HISTORIA, JUSTICIA E IMPUNIDAD





Que un solo artículo como el de Francis Fucuyama, “¿Fin de la historia?” (1989) haya servido para abrir a su autor las puertas de la historia del pensamiento cosmopolita es un excelente ejemplo de lo que Jaakko Hintikka llamaba ayer “inconsistencia existencial”, y que hoy suele llamarse “falacia performativa”. Efectivamente, el discurso de Fukuyama enuncia y loa que “occidente” no es un mero topónimo, sino un concepto, un ideal, un destino, al tiempo que su difusión pone en evidencia alguna de las miserias de este mundo occidental idealizado. Porque, si algo importante revela el artículo es en tanto que síntoma de la debilidad de nuestra cultura. No es la primera vez que pasan estas cosas. Rousseau no entendía que aquella sociedad que el ginebrino fustigaba en sus primeras obras le aplaudiera y agasajara; no podía comprender que la academia premiara su “Discurso sobre las ciencias y las artes” [1] cuando en el mismo tomaba posición contra las ciencias, las letras, la razón. Inconsistencias existenciales, diría el filósofo finlandés.

Confieso que para mí el texto de Fucuyama, ni cuando hace años lo leí, en actitud subjetiva muy crítica, ni ahora al releerlo, con más neutralidad e indiferencia, tiene prima facie el menor atractivo; es uno de tantos cuya lectura abandonas porque no te sugieren nada. Pero si, como yo entiendo, el objetivo último de la filosofía no es acceder a la verdad sino hacer pensar, he de reconocer que el artículo del pensador japonés ha de tener calidades ocultas a primera vista, pues ha conseguido instalarse como referente en uno de los debates más transcendentes de nuestra época postmoderna. O sea, una vez más es en lo no-dicho donde debemos buscar el secreto de su difusión; como dicen los pragmatistas postmodernos, la calidad se mide por la cantidad de los efectos; el significado y el mérito no los pone el autor, sino el receptor. Habremos, pues, de buscar sus delicatessen no en sus sutilezas y finuras conceptuales internas, sino en el exterior del mismo, en su efectiva conexión con nuestra cultura o conciencia colectiva. Pues, aunque nos pese, ya no puede comprenderse el pensamiento filosófico político de nuestro tiempo sin abordar el enigma de la historia; y si entramos en ese reto no podemos dejar al margen las tesis de Fukuyama.


1. La lectura en estas claves pragmatistas permite distinguir en el artículo tres elementos o tipos de contenido. En primer lugar se trata de una descripción genérica yanqueecéntrica del mundo, plana y tópica, propia de politólogo conservador, pero bien trenzada y convincente. En ese relato no sólo se muestra el organigrama geopolítico del poder y la subordinación como un factum incuestionable, sino que se narra a vuela pluma la reciente historia de ese statu quo, los trazos generales de su génesis, para mostrar que el mismo es inapelable. El mensaje a la izquierda que se desprende es nítido y, hasta cierto punto, incontestable: ésta es la realidad, aceptadla como es. Asumid que estáis derrotados, que vuestras ideologías, vuestros valores, han sido vencidos en esa lucha de las consciencias por el reconocimiento en que consiste la historia. El liberalismo ha asumido todos los retos, ha debatido en todos los frentes (contra fascismos, nacionalismos, teocratismos, comunismos….) y ha triunfado, ha conseguido ser el más deseado. Resistir es suicida e irracional, y soñar con lo imposible…, es bello en la privacidad, pero patético y suicida en el espacio público.

Esta dimensión descriptiva del artículo, como digo, es potente, aunque tan obvia y trivial que no sirve para otorgarle originalidad o innovación en el seno de la producción ideológica liberal conservadora. Tiene el poder de persuasión propio de los hechos, crecido por la componente positivista de nuestra cultura científica, por el fetichismo de lo visible, de la presencia, que anida en nuestra metafísica. Pero hasta en esto es vulgar; ahí no puede residir el secreto de su encanto. Las mentes críticas, incluidas las liberales, no pueden aceptar la realidad como principio sagrado; eso nos llevaría a aceptar las dictaduras, las barbaries, los genocidios. El ser no es por sí mismo moral o deseable. Extensas y ricas corrientes de pensamiento, también “occidentales”, han argumentado lo contrario, que lo propio del pensamiento, del pensamiento digno, es rebelarse contra la positividad, negarla, transformarla.

El segundo elemento presente en el artículo viene a cumplir esta función de legitimar lo dado, pero ahora no como mera positividad, sino como positividad particular, selecta, cuya bondad yace en su diferencia. La democracia liberal no es datum cualquiera; es la positividad cuando ésta  es como debe ser; es el estado de derecho (mero factum) conforme al derecho (idea moral). La democracia liberal, nos viene a decir Fukuyama, es un referente legítimo porque es genuinamente occidental, siendo “occidente” un concepto purificado de residuos geográficos y convertido en ideal político cultural.

Este segundo elemento del artículo no es una mera descripción de la positividad, sino una valoración legitimadora. Se sostiene que lo que ha triunfado, el modelo político liberal democrático, inseparable del modelo económico capitalista, es el único ideal razonable, o sea, el único ideal; es el modelo bueno y de los buenos. Argumentando en círculo, pues no hay otra forma de pensar cuando la razón se usa para legitimar algo ya fijado, dirá que la mejor prueba de su bondad y racionalidad radica en que está en línea con nuestras tradiciones, valores y sensibilidades… “occidentales”. El círculo siempre ha emitido aromas de perfección; es lo acabado, lo redondo, lo más sostenible. Argumentar en círculo es la manera más rotunda de argumentar. Pero si alguien pudiera forzar a Fukuyama a usar un referente de valoración transcendente, me temo que la alternativa sería aún más inquietante, pues muy posiblemente nos diría que la mejor prueba de que el modelo político de los EE.UU. encarna  el “Saber absoluto” es que Dios lo ha querido, y no sé si usa “dios” como nombre o como metáfora, un dios con cuerpo humano, metáfora de los pueblos, de los estados, de las gentes, que en su totalidad y en todo el mundo anhela y persigue, lo exprese con gritos o en silencio, las bondades de las democracias ricas “occidentales” (que no sabemos si son ricas por ser occidentales o a la inversa).

