DE LA TOLERANCIA AL PLURALISMO





1.1. El contexto.

Estamos, sin duda, en tiempos filosóficos de pensamiento débil y de categorías blandas. El exceso de información y, sobre todo, la inflación de opiniones, diseminan y degradan el pensamiento, cuando no lo impiden. La impotencia de la razón para poner orden y sentido se transmuta en síntoma del desorden, la contingencia y el sinsentido intrínseco al mundo. Lo que en el fondo es simplemente crisis de la conciencia, miseria de la subjetividad, se ve a sí mismo como lucidez en el espejo encantado de la ideología. Lo que debería ser reto al pensamiento –comprender, ordenar, pensar- es declarado conciencia obsoleta de quien, como dijera el Zaratustra nietzscheano, aun no se ha enterado de que Dios ha muerto.

En el dominio práctico –ética, estética, política- la inexorable y sin duda justa crítica analítica y deconstructivista, marxista, freudiana o nietzscheana, a la razón práctica no ha provocado sólo, como sería de esperar, un desplazamiento desde la vía del fundamento ontoepistemológico al fundamento político; su efecto más dramático, y tal vez más perverso, ha sido la crisis de cualquier forma de racionalidad, teórica o práctica, lógica o dialógica, pura o pragmática. Lo que debería conducir a una nueva mañana, a una aurora limpia de absolutos, parece haber conducido a una noche donde todos los gatos son pardos. El antiguo amor de la filosofía por el análisis, el rigor conceptual, la claridad y distinción cartesianas, la univocidad léxica y la coherencia argumentativa, han dado paso al elogio de la ambigüedad, de la analogía y la alusividad, de las metáforas móviles y del lenguaje poético y poiético. Y este desplazamiento, vivido en tonos sublimes como reconquista del contacto con el ser o en tonos patéticos como final del sentido, apenas sirve para enmascarar lo que parece ser la marca de la filosofía contemporánea: el retiro vergonzante de la filosofía autoderrotada.

En nuestro dominio, el de la reflexión ético-política, el inevitable fundamento político ha seguido un subterráneo proceso de degradación: la racionalidad política, acosada anteayer por Nietzsche y Weber, ayer por Wittgenstein y Heidegger, hoy por Foucault y por Rorty, o por Feyerabend y Derrida, apenas logra autointerpretarse como diálogo que, a su vez, apenas consigue legitimarse como búsqueda del consenso. Y, para centrar nuestro objeto de esta tarde, la tolerancia, elemento clave de la racionalidad práctica y, en particular, del discurso fundador del Estado moderno, pierde sus perfiles y se identifica con el pluralismo, dando así un paso de terribles consecuencias para la filosofía y de impredecibles efectos para la política: el paso que va desde la coexistencia en conflicto de las diferencias a la convivencia neutral de ideales y teorías. Se prostituye así el ideal de paz perpetua, noble y bello en el ámbito de la relación entre los cuerpos, pero que deviene silencio, parálisis y muerte al ser exportado al pensamiento, cuya existencia fecunda pasa por dudar, oponer y negar... al instante después de afirmar, unificar, ordenar.

Nosotros no pretendemos remontar la corriente ni mucho menos ignorarla: estamos condenados a pensar después de Marx, Nietzsche, Freud, Weber, Heidegger y Foucault. Pero entendemos que esa indiscutible crisis de la razón práctica –y, en ciertos ámbitos, crisis de la razón en general- abierta en la filosofía contemporánea no conduce necesariamente ni a la deserción política de la filosofía ni a su vergonzante sumisión al poder, aunque éste se presente atractivo tras las guirnaldas de flores del pluralismo democrático. Es decir, entre la sumisión al Príncipe y la deserción, entre la complicidad y la fuga, hay -o ha de haber, o nos comprometemos a buscar- un lugar para la razón [1].


1.2. El objetivo.

La tolerancia y el pluralismo son dos de esas ideas blandas, usada en mil contextos, tan universalmente aceptada y glosada que deviene sospechosa ante quienes piensan, como es mi caso, que la filosofía es lucha inacabable contra las creencias; que el diálogo es confrontación a muerte (simbólica); y que el consenso no es final compartido sino tregua estratégica, momento de descanso del “guerrero filosófico”, dicho con toda la ironía del mundo. El pluralismo es igualmente sospechoso para quienes, como es mi caso, creen que el mismo, inapelable en perspectiva ontológica y estética, como reconocimiento descriptivo o axiológico de la diversidad, no es en cambio un ideal político indiscutible; para quienes, como es también mi caso, creen tener argumentos de peso para considerarlo un mal -como el error, la desigualdad, la muerte o la imperfección- a soportar en tanto que intrínseco a las cosas humanas.

Tolerancia y pluralismo, nociones vagas e ideológicas y no conceptos, confundidos entre sí y confundidos con otras igualmente sacralizadas (democracia, libertad, humanismo, liberal), son categorías blandas, proteicas, con perfiles interactivos, es decir, con los rostros propios de los nuevos ídolos sagrados de la sociedad del self-service. Y aunque definan un “juego del lenguaje”, y aunque en línea wittgensteiniana se acepte que el ejercicio del sentido sólo puede darse dentro de los límites de un juego de lenguaje, la filosofía no puede –ni debe- dejar de aspirar a situarse en la frontera, aunque sea acusada de imitar al “ojo de Dios”.

Nuestro propósito, aquí y ahora, es reflexionar sobre estos juegos, contribuir a su deconstrucción o desmitificación –como decíamos antes- y tratar de sembrar algunas dudas sobre tan evidentes verdades-valores afirmados, paradójicamente, desde una filosofía política sin verdad y sin valor. En particular, argumentaremos las siguientes tesis:

1º. La tolerancia es un concepto filosófico, aunque haya devenido una noción ambigua; sobre el mismo se construyó con éxito la idea moderna de Estado, en un discurso filosófico de la verdad. En cambio, el pluralismo es refractario a la filosofía, y sobre el mismo se intenta sin éxito apoyar sobre el mismo un orden político sin verdad, intrínsecamente confuso e indeterminado, refractario a la representación racional.

2º. Puede montarse una política sobre la tolerancia; y dicha política, además, no prescinde de la filosofía, sino que la exige. En cambio, toda política montada sobre el pluralismo implica la marginación de la filosofía, aunque sea bajo la forma disfrazada del recurso a una filosofía sin verdad.


2. Tolerancia, política y filosofía.

2.1. La tolerancia como “juego de lenguaje”.

Hay un uso no filosófico de la tolerancia. Se recurre a la tolerancia en los conflictos familiares, generacionales y vecinales; se llama a la tolerancia en los conflictos étnicos, culturales y nacionales; se pregona tolerancia en las querellas religiosas, ideológicas y axiológicas; se pide tolerancia en las relaciones entre estados, entre partidos, entre pueblos; se aconseja tolerancia al fuerte y al débil, a la mayoría y a la minoría, a los verdugos y a las víctimas; se llama a la tolerancia a los enemigos, a los rivales y a los competidores, sea en el mercado, en el foro o en las aulas. Son tantos y tan diversos los contextos que pretenden regularse con la tolerancia, que sólo una idea multiforme e imprecisa de la misma permite tan múltiples usos y sentidos. El resultado final es la prostitución de la idea, el travestismo ocasional, que se aleja del rigor del concepto para definir todo un "juego del lenguaje", toda una manera de preguntar y responder, de analizar y juzgar, la vida social.

