SOBRE LA CUESTIÓN JUDÍA





Abordamos aquí el segundo de los ensayos publicado por Marx en los Anales Franco-alemanes [1]. Significa la entrada de Marx en un debate de su tiempo que llevaba activo varias décadas. Por su ascendencia judía, por la historia familiar, había vivido de forma inmediata los límites de la existencia el judío en los estados cristianos. No obstante, su enfoque se libera de toda particularidad y aunque parte del caso, de la enajenación del judío, apunta a algo más universal, la enajenación del hombre en el Estado; sin dejar de preocuparle la emancipación de los judíos, le preocupa más la emancipación del hombre en general; y, en definitiva, defenderá la tesis de que no es posible la emancipación particular del judío sin no es en la vía de la emancipación humana.

Argumentación que se expande, y le lleva a reflexionar sobre otros temas de enorme interés, como la función de la distinción entre “hombre” y “ciudadano” (de nuevo entre un universal y un particular) en las Declaraciones de Derechos, que pasan por ser expresión en idea de la emancipación. E incluso sobre vibrantes reflexiones sobre ese ídolo común a judíos y burgueses, el dinero, que le van acercando a ese terreno de la sociedad civil donde habrá de buscar el desciframiento de la dominación y la emancipación.

Antes de pasar al análisis del texto, he creído conveniente describir en unas breves pinceladas el tratamiento en la filosofía de la época del problema de la enajenación/emancipación, señalando algunos aspectos que nos permitan ver, en relieve, la nueva crítica que intenta Marx poner en escena.




1. La idea de emancipación en la Ilustración.

El término “emancipación” no parece tener tradición filosófica propia; se reconoce más bien su origen jurídico, político, social e incluso antropológico. Jurídico, ligado a la venta, a la transacción de bienes; político, relacionado con la liberación, con la lucha de los pueblos contra la colonización o el sometimiento; social, como en la emancipación de la mujer; y antropológico, en el contexto de recuperación de la identidad o esencia perdida bajo el dominio cultural o religioso. Sea como fuere, la emancipación, pensada como liberación o como reapropiación de sí, pasará a ser lo otro de la alienación, de la enajenación y de la dominación; por ello conviene fijar bien estos conceptos.


1.1. No es nada original decir que la idea marxiana de emancipación se remonta a Rousseau, su principal referente al respecto. Fue el ginebrino quien puso la emancipación en el centro de su reflexión filosófico política, quien la subsumió en el estado republicano, en la racionalización jurídica, y quien la describió con belleza literaria difícil de igualar. Además, Rousseau pensó la emancipación como rechazo de la “enajenación”, como negación de la alienación de la propia voluntad en la de otro particular; superación, por tanto, del de la condición de súbdito, ascenso a la condición de ciudadano

La idea rousseauniana de “enajenación”, figura en negativo de la emancipación, hunde sus raíces en lo jurídico, y afecta a las relaciones entre personas. En el uso más abstracto del término, enajenar equivale a ceder, a la simple transferencia de bienes entre personas. Ahora bien, en la vida social estas transferencias suelen hacerse subsumidas en algún marco de relajones establecidas, sean usos y costumbres, sean normas sancionadas por la autoridad legítima. Cuando se analiza la enajenación en el terreno de lo jurídico, que es el modo de enajenación que interesa especialmente a Rousseau, esas trasferencias se hacen siempre en el seno de algún marco contractual; sean comerciales o política, las transferencias de bienes y servicio contenido de la enajenación, se dan afectadas por un marco legal, que fija sus condiciones y sus tipos, bajo un contrato que las específica y las diferencia (alquileres, compra-venta, préstamos…). No entonces, pero hoy hasta las transferencias abstractas, las meras “donaciones”, quedan reguladas por la ley (de la hacienda pública).

Este concepto jurídico de enajenación, cuando se desplaza al dominio de lo político, modula su significado, y pasa a referir de forma eminente la cesión por los ciudadanos de sus derechos o su libertad (a otros o al Estado). Esta enajenación o “renuncia” a derechos naturales propios, como diría Hobbes, también está mediada por un contrato, el contrato más sagrado, nada menos que el “pacto social”, constituyente del Estado. Así, el fundamento liberal del Estado, el contrato –en cualquiera de las variantes que nos ofrece la historiografía filosófica- reside en una cierta “enajenación” de derechos, cuya forma la pone el contenido del pacto. Aunque todos comparten la misma matriz, la enajenación de derechos, son modelos claramente diferenciados los de S. Pufendorf, Th. Hobbes, J. Locke, J-J. Rousseau, I. Kant… J. Buchanan, R. Nozick o J. Rawls, por citar algunos de los más estudiados. Lo que implica, en el puro orden racional, que sin enajenación no hay pacto social; y, por las mismas exigencias lógicas, que sin éste no hay propiamente enajenación, en su sentido jurídico; podría haber cesión o usurpación de los derechos y de la voluntad, por el miedo o la fuerza, pero en esos casos estaría ausente la legitimidad de la enajenación.

Esta distinción es esencial en la reflexión del ginebrino; y a ella se agarra con todo su ingenio. Le preocupa especialmente la enajenación como “cesión”, que algunos autores legitiman siempre que sus circunstancias ni sean el miedo o la violencia, sino la libre voluntad. Se rebela contra ese discurso de la razón que, como le gusta decir –Marx también usará a veces esta metáfora- pone guirnaldas de flores para ocultar las cadenas; en este caso, pone la libertad para ocultar la dominación. La posición del ginebrino al respecto es de rechazo total y radical a la enajenación política, a la cesión a otro de la libertad y los derechos sean cuales fueren las condiciones (necesidad, interés, libertad) de la misma.

Aparece con claridad este rechazo en Del Contrato Social, capítulo IV, cuando trata de la esclavitud. Allí comenta la posición de Grocio, quien defiende la legitimidad de la enajenación política, el derecho por parte de un hombre libre a “enajenar su libertad y hacerse esclavo de un señor”; y, a partir de este derecho natural del individuo, Grocio lo extendería al pueblo, y defendería la legitimidad de que un pueblo entero enajenara su libertad y se hiciera vasallo de un rey. En consecuencia, Grocio defendía el poder absoluto del soberano y la servidumbre voluntaria siempre que fueran aceptados contractualmente, de forma explícita o tácita, por los súbditos. Rousseau le contesta, con sobriedad, que “enajenar es dar o vender”, es desprenderse a favor de otro de algo que le pertenece a uno, sean sus propiedades o sus derechos. “Dar” o “vender”, dos formas de enajenar, claramente diferentes. La primera parece, sólo parece, coherente con la libertad; la segunda, aceptable en otras esferas, en el contexto político jurídico, no tanto. En cualquier caso, y con la fuerza de quien defiende una verdad indiscutible, añade:

“Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro no se da, se vende; se vende al menos por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende? Muy lejos de proporcionar a sus vasallos la subsistencia, un rey saca de ellos la suya propia… ¿Dan, pues, los vasallos su persona a condición de que se les quite además su hacienda?” [2]

Y anticipa la respuesta posible, la de quienes justifican la renuncia a la libertad y los derechos, su venta, a cambio de la seguridad, de la “tranquilidad civil”. Esa paz es la de los cementerios, la de su humillación, vejación y miseria. Pues

“¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en las mazmorras: ¿basta con esto para encontrarse bien en ellas? Los griegos encerrados en la cueva del Cíclope vivían en paz, esperando su turno para ser devorados” [3]

Y, por fin, tras mostrar los límites de la propuesta de Grocio, sus complicidades, lo que oculta, a quien sirve, define su posición de modo tajante y decisivo, con bella retórica y ejemplar compromiso ético:

“Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible: Un acto semejante es ilegítimo y nulo sólo por el hecho de que quien lo realiza no está en sus cabales. Decir eso mismo de todo un pueblo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho” [4].

Rousseau está poniendo límites al liberalismo al ponerlos a la enajenación legítima: hay cosas que ni siquiera contractualmente, si siquiera libre y voluntariamente, pueden ser enajenadas: y entre ella, de forma especial, se cuentan la libertad y los derechos. Lo que equivale a decir, en su discurso, que el contrato social sólo legitima un orden político si no pasa esos límites, si excluye el servilismo y la sumisión, la enajenación de la libre voluntad, como “cosas de locos”. Los derechos no pueden ser enajenados; la mera pretensión de enajenarlos es ya claro síntoma de la “enajenación mental” de los agentes; y la locura no legitima la enajenación política; la locura no engendra derechos.

En realidad, según Rousseau, ningún derecho fundamental puede ser enajenado en un contrato particular; ahora bien, ese límite parece modulado si se trata del “contrato social”; al menos en apariencia, los derechos son enajenados, alienados, en el pacto constituyente. De hecho el ginebrino piensa el pacto social que instaura la comunidad política como “La enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” [5]. Pero todas estas apariencias y ambigüedades quedan disipadas si se va al fondo del concepto de “enajenación” que usa el ginebrino. Para él, lo he dicho, el concepto de enajenación tiene un origen jurídico; es decir, su uso originario está ligado al derecho civil, a las transacciones entre particulares. Y allí es aceptable si lo enajenado son objetos, medios de vida. En cambio, cuando se expande al terreno político, en un escenario como el que plantea Grocio, de relación entre particulares, entre el rey y el súbdito, entre el gobernante y el gobernado, donde se enajenan derechos fundamentales, constitutivos de la naturaleza humana, ahí la enajenación resulta éticamente inaceptable. Lo inconcebible es que un particular se entregue, se dé, se venda a otro; que una voluntad se aliene, se someta, a la de otro.

Si salimos del ámbito de las relaciones particulares, como supone el escenario del pacto social, la enajenación pierde su sentido usual. Sea en el pacto de unión, en el que imaginariamente los individuos, todos y cada uno, renuncian a algunos derechos naturales para poder vivir juntos y crear un pueblo; sea en el pacto de sumisión o sujeción, por el que renuncian todos por igual a sus derechos naturales en aras de la constitución de un estado, para formar parte de esa nueva entidad, de ese nuevo ser jurídico y moral… En ambos casos la “enajenación” tiene otro significado: ningún particular enajena su voluntad y su libertad, sus derechos, en otro particular; al contrario, cada uno se enajena en la totalidad, subsume su individualidad en la del estado, su ser particular en el ser universal. Eso, al menos, es lo que piensa Rousseau, y lo expresa con rotundidez. Esta nueva “enajenación” no es empobrecimiento ontológico ni moral:

“en primer lugar, dándose cada cual por entero, la condición es igual para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás” [6]

Tanto es así que considera que si la enajenación se hace “sin reservas”, la unión alcanza su “máxima perfección”. El pacto social es una enajenación total, sin reservas, a la comunidad. Esa enajenación contiene en su carácter absoluto el secreto de su éxito; sólo así se evita la absurda y arbitraria situación en la que uno es juez y parte. Por tanto, esta enajenación es un paso del hombre en la conquista de su esencia, en su autoconstitución como ser humano:

“En suma, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay ningún asociado sobre el cual uno no adquiera el mismo derecho sobre cada uno de los otros que el que se otorga a éstos sobre él, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene” [7].

No era fácil para el ginebrino argumentar que la subsunción del individuo en el Estado, lejos de ser una pérdida de su ser, era de hecho una perfección ontológica, política y moral; no lo era para él y sigue siéndolo en nuestro tiempo. Esa dificultad ha sido siempre la mejor trinchera del liberalismo; la defensa del individuo, de las libertades y derechos de los individuos, ha sido su mejor arma. Y no es impostura decir que hoy, para bien o para mal, se ha contagiado la totalidad de la conciencia social. Hoy cualquier defensa política del Estado se verá quebrada si no logra visibilizar que va unida a la defensa de la individualidad de los ciudadanos; y ello aunque, por otro lado, nuestra cultura siga conservando el rescoldo de la idea comunitaria, identificada a la virtud. Poor eso el ginebrino ha tenido, y sigue teniendo, seguidores fieles y enemigos inmutable. A pesar de que en su tiempo –así supieron verlo los revolucionarios de 1789- nadie como él defendió la libertad del hombre, y nadie lo hizo con tanta belleza literaria, con tozudería se le ha presentado, y se le sigue presentando, como defensor del “totalitarismo” [8]. Todo por frases como la siguiente, por decir que si del pacto social se elimina lo accesorio, todo queda reducido a lo siguiente:

“Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo” [9].

Cerramos la reflexión sobre Rousseau dejando constancia de que, si en Del Contrato Social habla de la enajenación en el ámbito político jurídico, también ha abordado la cuestión en un contexto más antropológico, caso de sus dos primeros discursos, Sobre las ciencias y las artes y Sobre la desigualdad entre los hombres. En ambos –y también en el Emilio- el saber, la razón, la cultura, la sociedad, son vistos como mecanismos mediante los cuales el individuo pierde su pureza, su naturaleza, sustituyéndola por otro rostro, el de un personaje, el de una máscara. Toda la crítica rousseauniana a las ciencias y las artes, a la razón, al progreso, a la vida social, se hace en clave de esa metamorfosis, de esa sustitución u ocultación perversa de la naturaleza originaria -perdue o cachée- por los estereotipos sociales. En esa crítica también Rousseau se adelantó un par de siglos, como ha reconocido Foucault.


1.2. La Ilustración, tanto francesa como alemana, de Diderot a Kent, pensó la emancipación en un marco fuertemente antropológico, pero no exento de perspectiva social, ni incluso división política; al fin, Diderot acabaría comprendiendo la necesidad de liberarse del despotismo, y especialmente del despotismo ilustrado [10]; y Kant no dudaba de que la perspectiva emancipatoria estaba representada por una constitución “republicana, por supuesto”. Pero, aun así, la emancipación del hombre suele plantearla en una perspectiva muy amplia, muy pluridimensional.

Esa perspectiva suele ser expresa en palabras kantianas, en su Sapere aude!, con que cierra su ensayo sobre ¿Qué es la ilustración? Otras veces la describe con la afortunada metáfora de la salida de la “minoría de edad”, que remite a una idea de emancipación como liberación de toda tutela, sea ésta violenta o paternalista. Pero la concepción ilustrada de la emancipación era mucho más amplia que lo enunciado en las máximas “pensar por sí mismo” y “ganar la mayoría de edad”. Recogía en su idea, al mismo tiempo, la liberación de la miseria, de la ignorancia, del dolor inscrito en la enfermedad y el trabajo, del fanatismo o de la opresión. De ahí que la emancipación pasaba por el desarrollo de la ciencia y de las máquinas, de las artes y los oficios, como enunciaba e subtítulo de L’Encyclopédie; por la expansión del saber y de la legislación, la gran pedagoga de los ilustrados.

La filosofía ilustrada, se ha dicho muchas veces, padecía el límite de su escasa sensibilidad histórica; se instalaba en la naturaleza humana, no en la historia; idolatraba la razón analítica, instrumental, pero excluía la razón objetiva, transcendente a la subjetividad. Esta interpretación tiene su base y su peso; no seré yo quien cuestione su validez, pero si me atrevo a no dogmatizarla. Las cosas nunca suelen ser tan fáciles, casi nunca se dejan de reducir a una forma simple. ¿No encontramos en Vico una potente ontología histórica? La verdad es que la ilustración tenía su concepción de la historia, su idea del progreso [11]; aunque no fuera la hegeliana; aunque no giste a quienes añoran mundos cerrados.

La idea de la historia ilustrada tenía, y tiene, sus atractivos. Según la misma, todos los pueblos caminan, con distintos ritmos, esfuerzos, dolores y sacrificios, hacia su emancipación, hacia la recuperación de su verdadera humanidad, que se resume en tres principios fundamentales: libertad, racionalidad y bienestar. Después, cada pensador añade sus fines subjetivos propios, sea la justicia, la igualdad o la virtud. Pero el progreso, el de las ciencias y las artes y el de la moralidad y el derecho, era el horizonte de sentido de la vida humana, un ideal que orientaba, aunque con frecuencia mostrara su debilidad y sembrara dudas en la conciencia.

Así, la emancipación pasaba por el desarrollo de la ciencia, que libraba de la enfermedad, de la miseria y de buena parte del dolor del trabajo; por el desarrollo de los saberes humanistas, que libraban de la ignorancia, del fanatismo y de la grosería moral; por el desarrollo del derecho, que acababa con el dominio cruel e injusto de unos hombres sobre otros, de unos pueblos sobre sus vecinos. La emancipación pues, era pensada de forma extensa y radical, en las múltiples dimensiones de la existencia humana y social. La emancipación se revelaba como la condición de posibilidad del devenir humano del hombre, de realización del ideal humanista que Pico della Mirandola describiera, con mayor o menor fortuna, en su propuesta-reivindicación recogida en su divulgada Oratio de hominis didgnitate.

En el ámbito de lo político, que aquí nos interesa más, la ilustración se representaba la emancipación como “reinado del derecho”, que se concretaba en la idea de “Estado racional”, otra forma de decir “reino de lo universal”. Por eso, en su perspectiva histórica conforme a la idea de “progreso”, la emancipación equivale a poner las sociedades a la altura de su tiempo; y esa altura, siempre ambigua y confusa, se determinaba mirando a los vecinos, constatando sus ventajas; o sea, viendo como las ciencias y las artes, lo que Hegel llamará el Espíritu, avanzaban y dejaban sus marcas en estas o aquellas instituciones, en la riqueza o en la libertad, en el saber o en el derecho. Se añoraban los progresos, los avances de la razón, reales o imaginarios, que se apreciaban en los otros. Es conocido y tópico el recurso literario a la descripción de aspectos culturales y políticos de otros pueblos para, por contraste y comparación, reivindicar cambios y avances en sus países. Las Cartas inglesas de Voltaire; las Cartas persas, de Montesquieu, las Cartas marruecas, de José Cadalso. Curiosa manera de ayudar a la nación a moverse e incorporarse a la historia, es decir, a las posiciones en las que se hace la historia (claro está, “la historia desde un punto de vista cosmopolita”, que decía Kant).

En esta perspectiva ilustrada merece un puesto destacado Hegel, quien no sólo desplazaría definitivamente el proyecto de emancipación de la naturaleza a la historia, de la antropología a la política, sino que cambiaría sus engarces teóricos. En concreto, lo primero que quiero destacar es que Hegel mantiene en general, detalles aparte, la idea ilustrada de emancipación en cuanto a sus contenidos (antropológicas y políticos); pero enseguida quiero resaltar que en la relación enajenación-emancipación, matriz que determina ésta, introduce un cambio conceptual profundo, que afectará de lleno a la manera de pensar el proceso, la realización histórica de la emancipación.

Efectivamente, la enajenación, la alienación [12], es para los ilustrados, -abstracción hecha de todos los matices necesarios para esta esquematización-, una pérdida de sí del hombre por las “circunstancias”, por la contingencia, que hay que recuperar; y esa salida de sí, ese extrañamiento de la propia naturaleza, es un mal absoluto, que hay que negar. Para Hegel, en cambio, que no parte de una naturaleza humana como esencia ya definida, sino de una ontología histórica en la que el ser humano, lo que llega a ser, es fruto de su propia historia, la alienación pasa a formar parte de su manera de hacerse, y por tanto de su ser (si se quiere, de su naturaleza).

En esta perspectiva ontológica historicista Hegel brilla y ejerce su autoridad; al introducir la “alienación” en la Idea, en la esencia misma del movimiento del espíritu, libera a su discurso de determinaciones moralistas, saca a la alienación de los lugares propios del juicio de valor; al introducir la alienación en la lógica misma del espíritu universal, pierde sentido toda contaminación axiológica. Y así, puesta como determinación ontológica universal, la alienación perdió su contenido meramente peyorativo (de ser inesencial, de no-ser) y pasó a ser la forma, la manera de ser, de un momento del proceso dialéctico del desarrollo del Espíritu; pasó a ser la determinación histórica por excelencia.

Desde Hegel, para sus seguidores, la existencia histórica estaría siempre afectada de necesaria alienación; porque, al fin, el espíritu en sus formas alienadas aparece en su incapacidad para ver la totalidad, en su incapacidad para ser en la inmediatez (si se prefiere, en la eternidad). Condenado a vivir en la historia, a ser su historia, habrá de padecer la indigencia ontológica de caminar a ciegas, de hacerse a sí mismo a ciegas, de sólo conocerse como reconocimiento de su devenir histórico. Dice Hegel:

“En la Historia Universal y mediante las acciones de los hombres para satisfacer su interés, surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más de lo que saben y quieren inmediatamente…; pero al hacerlo producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba ni en su conciencia ni en su intención” [13].

El tema de la alienación es central en la Fenomenología del espíritu; aquí no entraremos en ello. Pero sí nos interesa resaltar que Hegel se ha acercado, más de lo que suelen dar fe sus estudiosos, a los textos económicos del capitalismo, Y, desde ellos, ha madurado la idea de que el trabajo, la práctica social, sustituye la inmediatez natural por la mediación de las creaciones del espíritu; el trabajo transforma el mundo natural y al trabajador, al sujeto, nos enseña Hegel antes de que lo aprendamos de Marx; en el trabajo el espíritu va creando inconscientemente otro mundo, otras relaciones, otras vidas [14].

Pues bien, en ese movimiento del Espíritu, en el que sale de sí, se objetiva en el mundo, se pierde en sus creaciones, se vuelve extraño, se extraña…, en ese movimiento consiste la alienación. Ésta pasa a ser la forma de trabajar el Espíritu en el mundo, de crear el mundo y el sujeto, de crear la conciencia y la autoconciencia. El efecto global de esta perspectiva hegeliana es, por tanto, la recuperación positiva de la enajenación; ésta aparece como el trabajo positivo de la negación (negación del espíritu en su extrañamiento, negación del mundo en su devenir objeto), el trabajo que hace la historia.