En fin, para quien no vea clara la fuerza de esta legitimación, el artículo nos ofrece un tercer elemento, el enigmático “fin de la historia”. Para quien no sienta respeto por lo dado ni le parezca aceptable la legitimación moral ofrecida (riqueza, éxito, valores liberales…) el artículo da entrada al elemento más filosófico y en el que, a mi entender, hay que buscar las claves de su éxito de audiencia (que en términos rortyanos quiere decir su verdad). Aunque la presencia material de este tema en el texto del artículo es débil y grosera, escasa y tosca, confusa y contradictoria, sin ella habría sido anodino y vulgar, uno de tantos. Conviene, pues, indagar el enigma que encierra ese “fin de la historia”.


2. En la propuesta de Fukuyama el recurso al fin de la historia juega la función de cerrar el discurso ante quienes, sobrados de argumentos, no ven suficientes razones ni motivos para asumir la mayor bondad del mundo liberal democrático; incluso para quienes, aun valorando este modelo como progresivo y útil, lo consideran sólo un paso hacia una sociedad mejor, más justa, igualitaria y solidaria. Viene a decirles: no seáis ilusos, la historia ya se ha acabado. Habéis llegado tarde. Ya no es hora de soñar el ideal del futuro, éste ha revelado su único rostro. Vuestras alternativas ucrónicas ya son anacrónicas. O sea, ya ha acabado el debate sobre fines y valores: está cerrado. La historia ha sido eso, lucha de las conciencias por imponer el reconocimiento de sus objetivos e ideas; y en ese escenario, en esa lucha legítima, unas formas de conciencia, unas ideologías, han triunfado sobre las otras; y su triunfo expresa su perfección, manifiesta que “Dios lo quiere así”. Con ese triunfo la historia ha llegado a su verdad, y se ha cerrado. Vuestras alternativas no fueron escuchadas, no ganaron “audiencia”, que diría Rorty; por tanto, no eran verdad. La verdad es la que triunfa; éste es el nuevo saber absoluto: que la verdad es la aceptabilidad. ¿No es eso la democracia? La verdad es el dictado de la voluntad mayoritaria, y la inmensa mayoría ha dicho: queremos pertenecer a “occidente”. Historia terminada.

Quiero resaltar que la contundencia  del efecto “fin de la historia” en el artículo no se debe a la intensidad y finura de la reflexión sobre el mismo del autor. De hecho se la atribuye a Hegel, a quien al menos en esos momentos no da muestras de haber leído [2]; él mismo confiesa que la idea le ha llegado a través de A. Kojève,  èa quien leyó poco e interpretó superficialmente [3]. Kojève, que conocía muy bien a Hegel, monta su lectura de la Fenomenología sobre dos grandes temas: la lucha por el reconocimiento (capítulo IV) y el saber absoluto (capítulo VIII). Fukuyama recoge el primero y hace un uso vulgar del mismo, vaciándolo de su contenido trágico. El problema es profundo, pues en esa lucha entre amo y siervo se revela la determinación antropológica del ser humano como ser finito, insatisfecho, que hace de la negatividad (de la negación de lo dado) su modo de existir. Esa voluntad de negación, radicalizada en la tradición heideggeriana y sartreana, Kojève la dramatiza y Fucuyama la trivializa. Para el primero sólo tiene una salida, la lucha social, por lo que Kojève a pesar de todo ha de recurrir a Marx. Para el segundo, que no llega a comprender que la ontológica insatisfacción del hombre aboca a la lucha laboral, que ignora que la negación de esa insatisfacción pasa por la negación de las condiciones materiales que la producen (como el trabajo alienado, la sumisión al patrón, el no reconocimiento del trabajador como creador de valor, etc.), esa lucha por el reconocimiento se trivializa en el esfuerzo por llegar a ser como el amo, parecerse al amo: y, aunque no lo dice, en el esfuerzo por llegar a ser reconocido por el amo, que hoy tomaría la forma de reconocimiento por la “comunidad internacional”. Si en lugar de menospreciar a Marx lo hubiera leído, al menos habría tratado con más densidad la lucha de los pueblos por el reconocimiento. En todo caso, si al menos hubiera leído a Hegel, habría entendido que el siervo no se emancipa imitando al señor, metiéndose en su traje. En fin, sin leer a Hegel y a Marx, si como mínimo hubiera comprendido el texto de Kojève, habría comprendido que el fin de la historia, pensada ésta como rebelión contra la positividad, como emancipación de la naturaleza y del orden social naturalizado, sólo llega con la igualdad, que vaciando de sentido la jerarquía, disuelve la figura del amo y anula así las condiciones de la dominación.