Queremos decir, por un lado, que la tolerancia está afectada de ese mal general, de la blandura de las ideas, que hace que se nos presente como un pudding hecho de perdón, amor, resignación, indulgencia, condescendencia, libertad, derechos, reconocimiento del otro, etc.; tal que nos aparece como el nombre general de todas estas virtudes, como la forma laica del cristiano "amaos los unos a los otros", como la versión política de "trata al otro como desees ser tratado tú mismo". La idea de tolerancia comparte, pues, la tibieza y debilidad de las categorías prácticas de nuestro tiempo. Además, por otro lado, en esta confusa topología de "ideas móviles", la idea de tolerancia es juez y parte, pues pertenece al mapa y, al mismo tiempo, a la regla de escritura del mapa. Es decir, no sólo se presenta como una virtud más, entre la imparcialidad, la benevolencia, la piedad o la equidad, el consenso o el pluralismo, sino como la ley de todas ellas. Todas las categorías prácticas son hoy pensadas, construidas, desde una racionalidad que gira en torno a la tolerancia y se somete a su dictado.

En otras palabras, la tolerancia no es sólo una virtud o regla práctica, sino la regla por excelencia, la regla de las reglas, en cuanto pone un nuevo juego del lenguaje que afecta a la interpretación y el uso de las categorías ético-políticas. En esta función dominadora, la regla de tolerancia incluso se extiende al ámbito de las categorías descriptivas, imponiéndose como norma del método y del debate científicos (cada vez se oyen más voces en favor del pluralismo, expresión grosera de la tolerancia, en las ciencias empíricas). La tolerancia, en el uso actual, deja de ser una norma que se sitúa en el mapa ético-político junto a otras de su rango, con las que comparte la regulación del orden práctico, como la justicia, los derechos, la dignidad personal, o la libertad, para devenir un referente normativo del que los derechos, la justicia, la autoestima o la libertad son figuras, tal que todos son pensados, valorados y determinados desde la gran regla de tolerancia en su uso flácido.


2.2. La tolerancia, concepto político.

Si nuestra idea de tolerancia y el diagnóstico respecto a su uso actual y a la hegemonía de la tolerancia como idea reguladora son correctos, parece razonable preguntarse por el significado teórico y político del concepto tanto en su uso original, en el discurso del estado liberal moderno, como en su uso actual, en el discurso del estado democrático pluralista. Y también parece oportuno plantearse si el desplazamiento de significado obedece a exigencias de coherencia teórica o, por el contrario, una adecuación pragmática al tipo de regulación que ejerce.

Entendemos que la tolerancia es un concepto clave del discurso del estado, en tanto se asigna a éste como origen y función la regulación de los conflictos entre los individuos y los grupos (étnicos, culturales, económicos, etc.). En este sentido, Robert Wolff ha escrito que "la virtud de la moderna democracia pluralista que ha surgido en la Norteamérica contemporánea es la tolerancia" [2] y llama a pensarla como virtud política y a estudiarla "en la teoría y la práctica del pluralismo democrático". Efectivamente, la idea de tolerancia ocupa un lugar estratégico tanto en el discurso filosófico político como en el orden institucional del concepto de "estado pluralista"; y como ésta es la forma de estado que, un tanto clandestinamente, se está instaurando sobre los restos del estado liberal-parlamentario con cuya ideología cohabita, lo prudente es distinguir el sentido de la tolerancia en las concepciones de una y otra forma de estado.

La estimable imagen de la "tolerancia compasiva", la bondad y razonabilidad de su presencia en numerosos ámbitos de la vida cotidiana, no debería cegarnos y hacernos ignorar ese traslado de lugar y de función al que alude R.Wolff. Es conveniente y urgente la elaboración de una teoría de las "circunstancias de la tolerancia" y de las "esferas de la tolerancia", a semejanza con lo que se está haciendo hoy (Una teoría de la justicia, de Rawls, o Esferas de la justicia, de Walzer) en la reflexión filosófica sobre la justicia. Mientras tanto, y es lo que aquí nos proponemos, es conveniente distinguir entre esos dos usos de la tolerancia en las respectivas circunstancias o esferas del estado liberal y del estado pluralista. Y, sobre todo, es urgente llamar la atención sobre la ocultación de la función de la tolerancia en el estado pluralista bajo la bella imagen de su función tradicional.


2.3. La máscara de la tolerancia.

Las preguntas que hace treinta años se hacía H. Marcuse en su provocador ensayo Tolerancia represiva, (¿Hay condiciones históricas en las cuales tal tolerancia impide la liberación y multiplica las víctimas que son sacrificadas al statu quo? ¿Puede ser represiva la garantía indiscriminada de derechos y libertades políticas? ¿Puede actuar tal tolerancia en el sentido de obstaculizar el cambio social cualitativo?), preguntas que la filosofía no puede eludir sin deslegitimarse, hoy no parecen actuales ni pertinentes, incluso son sospechosas de imposturas en un marco ideológico en el que se acepta como trivial y evidente (en otros tiempos se diría "dogmáticamente") que "la tolerancia es un fin en sí misma". Y no discutimos ahora que esta tesis pueda llegar a ser razonablemente aceptada; sólo cuestionamos de dogmática e irreflexiva su aceptación coral, su acrítica aceptación ritual. Lo que cuestionamos, en definitiva, es la elevación de la tolerancia regla sagrada del discurso político, a un "juego del lenguaje".

Si las preguntas de Marcuse hoy suenan a sospechosa heterodoxia, algunas de las respuestas de las que daba ("lo que se proclama y se practica hoy como tolerancia, en muchas de sus más efectivas manifestaciones, es en realidad un servicio a la causa de la opresión"; "el problema no es el de una dictadura educativa, sino el de romper la tiranía de la opinión pública y de sus gestores en la sociedad cerrada"; "la tolerancia liberadora significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha y tolerancia de movimientos de la izquierda"; "si la tolerancia democrática hubiese sido suspendida cuando los futuros dirigentes [nazis y fascistas] iniciaron su campaña, la humanidad hubiera tenido la posibilidad de evitar Auschwitz y una guerra mundial"...), ¿no suenan a peligrosas herejías marginales?

Quien conoce la obra y la biografía de Marcuse sabe que no tenía nada de "intolerante"; al contrario, que su pensamiento y su actitud personal se dedicó con fuerza, convicción y éxito a romper con represiones (intolerancias) regresivas e innecesarias. La suya fue una voz cualificada de un movimiento esencialmente antirepresivo, liberador y antiintolerante; él mismo habla desde la "experiencia de la intolerancia", que reclama Reyes Mate [3]. Marcuse sospechaba que luchar contra la intolerancia no es lo mismo que predicar la tolerancia; que luchar contra el dogmatismo no es luchar por el escepticismo; que luchar contra la guerra no es luchar por el pacifismo. Venía a decirnos, en definitiva, algo tan trivial como que hay que ser intolerante con determinadas situaciones, comportamientos o reglas; que hay que ser intolerantes con la intolerancia; pero que también –y esto suele hacer más daño- hay que ser intolerantes con determinadas formas de la tolerancia, cuya función social es la de mantener un orden de explotación y represión, de desigualdad e injusticia. En definitiva, Marcuse ponía de relieve algo tan trivial como que la tolerancia no es un fin en sí misma, no es necesariamente buena, no es una virtud humana o política absoluta. Es sólo un instrumento más, una norma ético-jurídica más, que hay que saber definir, delimitar, utilizar, dosificar, en la construcción de un modelo de sociedad pensado desde otra perspectiva, desde la perspectiva de la emancipación.

