LA IDEA DE ESTADO EN EL LIBERALISMO Y EL MARXISMO





1. El largo y cansino debate.

Estamos condenados a luchar por los conceptos. No sólo porque éstos son móviles, históricos, sino porque hoy están sometidos a dos amenazas: quedarse en vacíos o disfrazarse en flotantes, por usar la terminología lacaniana revitalizada por E. Laclau. En el caso que nos ocupa, el concepto moderno de Estado, tres interpretaciones potentes, cada una con raíces históricas profundas, ayer nos ayudaban y hoy nos obstaculizan. Pero todas tres parten de una idea común, que debemos tener presente en la reflexión; comenzaremos por acercarnos a esta idea.


1.1. (Inmanencia e instrumentalidad en el concepto de estado). Las formaciones sociales capitalistas están constituidas necesariamente sobre la escisión entre sociedad civil y estado. Nadie lo ha descrito mejor que Marx en aquellas páginas de La cuestión judía, donde describe la doble vida del burgués, la particular, privada, real y sin esencia, y la esencial, genérica, universal y sin realidad; esa doble vida objetiva está en la base de nuestra actual idea de estado, siempre necesario y siempre peligroso para la sociedad civil, cada vez más necesario y cada vez más temido. Por tanto, hemos de hacer un esfuerzo por pensar esa relación liberando a la idea de la determinación existencial del conocimiento, de la contaminación derivada de la forma de vida; es decir, hemos de hacer un esfuerzo por pensar la sociedad civil y el estado sin la exterioridad impuesta por el capitalismo. Un esfuerzo que, a mi entender, supone conectar con la esencia política de la sociedad, más allá de su escisión contemporánea, de esa despolitización que, al menos como voluntad, ha acompañado siempre a la idea liberal; y requiere considerar la representación actual, atravesada por la escisión y la despolitización, como un momento a superar del desarrollo de la categoría.

Las tres ideas de estado antes mencionadas tienen, con genealogías diferentes, una raíz común, una misma fuente, en el pensamiento político que comenzó a tomar forma con la modernidad, que se expresaba en las coordenadas de universalidad e igualdad; universalidad de la ley (la misma para todos los lugares del estado, y, con más precisión, el principio de que los límites del estado son los marcados por la eficiencia de la ley) e igualdad ante la ley (sin distinción de origen, credo, riqueza, etnia sexo o condición). Universalidad e igualdad como primeros rasgos de la idea moderna de democracia, que no ha dejado de desarrollarse hasta nuestros días, y que en diversas concreciones trataba de pensar una forma de existencia contradictoria, cuyos mejores ejemplos los encontramos en dos autores tan diferentes como J-J. Rousseau y W. Hegel.

El ginebrino pensó el estado como una forma de existencia social en la que el individuo, el ser humano, en su figura social de ciudadano, se desdoblaba en súbdito y soberano, en su doble condición de autor de las leyes y objeto determinado por éstas. Esa identidad sofisticada, compleja, permite pensar la sumisión a la ley como forma de emancipación, en tanto la ley es la voz de la voluntad general, engendrada por todos, cuya idea proporciona al individuo la ilusión de ser libre por estar sometido sólo a la ley que se da a sí mismo, al tiempo que le exime de estar sometido a una voluntad particular, expresión de la sumisión indigna e intolerable. Esa figura jánica de la ciudadanía expresa lo que hoy suele llamarse libertad positiva, y que, como digo, puede considerarse una forma embrionaria de la idea de democracia, cuyo sentido último remite a la autodeterminación de un sujeto político, idealmente un pueblo.

Y el filósofo de Stuttgart, con otro vocabulario, muy lejano al normativismo rousseauniano, cargando el peso de la emancipación sobre las espaldas de la historia, aligerando de ese deber a los individuos, pensará el estado como solución al mismo problema, aunque expresado en otras categorías; en concreto, pensando la emancipación como forma de existencia social en que reina la reconciliación de todas las escisiones y contradicciones, forma social de la identidad entre el yo y el nosotros, cuyo fondo no está tan lejos de aquel que servía de paisaje a Rousseau, y que permite vivir la ley como determinación propia y el estado como condición de la emancipación.

Las ideas de estado de Rousseau y Hegel, una cabalgando sobre la igualdad, pero pensándola en relación con la voluntad general, expresión concreta de la universalidad, y la otra embarcada en la conquista directa de la universalidad, pero teniendo siempre presente la igualdad, bajo la forma de lucha contra la particularidad, nos anticipan en la historia un concepto de estado cuya característica más notable es la inmanencia. En ambos casos el estado es una forma de organizarse la sociedad, una forma de existir y ser en ella, en la que con mayor o menor claridad se rechaza la instrumentalidad. Rousseau no acepta las “asociaciones intermedias”, cuestiona la división de poderes y rechaza la representación, reclamando así que el mal político tiene su origen en ser gobernado por los otros, apuntando de este modo a una idea de democracia directa, inmediata, inmanente a la vida social. Hegel, por su parte, rompe la inmediatez y puebla la vida social de mediaciones, pero todas ellas (asociaciones profesionales, instituciones locales, cultura…) como figuras dialécticas, estaciones de tránsito a la identidad en el universal. Ambos autores, tomados aquí como referentes paradigmáticos de la idea moderna de estado en sus inicios, se sitúan lejos del “estado exterior”, instrumental, y lo introducen como forma social inmanente, cada uno a su manera. Y esa idea de estado, se apoye en una ontología teórica o práctica, es la que se ha ido desarrollando en la historia, y no es otra que el desarrollo de la idea de democracia. Un desarrollo complejo, conflictivo, contradictorio, afectado por las condiciones en que tiene que abrirse paso, a saber, una sociedad capitalista, dividida en clases, en la que intuitivamente puede apreciarse que no será fácil la institución del ciudadano, la reconciliación entre el yo y el nosotros; ni ver el bien de lo particular en la realización del universal; ni siquiera entender que autonomía no es libertad, sino sólo independencia de la voluntad de otro, no es ausencia de normas, sino colaboración en la institución de las mismas.

En fin, este no es lugar para iniciar una teoría del estado; sólo pretendía subrayar un hecho, que a veces se oculta bajo la voz de los pensadores liberales. Y este hecho consiste en que, a pesar de todo, a pesar de las apariencias y de los tópicos, la idea original de estado moderno, que nace y se desarrolla con el capitalismo, hunde sus raíces en la inmanencia, como bien han captado Rousseau y Hegel; frente a la tradición liberal, que piensa el estado como algo exterior, medio para corregir el mal, siempre visto como algo accidental, ambos ven con lucidez que el estado moderno funda su ADN democrático en la inmanencia. La mejor manera de entenderlo es en negativo, donde el concepto de estado se determina como radical rechazo de la instrumentalidad; pero también se comprende en positivo, donde el estado es una forma de vida social, esa en la que los hombres viven emancipados y reconciliados, iguales ante la ley universal; esas forma social que a la larga se llamará democracia y que define el carácter político de la vida social, de usualmente expresamos al decir, frente a los liberales, que la democracia es una forma de existencia, y cuyo contenido más esencial es la igualdad de los seres humanos y la universalidad de las leyes que todos, sin mediaciones, elaboran.

De esta idea de estado como forma política de la sociedad, que se ha mantenido a campo a través como referente de fondo, se han ido segregando y cultivando algunas particulares, afectadas por determinaciones históricas, especialmente las derivadas de una sociedad capitalista dividida en clases. De ellas destacamos tres, las tres por tanto con la misma raíz, pero cada una recogiendo experiencias y reflexiones diferenciadas. Me refiero a las tres ideas del estado que nos han proporcionado, en primero lugar, el liberalismo político, que reduce la igualdad y la universalidad a la imparcialidad, basada en la figura de estado-árbitro, referencia a una justicia aséptica y fría, aplicación neutral de la legitimidad y la legalidad; en segundo lugar, el marxismo clásico, con diversas variantes pero todas apuntando a una idea de estado como arma de dominación de clase, por tanto, radicalmente opuesta a su simulacro de universalidad e igualdad; en fin, en tercer lugar, la idea socialdemócrata de un estado como intersección de las anteriores, que sustituyó el simulacro por la ilusión en la conquista de universalidad e igualdad, que se paró en el camino y, ante la dificultad en seguir, optó por defender que ya hemos llegado, identificando el final con la figura tópica del estado de bienestar.

Dejaremos en stand by esta última representación, forma impura de la idea (en la realidad todo es híbrido), para simplificar un poco el análisis; pero sólo lo dejamos en la bodega, para cuando sea requerido, y sin duda lo será, pues es la forma de estado más adecuada (y soy consciente de que esta juicio puede resultar provocador) en estos momentos del capitalismo. Tanto más cuanto en ella, en su concreción, se encuentra inscrita la historia de la larga lucha entre la idea liberal y la socialista; y, subsumida en ella, junto al presente, están los restos del pasado y los elementos que anticipan el futuro, lo cual coinvierte esta forma de estado en el yacimiento más rico para otear el porvenir. Por todo ello la dejamos en stand by, pero siempre disponible y a punto, pues estamos condenados a aprender a leer la realidad en etas coordenadas, usando el presente, la positividad del momento, como medio para conocer de dónde venimos (la voz de los muertos a la que se refería Benjamin), y adónde vamos (ese mañana que no podemos, ni debemos, escribir porque esa tarea les pertenece a otros, incluidos nosotros cuando ya seremos otros).

Con esta tipología como marco general, sostendré una tesis que tal vez no resulte fácil de compartir, pues es difícil sustraerse a la perspectiva de ver marxismo y liberalismo como posiciones teórico-políticas inconmensurables. Quiero dejar claro que yo me adhiero a esta perspectiva de la inconmensurabilidad, pero me resisto a dejarme arrastrar por la inercia de, a partir de esta radical y reconocida contraposición, negar cualquier “elemento” en común. Al fin, los elementos en común de dos representaciones son tales en el análisis, en la abstracción analítica; pero nos redimimos de cualquier culpa en el reconocimiento abstracto de esa identidad en cuanto no la afirmamos en concreto, en cuanto reconocemos que se esfuma al reintegrar y valorar los elementos “comunes” cada uno a su lugar concreto y adecuado, a su inmersión en ontologías y teorías diferentes; a partir de ese momento lo común se desvanece. Confío, pues, que al final de mi reflexión se entienda el sentido y los límites de esta “identidad” que encuentro en las respectivas ideas de estado en el liberalismo y en el marxismo.

La tesis en cuestión es que liberalismo y marxismo piensan el estado como “exterior” a la sociedad civil, separándose así de la idea prefigurada por Rousseau y Hegel. Bien pensado, esta ruptura no debería resultar tan extraña, pues se trata de sociedades divididas en clase, y las escisiones, contradicciones y conflictos quedan afectadas de parcialidad. En cualquier caso, es obvio que, en ambas teorías, liberalismo y marxismo, se habla del estado en el capitalismo (si se prefiere, del estado capitalista); se habla de lo mismo, el referente es compartido. Y aunque la contraposición de posiciones políticas acaba confrontando las posiciones ontológicas y epistemológicos, lo cierto es que en su representación del estado aparecen algunas semejanzas o identidades abstracta. Y una de ellas, a la que otorgo gran relevancia, es la consideración del estado como algo “exterior” a la sociedad civil. Y este rasgo ontológico, esta “exterioridad”, presente en ambas ontologías, la liberal y la marxista, es la determinación que está en la base de muchas confusiones, y que opera como obstáculo para comprender el concepto, su evolución, sus efectos y sus relaciones con otros lugares de la sociedad, en particular con el de las prácticas económicas. Comencemos, pues, por describir e ilustrar esa exterioridad.


2. El estado exterior en el liberalismo y el marxismo.

Argumentaré la tesis de que, en los primeros momentos de su actividad intelectual, Marx partía de una ontología hegeliana en la que el estado era la forma de la sociedad, y el estado racional universal la forma definitiva de la sociedad civil desarrollada, tal que el movimiento de ésta era el fenómeno del desarrollo del estado hasta devenir conforme a su concepto; pero, desvelada muy pronto la función del estado como instrumento de la sociedad civil y al servicio de ésta, el mismo Marx y los marxistas se verían arrastrados a una concepción del estado como exterior a la sociedad civil, aunque intentaban armonizar esta idea sin renunciar a la ontología de la inmanencia. De este modo, aunque con valoraciones opuestas, marxismo y liberalismo confluían en la idea de estado exterior. Como esta idea en el liberalismo es trivial, haré simplemente algunos comentarios para fijarla en el subapartado siguiente; en cambio, me detendré mucho más en el marxismo, donde la reflexión del estado ha variado poco desde su inicio, lo cual es un obstáculo para comprender la evolución del capital.


