EL SENTIDO OCULTO DE LA CRÍTICA A LA ILUSTRACIÓN





1. Vida ética y vida estética.

Desde hace varias décadas la filosofía plantea, de mil maneras, la pregunta por la ilustración y su crisis; y responde de otras tantas. Se presupone que la comprensión y el sentido del presente, de nuestra época, se juega en el desciframiento de ese enigma; se intuye que sin resolverlo podremos seguir adelante, pero con un caminar ciego, titubeante, propio de una prolongada minoría de edad. De ahí ese largo proceso de ajuste de cuentas con nuestros orígenes, ese titánico esfuerzo por encontrar en su matriz las semillas de nuestros males.

En un frente crítico donde todo vale si contribuye a desvelar alguna huella del mal presente, a menudo se acentúa la impotencia de la razón, su incapacidad de cumplir sus promesas de emancipación, junto al enmascaramiento de su fracaso. Impotencia para prevenir al ser humano del mal natural y del mal social, del dolor y la miseria y de la desigualdad y la sumisión. Otras veces el énfasis se pone en su complicidad con el poder, sirviendo de instrumento a la voluntad de dominio, produciendo los modelos de dominación del cuerpo y del alma y haciendo la servidumbre soportable y atractiva. Complicidad con el fuerte, sea enmascarando la realidad, tendiendo “guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro” de la opresión, como sugería Rousseau, y complicidad con el orden y la jerarquía, grabando en la consciencia los criterios de reproducción del statu quo. En fin, por momentos la denuncia a la razón apunta a lo más profundo, señalando su intrínseca perversión, describiendo su esencia, su lógica, los principios que determinan su funcionamiento, como formas sofisticadas del control y la dominación, arquetipos de la técnica. Al hilo del aforismo nietzscheano según el cual no habrá liberación mientras exista la gramática, se ilustrará su perversión en sus recursos para reducir y secuestrar la naturaleza y la vida en el concepto, para someter la historia del espíritu al orden evolutivo o dialéctico, para clausurar los infinitos matices del sentimiento moral en frías reglas del deber.

Junto a la denuncia de su fraude cognitivo se acumulan argumentos orientados a mostrar que la razón carece de títulos legítimos para confiarle el proceso de emancipación de la humanidad; y se recurre a lo más florido de la retórica para convencer de que el fracaso que revela la persistencia del mal en el mundo no es tanto fruto de errores en el uso de la razón cuanto del pacto que la tradición ha firmado con la misma: un verdadero pacto con el diablo. Por tanto, el ajuste de cuentas con la ilustración, cuyo proyecto se basa en el encumbramiento máximo de la razón, se revela como el horizonte de sentido de la filosofía contemporánea. Hay que ajustar cuenta con el “mito de la ilustración”, como defendían al unísono Horkheimer y Adorno, desenmascarar el gran mito de la filosofía devoradora de mitos; hay que ajustar cuentas, siguiendo a Nietzsche, con la lógica de la identidad que rige el decir racional y oculta la verdadera esencia de lo real, su diferencia; hay que seguir, en línea foucaultiana, descifrando la voluntad de verdad como raíz simultánea de la ilusión de conocimiento y de la reproducción del poder; hay que denunciar incansables el logocentrismo que si es malo en esencia lo es más en cuanto máscara del eurocentrismo; hay que seguir ilustrando la tesis heideggeriana que pone la racionalidad moderna como culminación de la metafísica occidental, de esa larga y pertinaz aventura del olvido del ser y de institución de la técnica.

No queremos cuestionar ni un ápice estas críticas al proyecto ilustrado, que han permitido poderosos avances en esa eterna batalla de la filosofía contra la ingenuidad. Al contrario, pretendemos dar pasos adelante, deconstruyendo a los deconstruccionistas, evitando que cedan a la tentación y se instalen, cual demonio de Laplace, en el ojo de Dios. Porque, oídos los argumentos contra la racionalidad moderna, contra su impotencia, su complicidad o su perversión, lo razonable y coherente es preguntarse por el sentido y los efectos de esta posición antiilustrada, y no repetir la ingenuidad o mala fe de creerla libre de impurezas, enunciando desde nuevos santuarios de la neutralidad. En este sentido, queremos ahora lanzar una sombra de sospecha sobre tan variados y cómplices rechazos de la ilustración, mirando más allá de su propio espejo, buscando en la trastienda, como ellos mismos nos han enseñado, el amo de su voz. Tenemos la sospecha de que tras tan rotunda y unánime batalla contra la voluntad de verdad se esconde o enmascara un doble abandono: el abandono de la voluntad de igualdad y el abandono de la voluntad de emancipación. Igualdad y emancipación que los ilustrados creían de la mano de la razón.

Es bien cierto que no comprenderemos nuestro presente político y cultural sin antes ajustar cuentas con el proyecto ilustrado, del que somos herederos o víctimas, productos o subproductos; pero, al mismo tiempo, no comprenderemos el sentido de la ilustración, su esencia, sin situar su proyecto en la alternativa clave de la existencia humana, cuya resolución histórica constituye la vida misma del pensamiento. Con mayor o menos consciencia de ello, con mayor o menor dramatismo, los seres humanos han de decidir en cada época si quieren ordenar sus vidas conforme a un código moral o conforme a otro estético; o, lo que es casi lo mismo, si ponen el deber en el puesto de mando o bien optan por sacralizar el sentimiento.

A lo largo de la historia esta alternativa ha dividido a los filósofos; aunque resulta obvio el claro predominio de la respuesta moral, tal hegemonía nos parece coyuntural y poco relevante, pues junto al culto a Apolo siempre renacían los seguidores de Dionisos. Como ejemplo al caso, constatar que desde sus mismos orígenes la ilustración incluyó como su otro al romanticismo. La presencia simultánea de las dos respuestas no hace sino dar relevancia a la alternativa, convertir la opción entre vida ética y vida estética como la esencial a la existencia.

