Algún día el azar llevará
a
alguno de mis antiguos alumnos a esta WEB,
y al ver mi
nombre no podrá evitar
un gesto de melancolía, tal vez de decepción. Recordará mi obstinada
resistencia a aparecer en la red, mi rechazo a la ontología de la
presencia y, particularmente,
a la presencia en la irrealidad virtual. Y, quiero imaginar que con
tristeza,
se preguntará si mi aparición en la red
expresa derrota o deserción. Y ambas cosas me preocupan, pues en ambas
se juega
la virtud más noble y genuinamente humana, la voluntad de coherencia.
Si me cree vencido por la
objetividad, tal vez hará suya la herida de esta
nueva derrota de la lealtad a las ideas con que intentamos determinar
nuestras
vidas; e incluso se preguntará si ante la impenetrable y tozuda
opacidad de la
realidad vale la pena obstinarse en estos pequeños gestos de
disidencia. Si le
invade la sospecha de mi deserción, la herida será más profunda, pues
ambos nos
hundiremos en la desolación de la pérdida del sentido: yo vaciando el
de mi
pasado, él agujereando el de su futuro, que es lo que uno y otro
tenemos. De
una u otra forma, temo que mi fracaso debilite su resistencia al
nihilismo, el
demonio que nos permitía reconocernos como seres éticos. Me preocupa
especialmente,
por decirlo de forma sencilla, que mi última lección en la distancia al
alumno
aventajado, ya compañero, sea que no vale la pena oponerse al torrente
de la
historia, tarea insana e inútil. Y me entristece que se sienta triste
imaginando mi tristeza.
Quiero con estas páginas,
si no curar la herida, al menos hacerla
soportable. Quiero justificar mi
migración
al para mí extraño país de los internautas. Ya sé que el rasgo que
mejor define
este espacio virtual de presencia es la ruptura radical con la máxima
de
nuestra civilización que exige a los individuos, y a los pueblos, la
justificación de sus acciones. Pero yo, aunque migre no me exilio,
aunque aparezca
aquí no soy ni seré “d'eixe
món”; pertenezco y quiero seguir perteneciendo a esa civilización,
única según
Weber, de seres humanos atrapados en el deber sagrado de
justificación de
sus
acciones (e incluso de sus ideas). Y estoy seguro de que ese alumno
imaginario
a quien los vientos llevaron a esta web
verá con agrado mi explicación; es más, si recuerda aquellos tiempos,
muy
probablemente la esperará. Y su espera sería para mí una exigencia.
Pues
justificar nuestras posiciones, éticas o políticas, era, y creo que
debe seguir
siendo, el pacto de quienes vivíamos y pensábamos en común.
Mi vida profesional ha
girado en torno al aula. En el aula
y para el aula he
pensado, desde ella y para ella
he escrito. Mis publicaciones procedían del aula y servían para
reproducirse en
el aula. Si es cierto, y en gran medida lo es, que la naturaleza del
hombre
real viene determinada por sus condiciones materiales de existencia,
que piensa
y siente según las condiciones de vida, que uno se hace a sí mismo en
el
trabajo, forja su cuerpo y su alma en el trabajo, soportando la
determinación
de las condiciones, los instrumentos y las relaciones de trabajo…; si
todo eso
es cierto, y en gran medida tal vez lo sea, he de asumir que mi pensamiento (del vocabulario al
método), mi producción teórica (de
la
investigación a la docencia, en sus contenidos y sus formas), y mi consciencia (con su fondo de
esperanza y sus buenas dosis de escepticismo), se han generado y
modelado en
esos espacios cerrados del trabajo académico, en esos ámbitos estrechos
y
fuertemente determinados de cursos, seminarios o congresos, figuras
distintas del aula.