Pero Fukuyama ni siquiera sospecha la hondura trágica de la historia en la ontología hegeliana. No es trivial que ignore el tema del “saber absoluto”, que al fin es el que dictamina el fin de la historia. Kojève sí lo hace, y en extenso y profundidad. El saber absoluto es la única salida de la finitud humana: es el fin del hombre como fin de su indigencia cognitiva y práctica. Por un lado es fin de su insatisfacción antropológica, y por tanto fin del deseo y de la negatividad que constituyen su modo de ser histórico; y es también fin de la lucha por el reconocimiento y por tanto de la lucha por la dominación. El saber absoluto niega esos modos de ser porque desvela esas luchas como trampas que reproducen la exclusión y la sumisión; en ellas, se gane o se pierda, permanece la matriz y amo y siervo reproducen su finitud, aunque inviertan la relación. El saber absoluto es un estado de la conciencia que comprende que ambas, el amo y el siervo, son figuras de la finitud y la dominación, figuras del hombre indigente. El siervo vive su finitud como sumisión y su deseo de emancipación, de negación de esa limitación, toma la forma de deseo de ser amo, de voluntad de dominación; pero así no se sale de la indigencia, de la necesidad del otro. El amo necesita del siervo para ser amo, su ser finito e indigente necesita del otro; su emancipación pasa por no necesitar del siervo, porque no haya siervos. El saber absoluto es así la negación de la negación, la negación de la necesidad de infinitud, que era negación de la finitud [4].

En Kojève el final de la historia implica el final del hombre particular, el hombre-individuo; éste desaparece porque ha cumplido su esencia, que es negatividad, rebelión, lucha contra la exterioridad que le limita. Con más precisión, porque su insatisfacción y su consecuente negatividad, que le empujan a la lucha por el reconocimiento, y ésta a la lucha social y laboral (lugar del no reconocimiento, lugar del no ser humano), se ven cumplidas, satisfechas en el “Estado universal homogéneo”. Sólo entonces, liberado del trabajo-necesidad, el hombre puede dedicarse a vivir su satisfacción entregándose sin preocupación al arte, el amor, el juego, el goce de la felicidad, nos dice Kojève. Y al mismo tiempo que supera su necesidad de negar su finitud práctica, supera también la necesidad de superar su finitud teórica, cognitiva. Como dice Hegel, se “suprime en tanto que Error”, o sea, en tanto que pensamiento matrizado por la distinción-oposición sujeto/objeto.

Que Hegel proyectara sus esperanzas sobre la Revolución Francesa y Napoleón, o que Kojève identificara como ese “estado universal homogéneo” a la democracia liberal, no es aquí relevante. Ambos autores en su reflexión sobre el fin de la historia ponían en escena un aparado conceptual potente, atractivo, profundo, que uno puede disfrutar incluso interpretándolo como gran novela de ficción, como sueño conservador, como utopía romántica. Para los objetivos que aquí nos proponemos no es relevante la verdad de esos relatos; lo es, en cambio, mostrar que en Fukuyama no hay nada de esa grandeza conceptual, que su recurso al “fin de la historia” es exterior, instrumental, débil y superficial. Y considero relevante destacarlo porque, como he dicho antes, ese es el enigma a descifrar, esa paradoja de un artículo cuyo atractivo está en el elemento filosófico del “fin de la historia” y que, en cambio, el tratamiento de ese tema, su calidad qua discurso filosófico, carece de todo atractivo. Y esta tarea de desciframiento nos empuja a buscar los motivos del éxito fuera del texto de Fukuyama, en la historia, cultura, filosofía… de nuestro “occidente”.


3. La historia, no pensada como relato de hechos que la ciencia de la historia con mayor o menor esfuerzo trata de describir y explicar conforme a sus causas próximas, sino como idea filosófica que pretende poner sentido a esos hechos, comprender sus determinaciones generales, la lógica y el fin a que responden…; la historia así concebida está estrechamente ligada a nuestra civilización moderna. Tal vez no es un privilegio de nuestra civilización; tal vez la nuestra no es la única que tiene una “concepción del mundo”, como defendiera Heidegger. En todo caso, nuestra civilización está profundamente ligada a la idea de historia [5]. Más aún, para concretar la idea que aquí defiendo, nuestra civilización ha ligado el ideal de justicia a la idea de historia, de aquí que en la representación de ésta se juegue no sólo el bien sino la esperanza de nuestros pueblos. Veámoslo.

En la representación del mundo de los presocráticos, primeros pensadores de nuestra civilización occidental cuyos testimonios nos han llegado, la justicia suele aparecer ligada a una representación cíclica de la historia. El afortunado fragmento de Anaximandro nos habla ya de la injusticia como desajuste de las cosas en el todo, como individualización y desorden, y de la justicia como restitución de la armonía de la totalidad: "De allí de donde todas las cosas proceden, hacia allí tienden en su destrucción, según la necesidad; de este modo las cosas expían sus culpas y reparan las injusticias cometidas contra el todo según el orden del tiempo". Cierto, se trata de una justicia cósmica, aplicada a las cosas del mundo. Pero la encontramos viva en otros escenarios. Las naciones siguen ciclos, y con sus hundimientos pagan su hybris. Las formas de gobierno también circulan, condenadas a degradarse y desparecer como expiación. Y en el plano de los seres humanos encontramos el mismo modelo de representación en la extendida idea de transmigración de las almas: en los diversos ciclos o reencarnaciones el hombre se salvaba o se condenaba, se acercaba al ideal o se degradaba en la animalidad.

El ciclo histórico era expiatorio y permitía la justicia; con más precisión, garantizaba la justicia. Esa concepción cíclica determinó el pensamiento occidental al menos hasta Maquiavelo, y se manifiesta de forma particular en el napolitano Vico, en aquella hermosa descripción de la “historia ideal eterna” que inexorablemente siguen las naciones. La encontramos en Hesíodo bajo la forma de “edades del hombre” y, en Platón como ciclos de corrupción de las formas de gobierno. Y está en los pitagóricos, y en los estoicos, y algunos dicen que en Ibn Khaldún, en los ciclos dinásticos de la cultura clásica china e incluso en los egipcios… Creo que no es una impostura, y asumiendo cuantas excepciones se me pidan, que la concepción cíclica domina hasta la modernidad y cumple esa función de poner el orden del mundo como garantía de la justicia.