2.1. (La idea liberal de “estado”). El pensamiento liberal se corresponde con el nacimiento y desarrollo de una sociedad en la que la economía ha pasado a ser la instancia que reparte estatus, posiciones y privilegios, y que subordina a su desarrollo los aparatos políticos e ideológicos, que devienen así exteriores e instrumentales. Por eso no debiera sorprendernos cierta similitud formal con el marxismo, que verá la relación como la veía el liberalismo, si bien hacía de la misma una valoración contrapuesta. El pensamiento liberal, desde sus orígenes, y simplificando mucho, pensó al estado como “enemigo” de la sociedad civil; y el marxismo lo vio como “enemigo” de las clases trabajadoras, de la mayoría de la sociedad. El liberalismo disfrazaba, ciertamente, la sinécdoque, pues llamaba “sociedad civil” a “nosotros, los dueños del capital”. Encontramos esta idea, descrita con elegancia y contundencia, en la obra de J. Locke, especialmente en su Segundo Tratado del Gobierno Civil, donde se le hace aparecer de la pura contingencia. En aquella imaginaria “sociedad natural” (subrayo, natural), donde los hombres podían vivir en paz, amor y colaboración, en ausencia de autoridad política (de derecho, de magistrados, de ejércitos…), capaz de organizarse y desarrollar la producción y el comercio (hasta crear monedas); en esa sociedad casi autosuficiente, y por tanto casi perfecta, sólo una contingencia –que pone el “casi”- fuerza la necesidad del estado. Esa contingencia refiere, curiosamente, a la administración de la justicia. Pues, por muy perfecta que fuera la sociedad natural, el mal podría aparecer en ella (¡al fin apareció hasta en el Paraíso!), ya que los hombres, aunque dotados para conocer la ley natural, no siempre la conocían; otras veces, conociéndola, carecían de la voluntad de respetarla; y casi siempre, cometido el mal (en las personas o en las propiedades), era muy difícil que conviniera en su reparación, en la cuantía y forma de ésta… O sea, la sociedad natural no estaba blindada contra las cadenas de venganza, no estaba ontológicamente bien dotada para administrar justicia.

Pue bien, esta carencia, esta incapacidad de defenderse frente a los enemigos del interior -junto a otra, la de defenderse contra los enemigos exteriores- determinaba su amenaza, su inseguridad, su riesgo de desaparición como asociación igualitaria, segura y pacífica. Y ahí aparece la necesidad del estado; no para hacer posible la vida sociedad, sino para hacerla más sostenible y perfecta, para corregir su único punto débil. Como en esta representación el estado tiene su origen en una imperfección del cuerpo social natural, será pensado como un médico social, una figura exterior que viene en nuestra ayuda, pero que quisiéramos que siempre estuviera ausente, pues su presencia nos anuncia los males que sufrimos. En todo caso, el estado-médico viene a lo que viene, piensa el liberal: viene a curar nuestras heridas o enfermedades naturales, y tal vez a prevenirlas; pero sólo a eso. No viene a organizar nuestra vida, no viene a vivir con nosotros en nuestra casa; no queremos como invitado permanente, preferimos que esté fuera y que acuda cuando lo necesitamos.

Sus funciones quedan así bien delimitadas, están desde el principio bien definidas; consisten en elaborar las leyes (explicitar la ley natural, para que nadie pueda ignorarla); promover su cumplimiento, juzgar sus incumplimientos y, cuando estos ocurran, fijar las reparaciones; y, sobre todo, pues no hay nada peor que una mala cura, hacer cumplir las leyes y las sanciones por su incumplimiento. O sea, le corresponden las tareas legislativa, judicial y ejecutiva. Añádase una función extra, la defensa contra el invasor exterior, la declaración de la guerra y la paz, y tendremos enumeradas, fijadas y bien delimitadas las funciones tópicas del estado. Esas y sólo esas deberían ser sus tareas; ellas fijaban los límites del poder político y eran suficientes, ajustadas y proporcionadas a esa carencia de la sociedad natural para vivir en paz.

En esta perspectiva de casi autosubsistencia de la vida social en estado de naturaleza toma todo su sentido el ideario liberal originario, que se recogía en las máximas de laissez faire, laissez passer. Ni una tarea más, ni un impuesto más del necesario y previamente aceptado para cumplir esas funciones [1]; el estado-médico no tenía reconocimiento ni autoridad para imponernos reglas y formas de vida, no era fiable. No debía meterse en nuestras casas y determinar nuestras costumbres. Su misión acababa en el cuidado del cuerpo, y sin pasarse, pues le concedemos e incluso pedimos consejos, pero la decisión final es del “paciente informado”. Y, en cuanto a nuestras almas -y en el capitalismo el alma es suele ser una figura del dinero- noes cosa de la ciencia médica; para eso tenemos a nuestro dios, con quienes hablamos y nos confesamos cara a cara.

No es este el lugar de hacer, ni siquiera de esbozar, una historia de la idea del estado en el pensamiento liberal, pero merece la pena recordar dos libros, el de Herbert Spencer, El individuo contra el estado, escrito en tiempos de Marx; y el más reciente de Albert Jay Nock, Nuestro enemigo el estado [2]. En ambos casos se nos revela esa tradición en que el estado, lejos de ser pensado como intrínseco o interior al orden capitalista, como firma política de esta formación social, nos aparece como instrumento exterior y subordinado, como un mal menor, como un precio a pagar; y, por tanto, cuanto menor, cuando más mínimo, mejor.

Lo que quiero aquí es enfatizar que esta exterioridad respecto a la sociedad le hace siempre sospechoso, o culpable, como un cuerpo extraño incrustado en ella. Esta exterioridad implica que toda intervención suya haya de ser analizada, comprendida, juzgada y valorada; y, aunque se considere ocasionalmente apropiada, siempre quedarán restos de sospecha en cuanto a la forma y los límites de su intervención, siempre será visto como extraño; y siempre volverá a ser sospechoso y rechazado en cuanto nos haya solucionado nuestras carencias sociales. Y es que, desde el relato liberal de su génesis, su mera presencia, su existencia, refiere a una carencia natural en la vida social, a un mal ontológico en el ser humano. Y si ahondamos la reflexión, nos remontaremos al origen del rechazo insuperable del estado en el discurso liberal, que no es otro que ese aroma de universalidad e igualdad que arrastra la idea, perceptible incluso en la forma arbitrista de la imparcialidad con que la concreta el liberalismo; en la ontología liberal no caben ni el embellecimiento de la universalidad ni el rechazo de la particularidad, determinaciones que alumbraron el nacimiento del estado moderno, como supieron ver tanto Rousseau como Hegel. Para el discurso liberal, en definitiva, el estado es siempre una figura enemiga, incluso cuando lucha a su lado.

Ahora bien, algunos de estos rasgos de rechazo son parecidos a los que encontramos en el discurso marxista. Sin pretender diluir la obvia y reconocida diferencia en el fenómeno entre la concepción liberal y la marxista, me interesa aquí y ahora resaltar algunas coincidencias en la esencia; por ejemplo, en ambos casos el estado se representa exterior a la sociedad civil, y ésta casi reducida a la esfera económica; pretendo también resaltar la semejanza de ambas concepciones en cuanto al origen, al fundamento de su necesidad. Si bien, todo ello y al mismo tiempo, sin silenciar la radicalidad de sus diferencias: así, en el liberalismo la necesidad surge de la fuerza del eros, de la subjetividad (parcialidad, pasión de venganza…) que impide la aplicación de la justicia conforme a la ley natural; en el marxismo, la necesidad surge de las contradicciones de clase, arraigada en la inevitabilidad del capital de recurrir a la dominación para garantizar la explotación, cuyos conflictos imponen la necesidad de la subsunción y, formando parte de ésta, de una forma política que los controle. Por tanto, a mi entender, la exterioridad del estado es la forma que articula los dos elementos de su esencia o función respecto a la sociedad: su ser necesario para la subsistencia de la misma y, al mismo tiempo, su ser enemigo de ella; o sea, ser esperanza de justicia y, a un tiempo, amenaza de opresión.

Cerraré este apartado comentando alagunas cuestiones sobre los límites de la exterioridad. Conviene tener muy presente que la exterioridad del estado en el pensamiento liberal no se limita a la esfera económica, sino que es mucho más general, se aplica aunque desigualmente respecto a la totalidad de la sociedad civil. Cuando recurrimos a la metáfora del médico, no sólo le cuestionábamos su autoridad sobre la decisión final de la intervención en nuestro cuerpo, sino que le negábamos rotundamente cualquier autoridad sobre nuestra alma. Con ello enfatizábamos que, según el discurso liberal, el estado ha de quedar fuera de la conciencia, al margen de las creencias, al margen de la religión y la ética, incluso al margen de la solidaridad, la compasión y la caridad. Aspectos estos, como puede apreciarse, en que la posición liberal se aleja de la socialista, pues responden a otras determinaciones de su ontología social, a su fervoroso individualismo, ajeno y contrario a la idea de Marx del hombre como ser comunitario

De todas formas, la exterioridad respecto a la esfera económica es muy potente y en cierto modo principal. Es principal en esta reflexión, pues es donde aparecen ciertas similitudes con el pensamiento marxista; pero también principal en cuanto es la más resistente, la que más ha perdurado en el tiempo. Hoy nuestras sociedades liberales cargan en sus presupuestos con dosis importantes de políticas sociales; y, con algunos focos de resistencia testimonios del origen, se acepta que buena parte de la educación lleve la mediación del estado. El “liberalismo económico”, o liberalismo en lo económico, también ha cedido cotas de ortodoxia y se ha ajustado a los tiempos; pero de forma peculiar, como veremos luego.

De momento resaltamos que aquí, en la relación estado-producción, se vio desde el origen de la sociedad liberal, de la sociedad capitalista, la principal amenaza o agresión del estado; la irrupción del estado en la vida económica, y particularmente en la producción, se representaba como irracional y como pecado. Es ahí, en ese enlace, donde su figura deviene amenazante y peligrosa, como si se presintiera que por ese frente comenzará el ocaso del capital. Recordemos que incluso autores liberales progresistas como J. St. Mill, en su Principios de Economía Política (1848), defenderán la ausencia total del estado de la esfera productiva como exigencia de la racionalidad, de la optimización. Él, como progresista, admitía que interviniera en la distribución, que fijara una cuota a separar de la reproducción con destino a la equidad social; pero no admitía su presencia en la esfera económica, productiva. Allí el capital debía existir como en estado de naturaleza, vivir conforme a sus propias leyes cuasi naturales; allí el capital se presumía con suficiente poder para su reproducción; allí el estado no se necesitaba, estorbaba, amenazaba. Pero también era innecesario en las cuestiones del alma, en todo el territorio de la conciencia, de las ideas y modos privados de vida.


2.2. (La idea marxiana de “estado”). He dicho que el discurso marxista respondía a la misma, o similar, matriz ontológica, aunque cueste verlo. Los marxistas fundamentalmente pensaban el estado desde la perspectiva de su intervención en la reproducción del orden del capital (relaciones de clase, explotación….); y sólo de forma secundaria, y postergada en el tiempo, prestaron atención a su intervención en la conciencia, en la ideología. El estado era pensado, en cuanto a su origen y razón de ser, como “expresión de una sociedad enredada en contradicciones de clase” que ponían en riesgo su existencia; y en cuanto a su destino o función, como un “instrumento de dominación de clase”, una herramienta en manos de la burguesía dominante para controlar los conflictos y garantizar la reproducción de las condiciones de producción. Su actuación, por tanto, aunque esencialmente se desplegaba en el espacio económico, mediante la producción y cuidado de la legislación que afectaba a la producción y distribución de bienes, no abandonaba su presencia en el espacio político (control de las huelgas y luchas obreras) y en el ideológico (control y regulación de la enseñanza, la comunicación, los valores y los usos y costumbres). En definitiva, como buen “chien de garde», que bautizara P. Nizan, cuidaba de toda la casa.

No obstante, para los marxistas el principal lugar de intervención del estado estaba en mantener la producción del capital y gestionar la paz social; su experiencia en la lucha obrera reforzaba más y más esta interpretación. El sindicalismo revolucionario lo vivía en sus carnes, pues si bien se sentía capaz, al menos ocasionalmente, de afrontar la lucha contra el capital, una y otra vez constataba que el estado reaparecía incansable en el lugar adecuado y el momento oportuno, y siempre del mismo lado, en la orilla de los otros, para decantar inexorable la balanza. Esta experiencia les llevaba a pensar que sus luchas no eran neutralizadas por el capital, sino por el estado. De ahí la progresiva conciencia de que la lucha por sus objetivos en el trabajo había de transcender los límites de la fábrica, y de la producción en general, y devenir una lucha “política”; había de sobrepasar la esfera económica y afrontar la toma del poder del estado.

Esta representación del estado extendida en el marxismo, en la que quiero destacar su determinación de instrumentalidad, de “exterioridad”, también se veía afectada y potenciada en cuanto la propia lucha en la esfera económica, en la fábrica, se vivía como conflicto entre opuestos exteriores entre sí; en lugar de ver la relación como unidad, fuente y condición de posibilidad de sus vidas, del capital y del trabajo, cada parte la vivía como una batalla por su propia sobrevivencia. En la lucha sindical se enfrentaban el capital y el trabajo, el patrón y los obreros; y lo hacían por la “renegociación” del contrato (salarios, horas, condiciones materiales…). En aquellas luchas las partes contratantes eran y sólo podían ser eso, “partes” enfrentadas; dominaba la separación, la distancia, la oposición. No había mediaciones; no estaba presente la posibilidad –ni la necesidad- de negociar la organización y marcha de la empresa, de generar unas condiciones en que capitalista y obreros estuvieran subsumidos ambos en la forma de la unidad productiva. Esta situación, y de forma muy parcial, confusa y discontinua, se iría abriendo paso muchas décadas después….

