1. L’Infâme en la conciencia.
Fueron muchas las batallas que Voltaire libró por la razón y la libertad; pero en ninguna puso tanto empeño, tanta fuerza, tanta pasión, como en su "batalla contra l'Infâme". El Voltaire de sus contemporáneos y nuestro Voltaire son dos figuras retalladas de gestos, rechazos, condenas, sonrisas e ideas de su larga lucha contra "el Infame". La mayor, más dura y más larga batalla política de Voltaire se concretó en ese lema: "¡Écrasez l'Infâme!". Se entregó tanto a la misma que firmaba sus cartas con abreviaturas: "Ecr. l'Inf.".
Pero, ¿qué es "l'Infâme"? Después de dos centurias los estudiosos siguen discrepando; y la discrepancia muestra, en el fondo, la actitud de cada uno hacia Voltaire; y, más en el fundo todavía, la actitud de cada uno ante el problema religioso. Después de dos siglos, por tanto, y dado que, como pensaba Voltaire, al Infame hay que vencerlo cada día, nos parece pertinente replantearnos la pregunta: ¿qué es el Infame?
De la lectura de sus textos, cuatro parecen ser los objetos que se disputan el título de "l'Infâme", porque contra los cuatro dirige el filósofo francés sus críticas; tal vez son simplemente cuatro rostros del Infame. Ordenados según criterio de menor a mayor radicalismo antirreligioso, serían el fanatismo, el catolicismo, el cristianismo y la religión [1]. Cada uno de estos conceptos, de estas interpretaciones, otorga una figura distinta a "l'Infâme"; pero, al mismo tiempo, cada una de esas figuras refracta una dimensión del alma voltairiana; y, en el fondo en el fondo, cada interpretación reparte de forma desigual la tranquilidad de la conciencia religiosa del lector. O sea, en el mismo escenario están en juego la interpretación del Infame, de Voltaire y de nuestra conciencia.
Si "l'infâme" es el fanatismo, Voltaire podría ser tenido por una persona religiosa, e incluso cristiana o católica; condenaría el fanatismo, no la religión. Y, si es así, la batalla voltairiana podría ser compartida por cualquier conciencia religiosa; para algunos, incluso merecería ser aplaudida. ¿Quién puede estar a favor del fanatismo? ¿No puede vivirse como contrario a la verdadera fe? ¿Acaso el mensaje religioso excluye la tolerancia o, por lo menos, el amor al prójimo, la comprensión de sus errores? Si el Infame de Voltaire era el fanatismo podemos sentarnos, cosa que queda bien, a la mesa del filósofo ilustrado [2].
Argumentos no faltan. Se ha dicho que Voltaire nunca renegó de la fe en que había nacido, que ocasionalmente fue practicante, que fue comprensivo con los jesuitas, sus maestros...; en fin, que muchos católicos han considerado el fanatismo contrario al catolicismo. Nos tememos, no obstante el peso de estos argumentos, que se busca más la autoconsolación que la defensa de Voltaire o la objetividad de juicio; nos tememos que se practica la estrategia derivada de la sospecha de que la mejor manera de salvarse del virus voltairiano es esconderse a su punto de mira. ¡Con él contra el fanatismo!
Quienes defienden la interpretación de "l'infâme" como el catolicismo, están quitando la silla a los católicos tolerantes, pero intentan reservarse su lugar en la república de las letras. Subrayan que Voltaire perteneció a una logia masónica que era cristiana pero anticatólica; destacan sus afirmaciones respecto a que el protestantismo es más aceptable que el catolicismo, sus buenas relaciones con algunos pastores ginebrinos, su admiración por la tolerancia religiosa en los países protestantes, su tesis de que el deísmo había nacido naturalmente de la Reforma [3].
Por tanto, un nuevo rostro de "l'Infâme" se corresponde con una nueva imagen de Voltaire, ahora meramente anticatólico, y con otro reparto de la tranquilidad de conciencia: los protestantes se sienten seguros y satisfechos, pues los dardos de Voltaire apuntaban a sus enemigos.
Quienes lo interpretan como ataque a toda religión positiva y sobrenatural y, en particular, al cristianismo, como el mejor y más extendido exponente de estas doctrinas, destacan sus desavenencias con los pastores protestantes, y ondean las tesis de la Henriade: "Entre Ginebra y Roma, no opto" [4]. En este caso la imagen de Voltaire es la del filósofo, que ve en Dios el principio del orden, el arquitecto del mundo y el autor de esos simples sentimientos de justicia, sociabilidad, honradez y benevolencia naturales. Excluyen así de la compañía de Voltaire a los cultivadores de religiones positivas; sólo quedan a su mesa los defensores del deísmo, de la religión de la humanidad, en fin, el racionalismo sin concesiones.