Desplazando ahora la mirada del movimiento general de la Idea a su irrupción en lo político, podemos observar que en Hegel reaparecen los dos conceptos de enajenación o alienación que hemos encontrado en Rousseau. Por un lado, en el ámbito más jurídico, recurre al término Entäusserung (en ocasiones usa Veräusserung), sustantivos ambos que significan exteriorización, y que jurídicamente refieren a la renuncia, cesión o traspaso de un derecho. Por otro lado, en dominios más antropológicos, recurre a Entfremdung, forma substantive, y entfremden, forma verbal, que significan algo así como no pertenecerse, salirse de sí mismo, hacerse extraño, extrañarse; y también no pertenencia, no identidad, volverse otro. Como la filosofía de Hegel es esencialmente política, entendida como el desarrollo del espíritu en el mundo, cuyo recorrido es la historia, será este segundo sentido de la alienación el que predomine. La alienación es el salir de sí del espíritu, el extrañamiento de devenir otro, la enajenación de su sí mismo en lo otro, en la naturaleza o en la historia.

En la Fenomenología la alienación es extrañamiento constante del Espíritu en su proceso creador de la historia; el espíritu se aliena, sale de sí, se objetiva (convierte en objeto) en su constante devenir cultura; y así, como cultura, el espíritu se reconoce y reconoce sus límites, se reapropia de sí, y pasa a ser objeto de nuevos procesos de apropiación y alienación. En cada una de esas manifestaciones hay un momento en que el Espíritu, bajo la forma de Espíritu subjetivo, de para sí, se vuelve extraño a sí mismo, aparece como Espíritu objetivo, se vuelve su otro.

Adam Schaft [15] ha señalado que Hegel en su tratamiento de la alienación bebe de tres fuentes. Una, la tradición de la kenosis, encarnación de Dios en su hijo (el Espíritu sale de sí y deviene otra cosa distinta (carne, materia), extraña a su esencia. Es un vaciamiento de sí; una pérdida de sí; un extrañamiento. La segunda fuente, dice A. Schaft, sería el “mito de la caída”, que simboliza la pérdida por el hombre de su propia esencia. También refiere a ese vaciamiento, ese salir de sí, esa pérdida de sí, ese devenir otro. En fin, la tercera fuente la proporciona la “tradición iusnaturalista y contractualista”, que aporta (en su idea del pacto, social) ese significado de la alienación como cesión de algo en sentido jurídico, pero también como vaciamiento del hombre individual de sus derechos y potencia individuales, como dejar de ser un ser natural y devenir un ser moral; es decir, anuncia esa alienación en la totalidad que ya comentamos con Rousseau.

Sea como fuera, parece indudable esa recuperación positiva de la alienación que lleva a cabo Hegel, convirtiéndola en constituyente del ser en su existencia histórica –al fin, su forma propia de existencia-, tendrá fuere influencia en Marx. Y aunque en sus primeros trabajos la emancipación pasara por salir de la alienación, como un mal, progresivamente Marx vería ese combate en otras coordenadas: la lucha contra la alienación dejará de ser lucha por eliminarla en términos absolutos y pasará a ser la lucha por acelerar la historia, por evitar que la existencia alienada se cosifique y naturalice, porque el movimiento gane presencia. Sin duda, todo esto tiene sentido si al final de la historia se supone una existencia recuperada, reconciliada, culminada, donde la alienación no tiene lugar; pero, incluso cuando estos sueños decaen, cuando se acepta que la alienación, al fin lenguaje del espíritu, forma de su vida, no tiene final, ni es deseable que lo tenga…; incluso en ese contexto tiene sentido enfrentarse a la alienación, pues se hace al fin y al cabo en nombre del otro momento del espíritu; y ambos momentos son necesarios e inevitables.


2. La emancipación en “Sobre la cuestión judía”.

Pasemos ahora a contextualizar el texto de Sobre la cuestión judía. Como veremos en el análisis, la “cuestión judía” planteaba, con ocasión del problema político de la emancipación de los judíos, el problema filosófico de la emancipación del hombre. Y la posición de Marx en el debate, expresada en este texto, nos muestra que su forcejeo con la filosofía, con la crítica, que en su estado histórico se le revelaba como impotente no ya para solucionar el problema en la realidad, sino para comprenderlo y plantearlo razonable y coherentemente. Por ello este trabajo debiera ser considerado como la primera manifestación clara de la entrada en crisis de su conciencia filosófica anterior. Crisis que se revela como ruptura con la estrechez del marco filosófico que situaba la política como escenario único, o al menos privilegiado, de la emancipación. Y no es nada extraño que dicha crisis aparezca cuando irrumpe la sospecha de que la emancipación política no culmina el proceso de emancipación; y, sobre todo, cuando la coincidencia filosófica asume que “la emancipación política no es la forma acabada y desnuda de contradicciones de la emancipación humana”.


2.1. En los trabajos de la Rheinische Zeitung, que ya hemos comentado, ya aparece la tensión entre idea de emancipación individualizada, de su raíz ilustrada, y la idea revisaba por Marx, en clave hegeliana, desplazada hacia la colectividad. Efectivamente, en esos artículos se pone en juego una idea de la emancipación, concretada en “emancipación política”, y que objetivamente toma la forma institucional del “estado racional”. El ciudadano, habitante en propiedad de este estado, es pensado como el ser humano emancipado; pero el estado, que empíricamente es nada menos que el lugar de la dominación, se muestra también como el lugar de la emancipación. Esta contradicción en el fenómeno se disuelve esencia: sólo donde hay verdaderamente estado, es decir, donde el estado existe conforme a su concepto, hay ciudadano conforme al suyo; donde el estado es ajeno o extraño a su concepto (existencia enajenada del estado), allí el ciudadano está ausente y deja su lugar al súbdito. La emancipación, en consecuencia, equivale a conquistar la ciudadanía. Y ese proyecto, expresado en clave hegeliana, del desarrollo del Espíritu, se expresará en forma de sacar a Alemania de su retraso histórico, de su anacronismo, y elevarla a la altura de su tiempo, tiempo de reinado del Derecho, tiempo de la libertad y la razón. Por tanto, poner el estado a la altura de su tiempo, conseguir que su existencia sea conforme a su concepto, es elevar al hombre a la condición de ciudadano. De ahí la importancia insustituible de la política.

Ahora bien, si la estrategia de emancipación pasa por la política, por la construcción del estado conforme al derecho, la principal arma de ese proyecto de emancipación no es otra que la educación, que en su forma más eminente es la filosofía. Primero, porque corresponde a la filosofía, en su devenir histórico, la elaboración de los conceptos del derecho y del estado (Hegel había culminado esa tarea); segundo, porque los hombres se emancipan, devienen ciudadanos, en la medida en que llegan a la mayoría de edad, y ésta se define como capacidad de pensar y juzgar por sí mismos. Será, pues, la filosofía como actividad crítica el instrumento de emancipación. Y así el joven Marx, recogiendo esa idea de emancipación, con sus dos instrumentos, sus dos ilusiones, la política y la filosofía, habrá de repensarla y redefinirla. Y esa es, precisamente, la tarea que aborda de manera directa en Sobre la cuestión judía; el debate real le ha llevado al lugar y proporcionado la urgencia de emprender esta tarea.

Si la idea de emancipación mantenida por el joven Marx en sus primeros escritos periodísticos se jugaba plenamente en el marco del Estado, al ser pensada como la elevación de éste a su concepto, como la corrección de su lastre y su retraso histórico, en definitiva, como la eliminación en su orden jurídico político del particularismo, cualidad en la que estaba sumergido en el orden feudal, se comprende que esa representación estuviera destinada a confrontarse con la realidad, y se comprende que pereciera en la confrontación. Un Estado racional (aunque sea en idea o en tanto que idea), es una negación –real o imaginaria- de la realidad existente. Bastaba perder la confianza en la fuerza de la idea, convencerse de la resistencia de la realidad a su transformación desde la filosofía y desde el orden político, para abrir la puerta a otro discurso, que pasara por una nueva concepción de la relación entre el Estado y la sociedad civil. Su experiencia personal, su fracaso político en la actividad periodística, que le arrastra al exilio, era suficiente para activar un proceso de autocrítica.

Recordemos una vez más que la emancipación política para Marx, tanto del estado como de los individuos (no se plantea la emancipación de la sociedad civil, como si ésta no tuviera esencia propia), pasaba por la eliminación de la presencia del particularismo en el Estado; con ello parecía advertirnos que es un mismo proceso, con dos rostros, el de la autoemancipación del Estado emancipándose de todo particularismo, deviniendo Estado universal, y el de la emancipación por el Estado de los individuos de toda sumisión a la particularidad (a las voluntades particulares), elevándolos a la condición de ciudadanos. Y recordemos también que ese proyecto, esa convicción de la política como vía de emancipación, se había puesto a prueba de forma muy decisiva en su artículo sobre el robo de leña, donde se visualizaba que el propio Marx estaba tomando conciencia de las insuperables dificultades del derecho para ser determinado por la universalidad, que al fin es su esencia; dicho de otra manera, Marx estaba tomando conciencia de las insuperables dificultades del Espíritu para abrirse en el mundo, para devenir Espíritu objetivo, al haber de pasar por la mediación del Espíritu subjetivo. Eran, como decían los kantianos, las dificultades de la razón práctica para abrirse paso a través de las voluntades subjetivas, inevitablemente ancladas en el particularismo. Dificultades que los kantianos veían insuperables, anclados en su concepción trágica de las contraposiciones) y por eso depositaban su esperanza en la historia, (en la lucha, en la sangre, en la Revolución, en el Terror); dificultades que los hegelianos veían superables, esperanzados en su dialéctica, con su poderosa Aufhebun; dificultades, en fin, que llevaba a algunos joven hegelianos, y Marx en su entorno, sin perder del todo la esperanza en la superación, a buscar otra vía –otra ontología, otra dialéctica- que se ajustara mejor al mundo.

Quiero decir con ello que, en los debates de la Dieta, se expresaba el conflicto entre la idea racional y universalista del derecho y la fuerza de la particularidad expresada en la voluntad de los representantes de la sociedad civil. En otros términos, esos debates expresaban las enormes dificultades de que avanzara el derecho, de que se racionalizara el Estado, en fin, de que se emancipara a sí mismo, sin haber previamente negado la subjetividad reinante en la Dieta, la particularidad que dominaba en los representantes. Marx, enfrentando su voluntad a aquella realidad refractaria a la idea, no tardaría de ver la necesidad de escapar al bucle entre las dos preguntas: ¿Puede emanciparse el Estado de la particularidad sin emancipar a los hombres de su egoísmo? y ¿puede liberarse el hombre del egoísmo sin cambiar el orden político y jurídico que lo permiten, lo consagran y lo reproducen? El bucle dependía de un principio ilusorio, a saber, considerar el Estado el lugar de la emancipación; poniendo entre paréntesis este postulado, tal vez escamparía de la circularidad, con una nueva secuencia de preguntas como la siguiente: ¿Puede emanciparse el Estado de la particularidad sin emancipar de esa enfermedad a los representantes de la sociedad civil?, ¿puedes emanciparse de su particularismo los representantes sin cambiar ese orden socioeconómico, sin abolir su esencia, la forma de propiedad a que responde y cuyas necesidades trata de satisfacer?, y ¿puede emanciparse la sociedad civil sin emanciparse el estado? La introducción de la “sociedad civil” en el circuito abre una puerta, aunque no se salga del bucle: aparece la posibilidad de un nuevo origen del proceso emancipatorio, a partir de la sociedad civil. Ni el individuo, ni el Estado; la sociedad civil ha de ser el punto de partida. Es lo que intuye Marx, y lo que irá poco a poco teorizando.

En esas preguntas, como digo, se da entrada a la sociedad civil en el escenario de la emancipación, la filosofía dirige a ella la mirada, aún tímida, insegura en el nuevo terreno desconocido, habituada como estaba al paisaje cálido del Estado, en gran medida creado como ilusión emancipatoria por la filosofía. Si en la Gaceta Renana aún pensaba que el orden racional pasaba por cambiar el Estado para, con él y desde él, cambiar la sociedad civil (posición idealista, en cuanto el movimiento pasaba por la Idea, por su objetivación jurídica en el Estado y su realización práctica en la sociedad civil), y ese orden, muy reconocido por la filosofía, le proporcionaba cierto optimismo, su puesta en crisis abre las puertas a la incerteza y el pesimismo, pues se siente arrastrado a pensar que los cambios en el Estado no conllevan la transformación civil (ideal irrealizable) y, además, siempre son limitados, ya que el estado (racional) es un ideal imposible. Es decir, comprenderá que, en rigor, no son posibles los cambios profundos reales en el Estado sin cambiar la sociedad civil, ya que ésta marca los límites de los cambios posibles en el estado. Y esta inversión del ordo rationis, junto a las incertezas de adentrarse en una perspectiva ontológica nueva, pone la necesidad de un nuevo vocabulario filosófico

Hasta este momento la emancipación había sido pensada por Marx con metáforas del tipo "poner las instituciones políticas a la altura de su concepto" o "poner a Alemania a la altura de su tiempo". Y esto se concretaba en llevarlas a la altura de las exigencias éticas enunciadas por la razón, y que más o menos estaban realizadas en otros países, como Francia, Gran Bretaña y algunos estados de los EUA. La Idea había hecho su trabajo y había marcado al presente real su concepto, su verdad. El sentido del Estado era realizar las exigencias éticas puestas por la razón. ¿Cómo se concretaban esas exigencias éticas? Obviamente, con la instauración de un estado conforme a los “derechos del hombre y del ciudadanos”, tal y como fueron expresados en los momentos revolucionarios y que se abren paso como pueden en los diversos países. No es exagerado decir que, para el Marx de los escritos de esta época, y en especial para el Marx de Sobre la cuestión judía, las dudas van surgiendo en torno a una idea de gran calado filosófico y político, que ha llegado hasta nuestros días, a saber, la que afirma sin vacilación alguna que el hombre emancipado es el ciudadano, siendo éste una figura indisociable del estado, su esencia ideal; si se quiere, la expresión subjetiva de su perfección. Expresa estas dudas con esta claridad:

“La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general es la emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo, y en general de la religión. Bajo su forma, a la manera que es peculiar a su esencia, como Estado, el Estado se emancipa de la religión al emanciparse de la religión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no profesa ninguna religión, cuando el Estado se profesa únicamente como tal Estado. La emancipación política de la religión no es la emancipación de la religión llevada a fondo y exenta de contradicciones, porque la emancipación política no es el modo llevado a fondo y exento de contradicciones de la emancipación humana [16].

Así entra de lleno, sin rodeos, en la crisis de la idea liberal de emancipación; así anuncia su profunda y verdadera crisis, pues no consiste solamente en ver las carencias de la emancipación política, poniendo de relieve otras formas de emancipación, que afecten a otra dimensiones de la existencia humana; se trata de la sospecha, incluso de la certeza, de que la emancipación política no es la vía adecuada de emancipación. Y no lo es, argumentará Marx, por dos motivos. Por un lado, porque la emancipación política, como ya ha argumentado, no elimina la alienación religiosa, sino que la consagra; y, por otro lado, y es lo que ahora hemos de pensar con detenimiento, porque la emancipación política misma es sólo ficticia, es imaginaria.


2.2. Comencemos por valorar la posición de Bruno Bauer, un joven hegeliano radical en filosofía y bastante conservador en política. Si hay un momento en el que el problema de la emancipación aparece tematizado e intensamente abordado por el joven Marx es en este ensayo Sobre la cuestión judía, publicado en los Anales Franco-alemanes. Un ensayo que interviene en un debate de actualidad, aunque ya arrastraba décadas, en confrontación con Bruno Bauer. La pregunta concreta que Marx se propone responder podríamos expresarla así: ¿Es aceptable en el momento histórico alemán concreto la propuesta de emancipación política como objetivo? Hay que tener en cuenta que el tema de la emancipación estaba ya planteado en la filosofía de las luces tanto en su forma general como en su figura concreta de emancipación de los judíos, en el llamado debate sobre la “cuestión judía” [17]. Ya hemos visto que en la Ilustración la emancipación humana es pensada como salida de la “minoría de edad”, liberación de toda tutela, liberación de la miseria, de la ignorancia, del fanatismo y de la opresión. Si la verdadera humanidad viene determinada por la libertad y la razón, por el reinado del derecho y sobre todo de la igualdad de derechos, símbolo de la emancipación de los hombres, de la recuperación por estos de su humanidad (perdida o nunca alcanzada), se comprende que, en particular, la cuestión judía, la emancipación política de los judíos, se concretara en su demanda de igualdad de ciudadanía, igualdad de derechos con los ciudadanos de otras religiones sin renunciar a la propia.

Es comprensible que, ante tal reivindicación, las posiciones filosófico políticas estuvieran enfrentadas en el seno mismo del pensamiento ilustrado, pues si bien la ilustración asume y hace suyo el principio universal de la igualdad de derechos, no lo es menos que en la ilustración dominó siempre la tendencia a situar la religión dentro de los límites de la razón, a derivarla a la esfera privada, en definitiva, a no reconocerle relevancia política. Es lo que venía a decir Bruno Bauer a los judíos, como pronto veremos: si queréis igualdad de ciudadanía, comenzad por ser hombres, por “emanciparos” de vuestra religión, por asumir la prescripción racional de subordinar en la esfera pública la religión a la política. Que es tanto como decir: si queréis ser tratados por los otros (por el Estado) como seres universales (ciudadanos), comenzad por liberaros de vuestra particularidad, renunciar a vuestra singularidad; si queréis libertades públicas, comenzad por liberaros de vuestras cadenas privadas. Sin esa condición vuestra reivindicación non es aceptable por tres motivos: porque es contradictoria, ilegítima e imposible.

Pues bien, en ese esquema de emancipación histórica hay que situar la cuestión planteada por Marx, que sin dejar de tomar posición ante la cuestión judía, ante la emancipación de los judíos, lo hace saliéndose del estrecho cerco del debate y elevando el problema al dominio filosófico de lo universal, donde las preguntas suenan así: ¿es la emancipación política realmente la emancipación del hombre?; ¿es un objetivo final?; ¿subsume la negación de toda forma de sumisión y alienación?; ¿es el fin último de la filosofía? En otras palabras, y teniendo siempre a Hegel en el horizonte: ¿el estado racional hegeliano, la vida ética que determina, es el final de la historia?; ¿o es más bien la propuesta al alcance de un pensamiento “alienado”, que no puede ir más allá de los límites exteriores que lo son históricamente fijados? Es decir, esa idea ilustrada de emancipación, concretada en la emancipación política, en la transmutación del hombre en ciudadano, ¿no será una ilusión, una nueva figura de la conciencia alienada que, en tanto que afectada por una carencia ontológica, no puede pensarse a sí misma ni pensar su emancipación sino con formas ilusorias, con sublimaciones, con huidas de sí, que simplemente reproducen su condición enajenada en figuras sublimadas? Que no es otra cosa que llevarnos a recordar que cada ideología, cada forma histórica de conciencia, marca los límites a las preguntas y respuestas que pueden plantearse, marca los límites del pensamiento, de la voluntad e inclusos de la imaginación. Un liberal, desde la ontología liberal, no puede pensar otra forma de emancipación que la definida por los derechos del hombre y del ciudadano, pareciéndole dominación cualquier otra relación social discordante con ellos. Pero ¿qué hace que la emancipación liberal sea universal? ¿No es una falacia?

Nótese que aquí lo que está en juego es la confianza en la vía política (en el Estado, en los derechos) como vía de emancipación. Desconfianza que al menos puede desglosarse en dos esferas o niveles: sospecha respecto a que la liberalización política agote y culmine la emancipación humana, y sospecha de que la vía política sea realmente una vía de emancipación, y no camino a ninguna parte (o, aún peor, mecanismo de reproducción de esa alienación). Ambas sospechas aparecen, aunque de modo desigual, en los distintos textos de Marx.

