DAVID HUME, ENTRE EL SENTIMENTALISMO Y LA UTILIDAD
Resumen
El
Hume que nos transmite la
historiografía parece el filósofo de los mil rostros; su pensamiento se
resiste
a ser asimilado en cualquier topografía taxonómica. En particular, por
su
filosofía ético-política, dos prestigiosas tradiciones compiten por su
imagen:
la que ve en el escocés un pensador utilitarista y la que destaca su
posición
sentimentalista o emotivista. Nuestro propósito en este artículo es
argumentar
que Hume no es reducible a ninguno de sus rostros, ni a una mezcla de
los
mismos; que todos ellos son momentos en la génesis de su praxis
filosófica.
Vistos así, son útiles para acceder a su manera de filosofar;
convertidos en
imágenes de su alma, devienen máscaras de su pensamiento. Ni el
emotivismo ni
el utilitarismo son metas finales de Hume; son pasos obligados, en sus
circunstancias históricas y teóricas, para ejercer la filosofía desde
el
escepticismo.
Abstract
The Hume transmitted by
historiographers seems to be the philosopher of the thousand faces; his
thought
shows a strong resistance against being assimilated into any taxonomic
topography. In particular, due to his ethic-political philosophy, two
prestigious traditions strive for his image: that viewing the Scott as
an
utilitarianist and the one emphasizing his sentimental or emotivist
position.Our aim in this article is to
discuss the impossibility of reducing Hume to any of his faces, not
even to a
mixture of both; that all of them are moments in the genesis of his
philosophical praxis. Looking at them from this point of view, they
help us
understand his approach to philosophy; once turned into images of his
soul they
become masks of his thought. Neither emotivism nor utilitarianism are
final
goals for Hume; under his historical circumstances, they are compulsory
steps
to practice philosophy from the scepticism.
1. De
rostros y máscaras.
"La necesidad de
la justicia para el mantenimiento de la
sociedad es el único fundamento de esa virtud; y como ninguna
excelencia moral
es más altamente estimada, podemos concluir que esta circunstancia de
la
utilidad tiene, en general, la más fuerte energía y el más completo
dominio
sobre nuestros sentimientos. Debe ser, por tanto, la fuente de una
considerable
parte del mérito adscrito a la humanidad, benevolencia, amistad,
espíritu
público y otras virtudes sociales de ese cuño; del mismo modo que es la
única
fuente de la aprobación moral que damos a la felicidad, justicia,
veracidad,
integridad y otras cualidades y principios beneficiosos y estimables"(
D.
Hume, Enquiry II).
Dos
tradiciones historiográficas compiten en la reconstrucción de la moral
de Hume;
dos rostros éticos del escocés pugnan por el dominio iconográfico; los
dos
promueven sendas líneas genealógicas dominantes en la postguerra, uno
como
origen de la moral y política utilitarista, el otro como alba del
emotivismo
moral en que desemboca la filosofía neopositivista y analítica del
siglo XX.
Los dos rostros son convincentes; los dos se nos ofrecen bien
redescritos y
argumentados; pero ni siquiera ambos juntos logran captar la imagen
poliédrica
del escocés, la sutileza y originalidad que introdujo en la escena
filosófica.
La
afortunada interpretación de Hume como origen filosófico del
utilitarismo
aparece ya en dos de los más reconocidos clásicos del tema, Leslie
Stephen y
Élie Halévy. Stephen, a principios de siglo, no sólo afirmaba con
contundencia
el origen humeano del utilitarismo, sino que veía en el escocés la
formulación
más clara y consistente de dicha filosofía: "todos debemos admitir que
las
doctrinas esenciales del utilitarismo fueron formuladas por Hume con
una
claridad y coherencia que no se encuentra en ningún otro escritor del
siglo. De
Hume a J.S. Mill, la doctrina no tuvo ningún cambio substancial" [1].
Halévy, por su parte, ha
contribuido poderosamente a fijar el utilitarismo de Hume al incluirlo
en el Philosophic Radicalism, esa
corriente de
pensamiento dominante entre finales del XVIII y principios de XIX que
con
erudición y potencia reductiva ha reconstruido [2].
La
línea historiográfica de estos dos grandes clásicos, apoyada por los
dos
historiadores más reconocidos del utilitarismo británico, John
Plamenatz y E.
Albee [3], no se ha visto interrumpida,
conservando el tópico hermenéutico del rostro utilitarista de Hume. Y
cuando
este enfoque ha sido cuestionado, con frecuencia la crítica se ha hecho
en
defensa de otra máscara [4].
La
línea positivista y emotivista cuenta con credenciales igualmente
abundantes y
de autoridad, de Ayer y Russell a
Abbagnano y el “Circulo Viena”, con Neurath y Weimberg como destacados.
Esta
línea encuentra apoyos en Kemp Smith, con su tesis de la prevalencia de
la
problemática moral en la filosofía del escocés y con su defensa de la
fuerte
herencia hutchesoniana [5]. Insisten en
el sentimentalismo de
Hume P.S. Ardal [6], aunque
acentuando el papel de los
hábitos y A. Flew [7], entre otros [8].
La
consolidación de ambas lecturas es tan fuerte, y su polarización tan
radical,
que tan sólo cuestionarlas pudiera parecer impostura. No obstante,
tenemos a
nuestro favor que en otras parcelas de la filosofía de Hume (por
ejemplo, a la
hora de decidir su escepticismo, su naturalismo o su
anticontractualismo), tras
largas polémicas sobre la pertinencia de adscribir a Hume a tales
posiciones
filosóficas, la crítica contemporánea suele acabar concediendo que en
Hume, si
se dan, son sui generis. Todas las
posiciones, todos los rostros del escocés son peculiares; ninguno logra
captar
su imagen [9]. Tal vez porque su aportación no
sea una nueva filosofía sino una innovadora manera de practicar la
filosofía;
tal vez porque se observa su visión filosófica en vez de su mirada
metafilosófica; tal vez porque pensaba que todo rostro filosófico fijo
y
acabado era creencia dogmática y no búsqueda filosófica [10].
El
utilitarismo y el sentimentalismo, tal como aparecen en Hume, son
también sui generis; y lo son no
sólo por su
peculiar contenido, no reducibles a los conceptos estandarizados, sino
por la
función teórica que juegan en el proceso de constitución de la
filosofía
humeana. No son posiciones filosófico políticas; son momentos de la
búsqueda
humeana de los lugares desde donde decir con legitimidad sobre la moral
y la
política. Más que dos rostros alternativos, son dos máscaras entre las
muchas a
que recurre en su reconstrucción de la escenografía filosófica. Quien
persiga
realmente comprender el proyecto humeano, y no usarlo
iconográficamente, deberá
releer sus textos desde la perspectiva que él mismo marca en el
siguiente
célebre pasaje: "La razón escéptica y la dogmática son de la misma
clase,
aunque contrarias en sus operaciones y tendencias, de modo que cuando
la última
es poderosa se encuentra con un enemigo de igual fuerza en la primera;
y lo
mismo que sus fuerzas son en el primer momento iguales, continúan
siéndolo
mientras cualquiera de ellas subsista: ninguna pierde fuerza alguna en
la
contienda que no la vuelva a tomar de su antagonista" (T,
187) [11]. Es decir, deben releerse sus
textos situándolos en la escenografía que él mismo describe, donde las
opciones
filosóficas se enfrentan en una lucha interminable, sin posible
victoria; lucha
que es soportable gracias a que, como siempre ocurre, la naturaleza
sustituye
siempre oportunamente a la razón cuando ésta es obstáculo o amenaza
para la
vida.
Quien
adopte esta posición verá diluirse ante sus ojos el pseudoproblema de
decidir
el verdadero rostro de Hume. Su filosofía práctica no busca fundamentar
un
sistema moral; pero tampoco se contenta con una descripción
psicosociológica de
la génesis de las creencias morales. Fiel a sus concepciones
epistemológicas,
Hume aspira a proponer una nueva conciencia de la moral, una nueva
manera de
vivir sus preceptos y reglas; persigue que, tras el conocimiento de la
génesis
positiva y la función de los sentimientos y creencias morales, los
hombres
asuman y cumplan convencidos sus preceptos, pero sin la fe del
fanático, sin la
devoción del creyente; que cuiden la vida moral como creación de los
hombres, y
no como mandato de los dioses; como convención razonable, y no como
verdad absoluta.
Pues, como nos dice en la "Conclusión" de su Libro I, "Tenemos
que seguir conservando nuestro escepticismo en medio de todas las
incidencias
de la vida. Si creemos que el fuego calienta o que el agua refresca,
esto se
debe únicamente a que nos cuesta demasiado trabajo pensar de otro modo"
(T, 270).
