DIDEROT, LA DESERCIÓN DEL FILÓSOFO





1. Tentaciones de deserción.

¿Llegó Diderot a renegar de su proyecto ilustrado? ¿Pudo con él el escepticismo, el pesimismo que tiende a crecer con la experiencia? ¿Es la deserción política el destino del filósofo? Son éstas las preguntas que me siguen manteniendo unido a Diderot, las que me llevan de vez en cuando a releer sus textos. Aunque he abandonado la primera línea de los estudiosos de Diderot, por ninguna otra razón sino por mis gustos nómadas, y con ello me he quedado un tanto obsoleto en cuestiones de su historiografía, sigo considerando al philosophe uno de mis lugares preferidos para, como decía Hegel, cumplir con el deber de la filosofía de pensar el presente. O, por decirlo con más humildad, para pensarme a mí mismo en mi presente.

En el fondo, cuando hablamos de la historia, del mundo o de los otros con mayor o menos conciencia estamos hablando de nosotros mismos, juzgándonos, legitimándonos. Idea ésta que simplemente enuncia de otra manera la tesis foucaultiana, o heideggeriana, si lo preferís, de que la voluntad de verdad es la máscara de la voluntad de poder; que la acción de describir y juzgar el pasado es una mera pincelada en nuestro eterno autorretrato.

Ahora bien, aunque así sea, a mi entender hay lugares de la historia más adecuados que otros para hablar de nosotros mismos de forma persuasiva, aunque sólo sea porque nos ayudan a que no revelemos la farsa; cada generación, cada circunstancia, incluso cada cual tiene sus topoi históricos preferidos, fieles espejos encantados que ayudan a vernos al menos soportables. Y desde este supuesto considero que Diderot es uno de ellos; sin duda para mí, pero creo que también vale para muchos intelectuales críticos que creyeron que la filosofía, la ciencia, el pensamiento, la política, tienen como fin conseguir un mundo mejor; es decir, que viven su praxis con compromiso ético. Por eso indagar en los textos de Diderot, husmear en aquellos pasajes que recogen los giros esenciales de su alma, me parece en gran medida una estrategia de escenificación del intelectual de nuestro tiempo, al menos de un amplio segmento de ellos, que no se circunscribe al “ironista liberal” rortyano, sino que incluye también a la izquierda republicana igualitarista radical y, si se me permite en estos tiempos postmarxistas, pequeño-burguesa.

Permitidme una aclaración, sobre un debate sin cerrar, el de la función de clase de Diderot, el del “Diderot burgués”, para unos el “burgués idealista”, para otros el representante de una clase en expansión [1]. A mi entender es más preciso ver en Diderot el prototipo de intelectual de la burguesía en el Ancien Régimen. En aquél momento la naciente burguesía, que poco a poco se va enriqueciendo, no sin contradicciones, a la sombra de las estructuras autocráticas, divide su alma entre quienes, más afortunados, se permiten el lujo de aspirar a la nobilización, sea mediante la compra de un título, sea emparentando por vía matrimonial, y quienes, con horizontes más cerrados, sólo ven la salida de acabar con el férreo control de la sociedad por la política. Será ésta masa burguesa la que propiciará las condiciones de la Revolución. Su “intelectual orgánico” no se identifica con el “intelectual burgués” tópico, que corresponde a la burguesía consolidada, “en expansión”, la de avanzado el XIX, aquélla a la que Marx le atribuía ya “conciencia de clase”, discurso y valores particularistas de clase, conservadora. La burguesía del antiguo régimen, exterior al poder, que presentaba su propuesta social y política como universal, que hablaba el lenguaje de los derechos del hombre y del ciudadano, que por estar fuera del poder defendía la igualdad, que tenía bien identificado a sus enemigos estructurales, el trono y el altar, referentes respectivos de la dominación del cuerpo y del alma…; esa burguesía, digo, por su posición y conciencia de clase se corresponde con la “pequeña-burguesía”, en nuestro uso habitual de este concepto, usado para diferenciar los segmentos insatisfechos, radicalizados, de la clase burguesa y tenía como modelo de intelectual orgánico al philosophe. La defensa del mérito y la virtud frente a los privilegios como eje de la moral pública, enuncia mejor el republicanismo pequeño-burgués, moralista e intransigente, que el pragmatismo de la burguesía consolidada que, disueltos los privilegios de la vieja sociedad se encontrará confortable en otra de nuevos privilegios [2].

Hace ya mucho tiempo escribí una sintética descripción del filósofo ilustrado que me parece sigue siendo válida y oportuna. Decía: “Ser filósofo a mediados del XVIII en Francia era ser un poco heterodoxo, algo indisciplinado, con cierta dosis de irreverencia, con mucho estilo rebelde, con una mezcla bien repartida de escepticismo y apasionamiento, cien por cien radical, alineado en alguna côterie, irónico antisorbonista, enemigo abierto del poder político y eclesiástico y con el único oficio de mostrar a los hombres que hay ideas que sirven para esclavizar a los pueblos e ideas que ayudan a su liberación” [3].

Aún me agrada esta descripción del filósofo, del intelectual de la ilustración parisina, que ha entendido que el mayor peligro del hombre es su “voluntad de creer” y que la lucha política, al fin lucha por la civilización, ha de ser una lucha constante contra esa tendencia natural y contra las instituciones que la promueven, el trono, el altar, los prejuicios.

En todo caso, Diderot, sin duda el philosophe por excelencia, es un buen lugar textual para pensar nuestro presente. Y es así porque en lo esencial no está tan lejano a nosotros. Al fin, nos antecede en esta figura de intelectual que, como nosotros, vive de su trabajo, que si bien le conecta con el gran mundo no le permite seguridad ni independencia, que lo atrapa, que consume su vida, una vida enteramente dedicada al proyecto ilustrado. Al fin, como nosotros, encuadra su compromiso ético en dos “ilusiones” emancipadoras, en la doble esperanza en la razón y la política como estrategias de emancipación.