El texto, muy propio de Marx, es como un diálogo minucioso con quien hasta ayer fuera su maestro, protector y amigo, quien sufrió en sus carnes la misma censura, la misma reacción del estado alemán, perdiendo su cátedra. Es una su cesión de notas de lectura, más o menos hilvanadas, pero apropiadas para su verdadero objetivo: buscar un nuevo vocabulario filosófico con que representarse la realidad –e intervenir en ella- de manera más adecuada. El texto de Bauer que le sirve de referencia acababa de publicarse; era un trabajo sobre la emancipación judía, que atraía la atención de Bauer, cuyo pensamiento filosófico pivotaba sobre la emancipación religiosa [18]. Marx lo va desgranando y, sobre la marcha, busca distanciarse, posicionarse, elaborar un marco conceptual diferenciado. Comienza así de directo, sin el menor preámbulo, con un resumen general de la posición del teólogo y filósofo:

   “Los judíos alemanes aspiran a la emancipación. ¿A qué emancipación aspiran? A la emancipación civil, a la emancipación política. Bruno Bauer les contesta: En Alemania, nadie está políticamente emancipado. Nosotros mismos carecemos de Libertad. ¿Cómo vamos a liberaros a vosotros? Vosotros, judíos, sois unos egoístas cuando exigís una emancipación especial para vosotros, como judíos. Como alemanes, debierais trabajar por la emancipación política de Alemania y, como hombres, por la emancipación humana, y no sentir el tipo especial de vuestra opresión y de vuestra ignominia como una excepción a la regla, sino, por el contrario, como la confirmación de ésta.
   ¿O lo que exigen los judíos es, acaso, que se les equipare a los súbditos cristianos? Entonces, reconocen la legitimidad del Estado cristiano, reconocen el régimen del sojuzgamiento general. ¿Por qué les desagrada su yugo especial, si les agrada el yugo general? ¿Por qué ha de interesarse el alemán por la liberación del judío, si el judío no se interesa por la liberación del alemán?
   El Estado cristiano sólo conoce privilegios. El judío posee, en él, el privilegio de ser judío. Tiene, como judío, derechos de que carecen los cristianos. ¿Por qué aspira a derechos que no tiene y que los cristianos disfrutan? Cuando el judío pretende que se le emancipe del Estado cristiano, exige que el Estado cristiano abandone su prejuicio religioso. ¿Acaso él, el judío, abandona el suyo? ¿Tiene, entonces, derecho a exigir de otros que abdiquen de su religión?
   El Estado cristiano no puede, con arreglo a su esencia, emancipar a los judíos; pero, además, añade Bauer, el judío no puede, con arreglo a su esencia, ser emancipado. Mientras el Estado siga siendo cristiano y el judío judío, ambos serán igualmente incapaces el uno de otorgar la emancipación y el otro de recibirla. El Estado cristiano sólo puede comportarse con respecto al judío a la manera del Estado cristiano, es decir, a la manera del privilegio, consintiendo que se segregue al judío entre los demás súbditos, pero haciendo que sienta la presión de las otras esferas mantenidas aparte, y que las sienta con tanta mayor fuerza cuanto mayor sea el antagonismo religioso del judío frente a la religión dominante. Pero tampoco el judío, por su parte, puede comportarse con respeto al Estado más que a la manera judía, es decir, como un extraño al Estado, oponiendo a la nacionalidad real su nacionalidad quimérica y a la ley real su ley ilusoria, creyéndose con derecho a mantenerse al margen de la humanidad, a no participar, por principio, del movimiento histórico, a aferrarse a la esperanza en un futuro que nada tiene que ver con el futuro general del hombre, considerándose como miembro del pueblo judío y reputando al pueblo judío por el pueblo elegido.
   ¿A título de qué aspiráis, pues, los judíos a la emancipación? ¿En virtud de vuestra religión? Esta es la enemiga mortal de la religión del Estado. ¿Como ciudadanos? En Alemania no se conoce la ciudadanía. ¿Cómo hombres? No sois tales hombres, como no lo son tampoco aquellos a quienes apeláis” [19].

Como todo resumen, puede ser sospechoso de parcialidad. Si uno lee el texto completo de Bruno Bauer –que recomiendo sin reservas-, especialmente si no se tiene en la memoria la referencia de la crítica de Marx, encuentra allí una argumentación realmente sólida, y sorprende la finura de sus argumentos. La lectura del texto completo y aislado vuelve más atractiva la posición baueriana; e incluso nos lleva a pensar en las razones que pudiera tener Marx para una crítica tan contundente como la que emprenderá. Dicho esto, he de señalar que el resumen general que hace Marx, en su literalidad, recoge fielmente las tesis der Bauer. Más aún, las recoge de forma brillante, pues de manera simple y breve nos ha ofrecido las ideas filosóficas esenciales del libro, que expresan a la perfección la posición ilustrada –por ello digo que son muy convincentes- pero que a Marx le parecen ya insuficientes.

Efectivamente, la posición crítica de Bauer es sólida y atractiva, muy penetrante. Juega con la doble existencia de los judíos, como alemanes y como judíos. Es el viejo tema agustiniano de las dos ciudades, la de Dios y la del Hombre, pero en un nuevo escenario, con nuevos sentidos. Tener doble existencia, dos nacionalidades, lleva siempre a una vida escindida, y necesariamente a contradicciones. Bauer así lo reconoce. Su posición viene a ser la siguiente: ni los judíos pueden ser emancipados por los cristianos, ni éstos pueden emancipar a los judíos. La razón es que ambos están afectados, padecen, la misma determinación, la de la religión, uno de la cristiana y otro la judaica. Mientras no se liberen ellos mismos de sus respectivas cargas religiosas, mientras no salgan de sus respectivas alienaciones, no tiene sentido hablar de emancipación. Por tanto, guerra a la religión, esa es la tarea de una filosofía emancipadora; lograda esta victoria, recuperada por unos y otros la condición de humanidad común, será el momento con sentido para, un idos, plantear la batalla por la emancipación política.

Frente a esta posición de Bruno, Marx intenta decir –y no siempre de forma clara- que si el problema no tiene solución es porque está mal planteado; no tiene solución en su representación en el vocabulario baueriano; pero la tiene y la ha de tener en otro nuevo, que hay que sacar a escena; un vocabulario que represente la realidad más adecuadamente, pues en ésta sin duda las cosas se mueven. Sin pensarlo con claridad, pero apuntando a ello, Marx constata la insuficiencia de la filosofía de Bauer, y en general de la hegeliana. Los problemas que tiene Bauer radican en seguir anclado en la dialéctica idealista, en la que todo se decide en el movimiento del Espíritu. Desde ella lo universal sólo avanza por negación de las particularidades: cristianos y judías han de liberarse de sus determinaciones religiosas, particulares, para encontrarse unidos e identificados en lo común y universal, su humanidad. Como unos y otros se atrincheran en una mera contingencia de la que hacen su esencia (alienación), el Espíritu no avanza y la emancipación política ve cerrado su camino. Esa dialéctica baueriana no puede pensar que el particularismo judío tiene su efecto en la historia en tanto que particular; Marx, en cambio, lo intuye, aunque no lo explicite, anticipando ya sus posiciones posteriores en que la burguesía y el proletariado, luchando cada clase por sí misma, hacen avanzar la historia. Se evidencia así un problema complejo, que Marx irá resolviendo con el tiempo: el de la exterioridad de los contrarios en la relación dialéctica, que la convierten en artificiosa y mecánica, manteniendo el movimiento gracias a la pirueta de la Aufhebund, que se sostiene gracias a su indefinición, a su inconcreción.

Como intuye la carga esencialista que dicha dialéctica arrastra. Desde ella el cristiano es y quiere perseverar en el ser cristiano y el judío es y quiere perseverar en el ser judío. En consecuencia, el cristiano vive su condición religiosa reconciliado con el estado alemán, que es cristiano; se encuentra bien, protegido e identificado en la universalidad cristiano del estado. Por su parte, el judío vive la suya como exclusión, irreconciliable con el estado en tanto que cristiano; por ello aspira a un estado liberado de esa particularidad, cuya universalidad invisibilice la determinación religiosa cristiana. Desde esa ontología, claro está, el cristiano y el judío están condenados al enfrentamiento; y ese enfrentamiento, cree Bauer, impide a ambos la emancipación política. De ahí que llame a que cada uno se emancipe de su religión, como si la alienación religiosa fuera un mero hecho de conciencia.

Pero, como digo, Marx ya intuye que esa representación es, por esencialista, poco dialéctica. Pero, además, intuye que es excesivamente idealista, y que así se niega la posibilidad de comprender la realidad. Efectivamente, el efecto idealista de la dialéctica aparece de manera particular en la falta de vida del Espíritu objetivo; para ser más exactos, en la indiferencia del espíritu objetivado. La historia puede ser representada con Hegel desde el movimiento del Espíritu; y este idealismo, el habitualmente criticado desde el marxismo, es aceptable si se toma como una representación de la historia. Pero es aceptable en la medida en que se reconoce cada momento del espíritu como momento del ser (de la Idea), es decir, como ser-en-movimiento. El error frecuente es considerar el momento de la objetivación, el Espíritu objetivo, como mero espíritu objetivado, en definitiva, como espíritu muerto. Ocurre en los lectores de Spinoza, cuando cargan toda la vida sobre la “natura naturans” y reducen a cosa muerta la “natura naturata”, mero residuo del acto de la creación. Y se ve el efecto de la carga esencialista de esta ontología dialéctica, de forma paradigmática en el juego entre “poder constituyente” y “poder constituido”, en el que éste, mera excrecencia, sin vida, pierde su legitimidad en el momento mismo de su creación, como si su única justificación fuera esa, la de ser el entretenimiento de un poder constituyente siempre en movimiento.

La nueva crítica que busca Marx ha de ser materialista al menos en este sentido: la existencia objetiva, que en el dominio de la historia es, y puede ser pensada, como obra de la subjetividad, no es cosa muerta, sino que tiene su vida, su movimiento; vida y movimiento que, a su vez, se enfrentan al del espíritu subjetivo, liberándolo de la ilusión de “sujeto” transcendente y sagrado. Y aunque en este texto Marx esté lejos de poder conceptualizar esta nueva dialéctica, ya la busca, forzando la ontología hegeliana, retorciéndola y reformulándola. Aquí se aprecia en su tanteo de dar entrada a la objetividad en forma de “sociedad civil”, como figura substantiva, que lejos de aparecer como mero producto del estado se va revelando por sus fuertes determinaciones sobre el estado. Y, situado el problema de la emancipación en este nuevo dominio, objetivo y material, lo que Bauer veía imposible comienza a verse como pensable. Desde esa realidad es concebible que puede llegarse a situaciones materiales, reales, en las que cristianos y judíos sientan más la necesidad de su propia reconciliación que con el estado, y que así surja un estado no confesional, laico, que no exige la condición puesta por Bauer: la emancipación individual de la religión. La nueva ontología ha de poder representarse la diferencia concreta entre ambas determinaciones religiosa, la mayor fuerza negativa de la irreconciliable con el estado (en este caso la judía). En fin, ha de hacer posible pensar la pluralidad de movimientos y efectos entre las diversas figuras en confrontación. Sin ello, reduciendo idealistamente la realidad a una representación artrítica de la misma en que las categorías, por ser diferentes, se condenan a la exterioridad o al exterminio, en lugar de pensar que nacen y se desarrollan en y por esa confrontación, la alternativa es trágica (mala dialéctica), como en Bauer, que exige que cristianos y judíos se liberen ellos mismos de sus particularidades para… ¿para qué? Para nada, pues de ese modo ya estarían emancipados. Se les exige precisamente lo imposible: que se emancipen sin transformar las condiciones que imponen la emancipación.

Desde su posición, el discurso de Bruno Bauer, que tiene toda la fuerza que le proporción a una ontología que sigue presente en nuestros días, viene a decir: ¿queréis la emancipación civil? Perfecto, hablad el lenguaje de la sociedad civil, usar los instrumentos de la sociedad civil. Y lo hacéis solo a medias. Cuando reivindicáis la emancipación política, estáis pidiendo que en el espacio público no se os discrimine por vuestras particularidades, y que las de los otros no sean privilegios. Pedís que el estado sea sordo y ciego a la particularidad. Perfecto. Pero, entonces, en coherencia, habéis de asumir radicalmente que en esa esfera uno ha de presentarse sin casacas, libre de particularidades. ¿Queréis que el Estado sea ciego y sordo a ellas? Bien, pero ayudad un poco, presentaos sin ellas, desnudos. Presentaos como “alemanes”, iguales a los otros alemanes, que dejan las casacas en su casa. No aparezcáis en escena vestidos de judío, exigiendo que se os reconozca vuestro traje como se reconocen los de los otros.

Es, como digo, una posición atractiva y de gran sutileza. Cuando Bauer reprocha a los judíos su “egoísmo”, va más allá de la pasión psicológica, o de la valoración moral; apunta a una ontología teológica que obstaculiza la emancipación política. Quiere hacerles ver que están existencialmente encerrados en su determinación particular de judío (hombre religioso), que les impide acceder a su esencia universal de ciudadano (hombre político). Viene a decir que viven, en su reivindicación política, viven recluidos en su “exclusión del derecho” a que les somete el estado; sólo aspiran a salir de su exclusión. El “egoísmo” de verse y sentirse diferentes, pueblo elegido, superior a los otros, les impide ver lo que hay fuera, a saber, que demás, que todos los demás, los cristianos también, padecen exclusiones; les impide ver que en el estado alemán todos están excluidos de la libertad y de los derechos, nadie disfruta de la ciudadanía.

La ontología teológica del judaísmo, pues, su alienación en la religión, está en la base del debate, es el obstáculo a la emancipación política. Esa ontología les llevar a interpretar la determinación cristiana del estado como la fuente del mal judío; esa particularidad es la única que los preocupa; y así no ven, ni pueden ver, la presencia de otras particularidades del estado, que excluyen de una forma u otra a los demás, que expulsan a todos de una existencia de ciudadano. Al aspirar únicamente al mismo trato que los cristianos, a ser iguales a los cristianos, entiende Bauer, el judío renuncia a las luchas contra las diversas formas de sojuzgamiento a que están sometidos los cristianos y no cristianos en el estado alemán.

Alienación en la religión que les lleva a caer en la contradicción. Por ejemplo, exigen justamente al estado alemán que renuncie a su prejuicio religioso cristiano, conforme le exige su concepto, pero al mismo tiempo se aferra a su prejuicio religioso judío, ni se plantea renunciar al mismo. Quiere que el estado sea ajeno a la determinación religiosa al tiempo que él hace de la religión su determinación esencial. Actitud paradójica, piensa Bauer; y sobre todo estéril, pues mientras el estado alemán siga siendo cristiano y el judío siga siendo judío siga siendo judío, aquél no emancipará a éste ni éste ayudará a emanciparse a aquél. El estado cristiano no saldrá de la particularidad y del privilegio sin su emancipación política como Estado; y no será posible dicha emancipación política si cristianos y judíos no se liberan de su particularidad y de su privilegio. En consecuencia, en la sociedad civil se reproducirá la diferencia entre cristianos y judíos, y se mantendrá la confrontación entre ambos. Y cuanto mayor sea la fuerza de la alienación, cuanto más intenso sea el sentimiento religioso en unos y otros, mayor será la segregación y la confrontación política entre ellos.

En fin, nos dice Bauer, el judío, encerrado en su privilegio, se condena a sentirse extraño en el estado, en su existencia civil, en la “ciudad de los hombres”; vivirá el desgarro de la oposición entre su “nacionalidad real” a su “nacionalidad quimérica”; se aislará de la humanidad y renunciará a participar en el movimiento histórico de los pueblos por su emancipación; y, en fin, se aferrará inútilmente a un futuro privilegiado, de pueblo elegido, ajeno al futuro que desean y necesitan los otros hombres, mientras éstos no podrán verlos como sus iguales. De ahí su reproche –reproche de judío ya no judío, no hay que olvidarlo- al pedirles con que credenciales legitiman su reivindicación de emancipación política, con qué avales piden a los otros, al fin cristianos, que les ayuden a salir de la segregación. Pues, como argumenta con solidez Bauer, esos avales no pueden ser la religión judía, al menos sus valores ético políticos, pues la misma se confiesa abiertamente enemiga frontal, por un lado, de la religión del estado, y por otro, del propio estado, al poner la ley religiosa por encima de la ley civil. Tampoco pueden los judíos, en su reivindicación particular, esgrimir la legitimidad de su nacionalidad alemana, pues, como dice Bauer, en Alemania no hay ciudadanía reconocida, con el agravante de que tampoco luchan por ella al lado del resto de alemanes. Por último, tampoco pueden apoyar su reivindicación de emancipación política en tanto que hombres, por su naturaleza humana, pues en Alemania nadie goza de ese reconocimiento. O sea, lo mejor que pueden hacer es liberarse de su privilegio religioso (en realidad, de su alienación), ponerse en plano de igualdad con los demás alemanes y luchar juntos por la emancipación del estado.

Bauer viene a decir, con fuerza, que reivindicar la igualdad en el Estado, la universalidad de éste en el trato a los ciudadanos, es cosa de “hombres”, es decir, de seres que se reconocen entre sí iguales, que se identifican con la universalidad que les une y rechazan la particularidad que los separa. Por tanto, si el judío quiere emanciparse como hombre, y devenir ciudadano igual a los demás, debe comenzar por ser igual a ellos, y para ello ha de emanciparse de su dios. En definitiva, Bauer venía a proponer un Estado laico, emancipado, y ciudadanos que, si así lo querían, cargaran con su religiosidad en su vida privada, como estaban dispuestos a hacer los cristianos. Fijaos bien, Bauer defendía el estado laico, ahora modelo en las democracias capitalistas.

Sí, la argumentación de Bauer no es nada despreciable; por eso he dicho que causa cierta sorpresa la posición antitética de Marx, frontal, sin concesiones, sin el menor reconocimiento. Este radicalismo tal vez puede comprenderse si tenemos en cuenta que Marx ha iniciado su ajuste de cuentas con la conciencia anterior, su búsqueda de una nueva ontología que le permita una nueva posición crítica. Es significativo que su rechazo de Hegel en los textos de esta primera fase del exilio (en París y en Bruselas) es también más radical que en sus breves y dispersas referencias posteriores, en los textos económicos, donde hay más comprensión del “perro muerto”. Y también lo es que Marx siempre haya sido tan radicalmente crítico de tantos y tantos compañeros de viaje Proudhon, Bakunin, Herr Vogt…), que a mi parecer, y unos más que otros, merecían mayor reconocimiento o, al menos, mejor trato. Por todo ello tiendo a pensar que Marx, desde su autoconciencia de estar (ahora en los inicios, luego en pleno desarrollo) creando una crítica nueva, sentía la necesidad de marcar distancias y de liberarse escrupulosamente de cualquier resto de la posición teórica anterior.


2.3. Marx entra al debate sobre la emancipación de los judíos cambiando, de entrada, el contexto de la pregunta (abandona tanto el plano de la relación individuo-Estado, del quién emancipa a quién, como el del orden de emancipación, por dónde empezar, por la emancipación religiosa o la política), para poder cambiar el objeto de la misma, para dirigir su mirada al tipo de emancipación, y por tanto a su nuevo contenido:

“La crítica tiene que preguntarse, además, otra cosa, a saber: de qué clase de emancipación se trata; qué condiciones van implícitas en la naturaleza de la emancipación que se postula. La crítica de la emancipación política misma era, en rigor, la crítica final de la cuestión judía y su verdadera disolución en el "problema general de la época [20].

Bien mirado, Marx tiene razón: la crítica de la emanación política es el final, la última etapa, de la crítica a la religión; y, por tanto, el final del debate filosófico sobre la cuestión judía como determinación religiosa; la reivindicación política de los judíos, por tanto, ha llevado el debate a su verdadero lugar, el decisivo. De este modo, el problema judío se nos aparece como “problema general de la época”; y la solución del mismo dejará de ser particular para ir de la mano de la solución a este problema general. Al fin, ya nos lo había dicho Marx, a la crítica de la religión le sigue necesariamente la crítica del estado, como su culminación; y la batalla contra la alienación religiosa culminará con la batalla contra el estado. Pero no ya contra el estado religioso, el estado confesional, la determinación religiosa del estado, como seguían pensando Bauer y los jóvenes hegelianos; es decir, no ya contra el estado empírico, el estado alemán; Marx ve ese final lógico de la crítica en su enfrentamiento a muerte con el Estado, contra la misma idea hegeliana del Estado.

En este texto Marx expone una idea de religión, de alienación religiosa, que a veces parece un paso atrás respecto a la puesta por Hegel. No entraré aquí en esta sospecha, que nos obligaría a abordar el viejo problema hermenéutico del momento feuerbachiano de Marx, de su breve paso por el humanismo; pero quiero dejarlo apuntado: la nueva crítica, que surge sin duda de su ajuste de cuentas con la filosofía hegeliana, especialmente de su filosofía del derecho, parece necesitar un repliegue, un paso atrás, a posiciones ilustradas, medos dialécticas. En este desplazamiento la crítica gana carga práctica, la negación se acerca a la nihilatio, y se empapa de fuerza moral; Kant, y la carga trágica de sus oposiciones, parecen reclamar su lugar en la escena. Y es bien cierto que, frente este regreso a Kant, se revuelve constantemente Marx en nombre de Hegel; como si se debatiera en medio de la confrontación de las dos grandes filosofías modernas; como si su salida, la nueva crítica que busca, tuviera implicara una ruptura simultánea con ambas, como si éstas fueran la materia prima común. Será una etapa transitoria, pero considero que debería tenerse presente; y que deberían estudiarse estos textos desde esta perspectiva. Insisto en ello porque tal vez nos ayudaría a comprender importantes debates entre los marxistas, con efectos poderosos sobre la política y del movimiento obrero, en que las alternativas entre determinismo y subjetivismo, entre desarrollo de la historia y lucha de clases, economía y política, solían legitimarse recíprocamente negando al otro validez o suficiencia en su lectura de Marx; tal vez se invisibiliza ese origen hibrido de su crítica y, por tanto, la ineludible presencia en ella de ambos aromas (por decirlo con una metáfora, siempre menos comprometida).

Marx piensa la religión, al igual que el estado, como expresiones de la indigencia humana, síntomas de una carencia existencial, una carencia ontológica que se manifiesta en la incapacidad del hombre para asumir su vida en su mundo, en su impotencia para controlar su existencia y satisfacer sus aspiraciones naturales. Esa carencia le lanza fuera de sí y de su mundo (es el planteamiento feuerbachiano, donde la alienación es pérdida), le empuja a la enajenación de sí. Esa situación es vivida como pérdida definitiva, irreversible, de sí mismo, que sólo es compensada ilusoriamente con la esperanza en otra vida, en otro mundo, en todo caso, en un juez exterior y transcendente. Nada tiene que ver esa forma de vivir la alienación con la descrita por Hegel en su dialéctica regida por la reconciliación, con el optimismo de la recuperación de sí, al ver en la enajenación el mecanismo necesario y afortunado para restañar su carencia, para recuperar su esencia perdida; se trata de una forma trágica de absoluta pérdida de sí, de definitivo extravío, sólo compensado en la sublimación de la transcendencia.

