CARTA A ARNOLD RUGE DE 1843





Vimos en los artículos de la Gaceta Renana, que recoge sus trabajos filosóficos periodísticos de 1842, un Marx muy joven, con apenas 24 años, defiendo en ellos el “devenir mundo” de la filosofía, es decir, entendiendo la crítica como vía de transformación de la realidad. No es difícil entender que está en línea con el pensamiento ilustrado, según el cual el espíritu tiene derecho (¿deber?) a transformar la realidad. Pero sólo “en línea”, pues gran parte del pensamiento ilustrado entiende esa máxima como exigencia o llamada a someter la realidad al concepto, a negarla y transformarla para imponerle el ideal. Dentro de las dos perspectivas ilustradas, es bien conocido, están tanto Kant, que piensa desde la exterioridad del ideal, y por tanto que sume el riesgo (“terrorista”, dicen algunos) de someter el mundo a su concepto, y Hegel, que piensa el ideal como interno, como parte de la realidad misma, formándose dialécticamente en su seno y a su ritmo, lo que ha llevado a algunos a ver en su filosofía el riesgo de “totalitarismo”. Pues bien, Marx tiende a esta segunda posición, a la hegeliana. Por eso no ve la filosofía como elaboradora de teorías (del derecho, del estado, de la política, de la moral) o de modelos ideales a realizar, sino como crítica de las teorías, de los modelos y de sus materializaciones, forzando su movimiento, su reestructuración, su constante transformación, con la esperanza puesta en que, al final del recorrido, aparezca la emancipación.


1.Nuevas condiciones, nuevas ideas.

Veremos esto, de modo particular, en una Carta a Ruge, de 1843, donde apasionadamente defiende que a la realidad no se le puede decir por donde ha de ir; sólo cabe comprender su camino, la necesidad del mismo, y si acaso anticipar los próximos pasos. Era la concepción de la filosofía que había puesto en escena Hegel, y seguida en lo esencial por la mayoría del movimiento joven-hegeliano y romántico; pero no era fácil ser coherente con esa posición, siempre acechada, y con frecuencia vencida, por el subjetivismo, con su idolatría del ideal exterior elaborado por sujeto, figura excelsa de la autodivinización del hombre. No en vano, en todas las religiones de salvación, en todos los mitos filosóficos, del de Ulises al de la Caverna, la verdad, la luz, venía de fuera, de la montaña o el desierto, de cualquier Monte de los Olivos. La luz, la salvación, la verdad, el progreso, lo traía el espíritu, importado del exterior de la ciudad, tras su peculiar hégira en busca de la transcendencia.

No era extraño, pues, que el kantismo esperara su resurgimiento, y que arraigara en los intelectuales radicales que, impacientes, enfrentados a la positividad, refractaria a la razón, acababan postulando la necesitad de forzarla a devenir racional imponiéndole desde fuera el ideal. El kantismo era apropiado ante la desesperación, era un remedio ante la impotencia; si la realidad no acaba de cumplir su destino, forcémosla, impongámosla el deber y el destino, venían a decir. Y Marx, frente a las tentativas de resurrección de la filosofía subjetivista, encontraba apoyo en Hegel, incluso en el viejo Hegel, el “perro muerto”. Incluso veía inoportuna, y llena de riesgos, una nueva propuesta inmanentista, historicista, como la joven-hegeliana, que aligerara el peso del sistema y el culto a la objetividad y acentuara la violencia dialéctica, acelerara la agitación del movimiento. En aquellos momentos, que resultarían breves, no tenía sentido para Marx una filosofía que fuera más allá de la del maestro. La hegeliana le parecía potente; y tal vez le parecía insuperable por ninguno de los aspirantes al posthegelianismo, ni Moses, ni Bruno Bauer, ni Feuerbach. Marx pensaba en aquel momento que la exposición hecha por Hegel, especialmente en sus Principios de la Filosofía del Derecho, era la que correspondía a su tiempo. Como dice Jean Claude Bourdin, la filosofía hegeliana le parecía a Marx la expresión teórica del “presente moderno oficial” [1]; y Marx había aprendido que la pretensión de la filosofía de adelantarse a su época encerraba su inexorable condena a la ficción y la inanición. Si la exposición de Hegel era la representación consciente del estado moderno, es decir, la idea del estado que correspondía al momento histórico, cualquier otro esfuerzo por ir más allá sería inútil; cuando el espíritu se manifiesta ajustado a su tiempo, es absurdo pretender superarlo.

