HOMENAJE AL DR. EMILIO LLEDÓ





Cuando en Junio de 2015 el Consell de Govern acordó conceder la Medalla de Oro de la Universidad de Barcelona al Dr. Emilio Lledó pensé, mientras imágenes del pasado pugnaban por ocupar mi memoria: “Qué menos que la Medalla de Oro”. Y en estos momentos en que se hace efectivo el reconocimiento sigo pensando lo mismo: “Qué menos que la medalla de oro al Dr. Lledó”.

Qué menos que la Medalla de Oro de la UB al trabajo de aquel profesor que en apenas once cursos logró imprimir carácter a la enseñanza de la Filosofía en nuestro país. Con la Cátedra de Historia de la Filosofía recién ganada en concurso oposición, se incorporaba a nuestra Universidad a comienzos del curso 67–68. Eran duros tiempos para las universidades españolas, ancladas aún en la penumbra de los semisótanos del franquismo, trabajando aún a la luz de cirios y velas, que diría Umberto Eco, mientras otras europeas iniciaban ya la crítica a la Razón y a la Ilustración que aquí anhelábamos como paraísos siempre lejanos. El Profesor José María Valverde, en aquel entonces gran esperanza reformadora, acababa de dimitir en solidaridad con la expulsión de varios catedráticos madrileños, un gesto ético escaso cuando el miedo neutralizaba la buena voluntad, fuente del deber. Malos tiempos para la entonces envejecida Facultad de Filosofía y Letras, que en la ambiciosa y esforzada reforma guiada por su Decano, el Dr. Maluquer, buscaba su eidos a trancas y barrancas, con más pundonor que luz; si bien, en ausencia del concepto, se vería abocada a la tal vez inevitable deriva de la fragmentación, en una sociedad que, acostumbrada a dogmas de todos los colores, identificaba el progreso con la especialización. Y, sobre todo, malos tiempos para la Filosofía, amenazada de inanición tras sus tres décadas de sumisión, sembrada de complicidad, al poder todopoderoso del dictador, en vez de cumplir con su destino, que entiendo no es otro que el de enfrentarse a la positividad, especialmente a la positividad perversa, dentro y fuera de sus muros, en las creencias y en las instituciones, en la cultura y en la vida social.

En esos malos tiempos –que enseguida dejarían terribles zarpazos en la esfera de su vida personal– llegó el Dr. Lledó a nuestra Universidad. Y, con presteza, como si lo hubiera estado esperando largo tiempo, como si lo hubiera soñado como destino, se incorporó, primus inter pares, a aquellos que -como Xavier Rubert de Ventós, Jesús Mosterín, Pedro Cerezo en su paso fugaz, M. Sacristán desde la otra acera de la Diagonal–, cada uno a su manera, pero siempre con estilo y dignidad, asumieron el reto de rescatar la Filosofía, curándola de su enfermedad endémica en nuestros lares, el anacronismo, el aislamiento y su confesa heteronomía. Y, junto a la renovación de enfoques, métodos y contenidos, formando parte de la misma lucha por la Filosofía, había que salvar su enseñanza, que pasaba por algo tan prosaico pero tan definitivo como conseguir un lugar institucional soportable ante el desastre de su hábitat propio, de su confortable existencia anterior en el seno de la familia de las letras. Enfatizo su “hábitat propio”, y así lo defendía el Dr. Lledó, como consta en las Actas de las Juntas de Facultad de aquel tiempo; y así parece reconocerse hoy con el anunciado e inconcreto retorno a la unidad, si bien ya sabemos qué dijo Marx de las repeticiones en la historia.

Todos conocemos aquella convulsa y acelerada historia, propia de tiempos de cambio; fue tan larga la espera que se nos ha agotado el tiempo para recordarla y describirla. Confiemos que, por una vez, el olvido no nos aboque a su tétrica repetición. En todo caso, aprovechando esta ocasión, recordemos fugazmente, que “en horas veinticuatro”, como los versos de Lope de Vega, aquél tránsito precipitado y confuso de la Filosofía desde su asentada y equitativa posición de socio privilegiado en la Facultad de Filosofía y Letras a humilde “Sección” tolerada con cierta dignidad. Y, ya se sabe, iniciada la caída es difícil parar y fijar un rumbo. De “Sección” escasa y limitada pero orgullosa e independiente, devenimos mera parte de un artificioso conglomerado de difícil unidad, la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, con dos compañeros, ambos de corta y tensa historia, pero con poderoso futuro (Psicología y Pedagogía) que nos hacían sentirnos más marginales y extraños cuanto más cercanos los teníamos.

