desdivinización o desencantamiento del mundo. El avance intelectual, a partir de esto, se entiende como un proceso de sustitución, como una labor de experimentación por vía de la diversificación y mediante un marco metafórico de carácter dialéctico que se articula alrededor de los puntales viejo-nuevo.

Esta concepción desepistemologizada de la verdad se vincula a una concepción antirepresentacionalista e instrumental del lenguaje. Los diferentes léxicos equivalen a herramientas diversas que se caracterizan por ser irreductibles una a otras y por ser relevables alternativamente según su adaptabilidad a la situación de hecho concreta, siempre condicionada históricamente, siempre contingente. No hay ningún "metavocabulario", ningún criterio verbal último, que permita, desde fuera, escoger entre la pluralidad de las prácticas lingüísticas concretas.

El ser humano se describe como una red -sin centro- de creencias y deseos, un sujeto-radar que capta y responde a los estímulos, que no es en el fondo más que ese sistema de comunicación, y no ya un ser que tiene estos deseos y creencias. No puede haber ninguna definición de lo específicamente humano como algo previo o por debajo del proceso de socialización que lo constituye. El abandono de cualquier noción de naturaleza intrínseca comporta, pues, una concepción antiesencialista -obligadamente contingente-del sujeto.

En fin, el repudio de toda instancia trascendente lleva a postular la inconmensurabilidad entre la vía del fundamento y la vida ético-política: las prácticas e instituciones sociales ya no pueden determinarse desde ninguna perspectiva fundamentadora, sino que sólo pueden justificarse desde dentro de ellas mismas, desde su inexcusable contingencia histórica. Esto supone una perspectiva etnocéntrica y multiculturalista que sostiene la equiparación (o, como mucho, un uso dicotómico atenuado) de las nociones de moralidad y prudencia, con el consiguiente alejamiento de cualquier tipo de obligación moral apriorística compartible intracomunitariamente e intercomunitariamente. Desde aquí se eleva una concepción distendida de comunidad, caracterizada por la separación radical del orden privado respecto al orden público. El avance político, articulado desde la vigencia de la solidaridad, responde a las sucesivas tentativas hacia una meta siempre abierta.

Ahora bien, Rorty considera que lo suyo no es otra propuesta filosófica, sino una manera de eludir la filosofía. El abandono de la filosofía platónica por los pragmatistas se debería a su consideración de que "la tradición platónica ha dejado de tener utilidad" [14]. No quiere decir que propongan otra mejor: "Ello significa que dispongan de una nueva serie de respuestas no-platónicas a las preguntas platónicas; lo que más bien creen es que deberíamos dejar de formular estas preguntas de una vez por todas. Pero al sugerir que no formulemos preguntas acerca de la Verdad o de la Bondad no apelan a una teoría de la naturaleza de la realidad o del conocimiento por el cual "no existen cosas tales" como la Verdad o la Bondad. Ni tampoco defienden una teoría "relativista" o "subjetivista" de la verdad o la Bondad. Les gustaría cambiar de tema, eso es todo" [15].

En el fondo, la virtud que Rorty encuentra en el pragmatismo es su rechazo radical a toda pretensión de fundamento del conocimiento o de la moral; así se comprende su rechazo de la tradición filosófica. Efectivamente, es difícil pensar la filosofía al margen de esas pretensiones de conocimiento, de validez, de afirmación (más o menos dogmática) del ser y del deber; como es imposible pensar la filosofía racionalista y moderna al margen de sus pretensiones de cuestionamiento, desmitificación, crítica o deconstrucción. Ambas pretensiones definen ese juego de la razón debatiéndose entre su pasión de afirmar y su exigencia de negar. El rechazo rortyano de la metafísica, su negación de cualquier posibilidad de conocimiento absoluto, de evidencias cartesianas o firmezas kantianas, es hoy trivial; tales supuestos son el límite filosófico de la contemporaneidad. Aquí Sancho ve ideales caballerescos en rutinas aceptadas; ya no hay fantasmas metafísicos que combatir; por eso carece de sentido y oportunidad la neurosis deconstruccionista en desvelar las "impurezas de la razón". El desafío actual es el que sigue a cualquier batalla: enterrar a los muertos y establecer qué podemos hacer con los restos del naufragio, qué podemos construir en los huecos no surcados. Es una ficción ingenua pensar que en la guerra salen derrotadas las armas. La razón siempre triunfa en las querellas filosóficas: es ella la que decide, en el guión del relato y del metarrelato, si vive, muere o se reconvierte. Mientras no se garantice que el silencio de la razón no lleva a la barbarie, tendremos "buenas razones" para seguir aferrados a ella.


4. Filosofía y contingencia.

4.1. El yo y el lenguaje.

El reto de la filosofía contemporánea pasa por adecuar su discurso a una realidad que cada vez se representa en el pensamiento con rasgos más acentuados de indeterminación. La pasión intrínsecamente filosófica de cerrar el universo, el significado, la moralidad o el derecho, ha de reajustarse a un mundo (natural, social, moral, estético) que no sólo se impone como universo abierto sino que se resiste a ser sometido enteramente a la determinación. Este es un tema filosófico que aquí no es abordable, pero que debíamos aludir aunque sólo sea para decir que la propuesta de Rorty debe enmarcarse en esa problemática, analizarse como un intento por asumir una ontología de la indeterminación. Esfuerzo que estimamos insatisfactorio, en tanto que la forma de asumir el problema de la razón ante la indeterminación se resuelve con la renuncia a afrontar el obstáculo.

Una de las formas más espectaculares de aparecer la indeterminación en el pensamiento contemporáneo (junto a los paradigmas metodológicos de la interactividad y del procedimentalismo) es la revalorización de la contingencia. Y Rorty ha sabido acumular y articular en una ontología de la contingencia buena parte de la producción filosófica postnietzscheana en ese sentido; ha sabido interpretar que la crisis del fundamento (como fundamento racional e incontrovertible) tanto en las ciencias como en la vida práctica lleva a un desenlace: la ontología de la contingencia. Pero Rorty no vive esto como una crisis dramática, sino como saludable terapia. En definitiva, la crisis ontológica invita a abandonar la razón, a negarle toda legitimidad para dar sentido a nuestras vidas, a mecernos en el regazo cálido de las tradiciones etnográficas y de las creencias y rituales compartidos: "La línea de pensamiento común a Blumenberg, Nietzsche, Freud y Davidson sugiere que intentamos llegar al punto en el que ya no veneramos nada, en el que a nada tratamos como a una cuasi divinidad, en el que tratamos a todo ‑nuestro lenguaje, nuestra consciencia, nuestra comunidad‑ como producto del tiempo y del azar. Alcanzar ese punto sería, en palabras de Freud "tratar al azar como digno de determinar nuestro destino"" [16].