La justicia cósmica, pensada como equilibrio y orden de la totalidad, posibilitada por la concepción cíclica de la historia, será puesta a prueba con las religiones de salvación, como el cristianismo, el judaísmo o el mahometismo. Este tipo de religiones, terriblemente individualizadoras, ponen en manos del ser humano su propia salvación o condena, e introducen la figura de un Dios justiciero que juzga a los individuo. Toda su dogmática gira en torno a una idea de Juicio Final, que da sentido a la existencia humana. Es el Juicio Final, y no a la inversa, el que exige el mito de la caída, el que exige ese origen del mal y reduce la vida a mera oportunidad de salvación. Es el Juicio Final el que exige el Fin del Mundo, y por tanto un Fin de la Historia. Sin Juicio Final, sin mal originario, reinaría la inocencia, pues no tiene sentido ni el pecado, ni la redención, ni la virtud ni la justicia. En las religiones de salvación todo gira alrededor del Juicio Final, y éste se revela como un imperativo práctico: como condición de posibilidad del bien y del mal, de la moralidad y de la esperanza en la justicia.

Pues bien, el Juicio Final no puede representarse en el marco teórico de una historia cíclica; el círculo ha de ser roto, la historia ha de ser lineal, indeterminada en su interior y finita en sus extremos. El Juicio Final exige un origen del mal, un fin del mundo ocasión de la justicia y un orden neutral en que pueda darse la libertad, presupuesto de la culpa y la responsabilidad. Este es su punto débil, pues una existencia con final anunciado difícilmente es compatible con la libertad. En todo caso, las religiones de salvación introdujeron otra ontología de la historia y un universo cerrado de sentido que pivotaba en torno al Juicio Final o momento del reinado de la justicia.

La modernidad laica, por su parte, acepta la rotura del círculo de la historia e intenta asumir de forma consecuente la linealidad, que equivale a pensarla como proceso infinito e indeterminado, sin origen ni destino, sin cargar sobre las espaldas de la historia una ontología teórica que la someta a una lógica ni una práctica que le encargue un destino que cumplir. O sea, se pone a sí misma la tarea de pensar una historia abierta e indeterminada, sin origen ni fin, y que al mismo tiempo tenga un sentido, permita y estimule la vida moral. Ahora bien, una historia liberada de toda ontología teórica (determinación, necesidad) y práctica (destino, deber), que implica una renuncia a la escatología del Juicio Final, que se presentaba como condición de la justicia, ¿no es abrir las puertas a la impunidad? La Marquesa del Diálogos sobre la pluralidad de los mundos, de Fontenelle, sentía vértigo ante la representación de un universo sin norte ni sur, sin izquierda ni derecha, sin arriba ni abajo, es decir, sin orden y jerarquía, sin referencias fijas; y un vértigo similar produce pensar en una historia humana donde desaparece el sentido. Sólo los farsantes y los cínicos, o los muy grandes como Nietzsche, pueden situarse “más allá del bien y del mal”; sólo ellos pueden reconciliarse con ese mundo recalificado reino de la inocencia, ajeno a la moral y a la virtud, que convive con la barbarie y la violencia como nosotros con las tempestades o la sequía. La inmensa mayoría de los hombres, por ser humanos o por ser hijos de nuestra civilización, vemos esa inocencia como impunidad, sentimos vértigo como la marquesa y buscamos una solución en otro imaginario.

La alternativa más potente dentro de la modernidad sería la de Hegel, que con sorprendente frivolidad asume Fukuyama. Hegel separa el Fin de la Historia y el Fin del Mundo, unidos en las religiones de salvación. El mundo contiene la naturaleza, una sucesión de hechos infinita, eterna repetición, retorno de lo mismo; pero también el espíritu, que toma cuerpo en la existencia humana como con ciencia y se manifiesta desde el principio como rebelión contra la naturaleza, contra la repetición, contra la absoluta sumisión al orden natural. Ahí se inicia la historia, largo camino de lucha del hombre por su emancipación. En el origen de la historia, pues, está la indigencia ontológica del ser humano, su insatisfacción, sus limitaciones, su finitud, sus dependencias de la naturaleza y de los oros; la historia es el camino hacia la reconciliación, hacia la superación de todas esas escisiones y contraposiciones. Insisto en este punto: la historia hegeliana es pensada como lucha contra la limitación, desde la voluntad de infinitud. Esas luchas van generando objetivos, representaciones imaginarias de emancipación, figuras de conciencia necesariamente finitas, afectadas por su contexto, que determinan que la historia que hacen sea hecha a ciegas. La dureza del recorrido, la necesidad, que genera la sucesión de formas de conciencia, tiene un final: el saber absoluto. Es el momento en que, tras el sufrimiento y la enajenación sufridos en la historia, se conoce la verdad; es el momento en que se revela el sentido de la historia, el sentido de la totalidad y de cada uno de sus pasos; es el momento en que se comprende el origen y el final de la totalidad, su destino, que en el plano del espíritu objetivo es la idea de ese estado universal, racional, ético, y en el del espíritu subjetivo es la autoconciencia, superación de las escisiones yo/nosotros, sujeto/objeto…

Ese momento de lucidez, que corresponde a un momento de la historia universal, que lo lleva a cabo un pueblo por mediación de un filósofo, es el “Fin de la Historia”. La historia que en sí es lucha del hombre por la sobrevivencia, por liberarse de la finitud y servidumbre, revela ahora su secreto destino es el camino de las conciencias hacia el saber absoluto. Es ahora cuando sabemos de dónde venimos y adónde vamos, cuando reconocemos la finitud de las pasadas representaciones de la conciencia, la limitación histórica de los modos de ver el mundo y de las formas de emancipación imaginadas, la historicidad de los valores y verdades. Cuando el mundo se ha hecho trasparente, la historia (que es el camino hacia la autoconsciencia), llega a su fin. Aún queda trabajo a la razón por penetrar los distintos niveles de la realidad; los individuos han de recorrer ese camino, o morir en el empeño; todos los pueblos persiguen ese final, lo sepan o no; pero el espíritu ya está situado fuera de la historia.

