COMENTARIOS A UNA TESIS SOBRE RORTY





Antes de pasar a un comentario puntual y pormenorizado de tu texto, quiero hacer unas observaciones y valoraciones generales. Un texto rortyano sobre Rorty es una suave tortura; el tuyo es cien por cien rortyano, sin distancia crítica. Me hubiera gustado encontrar una redescripción de Rorty, cosa a la que él invita; incluso en otro vocabulario que el suyo, cosa que su teoría permite.

He de reconocer que la lectura de Rorty se ha hecho concienzudamente, aunque con un peso excesivo de La filosofía y el espejo de la naturaleza. No obstante, se trata de una lectura plana, abusando de paráfrasis y largas citas, sin líneas de fuerza reconstructiva, aspirando simplemente a dejar decir a Rorty. Esta falta de distancia de reflexión, unida a una actitud acrítica, es causa y efecto de una importante carencia del trabajo: la escasa presencia de autores. Los que aparecen muchas veces son por medio de la voz de Rorty.


1. Comentario a la “INTRODUCCIÓN”:

Encuentro tres defectos, uno formal, otro literario y el tercero de imprecisión.

1º. El formal: El contenido de la introducción, en sus 4/5 partes, está dedicado a describir la desventura de la filosofía en las últimas décadas del siglo. La reflexión adolece de indeterminación, cierto desorden, abundantes repeticiones y, sobre todo, cierta falta de sentido, pues no queda claro si con la misma se pretende justificar la tesis de doctorado, es decir, la elección del tema, o contextualizar a Rorty. Si lo primero, la descripción me parece imprecisa y marginal, en modo alguno convincente; si lo segundo, creo que, al constituir realmente una parte del proceso de argumentación, su lugar no es la Introducción, sino un capítulo sustantivo.

En este caso, además, debería ser una redescripción más estructurada, selectiva, orientada y completa, definiendo bien las corrientes diversas que confluyen en la crisis de la racionalidad práctica crisis del fundamento) y dando el oportuno protagonismo a autores que, como Derrida y Heidegger, han influido poderosamente en Rorty. En esa perspectiva te hubieran sido útiles textos historiográficos que te allanaran el camino, como los de Christian Delacampagne (Historia de la filosofía en el siglo XX. Península, 1999; La philosophie politique aujourd´hui. Seuil, 2000) o Albrecht Wellmer (Sobre la dialéctica de modernidad y postmodernidad. Visor, 1993).

Si sólo tiene una función de enmarcamiento (p.21), debería ser, como he dicho, más orientada a poner de relieve no el clima general, sino los problemas pendientes.

2º El literario: es una descripción muy desordenada y reiterativa, sin referentes claros, sin seguridad e incluso sin precisión. Parece hecha a posteriori, con prisas y sin convencimiento, como respondiendo a un imperativo académico de contextualizar a cualquier precio y de cualquier forma. Incluso tu anticipación de las tesis de Rorty aparecen desordenadas y sin fuerza. El “giro lingüístico”, sobre el que tanto insistes, no queda bien descrito ni analizado en sus efectos. En el mismo confluyen Frege y Cantor, Russell y Popper, Peirce y Davidson, Heidegger y Wittgenstein, Kuhn y Feyerabend… pero no todos tienen el mismo discurso. Ni Russell ni Heidegger, por ejemplo, aceptarían una concepción de la filosofía como “una práctica social entre otras” (p.15). Y tu bella reducción del “proyecto neopragmático” al aforismo “El mundo no habla. Sólo nosotros lo hacemos”, no sería aceptado por todas las familias pragmatistas. Incluso Rorty, si no se dejara llevar por la pasión adolescente por las metáforas, tendría que matizar mucho ese eslogan, pues por sus suturas –diría Foucault- se filtra el fantasma del sujeto.

3º El de contenido: en el seno de esa descripción aparece enunciado tu proyecto, como era de esperar, pues la Introducción es el lugar apropiado para definir objetivos. La formulación, no obstante, peca de imprecisión. Ya en la p.21 comienzas a enunciarlo, desglosándolo en varias tesis. La primera de ellas se me escapa por indefinición o vaguedad. Dices que “intentarás probar que la asunción del lenguaje por parte de Rorty resulta extremadamente amplia, y con ello suficientemente vaga, para que pueda servir de soporte convincente, por no decir demostrable, en términos pragmatistas, al reconocimiento de la forma novísima de una sociedad postmetafísica con sus tareas tal como ya fueron bosquejadas más arriba. Esta es nuestra tesis principal (SN) (p.22)”. Confieso que soy incapaz de comprender qué quieres decir. Si lo que pretendes afirmar es que Rorty reconstruye a una idea del lenguaje apropiada –amplia y vaga- para desde ella defender un modelo de vida y de sociedad…, me parece un buen reto, y sólo debo esperar la argumentación; en este caso lo único reprochable sería la desafortunada redacción, con el agravante de tratarse de la enunciación de la tesis principal, y no de un pasaje cualquiera del texto. Si es esta tu tesis, repito, me parece oportuna y presumo que fecunda, pues Rorty –tu no lo dices o no lo subrayas suficientemente- baila cadencialmente entre la teoría a la retórica, saltando sin solución de continuidad de la crisis del lenguaje representacional (tesis compartible por muchos no pragmatistas) al surgimiento del lenguaje como forma de acción (genuinamente pragmatista).

Una segunda tesis, derivada de la primera, que te propones defender, es que la posición lingüística de Rorty debe entenderse como plena realización del “lingüisterismo del siglo XX”, y no como su superación radical. Mi confusión viene de que llames “lingüisterismo” al “trascendentalismo lingüístico” (p.24). La redacción vuelve a ser confusa: “En principio el lenguaje será evaluado por Rorty como el instrumento disponible por los seres humanos más apto para enfrentar la realidad. Igualmente esta noción se transformará en una facultad que habilitará a los seres humanos para transformar la realidad de acuerdo con los intereses y creencias de cada comunidad” (p.24). La verdad, no veo que la posición de Rorty ante el lenguaje pueda ser valorada como “realización plena del trascendentalismo lingüístico” (p.24). De todas formas, después veremos tu argumento; aquí sólo querría mostrar la imprecisión, y aún confusión, de la formulación de tus tesis. Quiero decirte, además, que esta tesis genera en mi gran expectación: quiero ver cómo resuelves la idea de una concepción instrumentalista del lenguaje en Rorty.

En fin, una tercera tesis, que calificas de “corolario” la formulas así: “Según el neopragmatista (Rorty?) se trata ahora de diseñar las tareas de la filosofía para una cultura postmetafísica, caracterizada por el ejercicio de la “conversación” no jerarquizada, ni diferenciada que surge a su vez de un enfoque pragmatista del lenguaje” (p.25). Y ante esa idea de Rorty, tu dices que defenderás que “la conversación no pasa de ser una retórica política que ni las prácticas sociales podrán convalidar frente a los miembros de una comunidad” (p.26). Sigo teniendo problemas de comprensión. Quiero ver cómo surge de la concepción pragmatista del lenguaje la defensa de una conversación no jerarquizada, que sospechosamente tiene acentos habermasianos.

Salvadas estas imprecisiones, quiero decirte que el proyecto es válido. No sé cómo lograrás derivar las posiciones política, ética y cultural de Rorty de su concepción del lenguaje; pero es un buen abordaje. A mí me parece, de entrada, que el lenguaje es el lugar donde Rorty quiere plantear la batalla, donde quiere enfrentarse al enemigo; pero lo que se juega no es una cuestión lingüística o epistemológica. Lo que está en juego es la impunidad, ese infinito oscuro deseo de impunidad del intelectual obligado a ser cómplice del mal.


2. Comentario a las “CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS”.

Las considero irrelevantes y totalmente prescindibles; de hecho no son propiamente metodológicas. El título atrae al lector, genera una expectativa, y queda desconcertado. Una consideración metodológica que simplemente advierte de que “a medida que avance en la exposición se irán precisando los sentidos de los diversos conceptos…” es trivial; decir que no se aceptará la trampa rortyana de menospreciar la argumentación…., es una toma de posición, no una regla metodológica.

Creo que el método, si querías explicitarlo, refiere al los criterios de seleccionar y tratar los textos, al tipo de argumentación, a los criterios de análisis y valoración…

Mi experiencia es que, en Filosofía, la mejor manera de exponer el método es ejecutándolo en un bello, fuerte y atractivo texto. En todo caso, si persistes en tu legítimo interés de abordar la cuestión metodológica, hazlo con rigor, y no como mero trámite academicista.


3. Comentarios al “CAPÍTULO 1: Recuperando la voz pragmatista

Es el primero de los dos capítulos que forman la “Primera parte”, dedicada a “Neopragmatismo y postmodernidad”. Se trata de una parte contextualizadora. En este Capítulo I te propones redescribir la aventura del pragmatismo clásico como referente o contexto desde el cual situar y valorar las aportaciones o innovaciones del neopragmatismo y, en particular, de Rorty. Nada que objetar desde el punto de vista metodológico. Mis reservas refieren al modo de llevarlo a cabo.


3.1. (El êthos del pragmatismo).

De forma general, si el objetivo es Rorty, si el recurso a la tradición cultural pragmática pretende situar la novedad de la posición rortyana en el seno de la misma, deberías haber hecho una redescripción propia, o apoyada en diversas corrientes historiográficas; pero no asumir como canónica la que nos ofrece el propio Rorty. Toda la investigación adolece de este defecto: ser una paráfrasis de los textos de Rorty.

3.1.1. Si, en sustancia, te propones resaltar cómo y por qué Rorty interpreta el pragmatismo de manera renovada, gracias a su peculiar tratamiento del lenguaje, no puedes recurrir acríticamente a la redescripción de la historia del pragmatismo y de sí mismo que Rorty ofrece. La contextualización intelectual, útil en ciertas tradiciones historiográficas racionalistas, tiene un riesgo: no fijar suficientemente las mediaciones. Una descripción genérica del contexto no sirve como elemento de explicación; la constatación de ciertas analogías, semejanzas o coincidencias, reales o autoafirmadas, entre autores, puede ser un simple recurso retórico eficaz para lecturas cómplices. Es decir, deberías haber aislado y destacado más los problemas filosóficos y políticos concretos frente a los cuales el pragmatismo surge y se posiciona, haber analizado el tratamiento que de los mismos hacen, haber evaluado sus logros y carencias teóricas y prácticas. Honestamente, creo que ni Peirce (excepto un comentario a su texto “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, texto brillante que desaprovechas, pues pasas rápido por su tesis de que “no tenemos ninguna capacidad de pensar sin signos”), ni James, ni Dewey, pero tampoco Davidson o Putnam, son tratados en su especificidad y de forma directa: los recoges en gran medida a través de los textos rortyanos y, tal vez como consecuencia de ello, generalizados y banalizados, reducidos a figuras planas y tópicas, a momentos abstractos de una reconstrucción, la de Rorty.

Esto se nota, especialmente, en las páginas que dedicas a la confrontación y triunfo del “positivismo lógico” sobre el pragmatismo en la academia norteamericana (páginas que, por otra parte, me parecen claras y atractivas). Tu diagnóstico es muy razonable y sugestivo, incluso rico y seductor; no obstante, están ausentes los grandes problemas teóricos en los que se enreda el neopositivismo, su fracaso filosófico, que irá abriendo grietas en sus filas y ofrecerá flancos débiles a sus críticos. La crítica de Russell a Frege, que cuestiona definitivamente la fundación de la matemática; los esfuerzos convencionalistas de Russell por superar la brecha que abriera; el significado de Kurt Gödel y el teorema de incompletitud… O las geometrías no euclidianas, o la teoría cuántica, el principio de indeterminación de Heisemberg… En fin, el desarrollo de los problemas filosóficos y políticos relevantes, que van introduciendo el convencionalismo y la incerteza, que van forzando una ontología de la indeterminación o de la contingencia; y, claro está, mostrar y valorar el tratamiento que de los mismos da Rorty.

