1. Salida bien de mañana. Queda atrás el balcón en ángulo del Palacio del Marqués de la Conquista, seguro, indiferente, desafiando al mundo en belleza. La Torre del Alfiler, herida sin lágrimas, sigue apuntando al cielo, señalando su transparencia y su altura. Porque el cielo extremeño es tan alto, tan lejano, que parece haberse olvidado de su gente. Quien sabe si para dejarlos libres.
El castillo sigue en su sitio, vacío como siempre. Nunca fue casa de nadie. Perfil sin curvas, paredes sin costanas, que ayer sirvió de protección a los recaudadores de impuestos reales y hoy acoge, con la misma indiferencia, a festivales folklóricos o a visitantes ilustres. ¡Cuántos siglos de existencia inútil!. Aislado y de espaldas a la ciudad, a la que amenazaba más que defendía, parece estar allí sólo para que los niños sueñen una historia que nunca les han contado.
La sobria torre de Santa María saca su cabeza cuadrangular por encima de los rojos tejados descoloridos y rotos de teja árabe, la teja bella de honesto envejecimiento. Compite en altura con otras recién restauradas; pero ninguna amenaza su hegemonía en solidez y serenidad, ni en dignidad, ni en belleza. Sigue allí resistiendo al tiempo con la misma facilidad que a los nidos de cigüeñas que la coronan y la manchan. Sus naves silenciosas parecen símbolos del carácter de un pueblo, con tanta capacidad para resistir como impotencia para transcenderse; sus campanas silenciosas hablan de la inutilidad de las quejas. En la plaza, dentro de su estatua pesada y sin alma, Pizarro sigue esperando que repitan su leyenda, heroica pero fea, a costa de su historia, más sucia pero más humana. No se atreven a decir que nació en los márgenes de la ciudad (en los arrabales) y de la sociedad (dominio sexual sobre los pobres) y vivió en los márgenes de la ley.
Si hubiera tenido la fortuna de pisar las calles trujillanas Thomas Paine, aquél enardecido defensor de los derechos del hombre y del ciudadano, habría visto en sus piedras un hermoso símbolo de lo que llamaba "victoria de los muertos sobre los vivos", manera poética de decir que es un pueblo víctima de su historia. Y se habría equivocado. Nunca podría percibir un ilustrado, que al fin no era extremeño, que si algo simboliza Trujillo es la capacidad extremeña de sobrevivir arrastrando el peso de la historia que -¡habremos de decirlo!- no es la suya porque la escribieron otros. Las virtudes de este pueblo son fruto de sus derrotas; su belleza ética es haber sido siempre sometido, nunca dominante. La dominación se daba en su seno.
2. Ya en la carretera, los nombres son los de siempre. (A la izquierda Madroñera, a la derecha Conquista; a un lado Aldeacentenera y al otro Zorita; Logrosán en amplio llano, Cañamero ya a las puertas de las Villuercas graníticas. Y Berzocana un poco más lejos, evocando canciones populares de vino y fiesta. Ya se sabe: “los de Berzocana / tienen un buen vino…”
Los ojos se mueven con avidez de un lado a otro, coleccionando colores y formas. Aquí y allá heno y paja, olivos y encinas, ovejas y cabras. Pero un extremeño no puede mirar su tierra sólo con los ojos; ha de hacerlo con la memoria y, a veces, incluso con el alma. Los lugares y las cosas se mueven y juegan a ambos lados del espejo, en la mirada y en el recuerdo. Pronto las imágenes se vuelven fragmentos de historia; el paisaje se llena de nombres y leyendas, de metáforas y figuras, que mezclan y separan en espacios los tiempos y las épocas…
3. A un lado caseríos blancos, flanqueados de establos y pajares de piedra, de techos bajos, apegados a la tierra. Al otro, largas, interminables naves de prefabricados, de grandes puertas, cubiertas metálicas, depósitos y tolvas que rebosan modernidad y eficiencia.
A un lado vacas negras, vacas retintas, pequeñas, finas y broncas, sin más credenciales que ser las de siempre; sin más aval que el de su belleza. Al otro, grandes torpes reses blancas sucias, que ostentosas muestran el atractivo de los kilos y que se saben ganadoras cuando lo que cuenta es la renta.