Pues bien, es de justicia recordar que, en ese difícil contexto, gracias a algunos profesores ya citados, y de forma eminente al Dr. Lledó, el modelo de enseñanza de la Filosofía en la UB, y el contenido que de él emanaba, pasó a ser referente para las universidades del Estado. Paradojas de la historia, la reforma del Decano Maluquer que puso en marcha el proceso de demolición de la Facultad de Filosofía y Letras, hábitat propio de la filosofía, creó las condiciones de posibilidad del afortunado y ya añorado “Plan Maluquer” de filosofía. Y eso que sólo asumió una de las dos ideas estructurales que defendía el Dr. Lledó: la total opcionalidad, la absoluta libertad de elección por el alumno de los contenidos, incluido el orden de estudio de los mismos, y la ilimitada interdisciplinariedad. La otra idea, sin la cual el modelo nacía herido, la supresión de exámenes parciales y finales, quedó como suelen quedar los ideales, esperando que llegue su tiempo. Y, ¿quién no lo sabe? El tiempo de los ideales no llega nunca.

Aun así, como modelo amputado, el “Plan Maluquer” supuso una renovación de las actitudes y las prácticas que pronto sirvió de referente al resto de nuestras Universidades. Referente fugaz, pues enseguida vendría el Plan Suárez con su obsoleta y vengativa legitimidad uniformizadora. Pero como aquí no hablamos de triunfos de la voluntad ni de éxitos industriales, sino de la grandeza (bondad, belleza y verdad) de las ideas, qué menos que una Medalla de Oro para el Dr. Lledó, el más entregado inspirador de aquella renovación.

Qué menos que la Medalla de Oro al investigador que, cuando marchó, en apenas once años, había conseguido dar densidad, consistencia y futuro a los estudios de filosofía; había dirigido más tesis de doctorado que el resto del cuadro de profesores juntos; había renovado el enfoque hermenéutico, abriendo la investigación a temas y autores hasta entonces relegados y silenciados, cuando no abiertamente prohibidos; había conseguido una meritoria red de becas y ayudas que permitieron a muchos alumnos vencer el peligro del localismo y los límites del aislamiento impuesto por la dictadura. Si dejáramos de pensar en la revolución como algo siempre grande, sublime, y reconociéramos que muchas veces lo revolucionario viaja en humildes carruajes, valoraríamos aquella labor del Dr. Lledó como sobria y exquisitamente revolucionaria: pues revolucionario es el cambio de horizontes, de hábitos, de actitudes, de expectativas y de vocabulario que puso en marcha en nuestras mentes.

Permítanme recordar una humilde batalla, que en su momento apenas comprendíamos y que hoy consideramos sin reserva “revolucionaria”: su tenaz combate contra los “apuntes”, tan humildes y tan perversos que obstaculizan el pensar, nos decía. Claro, hoy lo sabemos, era una batalla en defensa de los libros, entonces y hoy los “débiles”. ¿No vemos hoy que las librerías que habitaban nuestras Facultades han sido desplazadas y suplidas por las fotocopisterías (a su vez amenazadas por el ciberespacio)? Sí, aquella defensa del libro, prolongada en el tiempo, condensa la idea que en DR. Lledó tenía y mantiene de la filosofía, del saber y del ser. ¿Qué menos, pues, que la Medalla de Oro al investigador amante leal de los libros?

Qué menos que una Medalla de Oro al maestro que, no sólo en la nuestra, sino en todas las Universidades (La Laguna, Heidelberg, Berlín, la UNED) e Instituciones por las que ha pasado ha dejado una profunda huella en las almas de los alumnos y en la memoria de los centros, mereciendo en cada uno de los casos, sin excepción, reconocimientos y premios, medallas y doctorados honoris causa, símbolos que narran una vida intelectual y docente de alta densidad. Incluso en la UNED, y no debe ser fácil dejar huella en alumnos a distancia….

Qué menos que una Medalla de Oro al pensador que, en coherencia con su idea de que la filosofía es un eterno diálogo con los otros, con sus palabras, ha elaborado una obra densa y selecta, pensada para ser leída, que hace pueril cualquier pretensión de sintetizarla y desaconseja parafrasearla. Obra madurada y macerada en su tiempo, en el forcejeo del filósofo con su Lebenswelt, huella del tiempo en su vida y de su vida en su mundo. Como en sus libros fluye el logos, y como el filósofo es poco más que un pretexto para que el logos fluya, renuncio a esos hábitos historiográficos, tan arraigados en nuestra profesión, de reconstruir la unidad de la idea fragmentada en los textos. Aquí y ahora es más adecuado y coherente limitarnos, para ayudar a recordar, recoger la sucesión de sus escritos a lo largo de su vida. En un reparto equitativo, seleccionaré cuatro de cada uno de los tres momentos que, como digo, distingo a simples efectos expositivos:

– de su época catalana: Filosofía y lenguaje (1970), La filosofía hoy (1975), Lenguaje e historia (1978) y El epicureísmo (1984);
– de la etapa en la UNED (aunque algunas de ellas fueron elaborada en sus largas estancias en Berlín): La memoria del logos (1984), El silencio de la escritura (1991), El surco del tiempo: meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria (1992) y Memoria de la ética (1994);
– de su etapa como miembro de la Real Academia (donde ingresó a finales de 1994): Elogio de la infelicidad (2005), Los libros y la libertad 2013), Palabra y humanidad (2015), y Fidelidad a Grecia (2015).