Deberíamos valorar esta posición en sus justos términos, pues se trata de una posición compleja y difícil. Marx defiende a Hegel frente al renaciente kantismo y frente al contagio de los jovenhegelianos por el mismo. Pero lo hace en un momento de su evolución intelectual en el que ya le han surgido sospechas sobre la filosofía hegeliana, en el que ya estaba a punto de iniciar su ajuste de cuentas con Hegel, y tal vez para sí ya la había iniciado. Al fin, como dice en su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, que recoge sus reflexiones sobre la relectura de la obra hegeliana, era indudable que “la filosofía alemana del Estado y del derecho”, contra sus detractores, “ha recibido de Hegel su forma última, la más rigurosa y más rica”. En el fondo, nos viene a decir, si hay que “superar” a Hegel, no es volviendo a Kant, ni mejorando su filosofía; y no es reinventando el subjetivismo; más que superar la filosofía del maestro, la filosofía por excelencia, habrá que plantearse la superación de la misma filosofía.

Pero, mientras tanto, mientas no se disponga de una nueva perspectiva, mientras se esté condenado a enfrentarse a la realidad desde y con la filosofía, lo coherente es posicionarse con Hegel. Marx es coherente con esta posición, y desde muy pronto asume con Hegel que el estado, y lo histórico en general (o sea, toda la realidad humana) es tan indiferente a las prescripciones de la filosofía como la misma naturaleza. Para Marx la naturaleza y el espíritu (espíritu objetivo) son sordos a las normas, a los deberes, a los ideales, a los fines, a las voluntades subjetivas de los hombres. Por eso le parecen irrelevantes y no le interesan las posiciones normativistas. Entiende que la tarea propiamente especulativa de la filosofía consiste en, por una parte, la explicitación mediante el análisis de la riqueza ontológica de lo real, todo el ser que encierran las cosas, sus infinitas determinaciones; y, por otra, el desvelamiento de su concepto, de su necesidad, de su lugar en el orden racional de las cosas.

Por tanto, no se puede ir más allá de Hegel en la filosofía del Estado. Es lo que tratará de argumentar en su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; si se quiere ir más allá, y tal vez se debe ir, hay que salirse de la filosofía; hay que buscar en otra parte. Y esto es lo que anuncia en la “Introducción” que redacta para ese trabajo, y que tuvo más fortuna que el grueso del texto, que quedaría inacabado en el cajón de los roedores. La “Introducción”, un bello texto expresivo de un momento de su evolución filosófica, que enseguida analizaremos, se publicaría en los Anales.

El otro trabajo relevante de este momento, también publicado en los Anales Franco-alemanes, es La cuestión judía. En él anuncia el nuevo lugar adonde ir; mira a la sociedad civil como lugar privilegiado a comprender y pensar, donde se decide la historia. Comienza a distanciarse a la vez del proyecto ilustrado y de Hegel, acentúa su crítica al subjetivismo y comienza a hablar, muy especulativamente, de cosas prosaicas como la burguesía o el dinero. O sea, ha iniciado su “ajuste de cuentas con Hegel”, con su Filosofía del Derecho, la obra que para Marx seguirá siendo la mejor conceptualización filosófica posible, la definitiva, de la idea del estado moderno.

Pero previo al análisis de estos dos textos, nos detendremos en un breve comentario a su afortunada Carta a Ruge de 1843, escrita en los orígenes de este proyecto editorial y que se publicaría, con otras cartas intercambiadas entre Marx y Ruge, en las páginas del número único de los Anales.


2.El texto de la Carta.

En la evolución teórica del joven Marx merece una especial atención una de sus cartas a Carta a Arnold Ruge, de 1843 [2], que a continuación reproducimos en su integridad, antes de pasar a hacer algunos comentario, para poder disfrutar de su frescura y lucidez sin interrupciones. El contexto nos es conocido: la censura acabó con numerosos proyectos como el de la Gaceta Renana, expulsó de las universidades a numerosos intelectuales progresistas, como buena parte de los llamados joven-hegelianos, y los abocó al exilio. El Estado prusiano se libró con un golpe de poder del pensamiento y el activismo político que, promovido por la burguesía liberal (la otra burguesía defendió su bolsillo con su lealtad al régimen), cercaba cada vez más a la alianza entre el Trono y el Altar. Marx perdió su medio de vida, pero, sobre todo, perdió buena parte de su fe en el periodismo, y en la filosofía, como arma para hacer avanzar el espíritu y elevar el concepto, y la realidad, a la altura de los tiempos. Sus efectos no tardarían de hacerse ver en sus nuevos escritos.

