RAZONES PARA UNA NUEVA
"DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE"





¿Tiene sentido plantearse la necesidad o conveniencia de una nueva Declaración de Derechos del Hombre? Esta cuestión apareció en uno de los simposia o “diálogos” del Forum de las Culturas de 2004, de Barcelona. No faltaron quienes, como la autorizada voz de Jéröme Bindé, alto cargo de la Unesco, expresaron sus dudas sobre la conveniencia de reescribir la declaración de derechos. Basaban generalmente su posición en razones de oportunidad (mejor, de inoportunidad) y en la convicción de que la actual no está agotada. «Vivimos tiempos de amenazas, riesgos y miedos -decía Jéröme Bindé. Hay que buscar el momento histórico adecuado para redactar nuevos textos”. E invitaba a trabajar en la línea de hacer realidad la norma vigente.


1. El sentido de la pregunta.

La pregunta sigue en pie, y hoy como entonces la inmensa mayoría de la población no piensa lo mismo; los derechos se exigen, o se piden, cuando su ausencia nos afecta, sin pararse en oportunidades o estrategias. La propuesta del Institut de Drets Humans de Catalunya, redactada en colaboración con cientos de estudiosos y militantes distinguidos [1], de una “Carta de Derechos Humanos Emergentes” gozó de buena acogida y salió adelante. En ella, de forma explícita y decidida, se venía a reconocer la conveniencia de propiciar la movilización en torno a una nueva declaración de derechos universales ajustada a un mundo globalizado. Así se enuncia en la reflexión preliminar del texto, donde se expresa la pretensión de “contribuir a diseñar un nuevo horizonte de derechos que oriente los movimientos sociales y culturales de las colectividades y de los pueblos y, al mismo tiempo, se inscriba en las sociedades contemporáneas, en las instituciones, en las políticas públicas y en las agendas de los gobernantes desde una nueva relación entre sociedad civil global y el poder”. Pensándola como heredera de la vigente Declaración de 1948, los autores consideran que ha llegado el momento de la renovación de ésta: “En los cincuenta y seis años transcurridos desde que el 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó solemnemente la Declaración Universal de Derechos Humanos, se han producido cambios políticos, sociales, ideológicos, culturales, económicos, tecnológicos y científicos que han incidido de manera profunda en el saber de los derechos humanos, en los mecanismos para su garantía y en la fuerza e impacto de las voces y movimientos que desde la sociedad civil global demandan su respeto”.

Cambios sociales de todo tipo parecen aconsejarlo; las reivindicaciones subjetivas lo demandan. Parece llegada la hora de una nueva declaración de derechos ajustada a las nuevas circunstancias objetivas y demandas subjetivas. Las discusiones del forum y los textos que de las mismas salieron ponen de relieve, de forma inequívoca, el surgimiento de cierta consciencia de la conveniencia de instituir una nueva declaración que relevara a la del 1948. Entre las consideraciones orientadas a revelar la oportunidad de tal iniciativa destacamos las tres siguientes, que recogemos casi literalmente y en extenso.

La primera de ellas se refiere a la cuestión de la exigibilidad, es decir, al referente de efectividad. Dicho en otras palabras, el primer argumento a favor de una nueva declaración se apoya en el hecho de que la Declaración de 1948 confiaba la garantía de los mismos a los Estados, y éstos se han revelado impotentes cuando no sospechosos. El Estado, que en la Declaración de 1948 aparece como garante privilegiado de los derechos que en ella se formulan, se ha revelado ineficiente, carencia que crece en el mundo globalizado: “El mundo se ordenó alrededor del reparto entre Estados soberanos, cada Estados con la responsabilidad del grupo a quien representaba. En el siglo XXI, sin embargo, asistimos inevitablemente, a un mundo de una complejidad más grande. Las relaciones interestatales y los movimientos transnacionales se entrelazan y se cruzan con enfrentamientos entre los Estados, conflictos que persisten y violencias sociales que alcanzan regiones enteras. Numerosos Estados se encuentran debilitados y con signos de inestabilidad y corrupción. La pobreza aparece como una de las violaciones de los derechos humanos más flagrantes en este siglo. La efectividad de los derechos se pone en entredicho como tampoco se resuelve la cuestión de las violaciones cometidas por los propios Estados. Éstas últimas, lejos de reducirse, se multiplican en un contexto marcado por la obsesión de la seguridad. Junto a ello, las relaciones transnacionales crean situaciones que escapan al control de los Estados y a la aplicación efectiva de los derechos cuya proclamación tanto ha costado”. Reflexión ésta que, sin duda, no ve la situación como algo transitorio, sino como algo que amenaza eternidad por responder a un cambio estructura de hondo calado político: “La noción de Estado–nación -dice el texto- en la que se construyen las bases de la doctrina liberal de los derechos humanos ha cambiado. Asistimos no solo al debilitamiento del Estado-nación sino al fortalecimiento del mercado trasnacional y de actores financieros que a través de empresas o alianzas multinacionales y consorcios económicos definen políticas económicas que inciden en todo el planeta. El credo liberal, signo del pensamiento único, se consolida ante nuevos e inciertos escenarios en el marco de la globalización económica y política. Esta situación aparece al mismo tiempo que los peligros aumentan en el mundo. Algunos provienen de representaciones ideológicas mezcladas con fanatismos religiosos, en que aquellos que pertenecen a otra identidad nacional, religiosa o cultural son considerados enemigos. Otros están ligados a los avances tecnológicos no controlados: desarrollo de medios de control y vigilancia en la vida individual; armas cada vez más peligrosas e indiscriminadas que alcanzan el medio ambiente y la diversidad biológica; intervenciones sobre el ser humano, manipulación de las libertades”. Descripciones, como puede apreciarse, de una situación nueva y diferenciada, estructural y nada transitoria, que justifica la necesidad de una nueva declaración, que en buena lógica habría de revisar el referente de garantía de los derechos.