El resultado, digo, ha sido la representación de estas relaciones como totalmente exteriores. Esto condicionará que el pensamiento marxista, que pretendía ser una ontología de la inmanencia, se viera afectado y al fin desplazado hacia una ontología del estado exterior. Si recordamos la polémica entre marxistas y bakuninistas, éstos no concedían al estado la más mínima identidad con la producción, capitalista o socialista; lo pensaban como mero instrumento netamente exterior, y por ello como totalmente prescindible. De ahí su consideración estratégica según la cual la destrucción del estado equivalía al desarme de la clase capitalista, a privarle de su instrumento de dominación. Los marxistas también pensaban el estado como instancia exterior, pero del mismo modo que en su crítica lo reconocían como instrumentalmente necesario para el capitalismo, para su reproducción, extendían esta exterioridad e instrumentalidad a la etapa de construcción de socialismo, la “dictadura del proletariado”, y aplazaban su eliminación al momento en que, desaparecidas las clases, desaparecía la necesidad del instrumento de dominación de las mismas. Y aunque no sea lo mismo caminar hacia el norte o hacia el sur, formalmente pensaban respecto al estado y su uso de manera semejante a los liberales, a saber, como un instrumento imprescindible para corregir las carencias de la sociedad, en este caso para construir el socialismo. La única diferencia ontológica estaba en que Locke creía en la necesidad eterna, universal, del estado-enemigo para paliar la carencia de la sociedad natural, y los marxistas pensaban que esa necesidad –recordemos, surgida de la aparición y enfrentamiento de las clases- tenía origen histórico y contingente, y en consecuencia hora final, con su muerte anunciada; pero esta misma posibilidad de prescindir del estado cuando deviniera inútil, en sí abstracta, pone de relieve de manera acentuada la consideración efectivamente instrumentalista que tenían del mismo. Algo es algo, podríamos pensar; al menos se expresaba la voluntad de la desaparición del estado y, en el límite, se reconocía esa posibilidad, e incluso necesidad. Pero, bien mirado, no quiero ocultar que considero el instinto de Locke más acertado que la esperanza de Marx en esa especie de concesión post mortem (del capitalismo) al anarquismo. Posición lejana a la de Rousseau y Hegel, que desde ópticas distintas veían el estado como un destino de esperanza, como un lugar de vida ética, de existencia emancipada y reconciliada.

Soy consciente de que estas reflexiones son muy generales y abstractas, especialmente para un tema tan sensible; pero si tuviéramos tiempo podríamos ilustrarlas con textos y enriquecerlas con modelos y propuestas concretas de unos y otros. Lamentablemente Marx no escribió el libro mil veces prometidos sobre el Estado, lo sabemos. En todo caso, creo que si lo hubiera escrito aparecería como parte, analíticamente separada, de su teoría del capitalismo. Y lo creo porque desde la ontología de Marx no es posible una teoría del estado [3]. El problema es que para pensar una totalidad han de abstraerse sus partes para el análisis; y que esa práctica analítica nos empuja a la cosificación, a su institución como sustancia, como cosa, como realidad independiente. Sabemos que es una parte, que su sentido le viene de la totalidad, que su concepto sólo se alcanza cuando quede re-instaurada en la totalidad analizada; pero, a fuerza de analizarla, de tenerla segregada, de ver su totalidad parcial, acabamos por caer en la tentación de verla como cuerpo diferenciado y no como mero órgano del mismo.

La mayor parte de las veces los estudiosos marxistas buscan y encuentran la herencia marxiana de teoría del estado en dos obras, una muy coyuntural y emotiva, de filósofo militante, El Manifiesto del partido de los Comunistas, y otra más sobria y analítica, con las pasiones más silenciadas, El 18 Brumario de Louis Bonaparte. También sus Escritos sobre la comuna de París nos ofrecen ideas importantes para compilar el mosaico de su representación del estado. Pero difícilmente podríamos elaborar a partir de estos textos, y de reflexiones puntuales dispersas por su obra, algo que mereciera llamarse una teoría del estado. Como he dicho antes, hay que pensar en serio si es posible una teoría del estado en sentido fuerte, convencional, lo que implica considerarlo como objeto aislable y con vida propia al menos en el análisis. Las obras citadas nos ayudan a configurar el concepto marxiano de estado, que nones poco, aunque no se deba confundir con una teoría.

Si, en ausencia de la teoría, pretendemos llegar al concepto marxiano de estado, tenemos también bellas reflexiones que, en su humildad, al ser textos de juventud, suelen pasar desapercibidas. Me refiero a los primeros escritos marxianos, como los artículos de la Gazeta Renana, y especialmente a su ambicioso trabajo sobre La cuestión judía, donde Marx cierra una prolongada pero fragmentada reflexión sobre el estado llevada a cabo desde el periodismo parlamentario. La conclusión puede resumirse así: el estado no puede emanciparse de la sociedad civil, ni por tanto emancipar a los individuos, porque es un instrumento al servicio de dicha sociedad. El estado, conforme a su concepto –definido por la modernidad como libertad, igualdad y universalidad-, finge identificarse con la defensa de la universalidad y combatir la particularidad, mientras en las leyes se reproduce ésta y se defienden los privilegios privados; finge emancipar a los hombres aboliendo la religión del estado mientras se pone al servicio del uso privado de la religión declarando la libertad religiosa nada menos que derecho universal; finge emancipar al estado de la propiedad aboliendo los privilegios censitarios mientras instituye la propiedad privada en la sociedad civil y se pone a su servicio como defensa del derecho universal a la propiedad privada… ¿Para qué seguir?. El texto es bien conocido. Marx expresa en el mismo la convulsión de su espíritu ante el choque del concepto y la realidad. Conforme al concepto, que no abandonaría nunca, que lo heredó de Hegel pero que lo identificó con su visión del hombre como ser comunitario, -una forma nada inocente de transcribir la hegeliana idea de la vida humana como determinación de la voluntad por la universalidad-, el estado ha de ser el destino de la sociedad, la forma política de la sociedad emancipada; como realidad, vivida de cerca en su periodismo parlamentario, el estado se revela a la crítica como mero instrumento que, con coerción y enmascaramiento, con dominio y engaño, con simulazione y disimulazione, que decía Machiavelli, servía a las clases dominantes para proteger y consolidar sus privilegios y particularidades.

A esas alturas de su vida, alturas bajas de una vida intelectual que apenas acababa de empezar, ya se había convencido Marx, y nunca renunciaría a esta idea, de que el estado, conforme a su concepto, forma parte de la sociedad civil, pero no como su alma o forma sino como órgano o instrumento que ésta usa para su conservación, para la reproducción de sus relaciones; y, más concretamente, dada la obvia división en clases, ya puso sobre la mesa la idea de que el estado, tras su discurso y sus máscaras, ejercía de instrumento en manos de la clase dominante. Esta idea del estado instrumento le acompañó a lo largo de su vida, y llegó a identificarla como instrumento genuino del capitalismo, y por extensión de toda sociedad dividida en clases, tal que no tenía cabida en la sociedad socialista. Aunque nunca renunció a la esencia comunitaria del ser humano, aunque buscó y encontró expresiones de la misma incluso en el capitalismo, la sociedad fragmentada e individualizada por excelencia [4], aunque luchó por una sociedad comunista, siempre sospechó que ese movimiento pasaba por liberarse, aunque fuera al final, del estado. Curiosamente, pensó posible una revolución en la sociedad, eliminar de la misma la dominación, la particularidad y la explotación, y en cambio no concedió al estado, al fin una forma histórica, esa posibilidad de redención. Tal vez por eso aplazó el discurso prometido y no llegó a escribirlo nunca. Pesó para siempre en su consciencia esa visión del estado burgués real, que se presentaba como un elemento contingente y subordinado a la división en clases, a los conflictos de clase, y que por tanto no tendría cabida en una sociedad sin clases. Menos mal que, aunque la producción capitalista estaba indisolublemente ligada a la explotación y el dominio de la vida del trabajador, no pensó en prescindir de ella, al contrario, pensó que era posible otra forma, y a pensar ésta dedicó su vida. ¿Por qué no aplicó el mismo criterio al estado? ¿Realmente creyó posible una existencia humana sin estado? Dado que partió del mismo, de un concepto de estado como forma política de la sociedad, ¿cómo llegó a pensar una sociedad sin forma política? Son preguntas que algún día habremos de recoger, reunir y usar en una nueva búsqueda. De momento aquí la conclusión provisional a la que llego es ésta: Marx descubrió muy joven que el estado real era un instrumento de coerción y enmascaramiento, y arrastró siempre esa certeza, que la experiencia política le reforzó. Por eso rechazó el concepto rousseauniano y hegeliano que sin confundir el estado real, empírico, con el concepto (sin confundir el poder real con la voluntad general, sin confundir el fenómeno con la esencia) montaban la emancipación de la sociedad sobre el desarrollo de su forma política, interna e inmanente, aunque en el análisis simule estar fuera. Pero, a mi entender, no se liberó de él, como refleja la siguiente cita:

“La familia moderna contiene, en germen, no sólo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación con las cargas en la agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su Estado” [5].

2.3. (La idea engelsiana de “estado”) En las expresiones marxistas más maduras y serenas, las hechas fuera del fragor de la batalla, como puede ser el texto de Engels sobre El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado (1884), la exterioridad del estado se maquilla tal que aparece como una forma de organizarse la sociedad, su forma política, indisociable de ésta. Tan indisociable que, siendo el estado la figura del poder político en el capitalismo, se le define como organización de la sociedad dividida en clases, enredada en sus contradicciones, amenazada por éstas; lo cual recupera cierto aroma de inmanencia, al generarse desde la necesidad interna, aunque sigue exhibiendo exterioridad, pues su función es instrumental, corrección de un mal o carencia de la sociedad. Es indudable que, dentro de la ambigüedad entre “estado exterior” y “estado inmanente” a la sociedad civil en que se mueve su discurso, el texto de Engels fija la idea de estado en cierta necesidad interna de la sociedad, que a pesar de sus diferencias concluye con la tradición lockeana. Aunque no pierde los ecos de la idea hegeliana, en la cual es la sociedad civil la que camina hacia su destino desarrollando el estado en su seno, como su forma desarrollada inmanente que se va abriendo paso a lo largo de la historia, en Engels toma fuerza el concepto de estado instrumento, de estado exterior, que Hegel reconocía como la forma política propia de la sociedad civil capitalista, pero que Engels tomará como el concepto desarrollado del poder político, correspondiente al momento capitalista. Para lo que aquí nos interesa, en Hegel la sociedad civil es el fenómeno del estado; en Engels, el estado es instrumento de la sociedad civil. Para Engels es el estado, como instrumento exterior de la sociedad civil, el que a través de sus metamorfosis llega a su forma de estado acabada, deviene propiamente estado, a lo largo de una historia subordinada y al servicio de la sociedad, desarrollado por ésta como parte de la misma para su protección, conservación y desarrollo.

Con todo, el instrumentalismo del estado en el pensamiento de Engels no borra la presencia del concepto hegeliano; por en el libro se buscan las huellas del estado futuro en las fórmulas sociales elementales y rudas, como la familia, la tribu o la gens; el relato engelsiano tiene regusto hegeliano en ese intento de pensar la evolución social por mediación de su organización política, considerando ésta como la esencia que se desarrolla en la historia y que se deja ver en sus manifestaciones fenoménicas en las formas de sociedad.

Pero ese aroma hegeliano siempre viene equilibrado, corregido o simplemente negado, por la idea marxiana, netamente antihegeliano, de que el estado no es la esencia, sino el instrumento, necesario en tanto haya un mal que curar (los conflictos de clases) pero prescindible en cuanto el mal haya sido extirpado. Navega, pues entre dos ideas, que quedan explicitadas así: “Así pues, el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la sociedad. Tampoco es “la realidad de la idea moral” ni “la imagen y la realidad de la razón”, como afirma Hegel” [6]. No es exterior, como en Hegel, pero tampoco es el hegeliano. Esa ambigüedad atraviesa toda la historiografía marxista sobre el estado, aunque, tal vez efecto de la militancia, que lleva a poner la mirada en el fenómeno, la idea del estado exterior e instrumental logra imponerse por encima de la lealtad ontológica a la inmanencia, a la que nunca se renuncia formalmente, pero que queda ausente del debate.

Engels llega a ser, realmente, el marxista que con más contundencia nos define ese estado instrumental y exterior [7]; en él y en Lenin se inspirará el marxismo posterior, pero en cuanto al concepto de estado el mismo Lenin fue poco más allá e Engels, citándolo y parafraseándolo intensamente. Baste como ejemplo una de las referencias más comentadas y usadas por el marxismo, que muchos atribuyen a Lenin y que, aunque en realidad compartía su contenido sin fisura, es una cita que él mismo hace de Engels y en él se inspirará Lenin, sin duda, que repite y parafrasea descripciones como ésta:

“[El Estado] Es más bien el producto de un determinado grado de desarrollo de la sociedad, es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables que no puede conjurar. Pero a fin de que estos antagonistas, estas clases con intereses económicos en pugna, no se devoren a sí mismos y a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder —nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más— es el Estado” [8].