Nuestro yo, sin esencia ni naturaleza, queda como simple efecto de la "huella ciega" (blind impress) de la contingencia. Somos hijos del ciego azar, de hechos sin sentido; nuestro modo de ser es la marca de la arbitrariedad. Freud le sirve aquí de apoyo: "Podemos empezar a comprender el papel de Freud en nuestra cultura concibiéndolo como el moralista que contribuyó a desdivinizar el yo haciendo remontar la consciencia a sus orígenes, situados en las contingencias de nuestra educación" [17]. Freud puso de relieve que el yo es una pura idealización del narcisismo de la niñez, "Freud echa abajo las distinciones tradicionales entre lo más elevado y los más bajo, lo esencial y lo accidental, lo central y lo periférico. Nos deja con un yo que consiste en un tejido de contingencias antes que un sistema de facultades estructurado al menos virtualmente" [18]. Freud, nos dice Rorty fascinado, nos proporciona otro léxico, inconmensurable con el de la tradición platónica, para redescribirnos a nosotros mismos. Y si le preguntáramos qué razones hay para preferir el vocabulario freudiano, nos diría que ninguna, que la pregunta es pre-freudiana, que la opción por el nuevo relato es libre, espontánea, si acaso fruto de la potencia seductora de su belleza.

Esta deconstrucción del yo tiene efectos epistemológicos y éticos relevantes. La conciencia de sí como un manojo de datos particulares, casuales y contingentes ("flujo de sensaciones", decía Hume) cuyo orden e identidad, siempre débil y precaria, es el resultado de un proceso de redescripción, nos libera de toda sumisión a la trascendencia; la conciencia de que somos obra de nuestros relatos, nos enfrenta a la necesidad de hacernos a nosotros mismos: "(Nietzsche) tenía la esperanza de que cuando hubiésemos caído en la cuenta de que el "mundo verdadero" de Platón era sólo una fábula, buscaríamos consuelo, en el momento de morir, no en el haber trascendido la condición animal, sino en el ser esa especie peculiar de animal mortal que, al describirse a sí mismo en sus propios términos, se había construido a sí mismo" [19]. Estas redescripciones no tienden a captar la sustancia enterrada; son el proceso constructivo del yo. Y en esa redescripciones nos lo jugamos todo: si fracasamos, seremos lo que las redescripciones de otros nos lleven a ser. Por tanto, al parecer, nada más fácil que la liberación: basta autorelatarnos, fingirnos otras genealogías, narrar de otra forma nuestras biografías. ¡Sugestivo para amantes de consolaciones!

Rorty llama así a sustituir al filósofo por el "poeta vigoroso" de la redescripción; aquel busca conocer una esencia, éste busca crear una realidad: "Los filósofos relevantes de nuestro siglo son los que han intentado marchar en la dirección de los poetas románticos mediante una ruptura con Platón, concibiendo la libertad como el reconocimiento de lo contingente" [20]. ¿Quiere decir Rorty que basta llamar a las cadenas guirnaldas de flores para dejar de ser esclavos? No es tan fácil; pues el efecto mágico de la liberación exige sustituir la vieja metáfora muerta ("cadenas de hierro") por otra nueva y viva ("guirnaldas de flores"); y para eso hay que crear un nuevo léxico, cosa sólo al alcance de los "poetas vigorosos". Pero tampoco es difícil, pues los hombres vulgares siempre tienen la posibilidad de elegir el léxico que, cual espejo encantado, más bello le pinte; se trata de elegir la redescripción más ventajosa entre las que ofrezca el mercado literario.

Esas redescripciones variadas no pueden ser valoradas ni cognitivas ni moralmente en términos de racionalidad; todas son igualmente válidas. Todos los vocabularios son suficientemente fuertes para hacer aparecer como buenas o malas, verdaderas o falsas, alternativamente. La verdad es lo que conviene creer (W. James), "un ejército de metáforas móviles" (Nietzsche). Y el proyecto ético ha de separar lo público de lo privado, distinguir "tajantemente entre una ética privada de la creación de sí mismo y una ética pública de acomodamiento mutuo" [21]. No hay puente entre ambas, no hay esperanza en conseguir creencias o deseos universalmente compartidos, propios de seres humanos. Nuestros fines privados, dice Rorty siguiendo a Freud, son "tan idiosincrásicos como las fobias y las obsesiones inconscientes de las que se han desprendido". Se consuma así la crisis de la razón práctica.

Para Kant el problema ético no era teórico, pues sabemos qué debemos hacer, sino práctico o de determinación de la voluntad conforme a ese deber conocido; en todo caso, no era imposible el cumplimiento del deber, el ideal moral no era una fábula. En la filosofía contemporánea el problema ético es, a un tiempo, teórico y práctico; además, es trágico. Teórico, porque la crisis del fundamento impide conocer qué debemos hacer; práctico, porque la ontología de la indeterminación pone la acción como fruto del azar; trágico, porque cualquier solución sería ficticia y perversa. Rorty lleva al límite la crisis de la razón moral: la vida privada no es su lugar y la pública sólo es lugar de la prudencia.

Es contingente el yo. También es contingente el lenguaje, el "vocabulario", siendo cada uno de ellos una forma arbitraria de hablar sobre el mundo. "De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer argumentos en contra del léxico que me propongo sustituir. En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se presente atractivo, mostrando el modo en que se puede emplear para describir diversos temas" [22]. Y es contingente la comunidad: "Figuras como Nietzsche, William James, Freud, Proust y Wittgenstein ilustran lo que he llamado "libertad como reconocimiento de la contingencia". En este capítulo sostendré que ese reconocimiento es lo principal virtud de los miembros de una sociedad liberal, y que la cultura de esa sociedad debiera tener como objetivo curarse de nuestra "profunda necesidad metafísica"" [23]. Rorty sigue de cerca la tesis de J. Schumpeter, para quien el distintivo del hombre civilizado consiste en reconocer el carácter relativo de la validez de las propias convicciones y en defenderlas, no obstante, resueltamente; y de I. Berlin, quien comentando a Schumpeter añade que, si bien pedir más que eso tal vez sea una necesidad metafísica incurable, permitir que esa pasión determine nuestra práctica es síntoma de inmadurez moral y política profundas. Asumiendo la indeterminación, la verdad es sustituida por la pretensión de validez y la moral por las convicciones.