2.
El rostro sentimentalista.
El
Libro III del Treatise es el lugar
preferido por la historiografía sentimentalista. Por un lado, porque
las
referencias a la utilidad son realmente escasas y siempre en contextos
genéricos y descriptivos: "útil para uno mismo", "útil para los
otros", "útil para la estabilidad social", etc... El concepto
tiene siempre un uso descriptivo, meramente bienestarista y pragmático,
totalmente ajeno al sentido preciso y normativo del principio de
utilidad que,
con origen hutchesoniano, tomaría su formulación canónica en Bentham.
La
defensa de una moralidad, una justicia, un tipo de gobierno, se hace
desde
pretensiones fuertemente científico-descriptivas; el modelo ideológico
oculto es
escasamente reformista, justificándose en un concepto de justicia como
ideal
mínimo, como simple condición de posibilidad de la estabilidad social.
Por
otro lado, porque esta obra está repleta de reflexiones que,
retóricamente
usadas, ofrecen los mejores argumentos a favor del sentimentalismo
moral en
Hume. Las dos secciones que constituyen la primera parte del Libro III,
"De la moral", aparecen explícita y respectivamente dedicadas a
argumentar que "Las diferencias morales no se derivan de la razón" y
"Las distinciones morales se derivan de un sentimiento moral". Una
lectura filosóficamente plana de estas veinte páginas [12]
ayuda a construir el rostro
sentimentalista del escocés; pero una lectura más crítica, que dé más
relevancia a la preocupación metafilosófica de Hume, que contextualice
y valore
adecuadamente ese momento sentimentalista de su reflexión, que precise
el
concepto de racionalidad que maneja y sus carencias...; una lectura de
este
tipo, decimos, complica bastante las cosas y cuestiona abiertamente el
sentimentalismo moral como una posición humeana.
2.1.
Crítica a la razón contemplativa.
Tras
declarar que "la moral es un asunto que nos interesa por encima de
todos
los demás" (T, 455) porque de
las posiciones en estos asuntos depende la paz de las sociedades,
pasará a
argumentar su conocida tesis del divorcio insuperable entre razón y
moralidad.
Buena parte de su argumentación descansa en una aplicación de la tesis
escolástica sobre la homogeneidad esencial entre la causa y el efecto:
"Un
principio activo no puede estar nunca basado en otro inactivo, y si la
razón es
en sí misma inactiva, deberá permanecer así en todas sus formas y
apariencias,
ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya examine el poder de los
cuerpos
externos o las acciones de los seres racionales" (T,
457). Es decir, por ser las reglas morales principios activos,
que influyen en nuestras acciones y afecciones (T,
457), mientras que la razón es un principio inactivo, que sólo
contempla relaciones entre ideas y entre hechos, ésta no puede fundar
la moral.
E insiste: "es imposible que la distinción entre el bien y el mal
morales
pueda ser efectuada por la razón, dado que dicha distinción tiene una
influencia sobre nuestras acciones y la sola razón es incapaz de ello" (T, 462) [13].
No
entraremos en la discusión de este problemático principio, que parece
traspasar
el modelo del movimiento físico a la mente. Nos basta aquí con destacar
que
Hume, al argumentar esta tesis, opera con una idea de razón inmadura,
sin una
precisa distinción entre los usos de la misma. En consecuencia, dos
problemáticas -formas de racionalidad, por un lado, y relación entre
razón y
moralidad, por otro- que analíticamente deberían tratarse de modo
diferenciado,
se mezclan generando confusión. Hume se verá obligado a ir precisando
el
concepto de razón sobre la marcha, con el efecto retórico de que su
crítica a la razón (absoluta,
abstrusa,
contemplativa) oculta la constante referencia de la moralidad a un tipo
de
racionalidad más "natural" (razón instrumental).
Debemos
insistir en este contexto de su reflexión, que abarca todo el Treatise: el de poner límites a la razón
abstracta, el de denunciar las inconsecuencias del racionalismo
dominante,
tanto en el conocimiento del mundo empírico como en el ordenamiento del
mundo
humano. En el Libro I puso los límites de la razón abstracta y
dogmática,
codificadora de evidencias y deducciones: le reservó el sublime y
estéril campo
de la verdad formal, de las relaciones entre ideas; pero le asignó un
papel
subordinado e instrumental en relación con el conocimiento empírico
útil, con
las creencias. Ahora, en el Libro
III, continúa excluyendo la razón abstracta, desmitificando sus
pretensiones de
validez para gobernar el mundo de los hombres; la mantiene en el
refugio formal
del dominio teórico, en el conocimiento contemplativo, declarándola
incompetente para la vida práctica. Insistentemente nos dirá que el
dominio
propio de la razón refiere al "descubrimiento de la verdad y la
falsedad", entendiendo por verdad o falsedad "un acuerdo o desacuerdo
con relaciones reales de ideas, o
con
la existencia y los hechos reales"
(T, 458). Su campo es el del
conocimiento del ser, de la representación neutral e indiferente; en
cambio, el
mundo del deseo, de la conducta y la creación humana, no es su sitio.
Esta
razón, incontaminada, inerte e inútil como los dioses, sólo habla de
verdad y
falsedad, sin fines ni propósitos; nada tiene que ver con los asuntos
humanos,
con los vicios y virtudes, con las pasiones y las costumbres de los
hombres y de
la ciudad. El mundo de la acción política y moral, el del amor y del
odio, del
poder y la benevolencia, es inconmensurable con ese lenguaje de la
verdad; los
dominios del hombre no pueden nombrarse como racionales o irracionales;
su
lenguaje es otro, habla en términos de buenas o malas, laudables o
censurables,
convenientes o inconvenientes. La razón que conoce la verdad es
inactiva, es
estéril, no sirve para crear el mundo moral, no sirve para transformar
el mundo
(T, 459).
Es
fácil ser inducidos a creer que en estos pasajes del Treatise
se prefigura de forma tosca la distinción kantiana entre
los usos teórico y práctico de la razón; pero se tendrá una visión
parcial del
problema humeano, que contaminará cualquier interpretación extensiva,
si no se
perciben las diferencias. Para el pensador escocés en estos textos el
mundo
práctico no es el reino de otro uso
de la razón, sino el reino de lo otro
de la razón; Hume no reivindica dos usos de la razón, sino que niega a
ésta
tanto su papel cognitivo en el mundo práctico como su legitimidad para,
desde
el supuesto saber, prescribir el deber. De este modo cierra cualquier
puerta a
una racionalidad moral. El problema de Hume, a nuestro entender, es que
a estas
alturas no sólo no prevé los dos usos kantianos de la razón [14],
sino que no tiene una clara
teoría de las formas de racionalidad y no distingue con precisión entre
razón
teórica, pragmática y moral. Su duro enfrentamiento al racionalismo le
oscurece
los otros tipos de racionalidad, que quedan subsumidos en su recurrente
concepto de naturaleza.
La
crítica al racionalismo moral es dura; tanto como lo fue, en el Libro
I, la
crítica a las pretensiones de verdad racional de la ciencia empírica.
La moral
queda al margen de la verdad, de la ciencia, de la lógica, de las
evidencias
racionales; queda, por tanto, fuera del orden de la razón en su sublime
y
propia función noética. De todas
formas, este rechazo del fundamento racional no incluye el rechazo de
toda
presencia de la razón en la vida moral, como el rechazo del fundamento
racional
de la ciencia empírica no afectaba a la razonabilidad de las creencias.
La
razón teórica está contextualmente presente, como razón
instrumental, dado que los juicios de existencia y los
juicios de estrategia que construye tienen sus efectos en nuestras
pasiones y
acciones [15]. La crítica a la moral racional no
incluye la crítica a la función instrumental de la razón. Lo que Hume
critica
es tanto un "uso práctico" como un "uso (abuso) teórico" de
la razón en el dominio de la moral; pero no se opone a un "uso
instrumental" de la razón en moral. Las representaciones de la razón
teórica constituyen un fondo de la moral, que activa o desactiva el
deseo
(metáfora de la "uvas amargas"). Las representaciones de la razón
forman parte del paisaje en el que se teje la vida moral, un dato
exterior más,
cuyas luces y sombras, verdades y errores, influyen en la vida de las
pasiones,
del vicio y de la virtud.