3.1.2. Las cuatro tesis o principios (antifundacionalismo, falibalismo, intersubjetivismo o yo social y contingencialismo) con que intentas resumir el pragmatismo clásico están expuestas con voz y letra de Rorty, sin distanciamiento y sin penetración crítica. No cuestiono que se trate de cuatro principios relevantes, que lo son. Cuestiono tu tratamiento acrítico de los mismos, por:

3.1.3. En la p. 44 parece que identificas, siguiendo de cerca de Peirce, antifundacionalismo y antiesencialismo. No veo esa identidad. El empirismo es antiesencialista y no antifundacionalista, como en algún momento reconoces de la mano de Quine y Rorty. Creo que se trata de dos posiciones, una ontológica y otra epistemológica, que deben distinguirse y que no se implican, aunque puedan coincidir en un autor o corriente.

3.1.4. Dices –ciertamente, siguiendo a Rorty, pero tu no lo cuestionas- que la tesis falibalista se deriva, “como una inferencia necesaria” (p.45) del rechazo del fundacionalismo y del esencialismo. No veo la inferencia: el falsacionismo popperiano puede tenerse por falibalista y no es ni fundacionalista ni esencialista, según creo. Además, si se tratara de una inferencia o deducción de la tesis antifundacionalista, no sería relevante, no sería un principio configurador, sino una consecuencia.

3.1.5. Una objeción análoga respecto a la tesis del “carácter social del Yo”, que también se derivaría del antifundacionalismo. Yo no creo que “poner en duda la idea de objetividad independiente de un sujeto cognoscente”, como hace el pragmatista, implique la denuncia del sujeto; no, al menos, del cogito cartesiano ni del sujeto trascendental kantiano, que puede subsistir con la total incerteza de la cosa en sí. La crítica al sujeto no se deriva del antifundacionalismo. La tradición escéptica no cuestiona la subjetividad y sí el fundamento. El sujeto kantiano es compatible con el “mundo como representación” (del sujeto), con la cosa-en-sí incognoscible.

Además, ese “yo social”, por muchas guirnaldas de feria que lleve colgado a su cuello, no oculta sus olores trascendentales. Ya sé que Rorty lo niega mil veces. Pero yo te pido que pienses si esos “estándares y criterios que la sociedad haya establecido como aceptables y canónicos” (p. 47) no son un residuo de trascendentalidad, no operan como normas trascendentales. El “contextualismo de la conciencia” no es la alternativa a la subjetividad; es otra subjetividad, que hay que pensar y legitimar. Y la alternativa es dramática: o acentúas la precariedad del contexto, y te disuelves en el relativismo, o le otorgas cierta constancia y funcionalidad histórica, y abres la puerta a lo trascendental. Y lo más curioso de la alternativa es que, en términos pragmáticos, el puro relativismo no es defendible; y tampoco el contextualismo cultural. Si se piensa en profundidad, la ontología más apta para el pragmatismo es la liberal (volveremos sobre ello).

3.1.6. Yo creo que estas observaciones críticas apuntan a una carencia de la tesis –carencia desde mi punto de vista, claro está- que te sugiero reflexiones. Yo creo que antifundacionalismo es una tesis negativa, crítica, que lejos de definir una posición filosófica es ella una consecuencia de ciertas posiciones filosóficas. Por tanto, a) el antifundacionalismo es una tesis política: política de la filosofía; y b) es común a diversas posiciones filosóficas, no exclusivamente pragmatistas; c) es efecto de determinadas epistemologías.

- Puede ser efecto de la posición escéptica (que no excluye una subjetividad, ni un orden real determinado, pero cuestiona la representación de mil maneras).

- Puede ser efecto de una filosofía que asuma la indeterminación ontológica (deberemos hablar sobre esta tesis, que Rorty no acaba de ver con lucidez).

- Puedes ser efecto de una ontología de la continencia, que en rigor es una ontología de la indeterminación.

Rorty puede derivar el antifundacionalismo de una ontología de la contingencia (que incluya al ser, al yo y al lenguaje mismo); pero no al contrario: por no haber biunivocidad y, además, porque la posición antifundacionalista sin una ontología o una epistemología (que habremos de ver) desde las que formularla resultaría totalmente arbitraria. Pero, si es así, el problema es: ¿qué credenciales aporta Rorty para optar por una filosofía de la contingencia? Su célebre texto Contingencia, ironía, solidaridad no es definitivo, y él lo sabe.

Podría objetarse: toda opción ontológica es arbitraria, pues ninguna puede aportar credenciales válidas fuera de su escenario. Cierto.

Para evitar la pura arbitrariedad –y sus consecuencias políticas, la impunidad- el pragmatismo puede aún aportar un criterio de elección de la ontología, que habrá de ser un criterio político: elegir la ontología que convenga. Y aquí “convenga” remite a una pluralidad de opciones inconmensurables, como “hacer feliz”, “elegir”, “hacer virtuosa”, “hacer racional”; y a una pluralidad de sujetos: el individuo, la nación, la clase, la congregación, los poetas. Entiendo que es una salida consistente. Pero, en tal caso, se dinamita a sí mismo, porque no hay manera de argumentar que una ontología, por ejemplo, del sujeto y de la trascendencia, no sea la que más “conviene”.

No es extraño que Rorty, que huele este problema, lo despache con trivial simplismo recurriendo a Whitman y a Dewey (p. 49), que acaban por conceder que lo bueno es, respectivamente, “la variedad y la libertad” y el “crecimiento”. Lo que oculta, claro está, es que esos valores tan obvios y simples apenas enmascaran una apuesta por el capitalismo, liberal o socialdemócrata; silencia, retóricamente, que esa opción tiene un precio y que ha sido elegida por alguien. Pero, ¿cómo? y ¿por quién?, si operamos en un escenario con ausencia de razones y de sujetos.

3.1.7. En conjunto, si tu propósito es el de proyectar a Rorty sobre su fondo pragmatista clásico, para así resaltar su originalidad y, en particular, cómo ésta pivota sobre su nuevo tratamiento del lenguaje, deberías haber seleccionado, analizado y jerarquizado los temas y problemas que puedan presentarse como mediaciones en el proceso teórico de Rorty. Por ejemplo, sólo al final, y de pasada, en la p-51, aludes a dos temas claves: la especial y original defensa rortyana del “conceptualismo lingüístico” y del “etnocentrismo”. Deberías haber rastreado estos temas y explicado su presencia/ausencia.


3.2. (Una historia americana).

Sólo un breve comentario. Me parece un tratamiento brillante; sólo hecho en falta bajar a las mediaciones, a los problemas teóricos. Mirada desde tanta altura la narración siempre es mágica y seductora, o sea, retórica.

Porque, en definitiva, la entrada en crisis del neopositivismo lógico, de sus exigencias de racionalidad que llevaban a pensar la filosofía como ciencia de las ciencias, no es ajena a la crisis de la esperanza en la razón: esperanza que experiencias como las de Auschwitz, el Gulag, Sarajevo, Uganda y mil nombres más semiolvidados en la trivialización de la vergüenza han contribuido a minar.


3.3 (El pragmatismo redivivo)

Este apartado adolece de similares problemas. No seleccionas, jerarquizas ni analizas los temas relevantes. Sería un buen lugar para comparar cómo, ante los nuevos hechos culturales y políticos, los diversos neopragmatistas toman posiciones, semejantes o contrapuestas. Dices de pasada la apuesta de Rorty por una “hermenéutica rortyana”, pero no la describes y diferencias de Gádamer, Ricoeur, etc.. Dices que el neopragmatismo surge como “conjunción de las tesis postmodernistas y postanalíticas” (p.68), pero no penetras en los contenidos relevantes de ambas ni explicas cómo pueden conjugarse.

Prácticamente te limitas a recoger, sin bajar a los problemas filosóficos, una de esas extravagantes clasificaciones de Rorty. En este caso distingue tres corrientes en función de su actitud general. Una, Lyotard,, Foucault, Dewey y Rorty, vagamente caracterizada como antiplatónica y antiilustrada, defensora de una sociedad “plural, tolerante y libre”; Otra, Davidson, Putnam, Dummet, Apel y Habermas, que buscan redefinir la razón. Y una tercera, que parece la escuela de los sordos que no se han enterado que la razón ha muerto: MacIntyre, Taylor, Gadamer y Ricoeur.

Ya sabemos que Rorty se refugia en estas genealogías, y las usa como muletas taurinas: mientras discutes su arbitrariedad y su inconsistencia apartas los ojos del oculto significado de su discurso. De todas maneras, limitarte a reproducirla sin más equivale a aceptarla como “objetiva” y como “explicativa”; y tu te has comprometido, a diferencia de Rorty, a “argumentar”. De lo contrario, resulta frívola y, lo que es peor, innecesaria.


4- Comentarios al “CAPÍTULO II: Neopragmatismo y crítica a la filosofía tradicional”.


4.1. (La filosofía postmoderna: actualidad del neopragmatismo).

Comienzas repitiendo los objetivos: a) describir el cambio de interés rortyano “de la experiencia al lenguaje”; y b) describir la idea rortyana por la cual los pragmatistas, si bien se habrían adelantado a las demás líneas filosófica en cuanto a preocupación por la democracia liberal y sus contenidos, no podían hacerlo consecuentemente hasta que aquellas (filosofía analítica, deconstrucción, filosofía de la diferencia, etc.) no hicieran su trabajo. Estamos en las mismas: esta no es tu tesis, sino la de Rorty; y ya se encarga de reconstruir una historia de la filosofía en la que las piezas encajen.

Tras estos objetivos de Rorty se ocultan dos ideas, una de las cuales explicitas: defensa del orden político y los valores liberales con “nuevas perspectivas”, sin metafísica, desde las prácticas sociales (p. 73); y otra que no subrayas ni valoras suficientemente: a Rorty le gusta presentar el pragmatismo como la figura actual (la última?) del Espíritu absoluto hegeliano.

Creo que deberías haberte cuestionado si el neopragmatismo –sea como nueva conciencia del lenguaje, sea como posición filosófico política- necesita realmente de los logros del “postmodernismo”. Que Rorty lo afirme no es suficiente: él se apropia así de todo lo bueno de la historia, esté en Marx o en Nietzsche, en Freud o en Davidson, en Foucault o Dewey, en Heidegger o Gadamer. Te limitas a aceptar la conciencia de sí del propio Rorty: tomas su autorelato por explicación. Y lo haces con una excesiva fidelidad. Como muestra, un botón: En la pág. 78 dices que “el neopragmatista (Rorty) se coloca del lado de los críticos de la metafísica tradicional, pero lo hace desde una perspectiva lingüística” (cosa tópica, pues de Wittgenstein a Heidegger, de Ayer a Derrida, la crítica antimetafísica se ha instrumentado desde una perspectiva lingüística). Sigues diciendo que, en el caso de Rorty, “el argumento se apoya en la definición misma de lo que se entiende por ser un ser humano como “una trama de creencias y deseos, una trama que continuamente se vuelve a tejer a sí misma para adaptarse a nuevas actitudes oracionales”. Pertrechados con esta descripción del ser humano la pregunta sería: ¿puede un ser de tal naturaleza conocer una entidad transcendental? Naturalmente la respuesta por parte del neopragmatista (Rorty) es contundentemente negativa”.

La argumentación puede ser leída en claves cómicas: es algo así como demostrar que un ciego, por definición, no ve. O que el tigre de cartón, por definición, no puede ser un asesino. Pero lo que está en cuestión es si dicho personaje es ciego, o si el tigre es realmente de cartón. Es decir, la definición de “ser humano”, ¿es arbitraria? Si lo es, ¿por qué aceptar la del neopragmatista? Si la definición obedece a alguna razón, ¿cuál es?

Quiero decir que entiendo que se trata de la crítica al trascendental. Y entiendo que desde la teoría no representacionista del lenguaje se aportan críticas fuertes a cualquier tentación trascendentalista. Pero esta eficacia negativa de la “perspectiva lingüística” no da derecho a establecer definiciones arbitrarias, salvo que se asuma la aceptabilidad de la posición trascendental en su arbitrariedad. Por tanto, definir el sujeto como “trama de creencias y deseos” es instaurar una subjetividad trascendental o conocer una realidad trascendente. Y eso ya lo hizo Hume, con más coherencia, en su metáfora del “haz de sensaciones”.


4.2. (Lyotard: concepción postmoderna como crítica de las metanarrativas).

De nuevo cedes al guión del propio Rorty. Tu presentación de sus tesis es esquemática y descontextualizada. En particular me parece ausente su tesis central: el lenguaje como presentación, alternativa al lenguaje como representación. Por otro lado, creo que sus concepciones del lenguaje son muy diferentes, así como sus críticas antimetafísicas. Sólo esa incontrolable pasión rortyana por la máxima “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” le lleva a ese esfuerzo de reducción de la historia de la filosofía a un fin último.