No viene de fuera, nace dentro, pero no de la esencia; es producido, y lo es como instrumento, con finalidad contingente. Esa idea del estado como aparato “aparentemente” por encima de las clases, que es procedido como se producen los medios técnicos, para satisfacer necesidades, en este caso en una confrontación, en una lucha, será una constante de la idea marxista de estado. Y los dos aspectos están igualmente presentes, el de instrumento para un fin y el de instrumento surgido de una necesidad; los dos responden a la contingencia, a la historia, no a la esencia. Tal vez por eso el marxismo acabaría, contra el fenómeno, defender su extinción por inesencial. Como nos dice Engels, apareció cuando fue necesario; faltaba… y acabó por ser inventado:

“No faltaba más que una cosa: la institución que no sólo asegurase las nuevas riquezas de los individuos contra las tradiciones comunistas de las gens, que no sólo consagrase la propiedad privada, antes tan poco estimada, e hiciese de esta santificación el fin más elevado de la sociedad humana, sino que además imprimiera el sello del reconocimiento social a las nuevas formas de adquirir la propiedad, que se desarrollaban una tras otra, y, por tanto, a la acumulación cada vez más acelerada de la riqueza. En una palabra, faltaba una institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda. Y esa institución nació. Se inventó el Estado” [9].

Obviamente, todos los instrumentos son producidos para satisfacer necesidades; cuando éstas se relacionan con las luchas entre las clases, son producidos por éstas. Y aquí Engels radicaliza la concepción instrumental, sin duda para ejercer su crítica al estado real, crítica al fenómeno, hasta olvidarse de la dialéctica. El factum de que el estado sirva para la reproducción de la totalidad, y así consolide el status quo, y por tanto los privilegios y el poder de la clase dominante, no debería ocultar que, en la sociedad el trabajo es colectivo, y que el producto final es siempre resultado de una fuerza de dominación y de unas resistencias. Si se olvida este aspecto, si se acentúa la instrumentalidad del estado, más allá de su exterioridad indudable, hasta ignorar la presencia de la resistencia de los dominados en constitución y función, la descripción del monstruo gana en fuerza dramática, e incluso trágica, pero el discurso se aleja de su función descriptiva para caer en la literatura, donde los monstruos no son monstruos si no son inquietantes figuras híbridas. Es lo que ocurre en la siguiente cita, sin duda descriptiva de un aspecto de la realidad, pero que al silenciar las otras dimensiones parece una épica que invita a la catarsis:

“Como el Estado nació de la necesidad de amortiguar los antagonismos de clase y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, por regla general es el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que se convierte también, con ayuda de él, en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos; y el moderno Estado representativo es el instrumento del capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, excepcionalmente, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a ambas” [10].

Aquí el problema es si podemos llamar “Estado” al poder político esclavista y feudal; si lo hacemos, ha de ser en su sentido más genuinamente hegeliano, de pensar que el estado ya está en el origen, anidando en formas irreconocibles en las entrañas de las asociaciones humanas primitivas, manifestándose en ellas como el cuerpo que alimentará su desarrollo. Pero entonces no hay estado esclavista o estado feudal, hay esclavitud y feudalismo, formas sociales que nos revelan empíricamente lo mucho que queda por recorrer a la idea de estado hasta presentarse como Estado. Por eso creo más razonable y marxiano reservar este nombre como mínimo para la forma de estado moderno, la forma política a partir del “estado representativo”, genuinamente liberal, antesala del “estado democrático”. Los conceptos se desarrollan, como las demás relaciones e instituciones humanas, y sólo desde el hombre podemos conocer al mono, y no a la inversa, aunque la investigación, que es proceso de descubrimiento, no de exposición, de saber, conocimiento, invierta el orden.

En el concepto desarrollado de estado cabe, ha de estar, la descripción del estado como instrumento poderoso de dominación y explotación en manos de una clase; pero también ha de estar la resistencia de los dominados y explotados. La apariencia de neutralidad, tiene razón Engels, es sólo eso, “apariencia”, enmascaramiento; pero bajo el dominio, y poniéndole límite, siempre encontramos la resistencia. La forma estado es una forma de dominación, sin duda; pero no se confunde con las otras; y lo que las diferencia es la diferente presencia en cada una de ellas de la resistencia. Si olvidamos esto lograremos un relato épico del monstruo, de la barbarie capitalista de la mano de su estado, pero ni describimos la realidad y, sobre todo, nos condena a la desesperanza. Sin darnos cuenta caemos en el pensamiento mágico y confiamos en la transcendencia, en que el monstruo se vaya al exterior del mismo modo que vino: nació por las luchas de clase y se va cuando éstas se acaban, como los nómadas. Nada es más consolador que una teodicea de la historia, ¿Cómo no entregarnos a sueños tan bellos como el que se describe en la siguiente cita?

“Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Pero cuando el desarrollo económico alcanzó cierta etapa ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases, desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la maquinaria del Estado al lugar que entonces le corresponderá: el museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce” [11].

Esta es la posición clásica de los marxistas, que el mismo Engels expone sintéticamente en “Del socialismo utópico al socialismo científico” (1877), un texto menos sociológico y más ideológico que el antes citado. En el mismo considera que el estado moderno es meramente una creación de la burguesía para defender la sociedad burguesa, o sea, para reproducir el capitalismo. Argumenta que el estado es una máquina capitalista:

“El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad, será por sí mismo superfluo” [12]

Y si Engels iba por ese camino era en gran parte porque antes lo había recorrido junto a Marx; más que una idea engelsiana de estado, es en gran medida la idea común a ambos autores. Son abundantes los textos del propio Marx en que las referencias al estado revelan la presencia de esa exterioridad filtrada desde el análisis. En La Ideología Alemana (1846), un texto de “ajuste de cuentas con la conciencia anterior”, dice

“Como el Estado es la forma bajo la que los individuos de la clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de la época, se sigue de aquí que todas las instituciones comunes se objetivan a través del Estado y adquieren a través de él la forma política. De ahí la ilusión de que la ley se basa en la voluntad y, además, en la voluntad desgajada de su base real, en la voluntad libre. Y, del mismo modo, se reduce el derecho, a su vez, a la ley” [13]

Y unas páginas adelante, aprovechando la ocasión en que resume la “concepción de la historia” hasta entonces expuesta, Marx nos ofrece con claridad su idea actual del estado como instrumento de clase, que sirve para la reproducción de su dominio, y que así se convierte en el objetivo prioritario de toda revolución, por ser el pilar de las luchas. Para perfilar su sentido preciso hemos de resumir su resumen. Nos dice que , con el desarrollo de las fuerzas productivas “se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción (maquinaria y dinero)” [14]; y, estrechamente ligado con ese hecho, “surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se ve expulsada de la sociedad y obligada a colocarse en la más resuelta contraposición a todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista, conciencia que, naturalmente, puede llegar a formarse también entre las otras clases, al contemplar la posición en que se halla colocada ésta” [15]. En esta situación, y esto es muy relevante para nuestro propósito, Marx señala que “las condiciones en que pueden emplearse determinadas fuerzas de producción son las condiciones de la dominación de una determinada clase de la sociedad”, la clase dominante, con poder social emanado de su riqueza, que “encuentra su expresión idealista-práctica en la forma de Estado imperante en cada caso, razón por la cual toda lucha revolucionaria está necesariamente dirigida contra una clase, la que hasta ahora domina” [16]. Se afirma así la identidad funcional entre la riqueza, obtenida en la producción, y el poder social, cuya expresión política es el Estado, en manos de la clase que detente la hegemonía. Esa dialéctica recorre la historia, de revolución en revolución, que consiguen otra distribución del trabajo, el producto y la riqueza, pero que suelen dejar activa la división en clases y, por tanto, la lucha entre ellas, con lo cual se reproduce la continuidad de la historia. Ocurre así hasta la próxima, dice Marx, que será una revolución comunista, que suprimirá la división en clases porque instaurará un modo de producción sin clases, sin nacionalidades, etc. Pero, nos dice: “tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución; y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases” [17].

El estado, por tanto, en estos textos juveniles de Marx, es el instrumento en manos de la clase capitalista dominante para ejercer su opresión y garantizar su apropiación del plustrabajo; y, tras la revolución, seguirá será necesario para construir el socialismo, tanto en el frente económico como en la inevitable tarea de “engendrar en masa esta conciencia comunista”. En ambos casos el estado, si bien parece brotar de forma inmanente en la sociedad civil, no pertenece a la esencia de ésta, sino a un accidente, a saber, el haberse enredado en irresolubles contracciones de clase; donde no haya clases, el estado no tiene lugar. Y, al no pertenecer a la esencia de la sociedad, al no ser considerado como la forma de ésta, irremediablemente acabará viéndose en una representación exterior a la misma, como instrumento con el cual ésta se defiende y desarrolla. Exterioridad que se acentúa dado el discurso de militancia anticapitalista del marxismo, que difícilmente puede conceder al estado representativo la dimensión de forma política de la totalidad. Otra cosa sería el estado democrático, pero el marxismo ha pensado poco este modelo y, cuando lo ha hecho, ha sido arrastrado por la inercia historiográfica y por la imposibilidad estratégica de conceder amnistía al estado, aunque sea en su nueva forma de estado del bienestar. El resultado, a mi entender, avala la tesis que quería defender sobre esa exterioridad del estado compartida en el marxismo clásico y el liberalismo.

Esta idea se mantiene en textos tan elaborados como el Manifiesto del Partido comunista (1848), un texto de combate, en que el estado es puesto como el poder político propio de la sociedad capitalista, y definido como “el poder organizado de una clase para la opresión de la otra”. Años después, con los conceptos más maduros y elaborados, hará matizaciones. Tras la experiencia la Comuna de París (1871), en textos como La Guerra civil en Francia (1871), así como en otros textos políticos, especialmente en su Crítica del Programa de Gotha (1875), corrige un poco la idea instrumentalista con un concepto de práctica política más inmanente y sobredeterminado. Una de las lecciones que Marx saca de la experiencia de la Comuna será, precisamente, la idea de que la revolución no puede pasar por el asalto de la clase de obrera al poder político, su apoderamiento del estado y el uso de estos aparatos en su estrategia de construcción del socialismo. Las herramientas políticas sirven para la producción y reproducción de los objetos sociales que las originaron, pero no son de uso universal e indiscriminado; la clase obrera, sostiene, deberá destruir la máquina del estado burgués y crear otra propia; no puede limitarse a apoderarse de la existente y a usarla a su servicio. No rompe con el instrumentalismo y se adhiere con fervor al inmanentismo, pero se matiza bastante el concepto con un tratamiento más dialéctico. Al final queda un concepto de estado extraño, pues se liga a la organización total de la sociedad y a sus contradicciones internas intrínsecas, lo que apunta a cierta inmanencia; pero, al mismo tiempo, como su necesidad surge del mal social, del enredo de la sociedad en las contracciones y conflictos de clases, y su función es sólo instrumental, quirúrgica, para mantener en pie el mal de la desigualdad, el particularismo, la dominación, etc., en ningún momento puede expresar algo así como la esencia ideal de la sociedad civil (como el estado rousseauniano, que expresaba la igualdad, o el hegeliano, que expresaba la cima del camino hacia la universalidad), sino todo lo contrario, un maligno aliado necesario en la reproducción del mal.


2.4. (La idea leninista de estado) Si podemos considerar que el punto de llegada de la idea de Marx y Engels sobre el estado, la “el concepto clásico de estado”, queda bien apuntado en los textos antes mencionados, éste será el punto de partida de los marxistas, que no harán sino radicalizar esa exterioridad, como se aprecia en la posición que llegaría a ser paradigmática, la de Lenin en El Estado y la Revolución (1917), muy inspirado en los textos engelsianos:

“EI Estado es el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables” [18].

O sea, ese ligero cambio que se aprecia entre El Manifiesto Comunista (1848) y el Crítica del Programa de Gotha (1875), que acentúa la valoración estratégica del estado por el marxismo, en gran medida activado por su confrontación con el antiestatismo anarquista, crece y se radicaliza en el discurso leninista. Marx y Engels consideraron el estado como una máquina de dominación de una clase sobre otra, y su evolución histórica manifiesta su progresiva adaptación a las necesidades y posibilidades de esa dominación. Una maquinaria política, por tanto condenada a desparecer en la perspectiva de desaparición de las clases en el socialismo, pero no antes, pues una maquinaria estatal (no la capitalista, otra adaptada al nuevo orden social) ha de usarse necesariamente en esa tarea de construcción de socialismo. Este desplazamiento de su pensamiento, reforzado por la experiencia de la Comuna, en el fondo ponía de relieve la sospecha sobre la neutralidad de la maquinaria estatal; se cuestionaba que el aparato de poder que sirvió para desarrollar el capitalismo pudiera, tras la revolución, usarse en la construcción del socialismo; y la sospecha no se restringía a su materialidad, represiva o jurídica, sino a su misma forma. Es decir, se sospechaba que el instrumento “estado” llevaba el sello del mal, que con el mismo no podría construirse una sociedad nueva emancipada.

