RICHARD RORTY O VIRTUDES PRIVADAS, MISERIAS PÚBLICAS





Presentación

El título de esta comunicación, "Virtudes privadas, miserias públicas", pretende aludir, retóricamente, el camino del liberalismo desde la "fábula de las abejas" de Mandeville a la fábula de los "poetas vigorosos", de Rorty; desde aquella optimista confianza en la vinculación entre los público y lo privado a la actual consagración, no sé si nostálgica o militante, de su definitiva separación. Un camino largo y complejo en el que parece haberse dejado su piel la razón.

Nuestra reflexión se centrará en la propuesta rortyana de recluir en el espacio privado cuanto obstaculice o enoje la convivencia pública; en particular, en recluir la filosofía en "le boudoir", como diría el Marqués de Sade, para que no obstaculice la buena aceptación de las instituciones y valores liberales de las democracias occidentales. Pero, a diferencia de lo que hemos hecho en otros artículos, no entraremos en la crítica de las tesis filosófico-políticas de Rorty. Trataremos simplemente de cuestionar esa propuesta de privatización de la filosofía o de política sin principios con su posición filosófica y su posición política, tal como él mismo las define en el texto que centrará nuestra reflexión, el artículo "Trotsky y las orquídeas salvajes" [1].

Previamente, para apoyar a nuestra crítica y clarificar de antemano el objetivo que nos anima, reinterpretaremos la "norteamericanización de la filosofía", que protagoniza todo el proyecto rortyano. Creemos que Rorty representa una de las figuras más seductoras de la filosofía del fin de siglo. Rorty es, si se nos permite el acorde poético, el Ulises de fin de siglo. En sus "metáforas móviles" oímos el canto de las sirenas. Creemos que puede ser, y que él aspira a serlo, la tentación -y quién sabe si el destino- de la filosofía depresiva de nuestros tiempo.


1. Rorty y los EE.UU. de América.

1.1. Profesión de fe norteamericana.

El artículo "Trotsky y las orquídeas salvajes" es un texto de final de trayecto, cuando Rorty parece dar síntomas de cansancio y desilusión. Cansancio, según manifiesta, de haber de contestar mil veces las mismas preguntas, de constatar que ni convence ni le entienden; desilusión, según trasluce su voz y su rostro, tal vez por no poder hurtar a su mirada ironista lo que se esfuerza en ocultar a los demás, a saber, que toda una vida de autoredescripciones y apología de la contingencia no logra silenciar la sospecha de que podría haber elegido otro camino.

Es un texto autobiográfico y nostálgico, donde más que defender sus divulgadas posiciones filosóficas y políticas intenta justificar cómo llegó a ellas y por qué sigue en ellas. Sin duda aparecen en el texto gestos de autojustificación, incluso con acentos arrogantes, como al decir: "Si es correcta la idea de que la mejor posición intelectual es aquella en la que se es atacado con igual vigor desde la derecha política como desde la izquierda política, entonces yo estoy en el buen camino (good shape)" [2].

Pero en su relato hay síntomas de soledad y de desengaño, propios del pensador que, aun envuelto en el éxito y la popularidad, descubre la contingencia -y, por tanto, la arbitrariedad- de la redescripción con que quería identificarse. Es como si Rorty, al fin, insatisfecho del lugar teórico-político en que se encuentra instalado, lugar de paz pero de renuncia, añorara el abandonado proyecto trágico de la adolescencia. O, con otras palabras, es como si Rorty, debilitada su pasión por las marchitas metáforas, al fin literalizadas, añorara el ya prohibido para él jardín de las ideas.

El artículo "Trotsky y las orquídeas salvajes" nos ofrece dos relatos en paralelo, con problemática interdependencia. El primero describe su biografía filosófica; el segundo justifica su posicionamiento político. En tanto que es una respuesta a las críticas, una última autojustificación de sus posiciones, es el texto idóneo para juzgar su propuesta. Ahora bien, para comprender y valorar en profundidad los argumentos rortyanos hemos de recurrir a lo que consideramos el presupuesto clave y activo en su pensamiento. Se trata de su convicción profunda de que los EE.UU. de América es la mejor comunidad política posible, el orden sociocultural que cualquier filosofía razonable ha de defender: "Pienso que nuestro país -a pesar de sus pasadas y presentes atrocidades y vicios, y a pesar de sus continuas impaciencias ( eagerness ) a la hora de elegir locos y bribones para los altos cargos- es un buen ejemplo del mejor tipo de sociedad jamás inventada" [3].

No sólo es un ideal sociopolítico entre otros, como debería aceptar un pragmatista consecuente, sino el mejor que ha existido; y, lleno de entusiasmo, insinuará que se trata del mejor que pueda existir, el modelo final o telos de los distintos pueblos del mundo. Así, cuando comenta el nacimiento de su amor por las orquídeas -al cual enseguida nos referiremos-, Rorty matiza que se trata de un amor por las orquídeas norteamericanas: "Estaba seguro de que nuestra noble, pura, casta, orquídea salvaje norteamericana era moralmente superior a la ostentosa e hibridada orquídea tropical expuestas en las floristerías" [4]. Superioridad estética y moral de la especie norteamericana; pero también superioridad ontológica al ser puestas las orquídeas en la cima de una curiosa teleología botánica: "Estaba convencido que yacía un profundo significado en el hecho de que las orquídeas fueran la última y la más compleja planta que se había desarrollado en el curso de la evolución " [5].

Si, como luego veremos, las orquídeas simbolizan la vida privada, la riqueza ontológica individual, la diferencia , es significativo que las ponga en el final de la evolución. Pero, sobre todo, es significativo que sean los EE.UU. de América el lugar donde la evolución botánica culmina. Rorty parece creer seriamente que el modelo americano -idealizado en la narración que hace del mismo- es el fin y el final de la historia; que tanto la democracia liberal como la filosofía neopragmatista son las figuras últimas de la evolución. Y hasta su metodología historiográfica refleja esta creencia profunda al redescribir la historia de la filosofía como tradiciones confluyentes en el neopragmatismo .


1.2. El destino del mundo .

Se ha dicho que la propuesta política de Rorty es una foto, una instantánea ( snapshot ) de la vida política en los Estados Unidos [6]; que argumenta lo que ya es una realidad. Y tal vez sea cierto. Pero, en esa línea de reflexión, considero que podemos ir más lejos y ver en Rorty la autoexpresión filosófica del destino próximo de occidente. Los Estados Unidos de América se han destacado por tener capacidad y audacia suficientes para atraer culturas diversas y, vaciadas de sus elementos más conflictivos y contradictorios, conseguir una razonable coexistencia entre ellas; los más que justificados recelos anti-yankees no deberían impedirnos reconocer su poder de seducción, su capacidad para atraer hacia la "american way of live", en definitiva, su rol de futuro a conquistar.

