EVELIO, IN MEMORIAM TUAM





1. “Yo pienso que se fue hacia la luz”.

El 23 Diciembre me decía el amigo Josep Pedrals, tras invitarme a este acto: “No cal dir que la temàtica de la conferència la deixem totalment al vostre criteri…”. Comencé, pues, a pensar el tema, inclinándome o bien por la aurea mediocritas, tópico muy presente en la Tesis de doctorado, de Evelio, y en el cual se manutuvo durante tiempo, desplazándolo del ámbito moral, propio del Mundo Clásico y del Renacimiento, al ámbito político, en una audaz extensión del canon de la vida individual a la existencia en la polis; lo que en nuestros tiempos de capitalismo voraz suponía un auténtico reto y una discreta pero profunda denuncia.

Cuando ya repasaba los textos, el día 13 de Enero recibo otro mail de Pedrals en que me dice: “En un altre ordre de coses, hem pensat que, si a vostè li sembla bé, el títol de la conferència podria ser "Yo pienso que se fue hacia la luz", frase del Panegírico a Giner de los Ríos, de Antonio Machado, que el mateix Evelio esmenta al final del seu escrit In memoriam meam”.

Para ser sincero, me sorprendió un poco, pues no es habitual que en contextos como éste se nos pida, sugiera o delimite a los escritores o conferenciantes el contenido de nuestra reflexión. Pero percibí en la demanda curiosidad y una cierta inquietud, que inmediatamente hice mía. Había leído varias veces la bella y magistral reflexión de Evelio, que él mismo califica de “epitafio o crónica de una muerte anunciada”, y no había dado especialmente importancia a esa frase, tal vez porque no aparecía en el texto como suya propia, sino recogida en una de las tres citas que añadió al mismo. Ante la propuesta, releí el texto y, ahora sí, percibí la complejidad y transcendencia de la frase; y sentí la necesidad de descifrar el sentido particular en el uso de la misma puesto por Evelio. Porque, si estaba allí, al final de esa “lección magistral” del autoepitafio, era por algo, y suponía que por algo importante. Evelio añadió tres citas, y no tengo dudas de que las puso allí conscientemente, mediante una cuidada selección, cuyo sentido enigmático invitaba a ser esclarecido. Las añadió a su confesión, como “ejercicios” al alumno tras la lección, para que las piense por sí mismo, para que investigue y descifre su significado. Son el cierre de una excelente lectio magistralis.

Heme pues aquí cumpliendo los deberes impuestos por la última lección, la 12.001, de Evelio; y lo hago con la consciencia de quien está haciendo un examen, con el riesgo de ser suspendido por el maestro. A pesar de todo, gracias, amigo Pedrals, por haber llamado mi atención sobre esta misteriosa frase, cuyo desciframiento, si lo logramos, nos aportará “luz” sobre el sentido de la misma puesto en juego por Evelio, sobre sus más profundos pensamientos, esos que requieren medios esotéricos de expresión. Y les ruego que retengan esta clave en la memoria a lo largo de mi reflexión: descifrar “Yo pienso que se fue hacia la luz” nos regalará la luz, pues Evelio al elegirla y provocar nuestra curiosidad e inquietud nos está iluminando como un buen maestro; nos permitirá, a un tiempo, acercarnos a las inquietudes últimas del amigo.

Concretamos nuestro objetivo en esta disertación, por tanto, en el desvelamiento del sentido de la metáfora “ir hacia la luz”. Estoy convencido, como he dicho, de que “In Memoriam Mea”, su oratio fúnebre, es la última lección que Evelio quiso darnos, es la última ocasión de abrirnos su alma, de esclarecernos, de iluminarnos; es su réplica humilde y diáfana a los “espejos de príncipes” renacentistas, que estudiara con pulcritud y finura; es, si se me permite, un “espejo de maestro”, de hombre bueno que muere como vivió: enseñando la verdad y la virtud. Es como si nos hubiera dicho: sólo os falta conocer de mí una cosa, pero importante: la manera como afronto la muerte. Por eso, porque es su última lectio, hemos de suponer que la cuidó tanto o más que las otras, y todos sabemos con qué entrega y rigor lo hacía. En consecuencia, las tres citas que añadió debieron ser muy, pero que muy cuidadosamente seleccionadas.

Ya es significativo que las tres citas aparezcan como añadidas a su despedida fúnebre. Evelio cultivaba la extendida costumbre de encabezar los textos con una cita, casi sierre de poetas o filósofos clásicos, en esa función de alumbrar el camino, de indicar el sentido de su posterior reflexión[1]. Pero aquí se trata de añadir unas citas a un texto de despedida final y definitiva, tal que aparecen como los ejercicio de los textos de enseñanza que el maestro pone al final de su lección, para que el alumno piense por sí mismo usando los conceptos y esquemas hermenéuticos, la “luz”, que les ofreció en su lección. En ningún momento aparecen las palabras luz o llum en su texto lírico-filosófico de despedida; en ningún momento usa la metáfora “ir hacia la luz” u otra similar; en cambio, recoge un fragmento de A. Machado en que la metáfora no sólo aparece, sino que se revela protagonista, desafiando al lector a interpretar su sentido. Que no aparezca la palabra no implica que en el texto no haya luz, que no sea luminoso; todo lo contrario. Pero esa ausencia hace que la frase de Machado recogida por Evelio se vuelva enigmática e invite a desvelar su sentido.

En fin, en coherencia con esta convicción de que las citas fueron cuidadosamente seleccionadas, que responden a una selección rigurosa, terriblemente selectiva para una exposición breve y densa, para su último mensaje, deberemos tener presente en nuestra reflexión sus orígenes, los lugares donde habitan, los “personajes” (autores, cartas, libros, textos) que las transportan, con los que Evelio ha dialogado extensa e incansablemente, construyendo con ellos su pensamiento. Esas citas son símbolos de los personajes literarios y filosóficos elegidos entre los que poblaban el imaginario de Evelio; son el paisaje y la atmósfera donde Evelio ha crecido, vivido, pensado, como el rincón preferido de sus confidencias.

Y, no podía ser de otra manera, puso gran esmero en la selección; era la selección definitiva, los tres trozos de su alma guardados en la ligera maleta de su viaje. Pues se trata, nada menos que de un fragmento de la Lletra a Meneceu de Epicuro, un pensador especialmente querido de Evelio, habitante de los orígenes, poblador de los lugares donde la luz remonta; de una estrofa del poema Evernes, de J. L. Borges, al otro lado del universo, simbolizando tal vez el momento y el lugar en que la luz declina, en que la lucidez culmina y se agota; y, tercer retazo, de un fragmento de un texto que puebla un lugar vecino, muy próximo, común: un texto excepcionalmente adecuado al lugar y al momento, de un poema laudatorio, loa a un amigo ya ausente, oración de despedida. Se trata del Panegírico a Giner de los Rios, de A. Machado, referente del magisterio republicano, laico, virtuoso e iluminado, siempre oscurecido en una España monarquista y trentiniana, símbolos de oscuridad. ¿Qué personajes mejores para preparar la despedida que Epicuro, Borges y Machado?

En consecuencia, y acabo con los preliminares, si estas citas, y especialmente la que centra nuestra atención hoy, están allí, como retos al pensamiento, en su ultima lectio, es porque ayudan a revelarnos la verdad del alma de Evelio, la verdad que quiere dejar a su familia, a sus alumnos, a sus amigos, a su pueblo. Por tanto, si el fragmento de Machado, el que incluye esa espléndida y bella frase“Yo pienso que se fue hacia la luz”, está ahí es porque Evelio creyó que debía estar: porque con ella nos comunicó una enseñanza profunda, una verdad última, sobre la que ya no queda tiempo para dudar; y, además, quiso transmitírnosla de forma magistral, como hacen los buenos maestros, sin dictarnos la verdad y fijarnos el sentido sino envuelta en la ambigüedad poética que reta a cada uno a pensar por sí mismo, a poner nombres, referentes a las palabras y esencias a las cosas. Por tanto, como buenos alumnos hacemos nuestro ese reto y trataremos de descifrar el sentido de esa enigmática y casi misteriosa metáfora; o, al menos, de ponerle nosotros sentido.


2. La “luz” como salvación.

La luz es una vieja y afortunada metáfora teológica y filosófica, que de formas diversas siempre alude al conocimiento, al saber, a la verdad; en todas las religiones de salvación los enviados o profetas cuentan haber tenido su momento de iluminación, aquél en que se les reveló la verdad del mundo y la vida, en que se decidió su misión iluminadora, redentora. Igualmente, a muchos filósofos (Descartes, Stuard Mill, Bergson…) también les gusta legitimar su verdad derivándola de un momento de lucidez, de inspiración, de iluminación. En el mismo uso coloquial “ver claro” (“claridad y distinción” era el canon cartesiano de del conocimiento), “tener las ideas claras”, “iluminarse el pensamiento”…, la luz, la claridad, la transparencia, son metáforas del conocimiento, del saber. El mundo, la vida, el alma humana, nos los representamos sometidos a la lucha de las luces y las sombras, de las tinieblas y la oscuridad, el conocimiento y el error, correlaciones identificadas con el bien y el mal.

