En las últimas décadas la reflexión filosófico política ha encontrado en la problemática de la ciudadanía uno de sus más fecundos lugares de reflexión y consuelo. Lugar fecundo de reflexión, sin duda, por la riqueza teórica de la categoría, que condensa referentes diversos, contenidos plurales (jurídicos, políticos, éticos, antropológicos e incluso estéticos); y consuelo porque la filosofía, que en gran medida había desertado de la militancia política después de su fase crítica (fuera en perspectiva marxista o nietzscheano-heideggeriana), y arrastraba incómoda su mala conciencia, encontraría en el debate sobre la ciudadanía una nueva oportunidad de recuperar el compromiso político, aquella dimensión práctica que desde siempre, explícita o secretamente, se ha vivido como sentido último de la filosofía. Recordemos que ya en aquel texto fundacional de la filosofía política, la República de Platón, tras el abandono de las sombras de la caverna y el ascenso (difícil, doloroso, desgarrador) a la luz, a la contemplación de las ideas, a la posesión de la sabiduría, el maestro ateniense hace hablar a las “leyes” para que impongan al filósofo su deber: regresar a la caverna, volver con los de abajo aunque también el regreso sea penoso, lleno de riesgos, con nada que ganar. Pero han de volver, y la filosofía siempre ha sabido, aunque a veces se haya traicionado a sí misma, que su lugar es abajo y con los de abajo.
Pues bien, si la ciudadanía ha devenido en las últimas décadas un oportuno tema de reflexión filosófica se debe a un importante cambio de referente. La lucha de los súbditos por devenir ciudadanos, que ha centrado la historia del estado democrático liberal de la modernidad, y la alianza de la filosofía con ese proyecto ilustrado emancipador, hizo quiebra en la primera mitad del siglo XX. En la garras del capitalismo el ideal humanista del estado democrático liberal, el ideal de los derechos, el ideal de la ciudadanía, se revelaba no sólo imposible (cosa que no afecta la bondad de un ideal) sino engañoso, simulacro de emancipación reproductor de la sumisión. La deserción política de la filosofía provocada por la convicción del ciudadano imposible se completaría con la sospecha paralela de la comunidad imposible. Ante la terrible alternativa, enunciada por A. Badiou, que situaba al filósofo en el escenario trágico de elegir entre ser cómplice del poder o asumir la esterilidad, la impotencia del pensamiento para transformar una realidad refractaria tanto a la verdad como a la justicia, apareció la diáspora esteticista postmoderna, que con rostro de ironía liberal disfrazaba su deserción o su entrega cómplice. La postmodernidad, usufructuando la conciencia trágica de la filosofía crítica que le antecedió, cantó su particular “adiós al ciudadano”.
Pero si el estado liberal democrático ha desvelado al ciudadano como su propio ideal imposible, que vacía de sentido la pretensión practica filosofía política hasta nuestros días, la historia, que se a pesar de su pesadez mueve e incordia siempre, ha proporcionado otro referente de la ciudadanía: ahora no es el burgués, que describía Marx, ni el individuo sujeto de derechos de nuestras sociedades capitalistas, el que aspira a la ciudadanía plena, perfecta, acumulando derechos pasivos y activos cual títulos de propiedad, inmerso en una red institucional que al mismo tiempo vehicula e impide la soberanía popular; ahora aparece la figura del “inmigrante” que aspira –la filosofía así lo interpreta- a la ciudadanía. Y la filosofía encuentra en ella una causa justa con que aliarse. Después de haber ajustado cuentas con el ciudadano de la modernidad, y con las instrucciones de la democracia representativa que lo instituía y constituían, la filosofía se reencuentra con el compromiso político y hace de la reflexión sobre la ciudadanía, en este nuevo contexto, en torno a esta nueva figura, su lugar de reconciliación consigo misma.
