LA POLÍTICA, ENTRE LA CIENCIA Y LA ÉTICA





Releyendo estos días el El político y el científico [1], de Weber, me he hecho la pregunta de si se plantean los políticos de hoy las tópicas cuestiones kantianas ¿qué puedo conocer?, ¿que debo hacer?, ¿que me es dado esperar? Confieso mi inclinación intuitiva a responder negativamente; aunque bien pudiera tratarse de un prejuicio; en todo caso, quién sabe si tienen motivos para no planteárselas. Para conocer tales razones, si las hubiere, hemos desechado la habitual técnica del sondeo de opinión, que en el mejor y poco frecuente de los casos sólo confirma el sentido común, y hemos optado por escoger un político de perfil medio y prestarle nuestra voz. Somos conscientes de que con ello tal vez le contagiamos de impurezas especulativas que limitan sus pretensiones de prototipo de ese sospechoso universal medio que gusta llamarse a sí mismo "clase política"; pero nos parecen riesgos asumibles por la voluntad de verdad. El resultado, que en seguida describimos, presenta una confusión: no sabemos si es la voz del filósofo en la boca del político, o la del político en los oídos del filósofo. El enigma, en todo caso, no está exento de interés.


1. ¿Qué puedo conocer?

Me parece razonable aceptar que los límites del conocimiento los marca la ciencia. Ya sé que los filósofos postheideggerianos han denunciado la ilusión del lenguaje representacional y han negado a la ciencia toda función cognitiva, desenmascarándola como fraude logocéntrico y fichándola como técnica, como dominación. Sé lo del giro lingüístico, lo del giro ontológico, lo del giro hermenéutico, lo del giro pragmático y muchas cosas más. En giros soy un experto, pero ya pasé la adolescencia y la edad de las metáforas, y no me queda la pasión provocativa que lleva a Feyerabend a poner la ciencia como una forma más de brujería. Por otro lado, la racionalidad científica puede pensarse como arquetipo del equilibro reflexivo rawlsiano; y como la mejor aproximación al consenso comunicacional habermasiano. Además, no vale la pena dar vueltas al asunto, yo soy político, no filósofo, y a nosotros nos basta con la prudencia, no con la verdad; tenemos suficiente con el sentido común, no necesitamos otra fundamentación de la evidencia. Por lo tanto, mientras los especulativos entretienen sus vidas descifrando misterios, yo me atengo al consejo cartesiano de la moral provisional; me conformo por tanto con la respuesta común y provisional, que otorga credibilidad a la ciencia: me apoyaré en el conocimiento científico. Especialmente en las ciencias sociales, aparentemente más próximas a mi profesión. ¿Qué más puede exigírsele a un político que una actuación conforme a la ciencia? ¡Políticos de tal corte son casi un lujo!

Claro que, bien mirado, tampoco hay que entusiasmarse. Ya el ideal ilustrado confiaba a la ciencia la emancipación humana (del mal físico y del mal moral, de la sumisión a la naturaleza y a los otros); confiaba a la ciencia descubrir el sentido del mundo, de la vida y del orden social. A juzgar por su enorme desarrollo, por su poder, debería haber logrado la realización de ese ideal de emancipación y de sentido. Y no parece haberlo conseguido, tanto si creemos a los heraldos de la teoría crítica, gente progresista y radical, como si escuchamos al coro heideggeriano, de quienes me fío menos. Como político de centro-izquirda, que hoy es el lugar común de todo político decente, prefiero escuchar a Weber. Al fin, en tiempos del marxismo, todos los de derecha eran weberianos; en el postmarxismo, casi todos los marxistas se han refugiado en Weber. Es casi la casa común.