A un lado fincas sin frontera, con límites insinuados por mojones, cruzadas por veredas, ríos y caminos; no necesitan cercados ni rótulos: los propietarios son siglo tras siglo los mismos y los mismos sus nombres, que si no mencionamos no es por no ofender, sino por no sacralizar, porque queremos olvidarlos. Al otro lado, alambres de espino, propiedad bien cercada, con el título del nuevo propietario en el pilar de la entrada, de toponimia más plebeya, pero igualmente arrogante y dominadora. Dicen que es por eficacia que cierran la propiedad, para tener ovejas sin pastor; será por eso. Pero hay quien piensa que, amparados en la noche de la ignorancia, han añadido un cierre metálico al cierre jurídico de la propiedad; con sigilo han usurpado a los pueblos aquellos derechos que arrancaron con sangre sus tatarabuelos: derecho al libre paso por caminos y veredas, derecho a los ríos y a los peces, derecho a la recogida de leña seca caída... A la caza no, nunca consiguieron tal derecho: era deporte del señorío. Hasta las cañadas de la trashumancia, espacio común de libertad, han sido cerradas y apropiadas con gestos privados y guiños políticos.
Y en los dos lados, a uno y a otro, el sol de siempre, el mismo en las Villuercas que en la Serena, en las Hurdes que en la Tierra de Barro. Un sol implacable, que al mismo tiempo pone el dorado en el trigo y la arruga en la cara, la exhuberancia y la decadencia. "Un sol de justicia", dice la literatura. Pero me temo que el de Extremadura no ha sido nunca un sol justo. Ha sido y es un sol bello, radiante, poderoso; pero ni la fuerza ni la belleza son signos de la justicia. ¡Extremadura sabe mucho de eso! Ya se sabe: “lo que no pue ser, no pue ser, y además es imposible”.
4. A un lado campesinos resignados, curados al sol y al viento, que hablan de lo de siempre: del barbecho y del rastrojo, del abono y las simientes, de ferias y de sequía; al otro, activos empresarios del campo, con títulos y diplomas, que discuten las ayudas del ministerio, la política agraria de la comunidad europea y las subvenciones al vino, a la leche o a la carne de cerdo. A un lado, gente curtida en el arado, la siembra, la siega y la trilla; al otro, expertos en rellenar aplicaciones informáticas, en presupuestos y contratos, en subvenciones y desgravaciones, que han aprendido que la expansión del capitalismo al campo además de la emigración de quienes se van conlleva la metamorfosis de quienes se quedan: de trabajador del campo (jornalero o aparcero) a gestor de recursos agropecuarios.
En una orilla del tiempo jóvenes que nacieron al otro lado de la suerte, condenados a elegir entre la repetición, siguiendo el camino de sus padres, sin más futuro que el de hacer girar la noria seca de la escasez y la inocencia, y el desarraigo, cogiendo el tren del norte, el tren de la emigración, que en gran rótulo marca el destino pero escondiendo el precio. En la otra orilla jóvenes universitarios, igualados al mundo en derechos, exigiendo trato igual y oportunidades aquí y ahora, en su propia tierra; jóvenes que han aprendido que el mundo debe algo a Extremadura y que han optado por hacer su propia historia. Jóvenes que suben al tren con pasaje de ida y vuelta, pues al fin han comprendido que no son los extremeños, sino Extremadura, la que debe emprender el viaje sin retorno; que el buen tren no es el de la emigración, sino el del progreso.
A un lado un cuerpo curvo sobre el arado, dando la espalda al sol y al cielo, de los que espera poco; sombrero de paja, mucha pana y botas de hebillas, con borceguíes en invierno; hiere la tierra con rabia, la escupe de vez en cuando, expulsando la sed, la amargura y el cansancio. Paso a paso, tras la yunta de mulas o de bueyes, hace lo que sabe hacer, lo que le dejan hacer, sin cálculos ni esperanzas. Por la noche mira al cielo. Un año más las lluvias se retrasan. Mira a su mujer y en silencio comentan, resignados: "malo será si el pan nos falta". Piensan al mismo tiempo y se consuelan: "Total, para nosotros... Nuestros hijos ya trabajan. Están lejos, pero allí hay trabajo. Y tienen libertad. ¡Y esperanza!".