Esas dos ilusiones han pervivido siglos en nuestra conciencia social, nos son comunes; esas dos ilusiones definen la compleja relación entre la filosofía y el poder, articulando el monstruo bicéfalo del Rey-Filósofo. En fin, para añadir un plus de identidad, al filósofo Diderot, que se entregó con fruición a la causa, en la etapa de la vejez, cuando empiezan a silenciarse las pasiones, le tiemblan las piernas, se le alarga el horizonte y, como nos dicen historiadores y biógrafos, como constatamos en su extensa correspondencia, se deja inundar por el pesimismo, llega a ese momento de lucidez en que afronta cara a cara la tentación de la deserción.

No es difícil ver el paralelismo con el intelectual de nuestro tiempo. Alain Badiou, reflexionando sobre la posibilidad y el sentido de una filosofía política en y para nuestro tiempo, ha llamado a “acabar con la filosofía política” [4], que es producto de la arrogancia y mala fe de los filósofos:

* de la arrogancia, por su pretensión de esclarecer la “objetividad brutal y confusa que es la empiricidad de las políticas reales, su pretensión de establecer los principios de la buena política y, sobre todo, de predicar sin el compromiso de “militar en ningún proceso político real”, de dar lecciones a la realidad en la modalidad que le es más querida: en la del juicio [5].

* de la mala fe, “porque la pretensión de neutralidad y moralidad es una forma perversa de servir al poder, de ocultar que "toda filosofía está bajo la condición de una política real" [6], en definitiva, de legitimar y reproducir el orden de cosas existentes”.

O sea, advierte Badiou, dada la imposibilidad de una filosofía política con poder crítico y subversivo, dado que siempre sirve, sea forma enmascarada, a una política conservadora, inevitablemente siempre se hace cómplice del poder. Así, llamar a la deserción filosófica, a liberar la política de filosofía, es la única salida digna.

Badiou nos pone ante la alternativa trágica entre la deserción política o la sumisión al poder. En ambos casos, se trata de la derrota de la filosofía, del reconocimiento de que la realidad es refractaria a las ideas. Pienso que la situación es tanto más trágica cuanto que la deserción “política” ni siquiera es deserción política, pues implica asumir la huída esteticista, que vuelta del revés se nos revela cómplice del poder en su actual tarea de crear un mundo estetizado apropiado al capitalismo de consumo. Escenario absolutamente trágico en cuanto la salida suicida, en la figura de la deserción filosófica de la filosofía crítica, como aparece en la deriva normativista, en el sorprendente redescubrimiento ingenuo de la “filosofía práctica”, no pasa de ser cómplice del mal político, al presentar éste como accidental, como contingente, como anomalía que no afecta a la esencia. Piénsese en la sobreabundacia de propuestas de sociedades justas, códigos deontológico, buenas prácticas, comercio solidario, empresas éticas….que inundan nuestro mercado filosófico. Esa crítica angélica, que opone a lo real (insoportable) el ideal (imposible) del propio sistema, es la forma más sofisticada y perversa de sumisión al poder, al contribuir a su embellecimiento, al legitimar su esencia reduciendo su existencia a mera contingencia, a ocasional acontecimiento.

Pues bien, estos problemas de nuestro tiempo, o algunos de ellos, y otros diversos, podemos verlos al filo del texto diderotiano, tratando de pensar el pesimismo del viejo Diderot y sus tentaciones de deserción.


2. Compromiso del philosophe.

Diderot se instaló en el escenario ético de la filosofía descrito en el círculo de la caverna platónica: el filósofo que llega a la luz debe volver a la caverna, a la ciudad, para iluminarla, para arrancar a los hombres de sus sombras. No problematiza esta función ética de la filosofía, que entiende destinada a buscar la verdad y la virtud, condiciones necesarias y suficientes de la felicidad, el fin máximo del hombre impuesto por la naturaleza. Así lo dice en la Historia de las Dos Indias: “Sabios de la tierra, filósofos de todas las naciones, sólo a vosotros os compete elaborar leyes, mostrándolas a vuestros conciudadanos. Tened el coraje de ilustrar a vuestros hermanos”. Y así lo repite al final de sus días, en su Ensayo sobre los reinados de Claudio y Nerón: “El Magistrado administra la justicia, el Filósofo enseña al Magistrado qué es lo justo y lo injusto; el Militar defiende la Patria; el filósofo enseña al Militar qué es la Patria... El soberano los gobierna a todos; el Filósofo enseña al Soberano cuál es el origen y el límite de su autoridad. Cada hombre tiene deberes que cumplir en su familia y en su sociedad; el Filósofo enseña a todos cuales son sus deberes” [7].

Entendía que el destino de la filosofía era hacer felices a los hombres, y que dicho fin requería una doble estrategia: la de educar al género humano, liberándolo de la sumisión a los diablos de la ignorancia, emanciparlos de las cadenas de la naturaleza; y la de “ilustrar” al Príncipe, la de meter al poder en el circuito del saber, para emancipar a los hombres de las cadenas artificiales de la política. Un programa, pues, fácil de asumir; una ilusión, pues, fácil de compartir. Diderot asumió el proyecto como un destino, incluido en la opción por la filosofía, sin calcular su viabilidad y su costo. No podía ser de otra manera: la posibilidad de la “deserción” sólo aparece en el camino, especialmente al final del camino. Sólo al final del recorrido, cuando se mira hacia atrás (porque hacia delante ya no se ve la luz, derrotado el ideal), llegan las dudas y se pasan cuentas.

Comencemos por resaltar el compromiso político ilimitado de Diderot con la transformación ilustrada de la sociedad, su especial manera de usar la filosofía en la lucha política. Como tantos otros, llegó a París procedente de provincias, de zonas rurales, con el ánimo común de ganar fama y estatus social, de triunfar en las belles lettres. París era, a mediados del XVIII, un buen ejemplo de la confusión social propia de grandes transformaciones culturales. En su día escribí al respecto: “Vivió en el mundo parisino de vividores y desclasados, de artistas sin renombre y sin trabajo, de plumas a sueldo, de canónigos aprovechados y gentiles estrellas del teatro, de generosas mujeres de letras y de mecenas aventureros. Y vivió también con el pueblo vigilado por la guardia y condenado por los curas, con la degradación moral en la Corte y en la Iglesia y con la degradación de la religión en las calles. Vivió, en fin, ese mundo anárquico y rebelde, un tanto amenazador, fuerte en su desesperación, audaz en su ironía, sincero en su desprecio y en su necesidad. Y en ese medio, muy ajeno al de los filósofos burgueses, incluidos sus compañeros enciclopedistas, Diderot se vio obligado a pensar” [8].