Weber nos recuerda que el progreso científico es una parte, "la más importante", del proceso de desmitificación de lo oculto, de intelectualización y racionalización, que se inicia hace milenios. Eso del racionalismo está bien, pues va ligado a la liberación del hombre de creencias en lo oculto: "significa que se sabe, o se cree que en cuanto uno quiera puede saber, que no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que por el contrario todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo"[2]. Pero Weber también advierte, para no dejarnos tranquilo, que ese proceso hoy deja ver sus carencias y su rostro negativo, que ni ha liberado al hombre ni le ha dado autoconsciencia y criterios para organizar bien su vida. La intelectualización y la racionalización crecientes, nos dice, no significan, pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto. Ya no somos salvaje, nos hemos liberado de los poderes ocultos, de los dioses y los demonios; no recurrimos a rituales mágicos de desagravio o piedad. Hoy toda la realidad es superficial y asequible, al alcance de nuestros medios técnicos y de nuestra previsión. La racionalización es sin duda desmitologización del mundo, desmagificación de la realidad; es, sin duda, emancipación de los dioses y los demonios. La cuestión es si el instrumento no acaba siendo venerado, cosificado, convertido en símbolo de una nueva brujería.

Nunca podremos evitar esa sospecha, que Weber enuncia recurriendo a palabras de Tolstoi, y que Adorno y Horkheimer describieron en su Dialéctica de la Ilustración: desvanecido el sentido mágico del mundo, cumplida la tarea desmitoligizadora, la racionalidad científica aboca a una trágica encrucijada: devenir un nuevo mito o declarar sin cesar la ausencia de sentido. Muerto Dios, la muerte no tiene sentido: "La muerte resulta así (para el hombre) un hecho sin sentido. Y como la muerte carece de sentido, no lo tiene tampoco la cultura en cuanto tal, que es justamente la que con su insensata progresividad priva de sentido a la muerte" [3].

Sospecho que un político no debe irrumpir en estos circuitos filosóficos; lo suyo es el sentido común, el tópico. ¿Por qué desacralizar la ciencia si es un buen referente? ¿No es mejor y más actual ver el mundo y dirigir la vida con ojos científicos que con cristales mágicos? La gente cree que los griegos clásicos inventaron los conceptos, y que gracias a ellos alimentaron su voluntad de verdad. Con los conceptos se accede al conocimiento de la realidad, al verdadero ser, abriendo la puerta para conocer el camino justo de vivir y de convivir. A partir de entonces los hombres pudieron conocer la vida buena; desde entonces los hombres asumieron como deber llevar una vida conforme a la verdad; desde entonces los políticos aprendieron que la justicia, el derecho, o las virtudes cívicas se fundamentaban en el conocimiento.

Y los grandes hombres del renacimiento, ¿no siguieron ese camino? Leonardo aspiró a elevar el arte a ciencia y el artista a doctor. El científico biologista Swammerdam decía: "aquí, en la anatomía de un piojo, les traigo una prueba de la Providencia divina". El protestantismo y el puritanismo influían en la consciencia científica, al entender la ciencia como camino hacia Dios. Beccaria convierte el derecho en ciencia; Hobbes hace lo mismo con la política y Hume intenta lo propio con la moral. El XVIII y el XIX están sembrados de hombres ilustres que han confiado en la ciencia para conocer el mundo y para guiar a los hombres en el camino de emancipación; sabios prestigiosos que han confiado a la ciencia el establecimiento del sentido del mundo y de la vida, de los fines y los valores.

Tan larga y sólida tradición no puede tambalearse porque un oscuro filósofo resucite la cuestión de la falacia naturalista [4], que niega a la ciencia, en tanto que lenguaje descriptivo, toda legitimidad para prescribir fines o reglas prácticas. Moore, sin saberlo ni quererlo, abre la puerta al neopositivismo suicida: al igual que Descartes, celoso guardador de la evidencia, puso un criterio tan riguroso que todo lo que importaba a los hombres (la vida, la historia, el derecho, las humanidades) quedó fuera del campo científico, restringido así a la matemática y a lo matematizable), así el neopositivismo, empeñado en fundar el conocimiento científico para gloria de la ciencia, desautoriza a la razón para hablar con sentido de la ética y la política.

