FIN DE UNA ÉPOCA:
DEL CIUDADANO AL CONSUMIDOR





1. El ser y las máscaras.

Pensar la sociedad presente es el compromiso que se espera de la Filosofía Política. Para ello, para comprenderla, esta tarde he seleccionado un par de máscaras de la misma, un par de figuras, sin duda esenciales, pero que no agotan ni mucho menos su infinita potencia de ser. Esas dos figuras son la del “ciudadano” y la del “consumidor”, cuya tensión desgarra a quienes cabalgamos sobre dos épocas del capitalismo. Son como dos rostros síntomas de nuestra esquizofrenia, dos máscaras que no enmascaran, sino que expresan.

Permitidme hacer una digresión sobre las máscaras. Ya se sabe, “persona” viene del etrusco “phersona”, y significa “máscara”. Todos desempeñamos una pluralidad de roles, nos travestimos en una pluralidad de máscaras. Si somos algo, somos esa intersección de roles-máscaras sucesivos, interconectados, sobredeterminándose. El Dios cristiano, por eso es omnipotente, no se oculta tras las tres personas, sino que aparece en ella, mostrando así su infinitud. La sustancia spinoziana tampoco se oculta tras sus atributos, sino que se expresa en ellos, mostrando así su inagotable riqueza ontológica. El yo íntimo, el sujeto humano, no lo tiene tan fácil: la pluralidad de funciones amenaza su identidad. De ahí que vea en las máscaras no su poder creador, no su riqueza ontológica, sino el disfraz, el simulacro, la ocultación de su ser. La máscara pierde su estatus de forma de aparición del ser para devenir ocultación del mismo. El yo huye irreductible a las apariencias, no se deja atrapar en la jaula del lenguaje, se postula inefable. Aunque no podrá impedir la sospecha de la filosofía: si el Señor no aparece nunca, por qué creer en su existencia, nos venía a decir Diderot en su Promenade du sceptique.

Somos esa sucesión de apariciones en escenas, de máscaras, de enmascaramientos; el ciudadano y el consumidor son dos de ellas. Dos máscaras que, a un tiempo, ocultan nuestra realidad, lo que verdaderamente somos, y nos permiten ser de la única manera posible, apareciendo. Recordemos: ni el Dios cristiano ni la Sustancia son fuera de sus “personas” o sus “atributos”.

Para cerrar este excurso: ¿hay algo más tras ella, algo que se esconde y aparece, más allá de una exigencia lingüística? ¿O sólo hay el ser de la cebolla, que se agota en sus camisas? Seguramente es una cuestión ontológica originaria y, como tal indecidible. Pero creo que estamos obligados a pensar que sí, que hay algo irreductible tras las máscaras, a saber, la posibilidad de ser otras cosas, de llevar otras máscaras. Cada máscara oculta a las otras; cada forma de ser oculta o desplaza otras formas de nuestro ser. La presencia de una implica la ausencia de las otras. Cada una de esas máscaras es eso, un rostro nuestro, que no oculta mal “verdadero”, sino a otras posibilidades de ser.

Regresemos a nuestro tema: el ciudadano y el consumidor son dos posibilidades en lucha, enfrentadas a muerte, disputándose nuestro ser. Es obvio que son dos figuras históricas, específicas de nuestras sociedades capitalistas democráticas. El ciudadano y el consumidor, en sus distintas variantes y metamorfosis, son invenciones, instituciones, creaciones de nuestra civilización. Así como los atributos spinozianos eran infinitos, aunque la sustancia sólo se expresara en dos relevantes para el hombre, res cogitans y res extensa, el pensamiento y la materialidad, así el ciudadano y el consumidor son dos posibilidades humanas de ser propias del capitalismo, y circunscriben al mismo los límites de su existencia. Veamos, pues, estas dos figuras.


2. Las dos figuras.

Ciudadano y consumidor son tal vez las más bellas máscaras de nuestras sociedades modernas, capitalistas y democráticas. Dos grandes ideales, surgidos uno al principio y otro al final, y con una relación rara entre ellos, pues se exigen y se niegan. En cierto modo se exigen, pues en el ideal del ciudadano se encuentra el bienestar, el consumo; y en el ideal del consumo está la ciudadanía, el consumo de derechos; pero al tiempo que se exigen, se excluyen, en tanto se disputan a muerte la hegemonía del ser del hombre, del sujeto. Es algo así como la relación de dominación entre el amo y el siervo. Ayer el amo era el ciudadano; hoy lo es el consumidor. Describamos estas dos figuras.


2.1. (El ciudadano). La creación, la institución del ciudadano, aunque sea en el imaginario, pasa por ser el acto más grandioso de emancipación, la mayor y más radical desacralización de las fuerzas objetivas, transcendentes, a las que los seres humanos habían estado sometidos, en cuyas figuras habían enajenado su alma, su voluntad y su destino: Dios, la naturaleza, la Historia, la Sociedad… Y seguramente es así.

La figura del ciudadano equivale en el fondo a la “divinización del hombre”. Éste, tras milenios de existencia sometido a la exterioridad, enajenado en una u otra transcendencia, se declara por fin dueño de su vida y autor del mundo, con derecho a hacerlo a su manera (a elegir religión, orden político, sistema jurídico, creencias científicas, destino histórico…). Y, sobre todo, se declara con derecho a decidir libremente sobre su vida individual y social, a ser autor de su ser, de sí mismo: se atribuye y ejerce su derecho a la autodeterminación. El “ciudadano” es el ideal del estado moderno, burgués, capitalista, que piensa el hombre como “individuo”; como ideal, es irrealizable, inalcanzable, pero actúa de referente y tiene efectos prácticos. Nos indica el lugar adonde ir y el camino a seguir.

Pero la misma idea del ciudadano, -ideal del estado moderno y, por tanto, exigencia del orden económico capitalista, no lo olvidemos- en su concepto, encierra una contradicción: en su esencia se confrontan irreductibles dos principios, el de individualidad y el de igualdad. Es la contradicción que señalara Marx entre el “hombre” y el “ciudadano”, expresada en las Declaraciones de derechos. Veámosla:

a) La burguesía, la filosofía burguesa, hace de la individuación un criterio de valor. Leibniz lo había sostenido en su ontología: “el ser es uno o no es”. Distinguirse, diferenciarse, destacar, sobresalir… son connotaciones de esa voluntad de individualidad. Los griegos, los filósofos presocráticos, sin esta pasión moderna de la individualidad, llamaban “hybris” a esa voluntad de diferenciación. Y la consideraban una “injusticia cósmica”, contra el orden del mundo. Recordemos el fragmento de Anaximandro: “De allí de donde todo procede, allí regresa por necesidad, como expiación de sus culpas…”.