En el contexto emocional de la muerte la metáfora de la luz tiene un sentido particular. En el discurso de las religiones de salvación, y en las filosofías y teologías que lo estructuran, el juego de luces y sombras se sitúa en el escenario de los dos mundos, el de aquí y el otro; en dos vidas, la terrenal y la del “más allá”. El Cielo es el lugar de la luz; la vida celeste es la vida iluminada, en la verdad; la Tierra es el lugar de las sombras, la vida sin transparencia, atada al cuerpo, siempre vivido como obstáculo al conocimiento: limitaciones de los sentidos, pasiones de la voluntad, parcialidad… La lucidez de Spinoza lo expresaba así: la razón, el pensamiento, nos unen en su universalidad; los deseos, el cuerpo, nos separan y enfrentan, en su particularidad.

No hay religión, no hay discurso teológico o filosófico, cuya ontología incluya la contraposición Tierra/Cielo que no piense éste como luminoso, como lugar de la luz. Es tal la fuerza de esa identificación que incluso se establecen jerarquías de lugares iluminados en el mismo: Dante, en el marco de la teología medieval, sitúa el “último cielo”, el último lugar del Cielo, el más luminoso, la morada privada de Dios, en el Empíreo. Recordemos los versos de Dante tras cruzar los nueves cielos del Paraíso: “Hemos salido fuera / del mayor cuerpo al cielo que es luz pura”.

Por eso en una lectura rápida y espontánea, y en el marco ontológico que nos impone nuestra cultura cristiana, la interpretación de la frase “Yo pienso que se fue hacia la luz”, se hará en clave teológica. Ir hacia la luz es pasar a la otra vida, la verdadera. Toda la tradición cultural induce a atribuir ese sentido a la frase. Y a la fuerza de las ontologías y cosmologías de salvación se añade otra fuerza no menos determinante: la potencia consoladora de esas representaciones. La “voluntad de creer” está, sin duda, a favor de la creencia en esos lugares iluminados que recogen a las almas tras su (ya no hay muerte) separación del cuerpo, muchas veces llamado “cárcel del alma”. En la poesía funeraria esta metáfora es sobreabundante, ayudando a aceptar el adiós, la partida irremediable, mediante la consolación de otra vida en el más allá, de ir hacia la luz. La muerte es pensada como una partida hacia lugares luminosos, hacia las grandes praderas.

Considero conveniente señalar que la tradición judeo-cristiana hunde sus raíces en representaciones más antiguas, en las diversas mitologías. En la Grecia clásica, la de los cosmólogos poetas, la de los movimientos órficos o pitagóricos, la de los grandes filósofos como Platón, Plotino y sus seguidores, también se pensó la muerte en clave de salvación, superando su concepto de puro no-ser con el de las reencarnaciones, como en sus teorías de la transmigración del alma o metempsicosis; o bien encontrando lugares iluminados, no rivales del Olimpo de los dioses, donde las alma encontraran la vida que se hubieran ganado en su paso por la tierra. Los Himnos homéricos y la poesía de Píndaro introdujeron en el Hades, lugar genérico de los muertos, unas acotaciones: Islas de los Bienaventurados [2], (para que los héroes lleven una vida feliz), Campos Elíseos (para recompensar a los hombres de virtudes cívicas), Tártaro (para los malvados). Los poetas románticos recuperan la fuerza poética de estas moradas, poniendo los Campos Elíseos como el lugar luminoso y áureo para residencia final de los hombres que destacaron en valor, saber o virtud.

En fin, “ir hacia la luz”, “ver la luz”, habitualmente traducido en clave teológica por estas y otras distintas tradiciones culturales, evocaba la voluntad de salvación, unas veces lograda por virtudes o dones religiosos (fe, gracia) otras pagadas con monedas de virtudes cívicas o literarias. Al fin “Dios es luz”, “Dios es salvación y vida”. En un contexto de reflexión y valoración de la muerte, al que pertenecen las elegías, los panegíricos, las oraciones fúnebres etc., como el de In Memoriam Meam, donde esta metáfora es habitual, la interpretación más extendida, casi espontánea, de la misma es en clave teológica, en clave de otra vida, en clave de salvación. En el contexto de la muerte, y en clave teológica, ir hacia la luz expresa la victoria sobre la muerte, la nihilización de la muerte, reducida al abandono del mundo (lugar de oscuridad y tinieblas), por ir a otro de la eterna felicidad. La muerte en la teología cristiana no es verdaderamente muerte, no es final del trayecto, es sólo tránsito entre dos lugares, el de las tinieblas y el de la luz. La muerte es la puerta de la luz; por tanto, no existe como aniquilación ontológica, sino todo lo contrario, es liberación de un modo de ser limitado e imperfecto, es la entrada a la verdadera vida en que el ser humano, al fin redimido de su pecado (que lo condenaba a las sombras, a ser indigente, finito, mortal, a carencia de ser), adquiere su perfección ontológica.

Puesto que esta es la interpretación espontánea que sugiere la metáfora machadiana en el escenario de la literatura fúnebre hemos de preguntarnos ¿es este sentido teológico, de fuerte presencia en nuestra cultura cristiana, el que debemos dar a esta frase en el texto de Evelio? ¿Qué pena no poder ya preguntárselo a Evelio? Tal vez eso sea la muerte de un profesor, no responder las preguntas de sus alumnos. Ahora nos toca a nosotros encontrar las respuestas; esa es la investigación filosófica, a la que Evelio se entregó. Los clásicos le respondían, les hacía hablar al leer sus obras; y ahora nosotros intentaremos que Evelio siga hablando, nos responda leyendo sus escritos y recordando sus enseñanzas.

Y, en esa vía, he de contestar la pregunta y decir: Creo que no, creo que interpretar la metáfora “irse hacia la luz” en clave teológica tópica de nuestra cultura no es apropiado ad casum. Creo que no es éste el sentido que quiso darle Evelio al seleccionar el texto de Machado. Debo, pues, argumentarlo.

Mi primer argumento, que considero potente, lo expongo por honradez intelectual. Quiero decir que no pido que lo tengan en cuenta como prueba de autoridad; al contrario, si lo menciono es para reconocer que tal vez los otros estén contagiados por éste; o sea, que admito que en mi reflexión haya ciertas dosis de subjetivismo; no puede ser de otra manera.

Este primer argumento en contra de una interpretación teológica de la metáfora de la luz es que no me encaja en la figura intelectual de Evelio, en mi imagen de él, construida a través de muchos años de pensar juntos. No, no me encaja en Evelio tal uso teológico de la metáfora de la luz. Si mi imagen intelectual y moral de Evelio no es totalmente falsa, no encaja en ella que, incluso en esos momentos finales, absolutamente nuevos a la experiencia, inimaginables, incomunicables, pudiese Evelio ocultarse tras una consolación teológica. Evelio y yo, disculpen que personalice tanto, cuando hemos hablado de “luz” ha sido en el sentido laico y racionalista, tal y como aparece en el lema de nuestra Universidad: “libertas perfundet omnia luce”. Lógicamente, desde mi conocimiento de Evelio, de su pensamiento, de sus sentimientos, incluso de sus dudas e inquietudes, me resisto a pensar que haya elegido ese fragmento para transmitirnos su esperanza en la “otra vida”. No encaja sin contradicción en la idea que me he formado de Evelio a lo largo de más de 40 años de soportar y rebelarnos contra este mundo.

Ahora bien, asumo que mi representación del amigo no fuera completa; asumo que en nuestras discusiones filosóficas no estaban incluidas todas sus ideas y experiencias, en particular las ideas y experiencias surgidas en su situación ante la muerte inminente. Acepto la idea de los filósofos existencialistas que consideraban la muerte como una de esas situaciones existenciales límites donde aparece el verdadero ser del hombre, donde cada uno se muestra como lo que realmente es. Al fin, aunque había compartido experiencias con Evelio, ésta última, la de la inminencia de la muerte, fue suya, toda suya, impenetrable e incomunicable.

Por tanto, aunque me resisto a aceptarlo, reconozco que he de buscar más argumentos en contra de la interpretación teológica, religiosa, de la metáfora “ir hacia la luz”. Dejo de lado, pues, por subjetivo e incompleto, el argumento de que la creencia en la otra vida no encaja en mi idea de Evelio. Dejémoslo aparcado, aunque no pueda liberarme del todo de su carga, y siga pesando en mis convicciones.