La segunda consideración aludida se refiere al cambio de sujeto de la declaración. Aunque la Carta de Derechos Humanos Emergentes reconoce y se inspira en el espíritu y principios de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, tiene consciencia de su propia diferencia, al decir: “Mientras que la Declaración Universal de Derechos Humanos (de 1948) surge de una Asamblea de Estados, la Carta de Derechos Humanos Emergentes se construye desde las diversas experiencias y luchas de la sociedad civil global, recogiendo las reivindicaciones más perfiladas de sus movimientos sociales. Asimismo, mientras que la Declaración Universal de Derechos Humanos es una resolución adoptada solemnemente por las Naciones Unidas, como documento fundador de una ética humanista del siglo XX y el “ideal común a alcanzar” desde una óptica individualista y liberal, la Carta de Derechos Humanos Emergentes surge desde la experiencia y las voces de la sociedad civil global en los inicios del siglo XXI”. Lo que significa, en lo que respecta a nuestro tema, que la necesidad y conveniencia de una nueva declaración proviene también de una nueva realidad sociopolítica, en la que “los movimientos sociales” se erigen en protagonistas de la historia, sustituyendo a los Estados, y reivindican una Declaración que reconozca, visualice y sancione este cambio. Sea esta mutación del sujeto histórico real o imaginaria, me parece un buen argumento, al que sin reservas me adhiero.

Por último, la tercera consideración contiene una concepción nueva de los derechos: “Esta Carta (...) concibe los derechos emergentes como derechos ciudadanos. Se trata de superar el déficit político y la impotencia entre los cambios deseados y las precarias condiciones actuales para su realización. Los derechos humanos son, sin embargo, resultado de un proceso inacabado y en permanente transformación. Emergen nuevos compromisos, necesidades y nuevos derechos, pero, sobre todo, aparece una toma de conciencia de las sociedades actuales que hacen visibles a pueblos y grupos sociales que hoy aparecen con voz a través de la emergencia de una sociedad civil internacional organizada. La Carta de Derechos Humanos Emergentes se inscribe como respuesta a los procesos de globalización cuya naturaleza parcial y desigual excluye de sus beneficios a amplias capas de la población mundial, en particular los países subdesarrollados, pero también en los desarrollados, diseñando como marco de relación global un escenario de pobreza, violencia y exclusión”. Como se ve, se trata siempre de revelar la originalidad de la situación histórica actual, que cuestiona la actualidad del Estado y hace emerger nuevos sujetos históricos (referentes de las dos primeras consideraciones), y que también exige revisar el repertorio de derechos, significando su historicidad, como ocurre en esta tercera consideración. Desde la razonable idea de los derechos como respuestas sociales a las necesidades, como repertorios de reglas de convivencia y relaciones sociales, la radical novedad de esta fase de la historia de la humanidad se convierte en la razón última en favor de una nueva Declaración de derechos.

Yo comparto sin reservas los fines de estos tres tipos de argumentos, y la vinculación de los derechos a las condiciones de existencia; pero tengo reparos ante el esquema argumentativo, que no jerarquiza objetivos, que no ordena ni pone límites en los derechos, que se derrama en una inflación de descripciones que ocultan lo esencial con la proliferación de detalles anecdóticos (aunque dramáticos); me surgen sospechas antes descripciones cuyos excesos retóricos banalizan la reivindicación y, sobre todo, amenazan con una alternativa que, en expresión popular, es “más de lo mismo, pero ampliado”. Compartiendo, como digo, el rechazo genérico del obstáculo a batir, el límite a superar, en definitiva, compartiendo la idea de la necesidad o conveniencia de una nueva declaración ajustada a la nueva realidad, me mantengo a distancia por desagradarme la música del canto.

Por ejemplo, siento perplejidad al leer innecesarias reiteraciones como las siguientes: “Hoy ante nuevos contextos y mundialización de la economía, grandes transformaciones de la ciencia y la tecnología, la ingeniería médica, fenómenos como las migraciones mundiales y desplazamientos de grandes núcleos de la población, aumento de la pobreza a nivel mundial y de la extrema pobreza en el tercer mundo, aparición de nuevas formas de esclavitud, agudización del terrorismo y el narcotráfico, pervivencia e intensificación de los conflictos interétnicos y de la hegemonía política de un país ante bloques políticos en construcción en las configuraciones geopolíticas actuales, entre otros grandes desafíos que enfrenta el mundo en la actualidad, surgen también nuevos actores sociales, económicos y políticos que aparecen o se visibilizan en el siglo XXI. Esta Carta corresponde a la idea reciente según la cual la humanidad entera formaría una comunidad política con el deber de asumir su destino en forma compartida. Esto es compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes. Sin embargo, una nueva combinación se impone entre las comunidades plurales y la comunidad política compartida a la que todos pertenecemos”. Ya el texto se las trae, mezclándolo todo, igualando realidades heterogéneas, disolviendo las diferencias cualitativas, contribuyendo, en fin, a extender ese discurso sin determinación de raza, de sexo o de clase, discurso angélico (como en el texto que comentamos) cuando no simplemente cínico (en tantos otros discursos). Ni siquiera se es consciente de que si se prescribe a los pueblos y a los seres humanos “el deber de asumir su destino en forma compartida” la misma reivindicación de derechos parece confusa; al fin, como pensaba Aristóteles, una sociedad de amigos (¿qué otra cosa es un destino compartido?) no se rige por la justicia; ni por los derechos, añadimos nosotros. Ni siquiera se es consciente de que, declarado el Estado un referente inadecuado de la garantía de los derechos, así como la crisis irreversible del estado-nación, suena mal, desentona, la afirmación que recoge la cita: “(este destino compartido) es compatible con el respeto de las comunidades políticas estatales existentes”. Como digo, no me gusta la música que acompaña al discurso renovador.

No es extraño que de este discurso salga un articulado, que al fin es lo decisivo, que no parece hecho para nuestro “mundo mundial”, como dicen los castizos españoles, sino para “nuestro” mundo, un “nuestro” cálido y paternalista, nuestro mundo capitalista occidental. Un mundo que no queremos realmente compartir, pues nuestra consciencia moral sólo llega hasta compartir la idea de ese mundo: es decir, cínicamente proponemos que se universalice nuestro mundo, que los otros lleguen a vivir como nosotros; eso sí, que se las arreglen ellos para recorrer el camino. Como si nuestro mundo no ocupara lugar; como si su existencia no impidiera la universalización que el discurso propone. En resumen: no me gusta lo que atisbo en los márgenes, o en lo no escrito, de ese discurso de los derechos humanos emergentes del Forum.