Ahora bien, si se necesita el estado, el poder del estado, para la construcción del socialismo, dos preguntas siguen vigentes: ¿por qué el instrumento que sirve para la instauración de una nueva sociedad es estéril y nocivo para su mantenimiento? ¿por qué, dado que se acepta que, en el proceso de producción material de medios de vida, las máquinas capitalistas y muchas instituciones (escuela, universidad, sanidad…), más o menos reformadas y ajustadas, servirán en la producción y organización socialista bajo relaciones nuevas, no sería utilizable la maquinaria política? [19].

La verdad es que Lenin intentó ser rigurosamente fiel al concepto de estado expuesto de forma más o menos difusa en las obras de Marx y Engels. Sus referencias a los clásicos, con citaciones directas, son constantes: “Ya en El Manifiesto Comunista, Marx y Engels explican que “el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” [20]. Es muy importante su referencia a aquella carta de Marx a Kugelmann en la que Lenin encuentra una explicación de “la verdadera significación de la Comuna”, donde Marx dice:

“Si miras el último capítulo de mi 18 Brumario, verás que declaro que el próximo intento de la Revolución francesa será no solamente el de transferir la maquinaria burocrática y militar de unas manos a otras —como ha pasado hasta ahora— sino romperla (zerbrechen); y ésta es la condición previa para cualquier auténtica revolución popular (…) Esto es exactamente lo que implica el intento de nuestros heroicos compañeros franceses” [21].

Lenin tras esta cita hace una reflexión que, apoyada en esta versión radical de la actitud de Marx ante el estado, se suma al mismo y explicita muy bien tanto su propio punto de vista, como la lectura que hace de los clásicos y el giro al respecto que pretende dar al marxismo, que tendría éxito durante décadas:

“En base a esta experiencia, se introdujo un cambio importante en la edición alemana de 1872 de El Manifiesto Comunista, que explica que la clase obrera no puede utilizar el aparato estatal existente para sus propios fines, sino que tiene que derrumbarlo y crear un nuevo Estado obrero o, más correctamente, un semi- Estado, un Estado que no es otra cosa que el pueblo armado y organizado para llevar a cabo la transformación de la sociedad. Ese fue el caso con la Comuna de París y también con la Revolución rusa de noviembre de 1917 (octubre según el viejo calendario)” [22].

Esa idea del estado en la transición al socialismo como “pueblo armado” es, sin duda, un desplazamiento leninista del concepto; el pueblo armado no es una determinación social, ni la forma política de ésta; es un producto ocasional, surgido de la contingencia, de la excepcionalidad, como cualquier fuerza armada. Aquí no entraremos en otras cuestiones que las que están implicadas en el concepto de estado, especialmente lo que afecte a su exterioridad; y, en este sentido, es manifiesto que Lenin llevó al límite esta idea de exterioridad e instrumentalidad, en coherencia con su pensamiento. Lenin piensa desde la “exterioridad” e instrumentalidad de todas las instituciones, en coherencia con su pragmatismo revolucionario; el estado es un instrumento, el parlamento es un instrumento, la democracia es un instrumento, el partido es un instrumento, todas las instituciones son instrumentos para llevar a cabo una revolución. La inmanencia cuenta poco en su proyecto, su praxis se centra en lo fenoménico, lugar de la producción de lo social, y lo político tiende a reducirse a una forma de intervención. De ahí que su lectura de los clásicos siempre sea una traducción y adecuación pragmática a su proyecto revolucionaria para Rusia.

Por ejemplo, tras citar un pasaje de El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, y que he recogido más arriba [23], donde Engels liga la aparición del estado al “desarrollo de la sociedad”, a su “irremediable contradicción consigo misma”, a sus “antagonismos irreconciliables”, otorgándole la función de mantener el equilibrio de la sociedad para “estos antagonistas, estas clases con intereses económicos en pugna, no se devoren a sí mismos y a la sociedad en una lucha estéril”…; inmediatamente después Lenin simplemente resumen:

“El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables” [24].

Cualquier referencia a la presencia de determinaciones inmanentes en la aparición y génesis del estado quedan silenciadas; el estado, que en su concepto definitivo es una institución propia del capitalismo, y adecuada a la sociedad capitalista, surge cuando es necesario, se produce para una tarea de reproducción social, o sea, se reduce a mero instrumento. Consciente de que , en el fenómeno, la lucha revolucionaria pasaba por la conquista del estado, sostén esencial del orden capitalista, su discurso acumula subjetividad antiestatista; la lucha ideológica exigía omitir matices y distinciones, a fin de presentar el estado como un mal absoluto; por tanto, se oscurece cualquier referencia al mismo como forma histórica de la sociedad civil, con desarrollo inmanente a la misma. Se abandona definitivamente la idea hegeliana del estado como la forma política de la sociedad emancipada, reconciliada, hábitat de la vida ética, y se instituye una idea substantiva de la sociedad, verdadero sujeto de la historia, en cuyo proceso el estado tiene la condición de instrumento histórico y contingente, objetivamente enemigo de la sociedad emancipada, aunque sea necesario para conseguir la misma; o sea, se sacraliza la idea de estado exterior.

Es conveniente subrayar el intento leninista de caminar cerca de Marx y Engels. Al correr de las páginas del libro pasa de apoyarse en éste a hacerlo en Marx, con un intento de mostrar su fidelidad a una concepción del estado que, en realidad, está desbordando; parte de la idea marxista y engelsiana, ciertamente, pero aprovecha la ambigüedad ya señalada de la misma, su equilibrio inestable entre dos concepciones, entre el estado inmanente y el estado exterior, para dar clara primacía a este último y romper definitivamente con la inmanencia histórica intrínseca a la ontología marxiana. Léase detenidamente la siguiente cita:

“Según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del “orden” que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases. En opinión de los políticos pequeñoburgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra. Amortiguar los choques significa para ellos conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos de lucha por el derrocamiento de los opresores” [25].

Es claramente el discurso de un revolucionario que opera en el fenómeno y que hace uso militante de la filosofía; aquí queda poco del esfuerzo por comprender el desarrollo histórico del capitalismo, la génesis dialéctica del mismo; aquí brilla, en todo caso, la lucidez del activista que supo leer en la realidad las condiciones de la revolución. En tanto que el marxismo nació con ese sello de pensamiento para la revolución, es difícil negar a Lenin el mérito de un análisis práctico lúcido y exitoso; pero décadas después podemos, estamos obligados, a pensar que tal vez hacer la revolución no sea suficiente para que tenga éxito, para que logre sus objetivos y sean irreversibles. Lo cual nos remite a una inquietante reflexión: la tensión entre el marxismo (como cualquier teoría) guía para la acción, que en algunos momentos de la historia ha llegado a ser hegemónico, y el marxismo comprensión del mundo, denostado desde la tesis XI sobre Feuerbach, o de la lectura activista de la misma. Tensión compleja y difícil de gestionar.

Cuando Lenin afronta el debate con otros teóricos, como K. Kautsky, que al margen de su “revisionismo” intentaba dar una dimensión menos instrumental y más social al estado, Lenin radicaliza al máximo su posición, revelándonos con ello su uso político de la filosofía. En estos casos siempre ve desviación, si no deserción o traición al marxismo; dar peso a la historia, a la lógica o simplemente a la substancia social y política, le parece una dilatación innecesaria y sospechosa; cuanto refuerce el objeto frente a la subjetividad efervescente sobre la que cabalga el movimiento, es declarado ilegítimo. Instalado en la lucha de clases como demiurgo de la realidad, que aniquila y crea incesantemente, ve en cualquier ontología que dificulte el fetichismo de la subjetividad revolucionaria un peligro real:

“De otra parte, la tergiversación “kautskiana” del marxismo es bastante más sutil. “Teóricamente”, no se niega ni que el Estado sea el órgano de dominación de clase, ni que las contradicciones de clase sean irreconciliables. Pero se pasa por alto o se oculta lo siguiente: si el Estado es un producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase, si es una fuerza que está por encima de la sociedad y que “se divorcia más y más de la sociedad”, resulta claro que la liberación de la clase oprimida es imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del poder estatal que ha sido creado por la clase dominante y en el que toma cuerpo aquel “divorcio”. Como veremos más abajo, Marx llegó a esta conclusión, teóricamente clara de por sí, con la precisión más completa, a base del análisis histórico concreto de las tareas de la revolución. Y esta conclusión es precisamente -como expondremos con todo detalle en las páginas siguientes- la que Kautsky... ha “olvidado” y falseado” [26].

La verdad es que a Lenin el materialismo histórico le resultaba enojoso; le venía bien, en tanto podía usarse para mostrar la finitud del capital y la inevitabilidad de la marcha histórica; pero le resultaba un peso excesivo en tanto que en su nombre se pidiera respeto a los tiempos de la historia como marcha hacia la revolución. Le inquietaba en especial que líderes de los trabajadores exigieran dar su tiempo a la inmanencia social, respectar los ritmos de la historia y la hora de la revolución. Él tenía una intuición, que resultó acertada, la de llevar la revolución a Rusia sin respetar los tiempos que la filosofía atribuía al capital, y no se apartó de la misma. El triunfo vino a darle la razón en su subordinación del materialismo histórico a la lucha de clases, las dos vías de la revolución, diacrónicas, a veces contrapuestas. Unas décadas después la historia, que parece reírse de quienes pretenden escribirla en sus detalles, nos devolvió la pregunta, con el regreso del capital, regreso en una de sus formas más voraces y degradadas. Que cada uno saque sus conclusiones, la historia nos da a todos esas oportunidades de equivocarnos.


3. Repensar la exterioridad: la subsunción.

Creo que para enhebrar una reflexión consistente sobre el estado debemos repensar la exterioridad como contingencia, como determinación histórica, que se manifiesta en esa escisión entre sociedad civil y estado; repensar la exterioridad como vía para pensar la sociedad civil desde su intrínseca dimensión política, es decir, constituida por el poder político, que en el capitalismo ya tiene forma de estado. Y debemos hacerlo teniendo presente y tratando de obviar los dos peligros, las dos tentaciones que acechan a la teoría social cuando se parte de una ontología fundada en el ser político de lo social; dos tentaciones o tendencias derivadas de una misma inercia del pensamiento, la de confundir o reducir la unidad a identidad, la de olvidar la diferencia entre unidad e identidad. Las dos manifestaciones son la reducción de lo social a fenómeno del estado, el totalitarismo, siempre siniestro, pero no exento de atractivos, y la reducción de la totalidad social a fenómeno de la producción, el economicismo, representación siempre burda pero bastante cómoda y persuasiva. Es decir, debemos resolver la escisión entre sociedad civil y estado instalada desde la modernidad y recuperar la unidad, pero sin disolver la sociedad en el estado (la experiencia histórica nos invita a evitarlo) y sin poner éste como mero instrumento inerte de la vida económica (la historia, y sobre todo el presente, nos lo impiden). ¿Unidad sin identidad? Sí, pues no lo exige el análisis: la unidad implica el reconociendo de que sociedad civil y estado constituyen un universo común, que una parte no puede pensarse sin relación a la otra; y la no identidad implica que la presencia en ese universo de la contradicción, de la oposición, de la diferencia entre ambas esferas, sin la cual tampoco podrían pensarse.

Pues bien, a mi entender podemos cumplir este proyecto recurriendo a la ontología de la subsunción, que permite reformular las relaciones exterior-interior, transcendencia-inmanencia, entre los elementos de una totalidad social. De hecho os encontramos ante el conocido problema de la dialéctica, que cuando es usada con gran abstracción, con mirada lejana, provoca falacia performativa, pues hace que en la representación se desvanezca absolutamente la identidad y se debilite y difumine la unidad de los opuestos que se enfrentan, tal que aparezcan en escena sólo los contendientes, separados, condicionándose exteriormente con sus movimientos y golpes (como en un combate de boxeo, en el hablar de unidad es un eufemismo). La relación base/sobreestructura (formulación clásica y universal de las que son versiones o copias economía/política, mercado/estado, etc.), por mucho que nos esforcemos en pensarla en el sentido que exige la concepción dialéctica, siempre se nos impone con sombras de exterioridad. Y de ahí los problemas de jerarquía, dominancia, autonomía…en la relación entre la política y la producción.

Pues bien, este problema de representación conceptual desaparece o se diluye al pensar la esfera económica y la política (y la ideológica, y la cultural, y cuantas esferas distingamos como sobreestructuras) como elementos, partes o instancias de una sociedad particular, concreta, en este caso capitalista, todas ellas subsumidas en la forma capital, que no es una esencia transcendente, sino un resultado global de la organización de la estructura. En el fondo supone la distinción entre los territorios de la contradicción y de la subsunción. El primero es el lugar de los conflictos combinados entre las partes, cuya pluralidad de efectos lleva al caos social y cuyo efecto global, donde quedan incluidos y compensados, aboca siempre, por su naturaleza, a la indeterminación; el segundo, el de la subsunción, es el de la constitución de la unidad posible, mediante la gestión de las contradicciones, tal que garantice la reproducción de la totalidad mediante la sobrevivencia de las partes en sus relaciones inestables de sumisión-dominación. La subsunción permite pensar la subordinación de las diversas esferas y elementos de la estructura social a la vida de la totalidad, a la hegemonía de la forma subsuntiva dominante, que en el capitalismo es la forma-capital.