De momento, a rey muerto, rey puesto. Como haciendo bueno el refrán según el cual no haya mejor remiendo que el de la misma tela, Marx se dejó embarcar en un nuevo proyecto editorial, de más calado teórico y de mayor compromiso político. La oferta le vino de Arnold Ruge (filósofo, escritor, traductor, editor, político y activista de notable relevancia), quien también sufría a la sazón los efectos de las restricciones en la libertad de prensa. Ruge estaba dando forma a un nuevo proyecto editorial, más filosófico y más político, es decir, con mayor pretensión teórica, donde la filosofía ampliara su horizonte, y con mayor compromiso político, enfocado a dirigir una oposición dispersa, fraccionada, y en gran medida exiliada. En conjunto, un proyecto para dar unidad y coherencia a los movimientos de la oposición, internos y externos.


2.1. La carta.

Dice así la carta de Marx, escrita desde una ciudad de Renania, a punto de preparar las maletas para exiliarse a Francia:

“Kreuznach, septiembre de 1843.
   Me alegra que se haya decidido y que, habiendo dejado de mirar el pasado, esté dirigiendo sus pensamientos hacia un nuevo proyecto. Y, por ende, hacia Paris, hacia la vieja universidad de filosofía - ¡Absit omen! [3] -y la nueva capital del nuevo mundo. Lo necesario está aconteciendo. No tengo dudas, por lo tanto, de que será posible superar cualquier obstáculo, cuya importancia reconozco.
   En cualquier caso, sea posible o no la concreción del proyecto, estaré en París a fin de mes, ya que la atmósfera aquí lo convierte a uno en siervo; y en Alemania no veo ninguna posibilidad para la actividad libre. En Alemania, todo es suprimido por la fuerza; una verdadera anarquía de la mente, el reino de la estupidez misma, prevalece allí; y Zúrich obedece órdenes de Berlín. Por esto se vuelve cada vez más obvia la necesidad de buscar un nuevo punto de concentración para el pensamiento genuino y las mentes independientes. Estoy convencido de que nuestro plan responde a una necesidad real; y, después de todo, las necesidades reales deben poder satisfacerse en la realidad. Por esto, no tengo dudas acerca de esta iniciativa, siempre y cuando se la lleve a cabo seriamente
   Las dificultades internas parecen ser mayores que los obstáculos externos. Si bien no caben dudas en cuanto a “de dónde”, gran confusión prevalece en el “hacia dónde”. No sólo se ha instalado un estado de anarquía general entre los reformistas, sino que todos deberán admitir que no tienen idea exacta de lo que ocurrirá en el futuro. Por otro lado, es precisamente una ventaja de la nueva tendencia, la de no anticipar dogmáticamente el mundo; sólo queremos encontrar el nuevo mundo a través de la crítica del viejo. Hasta el momento, los filósofos han tenido la solución de todos los enigmas guardada en sus escritorios, y al estúpido mundo exotérico sólo le bastaba abrir su boca para que cayeran en ella las codornices asadas del conocimiento absoluto [4]. Hoy la filosofía se ha secularizado, y la prueba más contundente es que la misma conciencia filosófica ha sido arrastrada al tormento de la lucha, no sólo externa sino también internamente. Pero, si construir el futuro y asentar todo definitivamente no es nuestro asunto, es más claro aun lo que en el presente debemos llevar a cabo: me refiero a la crítica despiadada de todo lo existente, despiadada tanto en el sentido de no temer las consecuencias de la misma y de no temerle al conflicto con aquellos que detentan el poder.
   Por lo tanto, no estoy a favor de levantar ninguna pancarta dogmática. Por el contrario, debemos ayudar a los dogmáticos a ver claro sus propias propuestas. En este sentido, el comunismo en particular es una abstracción dogmática; y no estoy pensando en un comunismo imaginario y meramente posible, sino en un comunismo que de hecho existe, como aquel que profesan Cabet, Dézamy, Weitling, etc. Este comunismo es solamente una forma particular del principio humanista aún contaminada por su propia antítesis, el sistema privado. De ahí que la abolición de la propiedad privada y el comunismo no sean bajo ningún punto de vista idénticos, y que no sea accidental, sino inevitable, que el comunismo haya visto surgir otras doctrinas socialistas -como aquellas de Fourier, Proudhon, etc.- para confrontarlo, porque ese comunismo es en sí mismo sólo una forma especial y unilateral del principio socialista. La totalidad de la idea socialista, a su vez, es sólo un aspecto en relación a la realidad del verdadero ser humano; por eso debemos prestar igual atención al otro aspecto, a la existencia teórica del hombre, y por ende hacer que la religión, la ciencia, etc., sean también el objeto de nuestra crítica. Además, queremos influenciar (en este enfoque) a nuestros coetáneos, especialmente a los alemanes.