Rorty, a mi entender, no sólo defiende el modelo americano como ideal fin de la historia, sino que construye su quehacer filosófico en ese esquema teleológico. Sus curiosas y desenvueltas reconstrucciones de la historia de la filosofía ilustran y refuerzan ese devenir norteamericano de lo político-cultural. Su hermenéutica filosófica eleva los andamiajes que permiten ver -o que fuerzan a ello- las filosofías o "vocabularios" diversos e inconmensurables, debidamente interpretados o "redescritos", confluyendo todos en un mismo horizonte. Freud, Nietzsche, Heidegger, Proust, Derrida, Foucault, Rawls..., pero también Hume, Hegel, e incluso Marx, en su léxico son pasos hacia adelante que, sin saberlo, caminaban asintóticamente hacia el pragmatismo americano de Peirce, James y, sobre todo, Dewey, coronado por Quine, Putnan y Davidson.

Rorty refuerza así el atractivo del modelo norteamericano, al tiempo que su propuesta se beneficia del poder seductor de éste, pasando a ser parte del mismo. Y sería un error menospreciar esta fascinación desde el crónico atrincheramiento de la filosofía continental y de la izquierda política en el "Yanquee, go home!". Hace pocos años todos aceptábamos como incuestionable el abismo entre el pragmatismo y las filosofías continentales, como aceptábamos las diferencias irreductibles entre marxismo, fenomenología o deconstruccionismo. Hoy, en cambio, el poder seductor del léxico rortyano avanza exitosamente en su intento de hacer confluir la filosofía anglosajona (analítica, neoempirista, pragmática) y la continental (metafísica, fenomenológica, estructuralista, deconstructivista).

No deberíamos menospreciar, desde nuestros refugios académicos, estos procesos sociales. En la medida en que Norteamérica haga suyo el "postmodernismo", éste dejará de ser una extravagancia de élites filosóficas para devenir ideología orgánica de un liberalismo sin conciencia. Entonces no sólo nos habremos quedado sin historia, sino también sin futuro. Y Rorty es el espejo que nos reclama pasar al otro lado.

No quisiéramos establecer fáciles paralelismos, pero nos parece que Rorty lleva a cabo esa estrategia de norteamericanización de la filosofía con lucidez y fidelidad al modelo general; coincide incluso en el método. Sin duda puede afirmarse que el éxito norteamericano en su hegemonía en el mundo se debe en gran parte en haber conseguido imponer el escenario: un mundo dividido en dos alternativas antagónicas, el comunismo y el liberalismo, el gulag y la libertad . La simplicidad del escenario, el radicalismo de la contraposición, junto a los tintes ideológicos de las descripciones, favorecían la toma de posición y garantizaban la victoria total. Rorty recurre a la misma estrategia en el escenario filosófico, describiendo una contraposición simple, radical, absoluta, entre una filosofía del fundamento o metafísica y una filosofía de la contingencia o pragmatista.

Por encima del atractivo de la filosofía rortyana, y por encima de que buena parte de sus tesis epistemológicas y ontológicas nos parezcan asumibles, nos parece conveniente resaltar esta equivalencia entre la figura de Rorty en la Filosofía y de los EE.UU. en el mundo, que apuntan a convencer de que la historia de la filosofía se cierra simultánea y coordinadamente con el fin de la historia de la política; de que la filosofía neopragmatista y la democracia liberal son dos rostros de un mismo proceso; y, sobre todo, de que su desenlace final tiene lugar en los Estados Unidos, cuyo modelo político y cuya conciencia filosófica aparecen como las formas acabadas. Ese poder de atraer y redescribir instituciones e ideas de larga y externa historia le otorgan el privilegio de erigirse en destino del mundo.

Tal vez haya algo de exageración en esta apreciación; pero no es impostura señalarlo como tendencia. Muchos intelectuales continentales suelen quedar fascinados por el atractivo del orden social y político americano, a pesar de la tradición anti-yanquee del pensamiento progresista continental; y muchos pueden encontrar en Rorty esa consolación y esa sublimación de la impotencia. Por ello nos parece muy importante reflexionar sobre esta justificación, sincera y tal vez nostálgica, que hace Rorty de sus posiciones política y filosófica en el ya mencionado artículo "Trotsky y las orquídeas salvajes", cosa que hacemos a continuación.


2. Posición filosófica: los dos amores .

2.1. El abandono de Trotsky .

La redescripción de su vida filosófica gira en torno a las dos metáforas mencionadas en el título, Trotsky y las "orquídeas" salvajes, que le sirven a Rorty para narrar su proyecto. Un Rorty adolescente llega precoz a comprender que hay dos grandes ideales a los que vale la pena dedicar la vida. El primero, descubierto a los doce años, en una familia muy comprometida en la lucha anticapitalista, fue el amor a Trotsky, la convicción profunda de que "la finalidad del ser humano consistía en dedicar la vida a luchar contra la injusticia social" [7]; el segundo, descubierto poco después, en las montañas de New Jersey, fue el amor a las "orquídeas", es decir, a las experiencias personales, inconmensurables, vividas en la privacidad, libre de cualquier sujeción moral o racional, de cualquier ontología teórica o práctica.

Dos metáforas, dos amores, dos ideales: el ideal moral o de justicia, de universalidad, de comunidad; y el ideal de realidad, de intimidad, de unicidad, de diferencia. Rorty viviría, desde el principio, ambas pasiones de forma trágica; sospecha que "Trotsky no habría aprobado su interés por las orquídeas". Pero decide dedicar su vida a hacer compatibles ambos ideales, a reconciliarlos, a encontrar una filosofía que permitiera pensar "la realidad y la justicia en una única visión". La realidad , es decir, la privacidad, la creación de sí mismo, el cultivo de los sentimientos individuales e íntimos; la justicia , es decir, la defensa de valores y relaciones comunes y universales, la liberación de los débiles de la sumisión a los fuertes. En sus propias palabras: "Buscaba un camino para ser al mismo tiempo un snob intelectual y espiritual, y un amigo de la humanidad" [8]. Y lo buscaba en la filosofía, no en la religión ni en el mesianismo ideológico. Buscaba una concepción del mundo que le permitiera justificar argumentadamente el cultivo de los dos amores sin interferencias, jerarquías u obstáculos entre ellos.

En el relato rortyano los dos amores parecen gozar de desigual fidelidad y entusiasmo. Tal vez porque en la tradición filosófica el amor a Trotsky está consagrado, la búsqueda rortyana acaba orientada a salvar las orquídeas; y la pretensión explícita y cada vez más acentuada de buscar una filosofía que respetara o guardara silencio sobre los sentimientos, la moral individual y las opciones personales, acabó renunciando a toda filosofía que interviniera en la vida ética y en las relaciones socio-políticas entre los individuos. Es cierto que Rorty no describe ese desplazamiento como una opción racional, sino como un proceso fáctico, un espontáneo e incontrolado efecto de la contingencia. Tal cosa es aceptable para describir o explicar su vida, pero no para justificarla, como pretende el texto que comentamos, y mucho menos para usarla, si no como argumento, sí al menos como recurso retórico, para seducir en favor de un modelo de actitud y conducta social.