Ahora bien, hasta nuestros días las dos respuestas han tenido algo en común: aportaban argumentos, trataban de justificar su opción de valor, se esforzaban en mostrar su verdad. O sea, implícitamente se reconocía la legitimidad de un tribunal exterior desde donde dictaminar la opción más verdadera, más conforme a la naturaleza humana o simplemente más deseable. Incluso en los debates más sofisticados, donde la razón era subordinada al instinto, a la fe, a la autoridad teológica o a la intuición mística, el fideísmo o el libertinismo eran encuadrados en una concepción global del mundo y del ser humano en el mismo. Es decir, las respuestas alternativas eran respuestas dictadas por la razón, con pretensión de verdad, unas veces sirviendo a un ideal de humanidad y otras a la realidad del ser humano.

Las cosas cambian cuando, ante la postulada inconmensurabilidad de los valores, se afianza la tesis weberiana de la irracionalidad de toda opción por unos u otros. Condenado cada hombre, cada cultura o cada pueblo a “elegir sus dioses y sus demonios”; y, sobre todo, condenados a una elección ciega, soberana, fundadora, en definitiva, irracional, la vieja alternativa vida ética versus vida estética adquiere tonos trágicos, pues la banalización del valor resulta trágica para la consciencia filosófica, que se juega en la partida su propio sentido. Cuando, en nuestros días, Rorty expone su idea de la justicia como lealtad o solidaridad ampliada; o cuando Lipovetsky lee en nuestra época una ética indolora, una ética sin deber, simplemente están anunciando que, en las vanguardias del pensamiento se ha aceptado la tesis de Weber. Nuestro tiempo enarbola como guía el referente estético pero, sobre todo, lo hace sin argumentos, sin necesidad de fundar la opción; en rigor, justifica su opción declarando la crisis de toda argumentación definitiva. De ahí que, a diferencia con el pasado filosófico, en nuestro tiempo la victoria de la opción estética de vida es puesto como un triunfo sobre la racionalidad. Por tanto, el presente ha de ser antiilustrado, ha de construirse contra y sobre las ruinas de la ilustración. Pero, enfaticemos este aspecto: no porque en el proyecto ilustrado no estuviera presente la opción estética, que lo estaba en su metamorfosis romántica en autores como Diderot, Rousseau, Hölderling o el joven Hegel; sino porque la ilustración planteaba la alternativa entre vida moral o vida estética como problema a resolver desde la racionalidad. Dos siglos largos después la propia crítica filosófica ha deconstruido el proyecto ilustrado, describiendo la indisoluble y oculta alianza entre la racionalidad, la ley y el deber, al tiempo que convencía del radical antagonismo entre la racionalidad y el modo estético de vida.

De este modo, las últimas décadas de la filosofía han cuestionado insistentemente la neutralidad del tribunal de la racionalidad y, por tanto, su legitimidad como instancia fundadora de la opción de valor. Pero la lucidez con que se va revelado que el histórico dominio del juicio moral sobre el juicio estético era causado por la oculta parcialidad del discurso racional que operaba como instancia fundamentadora, no se ha mantenido para enjuiciar la nueva situación. Las armas deconstructivas deberían levantar la sospecha de que el escenario weberiano en que se ejerce la opción de valor, con ausencia de cualquier instancia exterior fundadora, carece igualmente de neutralidad. Es decir, que si hay que reconocer que la razón es parcial para decidir la gran cuestión de la existencia humana, a saber, si deben vivir conforme a la norma moral o deben hacerlo conforme a modelos estéticos (pues, en ambos casos, se impone el deber), también hay que admitir que su ausencia, su silencio, no da paso al vacío, sino a su sustitución por su otro, o sea, por el deseo, que tampoco parece neutral a la hora de decidir entre moralidad y estética; con lo cual se comprende que, silenciada la razón, inexorable cómplice de la moral y causa de su hegemonía histórica, la opción se decante inevitablemente hacia la vida estética, prevaleciente en nuestros días.

Por tanto, la crítica contemporánea a la razón práctica no libera el escenario de decisión de instancias cómplices, sino que simplemente sustituye una (favorable a la opción moral) por otra (favorable a la opción estéticas). Para ser más precisos, pues en el fondo la opción no es tanto de exclusión cuanto de jerarquía, hay que resaltar que desde la posición ilustrada no sólo las preferencias se decantaban hacia los valores morales respecto a los estéticos, sino que unos y otros, la moral y la estética, quedaban sometidos a la regla del deber, enunciada por la razón desde y conforme a una idea de ser humano; o sea, eran una ética y una estética racionalistas. En el presente postmoderno y antiilustrado, no sólo se invierten las preferencias, sino que se transforman los contenidos de los valores: el sentimiento sustituye a la regla tanto en el orden moral como en el estético. La moral rigorista deviene ética sin deber y la estética formalista apunta a ser mera erótica que pivota sobre el deseo.

Creemos que desde esta mirada se ponen de relieve algunos aspectos en juego en la crítica contemporánea a la ilustración. La denuncia tópica a la razón formal, abstracta, técnica, dominadora, incapaz de captar la vida, el espíritu, el ser..., revela aquí algunos de sus sentidos ocultos bajo su rostro purificador. Por un lado se revela su complicidad con una posición explícita ante la cuestión clave de la existencia humana, es decir, su apuesta por la estética frente a la ética en cuanto canon de vida; por otro, y no menos relevante, su apuesta por una ética y una estética determinadas, que acabamos de nombrar ética sin deber y estética erótica. En fin, simultáneamente, se cuestiona la pureza de la opción neutra y virgen, pues si hemos de reconocer las complicidades de la razón no es sensato cerrar los ojos a las complicidades del deseo; y si hemos de reconocer la voluntad de poder arropada por la voluntad de verdad, no cerraremos los ojos cuando la voluntad de dominio se presenta bajo el velo de la ignorancia.