En la solución hegeliana no había Fin del Mundo ni por tanto Juicio Final; los hombres no eran juzgados pues sus vidas no eran las de sujetos libres [6]. Pero al entender de Hegel había justicia, la Justicia de la Historia, equivalente a la Justicia del Cosmos de los presocráticos. La historia ponía las cosas en su sitio, acababa haciendo justicia, tal que el dolor, la sangre, el fanatismo, la barbarie, los “océanos de sangre” que hubo de recorrer quedaban al final explicados y justificados por ese destino final de reconciliación y autoconciencia, condiciones de la “vida ética”. No había Juicio Final para los individuos; no cabía la justicia individualizada. Desde la mirada de este saber absoluto, en el que se disuelves escisiones como yo/nosotros, sujeto/objeto, sobre suya ontología se establece la moralidad, la justicia no se aplica a las relaciones entre los individuos sino al equilibrio y armonía de las repúblicas. La historia hace justicia no porque de a cada cual lo que es suyo o lo que se merece, sino porque produce, aunque sea con infinito dolor, una existencia social reconciliada; la historia emancipa al hombre, sí, lo libera de sus dependencias y sumisiones, pero es liberándolo de su exterioridad respecto a los otros, negando la negación, negando en él el deseo de ser amo e individuo.

Para Fukuyama estas cuestiones no cuentan. Le parece compatible su ontología individualista con la hegeliana. Puede explicar el Fin de la Historia como descubrimiento de la verdad por las conciencias individuales, que tras ensayo y error acaban reconociendo el mayor bien de la democracia liberal. Por tanto, el fin de la historia parece fruto de una elección racional de sujetos libres, cuando en Hegel la emancipación pasaba en gran medida por superar esa voluntad de ser sujeto.

Yo creo que el arraigo de la filosofía de la historia hegeliana proviene de que permite pensar el final de forma idealizada; permite pensarlo como comunidad de hombres libres, reino del derecho, realización del humanismo, lugar de igualdad y solidaridad, comunismo… y, como vemos, democracia liberal occidental. La belleza del final permitía asumir el costo histórico del trayecto. Pues bien, el siglo XX puso a prueba el precio del ideal. Las guerras mundiales, Auschwitz o el Gulag fueron barbaries excesivas para la capacidad de “comprensión” de cualquier filosofía de la historia. Su monstruosidad es incompatible con la razón a no ser que ésta sea el arma enmascarada del diablo. Sólo una historia sin sentido, sin destino, sin orden ni ley, mera contingencia y arbitrariedad, parece coherente con esos hechos. Y así surgen las propuestas de demolición de la historia hegeliana y marxista, coincidentes todas ellas en acabar con la idea de historia, introduciendo en el espíritu la fragmentación y la discontinuidad, la contingencia y la arbitrariedad, que acabara con cualquier tentación de “comprender” la barbarie desde un imaginario destino redentor. Tarea ésta hecha unas veces con seriedad, con conciencia de la tragedia, como en Adorno, Benjamin o Foucault; otras de forma frívola, viendo en la idea de una historia indeterminada y neutral la última figura de la emancipación humana. Así lo entendieron los nouveaux philosophes [7], creadores de la pub-philosophie [8], a quienes corresponde el mérito de haber abierto a los textos de filosofía un lugar en los supermercados, al precio de ser tan fugaces como las marcas de moda.

El postmodernismo ha sido como una segunda fase de la pub-philosophie. Acentuando el horror de los “campos” se ha culminado el juicio a la historia. La sentencia parece firme: no hay historia, todo fue una ilusión, no hay ningún lugar adonde ir. No nos hemos movido de donde estábamos, en la infinita repetición de la naturaleza, en el eterno retorno de lo mismo. ¿Es una conciencia trágica? En absoluto, es la rebelión contra cualquier forma de Juicio Final. No hay historia porque no hay nada que redimir, y sin redención final, la expiación es estéril y absurda. No hay historia porque no se necesita un Juicio Final, que visto como momento de la justicia en realidad expresaba la servidumbre voluntaria, la sumisión al poder. Como diría Nietzsche, ni el camello ni el león son figuras de emancipación; sólo la del niño encarna ese privilegio de la infinita inocencia, la ausencia de culpa.

Rorty vio antes que Fukuyama las condiciones teóricas y prácticas creadas por la fragmentación de la historia [9], a la que él mismo contribuyó con su filosofía de la contingencia. Antes y de forma más consistente que Fukuyama propuso el pragmatismo como “fin de la filosofía” y la democracia liberal como “fin de la política”. Pero lo hizo a su manera post, sin apasionamiento, convencido de que el escepticismo en la defensa de las propias posiciones es una estrategia de lucha más poderosa que la voluntad de verdad. Rorty, un “liberal ironista”, a diferencia de Fukuyama, un “liberar conservador”, sabía que carecía de razones definitivas para mostrar la mayor bondad de la democracia liberal; y sabía que su mejor defensa de la misma no pasaba por la argumentación racional sino por los recursos retóricos, por su capacidad de persuasión. Como le gustaba decir, no es la verdad de un discurso, sino su belleza, el almacén de su fuerza. Por tanto, la bondad de la democracia liberal radicaba en la más efímera subjetividad, en el supuesto de que, si se la presentaba bien acicalada, parecería preferible, y sería elegida. Y la elección es, en este universo post-historia, el único fundamento de su justicia. No era necesario recurrir al fin de la historia; era mejor vivir sin historia, vivir en la contingencia. Por tanto, y esta parece ser la razón oculta del postmodernismo al respecto, liberados de la historia nos liberamos del Juicio Final, sea pensado en claves teológicas o históricas; no hay referente exterior, transcendente, que nos imponga un camino, una norma, un límite. Sin Juicio Final, enunciado como emancipación de la más sutil de las formas de dominación, somos absolutamente inocentes.