   Surge la pregunta: ¿cómo comenzar? Hay dos cuestiones innegables. En primer lugar la religión y luego la política -son los dos temas que más interesan a la Alemania de hoy. Debemos tomarlos, de cualquier manera que se nos presenten, como nuestro punto de partida, y no confrontarlos con algún sistema ya terminado como puede ser el de Voyage en Icarie [de Etienne Cabe].
   La razón ha existido siempre, pero no siempre bajo su forma razonable. El crítico puede por lo tanto comenzar por cualquier forma de conciencia teórica y práctica, y por las formas peculiares de la realidad existente, para desarrollar la verdadera realidad como su obligación y fin último. En cuanto a la vida real, es precisamente el estado político –en todas sus formas modernas- el que, aun cuando no está conscientemente incluido en las exigencias socialistas, contiene las exigencias de la razón. Y el estado político no se detiene allí; por todas partes supone que la razón ha sido materializada. Pero precisamente por esto cae siempre en la contradicción entre su función ideal y sus prerrequisitos reales.
   Partiendo de este conflicto del Estado político consigo mismo es posible desarrollar la verdad social. Así como la religión es un registro de las luchas teóricas de la humanidad, el Estado político es un registro de las luchas prácticas de la humanidad. Por ende, el estado político expresa, dentro de los límites de su forma sub specie rei publicae todas las luchas, necesidades y verdades sociales. Entonces, tomar como objeto de crítica una de las cuestiones políticas más específicas –tal como la diferencia entre el sistema basado en el Estado social y el sistema representativo– no está por debajo de hauteur des principes. De hecho, esta cuestión sólo expresa, de manera política, la diferencia entre el poder del hombre y el poder de la propiedad privada. Por esto, el crítico no sólo puede, sino que debe lidiar con estas cuestiones políticas (que, de acuerdo a los socialistas radicales, no son dignas de atención). Al analizar la superioridad del sistema representativo sobre el estado social, la crítica de manera práctica gana el interés de un gran grupo social. Al elevar el sistema representativo desde su forma política a la forma universal y al acentuar la verdadera importancia que subyace a este sistema, el crítico obliga al mismo tiempo a este grupo a ir más allá de sus confines, ya que su victoria es a la vez su derrota.
   Por lo tanto, nada nos impide convertir en el punto de partida de nuestra crítica a la crítica de la política, a nuestra participación en la política y, por ende, en las luchas reales, e identificar nuestra crítica con ellas. En ese caso, no nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria, con un nuevo principio: “¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella!”. Desarrollamos nuevos principios para el mundo a base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: “termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha”. Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tendrá que asimilar, aunque no quiera.
   La reforma de la conciencia consiste solamente en hacer que el mundo sea consciente de su propia consciencia, en despertarlo de la ensoñación que tiene de sí mismo, de explicarle el significado de sus propias acciones. Nuestro objetivo general no puede ser otra cosa que –como también lo es para la crítica de la religión de Feuerbach- darle a los problemas religiosos y filosóficos la forma que le corresponde al hombre que se ha vuelto consciente de sí mismo.
   Entonces, nuestro lema deberá ser la reforma de la conciencia, no por medio de dogmas, sino a través del análisis de la conciencia mística, ininteligible a sí misma, ya sea que se manifieste en su forma religiosa o política. Al fin será evidente que el mundo ha estado soñando por mucho tiempo con la posesión de una cosa de la cual, para poseerla realmente, debe tener consciencia. Será evidente que no se trata de trazar una línea mental entre el pasado y el presente, sino de materializar los pensamientos del pasado. Finalmente, será evidente que la humanidad no está comenzando una nueva tarea, sino que está llevando a cabo de manera consciente su vieja tarea.
   En resumen, podemos formular la tendencia de la revista: la autoconsciencia por parte del presente de sus luchas y deseos. Ésta es una tarea para el mundo y para nosotros. Sólo puede ser la tarea de fuerzas unidas. Requiere de una confesión y nada más: para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidad sólo debe declararlos tal y como son”.