Las preguntas y sospechas de Marcuse son hoy tan pertinentes como en su tiempo, pero mucho más urgentes de plantear; en rigor, nos parecen inaplazables. Hoy más que nunca la imagen bella de un uso contextual de la tolerancia es hipostasiada a norma universal de la vida práctica y teórica, ocultando su nueva función; hoy más que nunca el rostro compasivo y amoroso de la tolerancia puede ser simple máscara de la dominación, como sugiere Marcuse.


2.4.La tolerancia y el estado moderno.

Asistimos, de manera imperceptible, al cambio del estado liberal parlamentario hacia el estado pluralista; y en este movimiento, la idea de tolerancia (sus cambios semánticos, sus nuevos sentidos éticos, los juegos de ocultación entre sus diversos usos, etc.) juega un papel fundamental, hasta el punto de que su biografía constituiría una buena aportación al estudio del cambio de estado. Por tanto, unas pinceladas de su historia pueden ser convenientes; pero carecemos aquí de tiempo para ello [4]. Digamos, a efectos de contextualización, que la idea clásica de tolerancia es deudora de un doble contexto:

a) Un contexto teórico, pues desde su origen parece ir ligada a la convicción de la existencia de una visión del mundo verdadera o, al menos, más verdadera que las otras. Tal vez por eso la tolerancia aparece en el contexto del cristianismo, que aportaba esa pretensión de verdad absoluta y universal; se refuerza en el contexto del racionalismo moderno, donde el ideal de la ciencia y la filosofía como conocimiento universal y necesario ofrecerán el complemento laico a esa concepción de la verdad única y absoluta;

b) Un contexto político, caracterizado por la aparición del Estado como nueva forma de orden y unidad se hace sobre un fuerte fraccionamiento de doble origen: ruptura de la unidad de la institución eclesiástica (que hasta entonces había puesto la unidad cultural y lingüística e incluso la idea de unidad política) [5] a causa de la Reforma; y dispersión en el espacio geopolítico heredada del feudalismo. La unidad del estado, la universalidad interna de la ley, encuentra su obstáculo tanto en la diversidad de iglesias y credos como en la tradición teórica cristiana de los dos poderes, de los dos cuerpos del rey; pero también en la resistencia del disperso poder feudal a un orden político centralizado.

La idea de tolerancia liberal se engendrará, por tanto, en la confluencia de un contexto teórico ideológico inductor de unidad y de un contexto político institucional reproductor de la diversidad. Por tanto, la tolerancia como concepto filosófico y político (único aspecto que aquí nos interesa), apareció para regular la unidad y la diversidad enfrentadas, para instaurar el Estado como un orden político articulado, tanto interna como externamente, en la unidad de la diversidad [6].

La intolerancia, inexorable aliada de una política y una filosofía de la verdad, en el mundo cristiano recibió el soporte de una teología del bien único, la salvación. La tolerancia que surgirá como concepto político en la modernidad, habrá de construirse en el marco de una política y una filosofía de la verdad, pero ya no el de una teología de la salvación, en una doctrina del bien único. La tolerancia, por tanto, en su versión moderna, seguirá ligada a la idea de verdad única, pero no a la de bien único. De ahí que en los filósofos modernos la verdad quede ligada a los derechos universales y la justicia única e igual, pero no al bien, que queda separado de lo público. El estado moderno puede llegar a constituirse en la medida en que consigue imponer: a) una esfera privada protegida, lugar del bien individual del hombre; b) una esfera pública que conserva el bien común de los ciudadanos. Se ha dicho, y con razón, que el éxito del estado moderno reside en haber instaurado con éxito la paz interna; y que la misma dependió de su eficacia para sacar de la esfera pública, de los bienes compartidos, la religión. El Estado, por tanto, se constituyó sobre la “tolerancia religiosa”, símbolo histórico de la tolerancia política. Desde esta mirada la “tolerancia religiosa” no es una simple regla moral, que el Estado asuma o ponga, sino una regla metapolítica, que marca los límites del estado relegando la religión a la esfera privada, que instaura el Estado como orden político aceptable en tanto consigue la paz. La “tolerancia religiosa”, así entendida, es un trascendental del Estado moderno, pues lo hace posible y determina su función: exige al estado que proteja la libertad de conciencia y garantice la práctica privada de la religión [7].


2.5. La tolerancia y los filósofos.

No podemos hacer la historia; pero sí debemos llamar a la memoria de quienes, desde la filosofía, reformularon el concepto modernos de tolerancia.

Bayle, en sus audaces Pensamientos sobre el cometa (1682) y en su Diccionario histórico y crítico (1696-97), apuesta por la total tolerancia religiosa, defendiendo con una audacia que pagaría cara la posibilidad de una "república de ateos honesta". Su escepticismo epistemológico le permitía justificar, con coherencia, no sólo el "derecho al error", tan odiado por el agustinismo, sino su inevitabilidad. La tolerancia como norma política quedaba así, por primera vez, apoyada en una epistemología que había renunciado a las evidencias éticas y noéticas y a las verdades absolutas. De su obra se deducen unas cuantas tesis que se convertirán en la tópica de la tolerancia ilustrada: no es necesaria la homogeneidad religiosa para la paz social; la tolerancia crea menos conflictos políticos que la represión; el deber de un príncipe es conservar la paz y el bienestar, no salvar las almas. En definitiva, por primera vez se invita a desplazar la religión al mundo privado como condición prudente para hacer posible la convivencia pública.

El escepticismo filosófico enlaza fácilmente con ciertas tradiciones agnósticas cristianas y, en particular, con el tratamiento intimista y personal del sentimiento religioso de las iglesias reformadas. John Milton (1608-1674) publica en 1659 su Tratado sobre la violencia estatal en asuntos de la Iglesia, en el cual se demuestra que ningún poder de la tierra tiene derecho a usar la violencia en cuestiones de religión. El generoso título es un buen resumen de su tesis [8]. En 1673 publica Sobre la verdadera religión, la herejía, el cisma y la tolerancia, donde defiende la curiosa teoría de "tolerancia para los amigos(protestantes), intolerancia para los enemigos (papistas)".

Locke, que coincide en gran parte con Bayle, será quien de forma clara y contundente formule los argumentos modernos para la tolerancia en su afortunada Carta sobre la tolerancia, escrita en 1685, en su dorado exilio en Holanda, y publicada en 1689, tras haberse difundido como panfleto clandestino. Situado el problema en el contexto de las uerras de religión,Lockedefiende la tolerancia tanto desde la autonomía de lo político como desde la propia esencia del cristianismo [9]. Por eso, más que norma moral, la tolerancia es una norma estratégica, en rigor, una metanorma política. Locke no pide tolerancia con los que, aun empujados por la necesidad, violan las leyes de la propiedad; ni siquiera es tolerante con los ateos. Su "tolerancia" se circunscribe a una regla que saque fuera del debate público cuanto pone en riesgo la paz, la seguridad y la vida. Es decir, su concepto de tolerancia define los límites y funciones del Estado.


2.6. La tolerancia en la filosofía ilustrada.

Aunque la epistemología de talante escéptico es un elemento de la filosofía ilustrada, por sí misma no es suficiente para producir el concepto liberal moderno de tolerancia; se necesita una nueva ontología, que aportará la ilustración, que así consolidará la idea el concepto liberalismo de forma definitiva. Junto al principio gnoseológico de universalidad de la verdad y de la norma moral, y junto a la conciencia de estar en posesión de la cultura y la razón universal, la ilustración reformula su idea universal de la naturaleza humana y el estatus de las diferencias culturales e ideológicas. En el domino práctico, esa reformulación filosófica se concreta en el reconocimiento del hombre como ciudadano del mundo, con identidad de naturaleza y derechos básicos, iguales entre sí bajo sus diferencias étnicas, culturales, religiosas, filosóficas o sociales.