Destaco una aparente contradicción.

-En un momento de la p.83, citando de La postmodernidad (explicada a los niños) de Lyotard, clarificas que por “metarrelato” o “gran relato” entiende las “narraciones que tienen función legitimante o legitimadora”. Son éstos los fantasmas a combatir, y cuya decadencia o final se anuncia. En cambio, sigues diciendo, “su decadencia no impide que existan millones de historia, pequeñas o no tan pequeñas, que continúen tramando el tejido de la vida cotidiana”.[Entre paréntesis, a mi me habría gustado que tematizaras y criticaras esta diferencia entre los macro y los micro relatos. Parece que los primeros tienen función legitimante y los segundo estructurante o constructiva de la existencia humana. Pero esa distinción es muy cuestionable e ideológica. No creo que sean distinguibles razonablemente en su dimensión principal: creadores de sentido. Pero este es otro tema]

- En la página 87 haces un fugaz intento de distanciar a Lyotard y a Rorty, siempre siguiendo la palabra de éste. Y dices citando a Rorty: “Al igual que Lyotard, deseamos desechar las metanarrativas. Pero, a diferencia de él, seguimos tejiendo narrativas de primer orden edificantes”

Honestamente, no veo la diferencia. Esas “narrativas de primer orden edificantes” no son otras que las “historias pequeñas o no tan pequeñas” con que construimos la vida cotidiana. ¿No es así?

Pero, además de no ver la diferencia, lamento más que se te hayan escapado unas hermosas ideas, dignas de mejor crítica: 1ª) que el metarrelato, en Lyotard y en Rorty, se rechaza por exceso de razón ética , 2ª) Se acepta el Mito, pero no la Idea que pone el deber. Ahí deberías buscar las claves: no es la función mistificadora, falsificadora, de la realidad. Lo que el neopragmatismo rechaza y puede rechazar en coherencia es la carga ética del metarrelato (grande o pequeño).

Cuando en la p.88, no sé si parafraseando a Lyotard, o a Rorty, o pensando tu desde ellos, describes la escasez de alternativas, reduciéndolas a dos: o el relato del fin del metarrelato (¡que no es metarrelato!), del fin de la historia, o el relato reformista de recuperar-revisar la modernidad, me recuerda al bello libro de U. Eco Apocalípticos e integrados ante la sociedad de masas. Creo que de nuevo tomas posición, aunque sea la posición de notario, esquivando el análisis crítico. Yo soy capaz de comprender el pesimismo, la conciencia de fracaso, e incluso la renuncia tras Auschwitz… Y creo que ante la conciencia de la opacidad de lo real y la impotencia de la razón hay dos posiciones “humanas” (las divinas no están a mi alcance): seguir con pocas esperanzas o renunciar ante la sinrazón. Lo que me parece “inhumano”, propio de farsantes e iluminados, es trivializar las opciones, igualar los destinos, poniendo los caminos como diseños lingüísticos.

Por último, en la p.95-96 te haces eco de unas reflexiones de Lyotard sobre la CFJ de Kant. Y una vez más, tomas las palabras de tus autores como textos sagrados. Según dices, Lyotard recure a Kant, en concreto, a la CFJ, para ir contra Kant: para defender la heterogeneidad frente a la universalidad. Esto es cierto, pero tu, a continuación deberías plantarte si Lyotard ha entendido a Kant, o si recurre a él con fines meramente retóricos. Porque, en rigor, en la CFJ nos ofrece Kant una alternativa interesante y denunciadora de la farsa postmoderna. Kant viene a decirnos que, en cuestiones del gusto, el juicio no puede ser determinante; o sea, que se ha de aceptar su irreducible pluralidad. Pero, para que seguir hablando del mismo tenga sentido y no una farsa, hay que seguir aspirando a la universalidad. Es decir, aspirar a una universalidad… que no puede determinarse. Ese es el gran reto de la filosofía actual, frente al cual la salida de Lyotard y otros es de huída, es metafísica, es de saltimbanquis.

En todo caso, este apartado deja cierta perplejidad: no se ve con claridad su función cara a pensar Rorty, excepto una genérica contextualización de crítica al trascendental.


4.3. (Wittgenstein: el antirepresentacionismo y la contingencia del lenguaje).

Es correcto. Hoy es innegable la punta pragmatista de Wittgenstein. La deuda de Rorty con él es clara y tú la resaltas, aun que con el mismo vicio metodológico de hablar siempre por boca de Rorty.

De todas formas, hay una idea que das por supuesta y considero que no está suficientemente argumentada ni mostrada: veo en Wittgenstein el origen del antirepresentacionismo postmoderno (aunque la historia está llena de pioneros); en cambio, no logro ver el contingencialismo. Tal vez sea porque haces un uso de “contingencia” impreciso, sobre el cual volveremos. Casi lo identificas a antirepresentacionismo (tesis epistemológica) siendo en rigor una idea ontológica


5. Comentarios al “CAPÍTULO III: De la epistemología a la pragmática”.

En la Parte II, sobre Neopragmatismo y lenguaje, formada por los capítulos III y IV, sigues con tu tarea contextualizadora. Ahora te propones comparar el “giro epistemológico”, metáfora de la filosofía moderna, con el “giro lingüístico”, que abriría la postmodernidad. No sé si era necesario remontarse tan lejos. En todo caso, tal viaje requiere de mejores alforjas. Fiarte de Rorty y, en general, de los críticos de la modernidad, es un suicidio. Salvo honrosas excepciones, ignoran manifiestamente la filosofía moderna.

Por otro lado, es muy cuestionable que el “giro pragmático” lo protagonice el neopragmatismo. Un recorrido por Morris, Ayer y Stevenson te habrían servido para situar el tema de forma concreta, es decir, formulando los problemas teóricos que fuerza la vía pragmática. Toda la filosofía moral subjetivista-emotivista anuncia ese giro.

5.1. (De la epistemología a la pragmática).

Aunque resumes con Rorty el desplazamiento epistemológico de la filosofía moderna (de una metafísica del ser a otra de la consciencia), no has incidido en las determinaciones (teóricas, políticas, ideológicas) que lo provocan, y que Rorty parece ignorar completamente. La alternativa, en esquema, era: o seguir en el empeño de explicar la génesis de la idea en la mente como efecto de algo exterior (teorías de los fantasmas, de las especies, que Gassendi recupera de los atomistas antiguos), o buscar una homología entre el ser y la idea. La primera opción, a las dificultades clásicas debía añadir otra insuperable: la teoría de la luz newtoniana y sus efectos en la moderna teoría de la visión. Por tanto, todo empujaba a una concepción de la representación como homología.

Claro, el problema era la adaequatio, el vínculo que garantizara la no arbitrariedad de la representación. Los magníficos esfuerzos por salvar el escollo aún nos maravillan: paralelismo de sustancias en Descartes, ocasionalismo de Malebranche, armonía preestablecida de Leibniz, monismo de la sustancia y pluralismo de atributos en Spinoza… Cada gran pensador, una hipótesis, una reconstrucción para salvar el sentido de una representación cada vez más amenazada de crisis de fundamento. ¿No es magnífica y excelente la posición epistemológica hobbesiana? ¿Y la del solipsismo de Berkeley? Y la de Kant, trágico intento final desesperado de salvar la representación una vez se reconoce la inaccesibilidad de la cosa en sí. Me permito recomendarte mi libro La filosofía moderna y su proyección contemporánea, donde trato este problema ampliamente.

¿Qué quiero decir con esto? Que Rorty, simplificando la historia –ya se sabe, los límites de la historia son los límites del historiador- reduce la cuestión epistemológica moderna a la metáfora de las tabula rasa lockeana, la más tosca del filósofo más tosco. Creo, por el contrario, que un mejor conocimiento de esa historia, aunque fuera redescrita con vocabulario y metáforas pragmatistas, daría profundidad a su discurso. En definitiva, Philosophy and the Mirror of Nature es el texto de un pensador con más potencia de pensamiento que conocimiento de la filosofía moderna.


5.2. (El giro lingüístico y el neopragmatismo).

El giro lingüístico no es alternativo al epistemológico; ni mucho menos es específico del pragmatismo. De hecho, ya Condillac en el XVIII anuncia, contra Locke, la identidad entre idea y palabra, la imposibilidad de pensar sin lenguaje y, en definitiva, la conveniencia de buscar en el lenguaje, más objetivable y despsicologizable, la estructura y leyes del pensamiento. Históricamente, el giro lingüístico es una batalla contra la psicologización de la filosofía. Ahí se suman Husserl, Frege o Peirce.

5.2.1. Pero el camino que va de la concepción de la palabra como signo de la idea (a su vez signo de la cosa), en el chato empirismo lockeano, a la palabra como acción sobre el mundo (sin pretensión cognitiva) es largo, complejo y lleno de variantes, que al menos en sus trazos generales deberías haber clarificado. Estoy de acuerdo contigo en que el neopragmatismo no absorbe toda la filosofía que cabe en el giro lingüístico; ni siquiera la pragmática del lenguaje es un criterio demarcador suficiente. Y estoy de acuerdo en que lo genuinamente neopragmatista, en este campo, es pensar el lenguaje como simple práctica social sin pretensión cognitiva. Hasta aquí, todo de acuerdo.

5.2.2. Ahora bien, si hablar es una práctica social, como rascarse o cavar la tierra, queda por resolver si es posible un discurso sobre esa práctica locuaz del mismo modo que hay un discurso sobre las demás prácticas: un discurso que, en definitiva, ponga el sentido y la función de las mismas, sus causas, intereses o motivaciones a que responde… Un discurso, eso sí, que no tiene pretensiones de verdad, es decir, de decir la verdad de esas prácticas, sino sólo intervenir sobre ellas, modificarlas, dirigirlas a mejores resultados… ¿Es posible ese discurso sobre la práctica del lenguaje? Rorty, en rigor, debería decir que sí; y, por tanto, debería decir que su discurso sobre la práctica lingüística, sin pretensiones de decir la verdad de ésta (ni su verdad material: su sentido y función, ni su verdad formal, las reglas del buen decir), sólo aspira a orientar esa práctica hacia formas de intervención deseadas: o sea, estamos en la coronación de la retórica.

Por eso Rorty, una vez niega dimensión cognitiva al lenguaje, sólo puede pensar éste en la siguiente alternativa: a) o bien como un instrumento del individuo (de la razón?) para intervenir en el mundo, siendo los metalenguajes simples lenguajes que inciden en los de menor orden con un destino final en la acción sobre el mundo (supuestamente dirigida ésta por necesidades); o b) como espacio de vida, como ecosistema donde el individuo se teje a sí mismo, al mundo, al otro, en un juego infernal en el que al final se revela que es mero fruto del lenguaje, lugar donde el lenguaje actúa, donde el ser aparece.

5.2.3. La voz de Rorty mezcla ambas concepciones, que llamaremos instrumentalismo lingüístico y ecologismo lingüístico. Cuando dice: “El lenguaje no se elige, se aprende; mejor, se enseña y se acepta como algo evidente, incuestionable e inspirado. Saber hablar es ser capaz de usar el lenguaje en las circunstancia y formas adecuadas, es una competencia práctica, no un conocimiento teórico de la gramática y sus reglas”, se revela esta confusión: unas veces el lenguaje es algo dado, se nace en una comunidad de lenguaje, se practica en juegos de lenguaje definidos, hasta el punto de que el individuo es un producto lingüístico; a renglón seguido se acentúa su dimensión instrumental, algo que, como el martillo o la computadora, usa el individuo, adecuándolo a las circunstancias. Rorty no sale de esta confusión, aunque espontáneamente tiende al instrumentalismo lingüístico. ¿Por qué no es consecuente con esta línea? Tal vez porque el instrumentalismo lingüístico es compatible con el universalismo: dadas unas circunstancias y unos fines, es difícil negar que exista una manera de hablar más eficaz, más potente, más económica.