La conclusión que Rorty saca de la dificultad de encontrar una filosofía que legitime por igual ambos amores, y su idea de que la tradición filosófica acaba ahogando las orquídeas en nombre de lo universal, es que no vale la pena seguir buscando esa filosofía, sino que es preferible protegerse de ella. Hay que romper con la tradición y, recurriendo a un discurso metafilosófico, asignar fines, campos, límites, criterios a la "filosofía". Está en sus manos devendrá un discurso literario, privado, liberado de toda ontología teórica y práctica, como quería Heidegger; una argumentación sin capacidad de fundamento, como exigen los deconstrucionistas; una representación sin valor cognitivos, conforme a la tradición pragmatista, etc. etc. Rorty aporta muchas y buenas razones contra los vicios de la filosofía metafísica platónico-cartesiana; y es sugerente en el diseño de una filosofía con nuevas bases ontológicas y epistemológicas; pero nos resulta inconsistente y arbitrario en diversos momentos de la argumentación de su proyecto.


2.2. Agujeros en el proyecto.

Este proyecto rortyano merece algunos comentarios. De entrada conviene llamar la atención respecto a que tal vez el proyecto nacía tarado en su origen. ¿Pueden ponerse tales condiciones a la filosofía? ¿Por qué fijar previamente el resultado, a riesgo de que sea paradójico, en lugar de ponerlo en juego en el debate filosófico, abierta la posibilidad a que la razón decida la articulación -, libre o ligada, simétrica o jerarquizada- de los ideales? Buscar una filosofía para que legitime un modelo previamente escogido ¿no equivale a ponerla como instrumento del deseo, como "lenguaje del poder", o a forzar su esterilidad práctica?; ¿no equivale, en definitiva, a disolverla en la mala política, voluntad del rey filósofo, o en la mala literatura, narcisismo de poetas adolescentes?

Por otro lado, resulta sospechoso el resultado, ya que Rorty afirma no haber hallado esa filosofía. Nosotros creemos que la encontró, que halló lo que buscaba. No la encontró, ciertamente, entre las diversas variantes históricas; en particular, no la encontró entre las dominantes en los ambientes neotomistas, neoaristotélicos y místicos -todos ellos antipragmatistas- de la Universidad de Chicago. Allí se esforzaron en enseñarle que hay razones y fundamentos para comprender que "es mejor estar muerto que ser un nazi"; pero aquellas filosofías que sacrificaban la vida a la moral, no le satisfacían, no se adecuaban a su proyecto. No es que le importara que condenaran el nazismo, por el que sentía desprecio y odio; pero no le agradaba que buscaran y encontraran razones para ello, sospechando que cualquier otro día buscarían y encontrarían razones para controlar el cultivo de las orquídeas, y eso no podía tolerarlo.

No encontró, pues, una filosofía convencional, pero encontró una metafilosofía que negaba a la filosofía toda pretensión práctica y cognitiva, que asignaba a la filosofía un nuevo estatus, forma y función. No se trata, como Rorty a veces sugiere, de una no-filosofía ; sino de una filosofía en sentido fuerte, con posicionamiento ontológico, epistemológico, ético y político bien definido, incluso con nítida autodefinición ante la estética, la historia, la hermenéutica, el lenguaje, etc. Frente a la tradición platónico-cartesiana-kantiana-fregeana, genéricamente articulada en cuatro tesis, bien entrelazadas, relativas sucesivamente a la verdad como correspondencia, al conocimiento o lenguaje como representación, al sujeto como esencia y a la comunidad como identidad o comunidad política, Rorty reconstruye una opción alternativa, articulada en otras tantas cuatro tesis, ordinalmente contrapuestas a las anteriores para radicalizar la confrontación: la verdad como construcción, del conocimiento o lenguaje como instrumento, del sujeto como nudo de relaciones y de la comunidad como asociación o sociedad apolítica. Rorty, por tanto, encontró la filosofía que buscaba.

En tercer lugar, no encontramos suficientemente justificada su opción de privatizar la filosofía; desde su proyecto no se ve tal opción como necesaria. Podemos comprender que no le convencieran esas filosofías metafísicas que sacrificaban la vida privada y la moral a una ontología. Pero su opción por la sospecha de toda filosofía con pretensiones racionalizadoras y prescriptivas, sin plantearse la posibilidad de buscar una filosofía que limitara la racionalidad al dominio de lo común, nos parece arbitraria. Hay muchas razones para negar la total compatibilidad entre los dos amores rortyanos; pero vemos muy pocas para preferir una filosofía que proteja el cultivo de las orquídeas, y ninguna que aconseje vaciar la filosofía de tales funciones prácticas.

En cuarto lugar, esa privatización de la filosofía no nos parece coherente con la propia metafilosofía rortyana (como después veremos), de la cual no se desprende una política sin principios y una filosofía sin pretensiones cognitivas ni prácticas, sino más bien una política democrática (en consecuencia, genuinamente filosófica) y una filosofía política (con fundamento político).

Resumiendo estas reflexiones críticas, creemos que Rorty encontró la filosofía que buscaba, la única que aparentemente permite mantener simétrica lealtad a los dos amores, aunque a costa de poner a ambos fuera de la filosofía y a la filosofía fuera de la ciudad. Pero si en esa filosofía podía releerse el reino de las ideas de Platón como unos "campos Elíseos sembrados de inmateriales orquídeas", ¿dónde situar la escultura de Trotsky? Tal vez así garantizaba las virtudes privadas; pero condenaba lo público a la miseria, al dejar la política en manos de la contingencia, de los poderes ciegos de la tradición, de los hábitos y, en definitiva, de la fuerza.

Aunque diga o crea que buscaba la compatibilidad, en el fondo Rorty es más sensible a la huida de toda tormenta sobre el jardín de las orquídeas que a la construcción del ágora de Trotsky. De ahí nace su reconstrucción, desenvuelta y atractiva, pero frívola y arbitraria, de una tradición "trotskista", representada en Platón, Aristóteles, el tomismo, Descartes, Kant, la Ilustración, cuyo culto a lo universal y a la racionalidad parece mal microclima para el jardín; y de otra tradición, dispersa pero en confluencia virtual, en que Dewey, Wittgenstein, Proust, Mill, Freud, Derrida, Quine o Davidson van dando pasos hacia esa cultura del "poeta vigoroso", del romanticismo, del culto a la irresistible fuerza creadora de la diferencia. Sin escrúpulos de equilibrio y objetividad, que estima propios de otros vocabularios, Rorty consigue reconstruir con elementos heterogéneos de filosofías heterogéneas un léxico de fuertes aromas románticos e irracionalistas. No vemos la búsqueda de una filosofía que, como prometió, busque apoyar y proteger los dos amores; vemos la búsqueda de una filosofía que proteja las orquídeas. Por eso la que se encuentra abandona a Trotsky a su suerte. Y no aporta ningún argumento pragmático para esa preferencia. La elección es inconsecuente, arbitraria y, sin duda, antipragmatista. Hemos de insistir, pues, en esta crítica interna.