La perspectiva de la subsunción decía, nos permite pensar la relación estado-sociedad civil, superando la determinación de exterioridad, que nos arrastra a la visión instrumentalista de la política, y sin caer en ninguno de los dos abismos, ni el totalitarismo, que disuelve la esfera económica y civil en el estado, ni el economicismo, que reduce todas las instancias a fenómenos de la economía. Ello es posible porque en lugar de centrar la mirada en la contradicción, en la oposición economía/política, o sociedad civil/estado, la fijamos en la subsunción, es decir, en el escenario que incluye la contradicción y, a su manera, la limita. Ambas esferas, pues, que en el territorio de la contradicción se enfrentan por el dominio, ahora, sin dejar de hacerlo, quedan subordinadas a la hegemonía de la forma de la totalidad, es decir, a la función global de reproducción y valorización del capital. En concreto:

a). Que la actividad económica, el funcionamiento de sus elementos y relaciones, cumplen el destino, impuesto por la forma hegemónica, de servir a la reproducción del capital (junto a otras funciones, subsumidas, intrínsecas a la actividad productiva); pero en tanto subsumida, cumple esa función de subordinación –si no serían aniquiladas o el capital se hundiría- al tiempo que ejerce resistencia, pues esos elementos, prácticas y relaciones arrastran las marcas de otros momentos históricos, de otras necesidades, otros deseos, otros sueños; sirvieron o pueden servir –si no todos buena parte de los mismos- para otros destinos. Pero, así, con resistencias, contradicciones y luchas, cumplen su función sobredeterminada [27].

b). Que las prácticas, las instituciones, y las relaciones de poder, el mundo de lo político, que analíticamente aparecen constituyendo una esfera particular de la vida, también cumplen ese destino de todo lo subsumido en la forma capital: la subordinación a su ley; y también lo cumplen con las resistencias y contradicciones propias, equivalentes a las señaladas en la esfera económica.

O sea, si la esfera de producción está subsumida en la forma capital, la esfera política es también una esfera de vida social y política igualmente subsumida al capital. Por tanto, el estado no es “capitalista” porque sirve como instrumento a la producción capitalista, su ser capitalista no es de segundo grado, como advenido por una especie de contagio subalterno; el estado, las “diversas sobreestructuras”, son capitalistas porque están directamente determinadas y subordinadas a la forma capital, que hace funcionar a todas ellas al servicio de su valorización. El estado es capitalista en la medida en que el derecho (la ideología, la cultura…) que promueve, crea y reproduce forma parte del mismo proceso de valorización. El ser capitalista del estado, si no es su naturaleza es su condición; no es algo ocasional, accidental, pues no le viene de su instrumentalización por la producción, como si esta fuera el santuario del capital; la determinación le viene directamente, compartida con la producción, a través de su subsunción en la forma capital. La forma capital debemos entenderla no como la forma particular de la producción, que hace de ella una producción capitalista, sino de toda la sociedad, que hace de ésta una sociedad capitalista, y por tanto de cada una de sus partes, que hace de ellas un estado, una cultura, una ideología… capitalista.

Si lo pensamos así, y creo que podemos hacerlo, pues es una representación más potente y “elegante”, acentuamos las relaciones verticales de la forma capital con el estado y la producción y debilitamos, sin anularlas, las relaciones entre éstos. Las debilitamos ontológicamente, no fenoménicamente: pueden seguir siendo intensas, pasando por la armonía o la máxima contraposición (como describe la dialéctica), pero ahora dichas relaciones (base/sobreestructura) no nacen del enfrentamiento del estado y la producción como “opuestos” sustanciales, sino que dichas relaciones son efectos, determinaciones de la misma forma capital. Lo cual sin duda nos exige no dejar de mirar la relación estado/mercado, pero, sobre todo, nos exige pensar esa relación –su ritmo, posibilidades, perspectivas- desde la forma capital, en concreto, desde sus condiciones (más o menos favorables, más o menos difíciles) de revalorización. Posibilidades o dificultades, digámoslo ya abiertamente, que provienen unas veces del estado, otras de la producción, e incluso de otras esferas, pues todas ellas sufren la subsunción y en todas aparecen formas de resistencia.

Quiero insistir en este último aspecto, aunque ya lo deberíamos tener claro: ambas esferas, la vida económica y la vida política, incluyen siempre resistencias, efectos de las necesidades (históricas, ideales, generadas o inducidas) insatisfechas, de los valores negados o amenazados, de los sentimientos inadaptados. Resistencias que el capital sufre de un único modo, como dificultades en su valorización; resistencias que, en cambio, las diversas clases y capas sociales, los diversos sujetos políticos, viven y soportan con formas particulares, formalmente diversas y materialmente desiguales; resistencias, en fin, que en unos casos son internas a lo político (miserias de la democracia, dificultades de su hegemonía), en otros internas a la producción (miserias del capitalismo, dificultades en el desarrollo) y en otros casos son debidas a desajustes y oposiciones entre lo político y lo económico, entre el orden político-jurídico y las prácticas y expectativas de otras esferas, sean de tipo económico o ideológico (políticas conservadoras, pragmatismo político). Y esto último nos llevaría a asumir la posibilidad de que unas veces la producción tienda a forzar cambios en las sobreestructuras y otras sean éstas las que exijan controles (regulaciones se llaman ahora) o estímulos, selectivos o generales, en las fuerzas productivas. En definitiva, esta perspectiva nos lleva a repensar la relación política/producción de forma nueva y a la luz de la historia de las últimas décadas, que nos ha pasado por encima sin apenas darnos cuenta.

Solemos acudir al estado para que arregle, material y formalmente, económica y éticamente, las cuestiones de la producción, las injusticias del mercado. Nada que objetar, pues de la misma manera que el capitalista recurre al estado de forma indefectible para garantizar su cuota de plusvalor, las clases trabajadoras pueden y se ven obligadas a hacerlo para defender su sobrevivencia y su dignidad. Nada que objetar. Esto simplemente explicita que el estado es una esfera de lucha por/contra el capital. O sea, implica el reconocimiento de que no es mero instrumento, sino una instancia sustantiva de la sociedad capitalista. Ahora bien, si es así, parece menos razonable, y sobre todo menos eficiente, satisfacerse con la condena al estado, a la política, por su sumisión a los mercados, negarlos por su complicidad, por su función instrumental, que reconocer lo político como instancia sustantiva donde se da la lucha entre la subordinación a la forma hegemónica y la resistencia a la misma, y actuar desde esta perspectiva. Parece que es más razonable aplicar en cada caso, en la política, en la cultura, en la producción, una estrategia formalmente común: expandir e intensificar los elementos de resistencia, liberarlos de la subordinación, ir tejiendo una red subsumida en otra forma, y hacer con el capitalismo lo que éste hizo con las formas precapitalistas, apoyarse en ellas, dominarlas, pulirlas, reconvertirlas e irlas relegando cuando devenían obsoletas.

No es, pues, la contraposición entre política y economía la clave para comprender el problema e intervenir en él; no lo es porque esa contraposición no tiene su origen en la distinta naturaleza y esencia de esas dos esferas, sino que tiene su origen en la común subsunción a la forma del capital. Repito: no es capitalista pata negra la producción y capitalista de segundo grado, por el uso instrumental, el estado: ambas esferas son directa e inmediatamente capitalistas, pues reciben esta determinación de la misma forma, la forma capital. Y esto es lo que identifica ambas instancias, y lo que hace que unas veces gocen de armonía y otras se presenten contrapuestas; la aventura entre ambas está sobredeterminada, su relación sólo es el eco de sus relaciones particulares con el capital. La sociedad capitalista, mientras sea hegemónica la forma capital, irá pasando por diversas metamorfosis y reajustes, unas veces apoyándose en lo económico (por ejemplo, en la innovación…) y otras en lo político (por ejemplo, en los tratados de libre comercio…) para cumplir su fin de valorización. Se apoyará en ambas esferas, y enfrentará a éstas; pero estos enfrenamientos deben verse desde esta raíz: son enfrentamientos mediados, oposiciones derivadas. Si no, el debate sobre el conflicto política/economía deviene mera retórica opaca y vacía.


4. El estado en y desde la producción.

Creo, pues, que hemos de presentar el estado en su función y participación en la forma del capital, como elemento esencial, como constitución o institución de ésta, y al mismo rango que la producción. Y, para que esto sea posible, tal vez deberíamos desplazar el escenario del estado-instrumento, el tradicionalmente elegido por el pensamiento marxista, y pensar el estado fuera de las líneas de fuerzas de ese largo y complejo debate, vertebrado por la ontología del estado exterior; a tal efecto, deberíamos dejar provisionalmente en stand by las obras políticas clásicas de los marxistas sobre el tema del estado, en mayor o menor grado afectadas por esa sombra de “exterioridad”, y prestar más atención al tratamiento del estado en El Capital, aunque aparezca en referencias más dispersas y a veces de forma críptica. Al fin, nos guste o no, los nuevos tiempos nos llevan a nuevas preguntas, que ayer no parecían oportunas. ¿Puede el capital sobrevivir al estado? ¿Es lo mismo pensar el estado subsumido en la forma capital que pensar el capital subsumido en el estado? ¿Podría tomar forma y existir esa a primera vista extravagante figura del capital subsumido en el estado? [28]. ¿Es mera ficción? ¿Es el estado de bienestar un ejemplo de esa figura?

Al fin y al cabo, las sociedades, con sus formas políticas y productivas, se construyen en función de las necesidades y posibilidades, de los fines y los medios, de los sueños y la historia. El capital, no deberíamos olvidarlo, no fue una figura gótica que irrumpiera por sorpresa y usurpara nuestros cuerpos y nuestras almas. El capital fue una creación de una parte de la humanidad, un resultado de su lucha por la existencia; en esa lucha, en su deriva, a veces se llega allí dónde no se pensaba, y uno se pierde, y tal vez lo lamenta… Pero tal como ha ido la historia, y como sigue yendo, es difícil negar al César lo suyo; Marx ya advertía que un modo de producción difícilmente desaparecería mientras pudiera satisfacer las necesidades sociales; y hoy, aunque nos pese, aún parece gozar de recursos para subsistir; hoy sigue dando frutos, aunque a precios cada vez más insoportables. En cualquier caso, el nacimiento y el desarrollo del capitalismo no podemos atribuirlo a dioses malvados ni a la ciega naturaleza, sino a los seres humanos que, ayer más que hoy, tal vez, apreciaban lo que estas formas de trabajo y de vida les ofrecía, incluso sabiendo el precio en vida y dignidad que pagaban por ello. Quiero decir que no es de importación, que el capitalismo nació de la inmanencia de la historia; y, del mismo modo, de ese mismo pozo irá naciendo su deterioro, su desplazamiento y tal vez su paso a una situación dependiente, limitada, subordinada, de subsunción en nuevas formas. Y tal vez, sólo tal vez, en esa nueva forma hegemónica el estado tenga una función hegemónica. Digo tal vez, pero lo considero muy probable, no porque haya de realizarse la máxima marxista-leninista de “la política al puesto de mando”, o la maoísta de “la cultura al puesto de mando”, sino porque el mañana ha de salir del hoy, y hoy ya el estado ocupa la mayor parte de la escena y los mejores palcos del teatro. Si esa acentuada presencia ocurre en territorio enemigo, en unas sociedades capitalistas donde, como vemos recordado, el estado siempre fue visto como mal necesario, como invitado incómodo, no es extravagante pensar que esa forma política, que nace y crece en un capitalismo a la defensiva, anticipe los rasgos de la nueva sociedad. Y dado que esa figura del estado que se agiganta y nos atemoriza pierde su rostro instrumental sustituido por el social (recordad, “estado social de derecho”, gustan enfatizar nuestras constituciones), difumina su exterioridad y aporta sus credenciales de inmanencia, parece razonable que, en nuestro intento de pensarlo, abandonemos ese lastre de la sombra de su exterioridad, aunque nos inquiere abrirles las puertas del oikos.

Ahora bien, aunque elijamos como referente esencial El Capital en aras de superar la representación del estado exterior, no lo tenemos fácil; nos exigiremos una reflexión en profundidad y sin prejuicios, ya que si bien a primera vista parece que Marx opta por la identidad de esencia entre producción y estado, hay momentos, y momentos teóricamente muy relevantes, en que mantiene una posición aparentemente irreconciliable, en que defiende algunas tesis esenciales, que afectan al concepto mismo de capital, y que parecen distanciarse de esa identidad del estado con la producción.

Efectivamente, es un hecho empírico constatable que Marx, cuando caracteriza la forma capital, recurre más o menos explícitamente al estado; lo cual parece apoyar la tesis de la identidad estado-mercado. Pero enseguida surge una especie de paradoja, ya que, si bien Marx defiende un concepto de capitalismo fuertemente basado en la explotación, sin duda alguna señala con mucho énfasis que la explotación no define su esencia, no es un rasgo distintivo del concepto; aunque es intrínseco al capitalismo, no le es propio, es común a otros modos de producción. La determinación esencial del capitalismo, lo que le individualiza y da su ser propio, no es la explotación (cosa común a las sociedades de clase), sino una determinación específica de ésta, que en primera aproximación podemos describir como la explotación al margen de la coerción, en particular la del estado, sin intervención de éste (salvo en situaciones excepcionales). Con más concreción, la peculiaridad de la explotación capitalista yace en su mecanismo, en su forma técnica, en ser apropiación del plusvalor [29], que sirve de medio en la creación del capital. Y esta aparente separación o ausencia del estado en ese proceso técnico económico parece relegar al estado a un papel subsidiario, semejante al que le atribuía el pensamiento liberal.