Todas ellas, con sucesivas reediciones revisadas, haciendo valer su idea de que la filosofía es un diálogo permanente con la memoria recogida en las palabras de los otros en los libros. Podríamos decir que estas obras, junto a otras no citadas, artículos, entrevistas y conferencias, forman un corpus compacto y denso; seguramente es lo que diríamos de la producción de cualquier otro filósofo. Pero, si se me permite la osadía –¡tengo al Dr. Lledó aquí delante para desbautizarme!–, no creo que el mismo considere su obra un “corpus”; creo que, más bien, ha querido dejarnos una larga, densa y sutil conversación con el mundo a través de la única ventana a cuyo través se nos muestra, la del lenguaje, la de los lenguajes, especialmente los clásicos, antes de que devinieran herramientas de la técnica. No un corpus compacto y cerrado, pues, sino una conversación densa, rica, abierta y constantemente renovada; una conversación creadora de mundo. Nada más ajeno a la filosofía del Dr. Lledó que los cierres categoriales; siempre es posible dialogar de nuevo con uno mismo, con las palabras de ayer, con la memoria de entonces, la nuestra y la de los otros; y siempre las palabras revelan algo nuevo. ¿Qué menos, pues, que una Medalla de Oro al pensador del lenguaje?

Qué menos que una Medalla de Oro al académico, si la memoria no me falla el único del gremio que actualmente ha merecido esta distinción –me dicen que el buen amigo Félix de Azúa está en ella por mérito literarios–. Filósofo y profesor, la distinción de académico le viene ajustada, pues simboliza la síntesis de las diversas dimensiones de su actividad intelectual: una obra escrita con sutileza y sensibilidad literaria, una densa, flexible y fecunda investigación filosófica y una memorable y difícilmente igualable paideia, esa enigmática capacidad de seducir al alumno, de inocular en ellos la sed, la necesidad urgente del conocimiento.

En fin, qué menos que una Medalla de Oro de nuestra UB a quien ya ha sido premiado por otras muchas universidades, y por las instituciones culturales y cívicas de más alto prestigio, de las que cito como muy reducida muestra: Premio de la Fundación Alexander Von Humbold (1990), por la calidad científica de sus investigaciones; el Premio Nacional de Ensayo (1992), por El silencio de la escritura; Premio Internacional Menéndez Pelayo (2004) por su trayectoria en docencia e investigación en Humanidades; la Cruz Oficial de la Orden del Mérito de la República Federal Alemana (2005); el Premio Nacional de las Letras (2014); y muy recientemente, el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades (2015). Si estas instituciones, y otras muchas más locales, han reconocido su excelencia como profesor, maestro, investigador, filósofo, académico… ¿qué menos que la Medalla de Oro de la UB? Sí, son más que suficientes motivos.






El escaso tiempo que se me permite en este Acto no me da para más. Quiero, para acabar, manifestar que me siento orgulloso de que la UB haya reconocido en el Dr. Lledó los méritos que llevan a concederle la Medalla de Oro. Y me siento orgulloso porque, al fin, es un acto de justicia que dignifica a la propia Universidad. El Dr. Lledó, incansable lector de Platón, lo sabe mejor que nadie: en la República el debate sobre la justicia que recorre la obra se inicia cuando, en la conversación entre Sócrates y Céfalos, rico anciano venerable, éste responde a la pregunta sobre qué es lo mejor que se saca de tener gran fortuna, y dice: “la posibilidad de no estar en deuda de sacrificios con ningún dios, ni de dinero con ningún hombre”. Luego nos enseñará que la justicia es mucho más que ese estar en paz con los dioses y los hombres; pero ya allí, al principio del diálogo, nos ha dejado el canon del hombre justo (y yo diría, de las instituciones justas), que no es otro que saldar sus deudas; que no es otro que estar en paz con los dioses, con uno mismo, con las propias ideas, y con los demás hombres.

Por último, quiero agradecer al Rector que se haya acordado de mí y me haya dado la ocasión de participar en este acto. Sin saberlo me ha hecho el mejor regalo de despedida como profesor de la UB que podría esperar. Esta será mi última intervención como profesor de la UB, y nada me complace más que tenga lugar en un acto de justo reconocimiento y gratitud a quien, hace casi medio siglo, me abriera la puerta a la Universidad. En realidad, a la Universidad y a la Filosofía, pues, como bien recordará, yo no iba para profesor de filosofía, buscaba en ésta otras cosas. Pero el Dr. Lledó me abrió la puerta y me invitó a entrar. Nada más honroso para mí que poder hoy, en este acto de reconocimiento de su obra por la UB, unir el mío propio y mi indisoluble agradecimiento. ¿Qué menos?

Gracias, Dr. Lledó


J.M.Bermudo (2016)