Reconozco que no todas
las
determinaciones de la vida universitaria son
venerables. Los espacios académicos suelen contagiarnos de
“academicismo”,
habituarnos en exceso a la repetición, configurar nuestro análisis en
modo
ecléctico, controlar nuestros objetivos bajo la máxima de neutralidad y
representarnos el valor (la verdad, la justicia, la belleza) vestido de
indiferencia e imparcialidad. No es lo mismo ejercer de filósofo que de
profesor de filosofía (aunque éste disponga de momentos para salir de
la
caverna y mirar de frente a la luz del sol); y aunque los roles no
están
cerrados y las funciones suelen ser plurales, en gran medida quedamos
atrapados
en nuestra fábrica, que nos hace suyos y nos conforma a su manera, que
logra
reconciliarnos con ella, tolerar sus carencias e incluso sublimar sus
valores. Ya
sé, ya sé que Rousseau nos enseñó que el ser humano pasa de la condición
a la naturaleza de siervo sólo en el momento mismo
en que
empieza a amar
sus cadenas, a reconocerlas constituyentes de su ser. Lo sé, y creo que
es una
enseñanza que no debemos olvidar porque, precisamente, mientras no la
olvidemos
no cruzaremos la laguna Estigia en el barco de Caronte.
Dado que, en la academia
o
en el foro, cada Sísifo carga con su piedra, y
liga a ella su destino, es comprensible mi reconciliación –no exenta de
escisiones y desgarros- con el aula. A mí me tocó vivir de y para el
aula, y el
fardo de la historia llegó a parecerme soportable y, por momentos,
entrañable. Puedo
comprender a quienes sueñan lugares donde la voz circula más nueva,
libre y
sonora; pero aunque la voz de Calíope fuera más bella que la de Apolo,
ambos
eran hijos de Zeus; y si importante para las artes eran las musas, no
lo era
menos ese dios para la filosofía, ni le faltaban perfecciones
intelectuales y
morales. En cualquier caso, bajando del Olimpo, mi existencia ha estado
indisolublemente
ligada al aula; y siempre me he sentido un tanto extranjero en otros
escenarios.
Cuando me inicié en la
docencia universitaria ya estaba en escena la macluhaniana
“aula sin muros”, un bello
texto profético del futuro que nos inundaba. Una pequeña tragedia:
cuando yo
entraba al aula el futuro exigía salir de ella. Me rebelé contra
McLuhan,
contra su “aldea global” que me recordaba el regreso del filósofo a la caverna platónica; contra su menosprecio
de la “Galaxia Gutemberg”, del libro, en el que yo y tantos de mi
generación veíamos
la elegancia de la argumentación, la racionalidad y el infinito del
progreso; contra su audaz máxima “el medio es el mensaje” (“the
medium is the message"), que
radicalizaba con un audaz y discreto gesto semántico fonéticamente
imperceptible, “el medio es el masaje”(“the medium is the massage”).
Y, con especial relevancia
para esta reflexión, me rebelé contra su “aula sin muros”,
que me mostraba el cul-de-sac de mi
camino. Los
motivos
inmediatos de esa rebelión no vienen al caso; pero ahora, situado ya en
el
futuro, comprendo que me resultara insoportable que cuando acababa de
encontrar
un lugar adecuado, soñado, para ganarme la vida dedicándome a la
enseñanza de
la filosofía, cuando al fin tenía un aula
donde vivir y pensar, el exitoso profesor canadiense, visionario de la
sociedad mass-mediática, agitara mi
conciencia
y viniera a decirme que me estaba recluyendo en lo obsoleto, que
anclaba mi
existencia en el anacronismo, que el futuro, que ya brotaba en el
presente de
la expansión de los medios de comunicación de masas,
necesitaba
abolir lo viejo para dar paso a lo
nuevo, abolir el aula para dar
entrada al aula sin muros.
Tal vez confiando en que “siempre nos
quedará Karl Marx” me encerré en mi guerra particular con
McLuhan,
que al
menos me sirvió para elaborar mi tesis de licenciatura, que luego sería
mi
primer libro publicado, con el transparente título de El
mcluhanismo, ideología de la tecnocracia. Ahora tomo
consciencia
de que tal vez mi marxismo militante, vocabulario desde el que siempre
he
intentado pensar, y mi amor al aula pequeña, mi confortable lugar de
trabajo,
me impidieron ver la “verdad” del discurso mcluhaniano. Lo juzgué
precipitadamente, sin haber comprendido su significado de fondo. Ahora
me doy
cuenta de que pretendía poner puertas al río de la historia. Suele
ocurrir
cuando tienes prisa en juzgar y transformar la realidad y no esperas a
que ésta
te desvele sus mil caras secretas; suele ocurrir, cuando abandonas la
filosofía, que ha de esperar al anochecer, y caes en la tentación de
imitar al
“demonio de Laplace”.