Claro está, Rorty y muchos posmodernos no son unos personajes desaprensivos y monstruosos. Les agradaría, y así lo manifiestan, que los hombres, cuantos más mejor, tuvieran buen corazón, fueran solidarios, sensibles al sufrimiento como a la belleza y la justicia; pero enseguida añaden que eso es sólo una preferencia, en absoluto una obligación. Bien venido sea si sale de su corazón, espontáneamente, como el genio del artista; pero nada de moral del deber, nada de normas universales, pues en el universo post no cabe motivo o razón que tenga legitimidad para decirnos el bien y el mal. La justicia es un sentimiento deseable, pero no una conducta obligatoria.


4. Creo que ya estamos en condijo es para comprender algunas claves del éxito de la propuesta de Fucuyama. A pesar del uso grosero de la problemática de la historia hegeliana, su artículo aparece en un contexto cultural occidental deslizado hacia el nihilismo, gracias a esa otra crítica, de raíz nietzscheana y heideggeriana, en que el “fin de la historia” no se enuncia como final del recorrido sino como final de una ilusión, la ilusión de su existencia. En este contexto nihilista, que poco a poco gana espacios para la impunidad, el cierre de la historia de Fukuyama aspira a reintroducir la perspectiva moral en nuestras vidas. Le ha bastado imaginar –supongo, pues no lo explicita- que el momento final del espíritu objetivo de Hegel, el estado racional, universal, ético, nada tiene que ver con Auschwitz o el Gulag y todo con la democracia liberal occidental. O sea, le ha bastado un cambio de rostro a la figura, poner un nuevo cuerpo al concepto. Podremos representarnos la democracia liberal capitalista como el mejor de los mundos posibles o como el menos malo de los mundos posibles; pero disuelve el vértigo de la indeterminación y permite distinguir a los buenos y a los malos. No es necesario tener mucha memoria para recordar la retórica liberal conservadora de G. Bush y su think tank , quienes tras  declarar que los malos “odian nuestros valores y nuestros principios” concluye con toda la coherencia del mundo: “quienes no están contra nosotros, están contra nosotros”, “quienes no son nuestros amigos, son nuestros enemigos”. Ciertamente, en ese escenario de reflexión en el que se supone que la historia ha dicho la última palabra, en que ha elevado a la evidencia el saber absoluto, tiene su lógica decir que quien no comparta lecho con la democracia liberal es un terrorista, un monstruo. Cuando se conoce la verdad, es fácil sentir la tentación de obligar a someterse a ella a quienes por ignorancia o perversión se resisten.

La historia abierta e indeterminada asusta a nuestra tradición occidental por sus dificultades para fijar referentes morales y de justicia; y el modelo yanqueecéntrico de Fukuyama, capaz de mantener una ontología individualista, pone en juego un referente potente para juzgar la historia y el mundo, y para que los seres humanos puedan decidir si quieren ser ángeles o bestias. Fukuyama viene a decirnos que estamos condenados a una elección trágica entre una idea de historia abierta e indeterminada, que indefectiblemente aboca al nihilismo y niega la posibilidad del juicio moral y político, y otra idea de historia limitada, cerrada, finita, finalista, orientada a un destino, que inexorablemente se convierte en tribunal de la razón y conlleva la sacralización de un límite, de un poder, de una negación de la libertad. Pero, ¿es insoslayable esta alternativa?

No sé la respuesta. Comprendo que los seres humanos occidentales necesitemos una concepción del mundo, una ideología, que dibuje un escenario de referentes de valor estables que nos permitan tomar posición ante lo justo y lo injusto; pero creo que la tarea de la filosofía crítica no es la de proporcionar consolación, por honesta que ésta sea, sino negar toda tendencia del pensamiento a positivizarse, a reconciliarte con la realidad. Considerar una realidad, sea la democracia liberal occidental estadounidense, como un ideal realizado, si algo indica es la mediocridad del ideal, pues la función de los ideales no es la de realizarse, los ideales son por concepto irrealizables.

Esto me lleva a preferir siempre los escenario de representación abiertos; la crítica siempre consiste en abrir, romper, desplazar, aquello que se propone como cerrado, redondeo y acabado. Y en este sentido me parece interesante hacer mención a una propuesta que al menos aspira a salvar esa alternativa trágica entre indeterminación y escatología en la historia. Me refiero a la que aparece en la ilustración francesa (Illuminisme), en nuestros tiempos oscurecida por la hegemonía de la ilustración alemana (Aufklärung). Los ilustrados franceses, con filósofos de la historia tan destacados Voltaire, Condorcet o Turgot, fueron los más coherentes y radicales a la hora de pensar una historia lineal, abierta e indeterminada. Entendieron que la apertura de la historia lineal es una liberación ontológica, una emancipación de los límites al ser humano que las religiones de salvación imponían. El hombre moderno, para hacerse a sí mismo, ha de construir su ciudad, su república, su sistema de derecho, su religión, su verdad, su manera de ser; y eso exige una historia abierta, por escribir; exige que el final no esté definido ni previsto.