Ese nuevo concepto, que implica una nueva idea del orden político, supone una redefinición precisa de la tolerancia en su contenido y en sus límites. Por un lado, el reconocimiento o aceptación de la identidad de naturaleza queda exento de la regla de tolerancia; lo que se reconoce como igual o legítimo no se tolera; lo que se reconoce es el bien, y el bien no se tolera. La tolerancia siempre refiere a algún tipo de mal, algo que no puede ser aceptado ni reconocido por la razón ilustrada. La tolerancia, por tanto, refiere a las "diferencias" malas, al mal de las diferencias; como mal, debe ser combatido.Tolerar una diferencia no equivale a soportarla o consentirla; sólo significa combatirla de manera que se respeten los derechos de los portadores de diferencia, que han sido reconocidos iguales en naturaleza.

La tolerancia liberal-ilustrada de las diferencias es una exigencia del reconocimiento de la identidad subjetiva, del hombre como sujeto de derechos universales. La "tolerancia" de las diferencias significa una nueva forma de combatirlas: ya no pueden ser la espada y la hoguera, ni siquiera la censura o cualquier otra forma de violencia, sino por la libre contraposición de ideas. Esta es la tolerancia ilustrada: la aceptación de que el combate contra las ideas ha de ser un combate justo de ideas . En el marco ilustrado la diferencia (el mal, el error, sea cognitivo, moral o político), no se reconoce, sino que se combate; sólo se reconocen los derechos de los individuos. Por tanto, la "tolerancia" es una estrategia, derivada de una aceptación de la confrontación en los estrechos márgenes que deja el reconocimiento de la identidad de naturaleza entre los seres humanos.

Los ilustrados pueden declarar al hombre "ciudadano del mundo"; ese "ciudadano del mundo" no es el francés, el británico o el canadiense, sino el hombre abstracto, universal. La aceptación de su ciudadanía universal exige respetar su bagaje cultural y espiritual, pero no implica reconocerlo, considerarlo como bueno o como igual de bueno que el propio. El ilustrado deja la legitimación de las diferencias al debate racional, con el presupuesto de que, o bien son formas erróneas u oscuras que la luz disipará, o son formas positivas e históricas de una forma común racional y universal que a través de ellas se abre paso.

Voltaire es tal vez el pensador clave en la argumentación "ilustrada" de la tolerancia [10]. En el artículo "tolerancia" de su Diccionario filosófico (1764) expone de forma sistemática y resumida las ideas de su Tratado sobre la tolerancia (1763), escrito provocado por el "affaire Calas”. En el Diccionario encontramos casi todos los argumentos ilustrados de la tolerancia: un elogio de la tolerancia compasiva en base a una argumentación escéptica, que nos impide creernos en posesión de la verdad: "¿Qué es la tolerancia?. Es el patrimonio de la humanidad. Todos estamos llenos de debilidades y de errores; perdonarnos recíprocamente nuestras majaderías es la primera regla de la naturaleza"; también encontramos el argumento pragmático, que pone la tolerancia como base de la paz y el progreso: "Esta horrible discordia, que dura desde hace siglos, es una clara lección de que debemos mutuamente perdonarnos nuestros errores; la discordia es el gran mal del género humano, y la tolerancia es su único remedio".

Pero es en el Tratado donde encontramos el texto áureo de la genuina posición ilustrada que estamos describiendo, el de su discurso al "dominico inquisidor": "Hermano mío, sabéis que cada provincia de Italia tiene su dialecto, y que no se habla en Venecia y en Bérgamo como en Florencia. La academia de la Crusca ha fijado la lengua; su diccionario es una regla de la que no hay que apartarse, y la gramática de Buonmattei es una guía infalible que hay que seguir; pero ¿creéis que el cónsul de la academia, y Buonmattei en ausencia suya, hubieran podido en conciencia mandar cortar la lengua a todos los venecianos y a los de Bérgamo que persistieran en usar su dialecto?" [11].

Una lectura plana podría llevarnos a pensar que Voltaire defiende sin más la unidad y la universalidad de la lengua, recomendando tolerar el mal de los dialectos locales como una especie de indulgencia con los ignorantes o de humildad ante la creencia de poseer la verdadera o mejor de las lenguas. Tal interpretación implicaría suponer que la tolerancia prescribe consentir el mal, en este caso los "dialectos".Pero cabe otra lectura, que nos parece más acertada y coherente, en línea con la interpretación ya descrita y atribuida a la ilustración, desde la que "tolerar" no es ni reconocer ni soportar resignadamente el mal, ni consentirlo pasivamente, sino una regla que exige enfrentarse al mismo en una lucha regulada, en los límites puestos por el reconocimiento de la universalidad de la naturaleza humana y los derechos inherentes a ese concepto. Para Voltaire el elogio de una normalización de la lengua italiana es incompatible con la condescendencia o connivencia en el uso dialectal; el diccionario no puede reconocer -considerar canónico- una variedad lingüística, a no ser que la asuma y la normativice, con lo cual deja de ser un uso diferenciado para ser simplemente uno de los usos normales, que ya no son "tolerados" sino "reconocidos" y exigidos. De hecho, el diccionario se ha elaborado para fijar la lengua correcta; implica, por tanto, la deslegitimación objetiva de cualquier otro uso. Es "una guía infalible que hay que seguir", dice Voltaire sin dejarnos la menor ocasión de duda. No hay lugar para la tolerancia dialectal; el académico ha de combatir los malos usos.

Ahora bien, Voltaire nos dice de forma gráfica que ese combate no ha de llegar a "cortar la lengua" de los habitantes de Venecia y de Bérgamo. Combatir el mal uso de la lengua tiene su legitimación en el dominio de la expresión; la norma no puede extenderse a otros niveles y, en especial, al cuerpo de los hablantes. Hay que combatir el mensaje tolerando al mensajero; hay que combatir el mal como producto de la contingencia, sin pensar que su raiz está en la naturaleza de los hombres.

En conclusión, desde el punto de vista racionalista e ilustrado la tolerancia sólo puede ser una norma metodológica o estratégica. Sea en el campo del conocimiento, en el de la moral o en el de la vida social, el racionalismo más exigente postula la búsqueda de la verdad, del bien, de la justicia o de la belleza; incluso en sus formas más moderadas y relativistas, siempre defenderá que unas verdades son más sólidas que otras, que unos conocimientos son más creíbles que otros, que unos valores son más dignos que otros, que unos modelos de sociedad son más defendibles que otros. En la medida en que no renuncia a un ideal universal, ni en lo teórico ni en lo práctico; o, al menos, en la medida en que no renuncia a un criterio universal de selección u ordenación de los ideales cognitivos y ético-políticos, sólo puede aceptar la diferencia como indigencia, sólo puede ser tolerante con lo otro como estrategia de discusión, de conversión o de subordinación. Y, en algunos casos, como estrategia de defensa, de "coexistencia pacífica". Ese es el límite de la posición racionalista: lo otro del orden racional, logocéntrico, es error, paganismo, desviación moral, anarquía. Y aquí es indiferente si el objeto de discordia son los ateos, los judíos, los masones, los comunistas o los negros; aunque cada dominio tiene peculiaridades en su tratamiento, el esquema es siempre el mismo: indulgencia ante las desviaciones, resignación ante las limitaciones naturales, aceptación de los hechos cuando no se tiene fuerza para cambiarlos.