Con la modernidad la hybris se sacraliza, y pasa a ser constituyente del ser individuo. Ser es ser uno, ser distinto; ser es distinguirse, separarse, aislarse, definir bien sus fronteras, sus límites frente a los de otro. En rigor, ser equivaldrá a ser frente o contra otro. La sociedad es un “contrato” entre individuos que consagra los derechos, vividos como protección de la individualidad. La individualidad, por tanto, constitutiva de la vida privada, del burgués naturalizado en la privacidad, rompe la homogeneidad del ideal ciudadano. El “individualismo posesivo” enfatizado magistralmente por Macpherson, casa mal con la universalidad intrínseca al ideal de ciudadanía. Ese conflicto es transparente en el librito de J.St.Mill, On Liberty, auténtico catecismo liberal, donde ve la democracia como amenaza del individuo. La democracia le parece excesivamente niveladora, excesivamente masificadora. En ella, según Mill, el número se impone al individuo; los valores de masa se imponen a los de los grandes individuos. La democracia ahoga al individuo, lo disuelve en la mediocridad de lo homogéneo.

b) Pero esa misma clase burguesa, que hizo de la individuación una regla de vida humana, hace de la igualdad la esencia del ciudadano. El ciudadano es el hombre igual. Si en la esfera privada se sacraliza la diferencia, en la pública, en el mundo político jurídico, se consagra la igualdad. La ley es ciega al vestuario, a las casacas y estandartes, a las genealogías; ante ella se invisibilizan las diferencias. Así, en la igualdad pública, se consigue la emancipación, la liberación de toda sumisión a la particularidad.

Por eso Kant, cuando se refiere a la Constitución, no duda de que será republicana. La Monarquía implica el reconocimiento de al menos un ser superior en derechos, implica desigual; implica sumisión. ¿Y si la monarquía se elige libremente? Eso es poco probable, pensaba Kant, quien en todo caso contaba con el argumento que esa pregunta había dado Rousseau: si un hombre elige la servidumbre, es que no es hombre, es que ha perdido la naturaleza humana, su infinita y originaria voluntad de libertad, tal vez por los siglos de existencia encadenados.

Los protagonistas de la revolución Francesa, la más antimonárquica de las revoluciones, y tal ver por ello la más bella, puso en el ciudadano el título más honorable: “ciudadano presidente”. No hay mayor expresión simbólica de la igualdad social, de la igualdad de esencia. Lo esencial es ser ciudadano: “presidente” o “juez” o “general”… son simples identificaciones funcionales. Hoy hemos perdido esa sensibilidad, y por encima del título de ciudadano oponemos otros muchos: Señoría, Majestad, Alteza, Santidad, Molt Honorable, Excelentísimo, Rector Magnífico…. En estos tratamientos ocultamos la igualdad de esencia, cosificando la determinación funcional.  Y pronto nosotros, y ellos, olvidamos que son antes que nada ciudadanos iguales, para reverenciarlos (y temerlos, envidiarlos, obedecerlos) por su diferencia, que de accidental y contingente ha devenido esencia. Hoy es más importante ser “excelentísimo” o “Señoría” que ser simplemente ciudadano, aunque el texto constitucional, originario, diga lo contrario.

Creo que esta pérdida de calidad de la figura del ciudadano es un síntoma de que ésta en nuestros tiempos ha perdido atractivo, pasando a ser mero sujeto de derechos abstractos. Es frecuente oír, ante situaciones de quejas o denuncias a las decisiones de la administración, que el argumento no es: “soy ciudadano”, sino “soy contribuyente y pago mis impuestos”. Pobre ciudadanía ésta, fundada en algo tan contingente como el pago de impuestos. Robespierre, en su famoso “Discurso sobre el marco de plata”, en la Constituyente francesa, tenía claro que la ciudadanía no se derivaba del estatus económico o social. La ciudadanía no derivaba de ninguna particularidad (raza, religión, condición, propiedad, conocimientos….), sino que era expresión de la esencial y absoluta igualdad. A veces pienso que el odio histórico hacia Robespierre no deriva tanto de su condena del rey cuanto de su defensa de que fuera ejecutado en la guillotina, un arma grosera de ejecución popular. Lo que no se soporta es la falta de distinción, de que no fuera al menos una guillotina de oro…


2.2. (El consumidor). Es impensable la sociedad capitalista moderna sin esa figura del ciudadano; del mismo modo, es impensable la nuestra, el capitalismo contemporáneo, sin la figura del consumidor. La figura del ciudadano nació en sus comienzos, y con el tiempo ha ido languideciendo; fue el ideal del estado burgués mientras pudo mantener un ideal, hasta que la experiencia, tozuda, minara su fuerza, debilitara su capacidad de persuasión. Debemos sospechar que si ayer el capitalismo necesitaba ciudadanos para reproducirse, hoy necesita de otra figura, la del consumidor, más reciente, mucho más reciente. Digamos algo sobre ella.

Las categorías, las más universales, no dejan de ser históricas, es decir, de tener metamorfosis, de adoptar formas y figuras institucionales diversas. Consumo siempre ha existido como determinación biológica. Como necesidad y como placer, ambas cualidades biológicas, el consumo es tan antiguo como el mundo. En el capitalismo esa categoría se modifica y pasa a ser una determinación de la producción: “consumo productivo”. No han desaparecido sus funciones biológicas, pero aparecen nuevas determinaciones que dan lugar a un nuevo concepto. En el capitalismo el consumo forma parte del proceso productivo; éste consume materias primas, medios de producción y fuerza de trabajo. Del valor producido, parte va a la reproducción; el consumo pasa a ser en cantidad y cualidad función de la producción. En ese proceso el individuo trabajador consume para reproducir su fuerza de trabajo, única mercancía que puede vender, única fuente de vida. Como “consumidor productivo” es un elemento subordinado a las exigencias de la reproducción ampliada. Y como en esta fase dicha exigencia pasa por reinvertir la mayor parte posible del plusvalor, el consumo productivo aparece afectado de austeridad, ascesis, racionalidad. Ahí arraiga la ideología burguesa del ahorro, que casa bien con la doctrina cristiana y con las modernas ideologías del “consumo sostenible”.

Pero el “consumidor”, el ser humano con alma, con esencia de consumidor, no se confunde con ese “consumo productivo”; es una figura muy reciente, propia de una fase específica del desarrollo del capitalismo. Las necesidades actuales del sistema no pasan de manera generalizada por maximizar la reinversión del plusvalor (si acaso, por optimizarlo en función del valor añadido), sino por realizarlo de cualquier manera, en especial en consumo no directa o inmediatamente productivo. De ahí la necesidad de la nueva figura de “consumidor emancipado”, liberado de las determinaciones productivas, de la racionalidad.