Spinoza ya había cuestionado el
poder de la razón para
imponer la moralidad [16]. De hecho,
el Platón de la República, con el
recurso a
instituciones políticas coactivas externas, como la prohibición de
propiedades
y la comunidad de mujeres e hijos entre los guardianes, ya había
reconocido que
el conocimiento de la verdad no es garantía suficiente para controlar
el deseo
y mover a la acción correcta. La "razón inactiva" de Hume sólo viene
a radicalizar y elevar a tesis esas sospechas que aparecen en los
centros duros
del racionalismo: el mundo del deseo es externo e impermeable a la
racionalidad. Su principio es el interés, no la verdad; su "razón",
la razón instrumental, no la "razón teórica" contemplativa, ni su
forma travestida de "razón moral" normativa. Si la presencia de la
verdad, descriptivamente expuesta, no mueve la voluntad, la presencia
del bien,
prescriptivamente enunciado, no regula el deseo. A no ser que ese bien
sea el
interés propio, en cuyo caso se persigue sin razones, por motivos más
oscuros.
2.2. El
lugar
teórico del sentimiento.
En el contexto de la reflexión
humeana, esta dura crítica
al sistema racionalista de la moral parece abocada al sentimentalismo.
El bien
y el mal no son objetos de conocimiento racional; el vicio "nunca
podréis
descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro
propio
pecho y encontréis allí un movimiento de desaprobación que en vosotros
se
levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho, pero es
objeto del
sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto" (T, 468-469). La razón es incapaz de
provocar la aprobación o el rechazo morales, dada su intrínseco
carácter
contemplativo. Ya en su epistemología la razón carecía de todo poder
para
producir las ideas, viéndose relegada al papel de percibir sus
relaciones; en
cambio, los sentidos tenían un papel activo yconstructivo en la producción de las impresiones. En
el dominio de la
moral se reproduce esta estructura: carácter inerte de la razón y poder
productivo del sentimiento. La semejanza la subraya el propio Hume: "el
vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos, colores, calor y
frío,
que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino
percepciones en la mente" (T,
469). Es decir, subjetivación del conocimiento y subjetivación de la
moral; los
sentidos como origen del mundo empírico y el sentimiento como origen
del mundo
moral. Y si en el conocimiento empírico la razón sólo aporta
probabilidad a la creencia, en la
vida moral sólo potencia
o debilita el sentimiento en su
función instrumental.
El cierre de esta primera
sección, con el conocido pasaje
es/debe, contribuye a
contextualizar
una crítica radical al racionalismo moral, a la pretensión de una ética
cognitiva fuerte; y a reafirmar su aparente apuesta por una ética
sentimentalista en la que la razón disfraza retóricamente el yo quiero de yo
debo, siendo éste, a su vez, deducido falazmente (falacia naturalista) de forma racional
del ser de las cosas [17]. De todas
formas, la crítica a la
"razón abstrusa", en la que Hume está empeñado, oscurece la presencia
de otras formas o usos de la razón. El rostro sentimentalista sólo
aparece si
se ignora el tipo y el modo de presencia de la razón en la ética, el
"puesto de la razón en la ética", por usar palabras de Toulmin [18].
Para Hume, el problema del
lugar de la razón en la ética
no es tanto un asunto de contenido cuanto un problema epistemológico.
Su
rechazo del sistema racionalista y sus preferencia por el sistema
sentimentalista se derivan de su epistemología, y deben ser analizados
desde su
proyecto epistemológico. De la misma manera que en el Libro I ha puesto
límites
a las pretensiones de evidencia objetiva de la razón, poniendo la
creencia en
lugar del conocimiento en el dominio del mundo empírico y sin negar la
función
instrumental de la razón en su terreno propio, las relaciones entre
ideas, del
mismo modo Hume pone aquí límites a las pretensiones de validez de la
razón
moral, acotando su función instrumental y otorgando al sentimiento
el mismo papel en el dominio moral que la creencia
en el mundo empírico.
Si bien su proyecto
epistemológico parece más concordante
con una moral sentimentalista, es obvio que simultáneamente el mismo
proyecto
pone límites y orientación precisos al sentimentalismo
de Hume, que en ningún caso se deja alinear con el emotivismo
triunfante en la filosofía analítica de la postguerra [19].
No podemos dejar de reconocer la
abundancia y radicalismo de los pasajes que apuestan por una base
sentimental
de la moral: dice con rotundidez que "la moral es más propiamente
sentida
que juzgada"; relaciona el sentimiento moral al placer y al dolor:
"la impresión surgida de la virtud es algo agradable, y que la
procedente
del vicio es desagradable" (T,
470; llega a identificarlos: "el mal y el bien moral no consisten sino
en
un particular dolor o placer"; y
radicaliza esta identificación: "tener el sentimiento de la virtud no
consiste sino en sentir una
satisfacción determinada al contemplar un carácter. Es el sentimiento
mismo lo
que constituye nuestra alabanza o admiración" (T,
471) [20].
De todas formas, en Hume no
encontramos claramente
argumentada la identidad entre el placer sentido, la aprobación
implícita y la
consideración de virtuoso, identidad que cierra un discurso no sólo sin
fundamento racional, cosa perseguida por Hume, sino sin fundamento
alguno, cosa
contraria a su espíritu ilustrado. Hume, a diferencia de Hobbes, no
identificará el bien moral como el nombre del deseo, tesis que cerraba
el
discurso moral hobbesiano y que el escocés pretendía reformular.
Tampoco puede,
como Hutcheson y Shatesbury, resolver el enigma del buen deseo con la
hipótesis
de un sentido moral innato, análogo al de la percepción estética; tal
cosa
supondría fortalecer y enriquecer la estructura ontológica del yo que Hume pretendía debilitar. Su
defensa del sentimiento como base de la moral debe entenderse, por
tanto, como
un momento transitorio de su reflexión, expresivo de las carencias en
su
concepción de la racionalidad, y no como una alternativa ética
sustantiva.
2.3. Génesis
social
del sentimiento moral.
La debilidad del rostro
sentimentalista de Hume se manifiesta en cuanto trata de
definir ese
sentimiento moral. Por un lado, nos dirá que dicho sentimiento no es
provocado
por un tipo de cualidades de los objetos, careciendo de un referente
objetivo;
por otro lado, defenderá que ese "particular placer" que llamamos
moral no es una especie más entre otros tipos de placeres. O sea, no
sin cierta
confusión nos viene a decir que no es ni una cualidad del objeto ni una
facultad del sujeto. De forma sorprendente afirmará que dicho
sentimiento
deriva de una forma de mirar las cosas: "Sólo cuando un carácter es
considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular
causa esa
sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente
bueno o
malo" (T, 473). O sea, el
sentimiento moral exige toda una metodología de la percepción y, sobre
todo, un
alto grado de racionalidad; es resultado de una mirada sobre las
personas o sus
acciones que hace abstracción de las circunstancias y peculiaridades
contextuales del objeto y fuerza al sujeto a situarse tras el velo de la ignorancia y en el silencio de las pasiones. Obviamente,
Hume alude en definitiva a la posición de
imparcialidad. El sentimiento moral es el del espectador
imparcial de su amigo A. Smith. Pero ese espectador, esa
mirada moral, lleva las señas de identidad de un elaborado trabajo de
la razón,
aunque sólo fuera trabajo metodológico.
La presencia de la racionalidad
en la moral vuelve a
manifestarse en cuanto Hume se pregunta de qué principios se deriva
este
sentimiento y, en particular, si puede ser considerado un sentimiento
natural.
Su reflexión, muy esclarecedora, se articula en torno a los diferentes
sentidos
del término "natural". Rechaza de entrada que el sentimiento moral
sea natural en sentido de "original", de cualidad instintiva, de
capacidad orgánica constitutiva e innata (T,
473); y con semejante decisión acepta que el sentimiento moral sea
natural en
el sentido de opuesto a lo sobrenatural o milagroso, tesis que
considera
trivial.
Más interesantes son sus
reflexiones respecto a los otros
dos sentidos posibles del término natural.
Si se interpreta como opuesto a raro o insólito, nos dice, en tal caso
el
sentimiento moral es indudablemente natural, pues "si alguna vez ha
habido
algo que merezca ser llamado natural en este sentido, lo han sido
ciertamente
los sentimientos de moralidad, pues nunca hubo nación en el mundo ni
persona
particular en una nación que estuvieran absolutamente privadas de
ellos" (T, 474). En este sentido de natural, el sentimiento moral aparece
como indisolublemente unido a la vida de los pueblos, como intrínseco a
las
reglas y costumbres en que se fija su identidad. El sentimiento moral
adquiere
un estatus institucional, originándose en el desarrollo cultural de la
ciudad.