En ese París, iniciado el capitalismo bajo las formas político-culturales del Ancien Régimen, que ahora se vuelven obstáculo, vive Diderot. Un París que vive todos los males del capitalismo, incluido el de la confusión moral, sin gozar de las ventajas productivas del capitalismo consolidado. Un París donde todo devenía político: ser “libertino” era una forma política de vivir, de enfrentarse al orden político y moral, objetivamente obstáculos al desarrollo; un proyecto como el de l’ Encyclopédie resultaba revolucionario como empresa capitalista en el ámbito del saber y como batalla por los nuevos saberes. Y Diderot se dedicó a ser libertino y, sin solución de continuidad, a editar la Enciclopedia; en definitiva, a ser ilustrado, aunque siempre desplazado hacia los márgenes.

Este proyecto, que ocupó veinticinco años de su vida, es de principio a fin una batalla política de múltiples dimensiones. Quiero decir que es “política” en sentido convencional, exteriormente, como bien narra la historia de su “juego estratégico” con la censura y el poder, de todos bien conocida; es también “política” por su contenido, por la carga ideológica que aparece en los artículos “políticos”, como “autoridad política”, “derecho natural”, “poder”, “soberano”, “representantes” (de d’Holbach), o por los artículo abierta o camufladamente “politizados”, como “arte”. Pero también, y sobre todo, es “política” porque en la misma estaban en juego relaciones y figuras objetivas de la naciente sociedad burguesa, no sólo de la burguesía francesa, sino de la burguesía en general [9]. Porque incluso el “proyecto técnico”, en su concepción, diseño, desarrollo y contexto era objetivamente una ofensiva política, respondía a unas necesidades objetivas a veces ajenas a la conciencia ética con que era vivido por los sujetos individuales. Creo necesario explicitar algunos aspectos del proyecto

A veces la dimensión política de l’Encyclopédie se valora por su enfoque ideológico, por los valores que vehicula y pone en escena. Sin duda son importantes, sin duda l’Encyclopédie es una poderosa arma ideológica de la clase naciente, que recoge su visión del mundo, que incluye un programa de emancipación y una propuesta de construcción de un nuevo orden social, político y económico; sin duda expande una nueva concepción del hombre, una filosofía materialista.... Pero a mi entender la perspectiva menos enfatizada por los estudiosos es que esta lucha por un nuevo mundo se lleva a cabo también, y de forma determinante, en lo que llamo proyecto técnico, en esa propuesta de producción de una enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios. Por eso conviene enfatizarlo.

Recordad que todo comienza como un proyecto editorial trivial, la simple traducción de la Cyclopaedia (1740), de Chambers, en 2 vols.; una obra interesante, elaborada a la manera tradicional por un erudito. Después de diversas peripecias se reconvierte en el proyecto Diderot, en 17 tomos más 11 de ilustraciones, que responde a una nueva idea del saber.

No podemos detenernos en valorar la dimensión política del proyecto técnico, pero no podemos silenciar un par de implicaciones. Una, que el proyecto no cabe en el marco de la obra de un erudito que trabaja bajo mecenazgo, sino de un numeroso colectivo de hombres de ciencias y letras que dan a luz una nueva relación, el trabajo asalariado de los intelectuales, hombre que venden el fruto de su pluma, pero no la pluma; que venden sus ideas, pero no su alma. Esta aparición de la figura del intelectual asalariado, socialmente revolucionaria, tiene muchas derivaciones; por ejemplo, tiene mucho que ver con el librepensamiento.

El proyecto, en segundo lugar, responde a una “idea del saber” que es en sí misma revolucionaria. El “diccionario razonado” de las artes, de las letras y de las costumbres, tanto en su forma como en el contenido (la historia de las religiones y de los antiguos han dejado paso a las más modernas observaciones y conjeturas científicas y técnicas, los dioses han visto ocupado su lugar por las descripciones de los artefactos mecánicos…), eras una apuesta por los saberes ligados a la producción, al desarrollo, a la lucha del hombre contra la ignorancia, el sufrimiento y la sumisión [10].

Teniendo en cuenta su radical compromiso con un proyecto técnico de increíbles efectos sociales y políticos, ¿cómo puede llegar a plantearse la posibilidad de deserción? Un intelectual que ha dedicado 25 años de su vida a un proyecto subjetiva y objetivamente revolucionario; que ha pagado un duro precio por su lealtad al mismo, que ha silenciado su voz filosófica, que a sacrificado su carrera literaria… ¿cómo llega a la melancolía? ¿Puede desertar? Cuando en la crisis de 1759, con l´Encyclopédie suspendida y Diderot en peligro, Catalina II de Rusia, por mediación de Voltaire le ofrece seguir la publicación en Rusia, respondió a éste negando toda verosimilitud a la huida: “¿Es que acaso la mentira ha de tener sus mártires y la verdad sólo ha de ser defendida por cobardes?”.

Ser filósofo implicaba ese compromiso de riesgo; implicaba el precio de soportar todos los sinsabores de una larga lucha, como él mismo contaría años después en su Conversaciones con Catalina II: “De todas las persecuciones que cabe imaginar no hay ninguna que no haya tenido que soportar” [11].