Al otro lado un gestor agropecuario, titulado o casi, pasea nervioso por su despacho entre teléfonos, ordenadores, armarios llenos de facturas, impresos y normativas, mesas rebosantes de estadísticas e informes. Ganado seleccionado, alimentación experimental, controles de peso y de calidad, cuotas de mercado... Cerdos estabulados, terneros estabulados, pollos estabulados... Controles sanitarios, experimentos veterinarios, financiación bancaria, subvenciones oficiales... "Hay que ser competitivo", repite a cuantos le oyen. "¡Hemos de igualarnos a Europa!". Y sonríe satisfecho. Hay que luchar, pero hay márgenes. Y futuro para los hijos. No hay tiempo para pensar; suena el teléfono.
5. Y a ambos lados la tierra arcillosa, sedienta de agua; los redondos canchales de granito, manchados de sedosos musgos y ásperos líquenes; las láminas de la pizarra, siempre limpias y frágiles. El granito y la pizarra compiten por forjar el alma extremeña; marcan dos paisajes, dos ecosistemas, dos formas de vida. Simbolizan el señorío y el trabajo, pero también la ganadería y la agricultura, e incluso la arrogancia y la sobrevivencia. Pizarra y granito se reparten el suelo.
Y allí está, a ambos lados, la encina. Esa encina que, en versos de Machado,
"nace derecha o torcida,
con esa honradez que cede,
solo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede".
La encina es símbolo de esa parte del alma extremeña que sólo aspira a resistir. ¡Cuánta amargura en el amargor de su fruto! ¡Y algo de orgullo en vivir con tan poco!
6. A un lado pueblos pegados a la tierra, de contornos precisos, rodeados de cercados, que los unen al campo. Pueblos de casas igualadas en altura, en colores, en formas y en pobreza. Tienen lo que tienen que tener, lo necesario: puertas de madera con postigo, ventanas con rejas, tejados con chimenea. No es la suya la igualdad formal puesta por el diseño y la rentabilidad, por la construcción en serie de los proyectos subvencionados; su igualdad es homogeneidad y coherencia espontáneas, coincidencias en el gusto y en las necesidades de las gentes que viven de lo mismo, que sufren los mismos males y gozan de parecidos bienes; es la coincidencia entre gentes con escaso afán de distinguirse y con pocas razones para diferenciarse. La coherencia estética parece expresar la belleza de la igualdad, aunque sea de la igualdad de la escasez.
Al otro lado, las casas de los pueblos parecen injertadas y crecidas hacia arriba. Las buhardillas y graneros, los “dobles”, han cedido el lugar a un segundo piso, con dormitorios con baños y salas con mueble bar. Las fachadas, cara pública de los habitantes, ahora pugnan por diferenciarse. El aluminio vence a la madera en puertas y ventanas; las antenas usurpan a las chimeneas el protagonismo de los tejados; el adobe prefabricado gana el terreno a la piedra y la pintura al plástico desplaza a la humilde blanca cal viva. La unidad se rompe, la uniformidad estalla, la sencillez desaparece a manos de elementos constructivos plurales y diferenciadores. Arcos, columnas, porches, celosías, parecen signos orgullosos de los lugares de donde viene el dinero, que arrastra hacia Extremadura los gustos y sensibilidades, los hábitos y necesidades de los otros, importando satisfecha otra definitiva colonización.
A un lado, mujeres que esperan. Que cocinan mientras esperan la hora de comer; que lavan y planchan mientras esperan la noche; que barren y friegan mientras esperan la vuelta del marido del trabajo o de la partida; que cosen y bordan mientras esperan que los hijos vuelvan de la escuela. Mujeres que esperan casarse, que esperan tener hijos, que esperan que crezcan y encuentren trabajo. Mujeres que reparten la vida en tiempos de esperas.
Al otro, mujeres que viven. Que salen, que entran, que trabajan y estudian, que viajan y proyectan. Mujeres que disputan al hombre el puesto en la empresa, en el bar y en la casa. Mujeres liberadas de la eterna espera, que agarran el tiempo y construyen sus vidas, con alegrías y tristezas, con triunfos y fracasos, pero con la dignidad de quien ahora pone la voluntad donde sólo había entrega.