En fin, quienes entienden que la batalla por "écrasez l'infâme" debe valorarse como una guerra total a la religión, incluidas sus formas filosóficas, destacan el Voltaire escéptico y ateo, que recurre a máscaras por simple protección, siendo el deísmo la máscara más usada [5]. Aquí Voltaire es el cínico que, en nombre de la razón, reta al hombre a superar su estupidez, a enfrentarse con el desierto, es decir, con la tarea de darse ley a sí mismo. Aquí la compañía de Voltaire, siempre deseada como símbolo de la racionalidad ilustrada, exige un precio que no todos quieren pagar.
No es extraño, pues, que la batalla contra el Infame haya sido la principal tarea de Voltaire: de una u otra forma, "l'Infâme" es el obstáculo a la filosofía, a la razón, en suma, a la liberación del hombre; y no es extraño que la interpretación de "l'Infâme" voltairiano sea el centro de un debate reiteradamente prolongado, en la medida en que cada uno decide si cede o no al atractivo de sentarse a la mesa con Voltaire. No creemos que puedan aportarse argumentos definitivos a favor de una u otra posición; en positivo, creemos que los argumentos no cambiarán el debate. No obstante, y al margen del uso que cada cual pueda hacer de ella, una breve irrupción en la batalla voltairiana contra "l'Infâme" servirá para aclarar ciertas ideas. La batalla fue larga, generándose desde sus primeros trabajos. En Septiembre de 1722, en su Epitre à Uranie, Voltaire ya ha adoptado una actitud crítica de la religión oficial. En su Dictionnaire philosophique (1752), discutido con Federico II, la posición se consolida. Pero su definitiva campaña "écrasez l'infâme" es posterior, cuando ya es viejo, rico, famoso y se siente seguro.
La batalla la comienza con su Sermon des cinquante (1762) (escrito diez años antes, en Postdam). Es un texto escandaloso, con ánimo de impactar al cínico Federico II. Los argumentos claves de su batalla contra "l'Infâme" están aquí expuestos de forma resumida: La Biblia es un libro contradictorio y no auténtico; los milagros que recoge son fábulas orientales; la transustanciación es un sinsentido; la moral de los judíos que recoge es una moral bárbara; el Dios de los judíos es caprichoso, cruel y arbitrario; el verdadero dios no es el de los cristianos, es el dios del amor, de la generosidad... En rigor, dos son las tesis que subyacen a todos los argumentos. Una, que la teología de la Biblia es un sinsentido y, en rigor, una diabólica invención; otra, que la moralidad predicada por la Biblia es horrible.
La idea de fondo del Sermón es que aquello que une es la verdad y lo que divide y enfrenta es la mentira: "Hermanos míos, la religión es la voz secreta de Dios, que habla a los hombres; debe agruparlos y no dividirlos. Por consiguiente, es visiblemente falsa la religión que pertenece a un solo pueblo". Por tanto, toda religión particular, en la medida en que su particularidad implica alejamiento de la universalidad de la moral, condición de la unidad, es falsa: "La religión ha de ser conforme con la moral y ha de ser universal como ella; toda religión cuyos dogmas ofenden a la moral, es sin lugar a dudas falsa". Por tanto, si esto es cierto, y según Voltaire lo es, las religiones de los hebreos y sus sucesores son falsas [6].
Repitió estas ideas de mil maneras, fiel a una firme concepción estratégica: los hombres sólo son persuadidos si se consigue sacarlos del aburrimiento. Dedicó a este objetivo todo el resto de su vida: conseguir que los hombres lleguen a sentir vergüenza y horror de identificarse cristianos. Voltaire no podía soportar ni la crueldad del Dios cristiano ni el fanatismo del clero, a quien confesaba "haber odiado, seguir odiando y continuar odiando indefinidamente" [7]. Más que una alternativa, su objetivo se centra en eliminar el horror de la religión. Dice en Milord Bolingbroke: "¿Qué pondremos en su lugar, me preguntas? ¡Un feroz animal bebe la sangre de mi reino, te pido que me libres de esta bestia y tú me preguntas qué pondremos en su lugar!"