Otro problema. No es difícil distinguir entre “saber hablar”, entendido como acción sobre el mundo; “saber sobre el habla”, que es una descripción de sus formas, pautas, reglas, efectos, etc., en concreto, las representaciones de las ciencias sobre el lenguaje; y “saber hablar bien”, que refiere a un uso ideal del lenguaje, siempre sin pretensiones cognitivas. Aquí el problema no está en la jerarquía entre tres saberes, que designaremos tipo A, B y C, respectivamente: saber hablar un lenguaje (competencia práctica), saber sobre dicho lenguaje (competencia teórica), y saber las reglas del lenguaje ideal (competencia filosófica). El problema está en negar legitimidad pragmática a los dos últimos. Que haya un uso técnico, espontáneo, meramente instrumental, del lenguaje, parece obvio; que el saber tipo A no precisa de los otros, es manifiesto. Lo cuestionable es la hipótesis de que los saberes tipo B y C son estériles o tienen efectos negativos sobre el tipo A. Si vale la analogía, parece extravagante negar que el conocimiento del instrumento de trabajo o acción (la máquina, la computadora…) tiene efectos, y suelen ser pragmáticamente positivos, sobre su uso práctico (saber tipo B). La competencia teórica, es decir, el conocimiento científico de los instrumentos y las estrategias de acción tiene efectos positivos sobre éstos.

El más cuestionado, el tipo C, merece alguna aclaración. Un saber ideal, impuesto dogmáticamente, puede ser un obstáculo; como lo puede ser la inercia y obstinación ciega de la competencia práctica. En definitiva, el dogmatismo teórico es la versión de la rutina práctica. Por tanto, un modelo ideal de práctica lingüística, si es propuesto con conciencia de su carácter “contingente”, no puede ser pragmáticamente rechazado.

5.2.4. No abordas el problema. Lo resuelves citando y parafraseando a Wittgenstein en voz de Rorty. Pero yo no tengo claro que Wittgenstein menospreciara las descripciones o discursos sobre el lenguaje (¿no lo practica él? Lo que cuestiona es la conveniencia de una Gramáticas o metalenguaje que normativice de forma absoluta y abstracta el lenguaje; pero no cuestiona la conveniencia de respetar las reglas del juego, y mucho menos una Gramática descriptiva… En todo caso, no veo el sentido pragmático de esta autolimitación: si un metalenguaje normativiza el uso de un lenguaje y tiene efectos prácticos positivos, aceptables, deseables… ¿por qué prohibirlo? ¿Por qué no considerar ese metalenguaje normativo una práctica social aceptable? ¿Debemos dejarnos deslumbrar por la promesa retórica de que la libertad de uso garantiza la creación, la fecundidad, la expansión? ¿Es así en todos los juegos de lenguaje. En todos los usos? ¿Podría haberse creado el lenguaje matemático sin disciplina ni norma, sin metalenguaje?

5.2.5. El gran problema del neopragmatismo rortyano es el de escapar de la retórica; porque, si está prendido en ella, se hace acreedor de cualquier uso lingüístico que lo desnude. Así, cuando enumera las tareas posibles de la filosofía (como ciencia estricta, como política, como sistemática, como lingüística…) resalta una: crítica del lenguaje. Y cierras con una cita excelente, en que Rorty se pregunta por el fin de la filosofía, habla de una cultura postfilosófica “tan posible y tan deseable como una cultura postreligiosa”. Y dice: “Podríamos llegar a ver la filosofía como una enfermedad cultural que ha sido curada, justo como muchos escritores contemporáneos (notablemente freudianos) ven la religión como una enfermedad cultural de la que los hombres están siendo curados gradualmente… Ahora nuestro deseo de una Weltanschauung podría ser satisfecho por las artes, las ciencias o ambas”. La fuerza retórica es obvia: no pasa nada, porque la antigua función de la filosofía –esos metarrelatos llamados “concepciones del mundo”- ahora nos los proporcionarían las ciencias y/o las artes. Un o se queda tranquilo, e incluso aligerado. El rigor de las ciencias, la belleza y libertad de las artes, todos mezclado como alternativa de esperanza. Oculta, claro está, que igual las cosas no ocurren así, que en lugar de las ciencias y las artes la nueva Weltanschauung postfilosófica es puesta e impuesta por la TV.

Hay, en todo caso, un aspecto de la cuestión respecto al cual me gustaría oír tu voz: ¿Por qué ese empeño antifilosófico si, como muestra la historia, la historia que redescribe el propio Rorty, incluso su biografía personal, no hay práctica social más crítica y autocrítica que la filosofía? Las figuras consagradas y veneradas están en las ciencias, en las artes, en la literatura, en el cine o en el fútbol; pero ¿qué filósofo no ha tenido y sigue teniendo siempre un frente abierto de persistentes adversarios? ¿Por qué ese interés en desactivar la practica social menos sacralizada, más desmitificadora y desdivinizadora? Sospecho –y sería malévolo pensar que lo hago para defender el gremio- que la propuesta de una cultura postfilosófica disfraza con guirnaldas de flores un terrible proyecto social de sumisión voluntaria. Es mi sospecha.


5.3. (El neopragmatismo como giro pragmático).

No estoy muy seguro de que la hermenéutica sea reconciliable con el pragmatismo, sino en su enemigo común. Tú lo aceptas porque lo dice Rorty, con sus propias palabras (p. 138-9), pero deberías problematizarlo. En todo caso, la hermenéutica como “búsqueda de acuerdos no forzados sin cerrarse, por ello, a los desacuerdos interesantes” (p.139) es lo típico de Rorty: redefine las posiciones para hacerlas confluir en el neopragmatismo. No sé si Dilthey, Gadamer o Ricoeur estarían contentos.

5.3.1. Parece que Rorty liga el “giro hermenéutico” al triunfo del etnocentrismo; y que, recurriendo a Kuhn, usa su terminología ciencia normal versus ciencia revolucionaria, traducida en discurso normal versus discurso revolucionario, para distinguir y confrontar la epistemología y la hermenéutica, entendiendo esta como “intento de mediar entre discursos inconmensurables” (p.141).

Además de la sospechosa manera rortyana de hacer relatos, tomando esto de Gádamer, esto de Sellar, esto de Kuhn… y redescribiéndolo para que ligue, lo más sospechoso es el resultado. Al final resulta que la hermenéutica (que califica de discurso etnocéntrico, revolucionario y conciliador) implica una defensa de la conversación permanente . Nos dice que “buscar la conmensuración en vez de limitarse a mantener la conversación es intentar escapar de la condición del hombre” (p. 143).

Debemos valorar esta cita detenidamente, pues apunta, aunque imprecisamente, a los principios desde los que hoy se hace política. En principio Rorty nos sitúa en un escenario perverso: opone dos objetivos, la “conmensuración”, palabrota que suena horrible, algo así como a reducir las diferencias, de los individuos o los pueblos, a una esencia común, tal que desaparezcan nuestras ideas, nuestros valores, el color de nuestra piel, nuestras costumbres, nuestros pequeños y amados vicios…De este modo, “conmensuración” equivale a totalitarismo, uniformidad, pérdida de identidad… El otro objetivo alternativo es de una gran belleza: “conversación”. Alude a individuos diferentes que hablan, conviven, intercambian, sin imponerse, sin pretensiones de cambiar sus vidas, amándose en sus diferencias, sean éstas de valores, de riquezas, de gustos o de posibilidades. Claro está, impuesto el escenario, la batalla lingüística, que no es por la verdad, sino por la seducción, está casi decidida. Ahí está la clave: en imponer el vocabulario, el escenario donde situar la “conversación”.

Es obvio que el problema puede colocarse en otro escenario, en el que la unidad se llame igualdad y se sitúe como referente hacia el que caminar, sin excluir pactos intermedios y provisionales, para que su conquista no sea meramente forzada; en el que el consenso no sea un fin, sino un elemento estratégico para evitar los efectos dramáticos que la historia impone a la marcha de la razón práctica. Un escenario donde la “conversación” deje de ser cínica indiferencia, como lo es en su estatus de estado final, para devenir elemento de una estrategia hacia la igualdad.

Traduzcamos esto a un problema actual. No tengo duda alguna de que los halcones del gobierno israelí estarían contentos del escenario rortyano: que los palestinos aceptaran una “conversación permanente”, como fin último. ¿No es lo que quieren, una eterna e interminable conversación sobre…? Los palestinos, que han dado y siguen dando pruebas de incluir las conversaciones en su estrategia, quieren un final de esas conversaciones; y un final en que triunfe la justicia. Y ese final será, sin duda, una ley o norma a la que se sometan unos y otros, que unifique a ambos pueblos bajo una ley aceptada. Dicha ley, que no tiene por qué ser final, sino expresión de un momento consensual; y que no implica anulación de las diferencias, suena a unidad, igualdad, justicia…, en fin, suena muy distinto que esa “conmensuración” aniquiladora, especie de agujero negro que dispersa las identidades.

Es, pues, una tesis preocupante. Y no se trata de un desliz. Enseguida se añade que lo que realmente vale no es “la esperanza en el descubrimiento de un terreno común existente con anterioridad, sino simplemente la esperanza de llegar a un acuerdo o, cuando menos, a un desacuerdo interesante y fructífero” (p.143). Es cínico pedir a un pueblo –sigamos como en mismo ejemplo- que renuncie a un “terreno común existente con anterioridad” por inexistente; existe la idea, existe una historia de sangre en la defensa de esa idea. Puede aconsejarse que, en la estrategia, vayan aceptando consensos provisionales; pero es una frivolidad banalizar una larga historia de sufrimiento y de injusticia.

5.3.2. No es extraño que aquí aparezca la diferencia con Lyotard: éste busca más la paradoja y la negación más que el consenso; Rorty sólo busca el consenso. Rorty es el más inconsecuente de los discursos contemporáneos, todos hijos del fracaso: Lyotard se rebela contra el discurso, busca sus límites; Adorno expresa su fracaso refugiándose en la negatividad; Habermas resiste sin muchas esperanzas ni argumentos; Rorty quiere beber de todos y sólo concluye en la beatífica tesis de la bondad de la confrontación entre el discurso normal, del que busca que ya no sabemos si busca el consenso o la mera conversación, y el discurso “anormal” (sic: pág. 144), la innovación creación. Esa lucha, dices literalmente: “sirven a una finalidad positiva” (p.144). No sé si es la mano oculta de Smith o el irreverente optimismo de Mandeville quienes hablan.


6. Comentarios al “CAPÍTULO IV: El corazón del neopragmatismo: el lenguaje”.

Has seguido tan de cerca la reflexión rortyana que no te has parado a comentar las ambigüedades en torno a la concepción del lenguaje; y esto es grave, porque es tu tesis. Rorty se mueve confusamente, sin lograr casar o aglutinar con coherencia diversas tradiciones de reflexión sobre el lenguaje, que antes resumíamos en dos: instrumentalismo y ecologismo lingüístico.


6.1. (La tesis de la ubiquidad del lenguaje).

Insistes mucho en que para Rorty el lenguaje “no es un instrumento de mediación entre el usuario, sea la mente o el sujeto hablante, y un supuesto material extralingüístico, que estaría allí, ahí fuera, esperando ser descrito, llámese naturaleza, realidad o como se le haya querido denominar en la filosofía tradicional” (p. 152). Correcto, pero, como hemos visto antes, a veces insiste en el lenguaje instrumento, ¿no? Además, si no es un instrumento, ¿qué es? Veámoslo de cerca.

La idea clave, recibida de Davidson, de la que se entusiasma acríticamente, es que el lenguaje no es un tertium. El argumento para asumirla lo toma de la deconstrucción llevada a cabo por Sellars y Quine, o sea, la crítica de ambos a los restos empiristas, al mito de lo dado y lo significado. Se trata, en rigor, de la batalla contra lo trascendental: no hay ojo de Dios. Pareces decir, parafraseando a Rorty, que en Dios la Ideas es siempre Palabra, que el Verbo es creador, no descriptor. O sea, que el ser no lo capta el “ojo de Dios”, sino que lo enuncia “la boca de Dios”. Y, al enunciarlo, lo hace inevitablemente en el lenguaje. No podemos salir del lenguaje: ponernos en su límite, enunciar éste, se hace desde el lenguaje mismo. Sellars le sirve de guía, y Quine, aunque luego quiera ir más lejos, ser más consecuente en esa posición.