Con ello queremos concluir que la desacralización de la razón, el desenmascaramiento de su complicidad tanto con los contenidos de la ética y la estética que postula como con sus preferencias de una respecto a la otra en cuanto canon de vida, es un avance en ese inacabable camino hacia la autoconciencia en que consiste el pensar filosófico; pero que el camino, por infinito, no puede acabar ahí, y debe continuar desacralizando los productos de las desacralizaciones. Si tras la desacralización de Dios hubo que desacralizar al Hombre, que ocupara su puesto, a la desdivinización de la ética debe seguirle la de la estética. Cuando se destierra a la razón por su complicidad con la dominación, o su esencia técnica, enseguida hay que dirigir la mirada a lo que ocupa su puesto. No hay lugar puro desde donde hablar; no hay punto cero incontaminado. Y, mientras tanto, mientras se sigue por ese inacabable empeño, habiendo ya aprendido que siempre se sirve a algún amo, vale la pena ver sus rostros, mirar de cerca el precio que ponen a la dependencia. De lo contrario contribuiremos a que nuestro tiempo pague con la mejor de sus monedas, las de la igualdad y la emancipación, la conquista de su liberación, de una libertad pensada como mera espontaneidad. Trataremos a continuación de ilustrarlo.


2. Pluralismo, universalismo y erosión de los derechos universales.

La alternativa ético política al proyecto ilustrado, donde concluyen todas las críticas a la modernidad, es el pluralismo, posición que se deriva de la tesis weberiana de la irracionalidad de los valores, consecuencia de la arbitrariedad o espontaneidad de toda opción de valor. Por lo tanto, es la alternativa al universalismo que identifica a la razón ilustrada; de ahí que todas las posiciones críticas a la modernidad y a su jacobinismo ético político confluyan en la adhesión sin límites al pluralismo, que se presenta como el nuevo ideal de la humanidad sin ideales.

Mirado con detenimiento la oposición universalismo/pluralismo parece forzada, pues no toda versión del pluralismo parece antiilustrada. Hay un pluralismo intrínseco al liberalismo clásico, del cual el pluralismo contemporáneo nos parece una metamorfosis. Es cierto que en el liberalismo domina la universalidad de la norma racional, pues junto al principio de libre voluntad en la decisión de la propia vida se ponía de forma rotunda la trascendentalidad de lo universal (moral y político), y se consideraba al individuo dotado para participar en el descubrimiento o la construcción de lo universal y obligado a ello. También es cierto, por el contrario, que el pluralismo parece definir el nihilismo de nuestro tiempo, culminando la subjetivización de los valores que sigue inevitablemente a la renuncia a la voluntad de verdad, sea ésta epistemológica o moral. No obstante, hay un vínculo entre el universalismo ilustrado y el pluralismo postmoderno que conviene desvelar.

No hace falta insistir aquí en que el pluralismo, como posición ético política, no tiene nada que ver con el reconocimiento de la diversidad y la diferencia. La pluralidad o diversidad es un factum y como tal pertenece al campo de las representaciones fenoménicas. En este nivel de reconocimiento posiblemente es incontestable, pero en cualquier caso es axiológicamente neutral. No conocemos argumentos definitivos en base a los cuales podamos prescribir la bondad de su conservación o de su expansión; tampoco conocemos los que induzcan a prescribir reglas inversas. Intuitiva y espontáneamente nos parece sensato y conforme a la práctica común reconocer que hay diferencias buenas o agradables y otras cuya existencia lamentamos; y que hay planos, como el estético, que parecen tolerar o estimular más la diversidad que otros, como el moral o jurídico, donde espontáneamente exigimos universalidad.

Esta convivencia confusa entre la afirmación de la diferencia y la reivindicación de la universalidad, sin duda relevante, suele ocultarse bajo la no menos ocasional contraposición entre ambas. Pero está presente en la vida y la consciencia popular, y tal vez inevitablemente presente, pues lo habitual es que al reivindicar la diferencia (por ejemplo, de una nación, una etnia o una secta) respecto a otras totalidades simultáneamente se esté reivindicando la identidad propia; es decir, no parece haber forma más constante de reivindicar la propia identidad que afirmando la diferencia; y a la inversa, la identidad parece derivarse de una determinación diferencial. Casi siempre una se hace en nombre de la otra, mostrando así una vinculación necesaria, impuesta por el lenguaje, de cuyo trascendental es difícil escapar, y que hace que toda clausura implique una exclusión y toda diferenciación cierre una identificación.

Por lo tanto, por un lado, en el nivel fenoménico no se encuentran razones o motivos definitivos para preferir la diferencia a la identidad; aunque, a la inversa, tampoco podemos justificar convincentemente la preferencia por la unidad y la homogeneidad esenciales; por otro lado, la identidad y la diferencia, esencias respectivas de la universalidad y la pluralidad, no pueden pensarse con claridad y distinción como dos ideas ajenas, sino que inevitablemente se reenvían su sentido. Esto nos lleva a pensar que la contraposición que la filosofía contemporánea explicita entre pluralismo y universalismo, en el marco de rechazo de la racionalidad ilustrada, obedece a otros motivos, finalidades o razones, que deberíamos desvelar.