7. Sigue y sigue la vista saltando de un lado al otro del espacio; y sigue y sigue la memoria volando a uno y otro lado del tiempo. De repente confluyen y se unifican. Como guiados por las líneas blancas sobre el asfalto, saltan sobre el valle y señalan un punto del horizonte, donde majestuoso, erguido sobre los tejados de La Puebla, se yergue el Monasterio de Guadalupe. Allí confluye el pasado y el presente, la memoria y la mirada; allí parecen abrazarse las dos almas de Extremadura, la de ayer y la de mañana
Seis siglos de vida entre sus arcos góticos y mudéjares y sus retablos barrocos; seis siglos de reflexión, de culto y de misterio. Dicen que por allí pasaron reyes, príncipes y papas. Los Reyes Católicos, Felipe II, Alfonso XI, Alfonso XIII, Juan Carlos II. ¿Y Carlos I? No lo sé. Tal vez también, pero prefería Yuste, más tosco, más monacal, más austero.
Siempre pensé que el Monasterio de Yuste expresaba mejor el alma extremeña. Su sobriedad, su aislamiento, su inigualable capacidad de ausencia. Ya no estoy tan seguro. Y para evitar el desgarro de tal elección, repartamos privilegios: dejo al de Yuste como símbolo del alma extremeña y reservo para el de Guadalupe el símbolo de la historia de Extremadura. Tal vez no esté infundado el reparto
El conjunto arquitectónico guadalupeño está hecho a trozos, como la historia misma de Extremadura, y bajo los golpes del saber y el poder de los otros. El extremeño descubre en su interior, en silencio y sin apenas transcendencia, el desgarro de una vida aceptada pero no querida, sufrida pero no merecida. En sus torres y sus claustros, en sus retablos y sus sillerías, está escrita en gestos, silencios y ausencias una historia por descifrar. Allí se acumulan trozos de las culturas de los otros. La Reconquista, la Inquisición, la colonización americana, el desarrollo científico, la desamortización, dejaron claras sus marcas. Pero eran marcas sobre Extremadura, no huellas del pueblo extremeño.
Allí llegaron y dejaron su rastro o cicatriz el gótico, el mudéjar, el renacimiento, el barroco y el neoclásico. Reyes y Papas, teólogos, sabios y artistas, dejaron allí constancia de su poder, su saber y su fe. El Monasterio, hoy Patrimonio de la Humanidad, es en realidad una obra universal, escrita en Extremadura. Pero entre los renglones de esa historia se deja ver el suelo que la hizo posible. ¿Cómo no verlo en la sencillez y humildad de la pequeña aldea de La Puebla, que parece haber vivido casi ajena al esplendor y riqueza del Monasterio al que sostenía, casi ajena al tiempo?
8. El Monasterio simboliza dos rasgos esenciales de la historia de Extremadura. La riqueza arquitectónica y ornamental refiere a esa parte del alma extremeña, acostumbrada a vestirse con el traje de los otros. Bajo esas huellas plurales y diacrónicas del poder y del espíritu, el alma extremeña parece revelar su capacidad de resistir mil culturas, de soportar mil máscaras, de sobrevivir bajo lo ajeno. El extremeño, -y sería hermoso pensar en las razones-, ha sido un pueblo sin identidad fuerte; o, dicho en positivo, un espíritu abierto, receptivo, apto para lo universal. Su débil capacidad para autodeterminarse se compensó con la fuerza para resistir las determinaciones exteriores. Nietzsche seguramente habría dicho que es la dimensión masculina del alma extremeña, bien simbolizada en esa explícita receptividad del Monasterio, en su capacidad para haber asimilado sucesivas y contradictorias formas: el claustro gótico o el mudéjar se muestran indiferentes al coro churrigueresco; los imponentes frescos de la sacristía, de exuberante y geométrico barroco, conviven con los mantos luminosos de los monjes de Zurbarán; y la apoteosis ornamental del camarín y el trono de la Virgen no ahogan la simplicidad de ésta, en menuda y austera madera de cedro. Los elementos y los estilos contradictorios coexisten en el interior con el mismo descaro que los pináculos cónicos de las torres cilíndricas, coronados con audaces cerámicas, se yerguen junto a las sobrias torres cuadradas, de severas almenas; o con el mismo guiño provocativo de las ventanas mudéjares, en granito o en ladrillo, sobre la sobria fachada de la hospedería.
