LA POESÍA DE WENCESLAO MOHEDAS





Hay poetas; hay extremeños; hay poetas y extremeños a un tiempo. Hay también extremeños poetas; y poetas extremeños. Wenceslao Mohedas condensa todas estas determinaciones, y, por su exuberancia, entre todas ellas no agotan su esencia. No puedo imaginarme al Wenceslao poeta nacido fuera de Extremadura; ni siquiera viviendo fuera de Extremadura, como vive, pues si bien el ciudadano es de allí donde vive y trabaja, el poeta es de allí donde sus versos beben; el poeta vive donde se alimentan sus versos, donde habitan sus sentimientos y recuerdos, donde su alma escarba buscando la humedad del alma.

No, no puedo imaginarme al poeta Wenceslao viviendo fuera de Extremadura y no puedo imaginarme a Wenceslao siendo otra cosa que poeta. No porque guste expresarse en versos, que lo hace con espontaneidad y belleza; es poeta cuando habla prosa, cuando hurga en la historia, enfrenta el presente o se atreve, sin enunciarlo, a insinuarnos el imposible futuro de un pasado robado, de un futuro perdido para siempre; es poeta cuando recuerda, cuando sueña y cuando juzga al mundo, pues lo hace desde su propio mundo, su mundo poético-extremeño-perdido. Me atrevo a decir, espero sin molestarle, que Wenceslao es extremeño y poeta, poeta extremeño y extremeño poeta, porque no sabe (ni puede, ni quiere) ser otra cosa; quiere estar ahí, vivir ahí, ser extremeño y poeta donde quiera que la vida le arroje, en cualquier cuneta de sus recuerdos.

Sólo así se comprende el contenido, la intensidad y la forma de los poemas que nos ofrece en esta Cosecha lírica. En sonetos, en sonetillos y en poemas sueltos nos deja ver su alma (insisto, de extremeño y de poeta), su mundo (de recuerdos poéticos de su Extremadura perdida, que es la de ayer, la que forjó su sensibilidad, su carácter y su conciencia, la que apenas le ha dejado huellas dispersas, fragmentos de un desastre, para que en sus regresos se siga encontrando.

A mi entender son los sonetos, junto a algunos de su poemas sueltos, donde Wenceslao Mohedas deja brotar su talento; y es así porque la poesía de Wenceslao es honda, como la raíz de la encina, densa como el granito del berrocal que hollaba de niño, profunda como el mugido de los bueyes mostrando su poderío. Y para expresar estas cosas profundas hay formas y métricas poéticas más adecuadas que otras. No es la suya una lírica saltarina, transparente, diáfana y bullanguera como a veces la del inigualable Lorca; se parece más a la mirada triste, dolorida y compasiva de Machado, cargado del dolor de los otros. El andaluz castellanizado cantó a la encina (“Naces derecha o torcida,/ con esa humildad que cede/, sólo a la ley de la vida/ que es vivir como se puede”); nuestro extremeño también le ha dedicado sus versos a este árbol pobre, sobrio y leal donde los haya: “Por tu copa redonda, me recuerdas / la rotunda melena femenina / de las hijas morenas de esta tierra…)”. Machados cantó a los campos de castilla y al Duero: “Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día / Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, / buscando los recodos de sombras, lentamente”; Wenceslao Mohedas canta a los campos de Extremadura y al Almonte, que ayer fue río y hoy parece reírse de su mala suerte: “Habité desde niño entre encinares, / de la encima emulando la dureza;/yo bebí de la aguas del regato / y dormí sobre pajas en las eras”. Y seguro, Wenceslao, que mirabas al cielo, tan profundo, tan lejano y tan bello, que parecía decirte que es para otros, que no está hecho para los hombres extremeños, esos hombres vencidos que, caminando sobre su garrota, miraban tristes la tierra seca y le daban la espalda, pues ¿qué habrían de agradecer?.

El soneto, con sus endecasílabos, sus cuartetos consonánticos y sus tercetos bien trabados, todo sobriedad y disciplina, se presta con su elegancia y su ritmo a la profundidad de los sentimientos vertidos a los versos, como éste de “Cosecha lírica”: “Está el campo en estado lastimero / con retamas, con cardos, con ortigas...”. O este terceto de “Todavía…”: “Todavía retengo en la retina / de los ojos del alma aquel paisaje / natural de mi infancia campesina.”. O éstos dedicados a su Jaraicejo de siempre, salvado en su memoria de la erosión del tiempo, (“Te llevo en mi memoria tan presente, pueblecito extremeño en que he nacido…”) y que el poeta no encuentra en su constante regreso estival más allá de las viejas cosas muertas, arrinconadas por la historia (“Aunque busco y rebusco por rincones, / por armarios, por cofres, por cajones..., / encontrar mi alegría no consigo.”). El endecasílabo es profundo y el soneto se presta a la solemnidad de la evocación melancólica.