Pero mi reflexión no pretende ir por aquí, por el análisis crítico de la Propuesta. [2] Sólo quiero hacer mía y plantearme la cuestión: ¿Es necesario o conveniente luchar por una nueva Declaración de Derechos Universales? Esta es la pregunta que quiero responder; esta es la idea que quiero desarrollar aquí.

La referencia al Forum de Barcelona me ha permitido, al menos, dar dos pasos adelante: uno, mostrar que la cuestión no es una preocupación maniática personal y anacrónica, sino un debate que comienza a abrirse espacio, a tener actores; dos, que el Forum, con una numerosa y cualificada representación del pensamiento, de la política y de los movimientos sociales, parece inclinarse por en sí. Lo cual, aunque no comparta todas sus razones ni todas sus propuestas, me anima a seguir esta reflexión, sabiéndome acompañado. “Mal acompañado”, podríamos decir a juzgar por lo antes dicho. Tal vez, pero acompañado, que ya es algo; es bueno sumar adhesiones a este empeño, ampliar el movimiento de quienes comparten ese objetivo; aunque simultáneamente tengamos que disputarnos con ellos dialécticamente el trazado del camino y el diseñó del horizonte. O sea, tenemos que confrontar nuestros discursos. Que es, en el fondo, lo que aquí hacemos.

Creo que no sólo es necesaria una declaración de derechos, sino un nuevo discurso sobre los derechos. Sin un cambio conceptual, que afecte a los fundamentos ocultos del mismo discurso, no se verán con claridad las razones esenciales de la necesidad de una nueva Declaración; y tampoco, lo que es peor, se garantizará que el contenido de la misma no resulte arbitrario, lo que la condenaría a la esterilidad. Mi reflexión, por tanto, se enmarca en una argumentación de la necesidad de una nueva declaración, radicalmente nueva, es decir, no sólo una declaración ampliada o remozada, sino profundamente revisada en su esencia, en su sentido, en sus conceptos. Esta nueva propuesta, por tanto, no debe limitarse a superar las limitaciones tópicas de la Declaración de 1948, sino que debe partir de la crítica al discurso dominante de los derechos.


2. Argumento del desplazamiento ontológico o del giro político.

El primer argumento, en coherencia con lo que acabamos de decir, se basa en la nueva concepción de los derechos exigida por el “giro político” de la filosofía, implicado en la crisis de la ontología esencialista; lo llamaremos argumento del desplazamiento ontológico o del giro político. Ya la Declaración de 1948 daba algunos pasos en este sentido, rompiendo con la posición netamente iusnaturalista de las Declaraciones de derechos americana y francesa de finales del XVIII y anunciando una concepción de los derechos como acuerdos, como compromisos de vida, entre los hombres y los pueblos. En los inicios del siglo XXI esa tendencia debería de ser radicalmente consolidada, sin residuo esencialista alguno.

Este desplazamiento ontológico no es inocente. La concepción metafísica de los derechos, que los deriva de la naturaleza humana, exige pensarlos como eternos e inmutables, descubiertos de una vez y para siempre; su obvia historicidad se enmascara, desde esta perspectiva, como evolución del conocimiento de los mismos, como avance del pensamiento que va descubriendo y sumando a la lista algún derecho hasta entonces ignorado. En cambio, la concepción política de los derechos, que los interpreta como compromisos reguladores de nuestras prácticas sociales, lleva a pensarlos como creaciones históricas, revisables y ajustables a las condiciones de vida. Si la tradición esencialista plantea los derechos como objetos de conocimiento a descubrir en una ontología teórica, la concepción política los considera como ideales de vida en común a construir en una ontología práctica.

No es necesario una exégesis escolástica para poner de relieve que tanto las declaraciones liberales clásicas, al filo de las revoluciones francesa y americana, como la democrático social de 1948 de las Naciones Unidas con el olor a culpa de la postguerra mundial, responden a momentos distintos. En la perspectiva del análisis político, las primeras se corresponden con la idea liberal de un proyecto de estado representativo, esencialmente antidespótico; la segunda, que no corrige a la primera sino que la amplía, incorpora a su idea de estado el elemento social-democrático. Si se prefiere la perspectiva del análisis economicista, las primeras responderían a los retos impuestos por el capitalismo nacional, necesitado de disolver todos los vínculos y adscripciones comunales para crear al individuo, y la segunda a los del capitalismo imperialista, que necesita y puede aliviar las condiciones de vida de los ciudadanos de los estados donde se instala su centro, de las metrópolis, gracias a las plusvalías extraídas de las colonias; o sea, que necesita y consigue regular la explotación de clase añadiendo la explotación de las naciones. No quiero entrar en la explicitación de este análisis, pero me parece que las diferencias hermenéuticas que pudiera suscitar entre nosotros no afectarían a lo sustancial de la tesis según la cual las declaraciones de derechos universales se ajustan a las situaciones políticas y económicas y, en general, a las condiciones de existencia de los individuos y los pueblos. Y si esta idea queda a salvo, ya es suficiente para nuestro objetivo actual de defender una concepción radical y consecuentemente política de los derechos.

Efectivamente, nadie podrá cuestionar la profunda transformación de la sociedad de nuestro tiempo. Lo apreciamos, sin duda, en la crisis de la democracia parlamentaria, basada en la idea de la búsqueda de la verdad y la justicia por la vía de la confrontación dialéctica, hoy banalizada y reducida a forma legitimadora por la confusión de la práctica política con la búsqueda de consensos y acuerdos de las partes; no es difícil comprender que la complicada estrategia de construcción de la “voluntad general”, en cuyo marco tomaban sentido las instituciones de la democracia clásica (Parlamento, partidos políticos, sindicatos, instituciones vecinales, civilistas y culturales, etc.) ha sido simplificada por las encuestas sobre la marcha de los mass-media en esa parodia consentida que es hoy la democracia de opinión (que seguramente el marxismo clásico, pero también el liberalismo clásico de Mill o Tocqueville, habrían llamado “dictadura de la opinión”).