Aportaré otros, que tienen la misma pretensión. Trataré de argumentar que la interpretación de la metáfora de la luz en clave teológica o de salvación eterna está en contradicción no ya con mi ida de Evelio, cosa poco relevante, sino con el texto In Memoriam Meam. Es el único texto válido, pues los otros, obviamente, forman parte de mi conocimiento de Evelio, y quedan afectados de la anterior limitación, es decir, de la sospecha de que en el momento de afrontar la muerte apareciera su verdadera concepción ontológica. Es en este texto y sólo en el mismo donde quedan recogidas las ideas y experiencias de última hora, de su posición ante la muerte inminente; las únicas que están fuera de nuestros diálogos.


3. El alma clásica de Evelio.

Debemos tener presente que Evelio es consciente de que está escribiendo un fedón, su propio fedón, el autorelato de la relación del filósofo con la muerte; es decir, una reflexión sobre el alma humana, sobre su alma, a semejanza de Platón en el diálogo de ese nombre, donde aborda los últimos días de Sócrates y su actitud ante la muerte:

“pero nunca había imaginado verme en la tesitura de escribir este fedón, relatar el epitafio personal de mi ars moriendio crónica de mi muerte anunciada, que os aseguro que no es tarea fácil, que es como beber el acíbar de un cáliz muy amargo”

Es fácil poner de relieve que la lectura teológica de la luz como salvación eterna no se corresponde con el contenido de In Memoriam Meam; éste no responde a una concepción cristiana del mundo y de la vida, sino a una concepción grosso modo panteísta, de fuerte inspiración clásica, en que el universo es pensado como una totalidad origen y destino de los seres individuales que engendra en su seno. Es la idea expresada en uno de los primeros fragmentos filosóficos de obligada referencia, el Anaximandro, que anuncia que todo vuelve al lugar de donde procede, en un movimiento necesario, en el que se hace justicia, pues la individualización en esa cosmovisión es hybris, y con ella unas partes se hace injusticias a las otras, tal que el regreso a la indistinción expresa la potencia y la perfección de la totalidad [3].

En este sentido de rechazo de la hybris como el mal social, que hace injusticias a los otros, cabría interpretar la defensa constante, a lo largo de sus textos, del modelo de la “aurea mediocritas”, que de canon de la moralidad generalizado en el pensamiento clásico Evelio lo extendería a canon de la política, lo que en nuestros tiempos supone una discreta pero profunda y radical crisis al capitalismo de consumo [4]. La fuerza con la que defiende el “Meden agan”, “nada en demasía”, contiene el rechazo discreto pero inapelable, innegociable, del nuestra sociedad de excesos. Y Evelio no ignora la complicidad entre la ética protestante, cristiana, y el espíritu del capitalismo. La individualización ontológica, que incluye la idea de salvación personal, de la relación particular de cada ser humano con Dios, desemboca fácilmente en el pecado de hybris. En la norma de la aurea mediocritas, de la “política de la medianía”, Evelio defendía sin duda la democracia conforme al concepto, gobierno del pueblo, con lo que negaba la legitimidad de las otras formas clásicas de gobierno, puras o degeneradas, que implicaban la hegemonía de una particularidad, de una o un grupo de personas privilegiadas; pero en la democracia pensada desde la máxima de la aurea mediocritas Evelio también incluía el rechazo de la meritocracia, gobierno de los mejores, incluso en su forma enmascarada de los “mejores representantes”. Sospechaba, y quién sabe si tenía razón, que quien premia al mérito se sitúa en un camino de destino incierto, pues inevitablemente se alimenta la individualización, la hybris, es decir, la desigualdad. Lo sabía, lo había vivido en sus propias carnes, premiar el mérito –y cuando se trataba del mérito del trabajo, el mérito del saber, el mérito de la virtud, ¿cómo oponerse a ello?- en política equivalía a elegir un camino sin destino controlado. Fácilmente se cae, por ejemplo, en separar a los alumnos de nuestras escuelas por niveles; en sacrificar los programas “nocturnos”, en convertir nuestros centros de enseñanza en mecanismos de promoción, en lugar de en fábricas de solidaridad e identidad comunitaria. Lo sabía, igual que sabía de la inevitabilidad de las distinciones y diferencia. Pero una cosa es asumir éstas como inevitables, y por tanto como algo a controlar (desde la regla del aurea mediocritas) y otra cosa es hacer de ellas el referente de valor.

Volvamos a nuestro texto. Todo él rezuma cultura griega y latina. Creo que no es exagerado decir que Evelio tenía un “alma horaciana”, que su ética y su estética rebosaban de sensibilidad filosófica epicúrea y lucreciana. Y estas raíces aparecen especialmente en su manera de afrontar la muerte: como regreso al origen, es decir, a la nada. Por tanto, sin temor al “juicio final”, sin examen, y sin esperanza en otra forma de existencia que no sea la de pagar las deudas con la naturaleza regresando a su fondo común, devolviéndole la materia sustraída en la individualización, en la vida, para que pueda continuar su eterna función creadora.

“Ahora mis cenizas, esparcidas al pie solano de la Torre que he cantado en sonetos varios, y en el túmulo del padre en el viejo camposanto, abonarán la tierra entre juncos y cardos y abrojos, expuestas día y noche a los rayos del sol y la luna y a la lluvia mansa de noviembre; así hallaré la paz perpetua”.

Su exquisita erudición renacentista potenció ese amor a los clásicos, y especialmente a sus poetas. Evelio, que apenas ocultaba su alma poética bajo el rigor del discurso filosófico y la disciplina de la coherencia intrínseca al buen profesor, tuvo a Horacio como constante referencia. Ese Horacio, que tanta huella ha dejado en la poética española (Garcilaso, Fray Luís, Vicente Espinel, Juan de la Cueva...) también dejó su marca en Evelio, hasta el punto de que los tópicos paradigmáticos de su poética (locus amoenus, vita flumen, tempus fugit, aurea mediocritas...) aparecen no sólo en las obras de Evelio, sino en esta última que comentamos; es decir, es Horacio y no Agustín de Hipona o Platón quien aparece en los últimos pensamientos de Evelio.

Efectivamente, en la oratio eveliana aparece el tema del locus amoenus como añoranza de lugares referentes de identidad, reconstruidos poéticamente simbolizando verdad, belleza y virtud:

“Añoranza del pueblo conquense donde nací, Piqueras del Castillo, cuna de mis antepasados; lugar donde aprendí las primeras letras y adquirí el amor a las raíces; donde se fraguaron los patrones de mi entendimiento y mi forma de ver el mundo según los cánones naturales de la vida agraria y la lengua castellana; rincón donde periódicamente me he refugiado para conversar con los mejores amigos del alma, los conocidos de siempre;”

El tópico de la vida retirada, alejada de los negocios y las banalidades, como recuperación de lo auténtico, que Horacio consagrara en su poema Beatus ille[5], y que Fray Luís de León retomara en su conocida Oda a la vida retirada[6], también aparece en la despedida de Evelio, su apuesta por una “ciudadanía discreta”, sencilla:

“Enyor de la vila d’Artés i els artesencs, puix que a l’ombra del Mont Cogull he compartit la rutina diària durant trenta anys, des de l’exercici d’una ciutadania discreta i una implicació humil”.

Es el elogio de la vida humilde, honesta, “retirada”, donde la familia, lugar de la sinceridad, ocupa el centro:

“La familia es el vínculo que liga todas las generaciones con el plasma de la sangre y el amor altruista… Esposa i fills estimats: hem crescut i hem conviscut, hem patit i gaudit, hem lluitat i hem somiat junts, hem fet projectes i també ens hem discutit de vegades, gairebé com tothom; hem treballat plegats, junts hem menjat, hem vist estones de tele, hem mimat al Nero i hem visitat illes, països i ciutats; és a dir, ens estimem ”.

Claro está, hay temas horacianos paradigmáticos, como el Carpe diem, que no están tan visibles; se comprende que así sea, pues la invitación a vivir el día, a no desesperarse calculando el futuro, controlando el tiempo y el cambio, dejando esa tarea a los dioses [7] , tiene sentido en el camino, pero no al final, cuando el factum que justificaba el modelo ha llegado, cuando el tiempo se ha acabado. De todas formas, en la medida en que el tópico del Carpe diem responde a una concepción de la finitud de la vida, de su contingencia, que invita a “capturar el momento”, a vivirla a fondo sin desesperarse por su fragilidad y precariedad, no sólo está manifiestamente presente en la biografía de Evelio, sino que también aparece discretamente en su reflexión final, aunque sea como autoconsciencia, virtud filosófica que se sobraba, del final:

“Pero no hay más opción. Llegada es la hora de renunciar a la tertulia de la radio y a cuantos certámenes literarios y congresos de filosofía había imaginado. Tengo que renunciar a la vida”.