Nuestra interpretación de la tolerancia ilustrada cuenta a su favor con las suspicacias que levantó entre pensadores más o menos románticos, resistentes a conceder la universalidad de naturaleza o a que las diferencias culturales fueran abstraídas del concepto. Uno de ellos fue Goethe, quien en sus Máximas y reflexiones llegará a afirmar que "tolerar significa ofender"; pensaba que, en el fondo, se "ofendía" al hombre al menospreciar su cultura y su credo, al someter las diferencias culturales e ideológicas al tamiz de la razón. Miraba también manifiesta su irritación ante el elitismo de la concepción ilustrada de tolerancia. Considera tiránica la palabra "tolerancia", porque el hombre que tolera tiene también el poder de no tolerar [12], lo que le sitúa figuradamente por encima del otro, con cuya naturaleza acepta identificarse. La tolerancia, en su origen ilustrado, implica el reconocimiento de los derechos del otro a pensar, ser y vivir de manera diferente, pero sin reconocer esas ideas, esas peculiaridades o esas formas de vida como igualmente dignas, verdaderas, honestas ante el tribunal de la razón (que se piensa universal).

Aunque pueda parecer paradójico, el reconocimiento de la naturaleza del otro, de sus derechos y de la legitimidad de sus elecciones, no implica reconocimiento de la diferencia, ni del otro como ser concreto y diferente. La diferencia es, para la filosofía ilustrada, un mal, una afrenta o un reto a la razón; aunque la propia razón aconseje "tolerarla". La reivindicación de Goethe o de Miraba de un reconocimiento del otro como ser real y concreto, con su diferencia, adelanta la idea de tolerancia del estado pluralista y equivale, objetivamente, a recortar el campo de la tolerancia. En cuanto el otro sea reconocido en su realidad concreta, histórico-cultural, ya no tiene sentido hablar de tolerarlo: al reconocido igual y distinto no se le tolera, pues ha dejado de ser símbolo del mal, de agresión a nuestra identidad.


3. Pluralismo, política y filosofía.

3.1. “Pluralismo”,categoría blanda.

El "pluralismo" es otra de esas categorías blandas que en otra ocasión deberíamos definir y cuyas esferas y circunstancias deberíamos establecer. Unas veces alude a una ontología o estética de la diversidad, ya que se usa como canto a la diferencia, a la diversidad, a la lúdica coexistencia de lo múltiple, a la buena convivencia con el prójimo. Otras, parece ser un segundo nombre de la tolerancia entendida como regla benevolente y compasiva, añadiendo a la permisividad ciertos tonos positivos de afirmación entusiasta de lo plural.

Nada tenemos que decir en contra de un ideal estético-moral de reconocimiento y exaltación de la diversidad; son opciones ontológica y axiológica respetables incluso bajo la figura del pluralismo folklórico propio del dominio del discurso de masas; nada, siempre que se mantenga la exigencia de coherencia, la “plausibilidad filosófica”. Tampoco tenemos nada que decir respecto a la exaltación de la benevolencia y la compasión en el reconocimiento del otro y de lo otro, ni en la defensa permisiva ni en la defensa sustantiva de la diversidad. Nada, siempre que no se invierta el prestigio acarreado por la idea en ese ámbito humanitarista en la legitimación del orden político del "estado pluralista", forma política contemporánea de la sociedad postburguesa cuya bondad es menos evidente.

Fuera los disfraces, el pluralismo es el discurso en que se describe y legitima el estado capitalista postburgués; designa y encubre, por tanto una realidad nada inocente ni neutral, sospechoso hasta en la tolerancia con que se recubre. Es decir, la figura relevante del pluralismo –fuera de sus escenarios ontológico, ético o estético- es el "pluralismo político" o “democracia pluralista”, términos con los que, como decimos, el discurso político contemporáneo no sólo se nombra –cosa legítima- sino que se autojustifica –cosa más sospechosa.Ahora bien,ara ello cuenta con la complicidad de una filosofía que permite léxicos blandos, donde el pluralismo se identifica con la tolerancia, la democracia, la libertad, el humanismo, hasta devenir una especie de trascendental justificativo, un postulado indiscutible de legitimidad y legitimación, en definitiva, un nuevo “juego de lenguaje” que acota el campo del sentido, de lo correcto y del bien. El pluralismo, por tanto, queda así apoyado en dos instancias con escenario único: el estado pluralista y la filosofía de la indeterminación. Es síntoma simultáneo de dos procesos que configuran nuestra época: la profunda crisis del estado moderno y de la filosofía moderna o, en positivo, el afianzamiento de un orden político que desplaza su legitimación de la razón a la voluntad y la irrupción de una filosofía que renuncia a la voluntad de verdad y gusta sentirse efecto de lo otro.


3.2. Pluralismo, concepto político.

Si la tolerancia, en su sentido restrictivo y político, es un principio intrínseco al estado liberal burgués, el pluralismo lo es del nuevo estado democrático liberal postburgués. En líneas generales se trata de un estado que coexiste con la ideología liberal del mismo (derechos individuales, contrato constitucional, soberanía nacional, principio de legalidad, voluntad general, representación parlamentaria, etc. etc.) e incluso con su orden institucional (elecciones, parlamento, partidos políticos, responsabilidad jurídica personalizada); pero que, en cambio, poco a poco va introduciendo una praxis política perversa a la ortodoxia liberal y contaminadora de sus principios e instituciones. Por decirlo de forma muy sintética y general, el Estado va poco a poco perdiendo el rostro de su ficción liberal, su rostro de representación de lo universal, conseguida en esa síntesis siempre difícil del debate parlamentario y con las mediaciones de la representación electoral y del juego de partidos; junto al rostro pierde la voz, que enuncia y promulga la ley, dura pero,y por imparcial; y pierde su espíritu, síntesis de las voluntades de individuos ciudadanos que se ponen de acuerdo en vivir juntos y en ser tratados como individuos y como ciudadanos, reconociéndose mutuamente la identidad política, la igualdad de naturaleza política. El estado va perdiendo todo eso para travestirse cada vez más en un mediador en conflictos entre grupos: abandona su compromiso con la universalidad y con los individuos para justificarse por su capacidad para conseguir que los distintos grupos (sindicatos o patronales, gremios o colegios profesionales, cofradías o asambleas de vecinos, clubes deportivos o fundaciones culturales, minorías marginadas o asociaciones de damnificados, medios de comunicación o trust económicos, entidades nacionales o asociaciones étnicas) negocien y lleguen al acuerdo, al "consenso". La sociedad política deja de estar organizada en base a individuos y pasa a funcionar como articulación de organizaciones; deja de ser "universal" para ser "plural". Las leyes se negocian entre los grupos afectados, antes del ritual de aprobación parlamentaria por la expresión de la voluntad general. Los individuos son compelidos a asociarse a grupos privados, donde encuentran la "identidad", el reconocimiento, el trato igual; y a relacionarse con los otros como los diferentes (de diferentes grupos), a veces vistos como indiferentes y en ocasiones como el mal, según la ocasión y el azar del mercado.

Con esta breve descripción del momento actual del estado pretendemos poner de relieve que el estado pluralista nace -y se desarrolla a costa suya- del estado liberal, de la idea liberal del estado, de su concepción del ciudadano como individuo con autonomía moral, sujeto de derechos políticos y de valores universales. Aunque oficialmente se mantiene el discurso filosófico jurídico individualista y universalista, el funcionamiento político es cada vez más orgánico, el tratamiento del individuo por el estado es cada vez más como miembro de un grupo, y los derechos y privilegios que adquiere le vienen de la capacidad o fuerza de negociación de ese grupo.