Por otro lado, si fijamos la mirada en el orden económico, las profundas transformaciones se agigantan; el término “globalización”, constantemente sobredimensionado, más metáfora que concepto, de momento nos sirve para denotar esa nueva metamorfosis del modelo capitalista, cuya presencia notamos y cuyo destino se nos oculta. Sería una lamentable ceguera reducir su esencia a meros cambios cuantitativos, por colosales que estos sean; sería un perezoso simplismo pensar el mundo globalizado solamente como límite anunciado de la socialización de la producción que convierte la totalidad en una gigantesca fábrica sin muros cuya deriva nos afecta a todos. Creemos que la globalización, a veces de modo inconsciente, designa no sólo la universalización geopolítica del proceso de socialización del trabajo, como culminación de esa voluntad infinita de expansión y dominio del capitalismo, sino también la universalización ontológica, la culminación de su otra voluntad, igualmente infinita, de convertir todas las esferas de las práctica humanas, todas las formas de existencia, en procesos normalizados, disciplinados, patentados por la racionalidad instrumental y evaluados según el único criterio del valor de cambio. Si Lukács y Adorno, entre otros, ya anunciaban la irrupción de la forma del capital en la producción artística, hoy ese proceso se culmina y se amplía al pensamiento, a los sentimientos, a los sueños, e incluso a lo que hasta entonces, en línea marcusiana, se revestía de irreversible: el gesto de rebelión, la negación absoluta, la posición antisistema.

En estos tiempos de “individualismo gregario”, de “rebeldes integrados”, de éticas indoloras, de políticas si verdad, de moralidad sin deber, de inflación de derechos, ¿no parece necesario un nuevo compromiso entre hombres y pueblos que oriente nuestra actitudes, que nos permita distinguir a los amigos de los enemigos; que nos proporcione una bandera, a los de la rivera izquierda del gran río, para estos tiempos sin fe ni esperanza; que posibilite un tipo de unidad y de escisión alternativas a la que fijan las religiones, etnias, culturas y adscripciones prepolíticas, topografía ésta de la diferencia objetiva cuya hábil gestión es hoy un eficaz frente de reproducción del nuevo capitalismo globalizado? El capitalismo de ayer concretó su ideal político en las declaraciones universales de derechos; aquel ideal simulado de uniformidad, que tanta sangre costó a los pueblos, hoy tiende a ser sustituido por el ideal disimulado de la consagración de la diferencia. Y ese desplazamiento puede ser vivido como una victoria contra ese Estado al que Nietzsche llamaba “el más frío de los monstruos fríos” por quienes no sepan ver el cambio de naturaleza del capitalismo que, diestro en la estrategia maquiavélica, hoy necesita disimular el ideal que ayer simulaba.


3. Argumento de la ineficiencia actual.

El segundo argumento deriva directamente de la experiencia del fracaso del discurso de los derechos. Por una parte, resulta obvio que el discurso se ha generalizado: los individuos y los pueblos se creen sujetos de derechos y los estados se confiesan vasallos a su servicio. Si excluimos los momentos históricos de locura, que sin duda los hay, hemos de reconocer que hasta las más sanguinarias dictaduras asumen públicamente el discurso. De forma simultánea y generalizada se ha simulado la sacralización de los derechos del Hombre y se ha disimulado la práctica de genocidios y barbaries. A todas luces el discurso se revela ineficiente, tanto porque puede ser impunemente violado cuanto porque puede ser usado como legitimación de estrategias perversas de destrucción de seres humanos y pueblos. Doble frente de ineficiencia que conviene distinguir:


3.1. (Deficiencia por impunidad). Entiendo que el discurso sobre los derechos, tanto en su filosofía de fondo cuanto en la forma de las Declaraciones, no puede ser cuestionado por su impotencia, por su incapacidad para imponer de facto sus reglas. El discurso no fracasa porque, aquí o allá, se violen los derechos; esta debilidad práctica no afecta a la bondad y a la legitimidad de la idea. En cambio, éstas sí quedan afectadas si permite violaciones impunes; la impunidad en la violación de los derechos pone de relieve la inactualidad del discurso sobre los mismos.

En nuestro tiempo esta impunidad hace acto de presencia lamentablemente con excesiva frecuencia. Dos son los escenarios más comunes, aunque no los únicos, de esta aparición. El primer escenario, cuando la violación manifiesta de los derechos es consentida con consciencia de impotencia; cuando, entre perplejos y resignados, no aprobamos la barbarie pero nos refugiamos en la consolación del oportuno “¿qué podemos hacer?”. Recuerdo la experiencia de Sarajevo de nuestra Europa Occidental, tan adicta al discurso de los derechos. Recuerdo que, entre perplejos y entregados, discutíamos si era preferible seguir contemplando el genocidio con nuestra mala consciencia, con consciencia de culpa, o apoyar lo que se veía inevitable: que fuera el ejército de los EE. UU. a acabar con la barbarie. Hoy, con el terrible espectáculo de las pateras hundidas en nuestras costas y de las alambradas en serie alzadas en tierra firme, se reproduce la misma consciencia desgraciada. Nos sentimos culpables, pero, “¿qué podemos hacer?”, nos preguntamos unos a otros y a nosotros mismos

Les ruego que no interpreten esta reflexión como una crítica a la cobardía de los individuos ante el mal; éste no es aquí mi problema. Cuando hablo de la ineficiencia del discurso sobre los derechos no me refiero a algo subjetivo, como la poca convicción nuestra para defenderlo, o el débil compromiso actual con los mismos; me refiero a que ya en su formulación en la Declaración de 1948 (en las Declaraciones Americana y Francesa del XVIII es aún más patente) la mayoría de las veces, para determinados derechos, no se fija el referente de efectividad con suficiente claridad y fuerza. Por ejemplo, al referirse a los derechos sociales dice el texto en el Art. 22: “Toda persona, como miembro de la sociedad -nótese que no se dice de la sociedad internacional, de la comunidad internacional, o de la humanidad, indefinición sospechosa-, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Desde cualquier punto de vista, sea el de la moral común, sea el de la política democrática, éste artículo pone sobre el tapete algunos de los derechos más importantes para el ser humano en el momento actual. Sorprende, por tanto, que en lugar de responsabilizar de su efectividad solidariamente a todas las comunidades políticas, de las locales a las internacionales, la declaración de esos derechos “económicos, sociales y culturales” no pase de ser una mera exhortación a la benevolencia y a la beneficencia, a la buena voluntad cuya finitud es de antemano justificada con esa sorprendente doble referencia del esfuerzo solicitado: por un lado el esfuerzo nacional se subordina a “los recursos de cada Estado”, dejando así a la suerte o a la injusticia de la historia -con frecuencia, a la corrupción política- que decida el destino de esos derechos; y se subordina también ese esfuerzo nacional solicitado, de manera enigmática, cosa que nos llena de perplejidad, a “la organización” de cada estado. Esta referencia, o es trivial e innecesaria, o sirve para legitimar la desigualdad sangrante entre los ciudadanos de los diferentes estados. En todo caso, la otra referencia compensatoria, la que se hace a la comunidad internacional, no se fija como deber de ésta ante un derecho de los seres humanos, sino que se evoca como “cooperación”, que en el vocabulario occidental quiere decir voluntaria y humanitaria. Por tanto, este importante artículo más que fijar derechos mínimos formula una simple desiderata humanitaria.