Tampoco está aquí presente un tema horaciano tan vital en la vida y el pensamiento de Evelio como el aurea mediocritas, que domina toda la época clásica, pero ha quedado sublimado por Horacio, en una de sus Odas [8]. Este texto horaciano es un poema moral, una llamada a los valores de la moderación, del equilibrio, que configuran la máxima de la aurea mediocritas. Curiosamente estaba dedicado a Licinio Murena, un hombre que no dio muestras de escuchar el consejo, y menos aún de seguirlo. Era rico, emparentado con Mecenas, y ambicioso, llegando a conspirar contra Augusto. Pero la máxima resultó afortunada, y aunque no sirvió para enmendar a Licinio llegaría a instituir un modelo moral de referencia [9]. El mensaje de fondo viene a ser que la vida de un hombre tendrá el rumbo adecuado si se evita tanto adentrarse en la inmensidad del mar como acercarse excesivamente a la costa. El acierto está en el término medio, donde las aguas son mansas y los refugios cercanos.

Como digo, la máxima clásica “aurea mediocritas”, muy trabajada por Evelio, y ante la que asumió una posición militante, proponiéndola como modelo frente a las formas de vida y valores culturales de nuestros días, no aparece mencionada en su texto In Memoriam Mean; sin duda está en acto en el texto, pero no está explícitamente defendida. No obstante, la hemos evocado porque entre los elementos luminosos que Evelio nos ha dejado, y que garantizarán su presencia entre nosotros, está su fina defensa de este ideal moral clásico, que él supo extender al campo de la ética cívica y de la política.

No creo necesario más argumentos para mostrar el alma horaciana de Evelio. No hay nada en su reflexión que le acerque a Platón, al dualismo alma-cuerpo, a la transmigración de las almas… Todo lo contrario: domina el pensamiento panteísta de los clásicos y los modernos. Y aparece ese dominio en expresiones muy significativas. Así, cuando se despide de Dolors, su mujer, echando mano de unos excelsos versos de Miguel Hernández:

“Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos
Seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo, se besan nuestros muertos
Se besan los primeros pobladores del mundo”.

También en su despedida de sí mismo, con una referencia a otro poeta clásico, Adriano [10]:

“Tengo que renunciar a la vida. Animula vagula, blandula: la mínima alma mía, huésped tierno y flotante, se despide del anfitrión inseparable del cuerpo”.

No hay en la elegía una sola concesión a las religiones de salvación, una sola rendija por donde aparezca la esperanza en otra vida de luz; por el contrario, está lleno de referencias filosóficas genéricamente panteístas, de reconciliación con la totalidad del universo (la individualización excesiva es hybris), unas veces de la mano de autores clásicos (como Epicuro u Horacio) y otras renacentistas o modernos (Bruno, Spinoza).

La presencia de Epicuro se aprecia en los matices de cada frase de su despedida fúnebre, especialmente cuando da entrada en la reflexión a la cuestión del más allá:

“Tal vez ande sumido en el umbral de la nada epicúrea, cruzando en la barca de Caronte la laguna Estigia en pos de la ciudad ideal, o en el portal de la gloria esplendente donde suena al órgano la música de Bach. Acaso esté escribiendo desde algún círculo de Dante, algún universo bruniano o desde la puerta del abismo del mundo de Paul Éluard. Da igual”.

El “Da igual” es la respuesta. Es una cuestión filosóficamente innecesaria la forma en que imaginemos la post mortem; cada uno ajustará la respuesta a su voluntad de creer. Unos gustarán de verse en el portal de la “gloria esplendente”, forma luminosa de aparecerse Dios padre, Cristo y la Virgen en la religión cristiana; o en alguno de los círculos del cielo de Dante, conforme a la teología medieval. Otros pensarán, con Paul Eluard, que sí, que “ Hay otros mundos pero están en éste”, idea que parece tener en mente Evelio. O, con Epicuro, se verán en la “nada epicúrea”, en un universo de referencias mitológicas, “en pos de la ciudad”, esa que Evelio rastreó en el renacimiento entre las de Agostini, Nemmo, Patrizi, Doni, etc[11].

“Da igual”. El filósofo no necesita ninguna consolatio. La nada epicúrea deja escribir sobre ella variados sueños, pero son eso, sueños sobre la nada. No es irrelevante que la primera de las citas añadidas a In Memoriam Meam sea la de Epicuro, tal vez la más tópica, pero la más oportuna para la ocasión:

“Acostuma’t a pensar que la mort per a nosaltres no és res, car tot el bé i el mal resideixen en les sensacions, i precisament la mor és la privació dels sentits. Per tant, el recte coneixement que la mort no és res per a nosaltres ens fa agradable la mortalitat de la vida: no perquè hi afegeixi un temps indefinit, sinó perquè ens desembarassa de l’enyorança desmesurada de la immortalitat. No hi ha res temible a la vida per a qui està convençut que el no viure no guarda tampoc res de terrible. (...) El més terrible dels mals, la mort, no significa res per a nosaltres, perquè mentre som vius, ella no existeix; i quan ella és present, nosaltres ja no hi som”.(Epicur, Lletra a Meneceu)

La “añoranza desmesurada de inmortalidad” no se somete a la regla de la aurea mediocritas; es hybris nombrarse a uno mismo hijo de Dios, elegido de los dioses. Y, como toda hybris, produce injusticias y mal, pues excluye, divide, diferencia. El deseo de inmortalidad ya es un exceso; el deseo de ser uno es ya un exceso, en el marco del pensamiento presocrático, como nos insinúa Anaximandro. Lo sabio es aceptar la necesidad, la inevitable igualación, el insoslayable regreso al fondo originario, para pagar las deudas con el todo y dejar a éste que siga su ciego devenir. Si acaso, se nos permite elegir los lugares de acogida de la naturaleza, como hace Evelio al pedir a los suyos que sus cenizas sean “esparcidas al pie solano de la Torre que he cantado en sonetos varios, y en el túmulo del padre en el viejo camposanto”. De este modo devuelve a la naturaleza lo que le queda de ella; y así ésta seguirá su curso, abonando la tierra, los juncos, los cardos, los abrojos…y las frágiles amapolas.

¿El alma? Ya nos lo ha dicho, el alma es la vida, y “Tengo que renunciar a la vida. Animula vagula, blandula:la mínima alma mía, huésped tierno y flotante, se despide del anfitrión inseparable del cuerpo”. El alma (percibir, sentir, desear, pensar…) es otro nombre de la vida, “anfitrión inseparable del cuerpo”. Nada más. Lo dice Epicuro y por eso Evelio recoge esta cita: la vida, todo el bien y el mal, toda la existencia humana, se reduce a las sensaciones; y la muerte es el final de las sensaciones. Es la nada. Es tan “nada”, que no puede ser percibida, que no puede ser conocida: cuando llega ya no estamos.

Es, pues, Epicuro quien está presente, y no Tomás de Aquino o Agustín de Hipona, y no la teología cristiana ni las ontologías dualistas, y no discursos propios de religiones de salvación. Y por eso no son Descartes o Malebranche, sino Bruno y Spinoza, los pensadores modernos a los que Evelio hace referencia. Spinoza, con su profundo y complejo materialismo panteísta, sirve para la proyección de la idea epicúrea. Inmediatamente después del pasaje ya reseñado en que elige lugar para sus cenizas, para alimentar las hierbas, para que queden “expuestas día y noche a los rayos del sol y la luna y a la lluvia mansa de noviembre”, Evelio dice:

“así hallaré la paz perpetua, en un connatus spinoziano de perseverar vivo en vuestra memoria, como res cogitata(sólo un cambio sutil de participio cartesiano activo, a pasivo) o polvo enamorado”.

No es trivial –no hay nada trivial en In Memoriam Meam, como era de esperar por quienes conocemos el rigor de Evelio y tenemos voluntad de comprender la situación en que escribe- que recurra a Spinoza, sin duda el autor moderno con ontología más clásica, cuyo “Deus sive Natura” conecta con los presocráticos, los epicúreos, en definitiva, con el pensamiento pannaturalista silenciado por el dualismo platónico y su asimilación en la teología cristiana.

Pero centremos la mirada en el último párrafo de la cita. Evelio tiene una potente erudición filosófica, y juega con ella. La esperanza de seguir vivo no viene de la “res cogitans” cartesiana, es decir, del sujeto pensante, del sujeto que es pensamiento, y que solipsistamente se ha declarado a sí mismo “substancia”, es decir, se ha atribuido la potencia de ser y de obrar al margen de la otra substancia, la “res extensa”, el cuerpo. El pensamiento no es substancia, es actividad, viene a decir Spinoza; tampoco el cuerpo es una substancia, es otra actividad, el movimiento. Son dos formas, dos atributos de la substancia, de la misma substancia, una, única, capaz de aparece de distintas maneras. El hombre mismo, como misteriosa interrelación de ambos atributos, es un modo de la substancia, que sólo existe en ella, de ella y para ella. Esta ontología spinoziana no permite pensar la existencia separada del alma, del mismo modo que no permite comprender clara y distintamente al individuo, al margen de los otros modos y de la totalidad.