Esta caracterización marxiana del capitalismo desde su específica forma de explotación sin presencia de la coerción inmediata del estado tiene relevantes apoyos teóricos. Marx distinguía dos tipos de relaciones sociales, las de propiedad, de base jurídica, y las técnicas, determinadas por la “posesión”. Se trata de las dos relaciones del trabajador con los medios de trabajo: si son suyos o no (posesión formal) y si sabe y puede ponerlos en marcha o no (posesión efectiva). El capitalismo comparte con otros modos de producción la expropiación formal o jurídica del trabajador; pero no comparte la desposesión del trabajador, que se revela como un rasgo propio, específico, definitorio. El trabajador capitalista no posee, ni jurídica ni técnicamente, los medios de producción; no puede poner en marcha la producción. Esta impotencia sirve para dar verosimilitud a esa idea de autosuficiencia del capital, que no necesitaría de ningún instrumento de coacción exterior, ante la absoluta necesidad del trabajador de entrar en el mercado de trabajo [30].

Esta des-posesión quiere decir que el capital se presenta como autosuficiente; su forma basta para la extracción de plusvalía, de la que vive. No se necesita prima facie el estado. En esta apariencia reside su esencia; y esta apariencia mide su potencia. Creo que la relación entre el estado y la producción debe abordarse desde este enfoque: la autonomía “relativa” respecto al estado mide la salud del capital [31].

Estamos así ante la principal cuestión teórica a dilucidar, la de la ausencia del Estado en la formación inmediata del valor, que lo sitúa en la exterioridad de la fábrica, aunque sea reconocido como condición de posibilidad de la valorización. Para disolver la aparente paradoja entre esas dos imágenes marxianas del Estado, necesariamente presente en la reproducción del capital y necesariamente ausente en la producción del valor, debemos centrar la mirada en la diferencia entre ambos conceptos. El primero, en positivo, define su función en la reproducción de las condiciones de valorización del capital, que pasa por ser la función esencial del estado [32]; el segundo, en negativo, alude a la peculiaridad, constitutiva y diferenciadora de la producción capitalista, de que el estado ha de estar ausente, sin participación inmediata en la explotación, o sea, en la producción del plusvalor.

Detengámonos, pues, en la diferencia de estas dos funciones. Claro está, de forma intuitiva podríamos pensar que, cara a la valorización, lo que cuenta es la formación del plusvalor; si se genera plusvalor queda resuelto el problema de la valorización del capital. Por tanto, todos los elementos que intervengan como condiciones de posibilidad, y aquí entra el estado, participan en esa generación. Esto es cierto, sin duda, pero el análisis nos permite establecer que una cosa es ese proceso concreto de producción del plusvalor y otro el de reproducción de todas las condiciones para que ese proceso de explotación capitalista sea posible. Intuitivamente podríamos pensar que una cosa es la fábrica y lo que pasa dentro de ella y otra las tareas para mantener la fábrica en pie y provista de lo necesario. Podríamos imaginarnos que éstas tienen lugar fuera, no pasan el umbral de sus puertas.

Demos un paso más, para acercarnos al meollo del asunto. Si el estado tiene su esencia en la función de reproducción de las condiciones de valorización del capital, entre estas condiciones ha de estar la de reproducir esa peculiaridad del capital que aparentemente se valoriza sin intervención del estado, que lo hace vía plusvalor, con todo lo que esto implica (propiedad medios producción, mercancías, trabajo asalariado…). O sea, el estado reproduce las condiciones de producción interviniendo en la totalidad capitalista, pero sin estar presente de forma directa ni en la producción ni en la apropiación del plusvalor, sin pisar el terreno de la producción estricto sensu, sin oler el humo de las fábricas.

¿No es esto contradictorio? Si su función es la de garantizar la reproducción, lo razonable es pensar que, como buen guardián, intervendrá donde sea necesario. ¿Por qué no habría de hacerlo en la producción del plusvalor? ¿Por qué respetar la fábrica como recinto sagrado? Yo creo que el problema surge en torno a esa idea de “no intervención” o ausencia del estado. Cuando Marx la afirma, no lo hace preceptivamente, como exigencia teórica, sino como constatación empírica: en otros modos de producción el poder político interviene en la explotación mediante la apropiación violenta del producto o la imposición de trabajo no pagado; el capitalismo lo hace por otra vía, por mediación de un contrato laboral “libre”, una compra-venta entre dos agentes propietarios libres (de fuerza de trabajo y de dinero, respectivamente), en transacción justa, de intercambio por su valor, con equivalencia entre el valor (de reproducción) de la fuerza de trabajo y el salario…. Aquí la violencia (y su sujeto, el poder político, devenido estado) está ausente; la coerción no aparece visible ni en el momento del contrato (mercado) ni en el momento de producción del valor (fábrica).

Ahora bien, con poco que hurguemos en esta representación comienzan a aparecer brechas. Todo este nuevo mecanismo de explotación pivota en torno al mercado, y en especial al mercado de la fuerza de trabajo; si se quiere resumir: en torno al contrato de trabajo. Dejemos al margen, que es mucho dejar, los elementos históricos de violencia, de coerción, (desposesión de los medios de producción, necesidad inaplazable del trabajo para la vida…), inscritos pero invisibles en ese contrato libre y justo, de compraventa voluntaria y conforme al valor de las cosas. Lo que parece evidente es que el contrato tiene cuerpo jurídico, incluye todo un largo registro de reconocimiento de las partes como sujetos libres e iguales, que intercambian sus propiedades…. O sea, el contrato es una figura del estado. Por tanto, aun aceptando que el estado estuviera ausente en cuanto a su función de violencia (que, insisto, es mucho aceptar) parece ineludible que esté presente en la instauración del contrato, que no solo anticipa la posibilidad material del plusvalor, sino que es su creación formal. Todo el proceso material que se seguirá en la fábrica está pre-formado en el contrato: las distinciones entre trabajo necesario y plustrabajo son determinaciones contractuales. Y, en tanto que el contrato fija la jornada de trabajo, para unas condiciones técnicas de la producción dadas, ese contrato fija incluso la cantidad de plusvalor producido.

Yo creo que ahora ya tenemos el concepto más afilado; pero hemos de avanzar con prudencia. Podríamos lanzaros a pensar que el estado, excelente chien de garde, que diría Paul Nizan, interviene dónde y cómo sea necesario, sin límites, con tal de salvar a su amo; ese mantenerse “exterior” a la producción es sólo apariencia, sus garras afiladas llegan dentro, a lo más sagrado. Podemos pensar que Marx se habría contagiado de la ilusoria (superficial) ideología liberal de “nuestro enemigo, el estado” [33]. Su “ausencia” sólo sería una máscara para simular neutralidad; esa ausencia ficticia, ausencia imposible, sería en el mejor de los casos expresión del ideal político del capitalismo. Al fin, como ya sabemos, a Herr Kapital le gustaría vivir y sobrevivir por sí mismo; su narcisismo le empuja a pensar el capital como demiurgo solitario de sí mismo, como causa sui. Le gusta exhibir-simular la auto-suficiencia como signo de su poder y de legitimidad; le gusta confesar que echa mano del estado como nosotros del médico, cuando tenemos problemas; y nos gustan las terapias no agresivas… a no ser que fueran necesarias. Si nuestros cuerpos no tuvieran carencias podríamos prescindir de ellos… Sí, podríamos coger esta vía de reflexión, pero incluso en ella nos aparecería una luz: si ese es el “ideal” de capitalismo liberal, ¿no deberíamos pensar que la presencia del estado (ese echar mano del estado…), fuera la que fuere, sería síntoma de su debilidad, como la presencia del médico en casa? Dejemos de momento planteada la cuestión


5. Presencia del estado y debilidad del capital.

Como resumen provisional de lo hasta ahora dicho podemos decir, en primer lugar, que el estado exterior ha sido un ideal liberal [34]; pero que se nos revela imposible en el capitalismo (tal vez como en cualquier otro modo de producción); en segundo lugar, que en la tradición marxista, puesta la mirada en su función de “reproducción” de las condiciones, se ha mantenido en gran medida ese tratamiento del estado como instrumento “exterior”, aquí con la función de dominación de clase, de servir al capital. En fin, en tercer lugar, que cabe una relectura que supere esa visión parcial y abstracta, posible en la perspectiva de la subsunción.

A partir de aquí, y en línea con algunas ideas avanzadas, quiero cerrar esta primera exposición sobre el estado con la defensa de la siguiente tesis, cuya argumentación definitiva la iremos desplegando en los próximos días. La tesis es: “La presencia creciente del estado en la producción capitalista revela la debilidad del sistema capitalista –de su sistema productivo, de su mecanismo de generación y apropiación del plusvalor, de su aparato político estatal, de su ideología, de su cultura y, en general, de todos sus mecanismos de reproducción”.

Es como si los liberales hubieran intuido el peligro. Aun sabiendo que dicho ideal de estado ausente –y de estado mínimo- era imposible, como mostraba la historia [35]; aun forzados a mantener en suspenso el ideal para seguir adelante, el liberalismo ha ido manteniendo como ha podido ese ideal de ausencia del estado en la producción; pero, mantenido en la ficción, ha negado en la realidad ese imaginario. No sólo se ha visto obligado a recurrir cada vez más al estado-instrumento para mantener su reproducción, banalizando así su diferencia y desencantando así la magia del capital, sino que cada vez más intensamente ha ido montando la vida social, la sociedad civil, a lomos del estado; cada vez más el capital sobrevive al amparo del estado.

Claro, la historia es tozuda y el capital, como cualquier otra entidad, para perseverar en el ser, para reproducirse, ha de sacrificar los ideales de sus sectarios. Ya se sabe, los dioses reales, los que viven en el Olimpo, siempre traicionan, pues son más apasionados y menos perfectos que los que habitan en los sueños de sus fieles. Si algo muestra la historia es que el capitalismo ha ido desarrollando el estado de manera constante, creciente, gigantesca. No hay gobierno, por muy liberal que se precie, que disminuya el presupuesto del estado. En su desarrollo el capital le ha ido encomendando tareas de reproducción cada vez más generales e intensas: de las obras públicas se pasaría al sistema educativo, el de salud, la cultura… Para sostenerse el capital ha tenido que reconvertir el estado de derecho liberal en estado de los derechos socialdemócrata. Tal vez a medio plazo sea su suicidio; pero tal vez ese medio plazo es una prórroga no desdeñable

Este crecimiento ha hecho posible el sostenimiento y la reproducción del capital; incluso puede establecerse una correlación –que sería contingente, sin duda- entre ese desarrollo del poder del estado y el goce por el capital de sus mejores décadas de florecimiento. Tanto es así que, tal vez por residuos de la idea de estado exterior (sean liberes o marxistas), ha renacido la crítica al estado ante el temor de su devenir un gran monstruo que acabará bebiendo la sangre de la sociedad civil. El estado es más que nunca visto como “monstruo frío, el más frío de los monstruos fríos… que siempre miente” que describiera Nietzsche.

Y aquí es donde surge nuestra pregunta: ¿esta enorme presencia, esta omnipresencia del estado en la sociedad capitalista, expresa el poder del capital (aquí me refiero al poder de reproducirse) o es signo de su debilidad?

Nótese que la presencia se da en todos los espacios sociales, y especialmente en la reproducción. En nuestro país, con un PIB de poco más de un billón de euros, el presupuesto del estadio es más de medio billón, y subiendo. Datos que deberían ser suficientes para revisar esa idea de presencia e incluso renacimiento del “neoliberalismo”; por lo menos invitan a un uso más riguroso de los conceptos, acotando su universo y su sentido, únicas formas de evitar un discurso ajeno a la realidad y que sólo se sostiene en la inercia de la indigencia teórica, o en la complicidad en esa indigencia.

Aceptemos que ya no es un capitalismo liberal, que se acepta la presencia del estado en la vida económica, como aliado, como gran o supremo capitalista. Aceptemos, cosa razonable, que el capital tiende a sobrevivir como pueda, sin escrúpulos, con estados democrático y autoritarios, bonapartistas o simplemente fascistas, incluso en dictaduras militares; que soporta monopolios, privilegios, financiación pública, cualquier cosa por sobrevivir. Aun así, este capitalismo subvencionado, de sobrevivencia, a pesar de su creciente expansión, a pesar de haber borrado las alternativas de su horizonte, ¿es fuerte o débil? Este capitalismo sin enemigos, amigo del estado, desfigurado su rostro liberal ideal puro como el de quienes permitieron a los médicos que entraran en el recinto sagrado de sus cuerpos y les convirtieran en ciborgs, o como quienes abrieran sus puestas a la cirugía estética para que su rostro, lejano al canon de belleza, acabara en monstruosidad, ¿es sano o enfermo?