Pues bien, la defensa radical de la emancipación ontológica no llega a la moralidad. Los ilustrados aspiraban, claro está, a emanciparse de las religiones y códigos morales positivos, como del derecho positivo y de la política positiva; pero lo hacían en nombre del respeto a la ley natural, la religión o el derecho naturales. Seguían en este la tradición humanista, con orígenes en el De hominis dignitate, de Pico della Mirandola, que suele ponerse como referente moderno de la libertad humana. En el De hominis se sitúa al hombre en posición de poder elegir entre el bien y el mal, pero esa misma elección presupone que el bien y el mal están desde siempre y para la eternidad definidos, escritos o inscritos en la naturaleza de las cosas. La geografía moral no era considerada una cosa humana; lo que el ser humano podía hacer era elegir si se acerca a serafines y querubines o a las bestias inmundas. La historia no era camino definido de redención, sino espacio abierto, ocasión de salvarse o condenarse. El hombre tenía libertad de elegir sus reglas de vida, pero la bondad o maldad de las mismas era un criterio que escapaba a su jurisdicción. La ley moral, interpretada en claves racionalistas como Voltaire, en claves sentimentales como Rousseau, o reducida a efecto de la costumbre, como en Hume, estaba al alcance de la buena gente, de la honnêtes gens.

En el fondo este proyecto humanista de los ilustrados es construir la existencia humana sobre un proceso de vida neutral: el ser humano ha de atreverse a definir el bien y el mal, y a hacerlo desde su conciencia. Esto lo sabían los ilustrados antes de leer a Kant; tal vez éste lo aprendió de Rousseau. La ley moral escrita en el sentido o sentimiento moral era constitutiva de la naturaleza humana. Con ella los hombres podían construir su vida social liberados de toda sumisión a la transcendencia, o sea sin Fin del Mundo, sin Fin de la Historia y sin Juicio Final.

Pero vivir conforme a una norma meramente humana, no sagrada, sin fundamento transcendente, no es cosa fácil. Hasta Diderot, con su envidiable lucidez, busca en la historia, de una forma novedosa, sentido al juicio moral, con su recurso a la “posteridad”. El Juicio de la Posteridad es una modalidad peculiar del Juicio de la Historia, que no se confunde con la visión escatológica more hegeliano. Es un tipo de juicio más débil, más cercano y versátil, más efímero y subjetivo, pero con suficiente entidad para fortalecer la responsabilidad de los hombres ante los otros. En rigor es el Juicio de los Otros, y aquí “otros” designa un universo variable en cada conciencia, desde los más locales y familiares a los más universales y cosmopolitas. Pero, en todo caso, con suficiente fuerza para introducir la responsabilidad en la conducta cuando se asume el fin de la historia.

Voltaire, siempre cínico en apariencia, decía que la canaille necesita la religión, y a la gens honnête les basta con la filosofía. O sea, el Juicio Final para los afectados por la indigencia cultural y el Juicio de la Posteridad para quienes rinden culto a la razón. Diderot, en su correspondencia con su amigo Falconet confesaba su voluntad de no renegar de su respecto a ese débil y un tanto efímero juicio de la historia que es el Juicio de la Posteridad. “¡Oh posteridad, santa y sagrada, sostén de los pobres y de los oprimidos! Tú que eres justa, que no estás corrompida, que vengas al honrado, desenmascaras al hipócrita y condenas al tirano, consoladora constante… ¡no me abandones nunca! La posteridad es para el filósofo lo que el cielo para el hombre religioso”.

El “cielo” pertenece a la escenografía del Juicio Final, esperanza de bien y justicia. Sin tener presente el supuesto de la intervención de la “Posteridad”, ¿qué significa la batalla por las luces? ¿Por qué enfrentarse al poder y a la injusticia, como hizo Diderot? ¿Por qué luchar por el derecho y la igualdad? Creer en la posteridad es una exigencia racional, un imperativo práctico, que Diderot defiende con ardor, pero fuera de toda escatología: “El fuego caerá algún día en la Biblioteca Real. Un día las nubes de humo y el fuego dispersarán en el aire las cenizas y las páginas de los antiguos y de los modernos. Una pena por el público, por la nación, por el monarca; pero Homero, Virgilio, Corneille, Racine, Voltaire, no sufrirán ningún daño. Sus obras se continuarán leyendo en cien lugares de la tierra en el momento mismo del incendio” [10]. Ese juicio literario de la Posteridad, que pone a cada uno en su sitio, que compensa, premia o sanciona, es un imperativo práctico de existencia en la gente honesta. En una historia abierta no cabe Juicio Final, ni Juicio de la Historia escatológico; pero sí cabe, como imperativo práctico, el Juicio de la Posteridad. En una historia abierta, sin fin, la memoria no puede emitir nunca un juicio definitivo; la historia puede ser revisable, frecuentemente ha de ser reescrita. El diderotiano Juicio de la Posteridad, por tanto, será débil y siempre provisional, pero, a criterio del philosophe, tiene suficiente fuerza para mantener el juicio ético, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, la grandeza y la vileza; es un antídoto contra la tentación de nihilismo e impunidad, e inspira una comunidad republicana.

No sé si la posteridad, que en nuestros días se llama memoria histórica, es un referente suficiente para determinar la responsabilidad social del intelectual y del ciudadano en general; me temo que sólo funcione para los grandes hombres, pero no para la canaille. De todas formas, la única manera de que la injusticia sufrida por los débiles, las víctimas, los excluidos, los derrotados no sea del todo estéril y la indiferencia no nos hunda en el barro de la historia es que formemos parte de este tribunal de la posteridad. Al fin, que la historia tenga o no sentido no es una cosa objetiva que se pueda conocer. No es cierto que “fin de la historia” sea una cuestión fáctica; tampoco es una mera ficción subjetiva y arbitraria. Es una toma de posición constituyente de nuestro ser en el mundo; una opción impura, condicionada, pero que expresa el momento más originario de nuestra libertad en la decidimos qué tipo de seres queremos ser.