No ignoramos que el problema filosófico clave de nuestro tiempo es el de pensar la indeterminación, que poco a poco se impone desde el dominio de las ciencias físicas al del sentido común; el propio modelo de producción, fragilizando las relaciones con los objetos de consumo, acaba por incluir en el efímero los sentimientos y las ideas; y lo efímero es la ventana al reconocimiento de la indeterminación. Pero la filosofía nació así, imponiendo el logos a lo indeterminado. Cada revolución filosófica -pensemos en el paso del "mundo cerrado" al "universo infinito"- ha sido, en el campo de la representación, una sustitución de una forma de determinación por otra, un cambio de una representación del ser por otra. Hoy, desde la física cuántica a la democracia, parecen poner el problema urgente de una nueva representación de la realidad, de un nuevo sentido para el hombre, el lenguaje, la ética y la ciudad; lo que nos parece sospechoso es que, ante el reto, la alternativa sea la disolución de la filosofía en la literatura.


4.2. La comunidad política.

Contingente el yo, contingente el lenguaje y contingente la comunidad política. En el fondo, la contingencia del lenguaje y del yo parecen destinadas a construir un nuevo vocabulario desde el cual, al tiempo que se enuncia la tesis general de la contingencia de la comunidad política, se defiende la mayor aptitud de este vocabulario de la contingencia para promover la comunidad liberal: "En este capítulo voy a defender que las instituciones y la cultura de una sociedad liberal estarían mejor servidas por un léxico de la reflexión moral y política que evitase las distinciones que he enumerado, que por un léxico que las conservase. Intentaré mostrar que el léxico del racionalismo ilustrado, si bien fue esencial en los comienzos de la democracia liberal, se ha convertido en un obstáculo para la preservación y el progreso de las sociedades democráticas. Sostendré que el léxico que he insinuado en los dos primeros capítulos -un léxico que gira en torno a las nociones de metáfora y de creación de sí mismo, y no en torno a nociones de verdad, racionalidad y obligación moral, es más adecuado para ese propósito" [24].

Curiosamente, Rorty no deja todo al azar, no se entrega a la contingencia; parece que tiene argumentos para elegir el léxico, la filosofía, o la comunidad; y parece que subordina a esa defensa la elección del léxico que proporciona una nueva concepción del "yo" y del "lenguaje". Rorty prefiere un vocabulario débil, ajeno a las distinciones verdadero/falso, moral/inmoral, justo/injusto, racional/irracional. Si se tratara de mera preferencia subjetiva, nada tendríamos que alegar; pero afirma que dicho léxico es preferible a un vocabulario "fundamentalista" cara a defender el progreso de las sociedades democráticas (siendo ésta una preferencia tout court). Y aunque compartimos con Rorty el rechazo de fundamentalismos metafísicos, no tenemos motivos -no nos seduce suficiente su discurso- para optar por su "léxico".

Las "razones" que aporta Rorty son débiles en cuanto que él mismo reconoce que el léxico ilustrado de los derechos del hombre y del ciudadano, basado en una idea del hombre como sujeto de derechos, de autoconciencia, de libertad e igualdad, ha sido históricamente muy útil en la defensa de las instituciones y valores democrático liberales. Dada esa utilidad, y aunque la crítica a la razón epistemológica no permita hablar de fundamentos, ¿por qué rechazar ahora un léxico que ha probado su eficacia en la defensa de unos valores y modelos de vida que Rorty no cuestiona?

El profesor estadounidense recurre a dos vías argumentativas. Una, señalando que esas ventajas históricas ya han desaparecido, que si ese vocabulario fuerte, ilustrado, de la verdad, la justicia y la obligación, en su origen favoreció los valores occidentales, ahora ha devenido perverso: no sirve para conservar el progreso y la democracia. Otra, distinguiendo entre ser causa (propio del vocabulario ilustrado) y ser útil (propio del vocabulario pragmatista): nuestro orden sociopolítico no es fruto de la filosofía liberal, sino de la contingencia, de hechos dramáticos, de luchas y sufrimientos [25]; no es fruto de la razón en la Historia. La filosofía, en todo caso, fue un apoyo externo útil.

Obviamente, el primer argumento es gratuito, pues desplaza el problema a valoraciones empíricas complejas que no aborda. Aun aceptando la hipótesis, poco realista, de que la democracia liberal y su cultura estuvieran perdiendo credibilidad, ¿por qué atribuírselo a la debilidad o inconveniencia del léxico ilustrado y no a nuevas circunstancias sociales y a carencias o déficits del mismo programa democrático liberal? ¿Hay que pensar, con el Lukács de la "destrucción de la razón", que cuando ésta no sirve para mantener una forma de poder político la estrategia de dominio pasa por desautorizarla y mantener el poder sin la razón?

El segundo argumento, más genuinamente filosófico, no es definitivo: aun aceptando que el discurso ilustrado no pueda ser considerado "fundamento" en el sentido clásico (lo que supone, según Rorty, aceptar otro vocabulario sin que haya razones para ello), sino simple apoyo retórico externo del orden ético-político de la democracia liberal, ¿por qué despreciarlo? No por su no ser fundamento, pues Rorty no puede conceder ese estatus a ninguna otra filosofía. En consecuencia, la "ilustrada" y la "pragmatista" aparecerán como dos retóricas que se disputan la competencia como apuntaladoras del discurso de los derechos y las libertades, competencia que, en enfoque rortyano, sólo puede decidirse según la eficacia. Con lo cual estamos en el primer argumento.