Efectivamente, el pluralismo contemporáneo (epistemológico, ontológico, ético, político o estético) se plantea y defiende como alternativa al universalismo ilustrado, enunciando explícitamente su carácter esencialmente antimoderno. Se autodescribe como la posición filosófica que asume la crisis del fundamento, la deconstrucción de la metafísica (de la presencia) occidental, la ilusión y complicidad de toda instancia trascendental con el poder, la instrumentalidad de la ontología esencialista y, sobre todo, la perversión infinita de la lógica de la identidad, reducto sagrado de la razón y sancta sanctorun de la barbarie. Tanto es así que en nuestros días “pluralista” se ha convertido es canon absoluto de valor: la ciencia, la ética, la moda, la ciudad, la fiesta..., son valiosas, aceptables o legítimas si, y sólo si, son pluralistas. Hasta la democracia, que hasta ayer asumía esa corona y repartía los status de legitimidad, hoy está sometida a su juicio: la democracia, o es pluralista, o es indigna. Mejor: o es pluralista, o no es “verdadera” democracia.

Ciertamente, para cumplir esta función de canon de bondad la idea de pluralismo –como ayer la idea de democracia- ha tenido que asumir una semántica proteica, significando una mezcla de libertad, diversidad, tolerancia, igualdad, competitividad, relatividad... en dosis indefinidas. Ha de ser pensada, como el cielo en los viejos catecismos de nuestra infancia franquista, como “el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”. En esta confusión radica su éxito, pues descender a los modos y concreciones supone elegir un camino con frecuentes sorpresas y sombras. En esa confusión se ampara la oposición que la filosofía contemporánea establece entre pluralismo e ilustración y, por tanto, aunque no se enfatice, entre pluralismo y liberalismo clásico.

El proyecto liberal, genuinamente ilustrado, sin duda reconocía el factum de la diversidad, y lo toleraba, respetaba e incluso ensalzaba. Y no sólo por motivos estéticos, sino por necesidad teórica, por determinación ontológicas fuertes, pues su manera concreta de pensar la libertad, como capacidad de elección, exigía el reconocimiento y cultivo de la pluralidad. ¿No es el mercado, esencia de la ciudad liberal, el paradigma de la pluralidad posible y deseable? ¿No implica la tolerancia, religiosa e ideológica, idea política intrínseca al liberalismo, una pluralidad de opciones y representaciones del mundo, de la ciudad, del bien y del mal? En fin, puesto que la auto determinación, la construcción de sí mismo, la conformación de un proyecto propio y personal de vida, es el ideal básico del liberalismo, ¿no implica una ontología social pluralista en que, mediante la elección de su profesión, sus rostros, sus hábitos, sus creencias, sus gestos, sus vestidos, el individuo construya su identidad-diferencia? Por tanto, el liberalismo clásico postulaba y exigía una ontología social pluralista por determinación consustanciales a sus principios políticos y creencias sociales más sagrados.

Este pluralismo, no obstante, no excluía ni era la alternativa al universalismo moral y jurídico. Al contrario, era la mediación necesaria en esa matriz definida por la universalidad de la norma (moral o jurídica) y por la atribuida individualidad de los sujetos. Éstos, para ser tales, para ejercer su tarea autoindividualizadora, necesitaban un escenario social dominado por la diversidad, tal que pudieran configurar su ser y su plan de vida mediante elecciones personalizadas. Esta diversidad es la condición de posibilidad de una red de identificaciones con que se construye la individualidad o identidad personal. La pluralidad, por tanto, es esencial a la idea liberal, pues de ella pende la posibilidad de individuación. El individuo liberal, con la pretensión de autodeterminación, es impensable sin un escenario pluralista. La relación pluralidad-individualidad es fácilmente visualizable, y así se enfatiza en la filosofía política contemporánea.

Pero, aunque sea menos visible, también hay un vínculo necesario entre pluralidad y universalidad, a pesar de los esfuerzos de ocultación en el pensamiento contemporáneo. Este vínculo se revela si del pluralismo abstracto bajamos a sus modalidades, en concreto, a la modalidad del pluralismo liberal, donde éste queda articulado –por tanto, limitado- por la irrenunciable pretensión de universalidad de toda norma moral y jurídica. Efectivamente, la pluralidad exigida por el principio individualista ofrecía contornos precisos en el liberalismo clásico. La exigencia de universalidad ponía limites a la pluralidad soportable (y, por tanto, a la individualidad reconocible); si se quiere, excluía de esa pluralidad ciertas diferencias, incompatible con la universalidad de la norma racional. Pero, además de esa limitación de la extensión, la universalidad de las reglas tenía otro efecto: desustantivaba la pluralidad, le robaba su aura de horizonte ontológico absoluto para convertirla en escenario instrumental o estratégico, en definitiva, no esencial. Este límite expresaba la hegemonía del principio de universalidad, en concreto, por la universalidad de los derechos, que implicaba la necesidad de que todos los elementos de la pluralidad fueran elegibles, es decir, asequibles como determinaciones de la identidad individual. El liberalismo clásico no podía reconocer en el espacio público la pluralidad natural; ponía el límite en la pluralidad socialmente construida, tal que toda exclusión fuera coyuntural y efímera.

Por supuesto que en el estado liberal se dan inevitablemente diferencias naturales y que el discurso liberal las reconocía en la esfera privada; pero como tales simplemente se soportan y se procura neutralizarlas políticamente, se busca impedir o compensar sus efectos civiles. El liberalismo, razonablemente, postula la igualdad universal ante las leyes de los hombres, no ante las leyes de la naturaleza; ante la diversidad que éstas imponen, la ley civil sólo puede paliar sus efectos y, sobre todo, neutralizar cualquier incidencia en las instituciones y relaciones sociales. La pluralidad limitada, la pluralidad propia del orden social (instituciones, creencias, moralidades, religiones, gustos...) es legítima en tanto que se ofrece a todos, como hace el mercado, y en tanto que formalmente está abierta a todos (aunque no siempre actualmente al alcance de todos). Es legítima porque se ofrece sin exclusión, sin incompatibilidades y sin compromisos definitivos, es decir, una pluralidad que permite la transversalidad, las elecciones-identificaciones temporales y las desafecciones. De ahí que el liberalismo no pueda pensar como civilmente relevante las diferencias externas o prepolíticas, como la raza, la etnia, la clase, la nación o el género, en tanto determinaciones no elegibles, no universalizables.