Un primer resultado de esa búsqueda nos lo ofrece su libro Philosophy and the Mirror of Nature. Aunque el mismo Rorty considera este texto alejado del problema de "Trotsky y las orquídeas", no podemos compartir esta valoración, que nos parece sospechosa; a nuestro entender, el libro ejemplifica la manera asimétrica de buscar los dos ideales. La reflexión de Rorty parece responder a una fase de clarificación filosófica del autor, que busca definir una posición deweyana, historicista, antiplatónica y antiilustrada; parece un esfuerzo por situarse tras el nuevo salto en la crisis de la razón práctica simbolizado en el "giro lingüístico". Trotsky, es decir, la justicia, la igualdad, la moral, en definitiva, la problemática ético-política de la ciudad, textualmente está ausente; pero esas cosas están en juego. Paradójicamente, se ponen en juego en su ausencia; paradójicamente el debate es epistemológico, a espaldas de la política, cuando está en juego la política. Con el agravante de tratarse de un debate epistemológico descrito por un filósofo que reniega de la epistemología, que se rebela contra su dominación histórica sobre la filosofía práctica, que llama a superarla en un vocabulario en que la verdad y el conocimiento se piensen, se establezcan y se valoren según criterios pragmáticos que, al fin, son políticos. No parece, pues, muy consecuente.

En definitiva, creemos que Trotsky sí está presente en Philosophy and de Mirror of Nature; y que su peculiar presencia nos advierte de que el verdadero proyecto rortyano es desigual y escorado hacia las orquídeas; y que esta asimetría irá poco a poco ganando terreno, pero no por razones pragmáticas. Toda la obra de Rorty está llena de referencias elegíacas y elogiosas a la realización personal; en cambio, la esfera pública es abandonada a sus miserias, aunque un ingenuo o falso optimismo piense que la tradición y el contexto se encargan de su virtud.


2.3. La filosofía en el tocador .

Podemos decir que Rorty había perdido a Trotsky por el camino. Él no quiere decirlo así, y se refugia en la dificultad de unir los dos amores, sin renunciar al uso de la retórica, cosa que su pragmatismo le permite y aun le exige. Viene a decirnos: mirad, yo tenía buenas intenciones, próximas a las vuestras; pero la vida, la realidad, las exigencias de coherencia, me han llevado donde estoy. ¿Qué puedo hacer? ¿No es un argumento a favor de mi posición el hecho de que me proponía otra cosa bien distinta y, a pesar mío, he sido arrastrado a pensar lo contrario? Al fin, nos dice, "Llegué a mi posición actual -como llegué a la filosofía- y entonces me encontré incapaz de usar la filosofía para los propósitos que tenía originariamente en mente " [9].

Pero, como hemos dicho, sobran razones para sospechar que Rorty encontró lo que buscaba; o que, en otra perspectiva, encontró lo que se puede encontrar cuando se subordina la filosofía al cultivo de las orquídeas: la necesidad de abandonar a Trotsky a su suerte. Así lo reconoce: "gradualmente decidí que la idea de defender la realidad y la justicia en una visión unitaria ( single vision ) había sido un error" [10]. Sólo una religión, una reflexión no argumentativa, puede unir amor, poder y justicia, dice Rorty. Tal vez sí, pero, ¿por qué encargarle a la filosofía tareas imposibles? ¿Por qué no contentarse con que regule la justicia y el poder, dejando el amor a las orquídeas fuera de su reino? Si la filosofía no puede cuidar de las orquídeas, que al fin crecen en la soledad de las montañas cálidas, ¿por qué no dejarle el cultivo de la ciudad? ¿Por qué negarle este dominio? ¿Por qué los jueces han de ser buenos jardineros?

La decepción, el rechazo del ideal de la adolescencia, toma su expresión filosófica en Contingency, Irony and Solidarity . En esta obra ya no se trata sólo de esbozar una filosofía que permita vivir sin la responsabilidad de unir a Trotsky y a las orquídeas; se trata también de que dicha filosofía abandone la ciudad.

Rorty se ha convencido de que cualquier filosofía que piense los dos amores en una representación unitaria sacrifica el amor a las orquídeas; y tal vez tenga razón. Sólo en las visiones místicas, ambiguas y no argumentadas, la unidad respeta la simetría. Así en el cristianismo, donde se identifican místicamente el amor a Dios y a los hombres; así en la conciencia revolucionaria, donde la justicia social deviene perfección ontológica del individuo; pero en la filosofía ambos reinos no pueden coincidir. No se debe esperar de la filosofía que obre tal milagro.

Pero ¿por qué no, insistimos, una filosofía que se ocupe sólo de la ciudad? ¿Qué razones tiene Rorty para concluir la conveniencia de una filosofía que se niegue a sí cualquier proyecto práctico, cualquier tentativa ético-política, e incluso cualquier pretensión cognitiva, a fin de evitar el riesgo de convertir el conocimiento y la verdad en criterio moral para la acción? ¿Por qué es necesario negar a la filosofía cualquier pretensión de racionalidad, afirmando que lo suyo es el jardín de las metáforas móviles?

Somos capaces de comprender la dificultad, e incluso la imposibilidad, de esa "visión única" que concilie racionalmente el sentimiento y la razón, la vida y el deber, la diferencia y la universalidad; al fin, ese ha sido el problema eterno de la filosofía. Lo que no entendemos son los argumentos rortyanos para, ante el obstáculo, privatizar la filosofía y defender una política sin principios. Somos capaces de compartir sus elogios de Proust, su afán por dedicarse al cuidado de las orquídeas, a la autocreación de uno mismo: "El equivalente de mis orquídeas puede siempre parecer meramente misterioso, meramente idiosincrásico, para el resto de la gente. Pero esto no es razón para avergonzarse, denigrar o intentar desechar tus momentos wordsworthianos, tus amores, tu familia, tu animal casero, tus versos favoritos, o tu peculiar fe religiosa. No hay nada sagrado que automáticamente haga el compartir mejor que el no compartir" [11].

Somos capaces, insistimos, de asumir que, aunque se tengan obligaciones morales con los otros, éstas no son las únicas cosas importantes. Pero, ¿por qué no han de ser las más importantes? O al menos, ¿por qué no han de ser también importantes? Y, sobre todo, ¿por qué no han de merecer una defensa filosófica?