Además, resulta que el propio Rorty, en coherencia que le honra, acaba por deslegitimar sus propios argumentos en la defensa de la filosofía ilustrada. Porque él mismo reconoce que, desde sus supuestos, no puede buscar "razones" para deslegitimar ni la posición ilustrada ni la crítica a su posición antiilustrada; lo único que puede hacer es un alarde publicitario de seducción estética: "De tal modo, mi estrategia consistirá en intentar hacer que el léxico mediante el cual se expresan esas objeciones [críticas a sus tesis] tengan mal aspecto, modificando de esa manera el tema, en lugar de conceder al que formula la objeción la elección de las armas y el terreno entrando de frente a sus críticas" [26]. Es decir, puesto que sólo importa la adhesión de las conciencias, se trata de conseguir por la retórica que el enemigo tenga "mal aspecto". Y entiende que la "lógica", la "razón" y el "concepto" son menos atractivos que la "literatura", la "poesía" y la "metáfora". Lenin también lo hacía, al enlazar a los "empiriocriticistas" con el obispo Berkeley; pero Lenin no escondía que estaba haciendo política en la filosofía. ¿Es esto lo que hace Rorty?

Desde el momento en que Rorty no se exige a sí mismo un compromiso cognitivo, en que no se impone que su relato tenga algún referente objetivo, y asume la función meramente retórica de su discurso, no vale la pena valorarlo en términos de un léxico cognitivista y moderno. Pero, en perspectivas deconstrucionistas, sí tiene sentido preguntarse por el sentido de esa militancia en el sinsentido, por las razones de esa simulada subversión de la razón, por los efectos perseguidos en un discurso-intervención-retórica que exige ser valorado por sus efectos. Porque, bien mirado, el orden liberal que dice defender no se parece mucho al orden ilustrado, con lo cual se comprende que cada uno necesite de un léxico propio. Ciertamente, es poco ilustrada esta descripción de la sociedad liberal: "Esta sería precisamente la forma de sociedad que los liberales intentan evitar: una sociedad en la que imperase la "lógica" y en la que la "retórica" estuviera fuera de la ley. Para la idea de una sociedad liberal es fundamental que, con respecto a las palabras en tanto opuestas a los hechos, a la persuasión en tanto opuesta a la fuerza, todo valga. No hay que fomentar esa disposición abierta porque, como enseñan las Escrituras, la Verdad es grande y prevalecerá; ni porque, como sugiere Milton, la Verdad siempre vencerá en combate libre y abierto. Hay que fomentarla por sí misma. Una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar "verdad" al resultado de los combates, sea cual fuere ese resultado. Es esa la razón por la que se sirve mal a una sociedad liberal con el intento de dotarla de "fundamentación filosófica" [27].

Ciertamente, una sociedad de ese tipo no necesita filosofía; más aún, ha de ver a la filosofía como su enemigo. Una sociedad así, fruto de la contingencia, de los combates, no necesita ninguna fundamentación, que sería imposible y, además, perversa; lo que necesita es una "poetización". No tenemos, nos dice, razones definitivas para preferir la democracia al fascismo o el totalitarismo, como no las tenemos para la amistad o el amor; pero podemos poetizarlas, hacerla atractiva y creativa. Rorty no piensa en la posibilidad del "poeta-déspota" o del "dictador-poeta"; las perversiones vienen del "rey-filósofo" o del "filósofo-rey"; no piensa que el discurso fascista pueda devenir seductor.

Comenzamos a comprender su rechazo a la ilustración, que al aspirar a sustituir la fuerza por la razón incluía un doble programa de liberación: del dominio por la fuerza y de la sumisión por la seducción. Por eso Rousseau podía denunciar "las ciencias, las letras y las artes, [que] menos despóticas y más poderosas quizá, tienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman así lo que se llama pueblos civilizados" [28] Rorty, en cambio, lanzado a la defensa de una sociedad neo-liberal insensible a la desigualdad y a la participación política, dejándolo todo al resultado del "enfrentamiento libre y abierto de las actuales prácticas lingüísticas", podrá llegar a sostener que "ello equivale a decir que una sociedad liberal ideal es una sociedad que no tiene propósito aparte de la libertad, no tiene meta alguna aparte de la complacencia en ver cómo se producen tales enfrentamientos y aceptar el resultado. No tiene otro propósito que el de hacerles a los poetas y a los revolucionarios la vida más fácil, mientras ve que ellos les hacen la vida más difícil a los demás sólo por medio de palabras, y no por medio de hechos" [29] Excesivamente angelical para un pragmatista creer que la poesía no puede encubrir barbarie y que la revolución no puede llevar armas.


5. Filosofía y política.

Una vez caracterizada de forma general la posición rortyana en el contexto filosófico contemporáneo y comentadas dos de sus tesis más relevantes, sería el momento de centrarnos en las tres provocadoras propuestas que nuestro autor hace para la filosofía: olvidar la ciencia, ignorar la política y disolverse en la literatura. Las tres propuestas definen todo un proyecto político en el seno de la filosofía, como revela el hecho de que abra sus Philosophical Papers II con las siguientes palabras: "En nuestro siglo se han ofrecido tres repuestas a la cuestión de cómo concebir nuestra relación con la tradición filosófica occidental, respuestas que transcurren paralelas a tres concepciones del objeto del filosofar. Estas son la respuesta husserliana (o "cienticista"), la respuesta heideggeriana (o "poética") y la respuesta pragmática (o "política"). De acuerdo con esta concepción (husserliana), la filosofía sigue el modelo de la ciencia y está relativamente alejada del arte como de la política" [30].

Abordar los tres frentes desbordaría nuestros límites actuales. Nos centraremos, por tanto, en la relación entre filosofía y política, que en el fondo es el centro del problema. En rigor, es en su definición de la relación entre filosofía y política donde podemos encontrar las claves para interpretar el rechazo de la razón ilustrada, objeto que aquí nos preocupa.


5.1. El secuestro de la filosofía.

Digamos de entrada que hay una pretensión rortyana que compartimos: su idea de que la filosofía abandone su tendencia onto-epistemológica y se acerque a la política; no compartimos, en cambio, la manera de entender ese acercamiento, es decir, la nueva relación entre filosofía y política que Rorty nos propone. La filosofía ha de asumir que, a finales del siglo XX, su destino es devenir política. Y este devenir política de la filosofía actual no se agota en el desplazamiento de su mirada preferente hacia los temas ético-políticos, como felizmente vuelve a ocurrir en nuestros días; exige además asumir lo político como la única instancia de fundamentación posible, cualquiera que sea su debilidad. Si en otros tiempos la ontología y la epistemología, por mediación de la filosofía de la historia o del hombre, dictaban los límites de la filosofía política, hoy ha de ser la filosofía política la que decida los límites de la ontología, de la epistemología, de la historia y del hombre. Vamos, por tanto, más allá de las posiciones de Rorty en esta reivindicación de la deriva política de la filosofía; pero sin poner nunca en duda su legitimidad y conveniencia.