Estado y religión dejan de ser medios de recuperación de sí para pasar a ser mediaciones de una emancipación imaginaria y, a la postre, mecanismos de reproducción de la enajenación. Ambas mediaciones, religiosa y política, tienen el mismo significado, son dos vías de fuga que expresan al mismo tiempo la carencia humana para bastarse a sí mismo y la salvación imaginaria derivada de esa misma carencia; el hombre alienado, que busca en la mediación imaginaria su salvación, no puede pensar otra vía de salvación; la alienación pone su límite. O sea, la alienación de la conciencia no es un mero error, accidental y corregible, es el límite de la conciencia del hombre en ese estado. Sin transformar esas condiciones de vida toda emancipación es imaginaria. La religión y el estado aparecen, definitivamente, como mediaciones de esa fuga a lo imaginario:

“De donde se sigue que el hombre se libera por medio del Estado, se libera políticamente de una barrera, al ponerse en contradicción consigo mismo, al sobreponerse a esta barrera de un modo abstracto y limitado, de un modo parcial. Se sigue, además, de aquí, que el hombre, al liberarse políticamente, se libera dando un rodeo, a través de un medio, siquiera sea un medio necesario. Y se sigue, finalmente, que el hombre, aun cuando se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, proclamando al Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras religiosas, precisamente porque sólo se reconoce a si mismo mediante un rodeo, a través de un medio. La religión es, cabalmente, el reconocimiento del hombre dando un rodeo. A través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también el Estado es el mediador al que desplaza toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana [21]”.

Para Marx tiene mucha importancia el caso de los EUA, pues ilustran su tesis de que la emancipación política del estado, su liberación de la alienación religiosa, no acaba con la religión, con la alienación religiosa del hombre; la emancipación del estado no comporta la emancipación del hombre; al contrario, refuerza su alienación, refuerza su existencia alienada en la religión, pues reconoce a ésta, la legitima, le otorga estatus de validez jurídica. Es lo que ha pasado en Norteamérica, donde la confesionalidad del Estado, la laicidad pública, ha reforzado la religiosidad privada:

“Norteamérica es, sin embargo, el país de la religiosidad, como unánimemente nos aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton. Los Estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, solamente de ejemplo. El problema está en saber cómo se comporta la emancipación política acabada ante la religión. Si hasta en un país de emancipación política acabada nos encontramos, no sólo con la existencia de la religión, sino con su existencia lozana y vital, tenemos en ello la prueba de que la existencia de la religión no contradice a la perfección del Estado. Pero, como la existencia de la religión es la existencia de una carencia, no podemos seguir buscando la fuente de esta carencia solamente en la esencia del Estado mismo. La religión no constituye ya, para nosotros, el fundamento, sino simplemente el fenómeno de la limitación secular. Nos explicamos, por tanto, las ataduras religiosas de los ciudadanos libres por sus ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar con su limitación religiosa, para poder destruir sus barreras seculares. Afirmarnos que acaban con su limitación religiosa tan pronto como destruyen sus barreras temporales [22]”.

Quiero llamar la atención especial sobre la afirmación de que, si bien la existencia de la religión refiere a una carencia, la raíz de la misma ya no debe buscarse en la esencia del estado, sino fuera del mismo, en lo secular, en la sociedad civil; de ahí que ya se afirme que la emancipación del estado respecto a la religión no es la vía para destruir las barreras seculares, para reponer esas carencias; al contrario, sólo eliminando éstas se deshará la alienación religiosa. Marx entiende que si el estado puede ser libre (de la religión) sin que el hombre sea libre (de la religión), ello muestra los límites de la emancipación política (tanto del Estado como del ciudadano). En todo caso muestra que hay que mirar más allá de la emancipación política, hay que buscar en el horizonte a la “emancipación humana”.

“Por eso nosotros no decimos a los judíos, con Bauer: no podéis emanciparos políticamente si no os emancipáis primero radicalmente del judaísmo. Les decimos, más bien: porque podéis emanciparos políticamente sin llegar a desentenderos radical y absolutamente del judaísmo, es por lo que la misma emancipación política no es la emancipación humana. Cuando vosotros, judíos, queréis emanciparos políticamente sin emanciparos humanamente a vosotros mismos, la solución a medias y la contradicción no radica en vosotros, sino en la esencia y en la categoría de la emancipación política. Y, al veros apresados en esta categoría, le comunicáis un apresamiento general. Así como el Estado evangeliza cuando, a pesar de ser ya Estado, se comporta cristianamente hacia los judíos, así también el judío politifica cuando, a pesar de seguir siendo judío, adquiere derechos de ciudadanía dentro del Estado” [23].

Así se introduce la sospecha de que el estado no es el lugar apropiado de la emancipación, de esa “emancipación humana” cuya idea Marx trata de instituir; al contrario, de este modo el estado se revela como otra figura de la alienación, otra vía ilusoria de solución de esa original carencia humana, de su incapacidad para afirmar su existencia en el orden natural. Si el estado puede convivir con la religión, es decir, aceptando, reconociendo y protegiendo la religión en la esfera privada, en la sociedad civil, de la misma manera el estado podrá convivir con otras formas de particularismo. Podrá convivir con la propiedad privada, con la educación privada, con éticas privadas. El estado como lugar de emancipación, el estado racional como ideal de la misma, se desvanece...

“La elevación política del hombre por encima de la religión comparte todos los inconvenientes y todas las ventajas de la elevación política en general. El Estado como Estado anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara la propiedad privada como abolida de un modo político cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de sufragio activo y pasivo, como se ha hecho ya en muchos Estados norteamericanos. Hamilton interpreta con toda exactitud este hecho desde el punto de vista político, cuando dice: "La gran masa ha triunfado sobre los propietarios y la riqueza del dinero." ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad privada, cuando el desposeído se convierte en legislador de los que poseen? El censo de fortuna es la última forma política de reconocimiento de la propiedad privada” [24].

Apreciemos el cambio de vocabulario, el cambio introducido por Marx en la crítica, desde el cual puede oponerse a Bauer mostrando los límites y deficiencias de la vieja crítica. El problema ahora no reside en la contradicción existencial del judío, en su doble nacionalidad, en su incoherencia; el problema habita en la idea misma de emancipación, en la miseria de una categoría que aún no ha llegado a su pleno desarrollo y sigue pensando como “emancipado” a un estado que, despojado de su casaca religiosa, defiende al desnudo, sin casaca ni peluca, la existencia de la religión en el mundo privado; una categoría que sigue pensando como emancipado de la religión al individuo que sólo se ha liberado de la imposición política de la religión; una categoría que piensa libre de alienación religiosa al individuo que sólo ha conquistado el derecho a usar y cambiar a su gusto la religión, a elegir arbitrariamente la que guste en su vida privada.

Lo realmente paradójico de esa representación, viene a decirnos Marx, es que en ella el estado “emancipado de la religión” ha quedado, de hecho, como guardián de la misma, a su servicio y cuidado, vigilante respetuoso y garante de su respeto en lo privado. Y, sin decirlo, parece inducirnos a pensarlo: tal vez sea ese el destino último del estado, su etapa final, la función paradigmática de su figura plenamente desarrollada. Porque, es fácil comprenderlo desde estas nuevas claves, cuanto más universal sea el estado, cuanto más liberado de determinaciones de su esencia, más radical y exhaustivamente quedará al servicio de esas de particularidades en el ámbito privado. Se libra de la religión, de la propiedad, del saber…, para pasar a ser su servidor. O sea, antes tenía los amos dentro del castillo y ahora los tiene fuera; antes lo dirigían desde la torre, ahora lo controlan desde los sótanos. Pero como los de entonces dentro son los ahora fuera, la categoría “Estado” se ha vuelto por fin transparente y nos permite ver la esencia del estado, el estado desnudo, sin ropas sagradas, mostrándonos lo que es, lo que puede ser y lo que no puede dejar de ser. Fin de una ilusión: desvestido del manto sagrado que lo ocultaba, el estado nos descubre que no es ni puede ser el lugar de emancipación; que es y no puede dejar de ser reproductor del orden civil:

“Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada, no sólo no destruye la propiedad privada, sino que, lejos de ello, la presupone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos. Por eso Hegel determina con toda exactitud la actitud del Estado político ante la religión, cuando dice: " Para que el Estado cobre existencia como la realidad moral del espíritu que se sabe a si misma, es necesario que se distinga de la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se manifiesta en la medida en que el lado eclesiástico llega a separarse en si mismo; sólo así, por sobre las iglesias especiales, adquiere y lleva a la existencia el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma" (Hegel, Rechtsphilosophie, 1ª edición, pág. 346). En efecto, sólo así, por encima de los elementos especiales, se constituye el Estado como generalidad” [25].

En consecuencia, el estado revela su esencial renuncia a instituir lo universal en el hombre, a recuperar su ser genérico, su ser comunitario; y, además, se revela como defensor de esa existencia particular del individuo, de su vida individualizada y abstracta.


3. Emancipación del estado y emancipación del individuo.

Para comprender bien las implicaciones en juego debemos hacer una reflexión global sobre el cambio de perspectiva que se está produciendo en el pensamiento de Marx. Son diversos los aspectos que hemos de tener presentes, pero previo a ellos hay que fijar el presupuesto, insinuado en el enunciado de este apartado: no es lo mismo la emancipación política del estado que la emancipación política del individuo.


3.1. Comencemos por la emancipación del estado. Marx a estas alturas ya distingue entre la emancipación del estado, entendida como su liberación de las cadenas de los particularismos, y la emancipación de los individuos, pensada como su transformación en ciudadanos; ni debemos confundirse conceptualmente, ni tampoco establecer entre ambas una relación de implicación, o de causa-efecto. Una vez más nos sirve como ilustración lo dicho sobre la emancipación religiosa: el estado laico se libera del sometimiento a una determinación religiosa, pero el individuo no se emancipa de la religión. Por tanto, no se juegan necesariamente en la misma batalla. Más aún, resulta que con la supuesta victoria del estado en su emancipación política de la religión, lejos de imponer, ayudar o inducir a que el individuo se emancipe a su vez de la religión, al contrario, bajo su profesión de neutralidad e imparcialidad, asume la tarea de cuidador de la libertad de religión; y así consagra y sacraliza -¡convirtiéndola nada menos que en derecho de los individuos!- la presencia de la religión en la esfera privada. El estado político racional, autoafirmándose como reino de lo universal, se manifiesta paradójicamente como garante y legitimador de la existencia del hombre religioso, al considerar la religión un derecho de los ciudadanos; por tanto, el estado político lejos de expresar la emancipación de los individuos, de ser causa o condición de la misma, sacraliza, garantiza y protege la alienación religiosa del hombre. Por tanto, la emancipación de la religión, por el estado y por el individuo, son dos órdenes de cosas diferenciadas, sin relación causal entre ellas, y que no se juegan en la misma partida:

“El límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en el hecho de que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre [26].

Hay algunas reflexiones en el texto, en sí mismas no transparentes, cuyo análisis en cambio nos ayuda a comprender la relación compleja entre el estado y el individuo en la perspectiva de la emancipación. Nos dice Marx que, si nos atenemos a los estados libres, su actitud ante la religión es la de los hombres que lo forman. En estado despótico será la religión del déspota la que se imponga a los súbditos (recordemos la cruel máxima “cuius regio, eius religio, que tanta sangre haría correr en Europa); pero en un estado libre, “emancipado”, el estado expresa objetivamente la conciencia de subjetiva de sus ciudadanos. En consecuencia, decir que el hombre se libera de la religión “por medio del Estado” implica un par de relevantes consecuencias. Primera consecuencia, que se libera de una barrera política, la particularidad religiosa, poniéndose “en contradicción consigo mismo”; es decir, como hombre él sigue amarrado a la religión, alienado en ella, y como ciudadano se libera de ella, “al sobreponerse a esta barrera de un modo abstracto y limitado”; se libera políticamente y no antropológicamente. Segunda consecuencia, que el hombre, dado que se libera “políticamente”, lo hace “dando un rodeo, a través de un medio, aunque sea un medio necesario”. Y, dado que solo se emancipa políticamente, dando ese rodeo, al proclamarse ateo por medio de proclamar ateo al estado, no se emancipa qua hombre, y seguirá sujeto a las ataduras religiosas. Como dice Marx:

“La religión es, cabalmente, el reconocimiento del hombre dando un rodeo. A través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también el Estado es el mediador al que desplaza toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana [27].

Hemos de profundizar un poco en este problema de la relación entre ambas emancipaciones, la del estado y la del individuo, y poner a la luz otros aspectos e implicaciones de interés teórico y práctico. Comenzaré, en primer lugar, llamando la atención sobre la comentada emancipación política del estado, que pensada con perspectiva se nos revela enseguida como meramente aparente. Efectivamente, parece claro que el estado puede emanciparse de ciertos particularismos, como el de la religión, pero no de otros, no de todos; en concreto, no puede liberarse de desigualdades esenciales conectadas indisolublemente a la nueva sociedad civil capitalista. Esto es, Marx va entendiendo que el estado universal no puede abrirse paso en una sociedad capitalista, donde reina la particularidad; o, para ser más preciso, sólo puede ser universal en su esencia de forma imaginaria, ficticia. Quiero decir que, mirado con detenimiento, el estado no puede realizarse de acuerdo con su concepto; está condenado por su esencia a ser siempre ideal; o, lo que es lo mismo, a ocultar su realidad y a fingir su realizabilidad. Es lo que poco a poco irá desvelando Marx, con expresiones y descripciones a veces ambiguas. De momento alude a las desigualdades en la sociedad civil, que a través de su presencia en la subjetividad de los ciudadanos, se revela en el estado, manchando su universalidad de privilegio. Aunque aquí no hable de las clases, o del inevitable carácter de clase del estado, ejemplo contundente de la imposibilidad del Estado de emanciparse de la sociedad civil, lo está casi anunciando. Sólo le falta el vocabulario, que encontrará en la economía política de la época.


3.2. El estado, nos está casi diciendo Marx en una nueva tesis, ni puede ni necesita emanciparse. No se trata ya de reconocer la “impotencia” histórica del estado para devenir conforme a su concepto, o de sus límites contingentes para liberarse de toda particularidad; se trata de reconocer que esa emancipación política no corresponde a su esencia; que lo suyo, su origen y destino, no es otro que el de perpetuar la desigualdad; que su universalidad es el mejor manto para ocultar la desigualdad y la mejor espada para imponer la diferencia. Leamos el siguiente pasaje con detenimiento, no tiene desperdicio. Nos marca el límite en el avance del estado hacia la emancipación, hacia la eliminación de los particularismos:

“La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración, no es una mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que es la emancipación política misma, es el modo político de emancipación de la religión. Es cierto que, en las épocas en que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de autoliberación politica, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción; pero sólo avanza como ante la abolición de la propiedad privada, hasta las tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo; sólo como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina [28].

Marx reconoce que hay momentos especiales en que “la vida política trata de aplastar a lo que es su premisa, la sociedad burguesa”; esos momentos en que se siente cerca la reconstitución de “la vida genérica real del hombre”. Pedro ya nos advierte que esa recuperación la naturaleza humana perdida, del “ser genérico”, comunitario, del hombre, sólo puede conseguirse “mediante las contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente”. Y, ya se sabe, nos advierte, cómo suelen acabar las cosas: “con la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz” [29].

Es decir, la autoafirmación del estado como reino de lo universal no es “ficticia” en el sentido de que no pueda realizar su idea empíricamente, en la sociedad civil; no es ficción como idealización utópica, ni como ocultación de una carencia. Por el contrario, la ficción que encierra el concepto de estado universal es su verdad, es su esencia; la universalidad funciona aquí como una determinación “particular”, como una forma entre otras posibles, y su particularidad reside en que es así, con sus reales túnicas de universalidad, como mejor cumple su función práctica: consolidar la desigualdad, la particularidad, en la sociedad civil; permitir en competición “libre” el dominio de unos hombres sobre otros. Hemos de volver sobre esta función particularizadora de lo universal.

Lo antes dicho nos lleva a sospechar que, en realidad, la alienación social del estado es su esencia; su subordinación a la sociedad civil, y por tanto a la particularidad, no es carencia (ni del concepto ni del conatus) del estado, sino su determinación ontológica; por tanto, la emancipación del estado es un sinsentido que nace del idealismo hegeliano. Para Marx el estado quedará definitivamente ligado y subordinado a la sociedad civil, siempre determinado por la particularidad de la sociedad civil donde nace y a la que sirve. Es lo que no ha entendido hasta ahora la filosofía, que siempre vio el estado –o el rey filósofo, o el príncipe ilustrado- como su medio para crear en el mundo la república ideal, en el cuerpo del hombre el ideal de virtud y sabiduría.

Para la filosofía hegeliana, la que llevara la categoría a su máximo desarrollo, el “Estado”, el estado político acabado, expresa “la vida genérica del hombre por oposición a su vida material”. Viene a ser algo así como el cielo en la definición del catecismo cristiano del Padre Ripalda, “el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”; éstos, los males, quedaban fuera, en la “sociedad civil” (se pensara ésta en clave ilustrada rousseauniana o kantiana, como lo exterior al estado, o se pensara en clave hegeliana, como fase anterior de la totalidad social, como momento intermedio de esa vía ética de universalidad creciente entre la familia y el estado). Puestos los ojos en la belleza del final camino, de esa vida ética, reconciliada, donde las diferencias sólo son los elementos constitutivos de la totalidad armónica, se soportaban y se reconocían los obstáculos y sufrimientos del trayecto. Y, sobre todo, deslumbrados por el final anunciado, se borraba la posibilidad misma de la sospecha del poeta: ¿y si sólo hubiera camino? Es lo que, a mi entender, pone de relieve Marx: llama a apartar la mirada del estado, fase final, mero objeto de ensueño, y a afijar la mirada en la sociedad civil, donde el hombre nace, vive y muere. Se trata de una anticipación genial de su reflexión sobre el fetichismo del derecho y del estado. Leamos su texto:

“Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen en pie al margen de la esfera del Estado, en la sociedad civil, pero como cualidades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal, la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa cómo particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que la religión supera la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella. El hombre en su inmediata realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí, donde pasa ante sí mismo y ante los otros por un individuo real, es una manifestación carente de verdad. Por el contrario, en el Estado, donde el hombre es considerado como un ser genérico, es el miembro imaginario de una imaginaria soberanía, se halla despojado de su vida individual real y dotado de una generalidad irreal” [30].

Es difícil aportar más claridad al texto con paráfrasis o comentarios; creo que es una contundente y diáfana descripción de la enajenación político-jurídica de la conciencia, recurriendo a imágenes y metáforas de la enajenación de la conciencia religiosa. Intuye Marx que una crítica nueva, una nueva ontología, necesita repensar la relación entre estado y sociedad civil, que ahí se juega su posibilidad. Por eso, descubierta la herida, hurga en ella buscando sus raíces:

“El conflicto entre el hombre, como fiel de una religión especial y su ciudadanía, y los demás hombres, en cuanto miembros de la comunidad, se reduce al divorcio secular entre el Estado político y la sociedad civil. Para el hombre como bourgeois, la vida dentro del Estado es sólo apariencia o una excepción momentánea de la esencia y de la regla. Cierto que el bourgeois, como el judío, sólo se mantiene sofísticamente dentro de la vida del Estado, del mismo modo que el citoyen sólo sofísticamente sigue siendo judío o bourgeois; pero esta sofística no es personal. Es la sofística del Estado político mismo. La diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el terrateniente y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudadano. La contradicción entre el hombre religioso y el hombre político es la misma contradicción que existe entre el bourgeois y el citoyen, entre el miembro de la sociedad burguesa y su piel de león política [31].

¿Por qué, pues, el estado seguirá autoafirmándose como reino de lo universal? Sólo porque así cumple mejor su función de garantizar la reproducción de la diferencia. No debería extrañarnos, ya Rousseau anticipó lo que Marx en textos posteriores argumentará ampliamente, a saber, que la clase burguesa se pone en escena como representante de la humanidad, pone el hombre burgués como paradigma del hombre universal. Decía Rousseau, en unos pasajes áureos que simplemente recojo, pues sobra cualquier comentario, que los hombres en estado de naturaleza, desesperados ante la fragilidad de la posesión de sus bienes, buscaban un modo de que no les arrebataran por la violencia lo que habían adquirido con ella:

“desprovistos de razones válidas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse; apto cada uno para aplastar fácilmente a un particular, pero aplastado a su vez por hordas de bandidos, solo contra todo, y sin poder a causa de sus envidias mutuas unirse con sus iguales contra unos enemigos unidos por la esperanza común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás haya cabido en mente humana: el de emplear en su favor las fuerzas mismas de los que le atacaban, trocar en defensores a sus adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como el derecho natural le era contrario" [32].

Así configuraron el discurso del poder, la razón a su servicio, consiguiendo la necesaria enajenación de la conciencia para que los fuertes acabaran dominando a los débiles:

“Unámonos a fin de proteger de la opresión a los débiles, poner freno a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece. Instituyamos normas de justicia y de paz a cuyo acatamiento se obliguen todos, sin exención de nadie, y que reparen de algún modo los caprichos de la fortuna sometiendo por igual al poderoso y al débil a unos deberes mutuos. En una palabra, en vez de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne con arreglo a unas leyes prudentes, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en una concordia perdurable” [33].

Discurso tan sutil no encontraría resistencias en las conciencias de la gente honrada, presionada por la necesidad, amenazada por la fuerza; los dulces sones de la razón propiciaron que huyendo del humo se metieron en el fuego:

“Todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad, pues con razón bastante para intuir las ventajas de una institución política, no tenían experiencia suficiente para ver sus peligros; los más capaces de presentir los abusos eran precisamente los que contaban con aprovecharse de ellos; y aun los sabios vieron que había que decidirse a sacrificar una parte de la libertad para conservar otra, lo mismo que un herido consiente que se le corte el brazo para salvar el resto del cuerpo” [34].

Y con manifiesta melancolía, como si el mero relato imaginario le hiriera el alma, Rousseau concluye su lamento:

“así fue, o debió de ser, el origen de la sociedad y de las leyes, que pusieron nuevas trabas al débil y dieron nuevas fuerzas al rico, destruyeron para siempre la libertad natural, establecieron definitivamente la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron un derecho irrevocable de una hábil usurpación, y en provecho de unos cuantos ambiciosos sometieron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria” [35].