3. Fuentes del pesimismo.

Unas veces se ha buscado la explicación del pesimismo de Diderot en su filosofía, especialmente en su epistemología, pues en su filosofía práctica tenía una neta voluntad normativa. Los Pensées philosophiques (1746), Le promenade du sceptique (1747) o los Pensée sur l’interprétation de la nature (1751) se prestan a esta interpretación, como en general sus textos de juventud. Otras veces se buscan las raíces en ciertas concesiones culturales de sus textos aparentemente contrarias al proyecto ilustrado, como sus elogios a la vida primitiva de los tahitianos en el Supplément au voyage de Bougainville (1772). En fin, a veces se buscan los motivos en sus textos políticos de madurez, de la década de los setenta: Voyage en Hollande (1773); Entretiens avec Catherine II (1773); Réfutation d'Helvétius (1774); Principes de politique des souverains k(1774); Observations sur le Nakaz (1774); Essai sur les règnes de Claude et de Néron (1778); Lettre apologétique de l'abbé Raynal à Monsieur Grimm (1781); Aux insurgents d'Amérique (1782); sus fragmentos añadidos a la Histoire philosophique et politique des deux Indes, (1772–1781). Así como la correspondencia de esta época. A estas tres fuentes o formas de pesimismo, filosófico, cultural y político, habría que añadir otra, menos señalada entre los estudiosos, el pesimismo antropológico, derivado de su lectura de Hobbes y de Maquiavelo, así como de su buena información en las ciencias de la naturaleza.

Falta un estudio exhaustivo de estas vías diderotianas, en el fondo ilustradas, al pesimismo. Los límites de este artículo sólo nos permiten abordar una de ellas, la más apropiada a nuestro objetivo: el pesimismo político. Las otras vías, aun siendo relevantes, son insuficientes para elucidar el problema de la deserción del intelectual de su compromiso social. Al fin, el carácter fragmentario y efímero de las luces es asumido por nuestro autor como la finitud humana, sin más consecuencia. Por muy estrechas que sean las dimensiones de los periodos de luz, van más allá de las medidas de la vida humana; el hombre, preocupado por su vida, tiene los mismos motivos para comprometerse con el progreso. Las lecturas teñidas de postmodernismo de Diderot son una falsificación del librepensador ilustrado: el “fin de la historia” es una coartada de impunidad del intelectual que ha desertado del compromiso social, cosa que no aparece en Diderot. Diderot es un filósofo que necesita la historia aunque sólo sea para que la lucha de la ilustración, que incluye toda su vida, tenga sentido. Su preocupación por la “posteridad”, que aparece especialmente en la correspondencia con su amigo Falconet expresa la manera ilustrada de pensar la historia: como una necesidad que dé sentido a nuestras vidas, como una forma atea de pensar el “juicio de Dios” que niegue la impunidad del mal, sin lo cual nada tendría sentido.

Filósofo materialista, aceptaba que la muerte era el momento de la igualdad; pero la idea de ser recordado como hombre virtuoso o genial le parecía irrenunciable: era una exigencia para dar sentido a la virtud y a la creación: “¡Oh posteridad, santa y sagrada, sostén de los pobres y de los oprimidos! Tú que eres justa, que no estás corrompida, que vengas al honrado, desenmascaras al hipócrita y condenas al tirano, consoladora constante… ¡no me abandones nunca! La posteridad es para el filósofo lo que el cielo para el hombre religioso” [12]

Sin ella, ¿qué significa la batalla por las luces? Creer en la posteridad es una exigencia racional, un imperativo práctico, que Diderot defiende con ardor: “El fuego caerá algún día en la Biblioteca Real, Un día las nubes de humo y el fuego dispersarán en el aire las cenizas y las páginas de los antiguos y de los modernos. Una pena por el público, por la nación, por el monarca; pero Homero, Virgilio, Corneille, Racine, Voltaire, no sufrirán ningún daño. Sus obras se continuarán leyendo en cien lugares de la tierra en el momento mismo del incendio” [13].

Creo, pues, que la deserción del filósofo hay que buscarla en la esfera política, en su relación con las esferas del poder, en sus experiencias de la dominación y la sumisión. Es ahí donde se tejen la esperanza o la desesperanza de la emancipación.


4. El pesimismo político.

Creo que los motivos para la deserción nacen en otros lugares, en otras relaciones, que no en las concepciones científicas, culturales o metafísicas. Al menos en Diderot, que no es filósofo de grandes relatos, nacen al filo de sus experiencias y de sus reflexiones sobre los hechos históricos de su tiempo. Diderot tardó en llegar a la reflexión sobre los tópicos políticos; los artículos que redactó al respecto para la Enciclopedia (“autoridad política”, “derecho natural”, “potencia”, “soberanos”) son poco relevantes para nuestro objeto, pues se mantienen en la perspectiva ilustrada; no son muy originales, ni reflejan un compromiso más allá de la defensa de la libertad y de los derechos. Será al acabar su trabajo de editor y entregarse más a la vida cotidiana, a los debates de las tertulias, al análisis de los acontecimientos que se van produciendo, la ocasión para iniciar una reflexión personal y continua. Por ello en esta redescripción de su pensamiento seguiremos de cerca las circunstancias que van generando su pensamiento y sus dudas sobre el mismo.


4.1. (El rostro obsceno del patrón). Uno de esos acontecimientos que ponen a prueba la esperanza de un autor es, precisamente, el descubrimiento del verdadero rostro del patrón, la toma de conciencia de que su obra, l’Encyclopédie, vivida como proyecto emancipador, como máquina de las luces, para los libreros era sólo una mercancía, algo a salvar sólo como mero valor de cambio. Seguramente estas cosas no se revelan de inmediato, responden a una acumulación de sospechas, pero siempre hay un hecho (o los historiadores necesitamos explicarlo así, poner un origen) que ordena las experiencias e intuiciones y construye una “causa”. En la cuestión que nos ocupa, ese hecho se presenta como hecho bruto, como fortuito. Un día, del verano de 1764, cuando la tarea de redacción estaba prácticamente acabada y sólo quedaba la imprenta, Diderot, que seguía releyendo y corrigiendo algunos artículos, perfeccionándolos, tuvo que visitar los talleres para introducir unas correcciones en su artículo “sarracenos o árabes”. Y así, por puro azar, descubrió que su alejamiento del proceso productivo le había jugado una mala pasada: Le Breton y uno de sus empleados le habían estado censurando por su cuenta sus artículos, sin otro motivo que el de “proteger su inversión”. Lo descubrió, como decimos, al consultar “sarracenos o árabes”. Diderot se quedó perplejo, nos cuenta Grimm. Se sintió desesperado e impotente. ¡Quiso desertar!. Pero le persuadieron de que aguantara: la obra era demasiado importante, el proyecto había costado tanto dolor, los abonados esperaban.