No sé si es más correcto decir que Wenceslao, al venir a Barcelona, se trajo a Extremadura en su alma o la dejó allá entre el grano y la paja, entre la higuera y la encina, entre los suyos, que son “suyos” no sólo porque los ama, sino porque se ve en y a través de ellos. El poeta usa la gravedad de los endecasílabos, trabados en el elegante y sereno ritmo de los sonetos, para expresar su más honda preocupación, en la que se juega su propia existencia: ¿me entenderán?, ¿me seguirán?, ¿me acompañaran en la historia?, ¿me abandonarán por sus rutinas? Porque si no es así no sólo los otros, los suyos, se pierden, sino él mismo pierde con los otros; y con el sentido también se va la vida: “Mas no sé si mi esfuerzo y mi porfía / a mis gentes les vale y aprovecha, / si merece la pena... o la alegría.” No es sólo nostalgia, eterna añoranza del tipo “Beatus ille…” horaciano; es la lúcida y desgarrada conciencia de quien sabe que se juega en la misma partida la ilustración y honestidad de su pueblo y el sentido de su propia existencia. Sólo así se pueden entender versos como “Yo esperaba el laurel, pero fue el cardo / lo que obtuve del lírico cultivo, / ingrato premio del solar nativo / por tributo a su tribu de este bardo”. Si el pueblo no es eternamente igual, si en el camino del progreso se aleja de aquellas formas, valores y sentidos que forjaron el alma del poeta, éste se pierde con él, pues lo que su alma expresa en su poesía es sólo la muerte. Es inevitablemente así, es la esencia trágica de la poesía que, condenada a mantener vivo el pasado, ha de instalarlo en Parnasos y Panteones, lejos de la vida; destinada a luchar contra la muerte, sólo triunfa recreando figuras extrañas a la vida, que sólo se da en el presente.

La poesía de Wenceslao Mohedas está atravesada por su biografía, su alma escindida entre el progreso justo e inevitable y la identidad forjada en la austeridad, religiosidad y ruralidad de una vida fuertemente ética; un alma atravesada por esa espada trágica de toda poesía viva, que sólo vence a la muerte con las metáforas: “Por efecto de afecto al lar nativo, / yo cultivo en verano la cosecha / de los frutos y versos que os escribo”. Los veranos, regresos al mundo perdido, son la ocasión de sus mejores versos, de sus más hondas vivencias. Cuando la era, el trillo, la paja, el grano, los bueyes han abandonado el paisaje, el poeta sigue con su cosecha de versos, manteniendo viva la memoria de lo muerto, única y afortunada forma de sentirse vivo. El terceto de Tarde agosteña que dice “Tiempo muerto: de siesta, de desgana, / en que el sol, con la furia de un tirano,/ nos impone esta tregua cotidiana.”, evoca otra marca de la cultura rural de los pueblos extremeños, esa vida que sí, que era injusta, vida de pobres, de trabajadores sin trabajo en esa tierra de hombres sin tierra, pero cuya belleza ética y honesta estética permanecen en el alma sensible de quien la vivió, de quien se crio en ella. Por eso Wenceslao está condenado a añorarla, a mantenerla viva en las zonas muertas y silenciosas de la vida, en sus ensoñaciones, en sus rememoraciones, en sus  evocaciones.

Y ello aunque el anacronismo intrínseco a toda existencia poética le cueste  incomprensión y rechazo, frente a los cuales el poeta se yergue: “Hoy, me apuntan con dedo acusatorio…”, nos advierte. “No me dan su respaldo, sí la espalda / los paisanos que tuve por amigos / y me cierran sus puertas, sus postigos… / y me escaldan la vida con su calda.”, nos cuenta de sus paisanos, de los suyos, a los que ama y añora, a los que necesita vestidos de ayer. Le duele la indiferencia, la distancia con los suyos, silencio inevitable entre el ayer inmovilizado e idealizado del poeta y el hoy actualizado, grosero como la vida misma, de los que en el traje del progreso olvidaron el bolsillo de la virtud: “Mas me duele esa vida pueblerina / con su “extrema” y su “dura” indiferencia / tan propicia a la envidia y a la inquina.”

Pero le duelen más los otros, los habitantes del presente, de la grosera e ingrata cultura del consumo;  los de fuera de aquel lugar-tiempo de la austeridad y moralidad impuestas, los que pertenecen al presente, los ignorantes depredadores del pasado entregados a consumir vida, a vivir de lo vivo, en lugar de sacralizar lo muerto. Contra estos es despiadado, y les dedica los versos más duros, más despreciativos, usando el más antipoético de los vocabularios, como en este cuarteto del Batallón del botellón: “Utilizan lenguajes coprolálicos: / cacofónicos tacos de egofílicos / por adanes de edenes seudoidílicos / y presumen de seres  acefálicos”. El progreso, la justicia, lamentablemente no siempre van acompañados de la ética, y menos aún de la estética; la elección es trágica entre el pasado injusto y el presente grosero.