Sea como fuere, dediqué
en
gran medida mi vida profesional a resistir la
invasión anunciada del aula sin muros, cuya expansión rugía como la
marabunda
de la barbarie. Y, en positivo, me dediqué al cultivo del aula, de las
relaciones estrechas, de las reflexiones comprometidas y responsables,
de los
valores de la constancia, la continuidad, la coherencia; me gustaba
elaborar un
pensamiento cargado de realidad, con colaboradores y destinatarios
reales y
presentes, firmado y rubricado, con pretensiones de verdad y
credenciales de libertad determinada.
Desde este
lugar-refugio
el aula sin muros se me aparecía como extraño, inhóspito y amenazante,
como un enemigo;
lo veía –y en gran medida lo sigo viendo– como el espacio de la
impunidad, donde
brotan y crecen exuberantes las plantas del universo post:
esas ideas de la moral sin dolor, del pensar sin verdad, de la
diseminación del sentido, del significante vacío, de la ontología de lo
efímero, lo provisional o lo líquido. Al fin los muros que desaparecen
son los
de la racionalidad moderna, los referentes consolidados, la exigencia
de
objetividad, la voluntad de verdad, el valor de la coherencia, la
asunción de
la finitud…
Siempre he sospechado que
bajo el manto del último asalto al monte
eidético, donde se culminaba la desdivinización
del mundo (y del Estado, y del Derecho, y de la Ética), se
ocultaba
la
divinización del sujeto; que la desdivinización de Dios ha sido el
simulacro
para divinizar al Hombre. Al fin el creador de los dioses, que simuló
ser
criatura de ellos, se libera del disfraz y muestra su rostro
omnipotente.
Autocoronado dueño absoluto de la representación y de los espejos, se
ha
olvidado de la humilde lección cartesiana contenida en el Genio
Maligno y no sospecha –y sin sospecha no hay filosofía, nos
enseñó David Hume–, que un día cualquiera pueda pasar por la
experiencia del Rey desnudo.
Seguro
que en mi apreciación había y
hay un potente plus de subjetivismo (al fin la enfermedad del
pensamiento de
nuestra época) y del malo, del repleto de prejuicios; lo acepto. Pero
ha sido
así, el aula sin muros me parecía como el finis
terrae, y aquí la tierra equivale al pensamiento moderno,
ilustrado,
racional, el de la “Galaxia Gutemberg” mcluhaniana. El aula sin muros
me
parecía –y me sigue pareciendo– el espacio de la espontaneidad y la
indeterminación, donde todo puede decirse sin pretensiones de
justificación ni
de coherencia. Parecido, para que me entienda ese alumno que las mareas
llevaron a esta web, al espacio del
capital contemporáneo, post–nacional, apátrida, sin destino, siervo de
su
propia e incontrolable voluntad de valorización. Y esa resistencia
militante
contra el aula sin muros –como digo, subjetiva y tal vez no exenta de
prejuicios– se alimentó de la
sinécdoque, que sutilmente colonializa nuestro pensamiento: la figura
de las
“redes sociales” suplantó a la totalidad del aula sin muro, ocultando
lo que en
ella aún cabía de “aula”. La contraposición aula/red
devino eje de demarcación política, cosa comprensible en el capitalismo
contemporáneo en que los medios de comunicación juegan un papel de
primer orden
en las luchas sociales.
Claro está, quienes
conocen
mi persistente rebelión contra el aula sin
muros, ya
transmutado en ciber–mundo (donde,
bajo la hegemonía
de
las ciber–redes, perviven
subsumidas
las ciber–aulas, ciber–salas,
ciber–bibliotecas, ciber–cafés…,
simulacros del pasado que, validando la tesis de Spinoza, tienden a
perseverar
en el ser), pueden sentirse sorprendidos y llevados a interpretar que
mi
presencia en este mundo ciber es
una
derrota o una deserción del modelo de vida intelectual que he defendido
siempre. Pues bien, puedo asegurar a esos amigos que en absoluto se
trata de una
deserción, pues, por un lado, mantengo la lealtad y el reconocimiento
al aula como metáfora de unas
formas de
trabajo intelectual, unos valores metodológicos y éticos, y unos
criterios en
la producción de ideas; sigo defendiendo la vida académica, con todos
sus lares y penates,
con sus límites
y subordinaciones; y, por otro lado, mantengo
mis sospechas de siempre ante el aula sin muros, ahora incrementadas
ante la
hegemonía despótica de las ciber–redes,
metáfora de otra manera de
producir ideas, sentimientos y relaciones sociales (“producir
subjetividad”). O
sea, nada de deserción. No podía
ser
de otra manera, pues la filosofía puede permitirte –e incluso
aconsejarte– el
silencio, pero no te permite engañarte a ti mismo.