Este ensayo que nos ofrece el profesor José María Rosales sobre La integración cívica de los inmigrantes responde, a mi entender, a este nuevo contexto. Refleja la visión lúcida de que hoy hablar en serio de ciudadanía, desde el compromiso político de la filosofía y con mirada de doble registro (un ojo en las categorías y el otro en la realidad empírica), implica insoslayablemente hablar de emigración. “El debate de la ciudadanía se ha convertido en el debate de la inmigración”, nos dice. Y explicita su compromiso: “este libro defiende que no es posible analizarlas [a la ciudadanía y a la emigración] como variables independientes”. Yo no sé si realmente no es posible, en otros contextos o con otras pretensiones, continuar tratando la ciudadanía en su forma clásica, como ideal de vida en nuestras democracias liberales; no sé tiene o no sentido seguir machacando el yunque del ideal liberal humanista, del sujeto de derechos cuya perfección se mide por los nuevos derechos que acumula, tantos que ya se catalogan en “generaciones”. Pero coincido con José María Rosales en que la forma urgente, actual y políticamente comprometida de hablar hoy de ciudadanía es abordarla desde la perspectiva del inmigrante, como él hace. En todo caso, y de esto puedo dar fe personalmente, el atractivo y frescura de este enfoque es tan fuerte que quien empiece a leer este ensayo sin duda lo acabará, y esa es la mejor prueba de que hace lo que la filosofía ha de hacer, pensar el presente, nuestro presente, en las figuras inmediatas en que se nos aparece. El ensayo nos obliga a pensar y a posicionarnos, nos impide ser espectadores, aleja de nosotros esa eternamente presente tentación de desertar.
Deberíamos tener en cuenta que este cambio de perspectiva, esta ruptura en el modo de tratar la ciudadanía, no es mero accidente. La forma clásica de tratar la ciudadanía –y de la que siguen presos buena parte de las reflexiones de las últimas décadas- deriva del tratamiento de la misma que hico T.H. Marshall en Ciudadanía y clase social (1950), que ha difundido con persistencia el pensamiento neoliberal conservador contemporáneo [1], contaminando a los pensadores más progresistas. Marshall usa un concepto muy pragmático de ciudadanía, como un mero repertorio de derechos que ponen una igualdad formal suficiente para no cuestionar la desigualdad real; un ideal que corrige con éxito ciertas perversiones del mercado sin afectar su esencia y para garantizar su existencia.
Para comprender con cierta perspectiva el sentido de esta concepción de la ciudadanía que consolida T.H. Marshall debemos remontarnos a su origen, a las circunstancias, motivaciones y objetivos que la generaron. Se trata, no hay que olvidarlo, de una respuesta a la tesis sostenida casi un siglo antes, en 1873, por Alfred Marshall en The future of working classes [2] . Este, también pensador liberal, trataba de responder en un informe por encargo, en unos momentos de convulsiones sociales y fuertes reivindicaciones laborales y políticas de las clases trabajadoras, si era razonable suponer que la concesión de ciertos derechos, especialmente los derechos civiles y políticos, el avance hacia el estatus de la ciudadanía como pertenencia plena a una comunidad, sería suficiente para silenciar otras reivindicaciones, para invisibilizar otras desigualdades; en rigor, si la igualdad formal entre ciudadanos haría soportable la desigualdad real entre clases sociales. Obviamente, Alfred Marshall apostaba por ese desarrollo de la ciudadanía como estrategia para neutralizar un movimiento reivindicativo que parecía contener otros horizontes.
Pues bien, T. H. Marschall, en el citado ensayo Ciudadanía y clase social, recupera la rfeflexión y entiende que esa idea sigue vigente en lo fundamental, que la sociedad actual sigue aceptando la suficiencia de la igualdad aportada por la ciudadanía, compatible con múltiples y fuertes desigualdades reales, especialmente tras haber sido ésta enriquecida con una larga lista de derechos [3]. Para la defensa de su tesis elabora una idea de ciudadanía que tendrá gran incidencia, distinguiendo en la misma tres elementos, que en conjunto constituyen su contenido: el elemento civil, compuesto por “los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia” [4]; el elemento político, cuyo contenido es “el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de sus miembros” [5]; y el elemento social, que abarca un amplio espectro de derechos, desde “el derecho a la seguridad y a un mínimo de bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a estándares predominantes en la sociedad” [6].
La ciudadanía plena, entendida como goce y disfrute de esos repertorios de derechos, es puesta como el ideal político liberal, realizable en el tiempo. Esta idea es importante, pues permite ante cualquier insuficiencia o insatisfacción, ante cualquier injusticia, presentarla como anomalía accidental, histórica, como mera imperfección del estado liberal, no como algo perteneciente a su esencia. Es decir, las desigualdades e injusticias no afectan nunca al modelo, todas ellas son subsanables, son disfunciones corregibles… en el tiempo. La ciudadanía no es un estatus, es un ideal a conquistar, siempre perfectible, siempre mejorable.