Para decirlo de forma contundente, a riesgo de haber de matizar más tarde, creo que esta figura se constituye como fetichización de una función, de una determinación del capitalismo contemporáneo, que ahora necesita al hombre, además de en sus dos funciones clásicas de productor de valor y de consumidor productivo, en una nueva, la de consumidor consumista. En ésta el consumo no regresa a la producción, pero la hace posible en tanto que permite realizar el plusvalor, única vía del capital para valorizarse.

Permitidme una clarificación: en la figura de “consumidor productivo” el trabajador ha de consumir “racionalmente”; cualquier irracionalidad altera la regla: el salario es el valor de reproducción de la fuerza de trabajo, no permite veleidades ni excesos. En cambio, el consumo del “consumidor consumista o aluvial” es ajeno a esa racionalidad instrumental: comprado el objeto, no importa si lo aprovecha al máximo; al contrario, cuanto menos lo aproveche más “racional” al sistema, pues antes compra otro. Hay que destruir los productos de consumo, hacer lugar, facilitar el flujo… Se trata de la cosificación de una función, de la sacralización de una necesidad, la idealización de una servidumbre.

El capitalismo contemporáneo necesita el “consumidor consumista”, como el estado liberal necesitaba ciudadanos, sujetos de derechos. Y, como los necesita, los crea; para ello cuenta con las nuevas técnicas de la biopolítica, inseparables de este proceso. Y crea la conciencia, la ideología, adecuada para ello; crea la axiología y la ontología para ello. El capitalismo crea las instituciones y figuras que necesita; en ello le va la sobrevivencia.

Hay, pues, que pensar estas figuras como determinaciones del capitalismo; y hay que distinguir entre su formulación ideal y su concreción histórica. Pero no para rendir culto al ideal y condenar su realización (ésta es la gran trampa de las ideologías, que nos permite soñar con un “ciudadano” como dios manda y un consumidor razonable e incluso solidario), sino para cuestionar radicalmente el modelo social que se legitima con la hábil gestión de esas figuras ideales.


3. Cada sociedad produce lo que necesita.

Éste es un principio universal que parece obvio aplicado a los seres vivos y a las especies. Ciertamente, Spinoza, en su Ética (proposición VI), lo consideraba principio ontológico universal: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” aplicable a todas las cosas del mundo. El principio de inercia sería un corolario en el campo de los fenómenos físicos. Platón, cuando describe en su República la ciudad ideal, no duda en basar su perfección en su autarquía, en no depender de las otras; o sea, en producir todo lo que necesita. La moderna idea de la soberanía recoge la misma idea: soberano es el país que decide su destino, que no está subordinado a ningún otro poder, que depende de sí mismo.

Pues bien, el capitalismo también tiende a perseverar en el ser; como su esencia es la valorización (no confundamos riqueza con capital), ha de crear constantemente las condiciones que le permitan seguir ese proceso, ese destino -¡esa condena!-. Si no lo pensamos así, como una estructura con “vida” que tiende a sobrevivir, no entenderemos mucho de lo que ocurre.

Podemos y debemos anticiparnos a las críticas en el horizonte, que denuncian la identificación de una estructura con un organismo, atribuyéndole por analogía conciencia, voluntad y finalidad. Cierto, es un error pensar el capitalismo como una máquina exterior a nosotros, un monstruo que nos determina y domina desde fuera, que gestiona desde la transcendencia nuestros sentimientos, nuestra voluntad y nuestras ideas; es un error pensarlo como una estructura inerte. Yo al menos lo pienso como un sistema con vida, del que formamos parte los individuos, los colectivos, los pueblos. La exterioridad es sólo una distinción analítica en el seno de esa totalidad compleja -¡como la sustancia spinoziana!-, una totalidad que sí tiene “finalidad” precisamente porque incluye a los individuos que, estos sí, tienen fines, instintos, intereses, deseos. Valga como metáfora del capitalismo la de un tren cuya energía motriz la constituyen las almas de los viajeros, su movimiento se alimenta de sus vidas.

Ahora bien, ¿es necesario el ciudadano para la valorización del capital? En las representaciones subjetivas el ciudadano parece enfrentado y exterior al capitalismo, como se expresa en nuestros días en ese debate entre descriptivo y normativo de la elación entre política a economía. Por otro lado, el capitalismo puede reproducirse, al menos aparentemente, sin ciudadanos; en muchas situaciones y aspectos le vienen mejor los súbditos. Ciertamente, las cosas parecen así, pero ya sabemos que a la realidad le gusta disfrazarse. Hoy es más difícil verlo, pero en sus orígenes es obvio que el capitalismo necesitaba del ciudadano. Formularé sin desarrollar dos argumentos al respecto, uno histórico y otro ontológico.

1º Argumento histórico o exterior: El capitalismo necesitaba el acceso al poder de la burguesía, al fin la clase social que en aquellos momentos llevaba adelante la expansión del capital: el ciudadano es la figura político jurídica con que la burguesía se enfrenta al poder aristocrático y feudal.

2º Argumento ontológico o interno: A diferencia de otras formas de producción, la capitalista ejerce la dominación a través de un contrato de trabajo, de intercambio de mercancías, entre hombres libres e iguales, hombres con derechos. (Marx decía que los derechos del hombre y del ciudadano no son tanto conquistas del estado como creaciones del mercado; y si es ésta una open question en el orden histórico, en el orden lógico no le falta sentido).

Ambos argumentos llevan a creer que, efectivamente, el capitalismo necesita el ideal del ciudadano incluso en su sentido estricto, como “ciudadanos activos”, que se vean a sí mismos sujetos del poder. Claro está, necesita el ideal, pero no su realización; instaurado el gobierno representativo por una burguesía con las riendas económicas en sus manos, pronto sintió que le bastaba y sobraba de facto con “ciudadanos pasivos”, meros sujeto de derechos.

El capitalismo también necesita del consumidor, ayer en la figura de “consumidor productivo” y hoy en la más reciente de “consumidor consumista”. En su etapa burguesa, el capitalismo producía al consumidor de una manera poco eficiente, mediante un salario que no aspiraba a otra cosa que evitar un ritmo excesivamente acelerado de agotamiento de la fuerza física. La voracidad del capitalista, su ciega tendencia a la valorización, le impedía ver sus intereses objetivos y se resistía a pagar el salario justo, en el sentido de ajustado a la reproducción de la fuerza de trabajo. Pero la historia es magistra vitae, y no tardaría en forzar la conciencia de esa necesidad de crear el “consumidor productivo”. En un principio pasaba con la fuerza de trabajo lo que con los recursos naturales de donde procedían las materias primas: eran tan sobreabundantes, que se veían como inagotables. Se depredaban la naturaleza física y la naturaleza humana, los cuerpos orgánicos e inorgánicos… Eso era irracional, y pronto el capitalismo generaría la conciencia de la necesidad de incluir entre los costos de producción el mantenimiento de la naturaleza y del cuerpo humano. Comienza ahí la ecopolítica y la biopolítica.