Las carencias de la Declaración de 1948, que permiten la impunidad, y con ello la ineficiencia, avalan así la conveniencia de una nueva declaración que deje bien claro ante qué instancias, individuales, locales, nacionales o internacionales, la violación de estos derechos ha de rendir inexcusablemente sus cuentas. En el Forum se insistió mucho en lo que llamaban “principio de exigibilidad de los Derechos Humanos. Se entendía que en esa exigibilidad radicaba la substancia de los mismos, pues sus carencias no provenían de su aceptación formal, cada vez más extendida, sino de su respeto: “Desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamara los Derechos Universales del Hombre, hace ya más de medio siglo, muchas otras declaraciones y manifiestos se han rubricado en el mismo sentido. A pesar de ello, estos derechos siguen siendo violados constantemente y su aplicación en el conjunto de la humanidad sigue siendo más una excepción que una regla. Desde muchos movimientos sociales se critica el excesivo énfasis normativo sobre los derechos en contraste con lo que se considera una escasa voluntad de prevenir o penalizar su violación. Muchas de estas críticas atribuyen esta poca eficacia de las Naciones Unidas a su estructura representativa basada en los estados, estados que en muchas ocasiones son los propios violadores de los derechos o que en otras ocasiones callan y toleran las violaciones a cambio de otros intereses económicos o militares” [3].


3.2. (Ineficiencia por perversión). Pero hay otro frente de ineficiencia de la Declaración de 1948 aún más peligroso. Me refiero a la posibilidad que encierra el propio discurso sobre los derechos de un uso fraudulento del mismo. La reciente guerra de Irak, y la confrontación entre Israel y los palestinos, nos ofrecen oportunas ilustraciones. Ejemplos más finos, jurídica y moralmente, que aquellas burdas dictaduras, tan abundantes en nuestro espacio ibero–americano, que justificaban el asesinato en masas en nombre de la verdadera fe. El dictador Franco, digámoslo de pasada, declaró la guerra a “comunistas, judíos y masones” en nombre del Hombre. Lo de Irak, digo, ha sido más refinado: para liberar a un pueblo de un sanguinario dictador que hasta ayer fue nuestro amigo y aliado, a quien apoyamos militar y económicamente en sus barbaries, se esgrime la declaración de derechos humanos: la libertad de los iraquíes, los derechos políticos, el derecho de los hombres a vivir en paz. En su nombre se destruye un estado, un país, y decenas de miles de seres humanos; en su nombre se condena a la miseria y a la desesperación a un pueblo al que mañana, sin piedad, se abandonará a su suerte. Y en nombre de la libertad y de la democracia se crean “guantánamos”, tierra de hombres sin derechos, y prisiones de “horror y erotismo” ejemplares.

Es peligroso que una declaración de derechos, un acuerdo entre hombres y pueblos, tenga lagunas que permitan la impunidad; pero es aún más terrible que permita en su nombre la masacre de los derechos de los individuos y los pueblos. Ambas razones juntas constituyen, a mi entender, un argumento redoblado para promover una nueva declaración en que la simulación y la disimulación no tengan cabida.


4. Argumento de la banalización.

No acaban aquí los males de la Declaración de 1948, que revelan su vejez e inactualidad. A la lista debemos sumar también la banalización del discurso sobre los derechos acentuada en las dos últimas décadas. Banalización que considero tanto más grave cuanto que forma parte de la degradación de la idea de ciudadanía a la que asistimos impávidos e impotentes, cuando no simplemente inconscientes. La ciudadanía es la idea que concentra el ideal político de los pueblos. Definir el modelo de ciudadano equivale a dictar las reglas de construcción de la república y de funcionamiento de la misma. Por tanto, si hablamos de degradación de la idea de ciudadanía estamos apuntando también a la crisis de la república, de la comunidad política. Y, a nuestro entender, en esa crisis enraíza la banalización del discurso sobre los derechos. No sería difícil, y valdría la pena hacerlo, pensar las declaraciones americana y francesa del XVIII y la Declaración de 1948 desde el modelo de ciudadano que proponen. Pero no es ésta nuestra tarea aquí.

No nos parece exagerado decir -y lo hemos argumentado en otros momentos y lugares- que seguimos viviendo de la idea de ciudadanía que definiera T. H. Marshall en Ciudadanía y clase social. [4] De las tres dimensiones que distinguía en la misma, pertenencia, participación y derechos, la principal la constituía esta última; con el tiempo, este enfoque acentuaría esta vertiente, tal que la calidad de la ciudadanía se confundiría con el repertorio de derechos que se gozaban. La cosa era muy simple: el ciudadano se distingue del súbdito (que simplemente pertenece a la comunidad política) en que goza de derechos; y es tanto más ciudadano, se razonaba, tiene tanta mayor cualidad su ciudadanía, cuantos más derechos goce. La lucha política tomará y hará suyo este referente de lucha por más y más amplios derechos; la evolución política de nuestros estados se medirá por el abanico de derechos que consigue para sus miembros; la calidad política de una sociedad, por tanto, se medirá por los derechos que se gozan en ella.

A partir de esta idea puede verse la evolución social en función de la expansión de derechos. Claro está, en cada momento se reivindican y consiguen diferentes tipos. Las declaraciones americana y francesa del XVIII se centran en los derechos políticos; la Declaración de 1948 incluye un repertorio de derechos sociales; nuestras sociedades actuales han conseguido los llamados derechos de tercera generación, los derechos del cuerpo, etc. Lo importante aquí y ahora no es contar esa historia sino resaltar este enfoque conforme al cual la calidad de la ciudadanía, y por tanto de la vida humana, viene determinada por la cantidad y amplitud de los derechos que se gozan. En la misma quedan revueltos los derechos-libertades (libre pensamiento, libertad religiosa, asociación política) con los derechos sociales (educación, trabajo, vivienda, sanidad, pensiones) y los llamados emergentes (libre opción sexual, ciudades sin ruido, medio ecológico de vida) y de los consumidores.