Su lucha es apasionada, total. Voltaire solía decir que cada noche de 24 de Agosto, en el aniversario de la Noche de San Bartolomé, le subía la fiebre. Vio en el cristianismo una religión del horror, de la sangre, de la guerra. Por eso su batalla era política. Vio, sobre todo, que el cristianismo era una religión intolerante, fanática, expansiva, exclusiva; por lo tanto, perversa. Una religión que se considera única es una religión fanática; y el fanatismo, aunque sea en pequeñas dosis, es peligroso.
La batalla por "écrasez l'Infâme" es una batalla contra la intolerancia y el fanatismo, una batalla por la liberación del alma. Y como el fanatismo es el fruto de la superstición, ésta se convierte en el objeto inmediato. Voltaire era especialmente sensible a la superstición; casi toda religión era superstición: "Casi cada cosa que vaya más allá de la adoración de un ser supremo y de someter el corazón de uno a su eterno orden es superstición" [8]. Es decir, todo lo que vaya más allá de una moral racional es superstición. Todo lo que exceda a la razón es superstición. Se comprende así que la batalla de Voltaire es la batalla de la filosofía; y se entiende también la confusa frontera entre su "deísmo" y un "ateísmo moral".
Voltaire piensa que la intolerancia es, en rigor, fruto de la ignorancia, de la inseguridad en las creencias: "Si estuvieses completamente persuadido no serías intolerante. Eres intolerante sólo porque en lo profundo de tu corazón sientes que estás siendo disuadido" [9]. Como Nietzsche, piensa que la crueldad no es síntoma de fuerza, sino de debilidad: "Sólo el débil comete crímenes. El hombre fuerte y feliz no necesita del mal" [10].
En el Dictionnaire Philosophique establece una relación directa entre superstición y fanatismo: "A menor superstición, menos fanatismo; menos fanatismo, menores calamidades" [11]. Y añade: "El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre y lo que la rabia es a la cólera. Quien tiene éxtasis y visiones, quien toma los sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, es un entusiasta; quien defiende su locura hasta con el asesinato, es un fanático" (...)."Hay fanáticos de sangre fría: estos son los jueces que condenan a muerte a quienes no han cometido otro crimen que el de no pensar como ellos" (...). "Cuando el fanatismo ha gangrenado su cerebro, la enfermedad es casi incurable".
La batalla contra el Infame es la batalla por la filosofía, por el pensamiento racional y libre; por eso la filosofía es la única defensa contra ese mal: "No hay otro remedio a esta enfermedad epidémica que el espíritu filosófico que, extendiéndose poco a poco, dulcifica las costumbres de los hombres y previene los efectos del mal... Las leyes y la religión no bastan contra esta peste de las almas; la religión, lejos de ser para ellos un alimento saludable, se vuelve veneno en sus cerebros infectados... Las leyes son también muy impotentes contra estos accesos de rabia; como si leyerais un decreto del consejo a un frenético. Esas gentes están persuadidas de que el espíritu santo que los ha penetrado está por encima de las leyes, que su entusiasmo es la única cosa a la que deben escuchar" (...). "Las sectas de los filósofos no sólo están exentas de esta peste, sino que constituyen el remedio; porque el efecto de la filosofía es el de volver a las almas tranquilas y el fanatismo es incompatible con la tranquilidad" [12]
Es la batalla por la filosofía; pero, como bien advierte Voltaire, la batalla por la filosofía no puede ser meramente filosófica, sino que ha de ser política. No se trata sólo de predicar a los hombres la verdad, de enseñarles el camino; se trata de cambiar su existencia, de liberarlos del poder que los sojuzga y degrada. Y, como toda batalla política, requiere armas no estrictamente filosóficas, porque el Infame no es un error a combatir con la verdad sino una condición, una manera de vivir, que ha de destruirse consiguiendo que resulte incómoda.
Voltaire encontró un arma eficaz en un uso irónico, burlesco, de la razón: la "risa". Era, en el fondo, su "risa" la que provocaba en el creyente inseguridad, miedo y vergüenza. De su risa se han dicho mil cosas. Herzen ha señalado: "La risa entraña algo de revolucionario. En la iglesia, en palacio, nunca se ríe, por lo menos abiertamente. Los siervos están privados del derecho de sonreír en presencia de sus dueños. Sólo los iguales ríen entre ellos. La risa de Voltaire ha destruido mucho más que los llantos de Rousseau" [13].