El escenario de representación que usa T. S. Marshall es el obviamente el del estado-nación. Como la idea del mismo es contractualista –es decir, se supone construido por todos en un pacto social- se da por sentado que todos están dentro, al menos todos los que han de estar. Todos gozan de la condición de la ciudadanía, de la pertenencia a la comunidad política; en ese imaginario punto fundacional todos son iguales en cuanto a esa primera determinación de la ciudadanía: todos pertenecen a ella en virtud del ius sanguinis o del ius soli. Le preocupa sólo el desarrollo de esa ciudadanía, que irá introduciendo elementos de igualdad; la ciudadanía plena, máxima generalización de los derechos, significa la máxima igualdad contemplada en el ideal, compatible con otras muchas formas de desigualdad ante las que dicho ideal es insensible. Por tanto, la concepción de T.H. Marshall de la ciudadanía o plena pertenencia a una comunidad se reduce a un repertorio de derechos, pero la misma ciudadanía no es un derecho previo a la comunidad, no es un derecho del hombre; en rigor, ni siquiera es un derecho de los miembros de la comunidad, pues la pertenencia a la misma no garantiza la ciudadanía plena, que queda como ideal a conquistar.
Para T.H. Marshall la ciudadanía es “aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad” [7], lo que no excluye la desigualdad de estatus, la presencia de miembros sin plenos derechos. En rigor, funciona como un estatus ideal a conseguir por los miembros del estado. Es un título que iguala a sus beneficiarios en derechos y obligaciones; pero un título que se conquista y se rellena progresivamente de contenido. Y, sobre todo, una institución no sólo insensible a la desigualdad sino que excluye la igualdad real: “su evolución –dice Marshall- coincide con el auge del capitalismo, que no es un sistema de igualdad, sino de desigualdad” La ciudadanía, pues, desarrolla un tipo de igualdad compatible con otros tipos de desigualdad, en una relación compleja con ellos; pone un tipo de igualdad en un modelo ideal antiigualitario. Su legitimación, aunque pueda parecer paradójico, reside en su función integradora de lo desigual, pues tiende un lazo solidario y de identidad por encima de la desigualdad que tolera y supone. Frente al sentimiento, el parentesco, la ficción de una descendencia común, en definitiva, los vínculos etnoculturales que constituyen el lazo de unión de la comunidad (Gemeinschaft), lo que Durkhein llamaba “solidaridad mecánica”, la ciudadanía pasa a ser un elemento de la “solidaridad orgánica”, propio de sociedades mercantiles y, en especial, capitalistas: “La ciudadanía requiere otro vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la lealtad a una civilización como patrimonio común. Es una lealtad de hombre libres, dotados de derechos y protegidos por un derecho común” [8].
La ciudadanía, para T.H. Marshall, acaba por identificarse con el ideal liberal de sociedad política. No es un derecho del hombre; al contrario, ella misma en su institución histórica y concreta define el cuadro de derechos que se conceden a los distintos tipos de hombres, según pertenezcan o no a la comunidad política y según el tipo de pertenencia o lugar que ocupan en ésta. Tampoco es la ciudadanía una cuestión de justicia; al contrario, ella misma contiene en su repertorio el derecho a la justicia, que no significa derecho a un trato justo en un escenario universalista, del hombre como ciudadano del mundo, sino que “se trata del derecho a defender y hacer valer el conjunto de los derechos de una persona en igualdad con los demás, mediante los debidos procedimientos legales” [9]. Se trata de un estatus, de una condición, que pone los límites a la distribución de derecho, excluyendo a los extraños a la comunidad y diferenciando en su seno. Es bien cierto, como señala T.H. Marshall, que a lo largo del siglo XX se ha conseguido una distribución igualitaria de la ciudadanía en el interior de los estados capitalistas, al margen de las diferencias reales de clase o de género; pero no es menos cierto, primero, que el repertorio ampliado de derechos no ha logrado igualar las profundas diferencias reales; segundo, que los “éxitos” de la extensión de la ciudadanía no han afectado, si no es negativamente, a la idea de una ciudadanía mundial, es decir, a una distribución mundializada de los derechos y los bienes.