Hoy no sólo necesita el “consumidor productivo”, es decir, el productor que, en cuanto tal, para reproducirse, ha de consumir; hoy necesita una nueva figura, la del “consumidor aluvial”, una figura del proceso capitalista que funciona como su condición de posibilidad. Y como necesita esa función, la crea, produce ese elemento, ese cuerpo, esa “máquina deseante”, que dice Deleuze, que sirve de gozne de ese giro permanente, infinito, de la valoración del capital. En esa figura le va al capitalismo contemporáneo la vida; hoy es tan imprescindible como ayer la del ciudadano. Aunque no lo parezca, el capitalismo no nos quiere pobres.

El capitalismo, pues, produce las figuras que necesita y en el momento adecuado, así las del ciudadano y la del consumidor. Las produce como ideales y las realiza modificadas, debidamente adaptadas a su destino. Así, el ciudadano es útil al capitalismo como ideal, pero no soportaría su realización. [Ya lo dio Marx, la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano es la filosofía, el ideal, del estado burgués, que nunca realiza, que siempre sacrifica.] El reino de los ciudadanos sería una democracia radical, un incondicionado y no mediatizado gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y ahí no tendría sentido la explotación ni la opresión. Por su parte, la figura del consumidor, en cambio, le resulta más útil cuanto más completa sea su realización. Si los individuos no fueran finitos incluso en su potencia de consumo –la económica y la biológica-, si éstas fueran infinitas, el capitalismo lograría su vida eterna. Una demanda infinitamente infinita impondría el “crecimiento perpetuo”, haciendo impensables las crisis.


4. Hoy no se necesitan ciudadanos: luego no se producen.

Esta tesis puede parecer muy radical; al fin, puede objetarse, somos ciudadanos, tenemos derechos de ciudadanía y todo eso. Bien, la matizamos: hoy el capitalismo no necesita aquel ideal burgués de ciudadanía, que en stricto sensu, era eso, autodeterminación. Me refiero a la idea de ciudadano, revolucionaria en su época, que aparecía en el republicanismo cívico de Maquiavelo o Rousseau, de Robespierre, Saint Just o Kant. En su lugar ha aparecido otra, coetánea de la primera, menospreciada por el republicanismo radical, pero que ha ido ganando asentamiento con el triunfo liberal, o sea, con asentamiento del capitalismo. Por tanto, el ciudadano conforme a su concepto, conforme a esa idea, ha desaparecido objetivamente y está a punto de hacerlo subjetivamente. Del bello ejercicio de igualitarismo y virtud cívica que culminaba en la expresión “ciudadano presidente”, se ha regresado a las relaciones antiigualitarias del Majestad, Alteza, Santidad, Molt Honorable, Excelentísimo y Magnífico, Señoría.

Hoy resplandece otra idea de ciudadano, ya formulada en la Revolución Francesa por las fuerzas liberales, denominada “ciudadano pasivo”; hoy es hegemónica la idea de ciudadano como sujeto de derechos, civiles, políticos y sociales, la idea liberal descrita por T.H. Marshall en Ciudadanía y clase social (1950). Distingue en su concepto tres elementos: la pertenencia; los derechos (civiles, políticos y sociales) y la participación. En el devenir histórico el segundo elemento ha crecido y se ha adueñado del concepto. Hoy se llama ciudadanía a la posesión de derechos; el ciudadano es el propietario de derechos, como títulos que usa o no en su vida social, política o económica. Paradójicamente, si bien los derechos abren y fundan la posibilidad misma de participación, en el desarrollo de las democracias capitalistas este elemento de la ciudadanía ha sido sacrificado. Queda como añoranza formal de la izquierda, que con frecuencia niega en su propia praxis interna.

En otro lugar (mi libro Adiós al ciudadano), he defendido que la esencia del ciudadano, la idea que lo instituye, es la de autodeterminación. Ciudadano es una figura del hombre social que no admite normas o leyes que no sean suyas, que no se las dé a sí mismo. Por eso Rousseau, el filósofo de la ciudadanía, decía que no se es siervo por estar sometido a las leyes, por estar sometido a la voluntad general; se es siervo en cuanto se está sometido a la voluntad de otro particular, en cuanto se han de obedecer unas leyes que no se reconocen como propias. En cuanto se reconoce y legitima la desigualdad.

Pues bien, en las diversas Declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución Francesa, en unas más que en otras, debo reconocerlo, se afirmaba como “derecho natural”, universal, imprescriptible, el derecho a ser “ciudadano activo”; se exigían fundamentalmente los derechos de participación política, el derecho a construir la ciudad. Se decía vulgarmente: “derecho a gobernar”. Los otros derechos, los del “ciudadano pasivo”, los derechos a la educación, a la salud, a la integridad física, a elegir lugar de residencia no eran suficientes; los derechos sociales, los derechos del cuerpo, etc., no se formularán con fuerza hasta la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Por tanto, quedémonos con esta idea: las primeras declaraciones de derechos se centran en el sagrado e irrenunciable “derecho a gobernar”, esencia de la ciudadanía.

Así se entendió desde las gradas enemigas. Edmund Burke, un intelectual culto, progresista, ilustrado, defensor de las libertades y el bienestar de todos los súbditos de su Majestad la Reina de los británicos y sus colonias, que como tantos otros filósofos lúcidos habían reivindicado la llegada de razón en los estandartes revolucionarios, se horrorizó al ver el rumbo de los republicanos franceses con su derecho a gobernar. Como tantos otros filósofos de la época, dio la espalda a la revolución presente que había reivindicado y aplaudido cuando era sólo futuro. Escribió un célebre libro, que os recomiendo: Reflexiones sobre la Revolución Francesa. Es un libro brillante y útil aún para comprender nuestro presente. Pues bien, en sus páginas opone al “derecho natural a gobernar” el no menos natural “derecho a ser bien gobernado”. Éste es el axioma del pensamiento conservador ilustrado: los “súbditos” tienen derecho a ser gobernados por los mejores, en virtud y saber.

Pensadlo bien, este principio tiene su lógica y su encanto, es muy seductor. Tiene tanta lógica y encierra tanta seducción que hoy se ha instalado en nuestras sociedades, como la mejor expresión de la ausencia del viejo ideal burgués de ciudadanía (y, claro, de cualquier otro ideal de ciudadanía alternativo). Ese discurso aparece camaleónico en todos los rincones sociales.