Seguramente Diderot pensaba que, precisamente por todo lo que había costado, por todo aquello a lo que había renunciado, por una vida entera invertida en el proyecto…, por todo ello debía desertar y denunciar la codicia de los libreros que sólo veían en el texto una mercancía con que aumentar su capital. En su desesperación ante el fraude, Diderot consideró que la obra, castrada, había sido arruinada. No obstante, cedió a los argumentos de sus amigos y siguió con el proyecto. Pero, como diría Rousseau en sus Confesiones, a diferencia de la virtud la inocencia perdida nunca se recupera. Escribió a Le Breton: “No piense que lo hago por gusto, Monsieur; no vuelvo por usted. Me ha asestado usted una puñalada en el corazón, y verlo no hace sino hundir más profundamente la daga. Y no es tampoco que le tenga algún apego a la obra, puesto que, en su presente estado, no puedo hacer otra cosa que despreciarla por completo…” [14].

En otra carta de fechas próximas le dice: “he llorado de rabia delante de usted, llorado de pena en casa, delante de su socio Monsieur Briasson, delante de mi mujer, de mi hija, de mi sirviente… Esta herida la tendré en carne viva hasta la muerte” [15].

El desengaño acentúa su constante obsesión de haber sacrificado a la enciclopedia una vida que en sus sueños de juventud estaba destinada a la creación literaria. Le amarga hasta infravalorar su obra a niveles injustificables, sin duda elevando a conscientes sus muchas dudas sobre la calidad de innumerables artículos, sobre sus incoherencias, su heterogeneidad conceptual y formal, llegando a decir –cosa injusta aunque lo dicho fuera cierto- de sus colaboradores: “La Enciclopedia fue un pozo al que estos traperos arrojaron una infinidad de cosas mal observadas, a menudo sin digerir, buenas, malas detestables, verdaderas, falsas, inciertas y, en todo caso, incoherentes y dispares”.

Las aguas volverían a su cauce pero esas heridas no se cierran. El patrón ilustrado no es un compañero de viaje en el proyecto ilustrado. Ha financiado el proyecto, ha luchado por sacarlo adelante, incluso ha corrido ciertos riesgos, pero no compartía el alma del proyecto; era un simulacro. En el momento de la verdad ha revelado su esencia: todo su compromiso eran con el beneficio económico, su apoyo a los ideales ilustrados, como la libertad de prensa, respondían a la lógica del beneficio. Por eso no dudaban en ejercer al mismo tiempo la censura sobre el pensamiento.

Creo que esta decepción de Diderot dejaría trazas definitivas en su alma. No abandonó su compromiso, pero teñiría de sombras su lectura de la realidad, extendería las dudas sobre el horizonte reformista. Tanto que, para poder alimentar su compromiso con la filosofía desplazaría el escenario de alianza con el poder fuera de Francia, incluso fuera de Europa: a los espacios vírgenes, incontaminados, de Rusia. Diderot trasladó sus sueños fuera de Francia, que pasó a representarse como un país viejo y sin fuerza, enemigo enmascarado de los filósofos.


4.2. (Teorías del trigo frente al hambre del pueblo). Diderot tomó conciencia política en la tertulia de Madame D’Holbach. Y en aquellos debates fue poniendo distancia con la alternativa ilustrada. D´Holbach había hecho un viaje a Inglaterra en Septiembre de 1765, y había sacado una curiosa conclusión: “El monarca parece tener las manos libres para hacer el bien y atadas para hacer el mal; pero es más amo de todo que ningún otro soberano. En todas partes la corte manda y se hace obedecer. Allí, el monarca corrompe y hace lo que le place, y la corrupción de los sujetos es tal vez a la larga peor que la tiranía” [16]. Y dice d´Holbach, con finura, que no es preciso creer que con el maravilloso “balance des trois états de la nation” los ingleses estuvieran mejor gobernados. En Inglaterra, comenta el barón, hay tres poderes, el Monarca, los Nobles y los Comunes; en Francia falta éste, pero en ambos sitios hay arbitrariedad y descontento.

Diderot, desde esta experiencia, acumula escepticismo respecto a la idealizada monarquía inglesa y respecto al modelo Montesquieu. Reconoce que “Salus populi suprema lex est” es una bella expresión en la que soñar, pero ha de asumir que en todas partes reina otra máxima menos bella: “Salus dominantium suprema lex est”.


4.3. (La máscara del tirano). Federico II de Prusia era otro déspota aspirante al título no ya de ilustrado, sino de filósofo. D’Alembert, Voltaire, Helvétius, mantenían contacto con el mecenas y visitaban su corte. Diderot siempre estuvo distante, a pesar de la presión de los consejos de sus amigos. Siempre mantuvo un recelo cordial respecto al monarca. Hasta que éste se quitó la máscara y mostró el rostro que Diderot intuía. D´Holbach había publicado, bajo el nombre de “Dumarsais”, su Essai sur les préjugés (1770), donde entre otras ideas progresistas, como la libertad de opinión o la separación Iglesia-Estado, se defiende la instrucción popular. Rompía así con la ingenua fe ilustrada en educar al déspota, como defendía Voltaire; abandona el mito del Rey-Filósofo y apuesta por la abolición de los privilegios cortesanos, derivados de reales o fingidos méritos militares, y su sustitución por otros que premiaran el conocimiento y el trabajo, que Diderot acuñaría como “mérito y virtud”. En definitiva, apostaba por la abolición del Ancien Régime y la instauración de una monarquía con representación popular, abolición de la genealogía, de la heráldica y de la cuna y su sustitución por el conocimiento, el trabajo y la honradez.

El Monarca “ilustrado”, que argumentaba tesis muy curiosas al respecto, se creyó capacitado para responder a d´Holbach en un duro Examen (1770) de su obra. En dicho panfleto defendía que la verdad no estaba hecha para el pueblo y que la superstición era un mecanismo apropiado para mantener, por miedo al castigo, su control moral y su respeto al poder y a las instituciones (tesis, por cierto, muy voltairiana, lo que pone de relieve que Diderot, en su crítica al despotismo ilustrado, está ajustando cuentas con la ilustración, o con una corriente de la misma). Decía el déspota: “Durante mi convalecencia, el primer libro que me ha caído en las manos es el Essai sur les préjugés. He notado sentimientos repulsivos hacia el autor que pretende que, siendo la verdad algo hecho para el hombre, es necesario decírsela en todo momento. Igualmente, en tanto que el autor dice injurias a los reyes, a los generales, a los poetas, sus ideas no han podido identificarse con las mías… Esta obra es muy maliciosa y muy indecente. Se diría que el autor, como un perro rabioso, ataca a todo el mundo…”.