Por tanto, ¿es una
derrota?
La verdad, no estoy del todo seguro;
sinceramente, tengo mis dudas. Prima
facie podríamos considerarla así, pues he abandonado unas
posiciones firmes
y continuadas en el tiempo, como acabo de describir. Pero, en realidad,
no vivo
ese cambio como derrota; en todo caso, se trataría de una derrota muy
peculiar;
por eso prefiero describir los hechos, la situación empírica, y dejar
el juicio
a los demás. O sea, partiremos del fenómeno para pasar después al
dominio del
concepto, que es un buen método de conocimiento.
Se trata, simplemente, de
que la vida
me ha puesto fuera del aula; algo tan trivial y cotidiano como la
jubilación me
ha cerrado sus puertas; la jubilación, ya se sabe, en buena medida es
eso,
abandono definitivo del lugar de trabajo. ¿Es eso una derrota? ¿Tiene
sentido
hablar de una derrota universal, que afecta a todo el género humano?
Además,
¿no fue históricamente la jubilación la conquista de un derecho de los
trabajadores? Ciertamente, no es aquí apropiado profundizar en estas
consideraciones; la mera enunciación basta para el objetivo actual, el
de
argumentar que, en todo caso, se trataría de una derrota muy peculiar,
con
muchas matizaciones.
Lo cierto es que la
jubilación me ha situado fuera del aula. Y al estar
fuera he tenido que afrontar una alternativa previsible pero no
prevista por
mí; una alternativa radical, genuinamente filosófica, incluida en la
opción
hamletiana “to be or not to be”. En
otros
tiempos un profesor sin aula, sin alumnos, estaba empujado al silencio,
y el
silencio es la negación de su existencia qua
profesor (cosa por cierto nada dramática, pues además de profesor uno es otras muchas cosas). En nuestros
tiempos, en cambio, hay una salida (o un sucedáneo de la misma), una
“nueva”
aula, la sin muros, la que ofrece la red,
la que hasta ahora rechacé con convicción. Un espacio que tal vez ya no
te
permite ser “profesor” (en el sentido histórico y determinado del
concepto),
pero que al menos no te condena al silencio. Y eso es algo; incluso
puede ser
una puerta (aunque sea virtual) para “perseverar en el ser”. En
realidad, eso
es mucho para quien aprendió de Diderot que lo importante de las ideas
no es su
autor ni siquiera su verdad, sino su movimiento, que circulen, que se
expandan por
todos los rincones, que lleguen a cuantos puedan usarlas para cumplir
su telos, que no es otro que el
devenir
instrumentos de la actividad más genuinamente humana, la de pensar por
sí
mismos.
Visto así, pueden
persistir
motivos para la melancolía, pero no para la
desolación. Por tanto, amigo en el ciber–espacio, no desesperes, no
sobrevalores mi derrota. Al fin es una decisión libre (recordarás que
sólo creo
en la libertad determinada) que he
tomado para contentar a gente que prefieren sentir mi voz, aunque sea
en
digital, a imaginarme languidecer en el silencio. Además, –siempre
debemos
aprender de los errores… y de los excesos–, me ha servido para corregir
el
dogmatismo en que una y otra vez caemos, empujado por el vicio de la
sinécdoque:
ahora constato que ni siquiera el aula sin muros es el mal absoluto,
pues una
parte de la misma, el de las “redes sociales”, han batido su marca.
Ahora –tal
vez haciendo de la necesidad virtud– veo que en algunos lugares del
aula sin
muros que previera McLuhan caben las ideas elaboradas en el aula
académica, y
en ellos pueden seguir circulando; aunque subsumida
en su forma –y tú sabes bien qué quiere decir– la voz precisamente
nacida y
desarrollada en el aula académica puede subsistir cuando ésta, de
existencia
finita (limitada en espacio y tiempo), ha cerrado sus puertas. Creo,
pues, que
no es propiamente una derrota aquello que te permite seguir presente,
aunque
sea como un “sin papeles” en un territorio extranjero. ¡Sapere
aude!

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