El resultado es lo que hemos llamado banalización del discurso de los derechos, pues, por un lado, se tiende a pensar que se tiene derecho a todo lo que se imagina posible conseguir en el Estado en que vivimos, sea o no realmente posible y sea o no razonable perseguirlo; por otro lado, de forma ligera e hipócrita aceptamos que dichos derechos del ciudadano de países ricos y poderosos puedan ser universalizados y gozados por todos los seres humanos. Es decir, instauramos una redescripción del discurso sobre los derechos en claves de consumidores compulsivos, inconscientes y frívolos. Compulsivos, en cuanto convertimos nuestra existencia política en una carrera por acumular títulos de derechos de toda índole; inconscientes, porque no nos paramos a pensar la sostenibilidad de tal orden social, sostenibilidad que para ser un concepto éticamente digno y económicamente serio ha de incluir la posibilidad real de su universalización; frívolos, porque no asumimos el compromiso de su efectividad a nivel global, sino que proclamamos la desiderata y dejamos que cada uno se las arregle como pueda allí donde esté.

Quiero enfatizar la inevitabilidad de la figura del consumidor compulsivo de derechos, habitual del llamado mundo occidental, lugar privilegiado del capitalismo del consumo al que dicha figura es intrínseca. El ciudadano del “primer mundo” (y la clasificación se hace en base a los registros de derechos de que consta su ciudadanía) colecciona derechos como mercancías, como si fueran –y de hecho lo son- formas del capital. Derechos como títulos objeto, que podamos usar, guardar o negociar, como propiedades absolutas que son y que, por tanto, no nos obligan a nada. Derecho a votar, pero sin obligación de hacerlo y, sobre todo, sin obligación de hacerlo con honestidad e información, pensando en el bien común; derecho a la paz, pero sin la obligación de participar en la defensa nacional, encargada a mercenarios socialmente rehabilitados, y sin mala consciencia de mantener el bienestar interior promoviendo guerras en el exterior; derecho a la propiedad, a que nos la proteja el Estado, pero sin el compromiso de repartirla o al menos de usarla para el bien común en situaciones límites. Incluso estamos a un paso de conseguir el derecho a destruir nuestro cuerpo y a que las tabacaleras nos indemnicen por ellos; y el derecho a mutar la especie con la ingeniería genética al tiempo que canonizamos las especies en vías de extinción.

Estas reflexiones me llevan a concluir la necesidad de una nueva declaración de derechos en un nuevo discurso sobre los derechos. Una declaración que fije los derechos universales posibles en un mundo finito en recursos, que tenga en cuenta la sostenibilidad. Esa nueva declaración universal no puede ser la universalización imaginaria del horizonte de derechos del ciudadano de los países capitalistas poderosos; al contrario, deberá de ser una declaración que ponga límites a esas pretensiones infinitas de estos consumidores de derechos compulsivos: los límites necesarios para la universalización efectiva de los derechos del hombre fijados por la nueva declaración. Estos límites, conviene decirlo, no deben ser pensados como una pérdida, se viva la misma como renuncia moral o como restricción inevitable;  sólo desde la consciencia y perspectiva del consumidor compulsivo de derechos parecerá tal cosa, y desde la misma se hará imposible. Por el contrario, la vía de solución pasa por una redefinición de la “calidad de la ciudadanía”, proyecto en el que estamos comprometidos en nuestro grupo de investigación “Crisis de la razón práctica” y en el Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona, en que los límites no sean limitación o restricción, sino desplazamientos en las necesidades y en la forma de satisfacerlas, en los valores éticos y en las formas de apropiarse el mundo. Pero este es otro tema, y ciertamente muy complejo.


5. Argumento de la ciudadanía mínima universal.

El último argumento que expondré aquí se refiere directamente a una falta de contenido que, si ya nos parece una lamentable carencia de la Declaración de 1948 por no contemplarlo, hoy se nos antoja insufrible no reivindicarlo. Nos referimos al derecho a la ciudadanía, es decir, el derecho de cada hombre a elegir la comunidad política en la que quiere realizar su vida. Hemos defendido esta tesis, con más erudición histórica y extensión argumentativa en otros textos [5]; aquí nos limitamos a exponer brevemente el eje de nuestra reflexión.

Partimos de un supuesto empírico fácil de compartir, a saber, que el momento geopolítico actual está caracterizado por potentes flujos demográficos que ponen a la orden del día el tema de los “sin papeles”. Esta situación, que no nos paramos a describir, lanza a nuestra cara el reto de pensar radicalmente el tema del derecho a la ciudadanía. Si ustedes repasan las Constituciones liberales de los pueblos Iberoamericanos, al conquistar su independencia, podrán apreciar que en enorme medida en ellas se recogía el derecho de cualquier hombre, originario de cualquier parte, a incorporarse a la nueva república. Respondía, sin duda, a una situación demográfica y económica, pero también a ciertas ideas que filósofos como Locke y Kant teorizaron y revolucionarios como Saint Just, Robespierre o Anakarsis Clotz defendieron, aunque no lograran incorporarlas a los textos constitucionales. En cualquier caso, hoy también estamos en una situación económica y demográfica particular, y hoy también comienzan a resurgir ideas de defensa del “derecho olvidado” (el derecho a elegir nacionalidad).

I.Kant, en el “Tercer artículo definitivo de la paz perpetua” se refiere a este derecho a la ciudadanía diciendo: “Tratase aquí (…) no de filantropía, sino de derecho”. Y añade: “de aquí se infiere que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es una fantasía jurídica, sino un complemento necesario del código no escrito del derecho político y de gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la Humanidad y favorece la paz perpetua, siendo la condición necesaria para que pueda abrigarse la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico” [I. Kant, Proyecto de paz perpetua]. Saint Just, líder revolucionario jacobino, propuso un modelo de Constitución (leído en la sesión del 24 de Abril de 1789, en la Convención Nacional) que al leerlo me produce envidia. En las “Disposiciones fundamentales”, dice: “Los extranjeros, el respeto del comercio y de los tratados, la hospitalidad, la paz y la soberanía de los pueblos, son cosas sagradas. “La patria de un pueblo libre está abierta a todos los hombres de la tierra”(Art. 1).