De este modo, el rostro sentimentalista de Hume se desvanece al poner
el
sentimiento moral como simple efecto de la vida en una comunidad; y se
difumina
su uso antiracionalista en cuanto esa génesis de la sociedad responde a
una
necesidad, a una racionalidad interna espontánea. La génesis social del
sentimiento moral desborda cualquier tentación subjetivista emotivista
y abre
de nuevo la puerta a la racionalidad, aunque ahora se especifica
explícitamente
como racionalidad instrumental y operando en el horizonte del orden
social.
El último sentido de natural
que glosa nuestro autor es en tanto que opuesto a artificial. Hume
considera
que se trata de una falsa alternativa, pues lo artificial, cuando
responde a la
necesidad, como es el caso de las instituciones sociales, puede
llamarse
natural. Y entre esas instituciones necesarias incluye la moral,
argumentando
que "las intenciones, proyectos y consideraciones de los hombres", es
decir, su vida moral y social, "son tan necesarios como el frío, lo
húmedo
y lo seco". Quiere decir que las instituciones, reglas y valores del
mundo
moral son, por necesarios, por haber sido creados por los hombres bajo
la
necesidad, tan naturales como los hechos o fenómenos físicos. La
confusión,
según el escocés, surge al pensar que las creaciones de los hombres son
libres
y arbitrarias, siendo así opuestas al mundo físico, reino de la
necesidad; se
cae así en la ilusión de reservar a éstos el carácter de naturales.
Si, por el contrario, se comprende la necesidad de las
creaciones humanas, incluidas las normas y valores morales, se
comprenderá la
identidad entre artificial (creado
por los hombres) y natural (creado
bajo la necesidad).
En la medida en que la
pretensión humeana en el Libro III
del Treatise es la de describir la
génesis del orden moral y político como un proceso natural, es decir,
necesario, se comprende su concepción precisa del sentimiento moral
como algo
socialmente necesario, socialmente generado y determinado. El rostro sentimentalista se abre así a una
fundamentación social de la moral. Y como la génesis de la sociedad es
un
proceso de creación natural, bajo la necesidad, será un proceso
racional. El
sentimiento moral, pues, no sólo es un efecto social, sino que su
función moral
está encuadrada en la racionalidad que rige el desarrollo de la vida
social.
El único límite a esta
concepción viene impuesto por las
virtudes naturales, último residuo naturalista que encontramos en Hume.
De ahí
su vacilación en un pasaje tópico: "Si se me preguntara, por
consiguiente,
si el sentimiento de la virtud es algo natural o artificial, creo que
me sería
imposible dar en este momento una respuesta precisa a esta pregunta. Es
posible
que más adelante veamos que nuestro sentimiento de algunas virtudes es
artificial, mientras que el de otras es natural" (T,
475). La respuesta queda aplazada hasta que establezca las
virtudes naturales. Pero si vamos al catálogo de las virtudes nos
encontramos
que la mayoría son consideradas explícitamente artificiales y que el
tratamiento que da a las naturales es en la dirección de destacar en
ellas la
presencia de la artificialidad, de la convención humana. Aunque aquí no
entraremos en este tema, nos parece que la teoría humeana de las
virtudes
apunta a la total artificialidad de las mismas; el naturalismo es un
residuo
irrelevante.
Concluimos esta reflexión sobre
el rostro sentimentalista de Hume
subrayando que la teoría de la
artificialidad de las virtudes da entrada a la razón por la puerta de
atrás e
insistiendo en que los mismos textos que sirven de apoyo a esa
interpretación
abren el horizonte para una recuperación de la razón en el orden
práctico.
Además, y así justificamos nuestra insistencia, hemos de resaltar que
será en
la reflexión humeana sobre las virtudes, y en particular sobre la
justicia, la
más exquisita y la más artificial de todas, donde se da entrada
filosófica a la
utilidad, aunque de momento en
forma
de expresiones pragmáticas y generales, como las constantes referencias
legitimadoras al interés común, al bienestar general, etc... Y no es
difícil
entender que la presencia de la utilidad, aunque sea en forma de
referencias
genéricas, en la moral humeana va de la mano con la presencia de la
razón, ya
que la utilidad es una institución artificial y genuinamente racional.
2.4. Sentimiento,
utilidad y razón instrumental.
Cuando en la Sección 1 de la
Parte II aborda el tema de
la justicia, Hume deja ya atrás los lazos con el sentimentalismo. Ha
establecido que la justicia es una virtud artificial, construida por
los
hombres en su vida social y para resolver sus necesidades: "deberemos
conceder
que el sentido de la justicia y la injusticia no deriva de la
naturaleza sino
que surge, de un modo artificial aunque necesario, de la educación y
las
convenciones humanas" (T, 483).
Todo el tratamiento de la justicia responde a su concepción de la misma
como
condición de posibilidad de la vida social; por tanto, como ideal
mínimo del
bien común. Queda así implícitamente ligada la justicia a la utilidad.
Como
este tema será ordenada y explícitamente expuesto en la Enquiry
II, aplazaremos su análisis.
En cambio, destacaremos un
pasaje que es iluminador cara
a definir el lugar final del sentimiento moral en la reflexión humeana.
Enredado en una oscura discusión respecto a si la moralidad reside en
la acción
o en un motivo de la naturaleza humana, el escocés se pregunta si es
posible
una acción moral hecha sin motivo moral; en otras palabras, si un
hombre sin
conciencia moral, sin sentimiento moral, puede hacer acciones morales.
Su
explicación es la siguiente: cuando unos principios de virtud están
fuertemente
arraigados en una sociedad -Hume siempre refiere la moralidad a la vida
social-
la persona que carece de ellos se sentirá incómoda y "puede llegar a
odiarse a sí misma" por esa carencia. En todo caso, puede actuar
conforme
a la moralidad, "basándose en un cierto sentido del deber y con la
intención de adquirir con la práctica ese principio virtuoso" (T, 479).
Hume, por tanto, nos ofrece una
génesis del sentimiento
moral, ligado a la genealogía de la sociedad -y, como enseguida
veremos, a la
utilidad que preside esa genealogía-, y una autonomización
del mismo. Considera que "el hombre que no siente realmente gratitud en
su
interior le agrada, sin embargo, realizar acciones de agradecimiento,
pensando
que de esa forma ha cumplido con su deber" (T,
479). En rigor, en esa autonomización comenzaría la vida
propiamente moral, actuando según el deber, dejando atrás una conducta
meramente ética, conforme a las reglas y valores de una comunidad. De
actuar
conforme a un ethos, se pasa a
actuar
conforme al deber; acabamos, dice Hume, "fijando nuestra atención en
los
signos, olvidándonos en alguna medida de la cosa significada".
La misma idea queda ilustrada
al pensar el tránsito sin
solución de continuidad de la "obligación natural", impelidos por la
necesidad, a la "obligación moral", empujados por el sentimiento.
Efectivamente, para Hume la norma moral no es sino la generalización de
una
máxima históricamente exitosa. La aprobación de una acción o la
obediencia a
una regla por deber, por sentimiento moral, no es sino el efecto de la
autonomización de una regla instrumental y necesaria. Así, refiriéndose
a la
"obediencia civil", hace un relato de las ventajas que están en el
origen de la misma, y añade: "Hasta aquí la conclusión relativa a la
obligación natural que tenemos de
obedecer es inmediata y directa. En cuanto a la obligación moral, cabe observar que la máxima de que
si cesa la causa el efecto debe cesar
también sería en este caso
falsa, pues existe un principio de la naturaleza humana, del que hemos
hablado con
frecuencia, según el cual los hombres se inclinan poderosamente a
seguir reglas generales, de modo
que a menudo
llevamos nuestras máximas más allá de las razones que en un principio
nos
indujeron a establecerlas" (T,
351). O sea, las "normas instrumentales" y utilitarias se prolongan
autonomizadas en "normas morales", hasta el punto de que se oscurece
su origen, se desvanece su dependencia de la utilidad, de la razón
instrumental, funcionando como reglas universales y abstractas. Esta
prolongación,
que permite una existencia desconectada de su origen, del interés
social que
las engendró, puede llevar a perversiones, como la obediencia
incondicional al
gobierno: "El gobierno es una mera invención humana para favorecer el
interés de la sociedad. Cuando la tiranía del gobernante hace que este
interés
desaparezca, desaparece también la obligación natural a obedecer. La
obligación
moral está basada en la natural y, por tanto, debe cesar cuando ésta cesa..." (T,
553). Continuar la obediencia como un deber cuando no se dan las
condiciones que la justifican, es decir, cuando no actúa conforme al
bien
público, es una perversión de la norma moral.