Es decir, en nuestra opinión, la crisis de fundamentación epistemológica exige recurrir a la política, poner la política en la base de la filosofía, decidir desde la política la ontología, la epistemología, la idea de la historia, del universo y de la naturaleza humana. De ese modo -y aquí no podemos entrar en la descripción- proponemos una inversión a la relación tradicional entre política y filosofía: si antes la política requería de una fundamentación ética, filosófica, y de un ajustamiento a una idea de la historia y de la naturaleza humana, ahora debe ser la política -la deliberación, el diálogo, los acuerdos compartidos, con los márgenes razonables de disenso- la que determine la ontología, la epistemología o la filosofía de la historia. No es esto lo que hace Rorty, que busca la autonomización de la política respecto a la filosofía, argumentando la impotencia de ésta.

Es muy distinto defender una fundamentación política del conocimiento, de la moral o de la democracia -que sin duda implica el rechazo a buscar fundamentos metafísicos trascendentes-, que liberar la política de la filosofía. En el primer caso aspiramos a un nuevo orden en el discurso filosófico, a unas nuevas autoexigencias de la razón; en el segundo, a su silenciamiento o su exclusión. En el primer caso seguimos prendidos a la razón, reconociendo que es ella misma la que establece el escenario, los límites y los lugares prohibidos; en el segundo, nos dejamos seducir por sus piruetas pseudo-suicidas y fingimos creer que hay un "mito" que se rebela contra el "logos", que existe lo "no dicho" o lo "indecible", que impone su indiferencia. En el primer caso sabemos que, inventada la luz, las sombras no son ya lo no iluminado, sino simples juegos de luces; en el segundo, jugamos rebeldes al juego de salirnos fuera (del ser, del logos o del léxico).

No encontramos razones para -y, en el vocabulario rortyano, no nos seduce la propuesta de- secuestrar la filosofía en el dominio de la privacidad. Su argumento más significativo, el referente a la conveniencia de remitir a la privacidad todos aquellos asuntos que puedan generar discordias o conflictos públicos, no puede generalizarse sin riesgo de convertir la comunidad política no ya en un "estado mínimo" sino en un “estado ínfimo”. Parece que una de sus obsesiones de Rorty es sacarla del ámbito de lo público para impedir sus efectos en la vida política. Su posición queda bien expuesta en su artículo "La prioridad de la democracia sobre la filosofía", dedicado a argumentar que "las creencias comunes de los ciudadanos sobre las cuestiones de importancia última no son esenciales para una sociedad democrática" [31]. A esta brillante idea llega conmovido por una frase de Thomas Jefferson que, a su entender, "dio el tono de la política liberal norteamericana" al decir: "no es un ultraje que mi vecino diga que hay veinte dioses o no hay ninguno".

Efectivamente, es una característica del pensamiento político liberal ilustrado poner la religión en el ámbito de lo privado, tal que sea posible construir lo común, lo público, en coexistencia con la pluralidad religiosa; en rigor, es una característica del pensamiento ilustrado relegar a lo privado todo aquello que no sea universal, que no pueda ser universalmente compartido. Los ilustrados heredan la idea spinoziana de que la razón es lo que une a los hombres, por ser lo que tienen en común; las pasiones y sentimientos, en cambio, por ser particulares y privadas, los separan. De ahí que entiendan que la esfera pública debe construirse con las creencias comunes, con los principios compartidos, con los acuerdos que resulten de una deliberación argumentada y libre; en definitiva, con la razón. La religión, el mito, la tradición, las costumbres, la cultura, en tanto que elementos de particularización, son elementos de disgregación, a no ser que se reenvíen a lo privado; la razón es el elemento de unión y debe regir lo público.

Ahora bien, aparte de que esa privatización de la religión tuvo un fuerte coste político y, de hecho, no se ha logrado nunca -por lo que siguen sus efectos más o menos bárbaros-, esa regla no podría generalizarse sin vaciar de contenido lo público. La política es el arte de tratar las contraposiciones, de conseguir, como decía ya Marco Aurelio, que las partes enfrentadas por mil determinaciones (naturales, sociales, económicas, ideológicas, culturales) se comprendan y, si no, al menos se toleren. En este sentido, la peculiaridad de la política democrática es que echa mano de la filosofía, que pone en práctica la deliberación y la confrontación ideológica como método de tratamiento de los conflictos. Reducir la política democrática a la negociación y el acuerdo mercantil, es una opción, a nuestro entender poco estable y menos digna; los hombres han de tener la posibilidad de confrontar sus valores, sus opciones, en definitiva, sus filosofías. El "gineceo" puede ser un lugar cálido y seductor para muchas cosas; pero viene estrecho al pensamiento filosófico.

Y es así aunque, como hace el postmodernismo liberal rortyano, coronen lo privado como la esfera de la excelencia, la perfección, lo sublime, la autocreación. Hay valores, como la solidaridad, la no crueldad, la responsabilidad, la reciprocidad, la dignidad, que no pueden ser sólo nobles sentimientos que hacen buenos a los humanos, sino que han de concretarse en relaciones sociales, en formas de lo público. La más abnegada de las formas de caridad es políticamente menos relevante que el reconocimiento del derecho a una pensión, a un seguro contra el desempleo. Y estas cosas pertenecen a la filosofía; por eso se defienden políticas desiguales desde posiciones ideológicas distintas.

La solución rortyana, netamente neoliberal, aparece una nueva forma de apartheid. Dos esferas que se corresponden con dos actitudes o dos tipos de personas o "máscaras". La "ironista", en la esfera privada, duda, descree, cultiva la diferencia, busca alternativas. La "liberal etnocéntrica", en la esfera pública, defiende un liberalismo maduro y responsable, desdivinizado, desfundamentalizado, destranscendentalizado. Lo defiende porque es nuestro, porque no conoce nada mejor para nosotros. La democracia es más importante que la filosofía; la aceptación de la democracia es más pertinente que su fundamentación. El error de la ilustración sería dar excesiva importancia a las razones; es un error pensar que las posiciones políticas dependen de las filosóficas. Puede ser un buen ciudadano tanto quien sigue filosóficamente a Kant como quien sigue a Foucault; pueden decirse cosas racionalmente absurdas y ser no obstante una buena persona.