6.1.1. De entrada, yo no estoy seguro que la argumentación de Sellars, y en especial su tesis de la ubiquidad del lenguaje (tesis dura e interesante), sea fundamental para apoyar la tesis de Davidson de rechazo del lenguaje como tertium. Sellars pone sobre el tapete que no hay lugar humano desde donde pensar sin palabras; por tanto, que toda “realidad” se nos da construida de palabras. Correcto. Pero de aquí no se deriva la existencia o no existencia de un mundo y de un yo; sólo se afirma que, existan o no existan, nuestras representaciones de los mismos no son sino construcciones lingüísticas.

A esta tesis epistemológica puede añadirse otra ontológica, la del rechazo del lenguaje como tertium entre el yo y el mundo, reducidos éstos a relatos-representaciones lingüísticos. Es lo que hace Rorty. Ambas son compatibles, e incluso familiares; lo que cuestiono es su vinculación fundacional. A Rorty le parece que esta doble tesis define la buena posición filosófica, la actual, que enraíza con las mejores tradiciones: “idealismo alemán, poesía romántica y políticos utopistas” (p.159). O sea, en la tesis de la ubicuidad del lenguaje coinciden los buenos: lo mejor de la radición postanalítica y lo mejor de la tradición postnietzscheana. Lo que ocurre es que Rorty no parece asumir las consecuencias.

6.1.2. Bien mirado, las cosas no cuadran. Rorty no quiere reducir el lenguaje a instrumento, como acabamos de ver. Tiene razón: un instrumento implica una referencia, sea o no confesada, a un sujeto que actúa sobre un objeto; refiere a una filosofía de la intencionalidad, por tanto, de la trascendentalidad. Pero, por otro lado, la concepción romántica del lenguaje, como “espacio de vida”, como argé, infinitamente creador e incontrolable, que lejos de ser algo que se habla o usa es lo que habla en nuestra voz…, es decir, esa concepción heideggeriana y derridiana le huelen a regreso a la metafísica, le parecen peligrosas: “una entidad extraña e inquietante colocada por encima o en oposición al ser humano”.

¿Qué opción tomar? ¿El lenguaje instrumento o el lenguaje casa del ser? ¿El instrumentalismo o el ecologismo lingüístico? Rorty quiere distanciarse de esa idea del lenguaje como manifestación del ser, y en tono operacionalista describirá el lenguaje como: “una cadena de marcas y ruidos que utilizan los organismos como instrumentos para realizar sus deseos y necesidades” (p.161). Pero así se desplaza hacia la alternativa rechazada. ¿En qué quedamos? ¿Es un instrumento?

Parece que Rorty se decide definitivamente por el instrumentalismo lingüístico. Tú dices que esta idea, que calificas de nietzscheano-deweyana, es final: “habrá de marcar definitivamente todo su trabajo subsecuente, como trataremos de mostrar más adelante” (p.161). Dejemos la demostración para después; ahora planteamos esta cuestión: ¿es el lenguaje un instrumento? Porque si así fuera, Rorty se pone fuera de toda la filosofía postheideggeriana que tanto alaba. Si es un instrumento, no hay razón para negar a priori su gramática, pues los instrumentos, por definición, son adecuables, mejorables, canonizables…


6.2. (La tesis de la contingencia del lenguaje).

La tesis de la contingencia ahonda en la misma herida. No se deriva, ciertamente, de la tesis de la ubiquidad, pues ésta en sí misma no implica las determinaciones y esencia del lenguaje. La tesis de la contingencia, claramente ontológica, niega al lenguaje toda estructura ideal, lógica, definitiva, pensándolo como mero instrumento adaptado a su acción de intervención en el mundo.

6.2.1. Ahora bien, la idea rortyana de contingencia tampoco es clara. Si la contingencia quiere decir arbitrariedad, “ausencia de necesidad”, casa mal con la instrumentalidad. Ni siquiera la poesía escapa a ciertas determinaciones lingüísticas. Si lo que quiere decir, en cambio, es que el lenguaje no responde a una racionalidad inmanente, sino a exigencias prácticas y, por tanto, sometido al cambio y la adecuabilidad, entonces es una tesis trivial, mejor formulada en el relativismo histórico y cultural. La contingencia –del mundo, del yo, del lenguaje- es una toma de posición ontológica que, en buen pragmatismo, sólo puede argumentarse por sus consecuencias. Rorty ha creído, con razón, que el culto a la verdad puede impedir la creación, por lo cual recomienda: “La tarea de la filosofía no consistirá, en el futuro, en buscar la verdad en la trascendencia, sino en evaluar las metáforas móviles y aceptar aquellas que en términos pragmáticos permitan al hombre acomodarse mejor a su mundo” (p.169-70). Nada que objetar; pero, ¿y cuando el hombre considera más adecuado el orden, la ley, etc.? ¿Y cuando el platonismo hace más felices a los hombres? ¿Y cuando se prefiere Marx a Nietzsche?

La contingencia es la posición ontológica que corresponde a una filosofía que ha renunciado a la voluntad de verdad. Viene a reforzar la idea de inconmensurabilidad de los vocabularios. En sí misma, es una idea atractiva; la dificultad que veo surge de su compatibilidad con el pragmatismo, en la medida en que éste no renuncia a jerarquizar las prácticas (y, por tanto, los vocabularios) en función de sus resultados. Porque en cuanto se asuma una jerarquización de valores, aunque ésta se relativice o subjetivice, siempre será posible la pregunta: ¿por qué no puede ser preferible operar con un vocabulario platónico?

6.2.2. Ciertamente, suena bien eso de “desdivinizar el mundo y el yo”. Pero suena dudoso que el nuevo bien radique en “un vocabulario abierto que se abre a la libertad borrando cualquier sentido de destino de la vida humana” (p. 172). Llega a sonar peligroso cuando se enaltece como canon de la vida individual “el arduo ejercicio de la propia redescripción” que permite decir “así lo quise”. Y suena definitivamente perverso cuando dice “la vida es el juego libérrimo de léxicos o metáforas que cada ser humano intenta crear para vérselas con el mundo” (p. 172). Esto, dicho en Jerusalén, para no cambiar de ejemplo, consolaría a los palestinos: la vida es cuestión de metáforas. ¡Quién lo habría dicho!


6.3. (Una perspectiva diacrónica del lenguaje en Rorty).

En esta perspectiva diacrónica de la idea de lenguaje en Rorty no aparece nada nuevo; se trata de una nueva redescripción de lo mismo. Por otro lado, no es muy exhaustiva, no ayuda a ensamblar los temas. No se profundiza más ni se precisan los motivos de la “evolución”.


7. Comentarios a “CAPÍTULO V: Crítica al representacionalismo”.

Los capítulos V y VI, que forman la Parte 3ª, dedicada a Neopragmatismo y verdad, son en general correctos y bien planteados, pero adolecen de algunos problemas comunes a todo el libro, en especial, el nulo distanciamiento crítico y la reiteración incansable de los temas. Ya es significativo que cuando llevas 190 páginas hablando sin cesar de la crítica a la concepción de lenguaje como representación de lo real nos ofrezcas toda una parte, de más de 80 páginas, a replantear la cuestión. Podría pensarse que, a pesar de todo, es bueno que así lo hagas, ya que el tratamiento anterior, enfocado desde la contextualización, ha sido un tanto disperso; sería ahora el momento de tratar sistemáticamente el problema en Rorty. Pero, a mi entender, ras la lectura de esta parte llego a la conclusión de que has mantenido el mismo método, el mismo tratamiento de los textos, de tal manera que la aportación de estos dos capítulos se limita a una cierta extensión, ilustración y profundización, a todas luces insuficiente. En resumen, es una parte correcta, pero vaciada de contenido por su reiteración en los mismos problemas; expones bien la posición de Rorty, y a base de acumular reflexiones algunos aspectos ganan claridad, pero a estas alturas del escrito los textos y argumentos suenan a una reiteración que raya el límite de lo aceptable.

Antes de comentar algunas ideas, y para relajar el ambiente, me ha sorprendido que digas, en la p-193, lo siguiente: “La creación de nuevos vocabularios, y aquí Rorty está de cuerpo presente, es para Dewey una tarea de difícil realización que sólo hombres de genio han podido realizar a través de la historia”. Estar “de cuerpo presente”, en el juego de lenguaje del castellano coloquial de mi país, significa “estar muerto”. ¿Pobre Rorty!. Y lo más chusco es que en el contexto en que lo dices, no puedes reivindicar una lectura literal, o un sentido nuevo de la metáfora, pues precisamente estás reivindicando el carácter cultural, contextual y etnocéntrico de los vocabularios y sus usos. Era una simple broma.


7.1. (La ciencia especular).

No sé quien dijo, creo que fue Jean Luc Ferry en Homo aesteticus, comentando la tenacidad de los críticos de la trascendentalidad, que ésta se burlaba de ellos reapareciendo por entre las grietas de sus discursos antitranscendentales. Algo de esto le sucede a Rorty –y a ti en la medida que no tomas distancia de él. Por ejemplo, cuando estás describiendo y enfatizando la tesis del “nominalismo psicológico”, por la cual toda percepción se reduce a un asunto lingüístico, negando toda realidad a los sense data, cuya única forma posible de aparición es en una representación lingüística, dices: “La conclusión es que o bien es parte del dominio causal externo a la conciencia, o bien es parte del dominio lingüístico como arsenal disponible por los sujetos” (p. 194). Yo pregunto, “¿qué sujetos?”. Ya sé que es difícil escapar a estas trampas del lenguaje. Una concepción instrumentalista del mismo difícilmente escapa al presupuesto, aunque se enmascare, de sujetos y objetos. Para reducir éstos, sujetos y objetos, a productos lingüísticos, hay que desplazarse de Rorty a Heidegger y Derrida. Y tu has señalado acertadamente que Rorty no quiere ese matrimonio fáctico con la metafísica.

Por otro lado, esa crítica aparece como dirigida a la tradición cartesiana; pienso, honestamente, que Descartes se reiría: el criticado es Locke, a mi entender.

De todas formas, me preocupa más otra cuestión, que va reapareciendo a lo largo del texto. Yo no tengo dificultad en asumir la redescripción que Rorty hace de la teoría de los paradigmas de Kuhn, en términos de “desplazamientos de vocabularios”; incluso aceptar la nota de que los mismos son “creados por mentes particularmente dotadas a fin de encarar situaciones inéditas en la vida de los seres humanos insertos en la cultura occidental” (p.200). El problema está en fijar la marcha de esa dialéctica. ¿Es una dialéctica del espíritu? ¿Es una dialéctica de las necesidades? ¿Es un movimiento ciego? ¿Se trata de intervenciones contingentes, arbitrarias, que crean la historia?

En todo caso, sea cual fuere la opción, Rorty valora positivo el hecho: el cambio de vocabulario significa creación, y tal vez eficacia. Y aquí surgen dos cuestiones: a) ¿Desde donde, sin salir de la inmanencia, puede erigirse en bien el cambio de vocabulario?, y b) Si el cambio es bueno en sí, o por sus efectos, ¿por qué quitar méritos a esa enorme ficción de la filosofía representacionalista, esa desmedida voluntad de verdad, si, como parece obvio, ha forzado toda una rica historia de sucesión de vocabularios, de metarrelatos, de creaciones de mundos? Es decir, ¿qué importa a un pragmatista que sea la voluntad de verdad y conocimiento la que está en la base de la creación? ¿Por qué esa obsesión en denigrar su fuerza creadora? ¿Qué metáforas han aportado Derrida o Davidson que hayan conmocionado al mundo, incidido en su destino, como la teoría copernicana, la historia cosmopolita kantiana, la dialéctica del espíritu hegeliana, el materialismo histórico marxista, el inconsciente freudiano….todas ellas hechas bajo el manto imaginario de la voluntad de verdad? Fíjate que no estoy situándome más allá del giro pragmático, sino en su seno: un buen ironista no tiene enemigos grandes, pues su grandeza forma parte de su tesis.


7.2. (Antirepresentacionismo y lenguaje).

Salvo algún punto discutible, este apartado es muy correcto. Puntos discutibles como:

7.2.1. En la p.303, donde se dice que “si se es consecuente con el antiesencialismo se debe desechar como interesante el debate entre realismo y antirealismo”. No lo creo: es posible optar por un realismo que no suponga una ontología esencialista (casos de Marx o Heidegger, por poner sólo dos casos inconmensurables).