¡Allá ellos! Los políticos tenemos que seguir confiando en la ciencia. Además, las ciencias útiles para un político son las sociales; y éstas, aunque no reuniesen los requisitos de la explicación, encuentran su propia racionalidad en la comprensión. Lo ha defendido Weber en Economía y sociedad [5]. El científico social no pretende conocer la realidad en términos causa-efecto, o como manifestaciones de una ley. El pasado no interesa conocerlo como causa del presente; interesa conocerlo desde la perspectiva de nuestros valores. No importan los efectos de la cultura griega o romana en la nuestra, no importan las consecuencias de la revolución francesa o de las dos guerras mundiales en nuestra situación; importa la significación que esos hechos históricos llegan a tener para nosotros a la luz de nuestros valores; es decir, importa cómo nos los representamos.

Claro que, bien mirado, Weber nos lleva a la perplejidad. Defiende y defiende la ciencia social pero nos lleva a un callejón sin salida. Dice que toda interpretación de la historia o de la sociedad se hace desde unos valores; y dice también que no existen valores culturales objetivos, que el valor no reside en las cosas sino en las decisiones personales del individuo. Son valores porque uno los ha elegido, porque uno ha decidido que valgan. Este relativismo resulta sospechoso; me parece confundirse con el credo liberal. Claro que para un político es cómodo: en lugar de construir una ideología coherente y argumentada, en lugar de enzarzarse en esa tarea de convencer a los hombres sobre las mayores bondades o justicia de la alternativa frente a las de los rivales, es preferible convertir el partido en una empresa de servicio; se hacen encuestas de mercado para saber qué quiere cada segmento de población y orientamos la acción política a la satisfacción de las mismas. Si las ciencias no pueden proporcionarnos criterios correctos y fundados para elegir fines, estrategias y medios, las sustituimos por los sondeos de opinión. Al fin, en una época democrática tienen valor sustituir la verdad de los expertos por la opinión del pueblo.

Ya sé, ya sé, que los sondeos pueden ser contradictorios, pueden llevar a un mercado de servicios políticos anárquico y descompensado. ¿Cómo satisfaremos la demanda okupa? ¿Cómo resolveremos la contradicción entre la consciencia piadosa y solidaria, que nos exige intervenir militarmente en el mundo a favor del débil, y el cada vez más arraigado pacifismo que exige que las armas las usen sólo los mercenarios, y a ser posible los del ejército americano? Creo que para tales casos seguimos necesitando una idea global, que en nombre de la coherencia nos aporte argumentos; necesitamos la razón y la ciencia. Pero Weber es demasiado rotundo: "El destino de una cultura que ha degustado el árbol de la sabiduría es saber que no podemos leer el sentido del acontecer del mundo en los resultados de la investigación del mismo, por muy completa que ésta sea, sino que debemos ser capaces de crearlo por nosotros mismos; saber que las concepciones del mundo no pueden ser nunca el producto de un progreso del saber empírico, y que, por tanto, los ideales supremos que más nos conmueven no se actualizan en todo tiempo más que en la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados como los nuestros" [6]. Como político estoy dispuesto a aceptar el pluralismo y la diversidad, incluso el multiculturalismo. Pero sospecho que la "neutralidad axiológica" de la ciencia es el rostro gemelo de la "neutralidad axiológica" de la política. Al final todos tecnócratas. Tal vez sea el precio inevitable de la profesionalización.

No obstante, no puedo evitar cierta inquietud ante ese mensaje weberiano según el cual la ciencia no puede decir a nadie cómo orientar su vida, aunque pueda ayudarle a hacer examen de conciencia sobre el destino último de sus propias acciones, a clarificar su toma de posición de forma consciente: "La ciencia puede ayudar al hombre de voluntad a tomar consciencia de sí mismo, tanto de los axiomas que forman la base del contenido de su querer como de los criterios de valor de los que parte inconscientemente o bien de las que debería partir para ser consecuente. Ayudar al individuo a tomar consciencia de estos criterios últimos que se manifiestan en el juicio de valor concreto, tal es finalmente la última cosa que la crítica puede conseguir sin elevarse a la esfera de las especulaciones. En cuanto a saber si el sujeto debe aceptar estas instancias últimas, tal cosa es un asunto propio, es una cuestión que se circunscribe a su querer y a su conciencia, no al saber científico" [7].