3. El comentario a la carta.

La carta no tiene desperdicios. Nos deja ver, sin ambigüedad alguna, la concepción que Marx tiene en este momento de la filosofía (una concepción netamente política, comprometida con el progreso de la sociedad) y de la política (no de construir un orden ideal sino un orden posible y necesario. Y nos deja ver algo que, en el devenir de su pensamiento, especialmente en la excitación activista en que escribirá las Tesis sobre Feuerbach, quedará diluido, a saber que la lucha práctica de la filosofía pasa por su intervención en la consciencia, por hacer avanzar el espíritu subjetivo generando autoconsciencia. Aún no se ha generado la falsa alternativa de transformar versus comprender el mundo; militando en la filosofía, el joven Marx entiende la comprensión del mundo como manera eficiente –y como única manera posible al alcance de la filosofía- de intervenir en su transformación.

Apenas comenzar la carta argumenta su fe en el proyecto editorial que estaba diseñando Ruge, y basa su confianza en un principio exquisitamente hegeliano: “Lo necesario está aconteciendo”. El proyecto sorbe su verdad de su necesidad; las condiciones lo han hecho necesario y posible. En Alemania no se puede vivir, no s puede pensar; al menos, no se puede pensar a la altura de los tiempos, no hay lugar para filosofía. De ahí la necesidad, nos dice, de ahí que “se vuelve cada vez más obvia la necesidad de buscar un nuevo punto de concentración para el pensamiento genuino y las mentes independientes”. Este es el valor del proyecto de Ruge, es necesario y es posible llevarlo a cabo fuera de Alemania.

Enseguida insiste en la necesidad, fundamento del proyecto y, en rigor, de la filosofía que piensa la realidad, que no se genera en el aislamiento, en reclusión, sino que sale a la calle y vive y crece en la calle, como nos decía en la Gaceta Renana. De ahí su profunda e inquebrantable convicción: “Estoy convencido de que nuestro plan responde a una necesidad real; y, después de todo, las necesidades reales deben poder satisfacerse en la realidad”. Responde a la necesidad social, general, de la historia; responde a la necesidad de la filosofía, que para estar viva ha de empapase de realidad, de calle; y responde a la necesidad de la política, especialmente de los movimientos rebeldes y de progreso.

Esta última necesidad se revela en el problema de las divisiones internas. Pocos y mal avenidos, nos viene a decir Marx; pocos y enfrentados entre sí. Pero no enfrentados por la contingencia, por los intereses o las carencias morales de los protagonistas, al fin la mayoría exiliados y todos padeciendo la represión política y arriesgando su paz y sus vidas en sus luchas. Enfrentados también por necesidad, por los límites que pone el insuficiente desarrollo de la filosofía, que les lleva a posiciones particularistas y sectarias, incapaces de elevarse al punto de vista de la totalidad, a la universalidad del concepto. Las carencias filosóficas determinan el sectarismo, el dogmatismo y la sacralización de las diferencias. Veámoslo con más detención.

Nos dice: “Las dificultades internas parecen ser mayores que los obstáculos externos. Si bien no caben dudas en cuanto a “de dónde”, gran confusión prevalece en el “hacia dónde”. Se sabe de dónde venimos pero no se sabe adónde vamos. “Dificultades internas”, las llama Marx; dificultades puestas por las carencias de la teoría. La filosofía buena, la hegeliana, ha de reconocer sus límites. Conoce el origen, la historia, el pasado, pero no debe aventurarse en lo no escrito, en el futuro. Cuando la filosofía pierde esa prudencia, esa consciencia de su finitud, y se libera de esa autolimitación, sufre el síndrome del entendimiento divino, de instalarse en la mente del creador y adivinar el porvenir. Y así, al despegarse del presente que está a su alcance, que la engendra, se pierde en el coloreado mundo de la ficción.

Marx, se cree, se sabe, en la buena filosofía, la hegeliana, tal vez tuneada en joven-hegelianismo; y tiene argumentos para defender lo que llama “nueva tendencia”, y expone las ventajas de ésta: “la de no anticipar dogmáticamente el mundo”. Hay un rechazo radical, que creo no abandonará nunca a lo largo de su vida, a la interpretación del avance histórico bajo la fórmula nihilatio mundi/creatio mundi ex nihilo, que lleva a la filosofía a una tarea estéril de negar radicalmente la realidad y crear imaginariamente otra; tareas ambas que sólo pueden realizarse abstractamente, en la cabeza, de espaldas a la historia. La nueva tendencia, nos dice Marx, solo quiere “encontrar el nuevo mundo a través de la crítica del viejo”. Como en las fábricas, no ha producción “nueva” sin matera prima; la historia no crea de la nada; solo produce transformaciones desde lo viejo. Hoy podemos usar la metáfora, pues la necesidad la ha reevaluado: la historia solo recicla.