Entendemos, por tanto, que la pluralidad reconocida por el liberalismo clásico, lejos de ser alternativa a la universalidad responde a este principio: sólo se admite la diversidad universalizable, es decir, las diferencias elegibles por todos. El pluralismo neoliberal contemporáneo, ciertamente, se confiesa menos sensible a la exigencia de universalidad de las reglas sociales, y extiende el culto a la diferencia a espacios cada vez más amplios. No obstante la expansión del pluralismo, sin límites ya en el dominio social, se sigue buscando límites en el espacio público. El “pluralismo razonable” rawlsiano sirve de paradigma: hay diferencias-identidades inadmisibles, que han de ser excluidas del pacto de paz y cooperación. La propia tesis de Sartori.

Visto el pluralismo contemporáneo como una metamorfosis del liberalismo clásico, que ya incluía el culto a la pluralidad y la articulaba con la individualidad y la universalidad irrenunciables, queremos concluir resaltando que esta línea de continuidad no suaviza los potentes efectos sociales que acarrea el pluralismo contemporáneo. Nos parece preocupante el voraz asalto contemporáneo a los lugares sagrados de la universalidad, a las instituciones del estado, al ámbito político jurídico de la igualdad de derechos entre todos los ciudadanos. De manera silenciosa y desapasionada, como corresponde a un escenario social en que, subjetivizadas las opciones de valor, todo queda sometido a la negociación, tras la cual opera siempre la fuerza: en el mejor de los casos, la fuerza de los argumentos (retórica), en otros, la seducción emocional y en muchos el poder del capital cuando no el de las armas. Asumir que el bien social (la justicia) resulta del pacto o consenso es la consecuencia inevitable de la desautorización de la razón práctica para fijar el deber. Asumir que las leyes deben negociarse con las “partes” afectadas –como si fueran leyes particulares en vez de leyes de la nación, como si a cada ciudadano sólo le interesara su bolsillo- es la consecuencia inevitable de una sustantivación de la pluralidad a costa de la universalidad, sin duda, pero sobre todo a costa de la igualdad. Pues lo que pocas veces se dice es que la razón universal era también voluntad de igualdad. Y en nombre del pluralismo, que esconde ideas menos bellas como “particularismo”, “localismo”, “individualismo”, lo que realmente se está combatiendo en muchos casos es simplemente la igualdad.

Las formas de erosión -de momento aún controlada- de la universalidad y la igualdad en sus lugares sagrados merecerían una descripción atenta y pormenorizada, que aquí no cabe. No obstante, acabamos este apartado llamando la atención sobre un fenómeno social, paradójicamente cada vez más “universal”, que nos parece arquetípico de esa erosión en el lugar más sensible y corrosivo, el de los derechos. Evidentemente, pocas voces son capaces aún de romper con la universalidad de los derechos del hombre y de los ciudadanos. Pero, en la realidad, amparados, claro está, en la pluralidad y en la diferencia, se justifican políticas y proyectos que confieren derechos (privilegios) a segmentos de la ciudadanía que vulneran la universalidad y la igualdad. Arbitrariamente se establecen ámbitos profesionales, geográficos, administrativos, de edad o de sexo a los que el Estado concede derechos-privilegios en base a argumentos dispares y a veces insólitos, sin que respondan a una idea universal conforme a los derechos universales. Se justifica, a veces, con la bella figura de la “discriminación positiva”, pero en el fondo es el manto que oculta la desnudez moral. Porque, en rigor, las políticas de discriminación positiva están al servicio de la igualdad, son medidas excepcionales destinadas a crear las condiciones materiales para la vigencia normal de la universalidad de la ley; en cambio, con el reparto de derechos-privilegios sectoriales no se sirve a ningún derecho universal, sino que se cede al imperio del pluralismo: lo diferente debe ser tratado de forma diferenciada. En vez de afirmar que lo diferente, puede y debe ser respetado, e incluso conservado, pero no reconocido como civilmente relevante. De lo contrario la ciudad, la comunidad, deviene simplemente un mercado donde se pactan los servicios y los precios, cada cual con sus atavíos, su fuerza.


3. Del humanismo al humanitarismo: fragmentación y sumisión.

Otro efecto oculto bajo la puesta en crisis de la razón práctica es el abandono del horizonte moral y político del humanismo, sustituido por el humanitarismo. El humanismo ilustrado, distinto al humanismo estetizante renacentista con su ideal de hombre culto, tenía un fuste netamente ético político. Se centraba en la idea del hombre autor de sí mismo, con capacidad teórica y práctica de autodeterminación. Este ideal conectaba unas veces a una ontología esencialista (reconocimiento de una naturaleza humana o esencia común); otras respondía simplemente a una prescripción de la razón que proponía un modelo de comportamiento humano como el más ajustado a los intereses objetivos de los individuos en una vida en cooperación. En cualquier caso, proponía un modelo universal de valores y reglas de conducta que ponía límites y sentido a la autodeterminación de los individuos y prescribía los fines y estrategias de las instituciones y gobernantes. El hombre del humanismo ilustrado era el hombre que pensaba por sí mismo, pero pensaba, es decir, determinaba su pensamiento con reglas universales que le trascendían; era el hombre que definía su proyecto de vida, pero lo hacía conforme a la norma, moral o jurídica, o en los silencios o huecos de esas normas; ejercía la autodeterminación, pero se autodeterminaba conforme a un modelo universal de referencia; afirmaba su libertad, pero no la pensaba como espontaneidad o contingencia, como ausencia de ley y de orden, sino como actuación conforme a reglas voluntariamente aceptadas, como orden asumido.