No puedo evitar la inquietud. Tal vez Weber habla para profesores, no para políticos; para ellos la neutralidad axiológica no es dramática: "Ciertamente, no cabe demostrarle a nadie científicamente de antemano cuál es su deber como profesor. Lo único que se le puede exigir es que tenga la probidad intelectual necesaria para comprender que existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos: de una parte, la constatación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de fenómenos culturales; de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y de sus contenidos concretos y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad cultural y en las asociaciones políticas. Si alguien me pregunta por qué no se pueden tratar en el aula los problemas de este segundo género hay que responderle que por la simple razón de que no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta. Para unos y otros ha sido dicho: Id por las calles y plazas y hablad allí públicamente" [8].

Es la huida permitida al profesor, a quien le pagan por hablar de la verdad, no para predicar el deber ni para construir la paz, la libertad y el bienestar. Pero un político sin ideal es la máscara de una contradicción. Cuando se niega a la ciencia toda legitimidad para hablar de la justicia o de la vida buena, cuando los dioses y los demonios son elegidos irracionalmente -pues la elección o el rechazo la fuente del valor, la que instaura algo como dios o como demonio- y se declaran inconmensurables entre sí, ¿qué lugar queda al político? Cuando no puede conocer los fines, cuando éstos se declaran arbitrarios, ¿cómo puede ser político? Desde luego, ya no como vocación, tampoco como profesión; si acaso, como sobrevivencia. Pero entonces soy inocente. ¿O no?


2. ¿Qué debo hacer?

Hasta hace poco lo tenía claro: actuar conforme a la ética. Un amigo solía decir que "la política sin ética es politiquería". Él es filósofo, no politicólogo; a éstos les gusta pensar la política liberada de éticas y teologías, y siguen creyendo que Maquiavelo fue el genial iniciador de ese divorcio. De todas formas está mal vista una política sin maneras éticas. Por tanto, como no es lo mío meterme en los problemas de la crisis de la razón práctica, lo razonable y honesto es asumir este criterio de actuación de conformidad a la moral común, a los valores humanistas, a la consciencia social, a la sensibilidad solidaria, etc. Además, ahora lo tenemos más fácil, pues no es el político quien ha de enseñar y defender esas cosas; el principio democrático, con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, nos ofrece en forma de encuestas y sondeos de opinión las preferencias morales de nuestra sociedad... ¡Claro que hay preferencias que me llenan de perplejidad! No estaría de más, para poder poner límites a la constante confusión del deber con el deseo, escuchar la voz de la ética.

Weber también habla de esto, de la elección de la ética adecuada a la política. Su entrada me sorprende, a mí que no soy un político cínico. Critica nuestra manía de justificar nuestra conducta; y, sobre todo, critica la creencia de que justificar una acción pasa por mostrar su coherencia con la ética. Considera que se trata de una forma de exculpación y Weber nos invita a asumir las responsabilidades y el futuro, en vez de buscar eludir las culpas: "Si hay algo abyecto en el mundo es esto (la búsqueda de exculpación), y éste es el resultado de esa utilización de la ética como medio para tener razón" [9]. La verdad es que no es menospreciable una práctica política en la impunidad; ya Platón en su República reconocía que, a primera vista, la mayor felicidad se identificaba con el poder cometer injusticias con absoluta impunidad.

Weber ha hablado de esto y ofrece al político una excelente salida con su distinción entre la "ética de la responsabilidad" y la "ética de la convicción". Un hábil juego entre ambas permite una constante y fácil justificación, aunque lo ideal sería no tener que justificarse. Un político ha de tener una convicción, aunque sólo sea para presentarse en un partido, y aunque sea frágil, no dogmática, de prête-à-porter: "Aunque los proyectos y las intenciones nunca se cumplen, la política ha de encuadrarse en un ideal que le aporte el sentido. No es posible "prescindir de ese sentido, del servicio a una "causa", si se quiere que la acción tenga consistencia interna. Cuál haya de ser la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político poder es ya cuestión de fe. Puede servir finalidades nacionales o humanitarias, sociales y éticas o culturales, seculares o religiosas; puede sentirse arrebatado por una firme fe en el "progreso" (en cualquier sentido que éste sea) o rechazar fríamente esa clase de fe; puede pretender encontrarse al servicio de una idea o rechazar por principio ese tipo de pretensiones y querer servir sólo a fines materiales de la vida cotidiana. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. Cuando ésta falta, incluso los éxitos políticos aparentemente más sólidos, y esto es perfectamente justo, llevan sobre sí la maldición de la inanidad" [10].