Efectivamente, aparece en la esfera de los gestores del capital, cuando ladinamente claman por la gobernanza como alternativa de eficiencia a la democracia. Los parlamentos, asambleas o foros sociales son sustituidos por los “grupos de expertos” o por “comisiones de sabios”, que el poder político económico instrumentaliza a las mil maravillas. Pero aparece también en la esfera de los movimientos sociales, donde es frecuente escuchar la identificación de la política con la corrupción y la ineficiencia, tal que se renuncia a contaminarse y se opta por pedir desde fuera: “haced justicia, resolvednos los problemas”.

Desde dentro de la política, los profesionales, responden incansables la máxima que no cumplen, la de resolver los problemas de la gente, las de escuchar las peticiones de la gente, reafirmando a coro que lo que quiere la gente es que se preocupen y resuelvan sus problemas. Y, como efecto de esos discursos, y al mismo tiempo que “a posteriori” los legitima, los individuos repitiendo la letanía aprendida del “buen ciudadano” actual: no me importa uno u otro partido, todos son iguales, lo que quiero, lo que exijo, es que me resuelvan “nuestros” problemas.

Todas estas posiciones expresan y contribuyen a reproducir una misma realidad: el desplazamiento de la idea republicana de ciudadano por la de mero “ciudadano pasivo”, que responde mejor a la expresión “ciudadano súbdito”, y que el catedrático de Filosofía del Derecho Juan Ramón Capella los llama en su libro “ciudadanos siervos”. Porque un pueblo que sólo aspira a ser bien gobernado, que considera como norma sagrada ser gobernado por los mejores, es un pueblo de súbditos, como el de la Monarquía moderada, con su “gloriosa revolución” de 1688, que defendía Burke.

No se necesitan ciudadanos; sólo simulacros de ciudadanía para legitimar las formas de decisión y dominio. Identificar la ciudadanía y su calidad con la cantidad de derechos que disfrutamos es una perversión del concepto y de la figura: es pensar el ciudadano en escala de consumidor. J.St. Mill retaba a los hombres a elegir entre ser Sócrates insatisfecho o un cerdo satisfecho. Hoy asistimos a la victoria sobre el ciudadano insatisfecho del súbdito satisfecho. Y, ¡oh paradoja!, ni nos garantizan esa mediocre figura de súbdito sostenible. Esperemos que de la indignación, del momento de indignación de los súbditos, o de ciudadanos asistidos, nazca una nueva primavera del ciudadano. La Historia, al fin, nunca regresa, nunca camina hacia atrás, aunque se obstine en parecerlo.


5. Hoy se necesitan consumidores: luego se producen sin límites.

El capitalismo, lo he dicho, tiene un único destino, inexorable: su valorización. Sin esta finalidad, no tendría sentido, y daría paso a otras formas económicas diferentes. ¿Cómo se valoriza? Ésta no es la ocasión apropiada para explicar el mecanismo, pero sí para subrayar algunos rasgos que eviten confusiones y abran vías de inteligibilidad. Partamos de una aclaración: el capital, contra la apariencia, no se valoriza en el mercado sino en la fábrica. Aunque parezca que todo lo importante se decide en el mercado (los sueldos, los contratos, los intercambios, la distribución de los beneficios…), lo importante para el capital, la producción del valor, se crea en la fábrica; el plusvalor se crea en los sótanos, en la penumbra, no en los lugares luminosos de la plaza de mercado. Es como el poder, actúa en la cocina y las cloacas de palacio, no en el ágora, no en el Parlamento. Éstos son los lugares del “fenómeno”, no del “noúmeno”, diríamos siguiendo a Kant. Son los lugares iluminados de la ciudad, donde reinan la libertad, la igualdad y la fraternidad (aunque ésta no tanta); donde se escenifica la justicia y la vida ética, en mayor o menor grado, con mayor o menor calidad y autenticidad. Pero la “cosa en sí”, el valor que nutre el capital, que lo renueva y acrecienta, ése se produce en lugares oscuros y por mecanismos opacos, tras las máscaras.

Lo que es inevitable para el capital es que, para valorizarse, y si no se valoriza no es capital, ha de producir plusvalor, y éste se produce en la fábrica, en el proceso “productivo” propio. Y lo produce como puede, según las condiciones históricas y sociales que le toquen en suerte. En sus orígenes, el capitalismo tenía serias limitaciones para producir. Salió adelante con una estrategia clásica, la de la austeridad y el ahorro, elevados a valores morales, que dejan su sello en la cultura burguesa (recordad los textos de Samuel Smiles que con finura nos ha comentado el Prof. Biagini: el salario no debía incluir el vicio, sólo la reproducción de fuerza de trabajo y el ejercicio de austeras virtudes productivas).

Pero, además de producir el plusvalor, éste ha de revertir al proceso productivo (reproducción ampliada). La estrategia óptima pasaba por revertir la mayor parte posible de la plusvalía conseguida en un ciclo productivo al ciclo siguiente, incrementando y mejorando los medios de producción en general. Obviamente, esta acumulación de capital se hacía a costa del consumo improductivo, soportable gracias a una “cultura victoriana”, que sacralizaba la vida austera, la vida ascética, la renuncia, la austeridad rural, monacal y “espartana”…, cultura que, por suerte, conciliaba bien con la tradición moral cristiana. Leed el imponente libro de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La ideología ayudaba a esa forma de reproducción.

Esa estrategia también incluía como elemento activo el de “primar la productividad”. Es la época de los ingenieros y los técnicos, y de los obreros cualificados. Eran los mejor pagados y los de mayor estatus social. Sobre su capacidad de innovación pivotaba el destino del capital de una nación.

¿Había consumo? Claro, sin consumo no hay vida; la fuerza de trabajo se repone mediante el consumo, las máquinas y las materias primas se gastan en la producción, se consumen; las energías se consumen; la ampliación del capital es aumento del consumo. Todo esto es “consumo productivo”, ya lo hemos dicho; es imprescindible para la producción. Además, cosa aún más importante, sin consumo el capital no rota, no realiza el plusvalor. Ningún capitalista produce consecuentemente mercancías que no pueda vender; es su suicidio. El consumo tiene ese doble momento: de realización del plusvalor y de reproducción de los medios de producción, que en conjunto hacen rotar el capital, posibilitan la circulación del mismo.