El sentimiento moral, sea como
conciencia ética sea como
conciencia del deber, queda así explicado
y deconstruido; no es otra cosa que una creación social y subordinado a
la
estabilidad y prosperidad de la comunidad. Toda la génesis de la
justicia,
tanto como regla social cuanto como sentimiento de respeto a esa regla,
es un
esfuerzo de reconstrucción imaginaria de una racionalidad instrumental
o
utilitaria. Ahora el remedio al desorden, la anarquía, la muerte, viene
de la
razón utilitaria: el remedio no deriva, pues, de la naturaleza, sino
del artificio; o bien, hablando con
más
propiedad, "la naturaleza proporciona un remedio en el juicio y el
entendimiento para lo que resulta irregular e inconveniente en los
afectos" (T, 489). Se trata, sin
duda, de un remedio instrumental; la justicia humeana, como hemos dicho
en otro
lugar [21], no es un ideal, sino una
condición mínima de sobrevivencia; en general, toda la moral humeana es
sólo
eso.
3. El
rostro
utilitarista.
3.1. Las
sospechas
de Bentham.
Antes de entrar en el análisis
de los textos queremos
comentar un hecho sorprendente, a saber, el fuerte arraigo alcanzado
por la
figura utilitarista de Hume cuando pensadores tan cualificados sobre el
tema,
como el propio Bentham, ya mostraron reticencias de forma insistente.
Nadie
discute a Bentham el lugar central en cualquier genealogía del
utilitarismo; en
rigor, su interpretación de la doctrina ha devenido canónica. Por
tanto, sus
críticas al utilitarismo del escocés, por la solvencia del autor y también por la calidad de las mismas,
nada marginales y sumamente clarificadoras de las sombras del
utilitarismo
humeano, merecen mejor atención que la recibida. Nuestra glosa de estas
críticas nos ayudará a estructurar nuestra mirada al rostro
utilitarista del escocés.
Las sospechas de Bentham parten
de sus sospechas sobre la teoría moral,
y giran en torno a dos
frentes principales de problemas: el dudoso estatus moral de la
filosofía
humeana y el no menos dudoso contenido de su utilitarismo. Respecto al
primero,
Bentham cuestiona que la filosofía humeana sea o incluya una moral, en
el
sentido convencional de moral normativa, como es propio del
utilitarismo. La
sospecha nos parece más que justificada. Como es bien sabido, Hume fue
el
primero que llamó la atención sobre la falacia
naturalista, en el famoso pasaje es/debe
del Tratado[22],
que, como hemos dicho, suele
servir de insignia a la interpretación sentimentalista de Hume. Bentham
considera, a nuestro entender acertadamente, que la letra y el tono del
texto,
junto al sentido que impone el contexto, no permiten interpretar el
pasaje "es/debe" como defensa de
una
"razón práctica" autónoma, anticipando la línea kantiana; cree que el
posicionamiento humeano sólo desmitifica la fundamentación naturalista
y
metafísica de la moral. Bentham pone así de relieve que la reflexión de
Hume no
es aquí un discurso moral sino un discurso sobre la moral, o sea, metaético. El trabajo de Hume, si
creemos a Bentham, no persigue fundar un sistema moral sino explicar
genealógicamente el origen y función de los sentimientos y normas
morales.
Compartimos la interpretación
de Bentham, según la cual
la filosofía del Treatise, en
primer
lugar, estaba dirigida a describir la naturaleza humana; en segundo
lugar, no
aspiraba a ser una moral y mucho menos la justificación de un catálogo
de
deberes; en fin, tenía pretensiones meramente descriptivas o
deconstructivas. Y
consideramos que estas ausencias constituyen un apropiado criterio
demarcador
entre Bentham y Hume, entre sus proyectos y posiciones teóricas. En
definitiva,
el utilitarismo como ética es inconmensurable con el utilitarismo como
teoría
social. El primero, como filosofía práctica, aspira a regular la vida
de la
ciudad; el segundo, a comprender la conducta humana. Bentham supo ver
esta
peculiaridad del escocés: "La diferencia entre Hume y yo es ésta: él se
sirve del principio de utilidad para describir lo que es; yo, para
demostrar lo
que debe ser" [23].
Es muy importante destacar esta
lúcida conciencia
benthamiana de la diferencia. Bentham considera su utilitarismo una
moral
científica porque prescribe unas reglas (optimización y reparto de la
utilidad)
en coherencia con una ciencia de la naturaleza humana; o sea, aporta la
fundamentación naturalista y utilitaria
de la ética. Halévy, al caracterizar el discurso de Bentham, da fe de
esta
diferencia de niveles discursivos, y otorga al pensador inglés el
mérito de la
fundamentación naturalista utilitaria de la moral, al superar el
discurso
anatómico y explicativo de Hume: "La idea dominante de Bentham será,
precisamente, la de haber descubierto en el principio de utilidad al
mismo
tiempo una prescripción práctica y una ley científica, una proposición
que
enseña indivisiblemente lo que es y lo que debe ser" [24].
La interpretación benthamiana
reduce la aportación de
Hume a una teoría utilitarista de la sociedad, le niega el carácter de
una
teoría moral utilitarista. Dentro de la teoría social, la moral recibe
su
tratamiento como institución social; pierde así su pretendida dignidad
metasocial. Con este enfoque se acentúa la posición descriptivista y
metateórica de Hume, se resalta su praxis filosófica como eminentemente
epistemológica.
Ahora bien, aunque este rostro epistemológico o metateórico
de Hume es muy seductor, hay que reconocer que sus textos están llenos
de
sugerencias y mandatos en favor de una vida social orientada al
bienestar, a la
producción y consumo de la utilidad; y estas prescripciones, sea cual
fuere su
grado de coherencia con la teoría naturalista utilitaria de la
sociedad,
prefiguran un orden ético y político. Por tanto, debe pensarse una
posición
humeana que integre el carácter metateórico de su reflexión filosófica
con su
vocación práctica.
Para conceptualizar mejor el
problema, y a efectos
analíticos coyunturales, recurriremos a la distinción entre moral utilitarista y moral
utilitaria. Por moral utilitarista
entenderemos aquella teoría práctica que cumple al menos estos tres
requisitos:
a) Tiene pretensiones de fundamentación naturalista fuerte en una
teoría
individualista y naturalista del hombre; b) Sus prescripciones
responden al
principio de utilidad o de "mayor felicidad para el mayor número"; y
c) En consecuencia, configuran una forma concreta de sociedad y de
orden
político, un modelo de ciudad. Por moral utilitaria entenderemos, a su
vez, el
conjunto de sugerencias y preceptos que: a) Tienen pretensiones de
coherencia o
fundamentación intuitiva en una teoría individualista y naturalista del
hombre:
b) Sus prescripciones son meros consejos conforme al principio de
"nunca
enfrentar la razón a la naturaleza humana"; y c) En consecuencia, no
configuran ningún orden político, económico o social concreto.
Con esta distinción podemos
pensar con claridad la
diferencia entre Bentham y Hume y acercarnos a la peculiaridad del
utilitarismo
de éste. La diferencia entre ambos no es la que se da entre posiciones
normativa y descriptiva; en ambos hay explicaciones y preceptos. Pero
en el
pensador inglés se dan pretensiones de deducibilidad o fundamentación
fuerte
entre el uso teórico y práctico de la razón, y las prescripciones se
ordenan en
torno a un principio fuertemente ético-político; en cambio, en el
escocés,
aparece la autonomía de la razón práctica y los preceptos son meramente
pragmáticos y orientados a potenciar las tendencias de la naturaleza
humana.
El segundo frente de sospechas
y críticas de Bentham
respecto al utilitarismo humeano afecta al contenido moral de sus
teorías.
Aunque hable de utilidad y de felicidad, viene a decir Bentham, no
siempre
habla en utilitarista. En su Deontology muestra sus desacuerdos con
el escocés en torno a la distinción humeana entre virtudes "útiles" y
virtudes "agradables". Le criticará un uso ambiguo del concepto de
utilidad por falta de concreción del bien: "útil es en este caso del
todo
ambiguo; puede significar tanto que conduce al placer cuanto que
conduce a
cualquier otro fin. La utilidad no tiene valor al menos que produzca
placer o
elimine el dolor y conduzca en conjunto a un saldo positivo de
felicidad
calculado no sólo teniendo en cuenta el placer presente, sino también
el placer
futuro" [25].
Una vez más Bentham acierta al
resaltar las diferencias;
pero en este caso se le escapa la profundidad de la misma. No se trata
de una
simple diferencia de contenidos, como la que postularía S. Mill frente
a
Bentham; bajo la misma se oculta una manera diferente de entender la
filosofía.