Esta tesis me gusta; conecta con mis sentimientos juveniles. Hay que optar y comprometerse, tomar posición. Pero, si vamos al fondo del asunto, el texto de Weber es neutral ante la elección; parece que cualquiera es buena. Ese "politeismo de los valores", esa libertad e irracionalidad en la elección de los dioses y los demonios, ¿no favorece el cinismo?; ¿no trivializa el compromiso? Además, desde tal perspectiva no se prohibe cambiar de dioses, elegir los apropiados para cada situación. Aunque nos impusiéramos el principio de la coherencia en la elección, que no es necesario, distintas circunstancias parecen requerir distintos valores. Weber ya lo dice, no es posible imaginar que una ética capaz de imponer obligaciones idénticas, en cuanto a su contenido, al mismo tiempo a las relaciones sexuales, comerciales, privadas y públicas, a las relaciones de un hombre con su esposa, su proveedor de legumbres, su hijos, su amigo y su enemigo. ¿Lleva este relativismo al nihilismo? No es eso; se trata de jugar con las dos éticas, que impiden tanto la deriva oportunista y cínica como la angustia y el dramatismo de quien se empeña en cargar al mundo con un ideal, con una ontología práctica, con valores, fines y sentido. Ya se sabe, los postmodernos llaman "terrorismo" a esta actitud de cargar al ser con un ideal exterior, con la subjetividad.

Pero eso de dos éticas, ¿no suena extraño? Bien mirado, el terrible precio que se paga por ser político bien merece esta excepción. A Weber le parece que la acción política es peculiar, pues su medio específico de acción es el poder, tras el que está la violencia. Recordamos que entiende por política<"la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, un Estado" [11]; y que considera "el Estado es la única fuente del derecho a la violencia" [12]. Es inquietante este Weber: habla como un filósofo y piensa como un político. Desde luego es poco discreto, lo que lleva a pensar que no confiaba en la democracia: "Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder por el poder, para gozar del sentimiento del prestigio que él confiere" [13]. No acierto a imaginar qué perspectivas electorales tendría actualmente el político que repitiera incansable: "El Estado moderno es una asociación para la dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas" [14].

Aunque, bien mirado, no le falta razón. Por las noches, con la vista perdida en el presente, comprendo la necesidad de dos éticas para soportar la vida política. La ética común, de raíz cristiana, la ética del Sermón de la montaña, si se toma en serio es implacable e incondicionada, es del todo o nada. Es la ética absoluta, de gran belleza filosófica: "La ética del Sermón de la montaña -la entiendo como la ética del Evangelio- es algo más serio de lo que creen quienes en nuestros tiempos citan libremente sus mandamientos. No se disfruta con ella. Lo que se ha dicho respecto a la causalidad en la ciencia se aplica igualmente a la ética: no es un carruaje que se puede hacer parar caprichosamente para subir o bajar según el caso. A menos de no ver en ella más que un recuento de trivialidades, la ética del Evangelio es una moral de todo o nada", dice Weber enardecido. Sus prescripciones o mandamientos no están sujetos a interpretación y contextualización, y mucho menos a elección. Es una ética de dictadores iluminados y proféticos, no de políticos demócratas.