En nuestros días eso ha cambiado: el nuestro es un capitalismo de consumo. La nuestra es una sociedad de productores (que consumen para producir); es también, y al mismo tiempo, una sociedad de consumidores (que producen para consumir); es una sociedad de consumidores netos, de “consumidores improductivos”. Y aquí conviene afinar el lápiz, con dos aclaraciones:

a) “Improductivo” es el consumo que no produce valor, aunque sea, y lo es, necesario para mantener el sistema productivo, la rotación de capital, su valorización.

b) El ser humano, el trabajador, en el capitalismo contemporáneo, que es cualitativamente consumista, pero que mantiene su dimensión productiva, se ve lanzado a una doble esquizofrenia: por un lado, ser trabajador de día y consumidor de noche, encarnar alternativamente esas dos figuras; por otro, ser consumidor productivo (exigencia de su función productora) y consumidor neto, o plus-consumidor, en su función nocturna.

Esta doble escisión, doble esquizofrenia, tiene unos efectos culturales, ideológicos y antropológicos de gran magnitud, que aquí no nos detenemos a comentar. Pero que puede intuirse por el hecho de que hoy el capitalismo tiene su principal reto en el frente del consumo; su sobrevivencia pasa por reproducir de forma ampliada las condiciones de consumo creciente, infinito. Hoy el capitalismo puede vivir con tasas de desempleo escalofriantes y con cierres de empresas inquietantes. Puede destruir potencial productivo, necesita hacerlo para seguir adelante, para salir de sus crisis; en cambio, lo que le inquieta, lo que no soporta, es la “caída del consumo”. Hoy juega un papel más relevante y decisivo el consumidor que el productor.

Para muestra un botón: acaban de hacer una nueva ley nuestros gobernantes -no han consultado con los ciudadanos porque somos súbditos, no lo olvidéis- según la cual se concede automáticamente la ciudadanía al extranjero que compre una casa de más de 500.000 euros o que invierta en títulos más de 1,2 millones de euros. La ciudadanía se compra, se regala al consumidor; al fin, la ciudadanía hoy es cosa de consumidores.

Lo diré de forma provocativa: ya somos más importantes como consumidores que como productores; el sistema puede prescindir de nosotros como productores, pero no como consumidores. Llagará el día en que nos paguen sin trabajar, sólo para consumir. ¿Nos habremos emancipado del trabajo? Tal vez, pero no del sistema productivo del capital.


6. El buen consumidor: el hombre sin “esencia”.

Una sociedad se autodefine por lo que produce, y por cómo lo produce; la nuestra es una sociedad consumista porque produce consumidores. Producir “consumidores” es una tarea de diseño, de precisión. Podríamos pensar que la condición suficiente es elevar el potencial de consumo; aunque poderosa, no es suficiente. De hecho, esta figura de consumidor no depende del poder de compra. La burguesía de ayer tenía ese poder, y no respondía a la figura; amplios sectores populares de hoy son poco relevantes en cuanto a su poder de consumo, pero responden bien a la figura.

El nuevo consumidor consumista no es simple determinación cuantitativa; es toda una manera de ser, de sentir, de actuar. Pasa por romper con la tradición ascética cristiana y burguesa, contra lo que se llama “sentido común” (la batalla contra el lujo se inició en los albores mismos de la modernidad). Rousseau nació como escritor interviniendo en ella: su Discurso sobre las ciencias, las artes, que le permitió el salto a la fama literaria, era una intervención en el debate sobre el progreso, y en especial de los gastos suntuarios, que en el XVIII alborean en las principales y más ricas ciudades.

No, no sólo hay que vencer la larga y densa tradición ascética, sino la inevitabilidad de que el buen consumidor haya de seguir siendo al mismo tiempo buen productor. El capitalismo ha de seguir produciendo, el valor se produce en las fábricas. Aunque los ingenieros y los científicos pierdan importancia relativa, estatus social –el estatus en el capitalismo se mide por las respectivas remuneraciones de las diversas actividades y servicios-, frente a las nuevas profesiones sacralizadas en la sociedad de consumo, sigue siendo necesaria la producción, la innovación…

Fijemos esta idea. Las figuras del trabajo eminentemente productivas, ligadas a la ciencia y a la técnica, pierden relevancia relativa frente a las directamente relacionadas con el consumo (comerciales, marketing, publicidad…). Y especialmente respecto a las profesiones más características de este modelo de capitalismo consumista, ligadas al consumo del ocio. Hoy los nuevos dioses, los líderes en estatus-ingresos, están en las actividades dirigidas a matar el aburrimiento, que podemos llamar “consumo de ocio”. Antes el ocio (otium) era lo opuesto al negocio (nec-otium). Era “tiempo libre”, liberado. Hoy es espacio de consumo especializado, inagotable por su infinita profundidad: siempre es posible más.

De la misma manera que a la naturaleza le repugna el vacío, el consumidor no resiste el “ocio”, no soporta un momento sin consumir. No soporta el aburrimiento, le angustia. ¿Resistiríamos sin rebeliones sociales una semana sin TV y sin internet?

Hoy los nuevos dioses están en el futbol, en el tenis, en el periodismo audiovisual, en todas aquellas áreas que constituyen nuevas formas de consumo, que extienden el negocio al corazón del ocio. Hoy no hay ocio al ir en tren, al pasear por la calle o en las vacaciones. Consumimos incansablemente imágenes, voces, informes, noticias… ¿Son instrumentales para la producción? Pensadores como Negri han reformulado la idea de “intelecto universal” de Marx, y apuestan por ver productividad efectiva, creación de valor, en esa esfera del no-trabajo. Pero yo creo que ese consumo no es productivo; aunque sin duda es instrumental para la reproducción del capital. El consumidor, a diferencia del trabajador, contribuye a la reproducción del capital no ya cooperando en la producción de valor, produciendo plusvalor, sino haciendo posible la rotación del capital, realizando el plusvalor.

La contradicción antropológica, y cultural, y ética, de nuestro tiempo tiene ahí su raíz: la doble condición humana en el capitalismo consumista. Éste necesita imperativamente que por la mañana seamos productores: y eso quiere decir, disciplina, orden, autocontrol austeridad, entrega, sacrificio… Además, en nuestro nivel de desarrollo tecnológico, la fuerza de trabajo ha de estar constantemente recualificada: reciclajes permanentes, eternos, inaplazables. Lo experimentáis en vosotros mismos: se han acortado académicamente las licenciaturas (son caras…) pero se hace necesario ampliar el periodo de formación, con masters y postgrados renovables. Bien, ese es el homo oeconomicus diurno, que, como Drácula, al llegar la noche ha de travestirse en homo ludens (recordemos el libro del mismo nombre de Johan Huizinga, el autor de El Otoño de la Edad Media). Son dos figuras antagónicas, enfrentadas, insoportables la una a la otra. Lo que en aquél era previsión y futuro, en éste es espontaneidad e inmediatez; la voluntad de poder, de crear, de determinar, deja el paso a la relajación, la flexibilidad, la vida como degustación (expresión afortunada de Viçens Verdú).