Nadie mejor para apoyar esta tesis que Kant, quien en sus Ideas para una historia universal en clave cosmopolita viene a decir que el sentido de la historia, su orientación hacia la realización del ideal de sociedad republicana como un “plan de la naturaleza”, ha de ser considerado “posible” y hasta “elemento propiciador de esa intención de la naturaleza”. El sentido de la historia no es una cuestión teórica, de conocimiento, sino una exigencia práctica, para que la vida humana tenga sentido. Elegir que la historia tiene sentido, que nos lleva a la libertad y la igualdad, es determinar nuestra voluntad para actuar conforme a ese fin, es vivir conforme a ese compromiso. Y elegir el sinsentido de la historia implica vivir en guerra de todos contra todos, exculpándonos de nuestros actos. Es, por decirlo en metáforas del De hominis, optar por vivir como las bestias, pues el compromiso kantiano con una historia con sentido no es otro que el compromiso con la lucha por crear una comunidad de hombres libres.

Aquí no se recurre a la posteridad, que en términos kantianos sería reconocer como buena la voluntad heterónoma; por tanto, la propuesta es más exigente. El ser humano capaz de vivir conforme a su voluntad autónoma, que quiere lo que debe querer, que quiere el deber, es una propuesta más propia de héroes. Pero ambas propuestas, la de Diderot y la de Kant, apuntan el esfuerzo por construir una sociedad justa sin la coacción de un Juicio Final o un Fin de la Historia. Ambos, pues, ponen como referente un imperativo práctico inmanente, surgido de la conciencia humana para regularse a sí misma. Tal vez éste era su punto débil, el protagonismo de la subjetividad; pero al menos era la debilidad de su grandeza prometeica.

Aparte de que ambas propuestas desteleologizan la historia y la dejan abierta y por escribir, hay otro aspecto de ellas que me atrae y que está ausente en el cierre histórico de Fukuyama. Me refiero, y con eso acabo, esta reflexión, al hecho de que ambas propuestas ilustradas eran alternativas a las formas de representación y de organización del poder dominante en su época. Es decir, eran críticas, nacieron para negar la realidad, las formas d conciencia y de vida existentes. La de Fukuyama, en cambio, tiene es una reconciliación con la positividad triunfante; en aquellos el final era un proyecto, en éste es una defensa del vencedor. Creo que a esta altura de los tiempos el reto, en el espacio teórico de una historia inexorablemente abierta e indeterminada, es el de pensar la justicia y la decencia frente a la tentación constante de impunidad. Y en ese empeño la filosofía no puede refugiarse en ningún cierre, en ningún final; su lugar en la historia y su papel en la historia, tenga ésta sentido o no lo tenga, es ejercer el pensamiento crítico, negativo, frente a cualquier positividad. Pararse y reconciliarse con lo dado o lo hecho es una tentación comprensible en el político, pero inaceptable en el intelectual.


J.M.Bermudo (2015)




[1] Fue la Académie des Sciences, Arts et Belles-Lettres de Dijon la que convocó el concurso y le otorgó el primer premio.

[2] Tampoco parece lector de Hegel en su libro El fin de la historia y el último hombre, que equivale a algo así como la versión en “serie” de una película exitosa.

[3] De hecho su única fuente es la selección de textos de Allan Bloom en Introduction to the Reading of Hegel (Cornell U.P. (Ithaca), 1980). La selección traduce páginas de la edición de Raymond Queneau, Introduction à la lectura de Hegel (Paris, Galimard, 1947). Como se sabe, esta edición, la más solvente, no deja de ser una colección de resúmenes de cursos (de 1933-1939) y notas de Kojève sobre la Fenomenología del Espíritu, de Hegel.

[4] «L’Homme est donc un Néant qui néantit et qui ne se maintient dans l’Être qu’en niant l’être, cette Négation étant l’Action. Or si l’Homme est Négativité, c’est-à-dire Temps, il n’est pas éternel. Il naît et il meurt en tant qu’Homme. Il est «das Negative seiner Selbst », dit Hegel. Et nous savons ce que cela signifie : l’Homme se supprime en tant qu’Action (ou Selbst) en cessant de s’opposer au Monde, après y avoir créé l’Etat universel et homogène ; ou bien, sur le plan cognitif : l’Homme se supprime en tant qu’Erreur (ou « Sujet » opposé à l’Objet) après avoir créé la Vérité de la « Science» ( A. Kojève, Introduction à la lecture de Hegel. París, Gallimard, 1947, 435).

[5] Ver al respecto el excelente libro de R. G. Collingwood, Idea de la historia. México, FCE, 2004.

[6] Recordemos que un rasgo del saber absoluto era precisamente la superación de la oposición sujeto/objeto, o sea, la superación de la visión subjetivista del mundo y de la historia.

[7] Ver el libro de Guy Lardreau y Christian Jambet, Ontologie de la révolution I, L'Ange: Pour une cynégétique du semblant. París, Grasset, 1976.

[8] El término procede del excelente libro de F. Aubral y X. Delcourt, Contre la nouvelle philosophie. París, Gallimard, 1977.

[9] Ver Philosophy and the Mirror of Nature (Princeton: Princeton University Press, 1979); Consequences of Pragmatism (University of Minnesota Press, 1982); Contingency, Irony, and Solidarity (Cambridge University Press, 1989).

[10] D. Diderot, Correspondence, A-T, XVIII, 1876, 99. Ver el interesante artículo de Marc Buffat, “Diderot, Falconet et l’amour de la posterité”, en Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédie, 43 (2008).