3.3. Veamos ahora algunos aspectos de la emancipación del individuo. Hemos visto que el estado no puede emanciparse, no por impotencia sino por determinación de su esencia; tampoco emancipa al individuo, ni puede ni quiere, podríamos decir; no es este su destino, no es un lugar de emancipación, a no ser imaginariamente. Aunque subsiste, con cierto peso, la idea de que el hombre emancipado es el ciudadano, de que la ciudadanía es el lugar, modo y límite de la emancipación política, debemos revisar esta tesis republicana. De entrada, esta revisión no es sorprendente, sino algo obvio; al menos en cuanto límite de la emancipación, la ciudadanía se revela insuficiente, pues el ciudadano convive con la alienación; y no sólo empíricamente, como es obvio y enseguida veremos, sino en cuanto al concepto. La ciudadanía, expresión de la emancipación política del individuo, no excluye de su concepto la enajenación en la religión; ni tampoco, y de forma muy especial, la enajenación en el derecho y el estado. En realidad, ni siquiera es una extravagancia sospechar que a la soberanía le es intrínseca la sacralización del derecho. No es extraño, pues, al fin y al cabo, las carencias en la emancipación del estado se reproducen en la emancipación del individuo.

Insistamos un poco en estas carencias de la emancipación política del estado, en su incapacidad para garantizar al individuo tanto su emancipación de la religión como del derecho. Lo he dicho en varias ocasiones, pero hay que repetirlo: el ciudadano, expresión de la emancipación política, puede seguir –de hecho sigue- siendo un hombre religioso; y esta condición del individuo queda perfectamente protegida por el estado, comprometido en defender la libre opción religiosa; por tanto, el estado queda cómplice de la reproducción de la alienación. Ciertamente, no lo hace de forma grosera, imponiendo una religión; lo hace sutilmente, bajo la máscara de defensor de la universalidad, aquí en la figura de la pluralidad de religiones, refugiándose en su destino abstracto, defensor de la libertad, guardián de las libertades de sus miembros, incluida la religiosa. Bajo su apariencia de neutralidad, que corresponde a su esencia universal, cumple su destino secreto de conservar las diferencias; lo que ha expulsado de interior, del espacio público, condenado así a hábitat de figuras humanas abstractas, desencarnadas y desnudas, lo planta y defiende en el exterior, en la sociedad civil. Y en lugar de tener como destino el que le asignaba la filosofía, la de Kant o la de Hegel, a saber, su realización en la sociedad civil, su apropiación de la misma, rompiendo su exterioridad, simula con respetarla –respetar a los hombres reales, a los ciudadanos- y servirla. Lo que entonces intuyó Marx, ahora es transparente: el estado se legitima a sí mismo adecuándose a la “voluntad” de los individuos; y cuando parece seguir en el puesto de mando, y se presenta como servidor de la justicia, unas veces oculta que ésta es para él la mera justicia instrumental, y otras veces se protege identificando, en un alarde sofístico, justicia y democracia. En cualquier caso, el resultado es que, lejos de ser el medio de salida de la enajenación, el medio en manos del hombre para devenir humano, acaba sirviendo al “hombre real”, o sea, cómplice de la desnuda positividad. Y es así aun que lo haga enmascarado en ese discurso, su discurso, del que Rousseau con razón sospechara: el discurso que logra embellecer la realidad (la alienación, religiosa o político jurídica son la expresión antropológica de la sumisión a la particularidad), presentándola como la esencia del hombre libre, como derecho a elegir sus creencias y sus amos.

Pero también podemos ver el límite de la emancipación política poniendo el foco en el fetichismo jurídico; basta para ello centrar la mirada en la esencia misma del ciudadano. Marx nos dice que la misma figura de ciudadano como hombre emancipado es ilusoria, que el ciudadano es una ficción, que la emancipación política es imaginaria, “una esencia sin existencia”. Efectivamente, Marx muestra cómo, al igual que en la religión, se accede a la condición de ciudadano mediante un “rodeo”, mediante un intermediario, sin haber vencido realmente las determinaciones de la particularidad (por ejemplo, la de la propiedad, la del género, la étnica). Y todo de ello está ligado a esa perspectiva hermenéutica ilustrada de pensar la sociedad civil como objetivación de la idea del estado; que responde a la idea de estado como telos de la sociedad civil, insisto, sea en clave kantiana o hegeliana. Sólo cuando se rompa con esta hermenéutica, con esta “crítica”, y se piense el estado como forma político jurídica adecuada a la sociedad civil, generado por ésta y subordinado a ella, sin más función que su reproducción…; sólo entonces se comprenderá que la emancipación política del estado es ilusoria y que el estatus de ciudadanía (emancipación política del individuo en el estado) es mero simulacro.

Ahora bien, esa hermenéutica vieja no es un mero error; es una forma de conciencia, un estado o momento del espíritu, históricamente determinado. No tiene sentido negarle realidad y verdad ayer, nos dice Marx; lo tiene, en cambio, negársela hoy, que ha devenido anacrónica, que muestra su impotencia para comprender el presente. Puesto que la sociedad civil moderna, a diferencia de la feudal, se constituyó sobre la destrucción de formas comunitarias, sobre una radical individualización, su efecto inmediato fue la separación entre los hombres y su ireductible enfrentamiento, que tan bien describiera Hobbes con su bellum omnes contra omnia. El estado, ontológicamente subordinado a la sociedad civil, cosa que ahora sabemos, tuvo que hacer inevitablemente suyas esas determinaciones. Y ello conllevaría dos consecuencias: una, su incapacidad para emanciparse de la particularidad, quedando definitivamente ligado a ella, a su servicio. Otra, su inevitable función fetichista y enmascaradora: para cumplir su fin necesita presentarse vestido de universalidad, por tanto, tuvo que silenciar e invisibilizar su intrínseca complicidad con la particularidad, que ocultar esa carencia recurriendo a la figura jánica de los derechos para consagrar una existencia ilusoria. El discurso de loa derechos proporciona una libertad (negativa) ilusoria, pues elimina ilusoriamente la carencia de la naturaleza humana, devuelve al hombre la ilusoria universalidad de su esencia; e ilusoriamente le hacen creer que vuelve a ser (propietario) dueño de sí mismo:

“No cabe duda de que la emancipación política representa un gran progreso, y aunque no sea la forma última de la emancipación humana en general, sí es la forma última de la emancipación humana dentro del orden del mundo actual. Y claro está que aquí nos referimos a la emancipación real, a la emancipación práctica” [36].

Así cierra Marx la crítica a la emancipación política en la matriz de la alienación¸ y abre un nuevo horizonte de la misma, el de los derechos, que se concreta en la crítica de las declaraciones de derecho en que el nuevo estado se mira. Pasamos, pues, a esta segunda dimensión de la crítica.


4. Los dos rostros de los derechos.

Si la ciudadanía es una emancipación imaginaria es porque los derechos que la constituyen no son radicalmente emancipadores, sino que coexisten y conviven con la dominación. En el marco de la filosofía ilustrada la historia de la humanidad tiende a la conquista de los derechos; ese proceso parece un destino histórico, como si el desarrollo de las sociedades, la historia, caminara hacia la realización del mundo de los derechos, lo que Kant llamaba la “comunidad político jurídica de hombre libres”. Por tanto, el presupuesto filosófico político ilustrado es que realizar los derechos, hacerlos efectivos, equivale a emancipación del hombre.

Pero, ¿es realmente así? ¿Es tan evidente? Sí, y no. Al fin, la evidencia deriva de la representación, del marco conceptual en que se piense; y, de forma particular, de la ontología. La identidad práctica entre derechos y emancipación resulta evidente sólo si se piensan ambos conceptos, en positivo, como restablecimiento de una condición de la existencia humana que se les ha usurpado a los hombres (mitos del pasado áureo, de la caída, etc.). Así se revela en las propias declaraciones de derechos, que reinciden incansables en reivindicar el carácter natural de los mismos, en proclamar que los hombres nacieron iguales y libres. Subyace a esta reivindicación una metafísica de la naturaleza humana, perdida a lo largo del tiempo o pensada como fin a alcanzar, en cuyo nombre se afirman y defienden los derechos. Se reivindican como existentes en el origen; como esencia real o como telos, pero dados en el origen. Los derechos son considerados, en todo caso, como restauración de la naturaleza humana perdida; perdida realmente o perdida como ocasión de alcanzarla; en definitiva, como devolución al hombre de algo que les es propio, que les pertenece. La recuperación de esa “naturaleza perdida”, la instauración de los derechos, equivale al paso del hombre al ciudadano, al nacimiento del ciudadano. El ciudadano es la idea del hombre que ha recuperado su esencia, que ha visto restituida su carencia, que ha salido de su enajenación; el ciudadano en el pensamiento ilustrado es la figura del hombre emancipado.

Puesto que la ciudadanía se define político jurídicamente por los derechos, las sombras sobre el ciudadano como figura del hombre emancipado se buscarán en las que anidan en los derechos. Marx parece descubrir, en el propio título de las declaraciones, “Derechos del hombre y del ciudadano”, la marca de su carácter ilusorio. La distinción entre el “hombre” y el “ciudadano” es ya una contraposición entre ambos (“Omnia determinatio negatioest”, decían los clásicos); se trata de una escisión del individuo real, a quien se le asigna una doble vida. Es también una expresión de la irreconciliable exterioridad entre el estado, lugar del ciudadano, con su esencia genérica, su ser colectivo, y la sociedad civil, lugar del hombre, individualizado, separado de los otros, condenado a su existencia egoísta. Es lo que aprecia Marx, quien lee en las declaraciones el reconocimiento explícito de una doble existencia del hombre. Su existencia como ciudadano, ficción de universalidad, esencia sin existencia, sin realidad, y su realidad como individuo, como hombre privado, existencia sin esencia. La emancipación política, pues, es puramente formal, una mera abstracción, la figura del ciudadano, el personaje social, el hombre desnudo, sin cuerpo ni alma, sin togas ni casacas; y coexiste con otra abstracción, la del hombre, el personaje universal, el hombre doblemente desnudo, sin bandera ni patria. Dos figuras abstractas del hombre construidas sobre su figura real, torneada en burgués o en proletario, en nombre o plebeyo, siempre figura de hombre privado sometido a la particularidad, que arrastra pos la historia su diferencia.

¿Qué es lo relevante de esta deconstrucción marxiana del discurso ilustrado, de esta nueva crítica que abre un nuevo horizonte a la representación de la emancipación política? Fundamentalmente apreciamos dos aportaciones. Una, que fija la emancipación política como meramente formal, es decir, que no tiene base humana, que se trata sólo de la emancipación de la figura abstracta del ciudadano, mientras el hombre real sigue arrastrando su alienación, sufriendo sus carencias con las determinaciones propias de la nueva sociedad civil. Otra, a la que creo más transcendente y, sobre todo, original, que es así y no puede ser de otra manera, cosa que se revela cuando ya se sabe que la función real del estado no es emancipar al hombre real, sino reproducir la sociedad civil; cuando se piensa desde esta perspectiva hermenéutica, la emancipación política ha de ser necesariamente formal y abstracta, pues el estado no puede escapar a su función de conservar la desigualdad, la particularidad, en la sociedad civil, disfrazándola bajo la máscara de universalidad ficticia.

Marx ha dado un paso adelante en la filosofía; si se prefiere, ha hecho que la filosofía dé un paso adelante. Y lo ha conseguido porque el estado ya está maduro, bien desarrollado, y deja ver su verdadero juego; lo ha conseguido porque la categorías han de desarrollarse en la historia. Y así, cuando se da ese nuevo paso hacia el saber, permanecer en los viejos conceptos equivale s profesar por la anacronía. Y eso no le está permitido al filósofo, y menos al filósofo comprometido con el desarrollo de las sociedades, con la historia. Por consiguiente, hay que asumir las nuevas cotas: la emancipación política del estado es imaginaria porque el estado no puede emanciparse, no puede llegar a ser coherente con su concepto, se lo impide su verdadero y oculto destino, la reproducción de la sociedad civil, reino de la particularidad. El estado, mirado así, contra lo que piensa el hegelianismo se nos revela sin sustancia propia: no puede dejar de reflejar la sociedad civil, de acoplarse a ella, de servirla. Y, en consecuencia, la universalidad que se formula en las declaraciones de derechos es una particularidad enmascarada de universalidad. Es una manera de decirnos lo que más tarde dirá con otro vocabulario, a saber, que la clase burguesa se presenta necesariamente como clase universal aunque es necesariamente particular. Es como un juego en el que parece que todos intentan ocultar sus miserias.

“¿Quién es el homme que aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa "hombre", el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos del hombre? ¿Cómo explicar este hecho? Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política” [37].

Basta mirar los derechos del hombre, que definen su esencia real, para ver que el hombre “universal” que instauran es el burgués. Veámoslo, pues.


4.1. Forzando un poco el título de un célebre libro de Ronald Dworkin [38] podríamos decir que Marx nos invita a tomar los derechos casi en serio. Al menos esta expresión se ajusta bastante a la interpretación que me propongo hacer de la crítica marxiana a los derechos. Y espero que ayude a ese eterno debate hermenéutico sobre si Marx era un original defensor o un recalcitrante detractor de los derechos.

Para empezar, tengamos presente el texto de Marx que aquí nos ocupa; sus reflexiones están el línea con la cuestión judía, y con la cuestión emancipatoria en general. Por tanto, sigue tomando la posición de Bruno Bauer como referente. Éste realmente había fijado una idea ilustrada y materialista de los derechos, al ponerlos como creaciones humanas ligadas a las necesidades de la historia. Y con ese presupuesto había planteado la cuestión de si los judíos, por su verdadera esencia, están condenados a vivir eternamente aislados de los otros, o si son capaces de obtener de, y conceder a, los otros los “derechos generales del hombre". Decía Bruno Bauer al respecto que "la idea de los derechos humanos no fue descubierta para el mundo cristiano sino hasta el siglo pasado. No es una idea innata al hombre, sino que éste la conquista en lucha contra las tradiciones históricas en las que el hombre había sido educado antes. Los derechos humanos no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fruto de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privilegios que la historia, hasta ahora, venía transmitiendo hereditariamente de generación en generación. Son el resultado de la cultura, y sólo puede poseerlos quien haya sabido adquirirlos y merecerlos" [39]. Por tanto, en primera lectura, nos parece un tratamiento del problema racional y progresista; en filosofía la ruptura con el iusnaturalismo es en principio un avance, como lo es romper con los discursos legitimadores de los derechos históricos. Todo ello en principio y en el campo del concepto; porque, en la realidad, en la vita práctica, en nombre de los derechos naturales se han defendido posiciones de justicia e incluso se han realizado revoluciones. Pero sigamos exponiendo en resumen la tesis de Bruno Bauer: "Ahora bien, ¿puede realmente el judío llegar a poseer estos derechos? Mientras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo de los que son judíos. Y, a través de esta disociación, declara que la esencia especial que hace de él un judío es su verdadera esencia suprema, ante la que tiene que pasar a segundo plano la esencia humana. (…) Y del mismo modo, no puede el cristiano, como tal cristiano, conceder ninguna clase de derechos humanos" [40].

Aquí la tesis puede perder evidencia, pero no deja de ser razonable y progresista. En definitiva, llama al judío a superar su particularidad, a dejar de considerar ésta la esencia de su naturaleza, para poner en su lugar la determinación humana, universal, compartida con todos los hombres. El sentido de los derechos, tanto en las declaraciones como en la idea hegemónica en la de occidente, y aún más allá, es coincidente con esa llamada de Bauer: los derechos claman por la unidad del género humano, por la conveniencia de subordinar las particularidades a ese cuadro de valores y máximas de vida comunes que sancionan. Pero, por razones que enseguida veremos, a Marx no le parece satisfactoria su versión.

Tras analizar escrupulosamente el texto de Bauer, y para poder someterlo a la crítica, procede a examinar el “discurso de los derechos” tal y como se presenta en aquellos momentos en los espacios académicos y político jurídicos; y, como se propone llegar al fondo, toma ese discurso en lo que llama “su forma auténtica”, en los textos referenciales consagrados de las Declaraciones, es decir, bajo la forma que dieron a los derechos sus descubridores, los revolucionarios norteamericanos y franceses, en los orígenes mismos del nuevo estado capitalista. Y, como digo, dado que pretende ir al fondo, parte el origen, del título, que en sí mismo, por paradójico, insinúa encerrar cifrada su verdad. Comienza, pues, refiriéndose muy de pasada a una parte de los mismos, a los “derechos del ciudadano”, a los derechos civiles, y dice que

“En cierto modo estos derechos del hombre son derechos políticos, derechos que sólo pueden ejercerse en comunidad con otros hombres. Su contenido es la participación en la comunidad, y concretamente en la comunidad política, en el Estado. Estos derechos del hombre entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos civiles, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la abolición absoluta y positiva de la religión, ni tampoco, por tanto, del judaísmo” [41].

O sea, los derechos civiles o políticos, que constituyen la idea del ciudadano, no implican la emancipación del hombre real, que sigue atado a sus particularidades en la sociedad civil. Definen lo que Hegel llamaba un universal concreto, que incluye a todos los ciudadanos de un estado; la frontera del estado es el límite de su universalidad. Por lo tanto, la identidad que pone es una identidad política, no genérica; la comunidad que instaura no proviene de un lazo interno, de una naturaleza compartida, sino de un lazo exterior, que siempre será sospechoso de arbitrariedad, de alianza con la fuerza; la vida que propone es la de una pseudo universalidad política.

Ahora bien, por otra parte, las declaraciones contienen otro tipo de derechos, diferenciados de los anteriores, los llamados derechos del hombre. Y de estos, dice, “Queda por considerar la otra parte de los derechos humanos, los droits de l'homme, en cuanto se distinguen de los droits du citoyen [42].

Y es en éstos en los que centra la mirada, en los que incidirá su análisis; es sobre estos derechos del “hombre”, que no es el hombre real existente, que es otra abstracción, aunque más universalista, como he dicho antes, sobre los que tiene muchas cosas que decir. Los derechos del hombre, en rigor, deberían ser sobre el hombre universal, un universo de seres determinado por su género. Pero, en realidad, aprecia Marx, el “hombre” de los derechos del hombre no define la universalidad genérica, sino otra universalidad; es también un universal concreto, aunque más extenso que el del ciudadano; no está delimitado por el estado, o el derecho interior, sino por una cualidad más indefinida que apunta al mundo capitalista. El “hombre” de las Declaraciones es una abstracción del hombre real del capitalismo.

En cualquiera de las formaciones sociales los hombres reales tienen un modo de vida común, pero no en todos está determinado por los derechos; esto es propio sólo de las formaciones sociales capitalistas. La identidad que ponen los derechos del hombre es más universal, pero sigue siendo particular; aunque responde mejor a la voluntad de universalidad, su expansión siempre es problemática, como se aprecia empíricamente en los recelos de unas culturas frente a otras, en su relaciones de dominio.

De entrada, y siguiendo fiel a esta metodología de tomar la (pseudo)emancipación religiosa como modelo de la (pseudo)emancipación política, Marx resaltará que entre estos derechos del hombre se encuentra precisamente el derecho a la religión, proclamado como “la libertad de conciencia, el derecho de practicar cualquier culto”, que es puesto como mero corolario de un derecho universal del hombre, de su libertad. El privilegio de la fe es expresamente reconocido, nos dice Marx, ya sea como un derecho humano, ya como consecuencia de un derecho humano, el de la libertad.

No tiene dificultades para mostrarlo empíricamente. Le basta citar la Déclaration des droits de l´homme et du citoyen de 1791. “Nul ne droit être inquiété pour ses opinions même religieuses” (Art. 10). O la Constitución de 1791, donde se garantiza como derecho del hombre: “La liberté á tout homme d'exercer le culte religieux auquel il est attaché” (Título I). O la Déclaration des droites de l'homme, de 1795, que incluye entre los derechos humanos “Le libre exercice des cultes”(Art. 7) [43].Igualmente en la Constitution de Pennsylvanie se dice: “Tous les hommes ont reçu de lanature le droit imprescriptible d'adorer le Tout Puissant selon les inspirations de leur conscience, et nul ne peut légalement être en train de suivre, instituer ou soutenir contre son gré aucun culte ou ministère religieux. Nulle autorité humaine ne peut, dans aucun cas, intervenir dans les questions de conscience et contrôler les pouvoirs de l'âme” Art. 9, § 3) [44]. Y en la Constitution de New-Hampshire: “Au nombre des droits naturels, quelques-uns sont inaliénables de leur nature, parce que rien n´en peut être l´équivalent. De ce nombre sont les droits de conscience” (Arts. 5 y 6) [45].

Es decir, para Marx es obvio, como muestra la documentación histórica, que los derechos del hombre no son en ningún sentido incompatibles con la religión, y por consiguiente con la adscripción del hombre a particularidades; al contrario

“se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser religioso, a serlo del modo que se crea mejor y a practicar el culto de su especial religión. El privilegio de la fe es un derecho humano general [46].

4.2. Pero volvamos de nuevo a la distinción, ya señalada, que le interesa mucho a Marx subrayar y que nos interesa a nosotros para documentar nuestra tesis, que se establece en el título. Se trata de una división de los derechos que gozan los individuos de un estado entre los derechos del hombre (con voluntad de ser comunes a todos los hombres en todas las comunidades políticas) y los del ciudadano (con exigencia de que sean comunes a todos los miembros de un estado); los primeros expresan las desiderata; los segundos, son normativos. Entendiendo que estas declaraciones son algo así como la filosofía del nuevo estado burgués, donde se expresa el ideal de la nueva sociedad capitalista, es comprensible que este reconocimiento de la escisión que explicita el propio texto jurídico político al distinguir entre droits de l'homme y droits du citoyen le parezca el mejor lugar para descifrar la verdadera esencia del nuevo estado. El “ciudadano” (figura abstracta del individuo) y el “hombre” (máscara universal del burgués) son para Marx los rostros de una vida escindida, hecho intrínseco a la sociedad civil burguesa.