Permitidme decir ahora algo provocador: la génesis del consumidor desde el ciudadano es un proceso de infantilización, un regreso a la “minoría de edad”. La nuestra es una sociedad crecientemente infantilizada. Esta infantilización aparece con distintos rasgos, como la creciente estetización de la vida (frente a la moralización o racionalización de la misma); o en la hegemonía de una existencia instalada en la inmediatez; o en la reaparición de una ética del sentimiento, del buen corazón, de la solidaridad, sin deberes, sin sacrificios. Me explicaré.

La figura de este consumidor se corresponde muy bien con la simbolizada por Nietzsche en la figura del niño, frente al camello y el león. Son tres símbolos de la actitud en el mundo, de la conciencia moral, de las formas de percibir la realidad. El camello es la tradición, la carga, la racionalidad, el cálculo, el sacrificio del presente al futuro; el león es la negación, la revolución, otra forma del poder, otra forma de ser esclavo; el niño es la inocencia, la espontaneidad, la inmediatez, la máxima estetización de la vida.  El niño simboliza la emancipación de la productividad, de la responsabilidad jurídica o social, de la obligación y del deber, o en positivo, la instantánea, contingente e inmediata entrega al deseo. A la inocencia no se le exige moralidad ni verdad, ni responsabilidad ni consecuencia; es eso, inocencia creadora, voluntad de autosatisfacción.

El buen consumidor tiene mucho de infantil. No es aquel burgués kantiano que tiene sus hábitos tan arraigados y sacralizados que es esclavo de los mismos; el buen consumidor es ese ser indeterminado, sin atributos, sin pre-juicios, liberado, que se entrega a sus sensaciones (que vive como emancipación); que va a comprar algo y se trae otra cosa si no lo encuentra; o que pasa delante y entra y compra siguiendo pulsiones, mecanismo de servidumbre que vive como libertad de hacer lo que quiera con lo suyo. En el consumidor el acto de comprar no tiene nada que ver con la satisfacción de una necesidad remotamente ligada a sus funciones productivas; el buen consumidor requiere el olvido de que es trabajador. Consumir no tiene tampoco nada que ver con el placer, que en todo caso es un efecto colateral. Es un acto de identidad, una afirmación de su ser, una expresión de lo que realmente es. Parafraseando: “consumo, ergo sum”. Hemos pasado del trabajo, en el capitalismo burgués, al consumo como lugar, medio y forma de expresión del ser. Pero, ¿qué es realmente ese consumidor? Un eslabón del capital: la fetichización de una función de servidumbre.

El buen consumidor no tiene sus límites en los objetos materiales; consume sentimientos, valores y derechos. Hoy se compran las emociones, es obvio; suelen llamarse “experiencias”. También se compran valores: se participa en los telemaratones, donde envías lo superfluo, lo que te sobra (si eres famoso una corbata, una foto firmada, que se metamorfosea en dinero en la subasta); se participa en el comercio justo, comprando la tranquilidad de la conciencia con un pequeño diferencial en el costo. Y la culminación de la sofisticación consumista: con un céntimo por coca o por birra, se compra el título de solidario, se hace la buena acción del día. Cuanto más consumas, más solidario te sientes. Y no digamos del consumo de derechos, donde se baten todos los retos. En el Forum de las Culturas de 2002, en Barcelona, se elaboró una carta para promover una nueva “Declaración universal de derechos humanos emergentes”, (declaración que se realizaría en Monterrey dos años más tardes), que sustituiría a la de 1948. Pues bien, en ella, además de decir en el preámbulo que “los hombres y mujeres tenemos muchos más derechos de los que nunca hemos imaginado”, lo que parece invitarnos a trascender nuestra propia imaginación, se lleva a la práctica con generosidad esa recomendación. Según esa declaración tenemos derechos tan peregrinos como a la “pedagogía activa”, a “ciudades sin ruidos”  o al “reciclaje” (hasta los deberes se transmutan en derechos). Ciertamente, mi imaginación al menos nunca lo hubiera sospechado.

Pero, ¿cómo se llega a fabricar ese voraz consumidor? Los procesos son complejos, sin duda; las técnicas de manipulación son infinitas. Pero, en nuestro discurso filosófico, podemos pensar esa posibilidad desde dos coordenadas, desde una doble complicidad, la de la ciencia y la de la filosofía.

Las ciencias, las tecnociencias, se han empleado a fondo en la “gestión de los deseos”, desde los mecanismos subliminales hasta las infinitas formas de sublimación. No entramos en ello. Por lo que respecta a la filosofía, aquí su complicidad es más peligrosa. Al fin las ciencias no ocultan su objetivo instrumental, pero la filosofía presenta como verdad, como nueva verdad, lo que es una mera representación con efectos prácticos invisibilizados. Toda la “crisis de la ontología”, bien expresada en el postheideggerianismo y, si se quiere, de forma más vulgar en el postmodernismo, parte de ese supuesto, de la “erosión del ser”, de su disolución en “interpretaciones” (subjetivación y estetización del mundo), de su dispersión en acontecimientos, en contingencias, en definitiva, en indeterminación. Hasta aquí, nada anormal, pues se trata de exigir un esfuerzo “cartesiano” más de lucidez de la filosofía, un nuevo reto de incertidumbre a vencer, una ocasión más de mostrarse a sí misma que tiene posibilidades, que tiene sentido. Tampoco la propuesta debería causarnos inquietud: el resultado reconocido es la imposibilidad de una ontología “clara y distinta”, o sea, asumir nuestra condena filosófica a la indeterminación. Ni Parménides ni Heráclito, pues las mismas razones y faltas de razones se dan para decidir si el ser es o no es, si es determinado o indeterminado. Llegados a ese punto sólo queda una alternativa, o el silencio o el pragmatismo.

Pero aquí, excepto los postmodernos más lúcidos, como Rorty, que asumen el pragmatismo, se vuelven tramposos: la enfatizada crisis de la ontología, que anuncia la época postfilosófica, resulta que sólo afecta a la ontología clásica, realista y racionalista, pero se salva, aunque vestida de máscara post-ontológica, esa ontología postmoderna que nos reintegra el ser pero ahora travestido en acontecimiento, diseminación, contingencias, narrativas… Esta ontología, consciente o no, induce una filosofía práctica, y una vida práctica, que produce y reproduce el modelo del consumidor. Nos induce a relacionarnos con las cosas de forma provisional, inmediata, fluida, líquida, contingente. La erosión del ser es una devaluación del mismo, y de los valores, y de las relaciones, y de los objetos.