Este modelo humanista siempre adoleció de un punto débil: la dificultad de pensar la autodeterminación desde una esencia trascendental. Si el bien y el mal están dictados, ¿tiene sentido una libertad pensada como posibilidad de elegir entre ambos? ¿Puede libremente elegirse el mal? El hombre verdaderamente libre, se sospecha, es aquél que esté más allá del bien y del mal, aquél pone nombres a las cosas, el que llama bien a lo que desea o hace. Por eso esta idea de hombre del proyecto humanista ha sido objeto de una crítica demoledora por la filosofía contemporánea. Unas veces, como en el estructuralismo y el vitalismo nietzscheano, disolviendo la subjetividad en efectos ocultos de instancias trascendentes a la consciencia, sea la determinación económica marxista, las pulsiones del inconsciente freudiano, o las redes lingüísticas de F. Saussure o simbólicas de Cl. Lévy-Strauss; en cualquiera de estas versiones, el sujeto como sede de consciencia, sensibilidad moral o estéticas y pensamiento queda reducido a efectos o determinaciones de unas estructuras ciegas que marcan su ley. Otras veces, y ante la imposibilidad de representarse una subjetividad al mismo tiempo con esencia y libertad, se ha intentado pensar un humanismo sin esencia, como en la propuesta existencialista sartreana; se trataba de pensar radicalmente la libertad, sin límites ontológicos, liberada de cualquier esencia, modelo, valor o norma de deber trascendental. Pero pensar el ser ajeno a toda determinación esencial, a toda norma, conlleva pensarlo como contingencia; es lo que haría el filósofo francés en El existencialismo es un humanismo, en coherencia con la ontología expuesta en su obra El ser y la nada, en la que el ser humano no es caracterizado por ningún rasgo positivo, sino por su capacidad de negar, sea lo otro, sean los otros, cuya existencia es vista inevitablemente como límite u obstáculo a su ser, como amenaza de su ser.

Es bien conocido que los estériles esfuerzos de Sartre por salvar un humanismo sin esencia acaban, definitivamente, con la “muerte del hombre” enunciada por Foucault, que culmina el largo y complejo proceso al sujeto y, en general, a una filosofía montada sobre la subjetividad. Pero suele destacarse menos que en el pensamiento sartreano el individuo devenía hombre, se constituía como ser humano, en su confrontación abierta, radical, constante, imparable, con lo otro y con los otros, en una revolución permanente y sin fin; por lo tanto, era impensable lo común, era impensable la paz bajo la hegemonía de una regla universal, que en tanto que regla puesta estaba condenada a metamorfosearse en positividad que impide la humanidad, en cosa a ser destruida.

Desde el estructuralismo o desde el existencialismo, la filosofía, a veces a su pesar, acabó revelando la imposibilidad del humanismo universalista y la arbitrariedad de un humanismo sin esencia. Es decir, el humanismo se revelaba cómplice de la ilustración, intrínseco a la modernidad; por tanto, la batalla contra el mismo no ha sido sino una página más de la lucha contra la razón ilustrada: en este caso, contra la razón práctica y su pretensión de prescribir reglas y proponer ideales universales de vida.

Los argumentos hechos en nuestra época a favor de la muerte del humanismo (la ilusión de la esencia, el terrorismo del ideal, el enmascaramiento del poder, el atractivo de la espontaneidad) han sido muchos y brillantes. Pero, como suele ocurrir en las batallas retóricas, se han ocultado los rasgos sombríos del nuevo rostro al tiempo que se embellecen los más atractivos. La crisis del humanismo suele culminarse y simbolizarse con la muerte del hombre, que representa el fin de todo ideal común, el fin de toda naturaleza human. En el nuevo espacio de representación de lo social que aparece con su desplazamiento, los hombres han despoblado el terreno y cedido a los simples individuos, seres contingentes, sin esencia, sin identidad común, unidos y/o enfrentados por vínculos prepolíticos. Los individuos, moralmente neutros, presuntamente inocentes, tejen entre ellos reglas estratégicas para la sobrevivencia, es decir, reglas que garanticen su independencia, su contingencia.

Esta representación, esta nueva ontología antihumanista, postula la espontaneidad de los individuos en sus acciones, incluso en la de construirse a sí mismos. La verdad es que no resulta poco complicado representarse un ser contingente como autor de sí mismo, pues darse un “sí mismo” es darse una identidad, y por tanto una esencia, a partir de cuyo momento –como sabía y denunciaba Sartre- se distingue lo que pertenece o es favorable a “sí mismo” y lo que pertenece o beneficia a “lo otro” o “el otro”, con lo cual se cae en la paradoja de haber construido un trascendental desde el que, a partir de su instauración (esta sí., voluntaria o espontánea) se dicta el bien y el mal, quedando desde entonces el ser del individuo sometido a un canon. Al final, se recupera por la ventana una “esencia” que, por su origen arbitrario, posiblemente resulte más intolerable. En el fondo sospechamos que el decreto de muerte del sujeto epistemológico y moral sirve de estrategia para instituir un sustituto: el sujeto estético, cuya identidad o esencia viene dada por la sensibilidad, el sentimiento, el deseo, es decir, lo no racional. En rigor, se ha elegido otro amo, tras desvelar el que se ocultaba tras el culto a la verdad.

Si la muerte del hombre ha sido, simplemente, la del hombre moral, sustituido por el hombre estético; más aún, si como hemos aludido esa transmutación incluye el abandono de la estética (y la moral) apolínea a favor de otra estética (y otra moral) dionisíaca; si es así, decimos, se desdramatiza la pregunta ¿puede soportarse una vida en la contingencia? Aunque esta pregunta sea el punto de mira de algunos discursos filosóficos, generalmente la blanda filosofía contemporánea (a diferencia de la de aquellos autores a los que suele rendir homenaje, de Heidegger a Foucault, de Adorno a Deleuze) no quiere llevarnos a ese lugar, que sería un final del camino. Generalmente, tras la dramatización crítica se deja pensar en una salida soportable. La muerte del hombre racional cede el paso al individuo estético; la del humanismo deja el lugar al humanitarismo.