A su vez, la dimensión femenina del alma extremeña no se queda sin representación en el Monasterio. Se expresa en la vida silenciosa, resignada, de los monjes jerónimos, que durante medio milenio hicieron del mismo, junto a un centro de arte y de devoción, un lugar de vida resignada. La orden de los Jerónimos ha dejado, sin duda, muestras de su trabajo intelectual (teología, derecho, gramática) y científico (alquimia, farmacología, medicina naturalista), que junto a la oración y al culto consumía su tiempo. Pero, sobre todo, se han ocupado de las labores de la casa, poniendo de relieve su infinita paciencia y su capacidad para vivir discretamente, entregado a segundas y silenciosas tareas.
Dos ejemplos son suficientes: el Museo de los miniados, en la antigua Sala Capitular, y el de Bordados, en el antiguo refectorio. No basta decir que son de los mejores del mundo, que lo son: no fueron hechos para ser comparados. Hay que decir que reflejan esa infinita capacidad para gastar el tiempo en cosas pequeñas, en labores humildes, sin voluntad de transcendencia. El alma agitada de los célibes jerónimos se hace transparente en las infinitas filigranas y detalles de sus brocados, sus esmaltes, sus platerías, como si en la repetición y la simetría quisieran ahogar un grito de sensualidad controlada, de rebelión contenida. ¡Cuánta belleza en esas artes menores! ¡Cuánta pasión en esa sencillez!; ¡cuánta inquietud y desgarro en esa actividad plácida y ritualizada!.
Y, disimuladamente, sólo visible a quien mira con la misma herida, podemos advertir que el Monasterio no respira paz, que su silencio no es quietud, que la coexistencia entre elementos no es placidez. Hay en sus naves, en sus claustros, en sus sacristías, en sus refectorios mucha agitación, mucha inquietud y pasión. El elemento sublime del gótico queda sepultado bajo la exuberancia del barroco; lo enigmático del mudéjar casa mal con la frivolidad churrigueresca; la solemnidad renacentista no ve con buenos ojos el intimismo manierista. En general, bajo la armonía de la totalidad, que parece haber dominado a cada elemento y sometido a cada uno a su lugar, se siente la convulsión del alma femenina de los jerónimos, que convertía en vida su encierro y en belleza su abstinencia.
9. Hay que acabar. El sol en poniente nos ha dejado las flamas de su potencia; se va con espectacularidad, dejándose admirar, sin querer recordarnos que volverá mañana, dominador y despiadado, a calcinar una tierra exprimida que no tiene más que dar. La tierra lanza su olor a hierba seca, de aroma intenso, cual incienso litúrgico a los dioses refrescantes de la noche; o como gesto de orgullo y provocación ante un sol ya decadente, que no logró vencerla.
Y con las sombras del anochecer, cambia el discurso y las metáforas devienen conceptos. A un lado Extremadura, tierra de hombres sin tierras; al otro..., también Extremadura, historia de hombres sin historia. Y en mi mente, una idea, que no sé si he leído en alguna parte, pero llena de sentido y que me arranca un sentimiento profundo: "No. No puede ser un mal pueblo el que acepta por patrona a una virgen negra".
Ese es mi relato. Sólo he aspirado a que ustedes, cada uno de ustedes, hurgue en sus recuerdos y saquen del baúl una cara, un nombre, un paisaje, una escena de su ser extremeño. Cada uno la suya. De esta forma seguiremos siendo un pueblo. Otros tienen identidad histórica, derechos históricos, alma común, cultura propia. Nosotros tenemos poco o nada de eso. Pero no se preocupen. Seguiremos estando unidos mientras no se agoten en nosotros esos recuerdos; seguiremos siendo extremeños, seguro que en nuestra dispersión seguiremos siendo un pueblo.
Nada más, muchas gracias.