7.2.2. En la p. 204-5, tras constatar correctamente que en Rorty hay un desplazamiento del tema de la objetividad (en rigor, de la fundamentación) de la epistemología a la política, recoges una cita suya en la que dice: “Los seres humanos reflexivos intentan dar un sentido a su vida situando ésta en un contexto más amplio, de dos maneras principales. La primera es narrando el relato de su aportación a una comunidad. La segunda es describirse a sí mismos como seres que están en relación inmediata con una realidad no humana. Afirmo que el primer tipo de relatos ilustra el deseo de solidaridad, y los del segundo tipo ilustran el deseo de objetividad”. Es lamentable que pases por alto estas cuestiones y no preguntes, por ejemplo: ¿Quiénes son esos “seres humanos” que necesitan dar sentido a su vida? ¿Son sujetos? ¿El relato habitual de cualquier político alabándose narcisistamente de su espíritu de servicio, entrega y acierto… es solidaridad? ¿De donde sales e deseo de objetividad?

Claro, no basta recurrir a Rawls y su propuesta etnocéntrica: Rawls es más consecuente que Rorty. El problema de éste es que quiere hacer compatible el “ironista liberal” y el “socialdemócrata humanista”. Rawls, en todo caso, apuesta por sacar la filosofía del escenario de la política, pero no del escenario público.

7.2.3. En la p.208, comentando las coincidencias entre Goodman y Rorty, dices que coinciden en cuanto aceptan que “la pluralidad de visiones correctas del mundo implica inconmensurabilidad entre tales descripciones…” Pero ¿tiene sentido hablar de “visiones correctas”? Que “la pluralidad de descripciones sea un hecho incontestable”, ¿implica que entre ellas no haya confrontación, relación, dialéctica, superación…? Puesto que la “corrección”, en vocabulario pragmatista, debe referirse a sus efectos prácticos, ¿es concebible que tos visiones del mundo tengan idénticos efectos sincrónicos y diacrónicos?

7.2.4. Pero vayamos al tema de fondo. En la p.210 recoges una cita de Rorty que es la clave de su obra. La recojo: “En una cultura postfilosófica resultaría claro que la filosofía no puede aspirar a más. No puede dar respuestas a preguntas relativas a la relación que el pensamiento de nuestros días –las descripciones de las que se sirve, los vocabularios que emplea- guarda con algo que no sea simplemente un vocabulario alternativo. Así, pues, la filosofía consiste en un estudio comparativo de las ventajas y los inconvenientes de las distintas formas de hablar inventadas por nuestra raza”. Dejemos de lado su afirmación de la impotencia de la filosofía, totalmente gratuita: la filosofía sigue y seguirá dando esas respuestas, construyendo esas descripciones y metarrelatos, le gusten o no (con la peculiaridad que, si fuera consecuente, debería reconocer que, por inconmensurables, por responder a u vocabulario o juego de lenguaje peculiar, no pueden ser comparados ni juzgados… a no ser por sus efectos prácticos). Vayamos, pues, a su reto, genuinamente pragmatista: las distintas “formas de hablar” inventadas por los hombres, las distintas ideologías, creencias o discursos, tienen distintas ventajas e inconvenientes para los hombres. Aquí hay que decir:

a) Puede despreciarse la filosofía tradicional, representacionista, atravesada por la voluntad de verdad, etc. por sus efectos prácticos. Lo que pasa es que así reintroducimos el trascendental: la instancia desde donde juzgar esos efectos prácticos. Incluso si dicho tribunal es político: el consenso de los hombres, pues el mismo es impensable como pura coincidencia efímera de deseos. Aunque sea un trascendental dialógico, o cultural, el trascendental se resiste a la negación.

b) No obstante, tal rechazo debe hacerse comparando los efectos. Y de eso se trata. Rorty no baja a ese terreno casi nunca: da por sentada la bondad del mundo occidental, de la democracia liberal; e incluso da por sentado, cosa aún menos obvia, b1) que la misma sea compatible con el neopragmatismo y b2) incompatible con el “platonismo” en todas sus figuras. Este trabajo está por hacer. Y tu deberías haberlo abordado. El mismo Rorty hace concesiones: la filosofía moderna ha sido genial para construir nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestros valores, nuestros derechos, nuestra democracia…, pero lo que antes era bueno ya no lo es, y deviene perverso. Estas tesis hay que argumentarlas y, sobre todo, documentarlas.


7.3. (Neopragmatismo y neoescepticismo).

En línea con lo anterior, en la p.218, comentando el tema del “ironista liberal” y su diferencia con el escéptico, dirás que, a diferencia del metafísico, el ironista ha de emplear siempre el léxico “que sea bueno para realizar las mejores redescripciones de nosotros mismos”. De nuevo el trascendental reaparece en ese “bueno” y esas “mejores”. Ya sé que es una crítica fácil, que el lenguaje filtra residuos de su origen; pero los grandes hombres creadores de nuevos vocabularios deberían ser capaces de superar estos límites.

Ya sé que Rorty se da cuenta, y constantemente dice, como reflejas en p.219, que “el neopragmatista no hace más que exhibir, que no argumentar, sus concepciones de la contingencia y ubiquidad del lenguaje”. Pero, a pesar de ello, Rorty argumenta y argumenta, y juzga y condena, y alaba y elogia. Tú mismo lo señalas.

Cuando en p.220 dice que “no existe un “fundamento” final pero sí fundamentos que se pueden contextualizar, reconstruir, es decir, que no hay una Razón única, volvemos a las mismas. O es una trivialidad, o una farsa. Por un lado, si hay “fundamentos” débiles, ¿podrán compararse, jerarquizarse? Podemos decir que entre los grandes religiones de salvación hay inconmensurabilidad, pero ¿ocurre lo mismo entre distintas opciones políticas? Que no haya ni sea posible una razón única, ¿implica que sea perverso aspirar a ella, como en el juicio estético? ¿No puede ser una gran metáfora? ¿No se han escrito en su nombre los más bellos relatos? ¿No se han escrito bajo su bandera las páginas más bellas y más monstruosas de la historia? Estas son las cuestiones que Rorty debe contestar, en lugar de “redescribirse a sí mismo” como prueba de solidaridad.


8. Comentarios al “CAPÍTULO VI: Sobre la verdad”.

Como observaciones generales, dos apuntes críticos, comunes al capítulo anterior: a) la estructuración del trabajo te lleva a infinitas repeticiones inevitables; a estas alturas ya has adelantado una gran cantidad de ideas sobre el tema de la correspondencia, la representación, la verdad, etc., b) mantienes el tono acrítico –y aquí ya no estás contextualizando, sino exponiendo a Rorty; en especial, ni siquiera aplicas a Rorty su propio criterio pragmatista, es decir, no valoras las consecuencias de su posición teórica.


8.1. (Crítica a la verdad como correspondencia).

Dices, con razón, que Rorty se apoya en los dos criterios ya mil veces referenciados: tesis de la ubicuidad y tesis de la contingencia del lenguaje. Y te limitas a resumir su texto (p.226-7). ¿No crees que deberías haber cuestionado ambos criterios, sea desde la filosofía tradicional, sea desde las propias tesis pragmatistas? ¿Cómo justificar pragmáticamente una toma de posición ontológica sin valorar los efectos de la misma? Incluso internamente, en la medida que no se renuncie al principio de coherencia, ¿cómo afirmar la contingencia de lo real, si no nos es accesible? Y si se reduce la realidad a la construcción lingüística de la misma, como expresa la tesis de la ubicuidad del lenguaje, ¿cómo puede enunciarse esta tesis sobre el lenguaje sin abarcarlo todo, lo que implica salirse del mismo, situarse en un ojo de Dios?

8.1.1. La cita de Derrida que recoges en p.231, reproducida por Rorty, es muy sugerente. Pero la pasas por alto a pesar de que cuestiona la concepción rortyana del lenguaje, al ver éste como “una realidad en cuyo seno vivimos y nos movemos”. Rorty usufructúa el contenido antirepresentacionista de la concepción del lenguaje de Derrida, pero no quiere saber nada con la trascendentalidad y objetividad que reaparece en su juego, nueva argé que recrea infinitamente el mundo y el yo.

8.1.2. Tu sabes, aunque no lo resaltas, que la propuesta rortyana de “fisicalismo no reductivo” es oscura y poco convincente; pero no quiero entrar en detalles, pues tu tampoco entras. Quiero fijarme en la idea de la verdad como propiedad de las prácticas sociales. No tengo dificultad alguna en aceptarla en los términos que describe la cita de Rorty que recoges en p.236. Pero a continuación deberías plantearte esta cuestión: ¿por qué la mayor parte de los éxitos de los hombres en su habérselas con la realidad proceden de prácticas científicas y reflexivas movidas en su fondo por esa oculta y miserable “voluntad de verdad”? Porque a un pragmatista consecuente no debe importarle los dioses y demonios que mueven a los hombres…, al fijar la mirada en los resultados de sus prácticas parciales. ¿No?


8.2. (De la representación especular a la confrontación con el mundo).

Nada que decir, excepto sus repeticiones y su nula carga crítica.


8.3. (La prácticas sociales como criterio neopragmatista de la verdad).

Es un tema central, y me plantea algunas cuestiones (p.252-3).

8.3.1. No veo que cuadren bien el etnocentrismo, en el que insistes en otros momentos, con esa voluntad de “acuerdo no forzado”. El etnocentrismo, tesis que los comunitaristas han usado para acentuar la inconmensurabilidad de las tradiciones lingüístico culturales y oponerse al universalismo liberal, le viene bien a Rorty en cuanto fractura la racionalidad y su pretensión de universalidad, y en cuanto contextualiza y lingüistiza el conocimiento y las prácticas sociales; por eso lo usa. Pero, una vez más, no asume las consecuencias. Al fin, el etnocentrismo pone un límite a la pretensión de universalidad, pero a su vez pone una fundación de la verdad en su universalidad restringida. En su seno ¿puede hablarse de acuerdo no forzado? No con más argumentos que lo haríamos en el universalismo racionalista. ¿Qué quiere decir un “acuerdo no forzado”? Ha de ser entre los diferentes, porque en otro caso se trataría de coincidencia, de identidad.

8.3.2. ¿Qué quiere decir “no forzado” o “consensuado”? Ausencia de violencia? Incluso de violencia retórica? ¿Juega el mejor argumento? ¿Es simple armonía de deseos? ¿Es sumisión del deseo? Hay que hacerse y contestar estas preguntas.

8.3.3. Esa aspiración consensualista, ¿no encierra restos de la añoranza del universalismo? ¿Es la solidaridad una nueva forma postfilosófica de la universalidad?

Tengo la impresión de que el etnocentrismo es mal compañero de viaje del pragmatismo, a pesar de que en cierto aspecto –tener por enemigo la razón universal- sean compañeros de viaje. Incluso es sospechoso que el liberalismo se vaya desplazando hacia el etnocentrismo, sea en Rawls o en Rorty. ¿Qué significa esto?


8.4. (La continencia de las prácticas sociales como contingencia de la sociedad liberal).

8.4.1. Comentas en p.263 las tesis de Wittgenstein-Davidson sobre la ausencia de “mejor explicación”, que dependería de “la finalidad de un explicado r(sic) dado” o de la “utilidad para diferentes fines”. Pero, ¿quién pone los fines? Un pragmatista ilustrado no tendría problemas, pues cuenta con una ontología, una concepción del hombre, unos valores morales… ¿Y un neopragmatista postmetafísico?

Enseguida –siempre siguiendo a Rorty- pareces insinuar una salida: la solidaridad, la pluralidad, la tolerancia. Claro, Rorty pude decir que esos valores los propone en tanto que presentes a la cultura liberal, fiel al principio etnocentrista. Aunque si hemos de admitir toda la cultura liberal, habremos de añadir una larga lista de barbaridades, segregaciones, exclusiones… ¿Por qué seleccionamos lo bueno?

8.4.2. En la p. 266 insistes en los “acuerdos no forzados” como contenido y forma de la solidaridad. Pobre solidaridad, calcada del pacto mercantil!. De todas formas, el juego entre “acuerdos racionales” (filosofía tradicional) versus “acuerdos no forzados” (filosofía pragmatista), no puede despacharse de un plumazo. Un acuerdo racional es el que postula Habermas y Rawls, y tiene su encanto como criterio de justicia; uno no forzado es el que, en línea hobbesiana, defienden David Friedman o D. Gauthier, que hace abstracción de las armas en juego. El “no forzado” es una forma de evadir el problema: regular las condiciones del pacto.