Puesto que la crisis definitiva de la racionalidad nos arrastra a la contingencia, y como ésta se intuye imposible, todo vuelve al horizonte de la anunciada alternativa entre vida ética y vida estética, una elección importante, pero que no lleva a la desesperación. Y es así porque, del mismo modo que en el proyecto ilustrado la hegemonía de la moral no arruinaba la componente estética, aunque ambas estuvieran matrizadas por la razón, en el punto de llegada de la crisis de la razón práctica, el postmodernismo, no se beben las heces del nihilismo dramatizado por Nietzsche, sino que se reinventa la moral: eso sí, una moral subordinada a la estética y, sobre todo, en el cuadro dionisíaco.

Queremos enfatizar este aspecto, que se esconde tras la crisis del humanismo. El discurso filosófico contemporáneo, que blande el nihilismo como la mejor espada contra el humanismo ilustrado, escamotea las consecuencias teóricas y prácticas del nihilismo. Y aunque describe una posición de potente atractivo estético, como la de una individualidad contingente, sin dioses mayores ni menores, instancia que escribe la ley y que no se obliga a su cumplimiento, lo cierto es que no logra presentar como satisfactoria una existencia sin limitaciones trascendentales. De ahí que unas veces se invente alguna cuasi-trascendentalidad, histórica y contextual, sea una cultura, sea una comunidad afectiva o identidad local; mientras en otras ocasiones lleva a recurrir, más o menos enmascaradamente, a sucedáneos trascendentales de la racionalidad moral. La fuerza y el atractivo en la negación, en la deconstrucción del humanismo, no aparece en la alternativa; y no se cuenta con el temple trágico para, llegado al límite, quedarse en el filo de la negatividad insaciable.

Para acabar, veamos dos concesiones sospechosas. En primer lugar, parece razonable esperar que un discurso contra el orden de la razón, una vez se ha identificado ésta con la voluntad de poder, debería llamar a la subversión anárquica contra el estado y cualquier otra forma del poder político. Es decir, el discurso deconstructivista y antiilustrado habría de sellar su compromiso con la revolución. Sin embargo, acaba siempre o bien negociando el orden neoliberal como el menos malo, o bien cantando poéticamente su maldad intrínseca al tiempo que se sugiere su inevitabilidad. Ahora bien, aceptar la trascendencia del estado –pues aquí no puede ser pensado inmanente, como ocurría en la ilustración- encubre la renuncia a una liberación o emancipación radical, en tanto que no puede prescindir del poder político. Con el agravante de que tal representación del poder político meramente técnica hace del mismo una instancia ciega, sin consciencia, sin finalidad, sin más función que permitir la espontaneidad en el espacio privado; un poder que no exige amor ni reconocimiento, que no nos roba el alma, pero que impone cada vez más estrechos límites y a duras penas oculta el nombre de su amo. La maximización de la vida estética, de la espontaneidad, parece inseparable de un orden político (y social) cada vez más estructurado y cerrado, más meramente estratégico; y, curiosamente, más “racional”, y precisamente con la más árida de las racionalidades, la racionalidad instrumental y técnica, netamente dominadora, que no responde a otra voluntad que la de su ciega autoreproducción. Pensar en la emancipación como individuos privados bajo la protección de la determinación ciega del poder político es, en el mejor de los casos, una inquietante ingenuidad.

En segundo lugar, la opción estética coherente con el radicalismo de la crítica antiilustrada parece implicar la clausura definitiva de la moralidad; pero generalmente no se llega a este límite, sino que se busca un sucedáneo, se recicla la moral humanista en una moral estetizante. Sea como persistente lastre histórico de la vida moral en la consciencia colectiva, sea porque la moralidad, no como regla pero sí como sentimiento moral, forma parte de la dimensión estética, lo cierto es que la consciencia social de nuestra época, al tiempo que sepulta el proyecto humanista, proyecto moral por excelencia, se reivindica a sí misma como época verdaderamente moral, de la nueva moral, de la moral de la autenticidad. Remitimos al trabajo de Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, en el que hace un diagnóstico ético estético de nuestro tiempo bajo el argumento de una doble tesis: a) la entrada en crisis de la moral ascética, propia de la filosofía ilustrada y del liberalismo clásico; y b) su sustitución por una “ética indolora”, signo de nuestro tiempo, que neutraliza el riesgo del nihilismo y permite generar esperanzas. Compartimos a grandes rasgos su descripción psicológica y sociológica del proceso; no así su valoración consoladora del desenlace y, sobre todo, el tratamiento poco filosófico del problema. No nos parecen convincente sus argumentos para salvar el carácter moral de su “ética indolora”, que entendemos simplemente como una no-ética, una figura nihilista dulcificada de la crisis de la moral tout court; y lamentamos la ausencia de referencias a los procesos filosóficos, políticos y económicos que permitirían superar el plano meramente descriptivo y aventurarse en una explicación convincente.