En la Constitución del 24 de junio de 1793, momento de Robespierre, se dice en su Art. 4: “Tout homme né et domicilié en France, âgé de vingt et un ans accomplis ; – Tout étranger âgé de vingt et un ans accomplis, qui, domicilié en France depuis une année, – Y vit de son travail, – Ou acquiert une propriété, – Ou épouse une Française, – Ou adopte un enfant, – Ou nourrit un vieillard; – Tout étranger, enfin, qui sera jugé par le Corps législatif avoir bien mérité de l'humanité, – Est admis à l'exercice des Droits de citoyen français”.

Pues bien, estos ideales no tardaron en diluirse y ocultarse. En la Declaración de 1948 el tratamiento del derecho a la ciudadanía es manifiestamente mejorable. Tres artículos recogen lo poco que se dice sobre el tema. El Art. 14 no afecta a nuestra reflexión, pues se refiere al “derecho de toda persona a buscar asilo, y a disfrutar de él en cualquier país” (Art. 14.1); es decir, no se afirma como un derecho universal, del individuo qua ser humano, sino derivado de una condición especial, contingente: la situación de persecución política; por tanto, aunque tiene para nosotros un gran valor, nada tiene que ver con la libre elección de ciudadanía.

El Art. 13 se aproxima a nuestro problema al decir: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (Art. 13.2). No sabemos si se trata del derecho a unas vacaciones internacionales, de viajes de negocio, o del derecho a emigrar. En este último supuesto, que se acerca a nuestro tema, sólo se nos ocurre pensar: ¿qué sentido tiene otorgar a los hombres el derecho a emigrar sin el correspondiente derecho a inmigrar?. Pero, no busquen ustedes en el texto, este derecho ni se menciona. Tienes derecho a salir, pero no tienes lugar adonde ir.

En el Art. 15 se afirma con solemnidad que “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad” (Art. 15.1). Algo es algo, aunque en el contexto de la declaración no sé si es propiamente un derecho o una imposición. Porque en modo alguno se cuestiona el hecho (no el derecho) universal de que las personas han de resignarse a la ciudadanía que les concedan, habitualmente la del lugar de nacimiento, conforme a tradiciones tan poco racionales y defendibles como el ius sanguinis y el ius solis, y excepcionalmente como benevolencia o beneficio mutuo. Eso sí, se afirma que “a nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad” (Art. 15.2); pero se silencia pertinazmente que ningún estado está obligado a concederla, con lo cual el derecho a cambiar no es derecho a elegir sino derecho a buscar. [6] Algo es algo. La Declaración de Derechos Humanos de la ONU, pues, no sólo ignora el derecho a elegir nacionalidad, sino que con ello rebaja el ideal de la Revolución Francesa.

Nos parece este un poderoso argumento en defensa de una nueva Declaración; un símbolo de los nuevos derechos que exige la situación actual. Ahora bien, por tratarse de un argumento de contenido, que no plantea meramente la exigencia de una renovación que adapte lo viejo a lo nuevo, en cuya formulación abstracta pueden coincidir los opuestos, sino que abre una línea de concreción política, sin duda tendrá más resistencias. El discurso meramente renovador puede ser una forma de disimular lo que está en juego. Podemos apreciarlo en el comentado texto del Forum Mundial de las Culturas de Barcelona, en su citada propuesta de una Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes, que apuesta por una nueva declaración pero olvida, tanto o más que la Declaración de 1948, la problemática de la ciudadanía, cuya relevancia y urgencia actuales parece incuestionable. De ese modo, bajo la llamada al cambio de Declaración se corre el riesgo de que lo esencial quede intocado, silenciado.

Efectivamente, en la citada propuesta de derechos emergentes se recogen y se postulan como derechos universales del hombre todo lo imaginable en las sociedades capitalistas opulentas, desde el derecho al “agua potable y una alimentación adecuada”, a una “renta básica” universal y a la paz, hasta el “derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro”, a “disfrutar de la biodiversidad” y a que no haya “contaminación acústica”. Desde el derecho al “ahorro energético”, a la “gestión de residuos, reciclajes, reutilización y recuperación”, hasta el derecho a “espacios verdes en las ciudades” y el “derecho a la información medioambiental”. Desde el derecho a la democracia, a “ser consultados”, y a la información, hasta el “derecho a ser administrados eficazmente”, el “derecho a la verdad”, y el “derecho al descanso, al ocio y a disfrutar del tiempo libre”. Pues bien, en esta apetitosa lista inacabable, donde se da rienda suelta a la imaginación (aunque, como sabemos desde Foucault, la imaginación también está gestionada por el poder y a su servicio, y cuanto más suelta más servil) si buscamos el derecho a la ciudadanía nos llevamos una gran desilusión: no aparece. Sí, lo que oyen, ni una sola palabra. Bueno, para ser justos, dentro del título de “Derechos sociales y de solidaridad” se hacen dos alusiones que, aunque muy indirectas y marginales (y terriblemente sospechosas, pues parecen recoger la ley de nuestro país), con generosidad podrían interpretarse como alusivas al derecho de ciudadanía (lo cual es peor, pues sin su presencia podríamos creer que los declarantes fueron víctimas del olvido). La primera alusión la encontramos en el Art. 6: “La comunidad internacional y los Estados facilitarán la integración de los que han venido de fuera y adoptarán políticas activas para evitar el establecimiento de guetos y concentraciones excluyentes”.

¡Increíble!. Les ponemos las vallas y, si a pesar de eso saltan y, al fin, los usamos para nuestros trabajos marginales, reivindicamos su derecho -¡de ellos!- a ser integrados y dispersados para que no nos excluyan (o avergüencen) con sus guetos. ¿Lo entienden ustedes? Es una propuesta del ICDH, de un Instituto cuya profesión de fe es la defensa de los derechos y de la igualdad de derechos. De verdad, me alegraría mucho saber que he leído mal el texto, que me he saltado algún artículo o no entiendo la lengua; pero me temo que ni lo uno ni lo otro.