Yo creo que es razonable recuperar la idea que mencionamos sobre el instinto liberal, que veía en el estado su enemigo; y que seguiría temiéndolo aunque tuviera que engordarlo para su mejor defensa. Es curioso, Marx veía en el proletariado una figura semejante, que el capital necesitaba engrandecer aunque así preparara a su enterrador. Es esta la idea que quiero recuperar: lo que hace fuerte al capital, lo que necesita para su sobrevivencia, su crecimiento y su expansión global -y lo necesita porque su destino es la reproducción ampliada, crecer, valorizarse-, es al mismo tiempo signo de su fuerza (sobrevivencia) y de su debilidad (impotencia). Cuando los dioses, como omite Platón en el mito…… repartieron las propiedades entre las instituciones sociales –los mitos sólo hablan de las especies animales y de los hombres- concedieron al capital la mayor potencia de crecimiento, pero unida al castigo de no poder parar de crecer. Y ese destino es el que amenaza su finitud. Pues bien, en ese destino el estado, a su servicio, como chien de garde, está condenado a crecer y crecer, a extender su presencia incluso al recinto sagrado de la creación de valor… Y así, garantizando la fuerza de su amo el capital, está gestando y desarrollando la enfermedad que lo debilita, como las medicinas que crean anticuerpos. Si para prorrogar el capital ha de aparecer y desarrollarse el estado-patrón, aunque nos asuste, asistimos a la figura (y todas las figuras son transitorias) del orden post-capital.

El problema del capital hoy no es que el estado no mantenga su exterioridad ideal; no es que atraviese todos los rincones de la vida productiva y no productiva. El problema es que está dejando de ser medio para ser un fin en sí mismo. Alguno dirá: no, por su origen y su esencia, siempre ha de estar al servicio del capital. Claro, eso es cierto, pero ahora lo sirve además de otra manera: no como instrumento, sino como parte. Ahora es un socio. ¿No se aprecia en las técnicas y objetivos de las instituciones oficiales al vender sus servicios? Se sirve al capital transformado las instituciones políticas en instituciones productoras de valor (se dice más discreto: competitivas, eficientes).

El estado es hoy una figura de un nuevo orden de producción que comienza a vislumbrarse, y que hasta que veamos su esencia opto por llamar social capitalista. No es extraño, ya dijimos que el estado era una estructura de individuos, relaciones y prácticas subsumida en la forma capital. Pero, como las mismas empresas capitalistas, el estado ha sufrido metamorfosis y hoy tiene formas de subordinación y de resistencia nuevas, que haríamos bien en pensar y delimitar. Y de ellas destaco dos, que afectan a esa figura de socio que ha sustituido como dominante a la anterior de instrumento: a) en estado como gran patrón productivo; y b) el estado como patrón rentista y paternalista. Dejo la idea apuntada, para irla reflexionando en las próximas entregas.

Para finalizar, quiero recordar que no escasean los trabajos relevantes sobre el estado contemporáneo, muchos de los cuales nos ayudarían a afianzar esta tesis, aunque suelen preferir la descripción de su evolución como problema inquietante, pues valoran los cambios con la mirada fija en la asociación entre el estado y el capital, en vez de desplazarla, al menos de tanto en tanto, a buscar en ellos el futuro de lo nuevo que anuncian, una mirada hecha desde el socialismo que pugna por salir. No nos debe extrañar la mirada fija, efecto de la inercia del pensamiento; a la tradición occidental le ha costado siempre admitir la posibilidad de que el bien pueda proceder del mal; hasta en las pruebas ontológicas de la demostración de la existencia de Dios era hegemónico este presupuesto; eso de depositar en los monstruos nuestras esperanzas, se comprende, no es fácil ni agradable. Se necesita mucha audacia y convicción para defender, como hiciera Marx, que los sagrados derechos del hombre, en lugar de proceder directamente de Dios, de la naturaleza o de la Razón, procedían del barro de la historia, del sucio mercado; o sea, se necesitaba valor para decir que los derechos de los hombres eran humanos demasiado humanos para ser perfectos.

Vemos esta tendencia, por ejemplo, en los trabajos de G. Bourdieu [36], un excelente referente al respecto. Coinciden con otro muchos, en general, en describir las crisis del estado, sin dejar de subrayar ellos mismos la paradoja de que esa multi-crisis coexiste con la máxima expansión de la hegemonía del capital (globalización, modelo único…). Es innegable que crisis hay, que aparecen por todos lados y se extienden a todas partes. Unas más clásicas, como crisis geopolítica por el descentramiento del imperio, crisis de des-representación en las democracias representativas, crisis de la solvencia mixta reguladora de la relación del mercado por el estado, crisis por rebelión de los esclavos (resistencia de las masas, “empoderamiento” de la ciudadanía…). Crisis de todos los colores e intensidades. Y en esa selva de crisis el estado crece y crece, reivindicando para sí el carácter de única y verdadera crisis: triunfo del estado como crisis de la sociedad civil. Pero así, como digo, reaparece enmascarado el discurso liberal, que nubla la posibilidad de vislumbrar y gozar de la ternura que lleva dentro King Kong. ¿Cómo depositar nuestras esperanzas en el monstruo frío? Se describe su poder, su amenazante omnipresencia, y se aspira a ocupar en él la cabina de mando, respondiendo al instinto de que es allí donde se juega, donde nos jugamos, el futuro; pero, sin solución de continuidad, y estando fuera de la cabina, pasamos a la crítica, sin ahorrar cargos para denunciar la monstruosidad del estado. Críticas siempre insuficientes, siempre a superar, pero sospechosas por su desproporción: ¿cómo entender su necesidad bajo la consideración de entidad democráticamente debilitada u en constante crisis?

Tal vez tendremos que pensar que la debilidad y el poder van muy unidos. Porque, si bien es cierto que en las últimas décadas se ha entrado en una fiebre privatizadora, donde se leen marcas de neoliberalismo, que parecen anunciar su progresivo debilitamiento, la crítica por débil se une a la crítica por omnipotente. ¿Es realmente así? Parece que sí, a la mirada vieja del estado exterior, instrumental y clasista; pero ¿y a la otra mirada? ¿No indica la omnipresencia del estado, cargando sobre sus espaldas la vida social, un regreso de la dimensión inexcusablemente política de la sociedad? ¿Y sus insuficiencias y debilidades ¿no pueden ser leídas como crisis del estado instrumental exterior, al fin estado capitalista, que anuncia un nuevo tiempo? Tendremos que seguir insistiendo en ello.


J.M.Bermudo (2018)




[1] Ver Ellen Frankel Paul, “Laissez Faire in Nineteenth Century Britain: Fact or Myth?”, en Literature of Liberty. A Review of Contemporary Liberal Thought. (Winter 1980).

[2] Libro poderosamente influenciado por las tesis expuestas por Franz Oppenheimer en su célebre Der Staat. En esta obra el economista y sociólogo alemán señalaba los dos medios fundamentales que usaba el ser humano para satisfacer sus necesidades: a) por “medios económicos”, como el trabajo y el intercambio, procedimiento lícito; y b) por “medios políticos”, o sea, mediante "la apropiación indebida del trabajo de otros", ilícitos para F. Oppenheimer y A. Jay Nock. Pues bien, esta última función es la propia del Estado, su forma intrínseca de operar. A. Jay Nock ve aquí una amenaza trágica, pues los hombres procuran conseguir sus fines con el menor esfuerzo, "ahorrando la mayor cantidad de trabajo" posible; y esta tendencia estimula a que se elija el camino político en vez del meramente económico.

[3] Trató a veces la relación entre formas de estado y las formas económicas, por ejemplo, en la Introducción de 1857, en el Prefacio a la crítica de la economía política de 1859, o en el conocido capítulo del libro III de El Capital sobre “Génesis de la renta de bienes raíces capitalistas”, donde sitúa el secreto de la sociedad capitalista en la relación entre el propietario y el trabajador.

[4] La tendencia inexorable de la división del trabajo a crecer la ve como socialización creciente de la producción, es decir, aunque sea en la enajenación, aparece la interdependencia entren los seres humanos, su unidad y su identidad genérica.

[5] Citado por Engels, en La familia, la sociedad civil y el estado. Madrid, Fundación F. Engels, 2006, 65.

[6] Ibid., 183.

[7] “La esencia de la sociedad civilizada es el Estado, una maquinaria esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada, y que en todos los períodos típicos es exclusivamente el Estado de la clase dominante” (Ibid., 190).

[8] Ibid., 183-4.

[9] Ibid., 116.

[10] Ibid., 185-6.

[11] Ibid., 187-8.

[12] F. Engels, “Del socialismo utópico al socialismo científico”, en K. Marx - F. Engels, Obras escogidas en dos tomos. Tomo II. Ediciones en lenguas extranjeras de Moscú, 1974, 155.

[13] K. Marx - F. Engels, La Ideología alemana. Barcelona, Grijalbo, 1974, 72.

[14] Ibid., 81.

[15] Ibid., 81.

[16] Ibid., 81.

[17] Ibid., 81-82.

[18] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución. Madrid, Fundación F. Engels, 1997, 27.

[19] La visión socialdemócrata del estado, que aquí dejamos de lado, es otra cosa. Creo –y no podemos aquí entrar en ello- que el estado de bienestar, en gran medida expresión de la conciencia y el ideal socialdemócrata, deslumbró al socialismo. Éste, que se había ido desplazando del marxismo revolucionario fundamentalmente en la estrategia (conquista del estado, dictadura del proletariado….), veían en el estado de los derechos la expresión de la transición al socialismo, en la medida que adelantaba conquistas relevantes para las clases trabajadoras. Con el tiempo, y a medida que estas formas de vida se extendían y consolidaban, la necesidad del socialismo –que respondía a formas ascéticas de existencia- se debilitaría, y acabaría en una representación del estado de bienestar idealizado. De esta forma el socialismo devino mera socialdemocracia: o sea, de ver el estado de bienestar una transición a verlo como la forma de la sociedad socialista, a la que sólo debería rellenarse materialmente. Así el socialismo devino socialdemocracia, que es conceptualmente un modo de gestión del capitalismo, una expresión de éste.

[20]. K. Marx y F. Engels, El Manifiesto Comunista. 4ª ed. Fundación Federico Engels, Madrid 2004, 30.

[21] Carta de Marx a Kugelmann del 12 de abril de 1871.

[22] V. I. Lenin, El estado y la revolución. Madrid, Fundación F. Engels, 1997, 9.

[23] Ver cita correspondiente a la n.p.p. nº 8.

[24] V. I. Lenin, El estado y la revolución. Madrid, Fundación F. Engels, 1997, 28-29.

[25] Ibid., 29.

[26] Ibid., 30-31

[27] Nótese que aquí la producción capitalista queda desglosada en “producción” prima facie pensable como neutral, como “natural” (producción de valores de uso) y “capitalista”, que determina una función contingente pero esencial y dominante, impuesta por la forma capital hegemónica.

[28] Hay un texto de Marx, sobre las revoluciones en Francia, que me parece muy sugerente al respecto. Dice así: “En el pasado, la clase dominante, cuya potencia correspondía a un desarrollo específico de la sociedad francesa, se apoyaba en último resorte sobre el ejército contra sus adversarios, de manera que su interés social específico predomine siempre. En cambio, lo que prevalece en el segundo imperio, es el interés del ejército, cuya única tarea es mantener el reino de una clase de la nación sobre las demás clases: ella mantiene su propia dominación personificada por su propia dinastía sobre el pueblo francés en su conjunto. El ejército representa el Estado, que está en contradicción con la sociedad existente” (Publicado en el New York Daily Tribune del 12 de marzo de 1858).

[29] Claro está, esta mediación pone en escena una larga lista de cargas: producción de mercancía, compra-venta de fuerza de trabajo, fuerza de trabajo como mercancía, trabajo asalariado…. Son lo que llamaremos “condiciones de la plusvalía”.

[30] Otra cosa es como clase trabajadora: ésta si detenta la posesión efectiva: pero el capitalismo, en su ideología jurídica y política, en su estado, no reconoce la clase como sujeto de derecho. Los sujetos son los individuos. Los derechos son del individuo…

[31] Ver los excelentes trabajos de N. Poulantzas, Estado, poder y socialismo (Madrid, Siglo XXI, 1979) y Poder político y clases sociales en el estado capitalista (Madrid, Siglo XXI, 1972).

[32] Podríamos decir del estado en el capitalismo, pero ya hemos dicho que el estado es propio del capitalismo, es la forma del poder político en el capitalismo.

[33] “Sigue usándose, siempre, la violencia directa, extraeconómica, pero sólo excepcionalmente. Para el curso usual de las cosas es posible confiar el obrero a las “leyes naturales de la producción”, esto es, a la dependencia en que el mismo se encuentra con respecto al capital, dependencia surgida de las condiciones de producción mismas y garantizada y perpetuada por éstas”. En K. Marx, El Capital. Crítica de la economía política. T. I, II y III. La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1986, 722.

[34] No olvidar que el liberalismo, la clase burguesa, aparece en un estado intervencionista, absolutista, que obstaculiza su proyecto capitalista.

[35] Recordemos que, ya en los orígenes, autore4s tan relevantes como el propio Adam Smith se veían obligados, contra las posiciones de los más recalcitrantes, a admitir y desear la presencia del estado en las grandes infraestructuras.

[36] G. Bourdieu, Sobre el Estado. Cursos en el Collège de France (1989-1992. Barcelona, Anagrama, 2014;La Noblesse d'État. Paris, Éd. de Minuit,1961;Homo academicus Paris, Éd. de Minuit,1984.