Vemos que Marx va buscando un nuevo vocabulario ajustado a su cambio de escenario de representación, cosa importante; en coherencia con su análisis del estado sitúa la lucha por la emancipación fuera de la esfera del estado, la desplaza a la sociedad burguesa. Más aún, dentro de esa relación estado-sociedad civil, ésta marca el ritmo, determina el movimiento del estado, y no a la inversa; es en ella donde hay que jugarse la emancipación. Hay ya una anticipación no dicha de la tesis según la cual es la economía, y no la política, la que marca el rumbo de la historia; o, si se prefiere, que es la sociedad civil la que tiene historia propia, y no el estado, que sólo puede ser pensado desde el movimiento (condiciones de necesidad y posibilidad) de la sociedad civil. Las Declaraciones de derechos a su modo lo anuncian: los derechos del hombre, figura prepolítica de la sociedad civil, son más eminentes que los derechos del ciudadano. Nótese aquí el juego con las abstracciones antes señaladas: al estado burgués no le importa realmente el “hombre” universal, le interesan sus ciudadanos, grupo de particulares; los derechos universales que las Declaraciones otorgan al hombre no comprometen a ningún estado. ¿Por qué, entonces, aparecen como derechos del hombre? La presencia de los mismos no puede ser algo banal. Y, efectivamente, no lo es; si ahondamos en el texto podemos descubrir que la presencia de ese “hombre” universal, abstracto, como sujeto de derechos tiene su sentido, juega un papel; el estado necesita esa presencia, así cumple mejor su función.

Marx nos da la clave: ese “hombre” ha sido construido como abstracción, sin duda, pero no como abstracción universal del género humano, sino como abstracción particular del universo capitalista, abstracción del burgués (ni siquiera del hombre de la sociedad burguesa). Se presenta como universal y sí, lo es, pero universal concreto, o sea, como particular, figura abstracta de una clase. Los “llamados derechos del hombre”, dice Marx, “son los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad”. Y los derechos del ciudadano, del hombre pensado como ser comunitario, quedan subordinados a los fines de la sociedad civil, que no son otros que los de garantizar los derechos del hombre, es decir, de hacer posible ese individuo egoísta abocado a su vida privada

La usurpación del “hombre” por una de sus figuras particulares, la burguesa, hace que la vida humana sólo puede ser pensada como vida del individuo abocada a su privacidad, a su aislamiento; una vida asocial, en que se abandona la identidad genérica y se opta por la defensa de la libertad individual frente a los otros: los derechos son sólo eso, mecanismos apropiados para una vida en aislamiento y enfrentada a los demás, apropiados para una sociedad de enemigos, podríamos decir. Marx no tiene muchas dificultades en llevar a cabo esta crítica, según la cual los cuatro derechos del hombre cierran la cuadrícula que clausura al hombre real en el capitalismo, que para protegerlo lo convierte en un ser aislado, abstracto y enfrentado a los otros; su cierre, su clausura, se hace sobre la exclusión de los otros. Veámoslo.


4.3. Profundicemos un poco, de la mano de Marx, en la reconstrucción del otro rostro de los derechos del hombre; y hagámoslo sin olvidar el objetivo: mostrar ese tomarse medio en serio por Marx de los derechos. Los dos rostros ya apuntan en esa dirección; son como la cara pública y la oculta, el lado bueno y el inconfesable.

Según la “más radical” de las constituciones, la Constitución de 1793, los derechos del hombre que proclama en su Déclaration des droits de l´homme et du citoyen son cuatro: “Ces droits, etc. (les droits naturels et imprescriptibles), sont: l´égalité, la liberté, la sûreté, la propriété” (Art. 2).

Primero, expresando orden y jerarquía, la Libertad. Según esta misma constitución, la libertad proclamada como derecho de los hombres es lo que hoy solemos llamar libertad negativa; se aprecia en sus textos: "La liberté est le pouvoir qui appartient á l'homme de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d'autrui" (Art. 6). Y según la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791: "La liberté consiste á pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas á autrui". Marx no necesita enfatizar el texto de las declaraciones; por sí mismo es elocuente y lo dice casi todo. Marx simplemente lo describe y explicita: “La libertad es, por tanto, el derecho de hacer y emprender todo lo que no dañe a otro”. Es obviamente la noción liberal de libertad, lo que hoy llamamos “libertad negativa”, que marca el espacio de irresponsabilidad del individuo. Los límites los marca la ley, que acota esos espacios de silencio de ley, esos territorios de la impunidad. Marx dice con bella metáfora al respecto de la ley que es “como la empalizada que marca el límite o la divisoria entre dos tierras. Se trata de la libertad del hombre como una mónada aislada, replegada sobre sí misma” [47].

Como se ve, se trata de la libertad pensada como poder hacer lo que uno quiere sin dañar a los otros, como “máxima libertad individual compatible”, que diría hoy Rawls. Marx resalta la esencia individualizadora, y por tanto anticomunitaria, de esta concepción de la libertad. Se trata de un derecho que protege la voluntad del individuo, subordinada a su deseo particular; un derecho que en el fondo es sólo “libertad para usar la propiedad”, incluida la propiedad del propio cuerpo y de la propia alma, en paz y seguridad.

Este enfoque de Marx es contrapuesto al de Bruno Bauer y, por extensión, al dominante en todo el discurso liberal. Bauer decía que mientras el judío siga siendo judío, siga fiel a esa esencia particular, limitada, egoísta, no puede emanciparse; para ello debería renunciar a ella y autodeterminarse conforme a la esencia humana universal, “que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo de los que no son judíos". Es en el fondo un caso particular del discurso liberal, que exige a los individuos liberarse de sus casacas para acceder a la ciudadanía. Marx ya no lo entendía así, pues consideraba que el derecho a la libertad no se basa en “la unión del hombre con el hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre”. Es un derecho a estar separado y enfrentado, derecho al aislamiento, derecho a la soledad, a la vida privada. Por tanto, no ve el “problema judío”; más bien sospecha, como enseguida veremos, que la esencia del judío está perfectamente adaptada a la nueva sociedad capitalista.

Tras la libertad, siguiendo la jerarquía, otro sagrado derecho del hombre, la Igualdad. Es el orden marcado en las Declaraciones y las Constituciones; y es el orden que suelen defender los exégetas. Pero, por momentos, el concepto parece resistirse a esa subordinación. Bien mirado, dice Marx, la libertad, como derecho del hombre, como determinación de la existencia social, puede ser pensada de dos maneras, y en ambas en relación con la igualdad: o como igual libertad o como igualdad de derechos. Parece, pues, que la legitimación de la libertad exige de la igualdad; igual paquete de libertades individuales compatibles, siguen defendiendo los liberales contemporáneos como primer principio de la justicia como equidad. ¿No podríamos apoyar aquí la reivindicación de la superioridad de la igualdad sobre la libertad, tomando posición en ese prolongado debate entre liberales y socialistas? Tal vez podríamos hacerlo, pero sería permanecer en una batalla estéril por abstracta. Es lo que parece sugerir Marx al decir que, pensada como igual libertad, la igualdad simplemente incide en el igual aislamiento. Es decir, en concreto, en los efectos, en sus determinaciones sociales, es irrelevante el debate de la superioridad, de la hegemonía; lo relevante es constatar que, en su forma concreta, en la sociedad capitalista, libertad e igualdad son dos maneras de decir y defender lo mismo: una sociedad fragmentada, escindida, donde el objetivo de los individuos es el aislamiento.

“La égalité, considerada aquí en su sentido no político, no es otra cosa que la igualdad de la liberté más arriba descrita, a saber: que todo hombre se considere por igual como una mónada atenida a sí misma” [48].

Incluso pensada al margen de la libertad, como igualdad de derechos, su determinación concreta es fijar a los hombres como mónadas iguales ante la ley; exigir tratarlos individualizadamente, como seres aislados, sin la menor carga genérica o colectiva. Como recoge la Constitución (francesa) de 1795, “L´égalité consiste en ce que la loi est la même pour tous, soit qu'elle protège, soit qu'elle punisse” (Art. 3).

Iguales libertades, iguales derechos, en definitiva, igualdad en el disfrute privado por cada uno de su propiedad, igualdad de condiciones para su defensa e igualdad de protección ante los otros. Lejos de aportar identidad genérica, potenciando la interdependencia y la vida colectiva, consagra la exterioridad de los individuos, su radical separación y su enfrentamiento, afirmando exclusivamente la igualdad en las condiciones de sus relaciones competitivas entre sí: igualdad para luchar por la propiedad y para defenderla, igualdad para protegerla y disfrutarlas, igualdad para librarse de los otros.

En cuanto al tercer derecho, la Seguridad, aunque en abstracto refiera a la paz y concordia entre los hombres, en el contexto político en que se plantea aparece simplemente como garantía de una vida determinada, a saber, una vida en el aislamiento y disfrute de la propiedad privada. Así lo establece la Constitución (francesa) de 1795 al decir: "La sûreté consiste dans la protection accordé par la société á chacun de ses membres pour la conservation de sa personne, de ses droits et de ses propriétés" (Art. 8).

Marx interpreta el derecho a la seguridad como protección en el espacio de libertad negativa, especialmente centrado en el uso de la propiedad privada. En el fondo, considera que es el derecho básico, la garantía de la forma burguesa de vida. Responde plenamente a la concepción de la sociedad y de la vida según la cual “toda la sociedad existe solamente para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad” [49].

Como derecho del hombre, no podía ser de otro modo, apunta a la constitución y defensa de un tipo de hombre, de un tipo de vida; lejos de inducir a la vida solidaria y comunitaria, lejos de apuntar a una vida colectiva, la seguridad

“no hace que la sociedad burguesa se sobreponga a su egoísmo. La seguridad es, por el contrario, el aseguramiento de ese egoísmo”.

En fin, el cuarto de los derechos del hombre, la Propiedad, de hecho es el objeto al que los demás derechos quedan subordinados, y el que da sentido y pone las condiciones de posibilidad de esa forma de vida privada. La misma Constitución francesa de 1793 lo proclama sin pudor: "Le droit de propriété est celui qui appartient á tout citoyen de jouir et de disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie". Marx siempre resalta esa garantía de uso de la propiedad “á son gré”, al capricho de cada uno, como rasgo esencial de la sociedad capitalista:

“El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (á son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual y esta aplicación suya constituyen el fundamento de la sociedad burguesa” [50].

Conviene resaltar que si bien en la historia han dominado los regímenes basados en la propiedad, ésta tenía en cada uno un significado propio. Para Marx la propiedad capitalista es la propiedad tendencialmente absoluta, sin límites. Más aún, entiende que el capitalismo necesitaba para formarse abolir las otras formas de propiedad, especialmente la propiedad feudal de la tierra, cargada de limitaciones político jurídicas. Por eso insiste en el carácter arbitrario de la propiedad capitalista, entendida como el derecho humano "de jouir et de disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie".

Es ese carácter arbitrario, de dominación absoluta, que resalta y reproduce la individualidad, el egoísmo, lo que subraya Marx como esencia de la sociedad burguesa y como radicalmente anticomunitario. Idea que responde a una representación de la sociedad en la que los hombres aparecen enemigos, “sociedad que hace que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad” [51].

La conclusión de Marx en este análisis de los derechos formulados en las declaraciones es compacta y sin fisuras. En conjunto, nos dice, son derechos que definen un tipo de hombre para un tipo de vida: aislado, protegido, separado de los otros y de la sociedad, privado de su ser genérico. Derechos apropiados para seres enfrentados a los demás, que ven en los otros una amenaza, un enemigo; seres que no se reconocen en los otros, que no se identifican con ellos sino exteriormente, en el intercambio para la propia sobrevivencia y en las condiciones iguales de lucha de todos contra todos. Los derechos, por tanto, expresan y consagran la existencia individual (abstracta) de hombres alienados (carentes de esencia) objetivamente enfrentados, “individuos replegados sobre sí mismos en su interés privado y en su arbitrariedad privada”, individuos disociados de la comunidad, indiferentes a la vida en común. Los derechos “universales” paradójicamente responden a una idea de individuo incapaz de comunidad, que ven a los otros, alternativamente, como instrumentos útiles y como enemigos.

“Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta” [52].

Los derechos, por tanto, tienen ese doble rostro. Por un lado, son necesarios para vivir la vida actual, en la sociedad actual, adecuados para proteger la individualidad y el aislamiento propio de una sociedad de enemigos; por otro, en tanto posibilitan, garantizan y reproducen esa forma de vida, hacen imposible la otra, una existencia colectiva solidaria, conforme a su género. De ahí que convenga tomarlos en serio; sin su protección nuestras sociedades serían el reino de la pura fuerza, que en muchos aspectos ya lo son. Pero sin sacralizarlos, o sea, mejor tomarlos medio en serio.


4.4. Pasemos ahora a comentar los “misterios”, a los que Marx se refiere como misterios de las Declaraciones de derechos”. Y, ciertamente, hay algo de misterioso o enigmático en estas Declaraciones, en particular, la no adecuación entre el texto y el contexto, entre lo que se persigue y lo que las circunstancias fuerzan a conseguir. A veces, incluso, la propuestas subjetiva parece traicionar la necesitad histórica; son Declaraciones hechas precisamente en momentos constituyentes, en momentos revolucionarios, y su contenido, en cambio, apunta en otra dirección. O eso parece.

Marx lo expresa pensando en voz alta, constatando que, precisamente en el momento en que por primera vez un pueblo comienza la recta de su libertad, y tiene en sus manos el futuro, trace un camino oscuro, complicado, engañoso. Es inconcebible que, al crear una comunidad, pues de eso trata la revolución, lo haga instaurando y consolidando el egoísmo; y es increíble que, cuando más es necesario salvar la nación, fortalecer la identidad colectiva, más se reafirme el individualismo. Todo eso es, sin duda, misterioso. Con sus propias palabras:

“Ya es algo misterioso el que un pueblo que comienza precisamente a liberarse, que comienza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a crearse una conciencia política, que este pueblo proclame solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, disociado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791); y más aún, que repita esta misma proclamación en un momento en que sólo la más heroica abnegación puede salvar a la nación, y viene, por tanto, imperiosamente exigida; en un momento en que se pone a la orden del día el sacrificio de todos los intereses en aras de la sociedad burguesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Déclaration des droits de l'homme, etc., de 1795)” [53].

Pero aunque le fascine este enigma le preocupa más otra cosa. Le preocupa, precisamente, que al instaurar una comunidad política y, por tanto, al poner al hombre emancipado como ciudadano, resulte que los derechos de éste –esencia misma de la ciudadanía– estén subordinados a los derechos del hombre individual y egoísta. Volvemos así a su sospecha del título, a la problemática distinción que allí se encuentra de dos registros de derechos; dos registros nada equilibrados, nada paralelos, sino en una relación de jerarquía peligrosa entre los dos tipos, de neta subordinación de los derechos del ciudadano, que configuran la idea del hombre social y comunitario, a los derechos del hombre, que constituyen a éste como individuo privado, como existencia y encerrada en sí misma. Marx ve ahí el síntoma de la enfermedad de la Declaración; y, por ello, el signo a descifrar de su secreto:

“Pero este hecho resulta todavía más misterioso cuando vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política, al papel de simple medio para la conservación de estos llamados derechos del hombre; que, por tanto, se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués” [54].

No es extraño que vea aquí, en las declaraciones de derechos, la clave secreta, la filosofía, del nuevo estado capitalista burgués. En ellas se oculta el dominio absoluto del individuo sobre la comunidad, el ser egoísta sobre el ser genérico; se oculta a la crítica ilustrada, tal vez porque su destino, como la del estado, es desvelar y defender esa individualidad; pero se revela a la nueva crítica marxiana, que apunta a una idea del hombre basada en la determinación colectiva, y que en estos textos, de momento, se expresa en esa firme reivindicación del ser genérico, manera metafísica de nombrar el ser colectivo social colectivo. Los diversos textos constitucionales son elocuentes en cuanto a la subordinación de ser genérico al ser individual, o del ciudadano al hombre: "Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l'homme" [55], dice la Declaración de 1791. Y la de 1793: "Le gouvernement est institué pour garantir á l'homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles" [56].

Marx puede concluir, por tanto, que incluso en los momentos inapropiados, cuando es el momento de la nación, de la colectividad, se pone de relieve que, en la sociedad burguesa, el estado es un mero instrumento de la sociedad civil. Después se dirá: la política es un simple medio de la economía:

“Por tanto, incluso en los momentos de su entusiasmo juvenil, exaltado por la fuerza de las circunstancias, la vida política se declara como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa” [57].

La política, el estado, quedan así subordinados a los derechos del hombre individual. Y esto es así incluso cuando parece lo contrario. Es bien cierto que en determinadas circunstancias se muestra invertida la relación, y se “sacrifican” las libertades individuales (no así la propiedad); por ejemplo, se sacrifican la libertad de prensa, de reunión, de asociación…en nombre de los intereses de la nación [58],

“es decir, que el derecho del hombre a la libertad deja de ser un derecho cuando entra en colisión con la vida política, mientras que, con arreglo a la teoría, la vida política sólo es la garantía de los derechos humanos, de los derechos del hombre individual, debiendo, por tanto, abandonarse estos derechos humanos tan pronto como contradicen a su fin. Pero la práctica es sólo la excepción, y la teoría la regla. Ahora bien, si nos empeñáramos en considerar la misma práctica revolucionaria como el planteamiento certero de la relación, quedaría por resolver el misterio de por qué en la conciencia de los emancipadores políticos se invierten los términos de la relación, presentando el fin como medio y el medio como fin. Ilusión óptica de su conciencia que no dejaría de ser un misterio, aunque fuese un misterio psicológico, teórico” [59].

Juego de misterios y de enigmas de la sociedad burguesa, que luego volverá a encontrar en el mundo de la mercancía y del capital; parece ir notando que la dominación y la explotación requieren de esos misterios, de dioses y milagros, para reproducirse si excesivas sospechas. De momento está en los misterios de la revolución, los propios de los momentos revolucionarios. Y parece que, de éstos, Marx ya tiene revelado el secreto, ya está en posesión del código para traducir estas anomalías o contradicciones, ya puede descifrar esos enigmas.


4.5. Este desciframiento lo lleva a cabo en un texto paradigmático, tan brillante que no merece ser recortado ni parafraseado. Por eso lo recogemos en su integridad, parea facilitar una lectura de corrido, sobre la que montar después el análisis. He dicho “´texto paradigmático” porque es el primero de una serie que dibujan el recorrido del esfuerzo marxiano por pensar la historia, y en particular la del origen y destino del capitalismo, en un relato materialista y dialéctico. Es uno de esos momentos, como el del primer capítulo de La ideología alemana, o el de la “Introducción” de 1859 a la Crítica de la Economía Política, que además de iluminar el recorrido que se pretende seguir muestran el estado actual, los límites históricos del mismo. Lo he dicho, Marx busca una nueva ontología. Y, para conseguirlo, ha de superar dos obstáculos teóricos poderosos: ha de generar el aparato conceptual adecuado, desarrollar las categorías (de la filosofía, de la política, de la ciencia económica…), y ha de encontrar el “orden de exposición” adecuado de las mismas, pus de ese orden depende la representación adecuada de la realidad, la apropiación teórica de la misma, su verdad.

Volveremos necesariamente sobre este problema del “método”; aquí y ahora es suficiente dejar subrayado que en el ensayo sobe La cuestión judía encontramos ese esfuerzo de síntesis del proyecto; y que al ser el primero de la serie, con vocabulario fuertemente contaminado por la vieja crítica, particularmente la filosofía hegeliana, contiene el privilegio de mostrarnos el punto de partida, cuando la se quiere y aún no se puede. En este punto de partida Marx cree estar en poder de las claves para descifrar los secretos de la revolución; esa clave pasa por un relato global, que revele el movimiento dialéctico de la realidad social, la génesis de las figuras reales y las ilusorias, de la conciencia y de su enajenación. El nuevo relato anticipa, voluntariosamente, la ontología que busca Marx. Hay que pasar por la oscuridad, decía Spinoza, por la “idea confusa”, antes de conseguir la “idea adecuada”, que solo se deja ver al final, y tal vez nunca completamente. En todo caso, hay que recorrer el camino, si se quiere llegar a alguna parte. Y es lo que aquí hace Marx, emprender el camino de la comprensión de la realidad social de desvelar sus misterios; incluso lo inicia con sorprendente optimismo. Por eso, insisto, considero importante la lectura de estas páginas sin interrupción. Leámoslo, pues.