Podemos entender que se renuncie al ideal imposible de identificar lo público y lo privado; podemos entender que "no hay forma de reunir a la creación de sí mismo con la justicia en el plano teórico "; que "el léxico de la creación de sí mismo es necesariamente privado, no compartido, inadecuado para la argumentación "; mientras que "el léxico de la justicia es necesariamente público y compartido, un medio para el intercambio de argumentaciones" [12]. Podemos, sin duda, convenir en que "lo más lejos a que se puede llegar en la tarea de unir esas dos indagaciones consiste en concebir como fin de una sociedad justa y libre el dejar que sus ciudadanos sean tan privatistas, irracionalistas y esteticistas como lo deseen, en la medida en que lo hagan durante el tiempo que les pertenece, sin causar perjuicio a los demás y sin utilizar recursos que necesitan los menos favorecidos " [13].

Podemos, pues, aceptar buena parte de sus tesis filosóficas y metafilosóficas. Pero, ¿cómo inferir razonablemente de estas tesis la necesidad, ni siquiera la conveniencia, de alejar la filosofía, sea cual sea, de la vida pública? ¿No podría pensarse que un buen apoyo filosófico, aunque no fuera una "fundamentación", podría ser útil? Y si así fuera, ¿cómo negar su validez en claves pragmáticas? Son preguntas que, honradamente, no pueden contestarse desde las tesis explícitas de Rorty.


2.4. El argumento secreto .

Parece que Rorty nos ocultara algún argumento secreto en base al cual fuera razonable preferir una política sin principios. Sin desvelar ese argumento, su opción parece arbitraria, pues hay muchos motivos que hacen razonable dar primacía a Trotsky. ¿Acaso la pureza de las orquídeas salvajes no se conserva y se aprehende gracias a la ciudad? ¿Es que la privacidad no es fruto privilegiado de la política? ¿Es que el individuo no es una creación del Estado? ¿Es que pueden dedicarse al cultivo de las orquídeas las etnias tropicales en vías de extinción o el proletariado de los alrededores de Chicago? Trotsky seguirá teniendo atractivo, y seguirá siendo una alternativa pragmática consistente, para quienes desean que todos puedan cuidar las orquídeas y emocionarse ante ellas; e incluso seguirá siendo un referente pragmático para quienes, pensando sólo en sí mismos, no viven en las montañas de New Jersey.

Por tanto, la propuesta rortyana sólo tiene sentido echando mano de algún "argumento secreto", que debemos imaginar. Tal vez se trata de la creencia en la bondad superior del modelo norteamericano, en su eficacia para imponerse sin argumentos, en su capacidad para reproducirse por el contexto y la tradición; tal vez se supone que en ese modelo las dimensiones culturales y morales están perfectamente articuladas en el orden económico capitalista y en el orden institucional democrático liberal; tal vez sospecha que la filosofía, lejos de apuntalar el orden social, cultural y político, pueda llegar a remover sus estabilidad; tal vez se trata, en definitiva, de entender que, triunfante el "pensamiento único", el debate filosófico es actualmente estéril y potencialmente un estorbo. Nos viene a la memoria aquella idea de G. Lukács, tan denostada en su tiempo, según la cual la burguesía, que había construido su orden moral y político sobre la razón, se entregaba a elogiar el irracionalismo cuando aquella razón en que legitimó su poder se ponía en contra suya. Esa tesis, incluso desgajada de la perspectiva marxista, de un enfoque hermenéutico fundado en la lucha de clases, vuelve a ser actual en nuestros días, cuando se defiende el orden político, económico y cultural occidental "liberándolo" de todo el apoyo filosófico que lo había legitimado y, en cierta medida, creado.

Si el presupuesto rortyano oculto es ése, si se trata de ocultar que la razón hoy sería más fuerte y rotunda en la crítica que en la legitimación del orden consolidado, hemos de recordar que, mucho antes que G. Lukács, ese discurso ya había sido brillantemente "deconstruido" por Rousseau en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, cuando interpretaba la llamada de la filosofía -de aquella filosofía perversa, lenguaje del poder, que ponía guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro- a "abandonar la fuerza" y "respetar la ley" como prodigioso recurso para "mantener con la ley lo conseguido con la fuerza cuando ésta no puede mantenerlo".

No estamos seguros de que el pragmatismo sea la filosofía más favorable al amor a Trotsky; pero entendemos que las versiones clásicas del pragmatismo resuelven de forma más razonable el amor a las orquídeas. Por ello Rorty, cuando recurre a Dewey, la filosofía de su ambiente infantil, no busca una interpretación "objetiva" del pragmatista americano. Dewey le puede servir como símbolo de una filosofía compatible con el orden socio-político norteamericano, como metáfora de que la historia acaba en su país; pero no le sirve como modelo de filosofía privada y de política sin filosofía. Por eso el "Dewey" de Rorty, muy cuestionable [14], queda vaciado del gran contenido moral y político de su filosofía. En manos de Rorty, Dewey resulta ser un historicista y contextualista impenitente, que elimina del individuo humano toda carga metafísica o biológica para conseguir su infinita plasticidad. Así pone a su ídolo a las puertas de la filosofía de la contingencia; le obliga a hablar en léxico post-moderno.

El contextualismo historicista, posición en la que parece encontrarse Rorty confortablemente, no puede confundirse con el "relativismo cultural", pues desde el mismo no se puede afirmar que cualquier punto de vista ético, estético o político es tan bueno como los otros. Rorty ha de poder defender sus preferencias por el orden norteamericano y por la filosofía norteamericana, puestos como telos del mundo occidental. Por ello resalta las diferencias entre el "contextualismo historicista y pragmatista" y el mero "relativismo cultural": "Nuestro punto de vista moral es, lo creo firmemente, mucho mejor que cualquier concepción rival, incluso aunque existe una gran cantidad de gente a las que nunca consiga convertir a él. Una cosa es decir, falsamente, que no hay nada en base a lo cual elegir entre nosotros y los nazis. Otra cosa es decir, correctamente, que no hay ningún fundamento neutral, común, al que un filósofo nazi y yo podamos dirigirnos para decidir nuestras diferencias. Ese nazi y yo siempre nos enfrentaremos el uno al otro al defender las cuestiones cruciales, argumentando en círculo" [15].