Pues bien, ese proceso de desplazamiento se expresa de modo rotundo en la transformación de la idea de tolerancia, de su forma moderan, “reconocimiento del mensajero, pero no del mensaje”, a su laza forma actual, “reconocimiento del mensaje e indiferencia ante el mensajero".


3.3. Pluralismo y filosofía.

Sin duda alguna, el "estado pluralista" es una aplicación de una idea más genérica del "pluralismo", que en nuestros días se extiende a la ética, a la epistemología y, en última instancia, a la ontología, de la mano de corrientes heideggerianas y neopragmatistas. Bien pensado, el pluralismo como idea filosófica, es la expresión del contextualismo en política, o sea, la alternativa al racionalismo universalista, a la jerarquización de valores, a la legitimación de cualquier ordenación de fines, modelos y estrategias. En este sentido, el contextualismo, epistemológico o moral, expresa la crisis del fundamento, e implica el reconocimiento de la arbitrariedad de cualquier preferencia por una u otra teoría científica, modelo de sociedad o ideal de vida. Bajo su aparente expresión de neutralidad y complacencia, bajo su llamada al reconocimiento universal de la diferencia, no exenta de atractivo ni de argumentaciones persuasivas, se ocultan con frecuencia efectos políticos preocupantes. En el límite, y sólo de forma abstracta, el pluralismo filosófico es compatible con modelos, doctrinas y prácticas sociales monstruosas para la conciencia común, al carecer de instancia (de referente) desde donde juzgarlas y condenarlas con objetividad. Sin caer en los ejemplos perversos, tal posicionamiento, en tanto que implica indiferencia cognitiva y moral, acaba por justificar o tolerar la fuerza: aunque se enuncie como competencia negociadora o como eficacia persuasiva. La crisis de la razón práctica que escenifica y concreta no es políticamente inocente.

Por encima de la valoración ideológica personal que hagamos del "estado pluralista" respecto al "estado individualista", parece obvio que el pluralismo supone que la forma más exitosa de construir y defender el Estado, una vez se ha renunciado a cualquier proyecto universalista, es romper con la idea ilustrado-liberal, que piensa el Estado como voluntad general de ciudadanos libres, para pensarlo como "vector resultante" o como "árbitro" (según la versión del pluralismo) de grupos pre-políticos, naturales o culturales, donde los individuos se integran por afinidad, donde son educados y socializados, de donde reciben su ser y su diferencia.


3.4. De la tolerancia al pluralismo.

El paso del librepensamiento (tolerante) ilustrado al pluralismo representa, en la conciencia ideológica, la transformación del estado liberal en estado pluralista, y ha ido acompañado de un cambio radical de los principios filosóficos en los que se define la tolerancia. Por un lado, se ha abandonado aquel supuesto epistemológico básico de la voluntad de verdad, la convicción en la mayor racionalidad de una representación que otras; en segundo lugar, se ha rechazado o debilitado la tesis universalista de la identidad de naturaleza entre los hombres o, lo que tiene el mismo efecto, se otorga carácter ontológico esencial a las determinaciones histórico-culturales; en fin, en algunos casos simplemente se ha ido todo en la "diseminación de sentido" (Derrida) o en la "contingencia" (Rorty). Los resultados confusos -el pluralismo es una filosofía que hace de la confusión su método y su ecosistema- vienen a concretarse en la siguiente prescripción práctica: todo debe ser tolerado, porque todo es igual, porque las diferencias tienen todas la misma legitimidad, porque toda identidad es efímera o contingente, y siempre arbitraria, porque no es posible encontrar razones ni teóricas ni prácticas para preferir fines, jerarquizar ideales, juzgar proyectos o negar opciones, porque la verdad, la justicia, el sentido o el bien refieren siempre a un contexto, a una tradición etnográfica.

Parece obvio que, sea cual sea el juicio que a cada uno merezca este cambio, es profundo y de efectos no triviales. Resaltamos, en primer lugar, que ya no tiene sentido el concepto de tolerancia ilustrado-liberal. Tanto si se practica el reconocimiento universal de la diferencia como la indiferencia universal ante ella, no puede ser objeto de tolerancia porque ha perdido el estatus de mal, y sólo el mal (contingente) es "tolerado". El reconocimiento del otro con su diferencia, o la indiferencia ante el mismo, disuelven las circunstancias en que la tolerancia ilustrada tenía sentido. La divulgación actual de la norma de tolerancia se hace con otro significado.

En segundo lugar, constatamos que un nuevo concepto de tolerancia surge en un momento histórico en que aparece la necesidad de reconstituir o redefinir los estados (organización plurinacional, flujos migratorios, crisis del estado-(pluri)nacional, reactivación de las reivindicaciones étnicas y nacionales...). Ahora el problema no cabalga sobre el conflicto entre religión y política ni entre ideologías alternativas, sino sobre la no menos conflictiva frontera entre las identidades naturales e históricas y la estrictamente política. Ahora la "tolerancia" no aparece como problema de circunscribir los ámbitos y las relaciones entre lo político y lo religioso, sino entre esas diversas formas de identidad, unas veces prepolíticas (etnias, culturas, naciones), otras veces sociológicas (las diversidades puestas por el género, la sexualidad, las minusvalías), profesionales (gremios, cámaras, colegios), o simplemente económicas (asociaciones de propietarios, patronales, etc.), y las estrictamente políticas, pactadas en un contrato entre supuestamente hombres libres y racionales. La variedad de esas formas de identificación social es compleja e infinita. A los "grupos de presión" clásicos, mal vistos por el espejo liberal, suceden hoy una rica y aceptada "pluralidad" funcional.

En tercer lugar, el estado, en este contexto, redescribe el concepto de tolerancia de forma adecuada a su función arbitral y negociadora. Como lo político es un mercado donde se negocian bienes, servicios e intereses, el estado cuida de su paz; su función es permitir y fomentar la negociación y conseguir que dé buenos resultados, que haya acuerdos. La tolerancia devenida pluralismo se convierte así en la norma más sagrada. Dado que todo se puede negociar y todo es, por naturaleza, constantemente renegociable, la tolerancia pluralista es la condición de la política, permitiendo los efímeros consensos y la voluntad de redefinirlos.

Marx decía que la libertad y la igualdad, defendidas en lo político-jurídico como conquistas de la razón, en el fondo eran exigencias del mercado capitalista, impensable sin la coincidencia en el mercado del obrero y el patrón en condiciones de libertad e igualdad para vender y comprar la fuerza de trabajo. Tal vez hoy pudiéramos decir que la tolerancia, defendida con pasión y sin fisuras como la virtud más excelente de la democracia, en el fondo está exigida en el nuevo mercado del estado pluralista, el mercado de lo político, donde se requiere que los grupos negociadores asuman como norma la redefinición infinita del consenso.

Se trata de ser tolerantes en la negociación, de convertir el diálogo en estrategia inacabable, haciendo de su flexibilidad y capacidad sintética sus mejores virtudes; se trata de poner el "consenso", paradigma del éxito político, como horizonte y criterio de la bondad de toda negociación. Indirecta y clandestinamente, el disenso queda declarado enemigo, visto como causa de inestabilidad, de inquietud, de peligro y, en el límite, de barbarie. Toda forma de disenso es sospechosa de "intolerancia", venga de donde venga, como si la norma rigiera igual para los poderosos que para los débiles, ante los males naturales que ante los sociales.