Desautorizada la filosofía como fundamento de la política, y relegada al ámbito de lo privado, se comprende su constante crítica a la ilustración. Rorty tiene razón al señalar que esa vía ilustrada ha sido cuestionada en nuestros días por autores como Heidegger y Gadamer, en nombre de una historización radical del ser humano; tiene también razón al señalar que autores como Quine y Davidson, en vía pragmática, han diluido las diferencias entre verdades de razón eternas y universales y verdades de hecho temporales y circunstanciales; y vuelve a tener razón al subrayar que el psicoanálisis ha borrado la distinción entre la conciencia y las emociones (de amor, odio, miedo), y con ello la distinción entre moralidad y prudencia. Con ello Rorty simplemente toma nota del dominio contemporáneo de una filosofía anti-ilustrada; nada que decir, por tanto.

Los problemas empiezan con la toma de posición rortyana, que se permite concluir de ese diagnóstico: "el resultado ha sido borrar la imagen del yo común a la metafísica griega, la teología cristiana y el racionalismo de la ilustración: la imagen de un centro natural ahistórico, el locus de la dignidad humana, rodeado de una periferia fortuita y accidental" [32]. Y es cuestionable por muy diversas razones. Primero, porque es gratuito y malévolo afirmar retóricamente un "yo" común a esas tres tradiciones filosóficas, ocultando que la racionalidad ilustrada se constituyó como alternativa a ambas (como prueba el hecho de que muchos comunitaristas militantes antiilustrados contemporáneos pongan sus ojos en Aristóteles y en la "comunidad de los santos" cristiana). Segundo, porque es arbitrario y sectario otorgar el triunfo a la deconstrucción, como si la última filosofía, por ser la última, tuviera credenciales de legitimidad. Desde luego no es conveniente cerrar los ojos y los oídos a las críticas a la ilustración, pero tampoco lo es, por ignorancia o malevolencia, silenciar las razones ilustradas.

Este posicionamiento antiilustrado de Rorty, a su vez intenta individualizarse y distinguirse en el bosque de tradiciones antiilustradas que dominan la filosofía del fin de siglo. El peculiar posicionamiento de Rorty, a diferencia de otras corrientes -Heidegger, Adorno, Derrida o Taylor- es que se siente liberal, se siente bien en las democracias liberales occidentales, quiere ser un liberal; en cambio, le produce alergia el racionalismo ilustrado que inspiró y está en la base de los valores, formas de vida e instituciones de la democracia liberal. Esta esquizofrenia le obliga a una reflexión retórica y original. Los antiilustrados antiliberales parecen tener menos problemas para definir su posición que Rorty, que para justificar cierta coherencia ha de teorizar la no necesidad, e incluso la imposibilidad e inconveniencia de esa coherencia entre posicionamiento filosófico y posicionamiento político.

En el fondo, todo parece girar en torno a una sospecha: es difícil encontrar argumentos racionales, e incluso argumentos simplemente razonables y persuasivos, en defensa de la democracia liberal norteamericana, e incluso en defensa de las democracias sociales eurooccidentales; la tradición filosófica con la que dichas democracias enlazan, la racionalidad ilustrada, en sus diversas familias, ponen cada vez más en evidencia sus déficits sociales y políticos, su distancia del ideal de libertad, igualdad y fraternidad a cuyo calor se constituyeron. No es que la filosofía ilustrada no sirva para apuntalar el orden democrático-liberal; es que esa razón ilustrada desvela la renuncia al ideal del 89 y la apuesta por un neoliberalismo sin razones. En esta perspectiva se entiende que Rorty, empeñado en una lucha ideológica cuya estrategia es que el enemigo tenga "mal aspecto", acumule retórica contra el arma de ese enemigo: la racionalidad.

Comprendemos así su insistencia en que da por sentado que el orden político aceptable es único, planteando el problema en torno a la manera de mejor defenderlo, con o sin la filosofía. Si aceptáramos que ese orden liberal-capitalista no es incuestionable, entonces habría que comparar alternativas, valorar, juzgar; entonces la filosofía parece necesaria, y parece que, en esa perspectiva, una filosofía racionalista es más eficaz. ¿O dejamos también los dados en manos de los ejércitos? Nos parece, pues, que el supuesto constante de Rorty es la incuestionabilidad, solidez e inmovilidad del orden liberal-capitalista. Y aquí surge nuestra sospecha definitiva: ¿no es una manera de proteger ese orden, apodícticamente (o culturalmente, para el caso es igual) incuestionable, el silenciamiento de los discursos filosófico-políticos, de los discursos críticos? Queremos decir, en definitiva, que en planteamiento de Rorty opera la "astucia de la Razón", en una nueva teleología: para conseguir que el orden sea incuestionable, hay que declararlo (ficticiamente) incuestionable, con lo cual la filosofía se vuelve irrelevante y, de este modo, resultará que es incuestionable (realmente). Si esta interpretación fuera correcta habríamos descubierto en Rorty, paradójicamente, un redescubrimiento del ideal kantiano (recordemos que tampoco se valoraba por su verdad, sino por su capacidad para determinar las voluntades).


5.2. El miedo a la razón.

Con frecuencia parece que Rorty lucha contra gigantes creyendo que son molinos de viento. Despachar de forma tan simplista la tradición filosófica occidental, aunque se haga en aras de un apasionante relato del drama del espíritu, merece ciertamente una reacción "ironista". Más lamentable es que, aliado de los "postnietzscheanos", prolongue la tradición filosófica platónico-cartesiana hasta Marx y el primer Wittgenstein, incluyendo la ilustración, que pasa a convertirse en el verdadero objetivo a batir. Porque, con este desenfoque, se ignora que la "deconstrucción" de la razón moderna comenzó ya en sus orígenes, en autores como Diderot y Hume; autores que nos parecen útiles tanto para reformular la filosofía contemporánea como para redefinir su articulación con la política, que son proyectos rortyanos. Principios como la objetividad del mundo, la identidad del yo, la concepción de la verdad como adaequatio o la idea del conocimiento como reflejo especular del mundo objetivo [33], ya fueron lúcidamente criticados y abandonados por estos autores.