La segunda alusión está en el Art. 7, donde se dice que los Estados tienen la obligación de atender de forma “humanitaria” (luego no es un derecho) las solicitudes hechas por padres o hijos de entrar en un Estado “a efectos de reunificación familiar”. Algo es algo, y aquí nada es despreciable, pero tengo la sospecha de que cuanto mayor presencia tenga la caridad, cuanto mayor sea la frecuencia con que hayamos de recurrir a ella, sea en su figura vieja de la beneficencia o en la moderna y remozada del humanitarismo, con más evidencia resalta la ausencia de los derechos.   

Eso es todo. Créanme, eso es todo. Ni una sola palabra más en un texto en el que se nos reconoce (a nosotros, los del mundo civilizado y rico, pero también a los otros, de los otros mundos), el derecho a “nuevas pedagogía educativas”, a la “calidad de los productos alimenticios”, a la “identidad cultural”, al “sosiego y a un tráfico urbano ordenado”, a un “urbanismo armonioso y sostenible”. Estoy citando literalmente, sin pretensiones de exhaustividad. No me atrevería a calificar de superfluo absoluto estos “derechos”, que desprenden olor a privilegios del mundo capitalista, pero sospecho que en gran medida son relativamente superfluos para nosotros, que los tenemos al alcance de la mano, y extraños para esa inmensa humanidad que tiene otras urgencias que resolver. No he oído nunca que ninguno de los inmigrantes que deambulan y se esconden en nuestras ciudades pidan derechos tan selectos como la pedagogía interactiva, el etiquetado de los alimentos o ciudades silenciosas; ellos nos suelen pedir simplemente “papeles”. Más que pan nos piden papeles, nos piden dejarles compartir ciudadanía; y los deportamos.

Como vemos, las propuestas de cambio no siempre van hacia el lado bueno. Yo creo, con Anacharsis Clotz, que "no somos libres si las fronteras extranjeras nos detienen a diez o veinte leguas de nuestra casa", que "no somos libres si un sólo obstáculo político detiene nuestra marcha física en un sólo punto del globo".  Me emocionan sus palabras, propuestas -aunque rechazadas- a la Convención francesa de 1993, cuando se elaboraba una nueva Declaración de derechos universales del hombre: "Los derechos del hombre se extienden a la totalidad de los hombres. Una corporación, una nación, que se dice soberana hiere gravemente a la humanidad, revolviéndose contra el buen sentido y el bienestar. Desde esta base incontestable se deriva de forma necesaria la soberanía solidaria e indivisible del género humano. Porque queremos la libertad plena, intacta, irresistible, no queremos otro amo que la expresión de la voluntad general, absoluta, suprema, del género humano. Pero si encuentro en la tierra una voluntad particular que se cruza con la universal, me opondré a ella. Y esta resistencia es un estado de guerra y de servidumbre respecto al cual el género humano, el Ser Supremo, hará justicia tarde o temprano".

Tal vez ya ni somos capaces de creer en estas cosas. Pero al menos deberíamos de tener la honestidad filosófica –pues a eso nos dedicamos- de reconocer que son bellas, verdaderas y justas. Con o sin fundamentos onto-epistemológico me parecen bellas, verdaderas y justas. Por ello me gustaría que un día ocuparan el frontispicio de una nueva Declaración de Derechos Universales -si no son universales serán privilegios, por mucho amor que pongamos en la salsa- de los Seres Humanos.


J.M.Bermudo (2005)




[1] Pueden verse todos los textos e intervenciones de las sesiones en la web del Forum de Barcelona.

[2] Lo he hecho en otros escritos, como: “Ciudadanía e inmigración”, en Estudios políticos 19 (2002): 9-33 (Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia); “Reflexionando sobre la ciudadanía”, en Revista Internacional de Filosofía Política (2004); “La ciudadanía en un mundo globalizado”, en Actas del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política. Universidad de Alcalá de Henares, 16-20, Septiembre de 2002; “Defensa de una ciudadanía mínima universal”, en Actas del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política. Universidad de Alcalá de Henares, 16-20 Septiembre del 2002; “El derecho olvidado”, en Revista Internacional de Filosofía política, 25 (2006): 89-108. Pueden encontrarse en esta web, www.jmbermudo.es.

[3] Refiere al Principio de exigibilidad de los Derechos Humanos: “Para que la declaración de los derechos universales del hombre proclamada hace más de 50 años sea verdaderamente efectiva cabe también reclamar, junto a los derechos instrumentos y mecanismos para la denuncia y sanción de la violación de los mismos. Desde los movimientos sociales que demandan una reformulación y actualización de los derechos humanos se reclama el principio de exigibilidad de éstos. Este principio entiende que la defensa de los derechos humanos tiene que comprender la búsqueda de mecanismos vinculantes para los estados respecto a su aplicación, así como la denuncia y sanción de cualquier manifestación de obstrucción a la realización de estos derechos. El principio de exigibilidad reivindica disponer de instrumentos, mecanismos y procedimientos de protección a los derechos humanos, de modo que cualquier violación de los mismos no quede impune, ni cualquier víctima se quede sin una reparación. Un primer elemento de este principio se centra en l obligación de los estados a aceptar sin reservas la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional. La organización de las Naciones Unidas deberá adoptar todas las medidas necesarias para prevenir y detener las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos allí donde se produzcan. Asimismo, los estados deberán abstenerse de adoptar disposiciones de amnistía, prescripción y eximentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de violaciones graves de los derechos humanos. El principio de exigibilidad entronca con la idea de una democracia internacional y con la reclamación de la necesidad de una política mundial basada en la sociedad civil como alternativa a la política internacional entendida únicamente como relación entre estados, en la que conceptos como “asuntos internos” o “principio de la no injerencia” han permitido la constante impunidad de la violación de los derechos desde que éstos fueron declarados como universales hace ya más de medio siglo” (Proyecto de Carta de Derechos Humanos Emergentes. Los derechos humanos en un mundo globalizado. Diálogo de referencia: Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos. http://www.fundacioforum.org/b04/b04/www.barcelona2004.org/esp/banco_del_conocimiento/docs/OT_46_ES.pdf.

[4] T.H.Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1992.

[5] Ver los artículos ya citados de J. M. Bermudo, “El derecho olvidado” y “Ciudadanía e inmigración”. También Filosofía y globalización. Medellín (Colombia), Universidad Bolivariana, 2003.

[6] Por otra parte, como algunos derechos sociales contemporáneos, como el derecho al trabajo, o el derecho a la vivienda digna.