Pues bien, Evelio recurre a Spinoza, que le permite pensar la vida y la muerte de otra manera. Le permite “la paz perpetua”, es decir, la reconciliación con el todo (la individualización ha sido diferencia y conflicto entre los otros modos, entre los otros individuos). La inmortalidad del todo, de la substancia, exige la mortalidad de los modos, entre ellos el ser humano. Pero, al mismo tiempo, gracias al connatus que Spinoza atribuye a las cosas, según el cual “todas las cosas tienden necesariamente a perseverar en el ser”[12] , se consigue paliar la finitud, pues ese conatus se manifiesta, según nos dice Evelio, como impulso a “perseverar vivo en vuestra memoria”. Claro está, ser en la memoria de los otros no tiene nada que ver con una existencia propia, individualizada (si bien en la ontología Spinoza esa idea de sujeto libre es ilusoria); ser en la memoria de los otros es otra manera de ser, otro modo. Evelio dice, con razón, “como res cogitata”; y con fina ironía nos dice que ha bastado “sólo un cambio sutil de participio cartesiano activo, a pasivo”. Un pequeño cambio gramatical que implica una revolución ontológica: la voluntad de vivir deja de ser una voluntad de ser individuo para devenir voluntad de ser por mediación de los otros, seguir presente en los otros, estar vivo en su memoria. Y tal vez algo más, sobre lo que volveremos. En todo caso, aquí no hay creencia en otra vida, de felicidad y verdad eternas; desde Epicuro y Spinoza se acepta la finitud de la vida y la rotundidez de la muerte referidas a los individuos, escenario de cualquier discurso de salvación. El más allá queda aquí, de este lado, aunque infinitamente lejano.

Ahora bien, esta voluntad de permanecer en el ser como recuerdo en la memora de los otros nos lleva a otro sentido de la metáfora “ir hacia la luz”.


4. La “luz” en versión filosófica.

Si no nos sirve la interpretación teológica de la metáfora de la luz en el texto de Evelio, hemos de dar entrada a otras versiones de la misma. Es obvio que la luz ha sido la metáfora filosófica por excelencia. La filosofía ha usado y abusado de la luz como metáfora del saber filosófico, del saber esclarecedor. El mito de la Caverna, tal vez el más filosófico de los mitos, gira en torno a la luz, el duro y doloroso ascenso a los lugares celestes por los amantes de la sabiduría, quienes han de ascender hasta habituarse a la luz del sol, que al salir de la caverna ciega sus ojos. Sólo con esfuerzo y acostumbrándose a la luz el filósofo accede a las alturas, cerca del sol, y así consigue la contemplación del paisaje eidético, de las ideas, su relación, su orden, encabezadas por la hegemónica y más luminosa idea del Bien. La luz está allá arriba, al final de un paisaje escarpado, al que subir desde la caverna (ya se sabe, el filósofo sale de la oscuridad de la ciudad, lugar de los prejuicios, de los lares y los penates, de los sentimientos particulares, las identidades compartidas, los verdades útiles acordadas, sombras de sombras…, para elevarse a la luz del sol, que ciega los ojos, que exige una opción por la soledad, por la purificadora travesía del desierto que les libere de la identidad particular de la cultura para elevarse a la universalidad de la verdad y del bien).

Esa idea de la filosofía, del amor al saber, representada como tránsito de una vida de oscuridad (la sumergida en la ignorancia y la particularidad) a otra iluminada (por el conocimiento y la universalidad), se ha mantenido a lo largo de los siglos. Tal vez su máximo esplendor tuvo lugar cuando llegó a dar nombre a una época, “época de las luces”, (Ilustración, Illuminismo, Aufklärung, Enlightenment). Pero es de más largo y extenso uso. Apolo es el dios del sol, de la iluminación: “conócete a ti mismo” era la leyenda identificadora que estaba en el templo de Delfos; el simbolismo de la luz ligado a Apolo se ve bien en su identificación como patrón de las musas, es decir, de las letras, las artes, la músicas, el conocimiento.

La leyenda “perfundet omnia luce”, unas veces referida a la “libertas” (como en el escudo de nuestra Universidad), otras referida a instituciones educativas o al saber, en medallas, frontispicios, placas conmemorativas, son abundantes. La Real Academia Española de la lengua responde al lema “limpia, fija y da esplendor”. Es habitual, casi tópico, identificar progreso, racionalización, libertad, en fin, cualquier figura del bien con la luz. Es, pues, difícil sustraerse a este uso filosófico, ilustrado, de la metáfora.

Esta idea de la luz la recoge Evelio también en otro de sus escritos, las “Reflexions entorn la ciència i la cultura en un món globalitzat ”, escrito en colaboración con Marta Olivé, compañera y miembro de nuestro Seminario de Filosofía Política, que ahora lleva el nombre de Evelio Moreno Chumillas. Aquí la referencia, “Yo sólo quiero que la luz alumbre”, también la toma de otro poeta, en este caso Pablo Neruda, de sus Odas y germinaciones. Dice este poema, en una de sus estrofas:

“Al pan yo no le pido que me enseñe / sino que no me falte /
durante cada día de la vida./
Yo no sé nada de la luz, de dónde/ viene ni dónde va,
yo sólo quiero que la luz alumbre,/yo no pido a la noche /
explicaciones, / yo la espero y me envuelve,/
y así tú, pan y luz / y sombra eres”.

“Que la luz alumbre”: he ahí toda una máxima de vida, a la que Evelio le fue fiel. Que la luz alumbre, única forma de dar sentido a su vida de profesor. En el escrito que comentamos nos dice:

“En plena atmósfera de Las Luces, en el año 1751 el matemático Jean D’Alembert, socio de Denis Diderot en la empresa ilustrada y colectiva de redactar la Encyclopédie , escribía el “discurso preliminar” de ésta trazando los vectores que habían de orientar su composición: el afán ilustrado de almacenar, de aglutinar en una magna obra todo el acervo de los saberes, técnicas y oficios que poseía la Humanidad de la época; junto al consecuente propósito político –a la vez mayéutico y kantiano, en su doble sentido simultáneo de dar a luz e ilustrar– de iluminar, divulgar y difundir este acopio de conocimientos (a la sazón exclusivo de sabios, filósofos y científicos) rescatándolo de las bibliotecas, los monasterios y las universidades para ponerlo al alcance fácil de los ciudadanos de la llamada “república de las letras”, que así tuvieron la oportunidad única de adquirir y compartir este almacén de conocimientos, en forma de asequibles fascículos periódicos en las librerías y quioscos de París”.

Todo el artículo rebosa convicción en que la apuesta por el progreso, si éste es iluminado por la razón, por la ciencia, es decir, si se expresa en alianza con la virtud, es la apuesta por la luz; todo el texto está sembrado de de este uso de la metáfora. En coherencia, considera positiva la

“loable intención democrática del Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios de disipar las tinieblas del analfabetismo y difundir la luz de la técnica y el conocimiento entre una ciudadanía ávida de saber tuvo tanta repercusión histórica”.

Y ve en el “sapere aude” de Kant, el pensador que mejor columbró el espíritu de las luces, como un “un reto de liberación personal”. Progreso moral debe ser liberación personal, y ésta pasa por el lema filosófico ilustrado, el lema de las luces modernas, de pensar por sí mismo. Evelio, en clave filosófica ilustrada, interpreta la luz como conocimiento de sí mismo conseguido mediante el método de pensar por sí mismo. Esa es la luz a la que Evelio pide que alumbre y que siga alumbrando. Es la luz humana del saber. Iluminar es la tarea que da sentido a la vida de un profesor; y la esperanza de que sus enseñanzas sigan alumbrando da fuerzas para afrontar la muerte sin dejarse vencer por ella, es decir, sin desesperarse.

Ahora bien, en este uso ilustrado, filosófico de la metáfora, caminar de las sombras a la luz es un trayecto de esta vida, con principio y fin; es el camino de debe recorrer todo ser humano para emanciparse, para devenir humano. Es decir, ese trayecto hacia la luz es la educación, que se cumple en el intervalo de la existencia humana, que nada tiene que ver con Hermes ni Carontes, ni Cerbero, ni con teogonías más familiares. La filosofía nunca ha usado la metáfora “ir hacia la luz” como camino al más allá, camino a la verdad mediado por la muerte. Frente a la versión teológica, en que sombras y luces, separadas y unidas por la muerte, aluden a dos vidas, a dos existencias, una humana y otra divina, en la interpretación filosófica sombras y luces simbolizan dos formas, ambas humanas, de vivir esta vida, dos extremos del camino de la vida realmente humana. Pero dos formas no separadas por la muerte, tal que ésta fuera un tránsito, sino circundadas por ella, por un inapelable final.