Diderot explota en un texto, Pages contre un tyran (1770), cuya irritación sólo es comprensible si a su rechazo radical de las ideas monstruosa que allí se defienden se añade su rabia ante la figura de un déspota que oculta su rostro tras la máscara de la filosofía; no critica sólo al autor de las ideas, sino al farsante que disfraza su despotismo de paternalismo tras la máscara ilustrada. Es tan radical Diderot en este texto, que parece una revuelta contra sí mismo, tal vez inconsciente voluntad de expiación de su anterior actitud condescendiente con el monarca a pesar de sus sospechas de que ocultaba un déspota hipócrita; parece, incluso, una rebelión trágica contra una ilusión irrenunciable, por carecer de alternativa, la puesta en crisis de la esperanza en un monarca que creara un estado. Sea como fuere, el paso resultará irreversible; Diderot ha de asumir para siempre que, haya o no otra vía de reforma, no se puede confiar en el déspota “ilustrado” que exige la obediencia y lealtad ciega y justifica la censura: “¿Qué entendéis por respetar la forma de gobierno en el que se vive? ¿Qué es necesario someterse a las leyes de la sociedad de la que se es miembro? De acuerdo.¿O acaso es vuestra intención que aun siendo malas tales leyes se haya de guardar silencio? Esa será quizás vuestra opinión; ahora bien, ¿cómo podrá el legislador tomar conocimiento del vicio de su administración, de las fallas de sus leyes, si nadie tiene el valor de alzar la voz? Y si por azar una de las leyes execrables de esa sociedad decretase la pena de muerte contra quien se atreva a atacar las leyes, ¿será necesario doblarse bajo el yugo de tal ley? ¡Eh!, dejadnos al menos emborronar papel” [17]. No se puede confiar en el déspota ilustrado que consiente y promueve el fanatismo que lo consolida en el trono: “Es la superstición del pueblo la que encadena al monarca al trono; es el cura quien alimenta la superstición del pueblo; conclusión: hay que respetar y sostener al cura. Un razonador tal, con toda seguridad no es ni soberano ni filósofo” [18].

En su creciente radicalización Diderot llegará a borrar las diferencias entre déspotas buenos y malos, paternalistas y bárbaros; al fin, viene a pensar, lo que cuentan son sus efectos políticos, no la sensibilidad de su alma, oculta en su irremediable privacidad. Dice: “Entre el despotismo y la monarquía pura sólo veo diferencias formales. El déspota hace todo lo que quiere, sin mediación formal; el monarca está sometido a formas que él se salta cuando quiere y que, cuando las respeta, sólo suspenden sus deseos pero sin por ello cambiarlos” [19].

Así inicia Diderot un camino sin retorno; ocasiones para reafirmarse en él no le faltan. El 21-1-1771 tuvo lugar el golpe de Estado de Maupeou, que absolutiza el absolutismo: disuelve el Parlamento de París, las cortes de justicia… Los ilustrados se inquietan. Diderot escribe a la princesa Daschkov: “Llegamos a una crisis que terminará en la esclavitud o en la libertad”. El filósofo renuncia a la esperanza en el poder y, al hacerlo, toma consciencia de su debilidad: en una carta a Wilkes se lamenta de que la razón no tiene fuerzas, calla, se esconde; las elites ilustradas no están por la labor cuando el déspota enseña sus garras. Y si busca otra fuerza material, la del pueblo, como dice en la misma carta a Wilkes, en éste sólo ve que resiste, que se entrega, que sufre en silencio. El horizonte no deja espacios para la esperanza, si bien Diderot los busca en su imaginación. En ese momento, ante el pesimismo de la razón, echa mano del optimismo de la voluntad para poder prever una revolución violenta; que aún no se hace anunciar, que no llega.

En los fragmentos para Raynal (incluidos previamente en la Correspondance de Grimm) encontramos bien expresado este momento de conciencia, esta nueva mirada hacia el pueblo como sujeto histórico indeterminado aún ausente. Así al menos puede prescindir de los déspotas, condenarlos a todos, en todas sus figuras, arbitrarias o paternalistas. Y esta condena de todo poder político personal, incluso a los que hacen algún bien, se hace en nombre de una nueva figura del poder, la de las leyes y los derechos: “Los sujetos que se congregan y juzgan a un mal soberano no merecen de ningún modo ese odioso nombre (el de parricida); tampoco lo merecerían por juzgar a un buen soberano que hubiese hecho el bien en contra de la voluntad general. Éste sería sancionable por la única razón de que habría extralimitado sus derechos; sería criminal para esa sociedad, tanto ante el presente como ante el porvenir; pues si es ilustrado y justo, su sucesor, sin heredar su razón y su virtud, heredará solamente su autoridad de la que serán víctimas los pueblos”

Esta idea expresa un paso irreversible en el discurso de Diderot: los monarcas han de someterse a las leyes y, si no lo hacen, los súbditos tienen derecho a la rebelión, a hacer justicia. Y eso al margen de que los príncipes sean o no honrados, que sean o no ilustrados, pues lo que se juzgan son los hechos. En sus Observaciones sobre el Nakaz exige de forma rotunda que el monarca jure la constitución: “El soberano que rehúsa jurar, de antemano se declara déspota y tirano” [20]. Y, además, exige con la misma fuerza que esté sometido igualmente a las leyes. Comentando la “Instrucción” de Catalina II, cita: “La igualdad de los ciudadanos consiste en estar todos sometidos a las mismas leyes (Instrucción, art. 34), y comenta: “Sería preciso decir igualmente. Tal parágrafo entraña la abolición de todos los privilegios adscritos a la nobleza, al estamento eclesiástico, a la magistratura. Pero, pregunto, “¿qué precauciones se tomarán para que ciudadanos desiguales en poder, en fuerza, en medios de toda especie, sean iguales ante el tribunal de las leyes?” [21]