Dentro de la lógica rortyana, entendemos que no se pueda decidir racionalmente -es decir, argumentando desde los principios- entre las preferencias del nazi y las nuestras; entendemos que el ironista liberal no tenga respuestas a preguntas como "¿Por qué no ser cruel?" o "¿Cómo decidir cuándo luchar contra la injusticia y cuándo dedicarse a los proyectos privados de creación de sí mismo?" Entendemos que no podamos recurrir a ningún metavocabulario universal desde el cual decidir. Pero estamos persuadidos de que quienes sufren la crueldad, la injusticia y la miseria, sean del contexto y de la tradición etnográfica que sean, están en buenas condiciones de llegar a un acuerdo sobre unos principios de intervención política al respecto. Y, además, estamos persuadidos de que quienes estén situados en esa situación, careciendo de las veleidades del ironista liberal, verán con buenos ojos la filosofía que les ayude en su empeño, sea o no verdadera, sea o no conocimiento, sea o no "un ejército de metáforas móviles".

Es decir, podemos entender que de la reducción de la filosofía a retórica, como hace Rorty, se desprende que nunca pueda ser considerada como fundamento absoluto de la verdad o de la justicia; y que nunca pueda decidir de forma rotunda entre el amor a Trotsky y el amor a las orquídeas. Pero, desde esa misma lógica, ¿por qué negarle a la filosofía-retórica sus efectos positivos en la defensa de los valores y relaciones públicas? Cuando Platón, en el Protágoras, enfrenta a "Sócrates" y "Calicles", maestro de retórica, tiene una salida coherente. "Sócrates" no tiene nada contra la "retórica buena" propuesta pragmáticamente por el sofista, contra la retórica que por seducción dirija el alma hacia la verdad y la virtud; simplemente cree, tal vez con optimismo, que la más seductora de las "retóricas buenas" es, precisamente, la ciencia, el verdadero conocimiento. ¿Por qué, pues, recurrir a sucedáneos?

Rorty, que es un pragmatista, y que no acepta la verdad y el conocimiento platónicos, en buena lógica habría de aceptar la "retórica buena". ¿Por qué, no obstante, renuncia a ella? ¿Tiene miedo de que la filosofía no sea suficientemente persuasiva? ¿O que haya otros valores, otros modelos sociales, económicos, culturales y políticos más fáciles de defender que los de la democracia burguesa? ¿Es ése el argumento secreto?


3. La posición política: las dos guerras.

3.1. Posición de izquierdas.

Para definir su posición política Rorty recurre al escenario que le ofrece el libro de James Davidson Hunter, Culture Wars: The Struggle to Define America , que nuestro autor reconstruye a su manera. Pero hemos de reconocer que la metáfora de las dos guerras, como antes la de los dos amores, ayuda a pensar y a comprender la imagen política que quiere dar de sí.

El panorama cultural dibujado por Rorty estaría protagonizado por una guerra entre dos tradiciones o posiciones: la "ortodoxa", reaccionaria o conservadora, y la "progresista", reformista y liberal-democrática. Con la peculiaridad de que, en este bando, también se da la escisión y, en consecuencia, una especie de guerra dentro de la guerra, una especie de guerra civil, entre "postmodernismo" y "neopragmatismo", con sus efectos políticos. Rorty tiene interés en destacar que la primera es la verdadera guerra, la decisiva, la que pone en juego nuestras formas actuales de vida; y que en esa guerra él se sitúa a la izquierda. En esa guerra se debate la persistencia de la tradición de los derechos, del sufragio universal, de la progresiva igualdad de las minorías; en ella están en juego los movimientos feministas, homosexuales, ecologistas, etc.; en esa guerra se decide la universalización de la educación, de la seguridad social y, en definitiva, del estado de bienestar. En resumen, los contenidos en juego son creciente tolerancia y creciente igualdad.

Tal vez con la pretensión de revalorizar la toma de posición progresista, relata que, en los últimos años, la guerra se ha agudizado, las posiciones conservadoras han avanzado, las progresistas se han debilitado y el fascismo y el autoritarismo no dejan de dar preocupantes señales de estar en stand by. Cada vez son más las voces que combaten el sueño del progreso; cada vez son más fuertes los argumentos que ligan ese sueño al mantenimiento del crecimiento económico, puesto en crisis en la década de los setenta, lo que introduce crecientes dudas en las filas progresistas; cada vez, en consecuencia, es más conveniente comprometerse con la opción liberal-democrática.

En ese escenario, con toques de urgencia, Rorty se sitúa a sí mismo en esa posición que exige progresivas libertades, progresivo bienestar, progresiva igualdad, progresiva tolerancia. Viene a decir, en definitiva, que sigue fiel a su "amor a Trotsky", que no ha abandonado su ideal de justicia. Pero a estas alturas del siglo y viviendo en occidente, una confesión de lealtad a los derechos, las libertades y el progreso y una inconcreta defensa de la "justicia" es escasamente demarcador y excesivamente tópico. E identificar a la izquierda, como hace Rorty, por la defensa genérica de esos contenidos, nos hace sospechar que Trotsky en el camino se ha travestido en "Jefferson".

Podría esperarse que su posición resultara más precisa tras autoposicionarse en la segunda guerra; pero no es así. La guerra en el seno de la izquierda democrática es, para Rorty, de menor intensidad y trascendencia; y tal vez no debiera serlo. Rorty la reduce a una vulgar querella dentro de la rama "progresista". Los "postmodernos", siguiendo a Noam Chomsky, consideran a los EE.UU una élite corrupta que explota el Tercer Mundo; y a las democracias occidentales en general unos regímenes capitalistas basados en la explotación del hombre por el hombre. El "pragmatismo democrático", en cambio, pone su acento en el peligro del fascismo y ve las sociedades democráticas occidentales como el tipo de régimen político más cuidadoso de las libertades y el que consigue mayor bienestar.

Es decir, los postmodernos ven la imperfección social y política y la consideran intrínseca al capitalismo, por lo que, o bien ponen sus esperanzas en la revolución (en cuyo caso Trotsky ahoga las orquídeas), o bien, sin esperanzas, asumen la desesperación de tan trágica situación (tal que Trotsky y las orquídeas, puestos como incompatible, pierden todo su atractivo). En el fondo, viene a decir Rorty, son filósofos a la antigua, filósofos con referentes modernos, que siguen amando la verdad y la virtud, y que se desgarran al descubrir la impotencia de la filosofía para fundir los dos ideales. Pero Rorty parece sintonizar más con los postmodernos postnietzscheanos que con los postmarxistas. Aquéllos, al fin, dan el paso al reconocimiento de la impotencia de la filosofía, aunque se queden en una nueva fase de la conciencia desgraciada; los postmarxistas, en cambio, conscientes del conflicto ponen todo su celo en censurar el hechizo de las orquídeas: "Los postmodernos que se consideran a sí mismos pots-marxistas aún quieren preservar el tipo de pureza de corazón que Lenin decía poder perder si escuchara mucho a Beethoven " [16].

El neopragmatismo, en cambio, con su escepticismo reformista, confía en la tecnología y la democracia liberal para, con suerte, seguir incrementando la igualdad y disminuyendo la diferencia. Se trata, nos dice Rorty, de contentarse con el "mínimo común denominador" entre Mill y Marx, Trotsky y Whitman, William James y Václav Havel".