Dejaremos de lado estas carencias historiográficas, que afectan profundamente a la "redescripción" de la filosofía occidental, para centrarnos en lo que parece ser la clave del pensamiento rortyano: el miedo a la razón. Porque Rorty no propone "otra" racionalidad, sino que trata de limitar y protegerse de la razón, invocando contra ella la metáfora, el mito, las tradiciones, las costumbres, las creencias, en fin, todo aquello frente a lo cual se constituyó la razón occidental.

Bien mirado, es el "descubrimiento" de que la razón no está en el mundo, sino en el logos lo que parece inquietar a Rorty y a buena parte de la filosofía contemporánea. De Heidegger a Foucault o Derrida, la crítica se ha dirigido preferentemente al "logos", a su pretensión de racionalidad, a su arbitrariedad e ineficacia cognitiva y práctica. Por tanto, la crisis de la modernidad no es tanto crisis de la metafísica del objeto o del ser como de la metafísica de la conciencia; es la crisis de su proyecto de poner el objeto, crear el mundo, elevar la razón humana a legisladora universal. La crisis de la modernidad es, en el fondo, la crisis de la razón práctica kantiana.

La filosofía contemporánea ha "deconstruido" ese proyecto, sea mostrando las ficciones de la razón, sea señalando las consecuencias prácticas que de esa razón universal se derivan. La razón fichteana llevaría al terrorismo, al imponer al ser desde fuera un ideal, necesariamente exterior, subjetivo y, se supone, arbitrario; la razón hegeliana llevaría al estalinismo, al "gulag", la presumir un ser cuya dialéctica interna le lleva ciega e inexorablemente, arrollando la libertad del espíritu, a su destino, sin dejar hueco a la moralidad. Cualquier orden de la razón, subjetiva u objetiva, es una amenaza. ¿Contra qué? Este es el misterio. En el fondo sólo amenazaría a los seres de otro léxico, donde la razón no se dice libertad y progreso sino determinismo y barbarie. Pero, si entendemos bien a Rorty, los vocabularios -como las culturas, los contextos, las metáforas- tienen la propiedad de los atributos spinozianos de ser inconmensurables y no molestarse entre sí.

Resulta paradójico que la superación de la metafísica del ser, obra de la razón moderna, sea usada contra ella. Rorty vine a decirnos que, una vez se renuncia a la verdad como correspondencia, toda representación del mundo es arbitraria, toda verdad es mera creencia [34]. El "sujeto trascendental" es artificioso. La nueva racionalidad, por tanto, pierde toda legitimidad: el filósofo no puede seguir fingiendo que es el guardián del conocimiento, del lenguaje o del ser [35]. Si tiene algún papel a hacer, éste consiste en favorecer el diálogo, en potenciar la solidaridad, renunciando a toda pretensión de validez (de conocimiento, de objetividad, de fundamento). De voluntad de saber, la filosofía devendría voluntad de hablar. Queda sacrificada definitivamente la pretensión de universalidad.

El argumento de que, deconstruida la objetividad del mundo, toda construcción de la razón es arbitraria, es el más estimado por la metafísica tomista y por la teología. En el fondo, era su gran argumento ontológico: para que las creaciones humanas tengan sentido, hay que poner un ser supremo que lo trascienda. Los postmodernos, ciertamente, no toman esta salida; pero en cuanto rechazan el reto ilustrado de poner orden en el mundo se ven abocados a elegir entre el nihilismo o el contextualismo. Rorty elige esta segunda vía: su miedo a la razón, y a lo que el hombre puede hacer con ella, le empujan a emitir el mensaje de dejar los ideales para el relato poético y someterse en la vida pública a las creencias asentadas.

¿Qué razones ofrece Rorty para argumentar esta opción? La paradoja está en que Rorty no puede fundamentar su propuesta en razones fuertes sin caer en petición de principio; de hecho, sólo puede sugerirla, proponerla y confiar en que los otros la acepten sin razones, sólo porque vean en ella efectos positivos. El filósofo norteamericano es optimista y confía en su aceptación por coincidir con nuestras más vivas tradiciones occidentales. Tradiciones de diálogo, tolerancia, argumentación, antidogmatismo, que, hemos de repetirlo, fueron formuladas, instauradas y defendidas por la filosofía ilustrada. Y si aceptáramos con Rorty que la historia no fue así, que fueron instauradas por el azar y la contingencia, insistiremos en que, en todo caso, dicha filosofía las defendió y favoreció, cosa que Rorty mismo acepta.

Este contextualismo rortyano exige que, en esa opción dialógica, las reglas a seguir sean establecidas por la comunidad cultural; nuestro deber es someternos a las reglas pactadas, en lugar de ese compromiso ficticio con las reglas de la imparcialidad o de la objetividad [36] de una imaginaria comunidad racional. Rorty renuncia a toda pretensión de establecer reglas (epistemológicas o morales) universalizables, que considera burdas hipostatizaciones de valores culturales de nuestra comunidad [37]. En consecuencia, la filosofía se reduce a conversación y las reglas de ésta no han de debatirse, sino aceptarse las de la comunidad. Ciertamente, asistimos al cierre del proyecto ilustrado; pero, y ésta es una pregunta pragmatista, ¿qué ganamos con ello? No sabemos si el hombre puede vivir sin razones; pero sospechamos que dicha vida es miserable. A no ser que, como ya decía Voltaire, (¡gran ilustrado!), la filosofía es cosa de unos cuantos; los otros son mejor conducidos a la vida moral por la fe. Si creyéramos a Rorty, habríamos de pensar en privado y obedecer en público.

Es cierto que se puede vivir sin razones; es cierto que solemos vivir sin razones, entregados a las creencias cuya ignorancia del origen nos permite la ingenua conciencia de que son "nuestras". Los ilustrados lo sabían, y su respuesta fue esa invitación a "pensar por sí mismos", ese mensaje de autodeterminación, que sirve para distinguir a quienes tratan a los demás como fines en sí mismos de quienes sólo los tratan como medios. Se puede vivir sin razones, pero ¿qué vida es esa? Rorty puede vivir con sus orquídeas; pero esa apacible privacidad no es ajena al dominio en la esfera pública, en el "nosotros"; no es ajena a unos valores, unas reglas y unos poderes que le asignan una confortable existencia. Los otros, los que no viven entre orquídeas silvestres, los que viven entre humo y cemento, los que no fueron creados para la poesía, ¿qué pueden hacer si es ilegítimo lanzar a lo público ideales de emancipación?