Por momentos, la seriedad y profundidad de los endecasílabos en los sonetos cede el puesto a la agilidad y gracia de los octosílabos de los sonetillos, más aptos para la ironía o la burla, ante el presente o el pasado: “En sociedad tan frenética, / la vida tan enfermiza / va sin ética ni estética”. O este otro, cuyo enfado nos hace pensar en toda una noche de insomnio inducido: “Hay un típico mozuelo, / tan mochuelo por fantoche/ que busca siempre la noche / para levantar su vuelo.” O este que revela la eterna secreta contraposición entre el elogio de la cultura de los viejos profesores y la sacralización del deporte de los jóvenes estudiantes: “Sólo le importa su porte, / su fachada, su ropaje, / su pasión por el deporte”.

El octosílabo le permite ligereza y audacia, y lo maneja con destreza; pero el alma de Wenceslao Mohedas es trágica, sin lograr sintetizar dos culturas, dos tiempos, dos mundos. Su alma, bruñida en imágenes de labranza con el arado romano, ha pasado en cincuenta años a existir en la segunda o tercera revolución tecnológica, la época de la informática, de las telecomunicaciones y automatismos; de la más seca austeridad al consumo desaprensivo; de la noble pobreza a la abundancia obscena. Esa imposibilidad de síntesis aparece en versos como éstos: “Gran parte de su existencia / se “pasa”… enganchado al cable / por fiel fonodependencia”. Ese alma escindida se nos revela también en su sonetillo Yo soy un extremelán, donde al no reconocimiento desde fuera, exigiendo alternativas y no síntesis, (“me dan ciertos lugareños / sus patadas de patán”),  hay que añadir la propia resistencia de su mundo poético (“si ayer del sur, hoy norteños”), síntesis tal vez posible para sobrevivir (“para ganar pez y pan”) pero no para la creación poética.

Creo, y es cuestión subjetiva, que Wenceslao Mohedas se mueve mejor en el endecasílabo. Los sonetillos le permiten entregarse a la sátira, pero su poesía sale más honda y sincera de los versos largos. Una bella muestra es su poema Con afectos retroactivos, donde encadena tercetos de endecasílabos de gran sinceridad y belleza. Así cuando nos dice evocando a su padre con estampas campesinas: “Te recuerdo labrando en la besana, / roturando en parcelas de barbecho / con tu yunta mular en la solana. / Te tomaste tu vida tan a pecho / que hasta el surco trazado con la reja / semejaba un renglón… de tan derecho”. Y un poco más adelante en el mismo poema: “Se acercaba el final de tu cadena; / el divorcio de pajas y de granos / por la ayuda del viento en tu faena”.

Hay versos que resumen un poema, e incluso una vida poética. Elijo éste, “el divorcio de pajas y de granos”, como símbolo de la poesía de Wenceslao. Paja y grano, memoria y presente, silencio y ruido, siesta y tráfico, austeridad y consumo, virtud y espontaneidad, densidad y ligereza, carros de mulas o bueyes y coches de gasolina, nidos en las encinas y semáforos urbanos, caras arrugadas y caras apergaminadas, gente con los bolsillos vacíos y el alma llena y gente con el alma vacía y los bolsillos…  Ese es el universo poético humano de Wenceslao, que completa con el de las herramientas de trabajo, la hoz, la guadaña, el trillo, la Singer…, y con el paisaje natural: “Las retamas, las jaras, los romeros, / los tomillos, los brezos… se coordinan/ en familia floral, fraternalmente/ por formarte una alfombra esmeraldina”. Sumen ustedes el Tajo, el Mirador de Miravete, el Almonte…, y la vacaciones agosteñas, la labranza y la sementera, la montanera y la matanza… Y la Misa mayor.  Y no debemos olvidar el cementerio, figura lírica que aparece reiterada en sus poemas, en el “camino viejo” (“Calle del Camino Viejo, / triste tramo de un viaje / sin billete ni equipaje / de un cadáver en cortejo / hacia el último hospedaje”), el camino más democrático del mundo, que se recorre una y otra vez con los otros (“como el romero a su ermita”) y luego uno sólo, en absoluta soledad, en silencioso viaje horizontal definitivo.

Te agradezco, Wenceslao, la oportunidad que mediste de comentar tu texto, más por estima personal que por mis credenciales literarias; pero te agradezco más que me hayas dado –que nos hayas dado- la oportunidad de leer tus poemas, de sentir a través de tu alma el olor de la pita y el tomillo, el sonido de gorriones mañaneros, el calor de ese sol inconmovible en su injusto castigo, el color de ese cielo tan alto tan alto que parece decirnos en silencio que se ha olvidado de esa tierra. Ya sé de donde sacas tus versos, poeta


J.M.Bermudo (2013)