Releamos el siguiente fragmento de la carta: “Hasta el momento, los filósofos han tenido la solución de todos los enigmas guardada en sus escritorios, y al estúpido mundo exotérico sólo le bastaba abrir su boca para que cayeran en ella las codornices asadas del conocimiento absoluto”. La vieja filosofía soñaba crear el mundo desde su reclusión, como se expresa en el procedimiento de creación divina del mundo, en que Dios, poseedor de la “natura naturans” del lenguaje, pronunciaba los nombres y las cosas, mera “natura naturata”, aparecían como el maná, como las codornices caídas del cielo. La nueva filosofía, que se sabe y se quiere ciudadana, se ha secularizado, se ha reconciliado con su finitud, ha asumido que deje usar las energías que ayer usaba estérilmente en crear mundos en la tarea de la crítica radical al existente, crítica a lo viejo para hacerlo avanzar hacia lo nuevo; pero sin decirle el camino, sin imponerle el futuro. Por eso dice: “si construir el futuro y asentar todo definitivamente no es nuestro asunto, es más claro aun lo que en el presente debemos llevar a cabo: me refiero a la crítica despiadada de todo lo existente, despiadada tanto en el sentido de no temer las consecuencias de la misma y de no temerle al conflicto con aquellos que detentan el poder”. Se ignora el camino al futuro, pero sabe el modo de hacer camino: criticando el presente.

El problema interno que antes señalábamos se concreta en el dogmatismo, cara del subjetivismo, que corresponde a una filosofía que se cree creadora. Cuando se renuncia a esta falsa consciencia, se puede asumir que la tare de la filosofía no es hacer el mundo, ni siquiera trazar el camino, sino clarificar la consciencia de quienes viven en él, esperando, confiando, que esa nueva consciencia les haga trazar el camino con otro diseño, pero siempre ajustado a las nuevas necesidades que irán sufriendo. Por eso, en vez de “levantar banderas dogmáticas”, cada corriente filosófico política la suya, Marx propone ayudar a producir consciencia, “ayudar a los dogmáticos a ver claro sus propias propuestas.

Esta tarea le parece tanto más importante cuan to que el dogmatismo reproduce indefectiblemente la escisión y las luchas internas. Así, alude a las diversas propuestas de ideas del comunismo que compiten por la hegemonía de la conciencia social (Cabet, Dézamy, Weitling…), y dice que cada una de ellas puede verse como “una formas particular del principio humanista aún contaminadas por su propia antítesis, el sistema privado”; lo que les hace ver el comunismo como lo total y radicalmente otro de la propiedad privada, dos mundos –y dos conceptos- que se oponen exteriormente, sin contacto, sin conexión, sin dependencia mutua. En esa perspectiva no puede pensarse el comunismo como lo nuevo naciendo de y desde la propiedad privada. Pasan a verse como la lucha entre el bien y el mal; y, como toda lucha entre contrarios exteriores, si acaso llegan a invertir la dominación, pero no a la transformación, no a la aparición de una fase nueva del mundo y del espíritu.

Por eso Marx puede decir que, frente a esa dialéctica trágica, han surgido otras filosofías, otras formas o figuras del comunismo (Fourier, Proudhon…), poniendo de relieve que aquel comunismo abstracto “es en sí mismo sólo una forma especial y unilateral del principio socialista”, como lo son las versiones de Fourier o Proudhon. Al fin, nos dice Marx, incluso la “totalidad de la idea socialista”, que se deja captar en figuras parciales, unilaterales y, por tanto, dogmáticas, como las citadas, nomo pasa de ser un aspecto del ser humano, de su verdadera realidad: la “idea socialista” expresa su aspecto práctico, su forma de existencia social; pero el ser humano tiene otro aspecto, una existencia teórica. Y ello justifica que, junto a la crítica práctica de su existencia social haya un lugar necesario para la crítica de su existencia teórica, de su conciencia, es decir, de la religión, de la ciencia, de la moral. En consecuencia, en esta perspectiva el proyecto de Ruge cobra todo su sentido y, además, su preeminencia contemporánea.