Acabamos lanzando una sospecha: si la filosofía es tan irrelevante para el orden político, por qué la insistencia en ella. Al fin, Rorty no ha propiciado un debate político, sino filosófico. El mismo lo reconoce al decir: "De tal modo, la diferencia entre el intento de Habermas de reconstruir una forma de racionalismo y mi propuesta de que la cultura debe ser poetizada, no se refleja en ningún desacuerdo político. No estamos en desacuerdo acerca de la importancia de las instituciones democráticas tradicionales, o acerca de los modos de perfeccionamiento que esas instituciones requieren, o acerca de lo que se considera "estar libre de dominación". Nuestra diferencia atañe sólo a la imagen de sí misma que debe tener una sociedad democrática, la retórica que debe emplear para expresar sus esperanzas. Mientras que mis diferencias con Foucault son políticas, mis diferencias con Habermas son lo que a menudo se denomina "meramente filosóficas" [38].

Y nosotros preguntamos: ¿qué importancia tienen esas "diferencias filosóficas"? ¿O acaso tienen más de las que se nos dice? Ya Lukács advertía que cuando la burguesía, al fin creadora, defensora y propagadora de la racionalidad moderna, no pudiera ejercer su dominio por medio de la razón, recurriría a desautorizarla y a lanzar un "¡viva!" al irracionalismo. Su tesis fue muy contestada, pero nos viene a la memoria al escuchar ciertas cosas. La lectura de Rorty nos induce a la sospecha "inonista" de que el mal de la razón ilustrada no es el mal universal y absoluto, sino un mal particular; nos induce a revivir aquella lúcida reflexión de Rousseau, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, cuando interpreta el "contrato", la llamada a la "razón", como la pretensión de "los menos" de defender con el derecho lo que habían adquirido por la fuerza. ¿No ocurrirá algo semejante con Rorty? ¿Es como si lo conseguido por la razón ahora quisiera ser defendido con las metáforas? Rousseau nos empujaba a pensar: ¿a quién sirve la sacralización del derecho de propiedad? Y Rorty nos induce a pensar: ¿a quién sirve la belleza de las orquídeas silvestres?


J.M.Bermudo (1996)




[1] R. del Aguila, "El caballero pragmático: Richard Rorty o el liberalismo con rostro humano", en Isegoria 8 (1993): 26-64.

[2] Nacido en 1931, de padres trotskistas, profesor de humanidades en la Universidad de Virginia. Sobre la biografía de Rorty, aparte de los datos contenidos en su artículo "Trotsky y las orquídeas silvestres", ver L. S. Klepp, "The Philosopher King", New York Times Magazine 2 (Noviembre, 1990).

[3] "Trotsky and the Wild Orchids", en Common Knowledge 1, 3, Invierno 1993.

[4] Ver su ensayo "Superando la tradición, Heidegger y Dewey", en Consecuencias del pragmatismo. Madrid, Tecnos, 1996.

[5] Contingencia, Ironía y Solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991, 116.

[6] R.J. Bernstein, "One Step Forward, Two Steps Backward". Political Theory, XV (1987), 546.

[7] Ibid., 552.

[8] R.J. Bernstein, "Rorty's Liberal Utopia", Social Research, LVII (1990), 62.

[9] J.R. Wallach, "Liberals, Communitarians and the Tasks of Political Theory". Political Thought, XV (1987), 582.

[10] Contingencia.... Edic. cit., capítulo 4, 91-113.

[11] Este esfuerzo se agudiza cada vez más. Escribe Rorty: "La interpretación de Heidegger por Derrida sugiere la siguiente imagen: el primer Heidegger detecta una semejanza fatal entre Platón y Hegel (a pesar del historicismo de Hegel); el último Heidegger detecta una similitud fatal entre ambos, Nietzsche y su propia filosofía temprana. Derrida percibe una similitud fatal entre los cuatro y la filosofía tardía de Heidegger. De este modo encontramos a Hegel, Nietzsche, Heidegger, Derrida y a los comentaristas pragmáticos de Derrida como yo mismo pugnando por el puesto de primer antiplatónico realmente radical de la historia." (R. Rorty, "Deconstrucción y circunvención", en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Barcelona, Paidós, 1993, 139-140).

[12] J. Habermas, Pensamiento postmetafísico. Madrid, Taurus, 1990, 155-187.

[13] J. Habermas, "Cuestiones y contracuestiones". En R.J. Bernstein (ed.), Habermas and Modernity. Cambridge, Polity Press, 1982, 306-307.

[14] Consecuencias.... Ed. cit., 20.

[15] Ibid., 20.

[16] Ibid., 42.

[17] Ibid., 49-50.

[18] Ibid., 52.

[19] Ibid., 47.

[20] Ibid., 45-46.

[21] Ibid., 53.

[22] Ibid., 29.

[23] Ibid., 65.

[24] Ibid., 63.

[25] Ibid., 168

[26] Ibid., 63.

[27] Ibid., 71.

[28] J-J. Rousseau, "Discurso sobre las ciencias y las artes, en Escritos de combate. Madrid, Alfaguara, 1985, 9-10.

[29] Contingencia.... Edic. cit., 79.

[30] "La filosofía como ciencia, como metáfora y como política", en Escritos filosóficos 2. Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos. Edic. cit., 25.

[31] Philosophical Papers I: Objectivism, Relativism and Truth. Cambridge U.P., 1991, 239.

[32] Ibid., 241.

[33] La filosofía espejo de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1983. 304 ss..

[34] Philosophical Papers I. Edic. cit., 21 ss.

[35] La filosofía.... Edic. cit., 290 ss.

[36] Consecuencias.... Edic. cit., 172.

[37] En esta crítica Rorty coincide con M. Sandel (Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge U.P., 1982) y A. Giddens ("Reason Without Revolution? Habermas' Theorie des kommunikativen Handels", en R.J. Bernstein, (Ed.), Habermas and Modernity. Edic. cit..

[38] Consecuencias..., 85.