Aunque ambos autores reconozcan la fuerza del placer y del dolor,
aunque los
dos rechacen cualquier moral ascética que haga abstracción de esas
determinaciones naturales, aunque coincidan en buscar una conducta
razonable en
el hueco del deseo, aunque ambos fueran hedonistas, en definitiva,
aunque tuvieran
unas concepciones del hombre muy coincidentes, la verdadera diferencia
filosófica persistiría bajo esas identidades antropológica e incluso
ética.
Pues Bentham, en moralista, se
adhiere a la metafísica de la felicidad y defiende una comunidad
utilitaristamente
ordenada; Hume, en filósofo, se
dedica a cuestionar la legitimidad del decir de la moral, la ficción
del
"ojo de dios" o del "entendimiento divino", y a bosquejar
los estrechos límites que le quedan al hombre para pensar, creer y
actuar. Y
cuando abandona su discurso deconstructivo y se acerca a la
fundamentación,
lejos de buscar un referente abstracto como la felicidad o el deber, se
somete
a la disciplina de su reflexión genealógica, derivando la moralidad y
las
instituciones políticas del proceso de adaptación del individuo a las
condiciones de existencia cambiables, reduciendo la génesis de las
normas
sociales a la génesis de los hábitos. El escocés se sitúa lejos de las
posiciones de Bentham y de los utilitaristas, que encontrarían mayor
familiaridad
en Hobbes y Mandeville.
A esos dos frentes de
diferencias podríamos añadir otros.
Bentham percibía las diferencias, aunque no siempre con claridad; había
algo en
el discurso del escocés que no le agradaba, que le impedía
identificarse, lo
cual le llevaba a críticas no siempre fundadas. Así, cuando se revuelve
contra
las "incoherencias" del Treatise,
donde al tiempo que se reconoce el principio de utilidad como criterio
de lo
justo y de lo injusto se coloca "sobre el mismo trono" y sin reparos
"el principio del ipse dixit,
bajo el nombre de sentido moral" [26]. Es
coherente el rechazo
utilitarista a toda moral sentimentalista; es coherente que Bentham
critique
las veleidades de Hume con la simpatía, que valora como concesiones al
"principio del capricho"; es coherente que entienda que así se deja
la puerta abierta al despotismo, al hacer depender la aprobación de
sentimientos internos contingentes y versátiles, en lugar de basarlos
en
"consideraciones externas" [27]. Son, pues,
coherentes estas
críticas a Hume, en la medida en que leen en su texto ciertas
concesiones a la
moral sentimentalista y dado que el objetivo irrenunciable de los
utilitaristas
clásicos era el de sacar la moral del "nebuloso reino del
sentimiento" y ponerla bajo el control de la razón, evitando así que la
moral quedara bajo el prejuicio. Pero la lucidez y coherencia de la
crítica no
garantiza su justeza ni deslegitima la posición de Hume.
Las sospechas de Bentham
responden, en gran medida, a la
falta de homogeneidad entre las concepciones de la racionalidad en
ambos
autores. Bentham pretendía dotar a la ética de una racionalidad fuerte,
a
riesgo de reducirla a mera racionalidad prudencial; la identificación
del bien
con la felicidad se traducía en la conciliación entre moral y
conveniencia, o entre
justicia y eficacia; la razón moral se yuxtaponía con la razón
pragmática, a
cuyo servicio quedaba la razón instrumental entregada al cálculo de la
felicidad. No es necesario decir que esa característica se ha
intensificado en
el utilitarismo bienestarista y preferencialista contemporáneo, ganando
relevancia en su aislamiento respecto a los valores humanistas que el
utilitarismo clásico intentaba defender a pesar de todo, en un
complicado y
confuso esfuerzo de reconciliación entre su ideología humanitarista y
altruista
y su epistemología individualista y positivista.
En cambio, esas confusiones
entre racionalidad moral,
pragmática e instrumental parecen un tanto ajenas a Hume, cuya
filosofía
práctica se configura en base a tres desplazamientos: a) un
desplazamiento del
discurso prescriptivo al discurso descriptivo y, dentro de éste, hacia
la forma
genealógica; b) un posicionamiento crítico ante las dos vías de
fundamentación
de la moral dominantes, la sentimentalista y la racionalista; y c) la
apertura de
una vía de fundamentación nueva, genuinamente política.
En conclusión, las críticas de
Bentham a Hume nos obligan
a cuestionar el utilitarismo de Hume o, al menos, a buscar y dar cuenta
de su
peculiaridad. Tras reconocer que entre Bentham y Hume hay una larga
distancia,
tras reconocer la diferencia, no nos parece pertinente su
dramatización. Entre
una ciencia moral normativa y militante, como pretendía Bentham, y una
teoría
de la naturaleza humana prudente, que sabe del peso de los prejuicios y
de las
fantasías de la razón, como buscaba Hume, sólo hay una distancia
insalvable si
se plantea de forma abstracta y anacrónica, desde la perspectiva de una
hermenéutica basada en la radical distinción entre razón teórica y
razón práctica,
cuyo efecto epistemológico inmediato se muestra en la
inconmensurabilidad entre
los discursos descriptivos y los normativos. Pero la división entre los
dos
campos de la racionalidad, el del conocimiento de la verdad y el del
conocimiento del deber, no era antes de Kant tan trágica como en la
filosofía
contemporánea; por ello es conveniente abordar el problema con los
menos
prejuicios posibles.
3.2. Del
sentimentalismo a la moral social.
Reconocidas las diferencias con
Bentham e inventariadas
las sospechas más relevantes, hemos de abordar en directo, en las obras
de
Hume, el problema del rostro utilitarista. Ya hemos visto cómo en el Treatise, obra donde son más abundantes
las contaminaciones de la escuela escocesa del moral
sense, ya aparece la dependencia de la moral de la razón
instrumental;
ahora argumentaremos que en la Enquiry II,
obra que permite los mejores apoyos a su utilitarismo, se consolida y
perfila
el origen histórico-social de la moral.
Efectivamente, la relevancia
del sentimiento en el Treatise
queda neutralizada definitiva y
explícitamente en la Enquiry II,
donde Hume pasa revista a las dos vías de fundamentación moral en
disputa en su
tiempo, el racionalismo y el sentimentalismo. Ahora se coloca
claramente a
distancia de ambos, de los racionalistas, quienes tienen un concepto
frío de la
virtud, ignorando que las verdades "no engendran ni deseo ni
aversión" (E, 4) [28],
y de los sentimentalistas, con un
concepto de virtud cálido, "quienes reducen todas las determinaciones
morales
a sentimiento"(E,
4). A Hume le parecen tan "sólidos y satisfactorios" los argumentos
de una y otra parte que se inclina a creer que ambos, la razón y el
sentimiento, concurren en la determinación de los juicios morales (E, 5). Porque, si bien "es probable
(...) que la sentencia final dependa de algún sentido o sentimiento
interno,
que la naturaleza haya hecho universal para toda la especie" (E, 5), también parece evidente que
previamente el sentimiento haya visto allanado su camino mediante un
discernimiento apropiado del objeto, mediante razonamientos de
conclusiones
ajustadas y análisis de las relaciones; pues es cierto que "un goce
falso
puede corregirse frecuentemente por razonamiento y reflexión" (E, 5). O sea, Hume sigue defendiendo que
la aprobación moral requiere del sentimiento, sin el cual no existiría
fuerza
práctica, pero ahora reconoce que también requiere de la reflexión, sin
la cual
la belleza moral no tendría efectos apropiados sobre la mente humana.
La preferencia sentimentalista
queda equilibrada; la
razón, en su uso instrumental, queda revalorizada. Visto en positivo,
parece
que el racionalismo y el sentimentalismo se repartieran la
determinación moral;
pero visto en negativo, uno y otro fallan en su pretensión
exclusivista. Hume
no asume ni la posición sintética o ecléctica ni la escéptica como
definitiva,
optando por aplazar la decisión sobre el fundamento de "los principios
morales" hasta comprobar la posibilidad de derivarlos de "las
cualidades mentales que forman lo que, en la vida ordinaria, llamamos
mérito
personal" (E, 6). Es decir, Hume
escogerá explícitamente una vía alternativa, poniendo en relación la
moral con
todas esas cualidades del hombre objeto de estima o afecto, como
hábitos,
sentimientos, facultades, que están en la base de toda alabanza o toda
sátira.