Como vemos, hemos ganado poco en la definición. Reducir la posición política en nuestros días a una profesión de fe antifascista, suena a anacronismo; añadir una leal adhesión a la eficacia, el bienestar y el desarrollo tecnológico, sin enmarcarlo en relaciones sociales y políticas, suena a sospechoso. Queremos decir a "sospechoso" de aquello que Rorty manifiesta no querer ser o, al menos, no manifiesta querer ser: un genuino postliberal (o liberal-pragmatista) norteamericano, que definitivamente ha dado la espalda a Trotsky.


3.2. Posición liberal .

Para comprender la consistencia entre la posición filosófica rortyana y su posición política pragmatista-liberal, hemos de hacer referencia al cambio profundo que está sufriendo en este final de siglo la tradición liberal, y que a veces se oculta bajo la calificación de "neoliberalismo". Es ingenuo pensar el "neo-liberalismo" como una especie de renacimiento de las ideas liberales, triunfantes tras el debilitamiento de posiciones más igualitaristas y comunitarias. Ni en el orden económico ni en el axiológico el neoliberalismo reproduce los principios del liberalismo clásico, sino que los cuestiona y niega en sus formulaciones históricas concretas. Lo mismo ocurre en el dominio filosófico-político, que aquí nos preocupa, y sin cuya perspectiva no podríamos entender cómo Rorty, defensor convencido de la democracia liberal, se ve arrastrado a montar toda su artillería filosófica contra la filosofía moderna, la filosofía ilustrada, creadora y consolidadora del imaginario liberal.

La concepción rortyana de la sociedad liberal puede ser planteada como un intento de repensar la concepción tradicional de la sociedad liberal en un nuevo vocabulario, un nuevo juego del lenguaje surgido de las tradiciones nietzscheanas, heideggerianas, deconstrucionistas, etc... A nuestro entender, no se trata de una transgresión del liberalismo, sino de una transmutación interna de sus principios y valores, una "redescripción". Son los mismos valores en un nuevo juego de lenguaje, o sea, se rechaza y sustituye el léxico de la filosofía moderna y se aceptan sus contenidos culturales, éticos y políticos "redescritos", es decir, con nuevos significados y nuevas funciones.

Para argumentarlo recurrimos a la descripción que del liberalismo nos ofrece John Gray [17]. El Profesor Gray comienza por indicar las profundas transformaciones semánticas sufridas por el término "liberal" a lo largo de la historia [18]. Pero considera que "es un error suponer que las diferentes variedades de liberalismos no pueden ser comprendidas como variaciones sobre un pequeño repertorio de temas distintivos". Es decir, que hay razones para identificar a "John Locke, Immanuel Kant, John Stuart Mill, Herbert Spencer, J.M. Keynes, F.A. Hayek, John Rawls y Robert Nozick como constituyendo ramas separadas de un linaje común". Lo que les uniría sería "una persistente aunque variable concepción del hombre y de la sociedad". Esta perspectiva, huelga decirlo, nos viene muy bien a nuestros propósitos de sumar a esa tradición el liberalismo postmoderno. Se trataría de una variación más sobre el mismo tema, todo lo peculiar que se quiera.

Gray caracteriza la tradición liberal por cuatro rasgos: a) Individualismo, o primacía de la persona respecto a las pretensiones de la colectividad; b) Igualitarismo, o reconocimiento del mismo estatus moral y trato jurídico para todos los ciudadanos; c) Universalismo, o afirmación de la unidad moral y racional y de la insensibilidad ante las diferencias históricas, étnicas o culturales, y d) Reformismo (meliorism), o defensa de la perfectibilidad de toda institución, pacto o convenio. Pero el simple cambio a nuevos juegos de lenguaje, como hace Rorty, altera profundamente el significado de estas relaciones. En el léxico del pragmatismo liberal postmoderno se han desplazado los significados:

a) "individualismo" no refiere ya a un sujeto pensante cartesiano o transcendental, sino a la afirmación de la diferencia, a la llamada a que cada cual se haga a sí mismo -es decir, se redescriba y se reinterprete- sin respetar a priori alguno, rechazando cualquier referente objetivo, incluida la ideología individualista;

b) "igualitarismo" ya no significa igual consideración moral y trato jurídico, sino afirmación de la igual legitimidad de los vocabularios que cada uno usa para redescribirse, derivada de la inconmensurabilidad de los mismos; lo importante ya no es la igualdad que otorga la ciudadanía, sino la que concede la poesía: en el postmodernismo liberal todos son poetas, aunque unos más fuertes que otros;

c) el principio "universalista", que en el liberalismo clásico orientaba a los hombres a una moralidad y una racionalidad comunes, en el postmoderno toma un sentido nuevo, al postular que el único universal que merece ser compartido es la ironía, que no es sólo la sonrisa escéptica, sino que incluye toda una estructurada concepción del conocimiento, la verdad, el sujeto y la comunidad;

d) en fin, el liberalismo postmoderno, aunque se autocomplace en redescribirse como "reformista", no es en el sentido convencional de acercamiento a un modelo ideal, sino en la indeterminación semántica derivada de la subsunción del discurso práctico en el postulado según el cual nada existente goza de suficientes razones y potencia para permanecer en el ser.

Aunque la distancia a veces se estrecha y se evidencia la familiaridad de fondo. Ese reformismo postmoderno, sin referentes fijos (con “significantes vacíos”), camaleónicamente resistente a la crítica y a la falsación, coincide con el liberalismo clásico en su ser radicalmente refractario a la "Revolución", ontológicamente impensable y antropológicamente inaceptable. Una revolución equivale, en términos rortyanos, a sustituir un centro por otro, a un cambio de vocabulario, cosa en sí siempre arbitraria; entre el conservadurismo y la revolución estaría la ingeniería social, no comprometida con ningún punto final, una especie de versión pragmatista de la "revolución permanente" de Trotsky.

Estamos, pues, ante una nueva forma de liberalismo, donde los principios clásicos han sido severamente reconstruidos. Si creemos a Rorty, tal reformulación tiene por objetivo único servir más adecuadamente, con más éxito, el programa liberal. Su tesis más provocativa afirma que la mejor manera que la filosofía (y la razón) tiene de servir al proyecto ético-político liberal es renunciando a su tarea fundamentadora, reconociendo su impotencia para legitimar ése o cualquier otro proyecto y aceptando el autoostracismo en "le boudoir". La propuesta tiene fuerte poder seductor. Es obvio que el Estado moderno se constituyó al relegar a la privacidad la religión (y, de paso, buena parte de los valores por ella tutelados). La misma tradición contractualista como vía de justificación del poder político parece apoyar la estrategia de construir la vida pública sólo con lo común, con lo que puede ser compartido. Por eso en el liberalismo originario el individuo contratante se reservaba una buena talega de "derechos naturales" que le protegieran contra cualquier tendencia a convertir en común algo desagradable. En el límite, sólo el libre consentimiento por el individuo puede servir de fundamentación política. El problema es pensar el límite de esa metodología que nos lleva a eliminar de lo público, de lo común y universalizable, todo cuanto no sea libremente consentido por el individuo. ¿No sería ese límite una mera asociación contra el miedo, en que el Estado pasa a ser simple Agencia de mercenarios al servicio de los socios? ¿Y sería ésa una opción progresista y de izquierdas, como quiere Rorty?