Esta tolerancia, norma del mercado político social, requiere el reconocimiento concreto, histórico-cultural, del otro; es decir, requiere que los individuos de cada grupo reconozcan a los otros la misma legitimidad que la suya, sean cuales fueren sus avales históricos, sus credenciales morales y sus proyectos políticos y económicos. Aparentemente, todos quedan jurídica y moralmente igualados, todos quedan reconocidos; y no de forma abstracta, como en el liberalismo ilustrado, sino en sus identidades históricas y etnoculturales concretas. En rigor, se trata de una superación de la tolerancia, al haber eliminado sus circunstancias que dan sentido moral a la norma; el reconocimiento radical del otro quita sentido a la norma de tolerancia.

¿Por qué, entonces, la actualidad de esta norma?. En el fondo, ese reconocimiento tiene sus perversiones. Por un lado, los otros más que reconocidos son legitimados; si se quiere, son reconocidos como meros negociadores; se reconoce a todos el derecho a negociar, el derecho a vivir en el mercado; y cada uno negocia con su equipo, que mediatiza los triunfos y los fracasos. Es, por tanto, un reconocimiento del otro como competidor, como "otro", sin implicar el reconocimiento de una identidad de naturaleza, del otro como sujeto de derechos individuales universales. Por otro lado, las diferencias ni son legitimadas ni son reconocidas. Son aceptadas en tanto que el contextualismo pluralista las relativiza y contingentaliza; pero no tiene sentido hablar de su legitimidad, a no ser como mera facticidad; y mucho menos reconocerlas como iguales en dignidad o racionalidad. Las diferencias simplemente son toleradas con indiferencia. Esta tolerancia no significa combatirlas en los límites del reconocimiento del otro como sujeto de derechos naturales; significa no combatirlas en base a que no hay razones para preferir unas a otras y a que cada grupo prefiere las suyas; significa relegarlas al espacio privado, indiferentes a su sobrevivencia o degradación.

El "pluralismo" es, así, el ropaje ideológico de un Estado asimétrico, donde los ciudadanos -tras la crisis del parlamentarismo y de los partidos políticos como formas eficaces de representación política- pueden odiarse entre sí libremente, o ser igualitariamente indiferentes, recibiendo a cambio la identidad de gusto, olor y sabor de su club. Ante el estado pluralista, todos son aceptados, pero cada cual en su sociedad; todos son tenidos en cuenta, pero en función de la fuerza de su asociación; todos son iguales, en sus jaulas grupales; todos tienen los mismos derechos que los de su banda. Porque, de forma tolerante, plural y negociada, cada cofradía consigue para sus abonados las ventajas legítimas que le permitan su fuerza, su oportunidad, su audacia, en definitiva, el "azar".

Es como si la ficción del pacto social, que convertía a los hombres en individuos y a las leyes en universales, perdiera fuerza y empujara de nuevo a los individuos a constituirse en grupos e hiciera de las leyes simples acuerdos, consensos efímeros que expresan relaciones de fuerza contingentes, abiertas siempre a una nueva negociación para reajustarse siempre al poder de presión de cada uno. Tal vez el "estado pluralista" es sólo el estado liberal sin máscara; pero, en todo caso, su máscara hacía más atractivo y soportable al personaje. Tal vez el cinismo de poner la negociación en lugar del contrato, el acuerdo en el de la justicia, y el consenso en el de la razón, sólo sea soportable -aparte de la persistencia formal de elementos del estado liberal, como el estado de derecho, la representación política, la responsabilidad jurídica personal, etc., que dulcifican su rostro- por su apropiación de la virtud de la tolerancia. Por eso nos parece importante sospechar, con Marcuse, que la tolerancia, bella virtud en usos circunscritos, puede ocultar y ser cómplice de un orden político social que oculta bajo sus guirnaldas de flores la indiferencia y el menosprecio del otro, tanto de su identidad como de su diferencia. Y que un signo que debe disparar nuestra sospecha es, precisamente, que se pida tolerancia incluso con las ideas, ignorando que el pensamiento es el lugar idóneo para olerar no sólo el disenso sino el conflicto.


J.M.Bermudo (2001)




[1] Insistimos: sin oponernos a la corriente de la historia. Entendemos que las verdaderas mercancías que la crítica analítica y deconstructivista pretendían proporcionar al mercado dialógico eran conceptos de naturaleza histórica, cultural, conjetural y frágil; pero no necesariamente ideas blandas, de contornos dúctiles y maleables, orientadas a permitir un diálogo sin comunicación y un consenso si coincidencia; no necesariamente ideas híbridas que, como la loba capitolina, amamanten al mismo tiempo a infantes y lobeznos. Las exigencias de fragilidad, historicidad y contextualizad que se derivan de la crítica filosófica contemporánea no implican, sin perversión, la blandura ni la ambigüedad de las ideas. No implican, por decirlo políticamente, ni deserción y sumisión.

[2] R.P. Wolff, "Más allá de la tolerancia", en AA.VV., Crítica de la tolerancia pura. Madrid, Editora Nacional, 1977, 12.

[3] Reyes Mate, "De la tolerancia indiferente a la tolerancia compasiva (Dos teorías enfrentadas de la tolerancia en Natán el Sabio, de Lessing)". Madrid 1997.

[4] Ver J.M. Bermudo"La tolerancia. Del liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra F. Suárez, 33 (1999): 243-259.

[5] Idea del Sacro Imperio Romano Germánico, ideal de unidad de los poderes temporal y espiritual de rica y sangrienta historia, que revisada persiste incluso en el De Monarquia de Dante)

[6] En la antigüedad clásica no se apreciaba la tolerancia. Sólo viven juntos quienes son cultural y étnicamente idénticos. Cuando no era así, los de fuera eran enemigos o "bárbaros"; y los de dentro, para poder vivir juntos, reconocían los dioses de los otros clanes o naciones. No tenían que tolerarse unos a los otros porque no se consideraban portadores de la verdad o encarnación de la universalidad; porque las diferencias no se amenazaban, eran ajenas. Tiene razón I. Fetscher cuando dice que el primer acto político de tolerancia es el edicto del 313 del emperador Constantino. Si los cristianos fueron perseguidos por el poder político romano no era por tener un Dios y una religión diferentes, sino por pretender imponerlo como el único y verdadero y por cuestionar desde esas premisas la legitimidad de las instituciones. La intolerancia nacía de la pretensión objetiva de universalidad de la religión cristiana; el cese de la persecución fue el primer acto simbólico de tolerancia. Pero fue un acto problemático de tolerancia de los intolerantes; el poder político dictó la tolerancia de su enemigo, y pronto caería a sus pies. Este acto del poder político romano de tolerar una doctrina intolerante puede ser visto como una forma de tolerancia perversa. La intolerancia objetiva de la religión cristiana se ve complementada con la intolerancia subjetiva de la Iglesia. Como es sabido, el cristianismo no pagaría con la misma moneda, tal vez porque era moneda del César, es decir, política, y ellos sólo valoraban las de Dios.

La historia del cristianismo, desde la perspectiva de la tolerancia, es larga y compleja, pasando por momentos diversos. Pero, en general, se mantuvo vigente la idea agustiniana de que la herejía era un desorden del alma que lleva a la condena eterna. Para el cristiano, el hombre no puede correr el riesgo de errar, de equivocarse; por tanto, el poder temporal ha de poner la espada al servicio de la cruz. El error de fe justificaba la confiscación de bienes, la privación de derechos civiles, hasta la ritual ejecución expiatoria. Todo, eso sí, argumentado como deber de asegurar la salvación del alma del pecador. Y aunque estas prácticas irían dulcificándose con el tiempo, aunque la ira de las Cruzadas o de la Inquisición diera paso a rituales de expiación más simbólicos, la argumentación no cambiaría sustancialmente; prueba de ello es que en 1870, en el Primer Concilio Vaticano, se oficializa el supuesto básico de la intolerancia, al declarar la infalibilidad del Papa.