En definitiva, la lucha contra el Infame es la lucha por la razón; la superstición, en todas sus formas, religiosas o jurídicas, expresa el fracaso filosófico, es la enfermedad antifilosófica. En las Questions sur l'Encyclopédie lo dice bien claro: "el espíritu filosófico, que no es otra cosa que la razón, ha llegado a ser el único antídoto contra estas epidemias". La filosofía, la razón, es el único antídoto. De nada sirve la religión, pues el fanatismo es una enfermedad de la religión; de nada sirven las leyes, pues el fanático es un enfermo. Lo único útil es el mensaje de los filósofos, que es ante todo un mensaje contra el dogma, contra todo dogma: "écrasez l'Infâme".
2. L’Infâme en la sociedad.
Ahora bien, por lo que acabamos de decir, la batalla contra "l'Infâme" no podía ser meramente literaria; la batalla filosófica por la razón incluía la lucha por reformas sociales, en particular, la lucha por la reforma de la ley, instrumento en manos del Infame, dictada, interpretada y aplicada por el Infame. Voltaire, lúcido en ver que la superstición no es un mero fenómeno de la conciencia, fue de los más activos en la batalla por la reforma de la justicia; era la forma real de luchar contra el fanatismo en sus raíces.
Voltaire defendió las ideas ilustradas en los casos concretos. No teorizó sobre la justicia, o sobre la reforma de la ley, sino al hilo de situaciones sociales particulares, aprovechando la conmoción del público, tratando de guiar los sentimientos. Así, su lucha contra el fanatismo fue una lucha eminentemente política, que traspasó el ejercicio de las exégesis bíblicas para situarse en lugares concretos, en los efectos prácticos del fanatismo, donde éste presenta su rostro más cruel.
Los casos Calas, Sirven y La Barre, entre otros muchos, son adecuados para rememorar un aspecto poco resaltado de la vida y obra de Voltaire. Nos referimos a su lucha contra la pena de muerte, contra la tortura, contra la crueldad innecesaria en las penas y, en general, su lucha por desmoralizar el castigo, por restringirlo a su uso social y con criterios económicos.
2.1. El caso Calas.
En marzo de 1762 tiene noticia de este hecho, que conmovió a Voltaire y le empujó a emprender una de las batallas más largas y tenaces por la justicia. La historia, en síntesis, era la siguiente: El 13 de Octubre de 1761, a las 9,30 h., Marc-Antoine Calas fue encontrado ahorcado en la tienda de sus padres. Estos, de entrada, hicieron correr la idea de que su hijo habría sido asesinado por algún extraño que accediera a la casa. En cambio, cuando la familia Calas fue arrestada, declararon unánimemente que, tras cenar con Marc-Antoine, éste había bajado a la tienda y habría cometido el suicidio.
La primera declaración se entiende como intento de ocultar el suicidio, ya que la ley francesa sometía a un ritual ignominioso a los suicidas, paseándolos desnudos por las calles en medio de insultos y laceraciones, y negándoles un entierro religioso. Voltaire diría más tarde que "Mentir en semejante situación habría sido un acto de piedad paterna" [14]. Pero la inconsistencia de la declaración y su rectificación llevaron a los jueces a tomar en consideración la posibilidad de que Marc-Antoine hubiera sido asesinado por su familia.
Los miembros de la familia Calas eran hugonotes. Pronto se extendió el rumor de que Marc-Antoine estaba a punto de convertirse al catolicismo y que su familia lo habría asesinado para impedir que abrazara la fe de todo verdadero francés. Marc-Antoine fue enterrado como un católico y celebrado como un mártir. El 9 de Marzo de 1762 es condenado a muerte Jean Calas, el padre. Previamente le aplicaron todo tipo de torturas con el fin de que confesara su culpabilidad, sin éxito. Al fin fue ejecutado".
Esta es la historia en síntesis. Voltaire, como decimos, se conmovió por esta nueva obra de l'Infâme y consiguió que el caso Calas fuera una de las causas célebres del XVIII. Voltaire lo veía claro: la canalla de Toulouse había extendido el relato del asesinato ritual, presentándolo como una práctica intrínseca de los hugonotes, y las autoridades judiciales no fueron suficientemente racionales para encontrar absurda la historia o suficientemente ecuánimes para hacer justicia. Le horrorizaba, como escribía a un amigo, "que un hombre pudiera ser condenado por lo que era en lugar de por lo que había hecho". Reflexionaba:
"¿Era culpable o inocente? De una u otra forma, estamos ante un caso del más horrible fanatismo en la centuria más ilustrada. Mis tragedias no son tan trágicas" [15].