A Rorty le gustan las paradojas; si antes perseguía una filosofía que legitimara dos amores incompatibles, ahora busca una posición política que le libre de dos opciones irreconciliables: "Desconfío de ambas partes; del frente "ortodoxo" en la guerra importante y del frente "postmoderno" en la menos importante. Porque creo que los "postmodernos" mantienen posiciones filosóficas correctas aunque políticamente equivocadas, y los "ortodoxos" las mantienen filosóficamente tan equivocadas como peligrosas las políticas" [19]. Sus diferencias con la derecha son filosóficas; sus diferencias con la izquierda son políticas. En palabras suyas: "Mis concepciones filosóficas ofenden a la derecha tanto como mis preferencias políticas ofenden a la izquierda" [20].

Como puede verse, los milagros y las vías alternativas se consiguen con un simple cambio de juego de lenguaje, que permita pensar las cosas de otra manera; en especial, que permita a uno ser o -lo que lo mismo en lenguaje rortyano- "redescribirse" de forma que uno se agrade a sí mismo. Un escenario adecuado para separar a Trotsky y a las orquídeas; otro bien diseñado para ser liberal y de izquierdas. Cuando el conocimiento cede su lugar a la poesía, y cuando el lenguaje ocupa el de la realidad, bastan bellas metáforas para crear un mundo mejor. Como promete el sueño americano, el futuro está abierto, indeterminado, a disposición de quien se apropie de él. Y la filosofía de Rorty sólo viene a avalar el sueño y a hacerlo más soñable al hacernos creer que nos hacemos a nosotros mismos simplemente redescribiéndonos. Basta ser un poco poeta para crearnos bellos y complacidos.

Tal vez sería conveniente, para terminar, recordar aquella imagen de la sociedad liberal descrita por Hegel: "La sociedad civil ofrece en estas contraposiciones y en su desarrollo el espectáculo de la disolución y la miseria, con la corrupción física y ética que es común a ambas". Las "contraposiciones" a que se refiere el filósofo alemán son, por un lado, el carácter ilusorio de la particularidad, del individuo, lanzado a la satisfacción de sus necesidades en todas direcciones, sometido por tanto a la arbitrariedad y a la contingencia, consumiéndose en su propio goce subjetivo y destruyendo toda referencia sustancial; por otro, el hecho de que la satisfacción de la necesidades, dependiente de la contingencia y arbitrariedad exterior, es a su vez continente. Hegel, en su peculiar vocabulario, nos describe al hombre liberal, al individuo abstracto que, bajo la ilusión de libertad y de autodeterminación, en realidad sirve al más cruel de los amos: el egoísmo y la insolidaridad de su conciencia; Hegel, en definitiva, denuncia la ilusión que subyace a ese ideal de particularidad, sugiriéndonos que es la ciudad la que hace posible el amor de Rorty a las orquídeas [21].

En nuestros días, Fernando Quesada ha dicho que "el carácter autorreferencial sobre el que se hace descansar el relativismo defendido trueca su irónico papel corrosivo antimetafísico en impotencia ciudadana y trágico a- o in-moralismo" [22]. Y sin llegar a la dureza de la crítica de Bernstein al decir "Es difícil encontrar alguna diferencia que explicite una distinción entre la ironía de Rorty y el cinismo de Mussolini" [23], pues tal diferencia existe y no es trivial, compartimos la sospecha de que abandonar lo público al libre juego de las tradiciones, los hábitos y los acuerdos espontáneos entre socios (no-ciudadanos) negociadores tendrá por efecto -y esto es lo que pragmáticamente cuenta- dejar la política en manos de la fuerza y, por tanto, reproducir la dominación. Y aunque, en tal opción, sometidos a la contingente y neutral (no axiológica) distribución de estatus y condiciones, todos sean agraciados con su jardín de orquídeas, nos tememos que las de muchos sean hibridadas y degeneradas; y nos tememos, sobre todo, que la mayoría no tenga ocasión de conocerlas ni sentir placer al cuidarlas. Al fin, el olor del estiércol puede anular el de las rosas que alimenta.


J.M.Bermudo (1997)




[1] R. Rorty, "Trotsky and the Wild Orchids", en Common Knowledge, 1/3 (Winter 1992): 141-153.

[2] Ibid., 140.

[3] Ibid., 141.

[4] Ibid., 143.

[5] Ibid., 143.

[6] Eric L. Weislogel, "The Irony of Richard Rorty and the Question of Political Judgement", Philosophy Today 34, 4/4 (Winter 1990): 303-311, 305.

[7] R. Trotsky, "Rorty y las orquídeas salvajes", Edic. cit., pág. 142.

[8] Ibid., 143.

[9] Ibid., 147.

[10] Ibid., 147.

[11] Ibid., 148.

[12] R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991, pág. 16.

[13] Ibid., pág. 16.

[14] Ver Ramón del Castillo Santos, "De Rorty a J. Dewey: notas sobre la filosofía, democracia y comunidad", en Isegoria 14 (1966): 173-187.

[15] Ibid., 149.

[16] Ibid., 152.

[17] J. Gray, Liberalism. Milton Keynes, Open University Press, 1986, X.

[18] Por ejemplo, el concepto de "liberalismo político", aplicado a los movimientos y las instituciones, no surgiría hasta 1812, y precisamente en España, cuando aparecen partidos políticos que así se autodefinen. Antes de esas fechas, desde el XVII, incluso cuando autores como A. Smith hablaban de "un plan liberal de igualdad, libertad y justicia", el término "liberal" tenía un significado moral, equivalente a liberalidad, generosidad o humanitarismo (Cf. J. Gray, Op. cit., IX).

[19] Ibid., 151.

[20] Ibid., 141.

[21] Ibíd., §§ 185-188.

[22] F. Quesada, "Reconstrucción de la democracia", en F. Quesada (ed.), Filosofía Política I. Ideas políticas y movimientos sociales. Madrid, Ed. Trotta, 1997, 235-269, 267.

[23] R.J. Bernstein, The New Constellation. The Ethical-Political Horizons of Modernity/Postmodernity. Cambridge, 1992, 283. (Cf. F. Quesada, Op. cit., 267).