   “El misterio se resuelve de un modo sencillo. La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolución de la vieja sociedad, sobre la que descansa el Estado (…). La revolución política es la revolución de la sociedad civil. ¿Cuál era el carácter de la vieja sociedad? Una palabra la caracteriza: el feudalismo. La vieja sociedad civil tenía directamente un carácter político, es decir, los elementos de la vida burguesa, como por ejemplo la posesión, o la familia, o el tipo y el modo del trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, bajo la forma de la propiedad territorial, el estamento o la corporación. Determinaban, bajo esta forma, las relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado, es decir, sus relaciones políticas o, lo que es lo mismo, sus relaciones de separación y exclusión de las otras partes integrantes de la sociedad. En efecto, aquella organización de la vida del pueblo no elevaba la posesión o el trabajo al plano de elementos sociales, sino que, por el contrario, llevaba a término su separación del conjunto del Estado y los constituía en sociedades especiales dentro de la sociedad. No obstante, las funciones y condiciones de vida de la sociedad civil seguían siendo políticas, aunque políticas en el sentido del feudalismo; es decir, excluían al individuo del conjunto del Estado, y convertían la relación especial de su corporación con el conjunto del Estado en su propia relación general con la vida del pueblo, del mismo modo que convertían su determinada actividad y su situación burguesa en su actividad y situación generales. Y, como consecuencia de esta organización, la unidad del , en cuanto la conciencia, la voluntad y la actividad de la unidad estatal, el poder general del Estado, aparece necesariamente como asunto particular de un soberano aislado del pueblo y de sus servidores.La revolución política, que derrocó este poder señorial y elevó los asuntos del Estado a asuntos del pueblo y que constituyó el Estado político como incumbencia general, es decir, como Estado real, destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad. La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad civil. Rompió la sociedad civil en sus partes integrantes más simples, de una parte los individuos y de otra parte los elementos materiales y espirituales, que forman el contenido, de vida, la situación civil de estos individuos. Soltó de sus ataduras el espíritu político, que se hallaba como escindido, dividido y estancado en los diversos callejones de la sociedad feudal; lo aglutinó sacándolo de esta dispersión, lo liberó de su confusión con la vida civil y lo constituyó, como la esfera de la comunidad, de la incumbencia general del pueblo, en la independencia ideal con respecto a aquellos elementos especiales de la vida civil. La determinada actividad de vida y la situación de vida determinada descendieron hasta una significación puramente individual. Dejaron de representar la relación general entre el individuo y el conjunto del Estado. Lejos de ello, la incumbencia pública como tal se convirtió ahora en incumbencia general de todo individuo, y la función política en su función general.
   Sin embargo, la coronación del idealismo del Estado era, al mismo tiempo, la coronación del materialismo de la sociedad civil. Al sacudirse el yugo político se sacudieron, al mismo tiempo, las ataduras que apresaban el espíritu egoísta de la sociedad civil. La emancipación política fue, a la par, la emancipación de la sociedad civil con respecto a la política, su emancipación hasta de la misma apariencia de un contenido general. La sociedad feudal se hallaba disuelta en su fundamento, en el hombre. Pero en el hombre tal y como realmente era su fundamento, en el hombre egoísta. Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reconocido por él en los derechos humanos. La libertad del egoísta y el reconocimiento de esta libertad son más bien el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales, que forman su contenido de vida. Por tanto, el hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad. Obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial.
   La constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos independientes –cuya relación es el derecho, mientras que la relación entre los hombres de los estamentos y los gremios era el privilegio– se lleva a cabo en uno y el mismo acto. Ahora bien, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad civil, el hombre no político, aparece necesariamente como el hombre natural. Los droits de l'homme aparecen cómo droits naturels, pues la actividad consciente de sí misma se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasivo, simplemente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata y, por tanto, objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar estas partes mismas ni someterlas a crítica. Se comporta hacia la sociedad burguesa, hacia el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses particulares, del derecho privado, como hacia la base de su existencia, como hacia una premisa que ya no es posible seguir razonando y, por tanto, como ante su base natural. Finalmente, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad burguesa, es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral. El hombre real sólo es reconocido bajo la forma del individuo egoísta; el verdadero hombre. sólo bajo la forma del citoyen abstracto.
   Rousseau describe, pues, certeramente la abstracción del hombre político, cuando dice:“Celui qui ose entreprendre d'instituer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi dire la nature humaine, de transformer chaque individu, qui par lui-même est un tout parfait et solitaire, en partie d'un plus grand tout dont cet individu reçoive en quelque sorte sa vie et son être, de substituer une existence partielle et morale á l'existence physique et indépendante. Il faut qu'il ôte á l'homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangères et dont il ne puisse faire usage sans le secours d'autrui” [60].
   “Toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo. La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente, y, de otra parte, al ciudadano del Estado, a la persona moral. Sólo cuando el hombre individual real recobra en sí al ciudadano abstracto y se convierte, como hombre individual, en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus "forces propres" como fuerzas sociales y cuando, por tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana” [61].

Son páginas que hay que leer de forma continua, sin pararse. Es la primera síntesis del proceso histórico que trata de relatar en un vocabulario nuevo (aunque la terminología no lo sea tanto). Marx puede ver que el ciudadano, el hombre de los derechos, es una máscara del burgués, un pseudouniversal, un ser abstracto y carente de identidad y esencia. Pero es una figura de ficción necesaria: que se corresponde con la necesaria ficción de la función emancipadora del estado y de la figura del hombre emancipado. Sirve para ocultar la irreductible esencia particular del Estado, su inevitable irracionalidad, su insuperable función de dominación (reproducción de la particularidad de la sociedad civil). En consecuencia, el estado deja de ser visto como lugar y medio de emancipación para ser pensado como lugar y medio de reproducción de la misma.

Es, pues, el momento de abandonar a Hegel y dejar en la cuneta la esperanza dialéctica de la reconciliación; es el momento de asumir la alternativa según la cual el estado está indisolublemente ligado y subordinado a la sociedad civil, tal que su racionalidad exige la de ésta. La esperanza busca así un nuevo lugar, se desplaza de la política a la sociedad civil. Marx lo ha visto claro: el estado consiente que la sociedad civil mantenga la particularidad, la desigualdad, la enajenación, la expropiación..., consiente que se desarrollen libremente, a su ritmo, como la religión; el Estado no tiene ya por fin real suprimir las diferencia y la irracionalidad en la sociedad civil, sino permitirlas y legitimarlas como derivadas de los derechos del hombre, y permitirlas y legitimarlas precisamente fingiendo su fin universal inherente a su concepto ideológico. Al fin, su función, su sentido, su legitimación, se ha desvelado, y paradójicamente pasa a fundarse precisamente en la defensa y reproducción de esas diferencias.


4.6. Penetremos ahora un poco más en ese pasaje, en ese primer relato de la dialéctica materialista de la historia. Y lo haremos intentando destacar algunos elementos nuevos que aporta Marx a la crítica de su tiempo y, sobre todo, su forcejeo con el aparato conceptual de ésta, buscando desde ella lo nuevo.

Aunque nos dice que “el misterio se resuelve de un modo sencillo”, la verdad es que no tanto; requiere un esfuerzo que apenas está comenzando. Parte de una idea que ya conocemos, y que condensa su posición: la “emancipación política” va indisolublemente unida a la “disolución de la vieja sociedad”. ¿A qué sociedad se refiere? Al decirnos que sobre ella “descansa el Estado”, debemos descartar la sociedad feudal; Marx ha sostenido siempre que el estado es la forma del poder político de la sociedad capitalista; por tanto, esa vieja sociedad es ya capitalista. Nos induce a pensar, por tanto, que es la sociedad del “ancien régime”. Ahora bien, enseguida nos sorprende al decir que el carácter de esa “vieja sociedad” e concreta en una palabra: feudalismo. Debemos, pues, clarificar este punto.

Comencemos con una matización. Marx se refiere a veces a la “vieja sociedad” usando el término “sociedad civil”. Así lo usaba Hegel, para nombrar a la “sociedad burguesa” en su totalidad; una totalidad en la cual lo político y lo social mantienen una relación peculiar, específica (relación de exterioridad). Otras veces Marx lo usa distinguiendo, como solemos hacer nosotros, entre sociedad civil y sociedad política o estado; lo hace así cuando el análisis exige esa abstracción diferenciada. Pero, en rigor, y aun que haya de pasar por el momento del análisis, su tendencia a identificar sociedad civil con totalidad social es fuerte, y justificada.

Fijémonos en la siguiente idea: “la vieja sociedad civil tenía directamente un carácter político”. Esto nos descoloca; esa identificación entre lo social y lo político era, sí, propia del orden feudal, pero no del orden burgués. Y Marx habla del orden burgués, sin duda, pues describe que “los elementos de la vida burguesa, como por ejemplo la posesión, o la familia, o el tipo y el modo del trabajo” tenían significación política. El estado no cerraba los ojos ante estas casacas; al contrario, reconocía esos rasgos de la vida privada al reconocer las “la propiedad territorial, el estamento o la corporación” en que se encuadraban. Es decir, en el orden feudal, eran esas determinaciones sociales las que fijaban las determinaciones políticas, los derechos-privilegios; las que establecían “las relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado” (en rigor, el poder político, si reservamos “Estado” para designar el propio de la sociedad burguesa). Y estas determinaciones sociales (estatus sociales, pertenencia a estamentos, corporaciones, gremios, sociales), por mediación del estado (de su reconocimiento, que fijaba las diferencias sociales como diferencias políticas), fijaba de manera definitiva “las relaciones de separación y exclusión” entre las partes integrantes de la sociedad. El poder político, pues, era un mero medio que consolidaba, defendía, protegía, reproducía y eternizaba unas diferencias sociales, y las relaciones derivadas de ellas, que Rousseau llama “naturales”, y por tanto contingentes y efímeras.

Marx destaca que, en la “vieja sociedad”, las actividades, condiciones y formas de vida de la sociedad civil “seguían siendo políticas”, políticas en el sentido del feudalismo. En las mismas, el individuo quedaba excluido del estado, y se relacionaba con éste sólo en tanto miembro de una corporación; además, una relación particular, especial, diferenciada, según la corporación a que se pertenecía. No había relación soberano-pueblo; sólo entre soberano y corporaciones. Eso no era, pues, un verdadero estado. Éste surgiría tras una revolución de la sociedad civil, una revolución política, que derroca el poder señorial y eleva “los asuntos del Estado a asuntos del pueblo”. Así se instituye el estado político, que afecta a todos; ese es el verdadero estado real, que “destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad”. Fue, no lo dice Marx pero parece pensarlo, como la revolución protestante, que suprime todas las mediaciones entre el hombre y su dios.

Y observa Marx: “la revolución política suprimió… el carácter político de la sociedad civil”. Esta se rompió, poniendo de un lado los meros individuos y del otro “los elementos materiales y espirituales” que constituyen el contenido de sus vidas. De este modo, nos describe, la revolución de la sociedad civil “soltó de sus ataduras el espíritu político”, que circulaba “escindido, dividido y estancado en los diversos callejones de la sociedad feudal”; puso orden, unidad y coherencia en el mismo y lo instituyó en “la esfera de la comunidad”, del interés general, de la “independencia ideal”; una esfera exterior pretendidamente incontaminada de aquellos elementos especiales, particulares, propios de la vida civil. La vida individual, determinada, particular, quedó aislada en su privacidad; sus relaciones ya no representaban “la relación general entre el individuo y el conjunto del Estado”. El interés público paso a ser el interés general de todo individuo.

Así se emancipó la sociedad civil del poder político, con un oportuno reparto de funciones y coronas: el estado se coronó con el ideal, y la sociedad con el interés material. La dialéctica histórica pasa a estar protagonizada por el conflicto entre sociedad civil y estado. Así “la emancipación política fue, a la par, la emancipación de la sociedad civil con respecto a la política, su emancipación hasta de la misma apariencia de un contenido general”. La emancipación fue el vaciamiento de la sociedad civil de cualquier resto de universalidad: “La sociedad feudal se hallaba disuelta en su fundamento, en el hombre. Pero en el hombre tal y como realmente era su fundamento, en el hombre egoísta. Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político”.

Subrayemos la frase anterior: la figura del hombre burgués es la “premisa” del estado político. La universalidad de éste, pues, es la mejor manera de consolidad y reproducir la individualidad egoísta de aquel. En consecuencia, la universalidad del estado como ideal de emancipación queda herida de muerte. Los “derechos del hombre”, expresión del ideal político del estado desarrollado, reflejan esta subordinación. Todo funciona para sacralizar el individuo-sujeto en su aislamiento. Las virtudes pueden ahora leerse en otra clave: “la libertad del egoísta y el reconocimiento de esta libertad son más bien el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales, que forman su contenido de vida”. La libertad es la gran ficción de la emancipación: “el hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad, obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial”. En definitiva, nos viene a decir Marx, no vale la pena con golpear el yunque de la emancipación religiosa, ni siquiera del yunque de la emancipación política; estas batallas se da, se ganan o se pierden, en otros lugares que el de la conciencia humana; se dan fuera, donde no son los individuos los actores, sino las instituciones objetivadas, materializadas, con su dinamismo, con su fuerza, con su “vida”, que reciben, sí, de la subjetividad de los individuos, pero de una subjetividad que en sobredeterminan, que en buena dosis controlan y dirigen. Es una dialéctica que se abre al materialismo.

Marx ya ha encontrado un buen punto de partida: el de la dialéctica materialista de la historia. Un materialismo que, de momento, no descansa tanto en el desarrollo de la economía cuanto en el de una realidad más abstracta, la sociedad civil. Pero, al fin, un materialismo, que deja al “Espíritu” hacer su labor, pero le exige reconocer que sus creaciones no son meras “criaturas”, mera “natura naturata” muerta; que sus creaciones no son del todo suya; que, en definitiva, incluso en su gran mentor, sólo es una dimensión, un atributo, de la Idea. Y ésta también puede ser pensada desde su momento de objetividad material. Marx ya puede decir: “la constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos independientes…, se lleva a cabo en uno y el mismo acto”. ¿De quién? Es la pregunta prohibida de la nueva crítica, la que abre las puertas al esencialismo y al idealismo. La dialéctica materialista sólo puede y debe pensar eso, la identidad, la producción recíproca de los elementos que, al fin, sólo se diferencian y separan por exigencia del análisis.

Estado y sociedad civil burguesa, tras la “emancipación” recíproca, conseguida gracias a la liberación de ambos de la forma feudal que los subsumía, pueden así pensarse como metamorfosis de las viejas relaciones: donde había privilegios ahora hay derechos.En rigor, ya Marx parece apuntar al cambio histórico desde una dialéctica de la subsunción, que está aún lejos de aparecer. El paso del orden feudal al orden capitalista aparece, en la distancia de la abstracción, como dos figuras de la subsunción de ese conflicto, esa lucha, entre sociedad y poder político, dos elementos constantemente exigidos y enfrentados en la vida de los hombres; como cambio en la forma hegemónica de la subsunción, el vasallaje o vínculo feudal y el capital. Pero falta mucho recorrido para que Marx llegue a la conceptualización de esta dialéctica; de hecho, dejó a medias la tarea, aunque la usara en sus textos.

En fin, acabemos destacando la insistencia de Marx en no cosificar las relaciones ni las figuras, en dotarlas de una esencia mutante, contextual y sobredeterminada. El burgués es el hombre egoísta por excelencia, sí: pero “el hombre egoísta es el resultado pasivo, simplemente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata”. No se puede esperar su autoredención, nos pueden eliminar los efectos sin tocar las causas. Y las causas están donde están. Si se confía su cambio a la “revolución política” se comete un error. La revolución política de la sociedad civil, la instauración de la sociedad burguesa, lo que hace es disolver la vida burguesa en sus partes integrantes, pero “sin revolucionar estas partes mismas ni someterlas a crítica”. Las crea para sí, adecuadas a sus necesidades, aunque éstas no sean las necesidades de las partes. La totalidad, viene a decir Marx, tiene su destino y su vida, destino y vida tan libres y determinados como los de cada uno de los individuos. Si la forma de una totalidad social se mantiene, es porque coincide en su destino con el de muchos individuos que le prestan su alma. Cada sistema produce, para poder reproducirse, todo cuanto necesita para ello, sus elementos y sus condiciones. Si la sociedad burguesa produce el hombre burgués, es porque no puede prescindir del mismo sin negarse a sí misma. Así, “el hombre, en cuanto miembro de la sociedad burguesa, es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral”. La cosa no da para más, parece decirnos Marx. El hombre real, en la sociedad burguesa, sólo es tal y como puede ser reconocido, o sea, “bajo la forma del individuo egoísta”. Y el verdadero hombre, en la sociedad burguesa, sólo es tal y como puede ser reconocido, a saber, “bajo la forma del citoyen abstracto”. Necesita las dos figuras y las reproduce; es inútil soñar con emanciparse de las “alienaciones” que son necesarias a la formación social. Y su recurso a la cita de Rousseau no puede ser más oportuno. Basta leerla.


5. El judío, el burgués y el dinero.

El último gran tema de este ensayo marxiano es el dinero. No deja de ser curiosa, por inhabitual, esta irrupción del dinero en el territorio de la filosofía, o a la inversa; pero si algún contexto era propicio para ello, no podía ser otro que el entorno de la cuestión judía, el tópico de la identidad entre el judío y el dinero.


5.1. Pue bien, Marx romperá la superficie del tópico y penetrará en la esencia del problema; y lo hará con el mismo enfoque que venimos viendo, elevando la anécdota judía a categoría burguesa: la cuestión judía es la cuestión burguesa, la emancipación judía es la emancipación política burguesa. Su tesis condensada viene a decir: si los derechos del hombre son la filosofía del estado burgués, el dinero es la teología de la sociedad civil burguesa. Y así se entiende el protagonismo que toma el dinero en la reflexión sobre la emancipación. En el mismo momento en que Marx desplaza el discurso de emancipación del estado a la sociedad aparece, como hemos visto, la crítica a los derechos (al fin el estado burgués es el estado de los derechos); pero también aparece la crítica al dinero. Y del mismo modo que la crítica a los derechos se enmarcaba en la “cuestión judía”, en su debate con Bruno Bauer, también la crítica al dinero nace de aquí, de una reinterpretación de la figura del judío, pero desplazando la reflexión de la esfera teológica a la meramente socioeconómica.

Recordemos una vez más que, en su crítica a Bauer, había llegado a esta conclusión: como el estado sólo realiza su “emancipación política” de forma imaginaria, sólo es universal de forma ilusoria, conservando la particularidad en la sociedad civil; la exigencia de Bruno Bauer a los judíos de que renunciaran a su particularidad para poder acceder a la universalidad, a los derechos, y así conseguir la emancipación política, se vuelve innecesaria; en rigor, se revela como una exigencia afectada de ilusión, de idealismo, de determinación ideológica de la conciencia filosófica. Cuando se pide a los judíos que renuncien a su particularidad se está pensando que ésta es una opción libre del judío, una elección ideológica que descubre la crítica:

“Bajo esta forma trata Bauer la actitud de la religión judía y la cristiana, como su actitud ante la crítica. Su actitud ante la crítica es su comportamiento hacia “la capacidad para ser libres”. Bauer convierte aquí el problema de la emancipación de los judíos en una cuestión puramente religiosa. El escrúpulo teológico de quién tiene mejores perspectivas de alcanzar la bienaventuranza, si el judío o el cristiano, se repite ahora bajo una forma más esclarecida: ¿cuál de los dos es más capaz de llegar a emanciparse? La pregunta ya no es, ciertamente: ¿hace el judaísmo o el cristianismo libre al hombre?, sino más bien la contraria: ¿qué es lo que hace más libre al hombre, la negación del judaísmo o la negación del cristianismo? (…) Si la alienación (la cuestión judía) es una cuestión religiosa, era de prever que también la emancipación de los judíos se convertiría, para él, en un acto filosófico, teológico. Cuál es el error de Bauer: que piensa al judío religiosamente, que concibe la esencia abstracta ideal del judío, su religión, como toda su esencia” [62].

Para Marx los individuos, judíos o cristianos, en el estado emancipado políticamente, el estado político, conservan sus determinaciones particulares como individuos; por tanto, el judío puede conservar las suyas. La “emancipación política” de los individuos en el estado capitalista no exige que se renuncie a la particularidad, ni siquiera al egoísmo, a la vida privada aislada de los otros. La preocupación por la emancipación humana conduce a otro lugar de realización, la sociedad. Ahora de lo que se trata es de pensar las condiciones sociales que permiten la emancipación de los judíos, los cristianos, los propietarios y los no propietarios...

“Nosotros intentamos romper la formulación teológica del problema. El problema de la capacidad del judío para emanciparse se convierte, para nosotros, en el problema de cuál es el elemento social especifico que hay que vencer para superar el judaísmo” [63].

Y así, mirando la “posición especial que ocupa el judaísmo en el mundo esclavizado de nuestros días”, se nos revelan cosas que antes estaban invisibles. Se nos revela, por ejemplo, que el judaísmo no es un obstáculo para la emancipación política, sino todo lo contrario, abre el camino para una nueva idea de emancipación humana, pues se revela que

“La capacidad de emancipación del judío actual es la actitud del judaísmo ante la emancipación del mundo de hoy. Actitud que se desprende necesariamente de la posición especial que ocupa el judaísmo en el mundo esclavizado de nuestros días” [64].

Para comprender la posición privilegia del judaísmo cara a comprender la emancipación hay que fijarse “en el judío real que anda por el mundo”, nos dice Marx; en vez de mirar el “judío sabático”, como hace Bauer, hay que mirara el “judío vulgar”. Así se invierte el orden genético del misterio: “No busquemos el misterio del judío en su religión; busquemos el misterio de la religión en el judío real” [65].

¿Qué resulta de esta nueva mirada? Algo tan sorprendente como que el judío ya se ha emancipado; aunque se ha emancipado, claro está, de la única manera que tiene sentido, a la manera judía. No es una emancipación humana, sin duda, pero es una emancipación judía: "El judío que en Viena, por ejemplo, sólo es tolerado, determina con su poder monetario la suerte de todo el imperio" [66]. No solo parece emancipado, sino que parece dominador. Un judío políticamente marginado, que carece de derechos en el más pequeño de los estados alemanes, resulta que está decidiendo con su poder económico la suerte de Europa.

Es la misma idea de “emancipación” la que Marx está revisando, adaptándola a la sociedad capitalista. Mientras que la sociedad civil cierra las puertas al judío, que las corporaciones y los gremios cierran sus puertas al judío, negándole así la vida celeste de ciudadano, la industria y el dinero se “ríen de la tozudez de las instituciones medievales”; mientras el mundo feudal lo expulsa y condena, el mundo judío, bajo su figura de mundo capitalista, arrolla al medieval y el espíritu judío, bajo figura de espíritu burgués, afirma su dominación.