8.4.3. A veces me da la impresión de que Rorty es más ingenuo que cínico. Si de lo que se trata es de acabar con la metafísica del objeto, y afirmar que el mundo con el que el individuo se relaciona es siempre un “mundo humanizado”, construido por el hombre, y mediatizado por instrumentos (entre ellos los lingüísticos, pero también las máquinas…), esto es sensato y asumible. La ingenuidad surge al ignorar que esas realidades humanas, la cultura, el lenguaje, etc. se cosifican (cosa a la que él mismo alude con la literalización de las metáforas). Y, una vez cosificadas, funcionan como “objetos”, como determinaciones externas, como límites, como cadenas.


9. Comentarios al “CAPÍTULO VII: Neopragmatismo y cultura postmetafísica”.

Los capítulos VII y VIII forman la Parte 4ª, que titulas Sociedad y cultura postfilosófica. En ellos debería aparecer la posición política de Rorty, su modelo de sociedad y de vida, etc. Sería la ocasión de valorar, por un lado, la coherencia de las propuestas con las concepciones (anti)filosóficas antes expuestas y, en todo caso, la bondad o deseabilidad de las propuestas en sí. Creo que tal objetivo no se cumple suficientemente. El planteamiento es bueno y de fondo clásico: se trata de conciliar o adaptar esos dos principios presuntamente indiscutibles: la perfección individual o, al menos, la creación de sí mismo, y la solidaridad o al menos la justicia (p.275). Rorty opta por una opción realmente difícil: defender ambos principios desde la inconmensurabilidad de los mismos. Se describen algunos aspectos de la posición del Rorty pero está ausente la profundización crítica de la misma y la valoración teórica y política de sus propuestas socio políticas.


9.1. (Ironistas versus metafísicos).

Dejemos de lado la frivolidad de sus genealogías (aunque resulta difícil aceptar como historicistas privatistas a Foucault y Heidegger, y como historicistas comunitarios a Dewey y Habermas; o, como recoges en p. 285, a Proust y a Heidegger como ironistas puros, y a Marx como liberal), que no son sólo formas de protegerse sino de trivializar. Dejemos de lado las repeticiones, que llegan a ser ostentosas (la descripción del metafísico, citas de Rorty incluidas (las repites en p. 278-9, n. 411y en p.282, n. 416; Una larga cita sobre los ironistas (p.283, n.417) la repites íntegra en p.297, n.436). Nos centraremos en algunos aspectos sustanciales. Y vayamos a cuestiones de fondo.

Me sorprende que no digas una palabra sobre la tesis rortyana (p.283, y repetida en otros lugares) de que Hegel es el primero que “eliminó la idea de llegar a la verdad a favor de la idea de hacer cosas nuevas”. Claro, tiene derecho a hacerlo si de lo que se trata es de redescribir los metarrelatos hegelianos; pero desde esa frivolidad todos tenemos derecho –y creo que deberíamos ejercerlo- a decir la nuestra sobre semejantes imposturas. Honestamente, ni siquiera a su admirado Heidegger, que conoce a Hegel infinitamente mejor que él, le pasó por la cabeza un Hegel ajeno a la voluntad de verdad. Estas frivolidades causarían risa si no formaran parte de la estrategia de formación de la postcultura postmoderna.

Reiteradamente recoges su idea de que el ironista sólo tiene un criterio de actuación: el cambio (no el progreso), la creación, la autocreación… De nuevo estamos en las mismas: tiene derecho a proponerlo, a proponérselo a sus seguidores; incluso tiene derecho a redescribir al metafísico como “el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno”, como definía el Infierno el catecismo Ripalda. Pero esto no es consistente. ¿A quién habla Rorty, si ha disuelto el sujeto? ¿Por qué propone un ideal si los ha trivializado, homologado e inconmensurabilizado a todos? ¿Por qué se empeña en negar que las diversas propuestas de la filosofía son otros tantos autorelatos de autocreación, igualmente legítimos?

En rigor, aunque lo enuncie en jerga literaria renovada y atractiva, ese ideal del individuo que se hace a sí mismo ¿te suena a original? ¿No es el individuo burgués, bien tejido de individualidad cristiana? Y esa llamada a la creación, a la innovación, ¿realmente suena a nuevo? ¿No es una trivialidad? ¿Y no resulta paradójica su enunciación en un autor que admira a Heidegger, los deconstruccionistas, Freud e incluso a Marx? ¿Regresamos sin más a la filosofía del sujeto?


9.2. (Redescripción y cultura política).

Cuando, por fin, Rorty define su ideal de “ironista liberal”, lo que reaparece es el individuo burgués que anunciara Marx con brillantez en sus textos juveniles. Es decir, un híbrido escindido, sin reconciliación posible, entre la individualidad egoísta de su existencia y la universalidad postulada de la ciudadanía, entre lo privado y lo público, entre el mercado y el estado. La única diferencia con Hegel y Marx, y con los liberales optimistas de la mano oculta, es que Rorty rechaza con la filosofía postheideggeriana toda ilusión de reconciliación. Por tanto, tenemos a un Rorty empeñado en coherentizar y posibilitar una vida esquizofrénica, trazada en las coordenadas de un doble e irreconciliable destino: por un lado la autocreación personal, la vida privada o, por decirlo con una bella metáfora, “el cultivo de las orquídeas”; por otro lado, la práctica de la solidaridad, el rechazo del sufrimiento, la justicia, la vida pública, o sea, todo lo que se guarda en la metáfora “Trotsky”.

9.2.1. La falta de originalidad de la propuesta no resta dramatismo y oportunidad a la misma. Tiene valor su radical declaración de reconciliación imposible; lo dices con claridad, rotundidez y brillantez, como siempre, con sus palabras: “Pero no hay forma de reunir la creación de sí mismo con la justicia en el plano teórico. El léxico de la creación de sí mismo es necesariamente privado, no compartido, inadecuado para la argumentación. El léxico de la justicia es necesariamente público y compartido, un medio para el intercambio de argumentaciones” (p. 287). Y seguramente tiene razón: son dos léxicos distintos; y seguramente era una ilusión la idea ilustrada de una reconciliación y la marxista de una superación. Pero, aunque así fuera, la decisión de aceptar lo dado, lo significado, ¿no es el mito positivista cuya crítica por Sellars y Quine tanto aplaude Rorty? ¿Por qué no llamar y confiar en la venida de un nuevo maestro, profeta, poeta, genio, capaz de crear un nuevo vocabulario en el que desaparezcan esas inconmensurabilidades, al fin lingüísticas, y permita soñar con la identidad?

Es decir, lo que cuestiono es su asentamiento en lo dado –cruce de dos vocabularios inconmensurables- cuando según él todo se resuelve con nuevas metáforas. La existencia del ser humano escindido entre individualidad y universalidad, perteneciendo a la vez a la naturaleza y a la ciudad, con dos vidas trágicamente vividas, con dos repertorios de valores en conflicto, es un tópico en la cultura capitalista. Y Rorty lo describe y poetiza muy bien en su autodescripción en el bello artículo “Trotsky y las orquídeas salvajes”. Pero, ¿por qué resignarse a la existencia esquizofrénica? Sé que la experiencia, la historia, juega a su favor; el horizonte de la reconciliación parece alejarse y perderse irremisiblemente. Trotsky y la orquídeas exhiben su incompatibilidad; sólo puede aspirarse a su coexistencia. Un equilibrio armado, un armisticio inestable, dos conciencias que se protegen ignorándose, colocándose de espaldas, pero que se saben finitas, arbitrarias, ilegítimas, porque deben reconocer su límite, su otro, sin intentar reducirlo a sí mismo. Cada una vive con su demonio. ¿No serán inevitablemente dos formas de mala conciencia, dos figuras de la conciencia desgraciada hegeliana?

9.2.2. ¿Cómo pueden coexistir? Estableciendo unos límites claros. Dejemos preguntas indiscretas, como ¿quién ha de establecerlos? ¿Otra conciencia situada fuera de las dos, deshumanizada, divinizada, transcendentalizada? Dejemos este problema de la “venganza del trascendental muerto” y pasemos a la cuestión del límite. Siguiendo a Rorty señalas que “es necesario establecer el dominio y las características del “uso” de cada léxico” (p. 289). Quiere decir que es necesario establecer los límites, cada vez más imprecisos, entre lo público y lo privado, y la jerarquía en caso de conflicto. Bien, y ¿por qué no lo hace Rorty? ¿y por qué no se lo reprochas tu? Ya lo sé, porque no puede hacerlo coherentemente.

En lugar de fijar límites y jerarquías, se limita a decir, -y tu lo reproduces sin observación crítica alguna-, que “el ironista no es capaz nunca de tomarse en serio, en el sentido de rechazar toda idea de verdad o dominio de legitimación trascendental…” (p.289). Algo es algo, si lo que insinúa es que el ironista, aunque se pase la vida demoliendo el universal, “no se lo toma en serio”, es decir, recurre a ello cuando se necesita: Algo así como el “yankees, go home” gritado mientras se bebe coca-cola. De todas formas, bueno es saber que reconoce la inevitabilidad del trascendental, pues se pasa la vida diciendo lo contrario. En el fondo es otra forma del rotundo y persistente rechaza del estado por el neoliberalismo, sin dejar de reconocer su conveniencia.

9.2.3. En rigor, si la ironía es un asunto privado, y en lo público rige la argumentación (p.289-90), entonces la dramatización rortyana es meramente sensacionalista. Al fin, la vida de la alcoba no es tema de la filosofía; a ésta no le interesan las verdades ni valores privados; le interesa la “razón pública”. Por tanto, si en este campo Rorty admite la argumentación, la racionalidad, el problema cambia de escala. Lo que ocurre es que, a nuestro entender, oda su argumentación parecía estar dirigida al discurso filosófico, que es público. Esta matización nos abre un nuevo rostro del poeta filósofo.

9.2.4. La verdad es que hay unos textos que nos presentan otro Rorty. Unas veces, como acabamos de ver, por que defiende la conversación y la argumentación en lo público (p.290), llegando a decir que “para los pragmatistas, clásicos y neo, el pensamiento debe ser una continuación básica entre la razón práctica y la razón teórica sobre lo que se debe hacer”. Estas frases parecen increíbles en Rorty; deberías haberlas contextualizado y valorado adecuadamente. Otras veces, como en la p.291, refieres al recurso rortyano a un criterio contextualista, kuhniano, del “dictamen de nuestros colegas” como “fundamento”. Supongo que “nuestros colegas” no refiere a nuestros amiguetes, sino a la “ciencia normal”; por tanto, ésta actúa como un trascendental, que regula nuestras prácticas teóricas y guía nuestras acciones, que determina su corrección, su verosimilitud, en suma, su “verdad”. Este es otro Rorty, que enuncias y no individualizas y valoras.

9.2.5. Frases tan bellas como “si cuidamos de la libertad política, la verdad y el bien se cuidarán de sí mismos” (p.291); o esta otra, que plantea la “justicia distributiva” pensada en términos de “dar a cada uno la posibilidad de recrearse a sí mismo según sus capacidades, lo que requiere la paz social y libertades burguesas” (p.292); estas frases, digo, merecen a mi entender un comentario, que tu no les dedicas. Porque, en el fondo, se está pidiendo un orden político sin conciencia, no sólo sin verdad. Se está afirmando que lo bueno para el ser humano es un orden político que garantice su existencia individual (sus libertades, su paz, sus derechos, sus posibilidades de recrearse-autorelatarse a sí mismo), no su conciencia crítica. Y esta opción merece, a mi entender, mejor tratamiento.

9.2.6. Pero quiero detenerme en una idea clave, que abordas al decir que “La sociedad “idealmente liberal” de cuño rortyano habrá de suprimir la diferencia entre el reformador y el revolucionario en tanto sus ideales se alcanzarán más por la persuasión que por la fuerza, aceptando la discusión libre y sus resultados sociales; por ello el auténtico héroe de tal sociedad ya no será el ideólogo, sino el “poeta vigoroso” y el revolucionario que crea léxicos nuevos a fin de evaluar la sociedad desde perspectivas inéditas” (p.293). Insistes en esta idea, sigues recogiendo citas, y acabas por decir –siempre en palabras de Rorty, que tal sociedad ideal es lo que es, tiene la moralidad que tiene, habla el lenguaje que habla… “porque ciertos poetas y ciertos revolucionarios del pasado han hablado como han hablado” (p.293). Que los poetas vigorosos, Rorty incluido, sólo hayan podido imaginar y crear la despoetizada sociedad burguesa y la desdivinizada democracia liberal, debería dar que pensar.