Voltaire escribía a d'Alembert que de cualquier manera que se enfocase el origen del mal estaba en l'Infâme: o bien en forma del fanatismo hugonote que había llevado a un padre a matar a su hijo por cambiar de fe, o bien en forma de fanatismo católico que había condenado a un inocente por ser hugonote. En cualquier caso, el hecho era la mejor expresión del rostro bárbaro del fanatismo. El Infame, como vemos, apuntaba a la condición social de los hombres.
Voltaire se propuso que el caso no quedara cerrado. Escribió cientos de cartas, hizo cientos de investigaciones, recogió testimonios y opiniones, en fin, puso toda su influencia para mantener viva la polémica y para dirigirla a la reforma de la ley, que en definitiva permitía tales excesos. Cada vez estaba más seguro de que Jean Calas era inocente; cada vez estaba más seguro de que la ley francesa era culpable de asesinato. Por eso se entregó a una lucha, "por Calas y contra el fanatismo, porque es l'Infâme la causa del crimen". Ayudó a la familia Calas, incluso económicamente, y buscándole buenos abogados...
2.2. El caso Sirven.
En Enero de 1762, mientras Jean Calas estaba en prisión, ocurrió otro caso semejante. Elizabeth Sirven, la hija menor de Pierre-Paul Sirven, un oficial hugonote, había sido encontrada ahogada en un pozo. La chica era deficiente mental, sufría frecuentes ataques de histeria y de epilepsia, que algunos interpretaban como signos de conversión a la verdadera fe. Pues bien, el mismo prejuicio, el mismo fanatismo, extendió el rumor de que había sido asesinada por su familia. Por fortuna pare los Sirven, huyeron a Suiza antes de ser arrestados. No obstante, las autoridades de Toulouse juzgaron y condenaron a la familia Sirven y los quemaron simbólicamente en la plaza pública. Voltaire también se entregó a la denuncia de ese nuevo crimen simbólico de l'Infâme, con similar celo que en el caso Calas.
2.3. El caso La Barre.
El 28 de Febrero de 1766 estalla el melodramático caso del Caballero de La Barre, de 19 años, que junto con su amigo Gaillard d'Etallonde, eran acusados de mutilar una cruz de madera instalada sobre un puente, de proferir insultos y cantar canciones blasfemas.
A diferencia de los acusados en los dos casos anteriores, La Barre y su amigo no eran "calvinistas imbéciles", sino "católicos imbéciles"; además, en este caso los hechos eran claros. Los dos adolescentes, frívolos y vanos, habían cometidos otros actos obscenos con los símbolo religioso. Se les culpa de no quitarse el sombrero cuando pasa la procesión, de hacer chistes sobre la virgen y los santos, etc. D'Etallonde escapó, y La Barre quedó sólo, atrayendo el odio del fanatismo del público de Abbeville. Fue condenado a hacer penitencia pública, a cortársele la lengua y la mano derecha y a ser ejecutado en la hoguera. El veredicto fue apelado.
El caso trascendió al debate público. Para la ortodoxia cristiana La Barre era un ejemplo de los efectos perniciosos de la filosofía materialista y exigía dureza y justicia implacable. El Parlamento de París, intoxicado por un ambiente de constante denuncia de impiedad, confirmó la bárbara sentencia.
Voltaire se vio implicado en el asunto, pues la investigación "demostró" que La Barre había leído el Diccionario filosófico, las Cartas filosóficas, la Carta a Urania... Voltaire tenía razón al considerar que estos casos formaban parte de la batalla política. El 1 de Julio de 1766 La Barre muere en las llamas, tras las prescriptivas torturas, junto a un ejemplar del Diccionario.
Calas, Sirven, La Barre son sólo los casos más celebrados, no los únicos, en los que intervino Voltaire. Para ellos escribió algunas de sus obras más elocuentes y desinteresadas obras de propaganda (Tratado sobre la tolerancia, para Calas; Aviso al público, para Sirvens, las Relaciones, para La Barre). Estos trabajos no fueron estériles. El 9 de marzo de 1765 se restituyó a los Calas su buen nombre y memoria; en 1771 fueron rehabilitados los Sirvens. Como dijo Voltaire: "Necesitaron dos horas para condenarlos y una década para hacerles justicia".