Lo que sí compartimos con Lipovetsky es su descripción de la moral de nuestra época como una moral humanitarista, que sustituye a la del humanismo ilustrado, y que se aprecia en la exaltación popular de la solidaridad. Mientras el proyecto humanista no concedía espacio alguno a la compasión, siendo su objetivo un hombre nuevo cuyos derechos hicieran innecesaria y sospechosa la caridad, el humanitarismo agota su preocupación por el otro en actos puntuales, finitos, más preocupados por la situación que se quiere paliar que por el hombre como proyecto esencial. En todo caso, las sutiles reflexiones fenomenológicas de los textos de Lipovetsky nos interesan en la medida en que nos plantean una gran paradoja de nuestro tiempo, una época cultural que, por un lado, parece definitivamente entregada al nihilismo (individualismo, relativismo e indiferentismo moral, hedonismo, insensibilidad a la desigualdad, etc.), que anuncia en sus gestos, sus símbolos y sus discursos el fin de la moral; pero que, por otro, simultáneamente alberga en su seno la más intensa y extensa reivindicación de las prácticas e instituciones morales, desde las pretensiones de elaborar códigos deontológico para cada profesión, de médicos y periodistas a artistas, publicistas y banqueros, a la de instaurar comités de ética en cada centro (hospitales, fábricas, universidades, centros comerciales), o a la multiplicación increíble de ONG e instituciones de beneficencia. Paradoja que Lipovetsky disuelve al mostrar la compatibilidad y coherencia de ambas derivas cuando se piensa en términos de cambios de vocabulario o de “juegos de lenguaje” morales. La consciencia de crisis refiere entonces a la consciencia moderna, a la vieja ética disciplinaria ilustrada, que exigía el sacrificio de uno mismo a un modelo de hombre fundado en el servicio a los otros, que hacía de la renuncia, el dolor, la entrega, el dominio de los propios instintos y deseos, el trato igual al otro, incluso al enemigo, la fuente del mérito moral. Y esa ausencia no sólo es compatible con la aparición de la nueva ética de la autenticidad, sino su condición de posibilidad, ya que ésta responde a sentimientos espontáneos y no a prescripciones, es indolora y no sacrificial, en consecuencia, compatible con el individualismo y el hedonismo sin límites; ética de la autenticidad posible porque el cuerpo en su espontaneidad, tendrá momentos de piedad o compasión puntuales, fragmentados, dispersos entre sus impulsos a la vida y al placer.

La conclusión implícita, que Lipovetsky no procura, parece ser que la humanidad no debe preocuparse, no debe asustarse de su propio rostro, pues no ha degenerado de la moralidad al nihilismo, sino que ha mutado su consciencia moral adaptándose a los nuevos tiempos. Sólo si se piensa en el vocabulario clásico y envejecido de la moral ilustrada el cambio se vive como una profunda crisis moral; pero, con un nuevo vocabulario, aquí historicista, sólo se aprecia la muerte de una forma de moralidad, basada en el sacrificio y el deber, cosa de la que no hay que lamentarse, pues simultáneamente ha dado paso a otras figuras de la moralidad, que evitan culpabilizarnos por lo que Hume llamaba nuestra “benevolencia limitada”.

La crisis del humanismo queda así desactivada, al verla desde el aspecto positivo, naciente, donde se revela como advenimiento de la moral de nuestro tiempo, del humanitarismo, alternativa exitosa al humanismo. Si aceptamos la distinción entre moral (prescripción de una vida conforme al deber) y ética (descripción del buen vivir), el humanitarismo es la ética de un tiempo sin moral. Puesto que nace a la sombra de la crisis de la razón y sus reglas universales, el humanitarismo es una ética del sentimiento moral; por tanto, una ética estetizante, indolora, inocente, que estima bueno sentir piedad y compasión, que aplaude el gesto de solidaridad puntual, pero que no osa exigir nada, ni siquiera continuidad en el sentimiento.

Esta ética humanitaria, a nuestro entender, expresa y reproduce lo que es una característica de nuestro tiempo: el fraccionamiento ontológico del ser humano, efecto inevitable de la destrucción de la subjetividad, de la sustitución de la racionalidad por las opiniones, de los argumentos por las “propuestas”. Queremos decir que esta ética no responde a la conquista por el individuo de la espontaneidad perdida en los esquemas racionales; que esta ética está tan exteriormente determinada como lo estaba la del ideal humanista. Que una y otra enuncian dos formas de vida apropiadas a dos momentos muy diferenciados, e incluso contrapuestos, de las sociedades capitalistas: el momento liberal burgués, con su capitalismo nacional de la producción, y el momento populista de la globalización, con su capitalismo del consumo y sin patria.

No es aquí el lugar para describir y argumentar esta tesis, pero, a efectos de usarla para desvelar lo que se oculta tras la estetización de la ética, llamamos la atención sobre dos fenómenos. El capitalismo actual no tiene secretos en la producción, y sus obstáculos están en el consumo: el mundo le viene pequeño y ha de ampliar ilimitadamente la potencia consumidora, necesariamente limitada, de los individuos. Esta necesidad es tanto mayor cuanto que escasean las áreas geográficas incorporables al consumo (pues las que quedan no son actualmente atractivas). En esa carrera ciega hacia la maximización del potencial consumidor del individuo, los buenos consumidores, los que interesan a la reproducción del capital, no son los sujetos (ciertamente sujetos y limitados a unas ideas, unas reglas, unas finalidades fijas, unas lealtades...), sino los individuos sin sujeción, espontáneos, siempre disponibles, infinitamente readaptables. Es decir, en rigor, manejables. Ya lo decía H. Arendt: el individualismo no es el antídoto del gregarismo, sino todo lo contrario. El culto a la diferencia y a la espontaneidad es, o al menos puede ser, la condición más favorable para la producción de individuos gregarios y sumisos, fieles y dóciles seguidores de los mil reclamos del mercado.

Por eso, concluimos, sin dejar de velar las armas antiilustradas, hay que rajar el velo que sacraliza a los críticos. Ciertamente, como nos enseñara Bertolt Brecht, el miedo al humo no debiera disuadirnos de huir del fuego; pero, al mismo tiempo, recordando a Hegel, el miedo a perder la vida no debiera impedirnos vivir. O sea, el miedo a la barbarie ilustrada no debiera alentarnos a vivir como bárbaros.


J.M.Bermudo (2004)