En el cristianismo medieval, por tanto, siendo la intolerancia un dogma, no aparece el problema filosófico político de la tolerancia, que requiere del contexto político de la construcción del Estado moderno; lo cual no quiere decir que no hubieran voces cristianas contra la salvación por la espada y la hoguera. La primera forma de argumentarse la tolerancia la pone como una norma estratégica conveniente. Se dirá que la herejía, espiritual, no puede ser extirpada con el hierro y el fuego; que los errores dogmáticos deben combatirse con la palabra; que una confesión o conversión por miedo o castigo, no es válida para redimir al pecador y salvar su alma. Erasmo, incluso, llegará a decir que, en ciertas cuestiones complejas, como los dogmas de la Trinidad y de la Concepción, es preferible tolerar ciertas desviaciones a fin de salvar la unidad de la Iglesia. En resumidas cuentas, se argumenta que la espada y el fuego -armas arquetípicas de la intolerancia- no son eficaces para combatir el pecado y la herejía; si lo fueran, sería un procedimiento de conversión y arrepentimiento no válido; en todo caso, su uso tiene efectos perversos, como la división de la Iglesia. La tolerancia es así reivindicada en el seno del cristianismo como norma estratégica, no como virtud compasiva ni como reconocimiento de la legitimidad del otro.

Esta argumentación instrumental, esta defensa de la tolerancia como estrategia en la salvación de las almas, aunque se extiende en los medios eclesiásticos obedece cada vez más al nuevo contexto político; e irá tomando un carácter más laico y civil a medida que se afianza el estado moderno, que se libera de sus dependencias con el Papa y sienta su neutralidad religiosa. Se mantiene la argumentación estratégica e instrumental, pero en base a objetivos civiles, siendo la paz y el bienestar dos razones prudenciales constantemente usadas en la reivindicación de la tolerancia. La tolerancia religiosa es vista como cuestión política; el Estado moderno requiere cada vez más, para su estabilidad, paz, bienestar y progreso, recluir la fe religiosa en el mundo privado, en la esfera personal.

[7] Recordemos unos datos: en 1555, la Paz de Augsburgo concede la libertad religiosa a los estados y principados del Imperio, aunque manteniéndose el intolerante principio "cuius regio, eius religio", suavizado por el "privilegium emigrandi"; en el Edicto de Nantes (1598), Enrique IV concede libertad religiosa a los hugonotes, aunque con restricciones para sus cultos. Son pasos en un proceso imparable, aunque largo, con recovecos y lleno de regresiones y sangre.

[8] Pone el mal en la no separación de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y ve en ello la causa de los disturbios sociales y de la decadencia de la verdadera fe. Su argumento clave recurre al dogma de la libre interpretación de la Biblia. Desde el mismo le resulta evidente que ninguna creencia defendida por alguien con sinceridad tras un estudio intenso de la Biblia puede ser anatematizada. En su perspectiva no es "hereje" quien se aparta de la ortodoxia por seguir su conciencia, sino quien sigue una Iglesia contra su conciencia.

[9] No sólo defiende esta libertad en base a los derechos de las iglesias, sino que pone la tolerancia como "la característica principal de la verdadera iglesia", como identificación de su superioridad; para ello deriva la tolerancia de dos virtudes genuinamente cristianas, la caridad y el amor. Frente al fanatismo, frente al uso de la tortura y la hoguera como técnicas de purificación, redención y conversión, considera que la "verdadera iglesia" ha de recurrir a la comprensión, a la indulgencia y al perdón, en definitiva, a la tolerancia. Frente al hierro y al yunque, el "Evangelio de paz y la santidad de las buenas costumbres"; frente el miedo y la coacción exterior, la palabra y la convicción interna. Defenderá que "tolerar a quienes difieren de los demás en asuntos de religión es concordante con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres sean ciegos ante tal luz".

Aunque las guerras de religión sean el contexto que determina la reflexión lockeana, no es menos cierto que le interesa el aspecto político de esa lucha, en concreto, sus efectos en la constitución de un Estado moderno. Lo que Locke anuncia bajo el concepto de tolerancia religiosa es una idea genuinamente liberal, a saber, la conveniencia de relegar al ámbito privado todo aquello que no es esencial para el orden económico capitalista y que, al universalizarse, genera conflictos. En particular, en sus días se trataba de separar los asuntos religiosos y los asuntos civiles, "estableciendo las fronteras entre la Iglesia y el Estado".

Conviene describir esta perspectiva y profundizar en ella. Locke viene a decir que el Estado y la Iglesia son dos sociedades particulares, en las cuales se ingresa libre y voluntariamente, con fines, reglas y procedimientos propios y específicos. Mientras el Estado es "una asociación construida para conservar y organizar intereses civiles como la vida, la libertad, la salud y la protección personal, así como la posesión de cosas exteriores, como la tierra, las riquezas, los enseres, etc.", la Iglesia es "una asociación libre de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para venerar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a la divinidad y provechosa para la salvación de sus almas". ¿Qué tienen que ver la libertad, el bienestar y la seguridad con la salvación de las almas? Si creemos a Locke, son fines distintos atendidos por sociedades distintas con reglas y procedimientos distintos.

Los argumentos que nos ofrece para la tolerancia religiosa, o sea, para la reclusión de la religión en la privacidad, no son relevantes para nuestro propósito actual. Se basan, en general, en una concepción radicalmente individualista de la persona (individualismo metodológico: "las creencias religiosas son algo íntimo; la coacción exterior es estéril"; individualismo ético: "la salvación es cosa de cada uno; impuesta no tendría mérito") y de la experiencia religiosa. Es más importante para nuestro propósito actual subrayar que la defensa lockeana de la tolerancia se hace en la perspectiva de una un análisis pragmático, como una estrategia útil tanto para la vida política como para la religiosa. Para la política, al ser la religión desplazada a lo privado, evitando así los conflictos evidentes que arrasaban los países; para la religiosa, en tanto que se describe como conciencia íntima y personal, como convicción profunda y sincera, relegando la intolerancia y la coacción como procedimientos válidos de conversión y salvación tanto por estériles e ineficaces como por perversos e ilegítimos.

La "tolerancia" es puesta como regla estratégica que impone deberes prudenciales tanto a la Iglesia como al Estado. La Iglesia tiene derecho a "excomulgar" (por incumplimiento de sus reglas internas), a pulsar a uno de sus miembros; pero no puede privarle de ningún derecho civil. Y es así, sea cual sea la religión del príncipe; y es así, incluso si se llegase a conocer -cosa improbable- la verdadera religión; porque, en definitiva, la verdad no engendra derechos. La autoridad eclesiástica legisla sobre el cielo, no sobre la tierra. Por su parte, el Estado cuida del bienestar y los derechos civiles, según las reglas de la asociación política; pero no cuenta entre sus fines la cura del alma o la salvación. Porque el gobernante, ni conoce mejor que los otros la "vereda verdadera", ni le corresponde legislar el alma privada; además, la conversión por simple obediencia no lleva al paraíso.

[10] Ver también los capítulo IX y X de Del espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu.

[11] Ver Cap. XXII.

[12] Cif. Iring Fetscher,Op. Cit., 19.