Esta ética de convicción es una ética para la agustiniana "ciudad de Dios". En la ciudad de los hombres no es practicable, tendría efectos perversos. El precepto de "poner la otra mejilla" sólo puede exigirse a santos; es una ética indigna en política (aunque válida en otras esferas). La ética acósmica cristiana nos ordena: "no resistir el mal con la fuerza"; pero el político ha de obedecer otro mandato ético: "has de resistir el mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo". El político es responsable del triunfo del mal: del dolor, la miseria, la desigualdad, la segregación, la opresión o la explotación; es responsable del fascismo y de la guerra. El político es responsable del mal que provoca y del mal que no logra evitar. Por tanto, ha de poner la mirada en las consecuencias. La suya es la ética de la responsabilidad, una ética a pesar de todo cómoda, pues en la guerra de los dioses los de los otros son siempre demonios; y el mal siempre es obra del demonio; y nuestra cultura sabe mucho de la dificultad de vencer al demonio y de la comprensión hacia sus víctimas. Fue pensado poderoso para enaltecer la omnipotencia de su vencedor; la impostura sería pensar hombres capaces de resistirlo.

Como individuo, cumplimos con nuestros dioses, conforme a la<ética de convicción o de un evangelio; y si las consecuencias son perversas, allá con los autores de las normas: "No soy yo, sino el mundo que es estúpido y vulgar; la responsabilidad de las consecuencias no me incumbe, sino a aquéllos a cuyo servicio trabajo". Como político, hemos de rendir cuenta de nuestros actos o nuestras inhibiciones; es decir, hemos de decidir libremente, y que la historia nos juzgue. Tal vez por eso los filósofos postheideggerianos han declarado la guerra a la historia, a su existencia y a su sentido; el fin de la historia es como un grito por la impunidad. Es la apuesta por la no responsabilidad; es la reivindicación de la absoluta inocencia. Si, como nos dice Weber, la elección de dioses y demonios es libre, irracional y arbitraria, no pueden hacernos responsable. Los políticos tenemos mucho que agradecer a esta filosofía postfilosófica; es la que mejor comprende nuestra política postpolítica.

Comienzo a ver las bondades del discurso weberiano. Es cierto que no me resuelve la cuestión sobre lo que debo hacer; pero me alivia saber que puedo jugar con las dos éticas, especialmente si se me permite reformular la responsabilidad en el marco del fin de la historia. Además, Weber es valiente: parece que sea la voz del poder político; habla como el rey-filósofo, y no como el filósofo-rey. Ha planteado con vigor la cuestión maquiaveliana: el bien, a veces, viene del mal. Eso es lo que no comprende la gente normal, guiada por la ética de la montaña, y lo que pone bajo sospecha constante a la política. Su posición es clara y rebosa seguridad: "Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos" [15].

Si se hubiera leído mejor a Maquiavelo los políticos tendríamos una imagen más noble pero lograron disfrazar su republicanismo antipapista tiranía cruel despiadada ahora somos víctimas error hermenéutico weber al menos burla ingenua según cual procede mal bien idea liga con máximas escolásticas identidad esencia entre causa efecto mayor eminencia las primeras historia los libros sagrados experiencia cotidiana ¿no muestran lo contrario antes era el gran problema de teodicea cómo es posible un poder que se supone infinito bondadoso haya podido crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido injusticia impune y la estupidez irremediable [16]. Voltaire ha recibido de nuestros filósofos contemporáneos la respuesta que no encontró en Leibniz ni en los teólogos: el mal es y procede del estado. Al fin Dios ha muerto y, según dijo Hobbes, el estado es el nuevo dios sobre la tierra.

El problema está en determinar por qué la ética del sermón de la montaña sigue viva en un mundo sin Dios. Weber al menos nos comprende y nos justifica al decir que quien opte por la política firma un pacto con el procedimiento, con el uso del poder, y tiene que asumir sus consecuencias, aunque sean paradójicas. Quien aspira a instaurar la justicia absoluta en la tierra mediante el uso del poder, necesita seguidores, aparato; para que funcione, necesita ofrecer premios internos (satisfacción del odio, del deseo de venganza, del resentimiento, de la "pasión pseudoética de tener razón") y externos (botín, triunfo, poder, prebendas). No se puede querer el fin y no los medios; el resultado de la acción política no está en manos de los políticos. Aunque subjetivamente hubiera en todos buena fe, objetivamente se obtendrían resultados no esperados: "los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz aún, se transforman en parte constitutiva de la fraseología de los pícaros y de los técnicos de la política. Esta evolución se produce de forma especialmente rápida en las contiendas ideológicas porque suelen estar dirigidas o inspiradas por auténticos caudillos, profetas de la revolución. Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una de las condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual, la cosificación. La proletarización espiritual en pro de la disciplina. El séquito triunfante de un caudillo ideológico suele así transformarse con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendas" [17]. ¿No es esa la voz de la realidad? La gente debería leer más a Weber; los políticos viviríamos mejor; y haríamos mejor política.