Desde esta interpretación ¿tiene sentido la voluntad de “eternidad”? Creo que sí, siempre que no la pensemos como “otra vida”, sino como “pervivencia”, como “posteridad” o como “fama póstuma”, que suelen decir los hombres de bien. Es bien conocida, y puede servirnos de ejemplo, la posición de Diderot, a quien Evelio conocía bien. La preocupación de este filósofo ilustrado por la “posteridad”, que aparece especialmente en la correspondencia con su amigo Falconet, expresa la manera ilustrada de pensar la historia y en ella la vida humana: la posteridad como idea necesaria para pensar nuestras vidas con sentido, para dar sentido a nuestra existencia. Es algo así como una forma atea de pensar el “juicio de Dios” que niegue la impunidad del mal, sin lo cual nada tendría sentido. Filósofo materialista, Diderot aceptaba que la muerte era el momento de la igualdad, y la aceptaba refugiado en el discurso estoico; pero la idea de ser recordado como hombre virtuoso o genial le parecía irrenunciable. Y era así, no para afrontar la muerte con serenidad y nobleza moral, sino como una exigencia para dar sentido a la virtud y a la creación:

“¡Oh posteridad, santa y sagrada, sostén de los pobres y de los oprimidos!. Tu que eres justa, que no estás corrompida, que vengas al honrado, desenmascaras al hipócrita y condenas al tirano, consoladora constante… ¡no me abandones nunca! La posteridad es para el filósofo lo que el cielo para el hombre religioso” [13].

Sin ella, ¿qué significa la batalla por las luces? ¿Por qué sacrificar la vida a ilustrar a los demás? Creer en la posteridad es una exigencia racional, un imperativo práctico, que Diderot defiende con ardor:

“El fuego caerá algún día en la Biblioteca Real. Un día las nubes de humo y el fuego dispersarán en el aire las cenizas y las páginas de los antiguos y de los modernos. Una pena por el público, por la nación, por el monarca; pero Homero, Virgilio, Corneille, Racine, Voltaire, no sufrirán ningún daño. Sus obras se continuarán leyendo en cien lugares de la tierra en el momento mismo del incendio” [14].

Seguramente la esperanza en la posteridad, en seguir presente en la memoria de los otros, es una buena forma, como digo, no ya de resistir serenamente la muerte, sino de dar sentido al sacrificio, disciplina y moralidad de la vida; evitar el nihilista “si Dios ha muerto, todo está permitido”, y sustituirlo por la máxima “si Dios ha muerto, corresponde al hombre fijar el bien y el mal”. ¡Nada menos!

Estoy convencido que en todo ser humano no excesivamente degradado está presente, con mayor o menor fuerza, con más o menos raíces, esa voluntad de posteridad, de permanecer en la memoria de los otros, se trate de un Voltaire o de lo que el orgulloso francés llamaba con desprecio la “canaille”. Pero esta conclusión no nos ayuda mucho a la hora de descifrar la metáfora de la luz en el texto In Memoriam Meam. Al menos por dos razones. Una de ellas, porque esa voluntad humana de sobrevivencia en la memora de los otros es compatible tanto con una idea de la otra vida para las almas (con la luz como lugar del más allá) como con un ateismo o panteísmo ajeno a la transcendencia; con lo cual no es definitiva para lo que aquí nos ocupa.

La otra razón que he mencionado tiene mayor interés, pues nos empuja a buscar otra salida que habrá de ser la definitiva. Me refiero a que, paradójicamente, este enfoque filosófico ilustrado de la metáfora “ir hacia la luz” no tiene sentido en una despedida fúnebre; por tanto, no puede corresponder al texto. Quiero decir que la interpretación teológica tiene aquí sentido en abstracto, pero no cuadra en el perfil intelectual de Evelio y, en particular, con la imagen que de sí mismo nos ofrece en su oratio; no encaja en el contenido del mismo. La interpretación filosófica, por el contrario, si bien cuadra con el pensamiento de Evelio [15], y sin duda participa de esta voluntad de posteridad, no es congruente con el contexto, no es coherente con el escenario de la muerte. Por tanto, hemos de buscar otro sentido a la metáfora; y hemos de buscarlo convencidos de que lo tiene, pues un intelectual tan cuidadoso y pulcro como Evelio Moreno no puede librarnos su último escrito con gestos contingentes. Las citas que añade a su elegía no son meros recursos retóricos, no es erudición narcisista, innecesaria en ese momento de la absoluta veracidad. Por tanto, sigamos buscando.


5. El maestro y la luz.

Cambiemos la mirada: en lugar de intentar desentrañar el significado de la metáfora desde fuera del texto, por su coherencia o no coherencia con el pensamiento de Evelio y el contexto del escrito In Memoriam Meam, hagamos el esfuerzo de situarnos dentro del mismo, de sumergirnos en su seno con la voluntad de encontrar ahí, en sus profundidades, su sentido y su verdad. Comencemos por leer la cita de Machado que recoge Evelio, cosa que sorprendentemente hasta ahora no hemos hecho, entregándonos a divagaciones preliminares que, esperemos, no hayan sido del todo estériles y hayan servido al menos para afinar nuestros oídos y captar nuevos matices y sentidos. Dice así:

“Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte… Su cuerpo (…) merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo.”

El pasaje es de gran belleza, como corresponde a un gran poeta. Machado lo crea en su Panegírico en memoria a su gran maestro, Giner de los Ríos, maestro de maestros, maestro por tanto de muchos de nosotros. Quiero resaltar este hecho, llamar la atención sobre la circunstancia: Giner de los Ríos, el gran maestro, no fue solo “maestro” de Machado, como cualificación particular y contingente, sino “Maestro” como determinación fuerte, esencial, como arquetipo. Francisco Giner de los Ríos fue el gran maestro de maestros, ya lo sabemos; y, cosa a no perder de vista, también fue maestro de Evelio, que conocía y apreciaba su obra tanto como admiraba al autor. Por tanto, no es extravagante pensar que algún significado tendría esta peculiaridad de Giner de los Ríos para que Evelio haya seleccionado un texto de Machado sobre el mismo; al menos no es gratuito como hipótesis.

Un paso más. Evelio no seleccionó una cita, un trozo del Panegírico (lo que habría sido razonable y usual, pues es un texto relativamente largo y en una cita se busca centrar una sola idea), sino que la construyó; recompuso esta cita seleccionando dos fragmentos, omitiendo lo que había entre ambos. El primero trozo lo constituyen las dos primeras frases: “Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte”. Es como la tesis, la afirmación; juntas estas frases y en este contexto inducen a una interpretación en clave teológica, de religión de salvación, es claro. El otro fragmento, adosado al primero, contiene una descripción poética del regreso del cuerpo al todo, a la tierra, al universo, como si fuera un destino noble, digno y apacible; y acaba con un párrafo que debemos tener muy presente: “Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo”. Debemos tenerlo muy presente porque, tras la descripción poética del lugar de reposo eterno, se cierra la argumentación iniciada con las dos sentencias iniciales: “no creeré en su muerte” y “se fue hacia la luz”. Y se cierra así: con un regreso de la luz, o como un regreso de la luz.

Creo que hemos avanzado algo. De una sentencia metafórica “Yo pienso que se fue hacia la luz”, hemos llegado a una argumentación: creo que se fue hacia la luz porque su alma “vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres”; es decir, vendrá a nosotros en esos momentos de aprendizaje o de enseñanza, en el aula o en el trabajo. Por eso la contundencia del “Jamás creeré que haya muerto”. Sí, creo que vamos dando pasos, creo que hacemos camino al andar.

Para avanzar en el desciframiento del sentido que pone Evelio en esta cita de Machado me parece razonable descifrar previamente el sentido que la misma tenía en Machado. Es como si Evelio hubiera seleccionado el fragmento y nos hubiera dicho: “ya tenéis iluminado el camino; ahora andadlo vosotros. Id a leer al poeta y esclareceos”. Es la lección del buen profesor: es la luz que el maestro aporta. Y, para exigirnos un poco más, nos ha complicado el trabajo reconstruyendo una cita con trozos, excluyendo otros por razones que también deberíamos interpretar. Claro está, sabemos de esta reconstrucción selectiva del texto de machado porque hemos comenzado los deberes, hemos ido al texto de Machado.