Acabada la investigación, en al
Apéndice I cumple su promesa y
retoma el problema del fundamento de
"los principios generales de la moral" (E,
102), tratando de fijar definitivamente los respectivos roles de
la razón y el sentimiento en la "alabanza o la censura" morales. De
entrada, concede a la razón una "participación notable" (E,
102), en base a un argumento nuevo,
el de la utilidad. Dice: "un fundamento principal de la alabanza moral
está en la utilidad de una cualidad o acción... (y la razón es el
instrumento
que nos señala)...las consecuencias beneficiosas para la sociedad y
para su
posesor" (E, 102). Como ya
habíamos anunciado, la recuperación del papel moral de la razón va de
la mano
del establecimiento de la utilidad como eje de su teoría social. El
distanciamiento
de Hume respecto al sentimentalismo y el recurso pragmático a la razón
va indisolublemente
unido a la perspectiva de la utilidad y, en particular, a la utilidad social. Poner la utilidad como
fundamento de la sociedad, y la moral como elemento de ésta, exige una
estrategia y cálculo racional. Esto es así, especialmente, en el caso
de las
virtudes sociales, como la justicia: "si cada uno de los casos de
justicia
fuera útil a la sociedad, como los de la benevolencia, la situación
sería más simple
y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero como los casos
individuales de
la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata
tendencia,
y como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de
la
regla general y de la concurrencia y combinación de varias personas en
la misma
conducta equitativa, el caso aquí se vuelve más intrincado y complejo" (E, 102). Y si es "más intrincado y
complejo", se requiere mayor presencia de la razón instrumental. La
peculiaridad de la justicia, frente a las virtudes naturales, radica en
que la
utilidad de la misma no se aprecia por la valoración de cada acto justo
aislado, sino de la totalidad del sistema. De ahí el papel privilegiado
de la
reflexión; y de ahí que la justicia sea el lugar más favorable para ese
desplazamiento de Hume desde el ámbito de la simpatía
al de la utilidad
morales.
La verdad es que el
desplazamiento utilitario de Hume en
la Enquiry II le facilita la
respuesta que parecía andar buscando. Puesta la moralidad en la
utilidad
social, se ve más claro que lo moral no es un tipo de acciones,
cualidades o
caracteres, sino dichas acciones, cualidades o caracteres en unas
circunstancias determinadas de la mente. La moralidad pasa así a
ligarse
fuertemente con las circunstancias, a contextualizarse: "En las
decisiones
morales todas las circunstancias y relaciones deben ser conocidas
previamente;
y la mente, por la comparación del todo, siente una nueva impresión de
afecto o
de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura" (E, 108). El sentimiento de la mente ha
perdido ya todo fondo enigmático, apareciendo como simple efecto del
contexto
sociocultural.
Euclides, dice Hume, aunque ha
explicado las cualidades
del círculo, no ha dicho una palabra sobre su belleza. ¿Por qué?:
"Porque
la belleza no es una cualidad del círculo. (...) Es sólo el efecto que
esa
figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hacen
susceptible de
tales sentimientos" (E, 110). Ni
en el círculo ni en los sentidos encontraríamos la belleza de la
figura. Sin
una mente inteligente no hay belleza ni en el círculo, ni en las
columnas de
Paladio y Perrault. Una mente natural cualquiera sería incapaz de
percibir la
belleza. "Hasta que aparece uno de esos espectadores (de mente
inteligente)
nada hay, sino una figura de dimensiones y proporciones determinadas:
su
elegancia y belleza surge solamente de los sentimientos" (E,
110).
Si la belleza, como la moral,
no está ni en el objeto ni
en el sujeto -en rigor, no hay objeto ni sujeto-, el "sentimiento" de
que habla Hume no es la percepción de un sentido, sino el estado de la
mente.
No se pueden comprender los crímenes de Verres o Catilina, nos dice, si
al leer
a Cicerón no se siente indignación, ira, desprecio; sólo percibimos el
crimen en
cuanto lo odiamos o rechazamos. La moral, por tanto, es un estado de
conciencia, no una percepción de una cualidad o relación objetiva por
el
intelecto o por algún sentido; la moral, así, se disuelve en las
circunstancias
de la mente. Y el paso definitivo se dará cuando, a través de una
concepción
cada vez más social de la utilidad, se pase a una concepción de la
moral como
conciencia compartida de aprobación y rechazo. Y este desplazamiento lo
hará
Hume a medida que centre su atención en las virtudes artificiales o
sociales,
en las que la utilidad adquiere un claro protagonismo.
Ciertamente, Hume nunca
despojará al sentimiento de su
función moral. Cada vez que insiste en el carácter fundamental de la
razón para
instruirnos de lo útil o pernicioso de las acciones, añade que, no
obstante,
"no es, por sí sola, suficiente para producir ninguna censura o
aprobación
moral" (E, 103). Por eso parece
que no hay avance, que tenazmente se sigue señalando al mismo tiempo la
intervención de la razón y la necesidad del sentimiento en la
aprobación moral:
"Hace falta que se despliegue un sentimiento,
para dar preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas" (E, 103). Pero, de hecho, a estas alturas
de la reflexión cada uno tiene su función. El sentimiento sigue siendo
necesario
en la teoría moral de Hume porque su razón contemplativa carece de
cualquier
dimensión práctica, siguiendo la voluntad, el deseo, una dinámica
propia; y su
razón instrumental nunca podrá elegir el fin, el objeto del deseo; sólo
puede
instruirnos sobre "las varias tendencias de las acciones". El
sentimiento, que ya no es facultad de un yo
sino escenario de representación moral de la vida social, sigue siendo
necesario en su teoría. Pero este sentimiento no configura ya un rostro sentimentalista, imagen de una
moralidad reducida a expresiones emotivas ajenas no ya a la verdad y la
falsedad, sino al bien y al mal. Ese sentimiento no tiene ya nada de
facultad
natural, siendo en gran medida resultado mediato y complejo de una
larga
actividad de la razón.
3.3. Justicia
utilitarista y justicia útil.
No es necesario insistir en la
subordinación que hace
Hume de la justicia y, en general, de todas las virtudes artificiales,
respecto
a la utilidad general A pesar de ello debemos hacernos la pregunta:
¿Tiene Hume
una concepción utilitarista de la moral? Debemos preguntarnos,
retomando el
origen de esta reflexión, si el rostro utilitarista de Hume refleja
mejor que
el rostro sentimentalista la filosofía del escocés.
Tal vez el modo más apropiado
para decidir el carácter
utilitarista o no de la idea humeana de la justicia sea abordando
directamente
el tema del criterio de reparto de los bienes, que en el fondo acaba
por ser el
criterio de justicia. La pregunta que Hume implícitamente se plantea,
propia de
toda teoría de la justicia distributivita y burguesa es: ¿Cuál es el
modo,
natural o racional, de repartir títulos de propiedad? Hume, fiel a su
método,
en lugar de defender racionalmente un criterio, somete a crítica los
existentes, los pone a prueba de coherencia lógica y experiencia. Elige
los
tres más habituales, todos ellos contando con filósofos que los
defienden: el mérito, la utilidad y la igualdad.
Son tres criterios que Hume no considera absolutos, sino subordinados a
la
"paz e interés de la sociedad" (E,
22). Curiosamente -e insistiremos sobre ello-, al mismo tiempo que
incluye el
criterio de utilidad en el elenco de posibilidades, señala que la
valoración de
estos criterios será en función de su utilidad social. Eso nos lleva a
distinguir la condición de utilidad
(justicia útil o criterio utilitario), usada como criterio de
criterios, de la condición utilitarista
(justicia
utilitarista o criterio utilitarista), que aparece como una de las
propuestas a
valorar.
El escenario de la ficción que
nos ofrece Hume es el de
"una criatura, dotada de razón, pero no familiarizada con la naturaleza
humana (que) delibera consigo misma sobre las reglas de justicia o
propiedad
que más puedan promover el interés público y establecer la paz y la
seguridad
entre la humanidad" (E, 22). ¿Cuál sería su decisión?
A Hume le parece obvio que
optaría por distribuir los
bienes conforme al mérito de cada uno, "asignar las mayores posesiones
a
la virtud más extensa y dar a cada uno poder para hacer el bien en
proporción a
su inclinación" (E, 22). En el
fondo, aquí mezcla dos criterios, dos méritos: uno, un mérito meramente
acreedor, algo así como dar a cada uno en función de lo que ha
aportado, de lo
que ha producido; el otro, un mérito genuinamente utilitarista, que
implica dar
a cada uno en función del bienestar que producirá con ello; o sea, en
el primer
caso es el pago a unos servicios; en el segundo, una inversión en
función de
las expectativas sociales.