Me gusta su tesis de fondo: hacer política profesionalmente supone asumir riesgos. Recuerdo su letra de memoria: "Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder" [18]. Siempre he dicho que la política era servicio; y en silencio pensaba que era algo heroico, épico. Weber lo dice mejor que yo: "Quien busca la salvación de su alma y la de los demás, que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy duras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en un conflicto sin solución" [19].

Está claro, por tanto. Ya sé qué debo hacer: escuchar la ética de la responsabilidad e ignorar la ética de la convicción. ¿Para qué las convicciones en nuestros tiempos? Y menos para un político, que ha de estar dispuesto a entregar su alma al diablo: "Todo aquello que se persigue a través de la acción política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la ética de la responsabilidad, pone en peligro la salvación del alma. Cuando se trata de conseguir una finalidad de este género en un combate ideológico y con una pura ética de la convicción, esa finalidad resulta perjudicada y desacreditada para muchas generaciones porque en su persecución no se tuvo presente la responsabilidad por las consecuencias" [20].

No sé si estremecerme o consolarme; o si estremecerme al máximo para optimizar el consuelo. Pero el tono weberiano se eleva a wagneriano: "Quien así obra no tiene consciencia de las potencias diabólicas que están en juego. Estas potencias son inexorables y originarán consecuencias que afectan tanto a su actividad como a su propia alma, frente a las que se encuentra indefenso si no las ve. El demonio es viejo; hazte viejo para poder entenderlo" [21]. Eso de vender el alma al diablo ya lo imaginó Göethe; pero su Fausto lo hacía por un buen fin, encuadrable en una ética de la convicción (aunque no la del Sermón de la Montaña). Y mi problema es que ni la ciencia ni la ética pueden decirme los fines a perseguir.

De manera indirecta Weber me ayuda a elegir el tipo de ética, aunque sin darme seguridad: "Nadie puede prescribir si hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforma a la otra. Lo único que puedo decirles es que cuando en estos tiempos de excitación que ustedes no creen estéril [...] veo aparecer súbitamente a los políticos de convicción en medio del desorden gritando: el mundo es estúpido y abyecto, pero yo no; la responsabilidad por las consecuencias no me corresponde a mí, sino a los otros para quienes yo trabajo y cuya estupidez o cuya abyección yo extirparé, lo primero que hago es cuestionar la solidez interior que existe tras esa ética de la convicción. Tengo la impresión de que en nueve casos de da diez me encuentro con odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo, sino que se inflaman con sensaciones románticas. Esto no me interesa mucho humanamente y no me conmueve en absoluto. Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro [...] que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a cierto momento dice: "no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo". Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo" [22]. Tiene razón; estoy de acuerdo con él; pero no me dice qué fines elegir. Insiste en que es irrelevante, que da igual que sea la gloria de la patria o la paz perpetua, los derechos individuales o el socialismo, la libertad o la igualdad; insiste en que la elección es libre e irracional, que lo que cuenta es la responsabilidad ante las consecuencias. Pero no acabo de asumir ese relativismo de los valores; no sé por qué no creo la tesis weberiana del politeismo de los dioses; ni por qué creo que él no cree que sea indiferente la elección.