Sorprende la lucidez de Marx, que antes de tener un conocimiento sólido de la economía política capitalista, antes de tener un concepto claro de la sociedad civil burguesa, ya es capaz de adelantar, filosóficamente, una línea de reflexión crítica ajustada y fecunda. En lugar de ver en el judaísmo un anacronismo, lugar común de la filosofía, desde la posición que está escalando verá en el judío, precisamente, la idea realizada del hombre de la nueva sociedad, del burgués. El judaísmo, pues, es la figura del espíritu que atraviesa la historia y que desarrollada y plena se revela como capitalismo; y el judío y el burgués son dos realizaciones de esa idea, en dos momentos de su génesis

“El judío, que aparece en la sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la manifestación específica del judaísmo de la sociedad burguesa. El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia, sino por medio de la historia. La sociedad burguesa engendra constantemente al judío en su propia entraña” [67].

De donde concluirá que en rigor el judío, en vez de ser una figura anacrónica encerrada en su particularidad, de hecho anticipa la figura del hombre (pseudo)emancipado de la nueva sociedad capitalista. Por tanto, si queremos plantearnos en serio la emancipación del judío ha de ser, necesariamente, en claves nuevas, como emancipación humana, emancipación práctica, emancipación de las determinaciones que afectan su vida y su orden social. Dice Marx al respecto:

“¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero. Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestra época” [68].

5.2. Emanciparse en nuestra época –el judío, el cristiano y el ateo– no pasa por emanciparse de la religión, ni siquiera del estado; ahora quiere decir emanciparse de una organización social basada en la usura. Sin usura, sin dominio del dinero, sin las premisas del judío, no hay judío. “Su conciencia religiosa se despejaría como un vapor turbio que flotara en la atmósfera real de la sociedad” [69]. La emancipación, por tanto, es un proceso práctico, terrestre, que se juega y decide en el terreno económico. Aún no recurre al vocabulario de la relación entre capital y trabajo asalariado, de la alienación del trabajo en la mercancía, etc.; no cuenta aún con ese aparato conceptual; pero el camino teórico que ha iniciado le llevará necesariamente a esas tesis. De momento sólo enfatiza que la liberación de esa “esencia práctica”, del judío y del burgués, de esa figura social ligada y subordinada al dinero, es la vía de la “emancipación humana pura y simple”. Marx expresa así la presencia en el judío de un “elemento antisocial” (una enajernación) de carácter general, activo a lo largo de la historia, y que los judíos han cuidado con celo, hasta llegar a su exaltación actual en el capitalismo; y manifiesta también que precisamente ahora, en su apogeo, cuando ha llegado a su pleno desarrollo y deja ver su esencia, surge también la necesidad de su superación. La crítica al judaísmo que pone en escena Marx no es personal o étnica; es la crítica a ese elemento antisocial universal presente en la historia, arrastrado por los hombres de las diferentes fases de la misma; la emancipación del judío del judaísmo es la vía de emancipación del hombre del capitalismo, la vía de lo que llama de forma poco precisa “la emancipación humana”, como al decir que “la emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad del judaísmo [70].

En esta perspectiva secular, vulgar, la cuestión judía es la cuestión humana, la emancipación judía es la emancipación humana. La “emancipación del judío”, como algo específico, dice Marx, ya no tiene sentido, pues “el judío se ha emancipado ya, a la manera judía”; aunque carezca de derechos en algunos estados, aunque sean excluidos de algunos gremios, el judío vulgar señorea la figura del hombre liberado que, en tanto figura del triunfo del dinero, rige los destinos de Europa. ¿De qué se ha liberado el judío? De “la tozudez de las instituciones medievales”, de sus límites, de su determinación político jurídica de la economía; los judíos –las nuevas prácticas del dinero– se han emancipado del feudalismo y han visto actualizado su ser en capitalismo. Se han puesto a la altura de su concepto, a la altura de los tiempos. La emancipación del judío es la emancipación del dinero, la única emancipación posible y que tiene sentido en el mundo burgués:

“No es éste un hecho aislado. El judío se ha emancipado a la manera judaica, no sólo al apropiarse del poder del dinero, sino por cuanto que el dinero se ha convertido, a través de él y sin él, en una potencia universal, y el espíritu práctico de los judíos (se ha convertido) en el espíritu práctico de los pueblos cristianos. Los judíos se han emancipado en la medida en que los cristianos se han hecho judíos” [71].

Esta es la significación práctica del judío, símbolo de la hegemonía del dinero. El judío se emancipa a la manera judía (y el burgués a la manera burguesa): deviniendo conforme a su concepto, imponiendo su particularidad como determinación universal. La enajenación que sufre no es la de la religión o la del estado, al fin límites externos. El judío y el burgués pueden sentir el estado como límite y subjetivamente reivindicar la “emancipación política”; pero, objetivamente, esa determinación política es la que les permite ser lo que son, conservar su ser de judío y de burgués. Para Marx, la enajenación radical, esencial, determinante, es la del dinero, porque en ella enraíza el ser del judío y del burgués.

Pero, podríamos pensar, ¿por qué está Marx tan preocupado por la emancipación del judío y del burgués? Sin duda porque entiende que la enajenación en el dinero no es una determinación personal, sino estructural. Refleja un orden social, basado en el movimiento, en las metamorfosis, del dinero. Marx encuentra apoyos literarios a favor de esta nueva descripción de la vida social como universalización del “judaísmo”, incluso entre los cristianos:

“El devoto habitante de Nueva Inglaterra, políticamente libre, informa por ejemplo el coronel Hamilton, "es una especie de Laoconte, que no hace ni el menor esfuerzo para librarse de las serpientes que lo atenazan. Su ídolo es Mammón, al que no adora solamente con sus labios, sino con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu. La tierra no es, a sus ojos, más que una inmensa bolsa, y estas gentes están convencidas de que no tienen, en este mundo, otra misión que el llegar a ser más ricas que sus vecinos. La usura se ha apoderado de todos sus pensamientos, y su única diversión es ver cómo cambian los objetos sobre los que se ejerce. Cuando viajan, llevan a la espalda de un lado para otro, por decirlo así, su tienda o su escritorio y sólo hablan de intereses y beneficios. Y cuando apartan la mirada por un momento de sus negocios, lo hacen para olfatear los de otros" [72].

Tanto es así que, especialmente en Norteamérica, para Marx referente del tiempo histórico, predicar el evangelio se ha convertido en un medio de hacer dinero [73]. El judaísmo ha triunfado; el judío práctico es la figura emancipada del capitalismo. Si Bruno Bauer destaca la contradicción entre este hecho, el triunfo económico del judío, la hegemonía de su poder práctico, y su debilidad teórico-jurídica, en cuanto a los derechos que se le reconocen, Marx ya tiene la respuesta:

“La contradicción existente entre el poder político práctico del judío y sus derechos políticos, es la contradicción entre la política y el poder del dinero, en general. Mientras que la primera predomina idealmente sobre la segunda, en la práctica se convierte en sierva suya” [74].

Con lo cual ratifica su idea de la primacía de la sociedad civil sobre el estado en el mundo capitalista. Y formando parte de esa relación se comprende el judaísmo, su desarrollo en la historia, su presencia al lado del cristianismo, “no sólo como la duda incorporada en el origen religioso del cristianismo”, sino como germen de la sociedad actual, en cuanto que el espíritu práctico judío, el judaísmo, ha estado vivo en la misma sociedad cristiana y ha cobrado en ella, incluso, su máximo desarrollo. Esa particularidad presente en la historia ahora deviene universal:

“El judío, que aparece en la sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la manifestación específica del judaísmo de la sociedad burguesa.El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia, sino por medio de la historia. La sociedad burguesa engendra constantemente al judío en sus propias entrañas” [75].

Si el fundamento de la religión judía, como dice Marx, es la necesidad práctica, el egoísmo, ahora en la sociedad burguesa se manifiesta como tal en toda su pureza tan pronto como esta sociedad burguesa alumbra totalmente en su seno el estado político; ahora deviene principio de la sociedad burguesa:

“El Dios de la necesidad práctica y del egoísmo es el dinero.El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él. El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria” [76].

5.3. Sería extravagante ver aquí una tópica crítica moral a los judíos; si acaso, hay una crítica al judaísmo que todos, cristianos incluidos, llevamos dentro en la sociedad capitalista. Es una crítica –ciertamente moral– a la sociedad capitalista, que expresa las formas más sofisticadas de enajenación y dominación conocidas. Una crítica al dominio del dinero y de la propiedad, un nuevo fetiche bajo cuyo yugo quedan los hombres. Un fetiche que lleva al desprecio de todo lo real: lleva a la degradación práctica de la naturaleza, que en la religión judía existe, ciertamente, pero sólo en la imaginación [77]; lleva al desprecio de la teoría, del arte, de la historia y del hombre como fin en sí; lleva al desprecio de los mismos nexos de la especie, las relaciones entre hombre y mujer, etc., convertidos en objeto de comercio. Todo queda sacrificado al hombre de una sola virtud, al hombre del dinero, bien ejemplificada en la figura del judío: “La quimérica nacionalidad del judío es la nacionalidad del mercader, del hombre de dinero en general” [78].

La misma “ley insondable y carente de fundamento” del judío teológico puede ahora ser reinterpretada por Marx como máscara, como “la caricatura religiosa de la moralidad y el derecho en general”. Ahora las ve, por un lado, como leyes carentes de fundamento, meramente formales, que cumplen una función de enmascaramiento y reproducción de la realidad, que visten de color el oscuro mundo del egoísmo; y, por otro, como leyes ajenas a su voluntad, exteriores, impuestas desde fuera, que se obedecen sólo “porque imperan y porque su infracción es vengada”, a semejanza de las leyes del estado. Y gracias a esta nueva perspectiva puede ofrecernos una descripción elegante y densa del propio devenir del judaísmo y su necesario desemboque en la sociedad burguesa; en rigor, del triunfo del judaísmo por mediación de la sociedad tejida por el cristianismo:

“El judaísmo no pudo seguirse desarrollando como religión, no pudo seguirse desarrollando teóricamente, porque la concepción del mundo de la necesidad práctica es, por su naturaleza, limitada y se reduce a unos cuantos rasgos. La religión de la necesidad práctica no podía, por su propia esencia, encontrar su coronación en la teoría, sino solamente en la práctica, precisamente porque la práctica es su verdad.El judaísmo no podía crear un mundo nuevo; sólo podía atraer las nuevas creaciones y las nuevas relaciones del mundo a la órbita de su industriosidad, porque la necesidad práctica, cuya inteligencia es el egoísmo, se comporta pasivamente y no se amplía a voluntad, sino que se encuentra ampliada con el sucesivo desarrollo de los estados de cosas sociales.(…)El judaísmo llega a su apogeo con la coronación de la sociedad burguesa; pero la sociedad burguesa sólo se corona en el mundo cristiano. Sólo bajo la égida del cristianismo, que convierte en relaciones puramente externas para el hombre todas las relaciones nacionales, naturales, morales y teóricas, podía la sociedad civil llegar a separarse totalmente de la vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del hombre, suplantar estos vínculos genéricos por el egoísmo, por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres en un mundo de individuos que se enfrentan los unos a los otros atomística, hostilmente. El cristianismo ha brotado del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano fue desde el primer momento el judío teorizante; el judío es, por tanto, el cristiano práctico, y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío. El cristianismo sólo en apariencia había llegado a superar el judaísmo real. Era demasiado noble, demasiado espiritualista, para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas más que elevándolas al reino de las nubes. El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo, el judaísmo la aplicación práctica vulgar del cristianismo, pero esta aplicación sólo podía llegar a ser general una vez que el cristianismo, como la religión ya terminada, llevase a términos teóricamente la autoenajenación del hombre de sí mismo y de la naturaleza. Sólo entonces pudo el judaísmo imponer su imperio general y enajenar al hombre enajenado y a la naturaleza enajenada, convertirlos en cosas venales, en objetos entregados a la servidumbre de la necesidad egoísta, al tráfico y la usura.La venta es la práctica de la enajenación. Así como el hombre, mientras permanece sujeto a las ataduras religiosas, sólo sabe objetivar su esencia convirtiéndola en un ser fantástico ajeno a él, así también sólo puede comportarse prácticamente bajo el imperio de la necesidad egoísta, sólo puede producir prácticamente objetos, poniendo sus productos y su actividad bajo el imperio de un ser ajeno y confiriéndoles la significación de una esencia ajena, del dinero. El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente, en su práctica ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad propia. Nosotros no explicamos la tenacidad del judío partiendo de su religión, sino más bien arrancando del fundamento humano de su religión, de la necesidad práctica, del egoísmo” [79].

Pocas cosas más pueden decirse, pocas quedan por decir. Si acaso, explicar la esterilidad de la crítica a la religión judía, pues la sociedad burguesa reproduce las condiciones de posibilidad y necesidad del judaísmo:

“La esencia real del judío, por realizarse y haberse realizado de un modo general en la sociedad burguesa, es por lo que la sociedad burguesa no ha podido convencer al judío de la irrealidad de su esencia religiosa, que no es, cabalmente, sino la concepción ideal de la necesidad práctica. No es, por tanto, en el Pentateuco o en el Talmud, sino en la sociedad actual, donde encontramos la esencia del judío de hoy, no como un ser abstracto, sino como un ser altamente empírico, no sólo como la limitación del judío, sino como la limitación judaica de la sociedad” [80].

Y, para acabar este comentario al texto, exponer de forma contundente la alternativa genuinamente marxiana para la emancipación: transformar las condiciones de vida y las relaciones sociales en las que las diversas formas de enajenación encuentran su raíz y su sustento:

“Tan pronto logre la sociedad acabar con la esencia empírica del judaísmo, con la usura y con sus premisas, será imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de objeto, porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad práctica, se habrá humanizado, porque se habrá superado el conflicto entre la existencia individual (empírica) y la existencia genérica del hombre. La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad del judaísmo [81].

J.M.Bermudo (2009-2013)




[1] Una edición castellana de Los Anales Franco-Alemanes se encuentra en Barcelona, Martínez Roca, 1970. Citaremos sobre ella.

[2] J-J. Rousseau, Del Contrato Social, en Escritos de combate. Madrid, Alfaguara, 1985, 405. La edición incluye, junto a Del Contrato Social, otras obras, como el Discurso sobre las ciencias y las artes, el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y diversos textos de réplica de Rousseau a sus críticos (Citaremos sobre esta edición).

[3] Ibid., 405.

[4] Ibid., 406.

[5] Ibid., 411.

[6] Ibid., 411.

[7] Ibid., 411.

[8] Ver J. L. Talmon, The Origins of Totalitarian Democracy. Nueva York, Praeger, 1960. Ya Bertrand Russell, en su Historia de la Filosofía Occidental, ponía sin pudor a Rousseau en los orígenes del pensamiento de Hitler. Desde entonces no han faltado adeptos a tan vergonzante tesis.

[9] Del Contrado… Ed. cit., 411.

[10] Ver el trabajo “Diderot, la deserción del filósofo”, que recogemos en este Website, en la sección Lecturas de filósofos.

[11] Un tratamiento canónico del tema es el de John B. Bury, The Idea of Progress : An Inquiry Into Its Origins and Growth. New York, Dover Publications, 1932 (Traducción castellana en Madrid, Alianza Editorial, 1971). Un libro muy sugerente es el de John Baillie, The Belief in Progress. Londres, Oxford University Press, 1950. Y dos ensayos de peso, el de Robert A. Nisbet, Social Change and History: Aspects of the Western Theory of Development (New York, Oxford University Press,1970 ) y el de K. Popper, The Open Society and Its Enemies (New York, Princeton University Press, 1966. Traducción castellana en Barcelona, Paidós. 2010, 2 vols.)

[12] Ver I. Mészaros, La teoría de la enajenación en Marx. México, Ediciones Era, 1978; y F. Riu, Usos y abusos del concepto de alienación. Caracas, Monte Ávila Editores, 1981.

[13] Lecciones de Historia de la Filosofía. México, FCE, 1979, III, 45.

[14] Ver G. Lukacs, El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista. México, Grijalbo, 1963.

[15] A. Schaft, La alienación como fenómeno social. Barcelona, Grijalbo, 1979, 50

[16] K. Marx, “Sobre la cuestión judía”, en Los Anales Franco-Alemanes, Barcelona, Martínez Roca, 1970, 230.

[17] El libro de referencia es el de C. W. Dohm, Über die bürgerliche Verbesserung der Juden (1781), difundido especialmente por medio de su edición francesa, De la réforme politique des juifs (1782), realizada por Jean Bernoulli (reeditado por Stock, D. Bourel, 1984)

[18] Ambos trabajos, el de Bruno Bauer (Die Judenfrage) y el de K. Marx (Zur Judenfrage), se han publicado juntos, en castellano, con un excelente estudio introductorio de Reyes Mates, en Bruno Bauer-Karl Marx, La Cuestión Judía. Barcelona, Anthropos, 2009. Aunque la tendremos presente, normalmente citaremos sobre la edición castellana de Los Anales Franco-Alemanes, Barcelona, Martínez Roca, 1970, 223-257.

[19] Ibid., 223-4.

[20] Ibid., 227.

[21] Ibid., 231.

[22] Ibid., 229-30

[23] Ibid., 231

[24] Ibid., 231.

[25] Ibid., 232.

[26] Ibid., 230..

[27] Ibid., 231.

[28] Ibid., 235.

[29] Ibid., 235.

[30] Ibid., 232-3

[31] Ibid., 233.

[32] J-J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, en Escritos de combate, ed. cit., 193.

[33] Ibid, 193

[34] Ibid, 194.

[35] Ibid, 194.

[36] Ibid., 234

[37] Ibid., 241.

[38] Me refiero a Taking Rights Seriously (Cambridge (Ma.), Harvard U. P., 1977), traducido al castellano como Los derechos en serio. Barcelona, Barcelona, 1984.

[39] CJ, 240.

[40] Ibid., 241.

[41] Ibid., 241.

[42] Ibid., 241.

[43] Consúltese, en relación con esto, la Constitución de 1795, título XIV, art. 354.

[44] Constitución de Pensilvania, art. 9, & 3: “Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho imprescriptible de adorar al Todopoderoso con arreglo a las inspiraciones de su conciencia, y nadie puede, legalmente, ser obligado a practicar, instituir o sostener en contra de su voluntad ningún culto o ministerio religioso. Ninguna autoridad humana puede, en ningún caso, intervenir en materias de conciencia ni fiscalizar las potencias del alma”.

[45] Constitución de New-Hampshire, arts. 5 y 6: Entre los derechos naturales, algunos son inalienables por naturaleza, ya que no pueden ser sustituidos por otros. Y entre ellos figuran los derechos de conciencia. [N. del E.]. (Beaumont, 1. c., 213, 214.).

[46] CJ, 241.

[47] Ibid., 243.

[48] Ibid., 244.

[49] Ibid., 245.

[50] Ibid., 245.

[51] Ibid., 244.

[52] Ibid., 244-5

[53] Ibid., 245.

[54] Ibid., 245.

[55] Declaración de 1791, Art. 2.

[56] Declaración de 1793, Art. 1.

[57] CJ, 245.

[58] Cierto que su práctica revolucionaria se halla en flagrante contradicción con su teoría. Así, por ejemplo, proclamándose la seguridad como un derecho humano, se pone públicamente a la orden del día la violación del secreto de la correspondencia. Se garantiza la “liberté indéfinie de la presse” (Constitution de 1795, art. 122), como una consecuencia del derecho humano, de la libertad individual, pero ello no es óbice para que se anule totalmente la libertad de prensa, pues “la liberté de la presse ne doit pas être permise lorsqu'elle compromet la liberté politique” (Buchez et Roux, Robespierre jeune, Histoire parlamentaire de la Révolution française. París, t. 28, 159), cf. CJ, 246

[59] CJ, 246.

[60] Quien ose acometer la empresa de instituir un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que es por sí mismo un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor del que este individuo reciba, hasta cierto punto, su vida y su ser, de sustituir la existencia física e independiente por una existencia parcial y moral. Debe despojar al hombre de sus fuerzas propias, para entregarle otras que le sean extrañas y de las que sólo pueda hacer uso con la ayuda de otros. (Du Contrat social, II, Londres, 1782, 67.)

[61] CJ, 246-49.

[62] Ibid., 250.

[63] Ibid., 251.

[64] Ibid., 251.

[65] Ibid., 251.

[66] Ibid., 252.

[67] Ibid., 251

[68] Ibid., 251.

[69] Ibid., 252.

[70] Ibid., 252.

[71] Ibid., 252.

[72] Ibid., 252-3.

[73] “Tel que vous voyez á la tête d'une congrégation respectable a commencé par être marchand; son commerce étant tombé, et s'est fait ministre; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais dès qu’il a eu quelque somme d'argent á sa disposition, il a laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d'un grand nombre, le ministère religieux est une véritable carrière industrielle”. Ese que veis a la cabeza de una respetable corporación empezó siendo comerciante; como su comercio quebró, se hizo sacerdote; este otro comenzó por el sacerdocio, pero en cuanto dispuso de cierta cantidad de dinero, dejó el púlpito por los negocios. A los ojos de muchos, el ministerio religioso es una verdadera carrera industrial (Beaumont, 1. c., 85, 186).

[74] ICJ, 253.

[75] Ibid., 253-4.

[76] Ibid., 254.

[77] En este sentido, declara Thomas Münzer que es intolerable "que se haya convertido en propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en la tierra, pues también la criatura debe ser libre"

[78] CJ, 255.

[79] Ibid., 255-6.

[80] Ibid., 256-7.

[81] Ibid., 257.