En cualquier caso, el criterio
del mérito no le parece a
Hume viable. Dirá que "En una perfecta teocracia, donde un ser
infinitamente inteligente gobernara en base a su voluntad particular,
esta
regla (del mérito) tendría su lugar y podría servir para los más sabios
propósitos. Pero donde los humanos tuvieran que ejecutar tales leyes,
al ser
tan grande la incerteza respecto al mérito, tanto por su natural
oscuridad como
por la subjetividad de cada individuo, ninguna regla de conducta
concreta
resultaría de aquí; y la inmediata consecuencia sería la total
disolución de la
sociedad" (E, 22). Es decir,
para Hume el criterio del mérito no puede explicitarse en una ley
general, o un
conjunto de leyes, de distribución, debido a que, presumiblemente, se
necesitaría un reajuste constante de la propiedad respecto a las
cualidades de
los individuos; así no se conseguirá la estabilidad, condición
indispensable de
la sociedad. Además, los hombres nunca se pondrían de acuerdo respecto
al
mérito, por lo que rechazarían cualquier aplicación del mismo como
criterio. Y
como las leyes justas sobre la propiedad son las que consiguen
estabilizar la
propiedad - y la sociedad-, tal criterio no es aconsejable.
Resaltemos dos aspectos de esta
alternativa del mérito
como criterio de justicia. En primer lugar, que su fundamento último es
la
promoción del bien público, la paz y la seguridad; la justicia, por
tanto,
tiene siempre como referente la utilidad social; y el mérito, que sirve
como
criterio de distribución de los bienes, se establece en base a la
utilidad
social, sea como pago a servicios o como inversión optimizadora. En
segundo
lugar, que el rechazo del criterio del mérito por Hume se basa en
argumentos
pragmáticos: no es aceptable, no es justo, en tanto que técnicamente es
complicado, inaplicable o embarazoso, en suma, en tanto que su
aplicación imperfecta
originará más o similares problemas sociales que los que puede resolver.
Una alternativa que ese hombre
racional e ignorante de la
naturaleza humana propondría, ante tales dificultades, sería el reparto igualitario, al que consideraría
"más plausible en cuanto a su practicabilidad y en cuanto a su utilidad
para la sociedad humana" (E,
22). De nuevo vemos que la opción por un criterio, eventualmente por
éste de la
igualdad, ha de justificarse en última instancia en la utilidad social.
Curiosamente, Hume no ve obstáculo racional a la aplicación de este
criterio.
"Hay que confesar, ciertamente, que la naturaleza ha sido tan liberal
para
la humanidad que si sus frutos fueran repartidos por igual entre la
especie y
mejorados por el arte y la industria, todo individuo gozaría de todo lo
necesario e, incluso, de la mayor parte de las comodidades de la vida" (E, 23).
Por tanto, el igualitarismo es,
en abstracto, posible y
razonable. Además, y se trata de un tema importante para nuestro
objetivo de
valorar el utilitarismo de Hume, llegará a decir, en favor del
principio de
igualdad, que es utilitarista en el sentido más genuinamente
benthamiano:
"Hay que confesar también que, cuando nos apartamos de esta igualdad,
quitamos a los pobres más satisfacción que la que damos a los ricos y
que la
leve gratificación de una frívola necesidad, en un individuo, cuesta a
menudo
más que el pan de muchas familias e incluso provincias"(E,
23). Pocos textos de Hume sugieren
con tanta fuerza el felicific calculusbenthamiano,
con su nota de ponderación del costo marginal de la felicidad.
¿Por qué, entonces, si "la
regla de igualdad sería
altamente útil" y no sería absolutamente impracticable, como prueba la
historia, la rechaza Hume? Primero, porque la igualdad absoluta o
perfecta, y
de eso se trata, sí es impracticable; segundo, porque, en todo caso,
"sería extremadamente perniciosa" (E,
23). Reconoce que la igualdad, como criterio, tiene la cualidad
de la sencillez, pues no se necesitan cálculos y desaparecen las
subjetividades; de todas formas, no es un criterio aceptable, pues
sería
perniciosa respecto al objetivo de la estabilidad. Por un lado, las
diferencias
entre los hombres en talento, ingenio o prudencia destruiría la
igualdad en
breve tiempo; y si esta igualdad se restablece constantemente, entonces
todos
perderán al perderse los incentivos para el trabajo y la invención. Por
otro
lado, el criterio de igualdad en la distribución de la propiedad
requeriría
inspecciones constantes para conservarla, lo que conllevaría un
gobierno
autoritario. En fin, la destrucción de la jerarquía social destruiría
la
autoridad del gobierno, haciendo imposible su inspección (E,
23).
En el Treatise
también
aborda el criterio de igualdad, en términos semejantes: "No hay duda de
que sería mejor que todo el mundo poseyera aquello que le resultase más
conveniente y apropiado para su uso. Sin embargo, aparte de que esta
relación
de conveniencia puede ser común a varias personas a la vez, se
encuentra además
sometida a tantas controversias que una regla tan débil e insegura
sería
absolutamente incompatible con la paz de la sociedad humana. Es aquí
donde
interviene la convención acerca de la estabilidad de la posesión,
acabando con
todas las ocasiones de discordia y polémica. Por ello no se logrará
jamás si
aceptáramos aplicar esta regla de un modo diferente en cada caso
particular y
según la particular utilidad que pudiera discernirse en una tal
aplicación. La
justicia no tiene nunca en cuenta en sus decisiones la conveniencia o
falta de
conveniencia de los objetos con las personas particulares, sino que se
conduce
por puntos de vista más amplios" [29].
No es necesario, pues, como en
el caso anterior, subrayar
que el rechazo por Hume del igualitarismo como criterio de justicia
obedece a
criterios técnicos derivados de su aplicabilidad. Que el mérito o la
igualdad
se rechacen como criterios de justicia en base únicamente a que los
mismos no
parecen garantizar la paz, la seguridad, la estabilidad, en fin, el
orden
mínimo de convivencia social, nos manifiesta la concepción fría de la
justicia,
la idea puramente estratégica y mínima de ésta.
El tercer criterio posible
sería el de la utilidad en
sentido utilitarista. Con dos breves pinceladas nos acerca Hume al
doble uso
del criterio rigurosamente utilitarista. En el primer caso se plantea
una distribución productiva, es
decir, una
distribución de bienes como inversión social, pensando en los
beneficios
sociales que se derivarán de la utilización de los mismos por los
individuos;
en el segundo caso se plantea una distribución
de consumo, en función del cálculo marginal de la felicidad.
En ambos
casos, Hume desestima el criterio; uno por impracticable; el otro, por
impracticable
y pernicioso. Aunque, ciertamente, los rechaza como aspectos
respectivos de los
criterios del mérito y de la igualdad; no los valora en ningún momento
de forma
aislada.
En todo caso, el principio
utilitarista requiere la
articulación de ambos criterios, que Hume separa; separados y mezclados
como
aspectos del mérito y de la igualdad no permiten una clarificación del
problema. Un reparto de los bienes en base a la utilidad que cada uno
fuera
capaz de producir con ella, aun cayendo dentro del utilitarismo, no es
el
criterio utilitarista; parece, por tanto, más un criterio genérico de
productividad que un genuino criterio utilitarista. Ahora bien, esta no
presencia del análisis del criterio utilitarista de forma directa y
explícita
es también un síntoma del peculiar utilitarismo humeano. La utilidad
que
reclama es la de un orden de cosas que garantizan la seguridad, la paz
y el
bienestar social, sin comprometerse con ningún criterio, aceptando que
el orden
apropiado es función de las circunstancias. Su orden es el de la
justicia útil,
no el de la justicia utilitarista, ni el de la justicia igualitarista,
ni el de
la justicia meritocrática.
En el Treatise
hay un momento en que Hume aborda este tema, hablando de la
distribución de los
bienes; y su posición es de rechazo de un reparto productivista en
nombre de la
imparcialidad: "La relación de adecuación o conveniencia no deberá
tenerse
nunca en cuenta al distribuir las propiedades de la humanidad, sino que
deberemos gobernarnos por reglas de aplicación más generales, y también
más
libres de dudas e incertidumbres" [30]. Así las
cosas, y reconociendo que
Hume pone la utilidad, de forma genérica, como referente de la moral,
¿es
suficiente para decir que Hume es un utilitarista? Poner como bien, o
como
tendencia natural, la paz, la seguridad y el bienestar social, ¿no es
común a
todos los hombres razonables? En definitiva, ¿no hay razones para dudar
de los
dos rostros de Hume?