En ese escenario de reflexión, donde la calidad de la ciudadanía se mide por los derechos, la “pertenencia” no aparece como problema; está resuelto u oculto. En cambio, cuando quien lucha por la ciudadanía no es ya el sujeto político liberal sino el inmigrante, el escenario se desestructura y revoluciona. El problema central del inmigrante, nos viene a decir el profesor Rosales, no es tanto el de los derechos cuanto el de la pertenencia; en rigor, el más urgente y difícil es el de la pertenencia. A los estados liberales les ha sido fácil reconocer la migración como derecho; lo recoge la Declaración universal de derechos humanos de 1948, firmada por todos, y que en su Artículo 13.2 dice: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. Pero el derecho a migrar no se confunde con el derecho a elegir ciudadanía, a elegir el estado donde ser y realizarse como ciudadano. El profesor Rosales pone en evidencia esta paradoja: los estados no reconocen el derecho a inmigrar. Los estados en nombre del humanismo reconocen a los hombres poder marchar de su país; ello no les cuesta nada. Pero no les reconocen el de elegir el destino, pues les obligaría a conceder la nacionalidad a cuántos la solicitases. Y la nacionalidad es un título de su propiedad con el cual negocian: fácil de conseguir para quien de lustre al deporte o la ciencia de un país, incluso para quien invierta en el mismo; no así para quien sólo llevan consigo su fuerza de trabajo.
Conseguido por el inmigrante los papeles, primero el permiso de residencia, luego la nacionalidad, todo ello en una compleja y desgarradora aventura burocrática e medio de una situación social y económica desesperante, donde la experiencia de la desigualdad reviste todas sus formas (pobreza, marginación, sobreexplotación, exclusión, xenofobia…), ¿llega así a un final feliz? El ensayo del Prof. Rosales consigue en este punto ensanchar el campo de la problemática de la ciudadanía introduciendo realidades nuevas y ajenas a la vieja tradición marshalliana. Nos dice que el final del recorrido no es la ciudadanía, sino la “integración cívica”; o, en todo caso, que la plena ciudadanía no acaba en la conquista de los derechos sino en un reconocimiento social y cultural profundo. La integración cívica, la inclusión en la comunidad política, no es un efecto inmediato a la consecución de la nacionalidad; es otra meta que amplía el camino, y el sufrimiento, y la experiencia de la injusticia. Una meta larga, que hace interminable la batalla del inmigrante en su lucha por la ciudadanía. Pues, como nos dice el Prof. Rosales, lo más dramático es que ese largo recorrido tampoco acaba aquí, no acaba ni siquiera con la integración cívica. Conseguida ésta –y casi nunca es total- el ciudadano-inmigrante sigue condenado a su batalla contra la desigualdad: “Este último paso es sólo en apariencia definitivo -nos dice- pues las penalidades que acompañan a la conquista de derechos de los inmigrantes no desaparece nunca”.
El ensayo de José María Rosales nos hace recorrer, sea imaginariamente, ese camino inacabable de sufrimiento del inmigrante hacia la igualdad, que es la forma histórica actual que simboliza y concreta la inacabable lucha del hombre contra la injusticia. Es un camino tan áspero y lago que nos amenaza con las desesperanza. La filosofía ante esta impenetrabilidad de lo real siempre sufre la pulsión de desertar, legitimándose en el descubrimiento del mal absoluto, considerando que su tarea ya está cumplida una vez desvelado el final imposible del trayecto. Pero el texto de José maría Rosales, fuera o no esta su intención, nos desafía al mostrarnos que si el pensamiento puede permitirse estos lujos de la deserción, al inmigrante le son vedados: cae y se levanta una y mil veces, sigue su camino sin cuestionárselo, choca una y otra vez contra el mismo muro, hace lo que ha de hacer; y no cumple su destino como elección consciente y voluntaria, sino como determinación social tan fuerte e inapelable que pareciera una determinación ontológica. Al inmigrante no le ha sido concedido el privilegio de, ante el mal absoluto, entregarse, renunciar. ¿Le ha sido concedido ese privilegio a la filosofía? Y si así fuere, ¿es decente hacer valer ese privilegio?