Hemos ido a las fuentes, como sabemos gusta a los buenos maestros. Hemos buscado la palabra de Machado. De paso hemos averiguado que la cita es de uno de los varios escritos de Machado llorando a su maestro, Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza. Este es un texto en prosa, prosa poética [16]. Vale la pena releer el Panegírico en su totalidad y por sí mismo; es una pieza literaria excelente. Además, nosotros debemos hacerlos para esclarecer el misterio de la luz. No es un texto excesivamente largo, pero sí suficiente como para no leerlo aquí, en esta conferencia [17]. Ahora bien, para seguir nuestra reflexión hemos de leer un fragmento del mismo más amplio que la cita, suficiente para poder ver lo que la cita de Evelio selecciona y lo que deja fuera, por si fuera significativo. Dice el escrito de Machado:

“Y hace unos días se nos marchó, no sabemos adónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte. Sólo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que sólo mueren definitivamente - perdonadme esta fe un tanto herética-, sin salvación posible, los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo, han muerto aquí y, probablemente, allá, aunque sus nombres se conserven escritos en pedestales marmóreos.
Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes del Guadarrama. Su cuerpo casto y noble merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra a los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo” (s.n.)

Es curioso que Evelio suprimiera el desahogo crítico político del poeta; seguramente lo compartía, pero su pudor y el momento le disuadieron. No era momento de juzgar a los otros; además, esa crítica habría empañado la idea que nos quería transmitir; habría distraído y alejado la mente del alumno del centro de la idea. Más sorprendente es que del último cuerpo del fragmento suprimiera sólo dos palabras, “casto y noble”. ¿Mero descuido? ¿Pudor de quien hace suyas las palabras de otro, de Machado, que no hablaba de sí, sino del maestro, de Giner? Dejémoslo en interrogantes.

Lo que me parece evidente es que desde este fragmento más amplio se comprende mejor el sentido; se comprende mejor a Machado que a Evelio: éste nos ha dado el mensaje cifrado, como ejercicio. El poeta Machado ve la muerte como lo que realmente es, fin de todo. (Evelio también lo dice de forma rotunda al final del texto, con prisas, como si le faltaran unas últimas gotas de serenidad: “Adiós a todos. Adiós a todo”). Pero cree que quienes mueren definitiva e inapelablemente son “quienes no vivían la propia vida”, los farsantes, los malvados, los “repugnantes cucañistas”… Quienes, por el contrario, tienen un alma como la del maestro Giner de los Ríos, esos no mueren; para esos no hay muerte. Machado no dice: “no creo en la muerte”, dice algo más concreto: “Jamás creeré su muerte”, la muerte particular del maestro, del hombre honrado, tolerante, amante del saber, que ha dedicado su vida a enseñar. No muere quien ha dedicado su vida a iluminar, a llenar de luz las almas de los jóvenes.

Eso es lo que dice Machado; y Evelio escogió esta cita porque también lo creía; porque lo quería creer para que la vida, no la post mortem, sino la ante mortem, la vida sin más, tuviera sentido; para resistir la nada fácil tarea, nos dice de “beber el acíbar de un cáliz muy amargo”. Esa es su única esperanza de eternidad, como nos dice él mismo:

“He impartit dotze mil classes de filosofia a milers d’alumnes, alguns m’han escoltat amb profit i han donat un cert sentit a la meva vocació”

Enfatizo: “han donat un cert sentit a la meva vocació”. En ellos permanecerá de alguna forma, de la única forma, como luz que ilumina su mente, su conciencia y sus sentimientos. Creo que aquí se desvela el sentido de la enigmática frase: “Yo pienso que se fue hacia la luz”. Pues tiene el mismo sentido en el poeta Machado que habla del maestro Giner, cuya esencia es ser profesor, y del filósofo poeta Evelio Moreno, que también habla del profesor, aunque sea en primera persona. Machado nos descifra el enigma al final del texto:

“su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra a los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo”;

Volverá a nosotros con la luz, cada vez que ésta aparezca, es decir, cada vez que esos jóvenes, ya hombres, piensen, valoren y decidan con claridad, con equidad, conforme al saber y al ejemplo recibido del maestro. Es de esta forma, iluminando sus conciencias y sus voluntades, iluminando sus vidas, con las semillas del conocimiento y de la virtud plantadas en las lecciones diarias, en esas 12.000 lecciones de Evelio, donde siempre estará presente el maestro, los maestros como Giner de los Rios, Machado y Evelio, venciendo a la muerte de la única forma humana posible, por mediación de los otros. “Ir hacia la luz” es pasar a formar parte del espíritu y la cultura de un pueblo, bullir en el alma de los otros, viviendo allí como marcas o huellas, sean conscientes en el recuerdo de saberes o ejemplos de virtud, sean inconscientes en el carácter y la voluntad forjadas día a día.

Machado dedicó a Francisco Giner de los Ríos diversos escritos de homenaje[18]. Quiero recordar el siguiente poema, escrito en Baeza, el 21 febrero 1915, de contenido muy parecido al anterior, pero esta vez en verso. Dice Machado:

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
Murió?... Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!
   Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.
... ¡Oh, sí!, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas...
Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España.


Considero que en verso, el panegírico refuerza el sentido ya explicado: “ir hacia la luz”, en el contexto de la muerte y en sentido filosófico, va más allá de la mera alusión a la voluntad de posteridad, al sueño de eternidad del hombre de perpetuarse por mediación del alma de los otros: de los alumnos, de los hijos, de familiares y amigos, de conciudadanos. Es decir, va más allá del deseo de permanecer en la memoria de los otros, de ser recordado, de existir como res cogitata. Se trata de otra manera de prolongar la existencia, forma no exclusiva pero sí apropiada a los maestros: inmersa en el pensamiento y la voluntad de sus alumnos, como “luz” ética y noética, que actúa anónima en sus voluntades y en sus pensamientos.

Creo, pues, que Evelio escogió esa cita para darnos el mismo mensaje que Machado: éste no usó la metáfora de la luz como forma común de existencia humana post mortem en la memoria de los otros (recuerdo de una enseñanza, una obra, un sentimiento…); la usó como forma de transcendencia de los maestros como Giner de los Ríos, que perviven más allá de la memoria, esporádica y efímera, objetivado en la subjetividad del alumno, como determinación objetiva inconsciente de su ser, en particular, de su manera de ser; presencia eterna de los maestros en las huellas que dejaron construyendo la cultura, única vía de acceso a lo universal, única manera de transcenderse del individuo.

Creo que ese es el sentido de la metáfora en Machado y creo que es el sentido que Evelio nos ha transmitido de la misma… Con ello nos comunica el deseo profundo, constitutivo del maestro, de vencer a la muerte no como voluntad de vida eterna, sino como voluntad de verdad y bondad en los alumnos, pues sólo así tiene sentido la vida. No es la vanidad, legítima y hermosa, incluso fecunda, que subyace en el deseo de posteridad del artista, el científico o el literato; es también y sobre todo la voluntad generosa de que “la luz alumbre” en los otros. Si la voluntad de convencer, de compartir, en definitiva, de verdad, es una condición transcendental del diálogo, sin el cual no tiene sentido, la voluntad de determinar, de forjar la tête et le cœur , recordando de nuevo a Diderot, en los jóvenes alumnos es el transcendental de la praxis docente; sin esa voluntad de ser en el otro, de dejar la marca, la enseñanza del maestro deja de ser profesión (sin duda también “profesión de fe”) para devenir simplemente “trabajo asalariado”.

Estoy convencido de que así entiende Machado el “se fue hacia la luz”. En los últimos versos nos da las pistas necesarias: “ los muertos mueren y las sombras pasan”, “vive el que ha vivido” , quien ha apostado por la vida humana, y muere quien no ha vivido, quien ha vivido una vida inauténtica, inesencial. Quien ha dedicado la vida a la iluminación, al esclarecimiento de los otros, o sea, quien ha sido luz, regresa a la luz para volver con la luz, es decir, sigue siendo luz, sigue iluminando. El maestro, nos viene a decir Machado, sigue siendo luz, “del sol de los talleres”, de las aulas, de los lugares donde se piensa, se trabaja, se vive con los otros. Y eso mismo nos dice Evelio al seleccionar la cita del poeta que acaba así: “Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra a los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo”.

Lo que piensa Machado del maestro Giner de los Ríos y expresa en sincera elegía, lo piensa Evelio de sí mismo con humildad, con ejemplar modestia (ejemplar por su coherencia con el canon de la “aurea mediocritas” que teorizó largamente); y quiere que lo sepamos. De esa manera hace suyo el “Non omnis moriar” de los clásicos, no todo en mí ha de morir. Es un tópico que encontramos en Ovidio, pero sobre todo en Horacio: “Nom omnis moriar multaque pars mei vitabit Libitinam”, es decir, “No moriré del todo, una parte de mi evitará la Libitina (la muerte, la destrucción)”. Insisto, este “Nom omnis moriar” no tiene el sentido de la voluntad de posteridad que hemos ejemplarizado en Diderot, como exigiendo a los otros el deber de recordar las grandes obras del talento y el genio. Evelio respondía a otra escala de valores antropológicos, como transparentan estas palabras suyas:

“He bregado mucho, he estudiado bastante, he escrito menos de lo que quería. Por imperativo moral categórico, he procurado ser una buena persona”.