Una última reflexión: esta subjetivación del mundo no es accidental. Al contrario, es la expresión más clara del triunfo del capitalismo. En los tiempos clásicos los hombres vivían sometidos a la transcendencia, Dios, la naturaleza, el Poder. Su actitud inevitable era intentar conocer la “voluntad” de esas figuras y someterse a ellas, acompasar su paso al de las mismas, conscientes de que no podían vencerlas. Aquel hombre indefenso es sustituido, en el capitalismo, por otro que progresivamente toma consciencia de su inmenso poder; tanto, que se reconoce creador de esos poderes transcendentes, con lo cual de forma abierta decide remodelarlos a su manera. Hoy el hombre en las sociedades capitalistas sabe –o, al menos, cree- que incluso la Naturaleza, el mundo, está a su alcance. Desde luego, puede destruirlo. También someterlo y transformarlo a su voluntad, para responda a sus necesidades. Al igual que hoy se sabe autor de las leyes que constituyen la sociedad, cuando ayer le parecían sagradas, acaba pensando que el mundo es una representación del mismo, su representación. Que puede imponer otras, crear otro mundo. El mundo es subjetivo. El mundo de la vida es obra de los hombres, como el mundo infantil, en el que desaparece el orden racional, las determinaciones ontológicas, conviviendo lo animado y lo inanimado sin solución de continuidad.

Cuando se acepta esta representación, y especialmente cuando se asume espontáneamente, el individuo se desarma de referentes fijos; se libera de la carga del saber y del deber, que antes le sometían; se entrega a la espontaneidad (que vive como libertad) y a la provisionalidad. Ese individuo infantil y libre es el buen consumidor. Éste es posible sólo en el capitalismo, en la representación del mundo que su forma de vida impone.


7. ¿Qué hacer?

Habéis nacido en otra época, pero en la mía, los que entonces queríamos cambiar el mundo, acabar con el fascismo y -¡eran otros tiempos!- construir una sociedad comunista, también nos preguntábamos “¿Qué hacer?”. Por suerte, aunque sólo fuera para consolarnos, teníamos un libro al que recurrir: el Qué hacer, de Lenin. No nos sirvió de mucho, aparte de alimentar la ilusión.

Hoy, ¿qué hacer? El tiempo, la historia, la experiencia, son el lecho de muerte de cualquier voluntarismo. Por un lado, no veo, no puedo pensar alternativa digna dentro del orden capitalista. Éste es poderoso, fascinante, seductor; satisface muchas de nuestras necesidades, deseos e ilusiones, sin duda porque son necesidades, deseos e ilusiones generados por él, el alma que alimenta sus máquinas. Nos lo da casi todo, y se lo cobra en dignidad. No veo solución en el reformismo, ni en el regeneracionismo; los ideales de ayer, definitivamente en la cuneta de la historia, hoy suelen ser un lastre para la emancipación. En definitiva, no hay regreso posible al ideal republicano de ciudadanía; además, ese ideal del ciudadano, el definido en los derechos del hombre y del ciudadano, sólo era una emancipación ilusoria, hoy lo sabemos.

Por otro lado, no veo el afuera, tanto porque el capitalismo es más fuerte y estable que nunca, a pesar de sus crisis, cuanto porque, como decía Marx, el futuro no podemos anticiparlo hasta momentos antes de conquistarlo. Y ese no es nuestro caso. Nada, excepto nuestros deseos o nuestra voluntad de soñar, nos permite ver hoy una alternativa emancipadora y posible. El ciudadano sólo fue verdadero ideal en los orígenes del capital, ideal de una sociedad capitalista imaginaria. El consumidor es el ideal actual, con recorrido, que hace de zanahoria para mantener viva la voluntad de caminar del caballo.

¿Qué hacer? Sólo se me ocurre tomar prestada la respuesta de Michel Foucault, en su apuesta por la resistencia. Resistencia al poder, a todas las formas de dominación, de las más horribles a las más dulces; resistencia a que nos quiten la palabra y se apropien de la razón; resistencia a que gestionen nuestros sentimientos y guíen nuestros sueños. Resistencia a que nos dominen con figuras ilusorias de emancipación, como la del ciudadano y la del consumidor. Resistir como se pueda.

Acabo con una breve reflexión sobre la especial significación de la resistencia como arma de emancipación en un mundo controlado por nuevas formas de dominación, de la ecopolítica a la biopolítica. Aborda el problema en los cursos que dio en la década de los setenta en el Collège de France [1], dedicado a las transformaciones del concepto de «población» entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Los textos de referencia de Foucault, que dan cierta unidad a los diversos discursos sobre la biopolítica, son Defender la sociedad, Seguridad, territorio, población y Nacimiento de la biopolítica; y algunos otros que desarrollan esta idea, como La voluntad de saber, primer volumen de su Historia de la sexualidad, donde por primera vez aborda el tema centrado en la xenofobia. Tal vez sea el texto Defender la sociedad el más referido por los autores que inspira. Yo creo, de todos modos, que las bases de la crítica de la biopolítica las fija ya Foucault en su conferencia sobre La naissance de la médicine sociale, al distinguir entre las dos prerrogativas del maitre, las de hacer morir o dejar vivir.

Hablaba del poder y comparaba el cambio del poder en la modernidad, en que el soberano, en lugar de actuar conforme a la máxima “hacer morir o dejar vivir” cambio a otra más soportable pero no más moral: “hacer vivir, dejar morir”. Es el gran momento en que el poder se hace cargo de la vida, la considera valiosa, la hace suya, la cuida, la defiende. El poder que cuida la vida se ennoblece, se legitima, oculta su culpa: culpable de vivir de la vida, de consumir vida, de destruir vida. El consumista realizado es la sublimación, la sacralización, de esa depredación radical del individuo convertido en sangre de Drácula.

La biopolítica nace en el capitalismo; y nace como preocupación por la vida de los ciudadanos, de su cuerpo y de su alma: por su salud, por su formación, por sus sentimientos, por sus valores. No es difícil asociar esa aparición de la biopolítica con la necesidad de producir el consumidor. Me atrevo a decir que el consumidor es la culminación de ese proceso biopolítico: una vida programada, como la de las ocas francesas para hacer el mejor y más fino “foie”.

La propuesta de resistencia no es apolítica, es de un extremo compromiso. Lo que nos propone es, al menos yo lo entiendo así y es lo que aquí os propongo, que en cualquier lugar en que estemos adoptemos esa máxima: resistir al poder en la forma específica en que se manifieste ahí, en la fábrica, la oficina, el aula, el Colegio, el barrio o el grupo de amigos. Incluido, por qué no, en el partido o asociación en la que estemos encuadrados. Porque incluso en las más nobles aparece la dominación.

Yo sólo añado: resistid también al consumo.


J.M.Bermudo (2013)




[1] M. Foucault, Résumé des cours 1970-1982, 1989 (post.): 71-83. [Traducción castellana en Microfísica del poder. Madrid, La Piqueta, 1991].