En el fondo que creo que late en Rorty la tesis marcusiana de El final de la utopía. Se presupone que la filosofía ya se ha realizado en la democracia liberal, es decir, que los valores finales ya están en el orden político, no necesitando más crítica ni renovación; la filosofía, por tanto, ya ha cumplido. Su persistencia sería perversa. Por tanto, supuesta la racionalidad en el orden público, “Trotsky” deviene inactual y peligroso; es la hora del cultivo de las orquídeas. O sea: es el momento de la autocreación personal, de los poetas poiéticos.

Incluso limitando la tesis al mundo occidental –de lo contrario sonaría a cinismo- Rorty debería argumentarnos este final de la historia, el carácter finalista de la democracia liberal. Debería ofrecernos mejores argumentos o más seductores. Y, además, debería convencernos de su irreversibilidad. Porque, de no ser así, la crítica filosófica sigue teniendo sentido para un liberal: a) para extender ese orden político al resto del mundo; b) para profundizarlo y perfeccionarlo; c) para evitar su reversibilidad. Y un marxista añadiría al menos una nueva razón: d) para superarlo y ayudar a la instauración de una sociedad igualitaria, sin explotación ni clases. Y un filósofo ilustrado añadiría al menos otra: e) para mantener la conciencia, sin la cual las prácticas privadas y públicas devienen meros hechos ciegos sin sentido.


9.3. (Redescripción y moralidad).

Aquí vuelves sobre el tema de la oposición entre “perfección personal” y “autocreación de sí mismo”, y resaltas un poco más que la autodescripción es un nuevo criterio de “perfección”. Ahora bien, si es así, habrá que fundarlo; si no, habrá que deconstruirlo; lo inaceptable es que te limites a “el pragmatista dixit”. Incluso llegas a decir que “La perfección de sí es el objeto de la tarea moral del ironista” (p. 297-8), cuando líneas antes distinguías entre las dos formas de pragmatismo, la tradicional y la neo, precisamente por su objetivo: la “perfección” en el pragmatismo tradicional, y la autocreación en el neopragmatismo. Ya entiendo que Rorty, en rigor, no puede defender un criterio de perfección; pero también entiendo que si propone, defiende y estimula a la “autocreación”, lo está poniendo como criterio de perfección a efectos prácticos; y es lógico que se le escape en el léxico. Pero estas contradicciones e inconsecuencias deben ser examinadas por ti.

9.3.1. A pesar de la belleza literaria de expresiones como “la vida es precisamente un poema que todo hombre debe intentar finalizar antes de morir” (p.300), no se puede negar espacio a las preguntas por las condiciones sociales que permiten la existencia de poetas vigorosos, por la división del trabajo que supone, etc. Desde luego, me es indiferente si el nuevo héroe es el novelista o el crítico literario; pero habría que pensar si la existencia del novelista no supone la impotencia creativa del lector.

9.3.2. En cuanto al tema de la solidaridad, que abordas de nuevo (p. 307 ss.), me agradaría verla más definida. No sé si es sólo la “piedad” o rechazo del dolor en el otro; o si alude a la identidad en el seno de un “nosotros” (p.308). En todo caso, no queda claro si entiendes que Rorty la propone como una norma moral, como una determinación natural, como un hecho cultural… No se trata de cuestiones puñeteras; se trata de poner a prueba si el “ironista” puede estar en paz con los dioses y con los hombres. Paz que no exige sólo que un individuo pueda cumplir con Trotsky y con las orquídeas, sino que pueda decir a los otros una regla de justicia. Desde la tesis weberiana del carácter irracional de la decisión en la elección de los dioses y los demonios, ¿cómo puede exigirse, e incluso pregonarse, la piedad o la solidaridad? Más aún, ¿cómo puede juzgarse moralmente al nazi? Y me temo que aquí no vale el refugio etnocentrista.

9.3.3. Cuando dices: “La propuesta rortyana conduce inexorablemente a la tolerancia entendida como respeto por las diferentes entidades y vocabularios que conforman el contexto plural de las comunidades” (p.309), queda por decidir si dicha tolerancia, de buena prensa actual, no es mera indiferencia. Y repito: ¿tendríamos razones para no ser tolerantes con el nazi?

9.3.4. En fin, no he comprendido nunca qué interés –y qué argumentos fundados- tiene Rorty para defender la libertad, la democracia o la justicia al tiempo que rechaza cualquier esfuerzo de legitimación de las mismas. Por varias razones:

a) No estoy seguro de que la mera costumbre o creencia dominante en una sociedad sea suficiente para conservarlos. Maquiavelo consideraba, con lucidez, que una característica de la naturaleza humana que condenaba al hombre a la decadencia y la corrupción era olvidarse de defender las cosas por las que había luchado y había conseguido. Por tanto: no sobran los esfuerzos legitimadores, incluso si el neopragmatista los interpreta como recursos seductores y persuasivos.

b) No estoy seguro de que la existencia positiva de unos valores –idea de justicia o de libertad individual- sea un buen argumento para su defensa. Por tanto: no sobra la sospecha crítica, la tarea deconstructiva, la búsqueda de alternativas.

c) En fin, creo que la defensa de un orden político y ético consolidado, aunque sea el occidental, es contradictorio con el propio proyecto de autocreación, que exige una constante puesta en cuestión, una fuerte presencia de la negatividad, y no de la creencia y la complacencia. Decir, sin más, que “Cuando una convicción o deseo se comparten de hecho, no necesitan de fundamentación, simplemente se vive y se comparte con prácticas sociales que se aceptan mientras no se ve la conveniencia de cambiarlas” (p.309) es una tesis arbitraria, inconsistente con el propio programa neopragmatista y, sobre todo, con el criterio de aceptabilidad pragmatista.


10. Comentarios al “CAPÍTULO VIII. Neopragmatismo como conversación cultural”.


10.1. (Metáfora e historicidad).

A lo largo del texto has insistido en el historicismo de Rorty. Ahora, cuando intentas definirlo, surgen ciertos problemas. Decir que su historicismo consiste en pensar que “las cosas, sean las que sean, pudieron haber acaecido de otra manera” (p.313) es redefinir el término de manera arbitraria, para confundir historicismo (que está en Hegel y Dilthey, por ejemplo, y que Popper ha criticado en La miseria del historicismo y en La sociedad abierta y sus enemigos) con contingencialismo, cosa inaceptable. El historicismo no supone la arbitrariedad o contingencia de los hechos, sino su historicidad, es decir, su pertenencia a un periodo, a una fase, a un momento, de la historia, pensada como proceso reglado por leyes ”cuasi naturales”. Frente al historicismo podríamos poner el “relativismo histórico”, que no implica esa visión legal, naturalizada, del proceso histórico, pero exige pensar los hechos en su contexto histórico. Tampoco aquí hay contingencia de los hechos: ocurren por necesidad: pero una necesidad que nos e deriva de una ley, de una dialéctica abstracta y universal, sino de un conjunto de determinaciones constituyentes de una cultura.

10.1.1. Rorty tiene dificultades de situar su contingencialismo: entre la total indeterminación de la apuesta de Heidegger, que ha liberado al ser de toda ontología teórica y práctica, de cualquier lógica, de cualquier destino, siendo su esencia mero aparecer, imprevisto y sin razones; y el historicismo radical de Dilthey, Spengler y los filósofos de la decadencia. Creo que la idea sólo tiene sentido en el escenario lingüístico: la contingencia del lenguaje alude a que todo puede ser redescrito de otra manera, que no hay determinación absoluta en el uso de un vocabulario (lo que no evita que haya determinación histórica, cultural, etnocéntrica). Por eso cuando usas las palabras de Rorty, resulta que historicismo equivale a su teoría antirepresentacionalista (p.313). Pero, en el fondo, no veo implicación entre una posición antirepresentacionalista y la tesis de la contingencia, que va más allá del lenguaje, que acaba siendo una tesis ontológica general.

10.1.2. En cuanto a tus reflexiones sobre la ironía (muy reiterativas) y la metáfora, no merecen más comentario; son meras paráfrasis. Sorprende un poco, no obstante, ese apasionamiento a la hora de declarar a la historia de la filosofía “historia de los vocabularios filosóficos y de las metáforas utilizadas por la humanidad para vérselas con la realidad en diversas épocas sociales” (p.314). Lo digo porque, a posteriori, parece que la filosofía tradicional, la que tiene realmente historia, era filosofía en sentido fuerte, sucesión de vocabularios alternativos, metáforas creadoras de nuevos mundos…. ¿No hay una revalorización implícita?


10.2. (La hermenéutica rortyana).

La hermenéutica es para Rorty destino de la filosofía, o la filosofía que corresponde a los nuevos vocabularios y metáforas. En especial, al escenario de la “conversación”, único que queda tras el abandono del escenario cognitivo. Se trata de un cambio gráfico: la F por la f. O sea, queda algo por hacer a la filosofía, siempre que se escriba con minúscula (p.318). Este rostro amable de Rorty pierde encanto. Parece que todo puede seguir igual… siempre que no creamos la trascendencia y las verdades absolutas, cosas estas que ya Hume anunciaba. Lo malo de las grandes metáforas es que, cuando toman tierra, se vuelven vulgares

La perspectiva hermenéutica sustituye a la epistemológica. Gadamer y Kuhn son ahora los referentes. Nada que decir, excepto que, como sugieres, redefine “hermenéutica” para un uso muy peculiar. Pero, si seguimos así, el nuevo vocabulario de Rorty, que le vuelve inexpugnable, parece el vestido del rey desnudo.


10.3. (Filosofía, conversación y antifundacionalismo).

El apartado es de las mismas características. No aporta nada nuevo, aunque completa algunos aspectos. El referente ahora es Putnam. En el fondo, éste viene a mantener unos residuos de trascendentalidad que Rorty, en su fuga hacia delante, no puede aceptar.

Sólo un detalle. Rorty puede razonablemente interpretar que “el deseo de objetividad es en parte una forma disfrazada del temor a la muerte d nuestra comunidad”; o sea, con Nietzsche, que “Platón es un intento por evitar enfrentarnos a la contingencia, por escapar al tiempo y el azar” (p.338). Y puede ver en Putnam residuos de platonismo y objetivismo es su llamada a una “racionalidad transcultural” que nos permitiera salir del nosotros. Pero, ¿cómo se estructura este nosotros? Sincrónicamente ¿no actúa como un trascendental, como una instancia exterior, objetiva, que nos determina y limita? El etnocentrismo ¿no es también un resto de miedo a la soledad, una ventana hacia la universalidad, hacia una universalidad?


10.4. (Filosofía edificante versus filosofía sistemática).

Con nuevas metáforas alternativas (filósofo edificante/filósofo sistemático) Rorty insiste en una descripción de la filosofía que se disuelve en conversación cultural, creativa, abierta. Aquí sólo cabe hacerse una pregunta: ¿por qué ese odio al concepto? ¿Es miedo a aceptar la finitud? ¿Es oculto deseo de impunidad?


11. Comentarios al “CAPÍTULO IX: Conclusiones

Nada que decir, pues ahora reconstruyes tu propia reconstrucción de Rorty a lo largo del texto. Si acaso, que el nuevo nivel te exige distanciarte un poco más y mostrar una autoconciencia que estaba ausente –o no daba muestras de presencia- en los capítulos anteriores. Tal vez aparece aquí algún apunte crítico, y una mayor sensibilidad para ciertas paradojas e inconsistencias rortyanas, pero sólo quedan ligeramente apuntadas.

Comentar, eso sí, la apoteosis final: ese nuevo “rey filósofo”, guardián del reino del lenguaje, que consideras la propuesta rortyana. Creo que no es exacto; creo que Rorty no escapa a la todopoderosa condena del filósofo práctico –del filósofo que no ha arrancado de su alma su voluntad secreta de arquitecto divino-, que no es otra que servir a un amo, aunque sea “otro” amo. No olvidemos que, en los entornos del trono, tanto sirven los consejeros y los soldados como los cocineros y los bufones. Cada cual con su música, su ritmo y su movimiento, pero todas danzando como los derviches alrededor del trono o del altar al girar sobre sí mismos.


J.M.Bermudo (2001)