Ahora Marx se plantea la cuestión: ¿por dónde empezar? La religión y la política son los dos temas preferidos por la filosofía alemana de su tiempo. Por tanto, parece sabio “tomarlos, de cualquier manera que se nos presenten, como nuestro punto de partida, y no confrontarlos con algún sistema ya terminado como puede ser el de Voyage en Icarie”. Por tanto, cualquiera puede servir de punto de partida. En rigor, todos los caminos de la crítica parecen llevar a Roma, sea partiendo de la crítica a cualquier forma de conciencia (moral, religión, política, científica…), sea partiendo de cualquier aspecto de la realidad social, de la existencia material de los hombres. Todas las críticas apuntan al mismo destino, al avance del espíritu subjetivo y objetivo, de la autoconsciencia y de las instituciones políticas y jurídicas. De todas formas, señala Marx, “en cuanto a la vida real, es precisamente el estado político –en todas sus formas modernas- el que, aun cuando no está conscientemente incluido en las exigencias socialistas, contiene las exigencias de la razón”. El Estado supone siempre que “la razón ha sido materializada”; pertenece a su concepto esa previa realización. Y, claro está, ahí surge el problema: precisamente por esto, porque el concepto presupone la realidad adecuación de la realidad objetiva, “cae siempre en la contradicción entre su función ideal y sus prerrequisitos reales”.

Marx está virando el centro de interés hacia el estado. En realidad, si bien la filosofía alemana de su tiempo estaba anclada en la crítica religiosa y, en general, en la crítica de la conciencia alienada, Marx siempre tendió a pensar el problema en el Estado. Le influyeron en esto los jóvenes hegelianos, especialmente los hermanos Bauer, y de manera definitiva su actividad periodística, como ya hemos visto. En cualquier caso, el Estado político, su contradicción interna, su conflicto consigo mismo, le parecía el reto más importante del momento para la crítica filosófica. Primacía coyuntural, pues, como ha dicho anteriormente, cualquier lugar en que se fije la crítica ayuda al mismo movimiento general: “Así como la religión es un registro de las luchas teóricas de la humanidad, el Estado político es un registro de las luchas prácticas de la humanidad”. Son dos registros de la historia, dos abstracciones analíticamente necesarias para su conocimiento.

El Estado expresa, condensa, “dentro de los límites de su forma sub specie rei publicae”, una potente imagen de la humanidad, que registra “todas las luchas, necesidades y verdades sociales”. Es cierto que posteriormente, con su desplazamiento de la reflexión a la sociedad civil, es decir, a la economía, sus reflexiones han propiciado cierto menoscabo del papel de la política en la marcha de las sociedades, y en especial en su trayecto al socialismo. Pero, como iremos viendo en lecturas posteriores, en parte se debe a que el Estado, que siempre estuvo presente en su proyecto de la Crítica de la Economía Política, nunca llegó a realizarse, quedó siempre en espera. Y el método de Marx, bajo la necesidad de pasar por el momento abstracto del análisis de cada una de las instancias, elementos o relaciones, resaltaba la presencia de los mismos en la totalidad cuando les tocaba el turno. Al Estado no le llegó su hora y, en consecuencia, se perdió el énfasis propio de la estrella del momento analítico. En consecuencia, en la síntesis final, no presentaba sus verdaderas credenciales. Pero, como digo, este relativo ostracismo, que la tradición marxista ha contribuido a canonizar, no pasa de ser una contingencia. Algún día habremos de reivindicar el papel esencial del Estado no ya en nuestras sociedades capitalistas, cosa sabida, sino en el concepto del mismo que sostenía Marx.

La importancia que en este texto otorga Marx al estado es muy relevante. Hay un momento en que confronta dos concepciones presentes del mismo, quienes defienden el gobierno representativo y quienes o hacen del estado social. Lo usa Marx para dar una lección a socialistas y comunistas “dogmáticos”, es decir, que operan con una imagen “idealista” del estado contraponiendo Estado social y Estado representativo como dos opciones exteriores y antitéticas; y que, en consecuencia, postulaban por negar, por enfrentarse desde fuera al representativo y por defender la construcción del social. Pues bien, recordando que el debate es pertinente, actual e importante, ya que expresa “la diferencia entre el poder del hombre y el poder de la propiedad” (aludiendo a que en el representativo, censitario, la ciudadanía deriva de la propiedad); por tanto, no debe despreciarse en la lucha por el socialismo. Nos dice: “Al analizar la superioridad del sistema representativo sobre el estado social, la crítica de manera práctica gana el interés de un gran grupo social. Al elevar el sistema representativo desde su forma política a la forma universal y al acentuar la verdadera importancia que subyace a este sistema, el crítico obliga al mismo tiempo a este grupo a ir más allá de sus confines, ya que su victoria es a la vez su derrota”.