Estas batallas de Voltaire no son simples respuestas emotivas a una situaciones de injusticia, sino expresión de una idea que, en el fondo, ilumina toda su lucha por la razón: la necesidad de desmoralizar la justicia y, en general, la conveniencia de desmoralizar la vida civil. Sin duda no cuestionaba la conveniencia de una conducta moral, pero luchaba contra el uso político de la moral la moral y contra una política dedicada a imponer la moral ascética dictada por l'Infâme.
Voltaire, expresando las ideas ilustradas, afirma como criterio moral el deseo de vivir. La vida social, por tanto, no es un lugar para la redención o la penitencia sino para gozar de la vida. En consecuencia, la justicia debe inspirarse en criterios sociales y políticos, debe intentar conseguir el orden y el equilibrio social con el menor costo para los individuos.
No dejó de luchar por una justicia justa, por la reforma del código penal y por criterios racionales para el castigo; eran formas de luchar contra el Infame. Voltaire creía que la única justificación para la represión es y ha de ser política, no moral o religiosa; su justificación no es la de venerar los santos o cumplir los rituales ascéticos, sino la de garantizar la seguridad del orden social con el mínimo coste para la sociedad y para el criminal. El crimen es una injuria contra la sociedad, no contra Dios; este debe ser el principio de todos los códigos: desmoralizar el crimen.
Esta actitud se revela con claridad en su rechazo de la crueldad y, en especial, de sus dos formas más extremas y obscenas: la tortura y la pena de muerte. Una y otra vez dirá que "la crueldad en la ley no es sólo inhumana, sino antieconómica", que el respeto a la ley no debe conseguirse por miedo, sino por conciencia de su interés; que "cuanto es excesivo en la ley tiende a su destrucción"; que hay que conseguir que el sufrimiento de los criminales sea útil; en fin, que nunca había justificación para la pena de muerte. Una y otra vez defiende, en conclusión, que la única crueldad aceptable es aquella necesaria para mantener y potenciar la vida; que nunca, absolutamente, nunca, está justificada esa crueldad dictada por l'Infâme como purificación de la culpa o el pecado, esa crueldad que es hija del amor perverso al dolor y a la muerte.
El castigo no es una venganza ni un ritual de redención; su uso social debe seguir criterios económicos, de utilidad social. En todo caso, nunca es aceptable un castigo sin absoluta certeza de la culpa. Voltaire siempre ha defendido que es preferible dejar escapar a un culpable que culpar a un inocente.
3. L’Infâme en nuestros días.
Han pasado doscientos años, pero el Infame, si creemos a Voltaire, es eterno, renace aquí y allá con rostros variados. El fanatismo, la intolerancia, la xenofobia, esperan a que la filosofía baje la guardia. Esperan en cada país, en cada ciudad, en cada conciencia individual. Cada pueblo tiene sus Calas, sus Sirven y sus La Barre más o menos vivos; cada pueblo tiene sus exaltados y sus entusiastas, sus inquisidores y sus sectarios, más o menos activos. Y nuestro temor es que, doscientos años después, la filosofía, el talante ilustrado, la exigencia de razón y libertad, hayan renunciado a la única estrategia válida, según Voltaire, en la lucha contra el Infame: hacer que se sientan avergonzados, que se sientan incómodos, que se sientan ridículos. Si no es así, se sentirán aplaudidos y agasajados en su locura; y condenarán la vida desde ideologías de muerte.
De algún modo hay que acabar y uno adecuado puede ser hacernos la pregunta que ya hace unas décadas se hacía Paul Valery, cuando los hombres del mundo civilizado resolvían sus diferencias con las armas: "Ante ese estado de las cosas humanas, que hace que el hombre se comprenda a sí mismo cada vez menos, y que parezca comprender menos la naturaleza cuanto más encuentra en ella poderosos medios de acción, ante ese cuadro fantástico, ¿podría esbozar Voltaire la famosa sonrisa que le conocemos? Si se me permite terminar así este comentario sobre un impío, diría que tal vez su pensamiento quedaría invadido por esa palabra suprema y augusta, la expresión más profunda, simple y auténtica que se pronunció nunca sobre el género humano, sobre la política, el progreso de sus ciencias, sus doctrinas y sus conflictos; tal vez susurraría esta sentencia tan evidente: "No saben lo que se hacen" [16].
Hoy tal vez Voltaire no diría esa frase, sino otra parecida: "No saben qué hacer". Pero esgrimiría la misma sonrisa.