Pero tampoco el “Nom omnis moriar” refiere a la modesta consolación de esa certeza empírica de que uno permanecerá en el sentimiento y recuerdos de los otros, y que mientras eso pase aún sigue vivo. Creo que su sentido es el que Evelio supo leer en Machado: una forma de transcendencia privilegiada, reservada a los verdaderos maestros.

En fin, y así acabo, sólo me queda por decir que Evelio tenía razón, que no ha muerto del todo. La mejor prueba es que, como profesor de filosofía, Evelio fundó su vida en otro imperativo categórico: “hacer pensar”. Y, ya ven ustedes, después de la muerte sigue consiguiéndolo. Seguimos pensando en él, en sus palabras, en sus enseñanzas. Espero que yo también les haya hecho pensar esta tarde; que haya conseguido así poner algo de luz en sus representaciones. Si no lo he logrado, y rompo así la cadena, que Evelio me disculpe. No todos estamos a su altura.

Nada más, Muchas gracias.



Apéndice I.

“Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía don Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un niño, él tenía ya la barba y el cabello blancos. En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era socrático: el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos -de los hombres o de los niños- para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos.

Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras sino los conceptos de textos o conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.

Don Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado, en espera de una mano atrevida y codiciosa, sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las almas. Porque pensaba así hizo tantos maestros como discípulos tuvo.

Detestaba don Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del doctorado -él tenía una pupila de lince para conocer a las gentes- a esos estudiantones hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez disimulaba.

Llegaba hasta a rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H el texto B para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que el maestro no examinaba nunca. Era don Francisco Giner un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana, derivaba necesariamente hacia la ironía, una ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendía nunca herir o denigrar a su prójimo, sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Carecía de vanidades, pero no de orgullo; convencido de ser, desdeñaba el aparentar. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo ni extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquél alma tan fuerte y tan pura.

... Y hace unos días se nos marchó, no sabemos adónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte. Sólo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que sólo mueren definitivamente - perdonadme esta fe un tanto herética-, sin salvación posible, los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo, han muerto aquí y, probablemente, allá, aunque sus nombres se conserven escritos en pedestales marmóreos.

Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes del Guadarrama. Su cuerpo casto y noble merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra a los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo” [19].


J.M.Bermudo (2012)




[1] En su artículo (en colaboración con Marta Olivé), “Reflexions en torn la ciencia i la cultura en un món globalizat”, recoge dos, una de ellas curiosamente sobre la luz: “Yo sólo quiero que la luz alumbre” (Pablo Neruda, Odas y germinaciones y “El conocimiento humano es sin duda el mayor milagro de nuestro universo” (Karl Popper, Conocimiento objetivo: un enfoque evolucionista).

[2] De las que hablaba Hesiodo en Los trabajos y los días. Estrabón las situaba en la costa de Mauritania, y no han faltado quienes hayan encontrado el lugar en Canarias, cerca del Teide.

[3] “De allí donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir, según necesidad, espiando sus culpas y siendo juzgadas por sus injusticias, según el orden del tiempo”.

[4] Idea desarrollada en su tesis de doctorado, Ciudades ideales y espejos de príncipes en el Renacimiento. Ver también su artículo “Utopías de la mediocridad”, en Ágora. Papeles de Filosofía. 14 / 2 (1995): 99-111.

[5] “Feliz aquél que, lejos de ocupaciones, / como la primitiva raza de los mortales, / labra los campos heredados de su padre / con sus propios bueyes, / libre de toda usura, / y no se despierta, como el soldado, / al oír la sanguinaria trompeta de guerra, / ni se asusta ante las iras del mar, / manteniéndose lejos del foro / y de los umbrales soberbios de los ciudadanos poderosos”.

[6] “Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruïdo / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido! / Que no le enturbia el pecho / de los soberbios grandes el estado, / ni del dorado techo / se admira, fabricado / del sabio moro, en jaspes sustentado. / No cura si la fama / canta con voz su nombre pregonera, / ni cura si encarama / la lengua lisonjera / lo que condena la verdad sincera”.

[7] “No te hace falta -eres joven- /  ni te está permitido -es sacrilegio-  / explorar la frontera en que los dioses /  detendrán, Leucónoe, tus días y los míos; / no consultes los cálculos babilonios.   / Cuánto mejor afrontar lo que suceda, / ya si Júpiter te concedió muchos inviernos, / o sólo éste, en que el férvido Tirreno desgasta la escollera. / Sé sabia, saborea los vinos / y ajusta tu esperanza desmedida / a la copa de la vida, que es pequeña. / Aun mientras hablamos, el tiempo huye celoso. / Cosecha el día, incierto es el mañana”. [Odas, I, 10].

[8] Horacio, "A Licinio". Odas, II, 10. Es aquí donde aparece la expresión “Auream quisquis mediocritatem / diligit, tutus caret obsoleti / sordibus tecti, caret invidenda / sobrius aula”.

[9] “Acertarás más en la vida, Licinio, si no estás siempre / aventurándote hacia alta mar y si no te acercas / en exceso a la costa poco fiable por recelo / y horror al temporal. / Todo aquél que escoge la áurea moderación / se siente amparado y preservado de la sordidez / de un techo ruinoso, se siente alejado y preservado / de la envidia que causa un palacio. / Es más frecuente que los vientos agiten los pinos / más altos, y que las torres elevadas caigan / con más serias consecuencias, y que los rayos castiguen / las cumbres de los montes. / Un espíritu bien preparado espera / un cambio de suerte en momentos adversos, lo teme / en los propicios, si Júpiter es quien vuelve a traer / los ingratos inviernos, él mismo / hace que se alejen. No porque hoy vaya mal, en el futuro / también habrá de pasar lo mismo: de vez en cuando despierta / a la musa silenciosa con su cítara, que no sólo el arco / sabe templar Apolo. / En las dificultades muéstrate decidido / y valiente. Igualmente, ten la sensatez / de replegar velas cuando las hinche un viento / demasiado favorable”(Odas, II, 10).
Una versión libre en prosa: “Mejor Licinio vivirás, si no te arriesgas en alta mar, pero tampoco estés siempre pegado a la costa porque podrás encallar, con tanta obsesión por guarecerte. Los que saben encontrar el dorado punto medio, se alejan tanto de los peligros de vivir en una vieja casucha como de los que sobrevienen a los que frecuentan las salas palaciegas. Cuanto más alto es el pino, más le azota el aire. Cuanto más alta es la torre, con más estruendo cae. Es en la cumbre de las montañas donde los peores rayos hieren. Si estás en buena racha, ten un sano temor. Si estás en mala racha, confía en que la suerte cambiará. Porque Jupiter lo mismo manda el temporal que lo aplaca. Lo que viene siendo malo, dejará de serlo en algún momento. Si la Musa está dormida, ya la despertará Apolo, que no siempre tiene el arco tenso. Cuanto las cosas te vayan mal, preséntale a la vida un buen ánimo. Si el viento te favorece, en cambio, se prudente, y recoge un poquito las velas de tu barco…”.

[10] Adriano, también poco antes de morir, compuso este inefable breve poema, que seguramente Evelio tiene en mente: “Animula vagula blandula / Hospes comesque corporis / Quae nunc abibis in loca / Pallidula, rigida, nudula / Nec ut soles dabis iocos”.(Alma, vagabunda y cariñosa, / huésped y compañera del cuerpo, / ¿dónde vivirás? En lugares / lívidos, severos y desnudos / y jamás volverás a animarme como antes).

[11] Ver E. Moreno, Las ciudades ideales del siglo XVI. Barcelona, Sendai, 1991.

[12] Ética, Parte III, Proposición VII.

[13] Oeuvres, < 591.

[14] Correspondence, A-T, XVIII, 1876, 99. Ver el interesante artículo de Marc Buffat, “Diderot, Falconet et l’amour de la posterité”, en Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédie, 43 (2008).

[15] Ver su trabajo con Marta Olivé “Reflexions entorn la ciencia i la cultura en un món globalizat” (SFPUB).

[16] Se publicó en el Boletín de la ILE, nº 664, Julio de 1015, 20-21

[17] Lo recogemos en Apéndice I.

[18] Entre los muchos retratos de Giner por Machado, destaca éste: “Era don Francisco Giner un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana, derivaba necesariamente hacia la ironía, una ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendía nunca herir o denigrar a su prójimo, sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Carecía de vanidades, pero no de orgullo; convencido de ser, desdeñaba el aparentar. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo ni extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquél alma tan fuerte y tan pura”

[19] Publicado en Idea Nueva. Baeza, 23 de febrero de 1915; (Cf. Boletín de la Institución Libre de la Enseñanza, número 664, Madrid, 1915.)