4.4. (La emperatriz ilustrada). Federico, el protector de los ilustrados franceses, es un tirano. ¿Todo monarca es un tirano? ¿Todo monarca ilustrado es un tirano hipócrita? Diderot a estas alturas de su- vida así lo piensa, pero, a riesgo de ser contradictorio, se resiste a confesarlo y se coge con fuerza a la esperanza de la excepción: la zarina. Ya no queda ningún otro referente en Europa; es su última esperanza, pero ya como mera excepción. Ciertamente, resulta ingenuo leer la propaganda que hace en París de la emperatriz rusa, la última esperanza de los filósofos; muchos estudiosos han valorado que ponía su pluma a sueldo. No es fácil entender que, dada su decepción ante el déspota ilustrado, se esforzara en salvar a la Emperatriz de la sospecha. ¿Por qué mantener una excepción? Sobre todo porque al leer los escritos elogiosos se aprecia en ellos la sospecha, se nos revela que ya sabe el “límite ilustrado” de la zarina.

Con Catalina II había mantenido una estrecha relación. Había sido una protectora generosa en momentos difíciles, y Diderot era agradecido. Pero no creo que, aparte de las concesiones a la cortesía, al buen gusto, al tono, atribuibles al agradecimiento y al respeto puedan encontrarse en su textos rusos (Entretiens, Observations…) contenidos que permitan pensar que Diderot es un mercenario, un adulador, un filósofo cortesano, que dice a la Emperatriz lo que ésta quiere escuchar, que legitime con retórica su política, que engalane sus intereses. Sus propuestas para la reforma de Rusia, para convertirla en un país civilizado, a veces ingenuas, a veces sorprendentes, tienen cierta coherencia y sentido. No es que haya olvidado su experiencia, su definitiva sospecha del despotismo ilustrado; pero puede darse a sí mismo un respiro en esa deriva hacia el pesimismo, puede entregarse a la “ficción” de que el cambio de escenario (de la vieja Francia a la nueva Rusia) permite replantear la reflexión sobre el despotismo, aunque se sospeche, o tenga la certeza, de que el final es el mismo. Como si tuviera que recorrer todos los caminos, a la experiencia europea debía añadir la experiencia rusa, abriendo de nuevo la posibilidad del proyecto ilustrado en un país joven, que puede transformarse por no tener acumulado vicios de origen, por no estar agobiado por la historia, un país enorme, rústico y primitivo.

Creo que conviene plantearlo así. De hecho no fue un viaje esperanzado, como el de Platón a Siracusa; se resistió a viajar, y sólo la cortesía y el agradecimiento le obligaron a realizar el viaje. Por otro lado, expresiones retóricas aparte, la lectura global de los textos permite apreciar la carencia de entusiasmo, como si sospechara que todas aquellas conversaciones con la emperatriz no conducían a ninguna parte, como si ya supiera la conclusión de que o la filosofía se doblega al poder, se vuelve su cómplice, o se vuelve estéril. En todo caso, sus conversaciones, como su correspondencia, con la zarina son de gran franqueza; Diderot puede hablar claro, la rusa soporta más que Federico. Diderot guarda las formas, pero sus propuestas son altamente provocadoras, dando consejos como éste: “Hay un excelente medio de prevenir las revueltas de los siervos…, que consiste en que no haya siervos” [22]

La confianza en el trato permite expresiones que, aunque el contexto argumentativo maquilla, no dejan de sorprendernos ante un déspota: “La emperatriz de Rusia es ciertamente déspota. ¿Cuál es su intención, preservar el despotismo y transmitirlo a sus sucesores o renunciar a él? [23]

Todo ello nos lleva a pensar que nuestro filósofo, aunque haga concesiones de cortesía, no ha vendido su alma. Diderot ya no mantiene al déspota ligado a su proyecto reformador; ya sabía que la emperatriz a la hora de la verdad sería fiel a su condición de déspota; pero, en todo caso, su compromiso político le empuja a seguir intentándolo. Como en todo filósofo que no ve en el acceso a la luz el final del recorrido, sino que incluye en su misión el regresar a la caverna, ha de hacer valer el optimismo de la voluntad aunque sea en un recorrido pintado de pesimismo.

Porque el pesimismo se deja ver; basta consultar sus comentarios al Nakaz. Éste era un proyecto de transformación constitucional de la monarquía rusa, de 1767, que al menos expresa la aparente buena voluntad de la zarina ilustrada. Unas reformas llenas de ideas de Montesquieu y Beccaria, es decir, con aparente contenido ilustrado. Diderot somete la Instrucción a una crítica, artículo por artículo, ahora sin rabia ni ira, pero no por ello menos contundente que la hecha a Federico. Nuestro filósofo piensa, seguramente, que es el final del último resto de la vieja esperanza. Basta leer su conclusión, donde conserva las formas, reconoce el esfuerzo, pero no oculta la decepción: “Veo en la Instrucción de S.M.I. un proyecto de código excelente, pero ni una sola palabra sobre el medio de asegurar la estabilidad del código. Veo el nombre del déspota abdiqué, pero la cosa conservada, el despotismo llamado monarquía. No veo ninguna disposición proyectada para la liberación de los cuerpos de la nación; pero sin independencia o sin libertad, no hay propiedad; sin propiedad, no hay agricultura; sin agricultura, ninguna fuerza, ninguna grandeza, ninguna opulencia, ninguna prosperidad” [24].