Siento la tentación, eso sí, de romper con Weber, de no elegir y asumir la voluntad popular expresada en encuestas de opinión; pero reconozco ser un político atípico, con inquietudes filosóficas que me impiden cometer la falacia naturalista de deducir de la pluralidad el pluralismo. La pluralidad es riqueza ontológica; es diversidad, multiculturalismo, multilingüismo, multidiferencia, multitodo. Me gusta incluso en su expresión más prosaica: el mercado, el consumo. Pero el pluralismo es otra cosa; no es el reconocimiento de la diferencia, sino la defensa de la indiferencia. Una cosa es reconocer a los hombres el derecho a defender sus creencias y otra muy distinta postular que éstas todas son iguales en valor y dignidad; más aún, una cosa es respetar al mensajero y otra su mensaje.

Lo siento, pero no puedo aceptar la democracia de opinión; creo que el ideal democrático es inseparable de una idea de hombres que piensan por sí mismo y son capaces de encontrar lo común. Y no puedo ignorar, tras haber leído a Spinoza, que es la razón, reino de lo universal, la que une a los hombres, mientras la pasión, reino de lo particular, lo que los separa. Y no puedo olvidar que la política nació de la mano de la filosofía, cuando los hombres perdieron el respeto a la naturaleza y a las leyes eternas y emprendieron la larga marcha por pensar el nomos. Por tanto, me quedo en esta situación de perplejidad en la que, sin saber cómo elegir los fines, renuncio a no elegirlos o a hacerlo irracionalmente. Ni la ética ni la ciencia parecen legitimadas para proporcionármelos. ¿Qué pueden esperar de nosotros?


3. ¿Qué me es dado esperar?

Ya sé que son dos preguntas distintas. La primera, con la que acababa el apartado anterior, se refería a qué pueden esperar y exigir el pueblo de los políticos; sugería que, si no hay manera de establecer racionalmente los fines, no hay argumento para el juicio final. Reconozco que, en este caso, tan arbitrario es reivindicar la impunidad (pasión del político actual) como anticipar la condena (pasión del ciudadano contemporáneo). Dejemos, pues, las cosas así.

La segunda, que da título a este apartado, es la última pregunta kantiana: ¿qué puedo esperar yo, como político? Me temo que la respuesta es muy larga, pues me exigiría hablar de la "jaula de hierro". Por espacio, tiempo y prudencia, me parece preferible dejarla en espera, para otro momento. Hay dos cosas que he aprendido de la política, de mi propia experiencia, si bien luego leí ambas tesis en Maquiavelo: una, que un político nunca ha de confesarse culpable, si no está dispuesto a abandonar la política; otra, que un político nunca puede mostrarse pesimista, a no ser que esté en la oposición. Y, claro está, como no sé aún mi lugar, desde esta especie de situación originaria tras el velo de la ignorancia en que estoy obligado a pensar, es razonable no decir nada sobre la jaula de hierro. No obstante, puedo asegurar que un político puede vivir sin esperar nada; que se puede ser político sin esperanza (al menos sin esperanza que repartir).


J.M.Bermudo (2000)




[1] Max Weber, El político y el científico. Madrid, Alianza, 1993. Recoge dos conferencias de títulos Wissenschaft als Beruf (La ciencia como profesión), y Politik als Beruf (La política como profesión).

[2] Ibid., 200.

[3] Ibid., 201.

[4] G. Moore, Principia Ethica (1903). Cambridge, C.U.P., 1962.

[5] Max Weber, Economía y Sociedad. México, FCE, 1964, 2ª edic.

[6] Max Weber, "La objetividad del conocimiento en las ciencias sociales y la política", en Sobre la teoría de las ciencias sociales. Barcelona, 1974, 2ª edic., 15-16.

[7] Ibid., 11-12.

[8] El político y el científico. Edic. cit., 213.

[9] Ibid., 160.

[10] Ibid., 156-157.

[11] Economía y sociedad . Ed. cit., 82

[12] Ibid., 84.

[13] Ibid., 84.

[14] Ibid., 92.

[15] El político y el científico. Ed. cit., 165.

[16] Ibid., 167.

[17] Ibid., 173.

[18] Ibid., 173.

[19] Ibid., 174.

[20] Ibid., 174-175.

[21] Ibid., 175.

[22] Ibid., 176.