Esa es la clave: la victoria puede ser la derrota. Muchos años después diría Engels, refiriéndose a las luchas democrática e institucional por el socialismo, que llegaría el día en que los trabajadores tendrían que salir a la calle a defender la democracia que la burguesía había creado y usado para sus intereses. La crítica, teórica o práctica, nos viene a decir, no pasa tanto por contraponer modelos imaginarios y exteriores como por hacer avanzar, llevar a sus límites a los conceptos e instituciones existentes, hasta que su victoria se convierta en derrota.

O sea, la crítica a la política es un buen punto de partida para la crítica; y esa crítica bien puede ser prácticas, es decir, mediante la intervención en esas luchas. La condición que pone este joven Marx es que “en ese caso, no nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria, con un nuevo principio: “¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella!”. Desarrollamos nuevos principios para el mundo a base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: “termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha”. Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tendrá que asimilar, aunque no quiera”.

O sea, la lucha filosófica, incluso en su versión práctica, en su intervención en las luchas sociales reales, es siempre mediada, es una intervención en la conciencia de quienes están allí, de forma directa e inmediata, enfrentándose a los poderes. La lucha política filosófica es una lucha por la consciencia, sin duda; lucha por extender la consciencia. “La reforma de la conciencia consiste solamente en hacer que el mundo sea consciente de su propia conciencia, en despertarlo de la ensoñación que tiene de sí mismo, de explicarle el significado de sus propias acciones”.

Marx concluye que, en esta perspectiva, “nuestro lema deberá ser la reforma de la conciencia, no por medio de dogmas, sino a través del análisis de la conciencia mística, ininteligible a sí misma, ya sea que se manifieste en su forma religiosa o política”. Es la lucha contra la enajenación de la consciencia, en todas sus formas, religiosa, política, jurídica, estatal… Porque, aunque se sueñe con ello, sin consciencia no se logran poseer las cosas. Solo mediante el acceso a la consciencia “será evidente que no se trata de trazar una línea mental entre el pasado y el presente, sino de materializar los pensamientos del pasado”. Sólo desde la consciencia “será evidente que la humanidad no está comenzando una nueva tarea, sino que está llevando a cabo de manera consciente su vieja tarea”. Así insiste Marx en fijar una ontología en que ni la nihilatio ni creatio, que anticipan su filosofía de la praxis. Y acaba la carta insistiendo en esta idea que, permitidme la insistencia, no debiéramos ignorar, al menos opara pensarla con detenimiento. Pues, en rigor, la propuesta esbozada por Marx para los Anales Francoalemanes de Marx seguiría hoy siendo válida. Al fin y al cabo, combatía una filosofía de la historia, una ontología social, afectada del subjetivismo y, en consecuencia, de doctrinarismo dogmático; como en nuestros días. Cerremos así estos comentarios con sus propias palabras: “En resumen, podemos formular la tendencia de la revista: la autoconsciencia por parte del presente de sus luchas y deseos. Ésta es una tarea para el mundo y para nosotros. Sólo puede ser la tarea de fuerzas unidas. Requiere de una confesión y nada más: para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidad sólo debe declararlos tal y como son”.


J.M.Bermudo (2009-2013)




[1] J. C. Bourdin, “La crítique du droit et de la polítique chez le jeune Marx: l’idée d’émancipation”, en AA.VV., Droit et liberté delons Marx. París, PUF, 1986, 1151.

[2] Se trata de la tercera de la serie de ocho cartas que Marx, con apenas 25 años, intercambiara con su amigo, Arnold Ruge, en 1843. Ambos incluirían toda la serie en la primera y única edición de los Deutsch-Franzosische Jahrbucher (Anales Franco-Alemanes), su proyecto editorial compartido, que aparecieron en febrero de 1844. Esta carta de Marx es en respuesta a la carta anterior de Ruge, en la que este último se proclamó a sí mismo ateo y un vigoroso defensor de los "nuevos filósofos", vanguardia de la lucha política en su tiempo. Por eso religión y política aparecen en primer plano.

[3] “Que no sea de mal agüero”; “que no sea un mal augurio”.

[4] Es una alusión a un muy difundido proverbio, que encontramos en distintas lenguas del inglés, “A roast pigeon does not fly into your mouth”, al latín, “Non volat in buccas assa columba tuas”. A veces en expresiones más libres, como en el castellano de Sudamérica, “la plata no crece de los árboles”.