O sea, ve las “buenas intenciones”, e incluso las ventajas de aquel código cuando el mismo es interpretado y ejecutado con benevolencia y sensibilidad ética; pero a estas alturas del tiempo Diderot sabe que eso no vale, que una buena constitución no es aquella que permite a un monarca ilustrado tratar con equidad a los súbditos, sino aquella que impide que un monarca arbitrario y despótico pueda despojarlos de sus derechos. Por eso en las Observations sur la Nakaz dice cosas como: “No hay otro verdadero soberano que la nación; no puede haber más legislador verdadero que el pueblo; que un pueblo se someta de buen grado a las leyes que le son impuestas raramente ocurrirá; las amará, las respetará, las obedecerá, las defenderá como cosa propia sólo cuando él mismo sea su autor” [25] E incluso llega a decir: “La primera línea de un código bien redactado debe incluir al soberano y debe comenzar así: Vos pueblo y nos soberano de ese pueblo juramos conjuntamente estas leyes por las que seremos igualmente juzgados; y si ocurre que nos, soberano, las cambiáramos o las infringiéramos como enemigo de nuestro pueblo, es justo que se le desligue a éste del juramento de fidelidad, que nos persiga, que nos deponga y aún que nos condene a muerte, si el caso lo exige; y es ésta la primea ley de nuestro código”.

Un buen código es un pacto que obliga al monarca y al pueblo; y Diderot no lo encuentra en el texto del Nakaz. La zarina no dejaba bien ligada la posteridad, al no exigir que cada monarca jure lealtad al pueblo y a la constitución. A Diderot no le sirve una constitución que dependa de la interpretación del Monarca, que deje en manos de éste el bien y el mal. Más aún, aunque estuviera garantizada la bondad del monarca, el hecho de mantener alejado al pueblo del poder es ya el mayor de los peligros: un pueblo que no participa en el poder es un pueblo que simplemente obedece, y un pueblo que obedece se condena a la sumisión, pierde el sentido de la libertad, tan difícil de lograr.

Si con Federico II había roto con el déspota tirano o, para ser más preciso, con el déspota pseudo-ilustrado, que esconde su voluntad arbitraria tras la máscara de la ilustración, que simula respeto y subordinación a la verdad y a la virtud, ahora precisamente ante Catalina II visibiliza el último paso, su ruptura con la figura del déspota ilustrado. Una ruptura radical, pues no se trata sólo de concluir –que también- que todos los déspotas son falsamente ilustrados, que enmascaran su intrínseca reverencia absoluta al poder, sino de afirmar que el déspota benevolente, el “rey-filósofo”, es una figura del mal, idea que cabalga sobre el supuesto empírico de que la costumbre de obedecer, aunque se trate de obediencia al hombre virtuoso, borra el sentimiento de libertad y disuelve la voluntad de emancipación. Identificado el mal político con la obediencia, haciendo abstracción de fines, motivos y resultados de ésta, haciendo abstracción incluso de los dispositivos de la misma, provenga de la opresión o de la seducción, el déspota arbitrario y el ilustrado quedan igualados en sus efectos políticos, en tanto que niegan la constitución del hombre libre, que piensa y decide por sí mismo. Diderot puede decir, totalmente convencido: “Todo gobierno arbitrario es malo; y ni siquiera cabe exceptuar el gobierno arbitrario de un amo bueno, firme, justo e ilustrado. Dicho amo habitúa a respetar y a amar a un amo, sea cual fuere. Priva a la nación del derecho a deliberar, de querer o no querer, de oponerse, de oponerse incluso al bien. En una sociedad de hombres, considero el derecho a oponerse un derecho natural, inalienable y sagrado” [26].

El recorrido filosófico político ha sido largo, pero aún falta una vuelta de tuerca más para cerrar el círculo y devenir discurso irreverente y subversivo; falta un nuevo giro de tuerca para enunciar que es peor para los hombres y los pueblos el déspota ilustrado, benévolo y paternalista, que el déspota arbitrario y malvado; que es más peligrosa la obediencia conseguida por seducción que la conseguida por miedo, pues, si bien ambas minan el sentimiento de libertad del alma humana, la primera lo consigue de forma más eficiente.

Diderot da ese paso, y lo reconoce insistentemente, casi en todas las obras de este momento de su vida, y casi con las mismas palabras, que repite obsesivamente. Así, en su Réfutation de l´Homme (1974), de Helvétius. Éste recaudador real de impuestos, a quien Diderot gusta con malevolencia recordar su oficio, defiende en su libro la tópica idea ilustrada de que no hay otra alternativa política más razonable y justa que la apuesta por un gobierno “arbitraire” (es decir, despótico), siempre que se ejerza de forma razonable, con principios de justicia y por un monarca virtuoso. Diderot, que ya ha salido de la ilusión, contesta sin concesiones: “El gobierno arbitrario de un príncipe justo y esclarecido es siempre malo. Sus virtudes son las más peligrosas y las más seguras de seducción. Acostumbran a un pueblo a amar, a respetar, a servir al sucesor, sea quien sea, malvado o estúpido. Quita al pueblo el derecho a deliberar, a querer o no querer, a oponerse a su voluntad incluso cuando ordena el bien” [27].

No se puede ir más lejos en la sospecha del poder; no se puede radicalizar más el discurso crítico; no se puede ser más lúcido: la dominación más eficiente no es la del cuerpo, sino la del alma [28]. No se puede defender de forma más absoluta la libertad de pensar y decidir, incluso para decidir el mal, siempre más soportable que la sumisión del pensamiento y de la voluntad a otro, aunque sea sabio y justo. Diderot es aquí más philosophe que nunca, advirtiéndonos de la complicidad del discurso ilustrado con el poder, al poner como bellos fines últimos el bienestar, la virtud o la paz al precio del silencio del pensamiento; ocultando que el máximo bien político es el ciudadano, es decir, el hombre que piensa, participa y decide, pues ese es el hombre emancipado de todos los amos, paternalistas o crueles, buenos o malos. Cuando llama a defender el derecho a decidir, a oponerse no ya al tirano sino al salvador, al amo travestido en padre, lo hace en nombre del individuo-sujeto, que no se deja reducir al rebaño, cuya voluntad resiste la tentadora promesa de ser conducido a las grandes praderas. Si se renuncia a esa libertad de pensar, a ese derecho a elegir el bien o el mal, nos dice, “se cae en un sueño muy dulce, pero un sueño de muerte, durante el cual el sentimiento patriótico se apaga, donde se deviene extranjero en el gobierno del Estado” [29].

Nos recuerda a Kant, cuando describía la paz perpetua como el silencio del cementerio. Renunciar al derecho a oponerse al poder es tanto como renunciar a uno mismo. Sin el derecho a la rebelión –insisto, incluso a la rebelión contra el salvador, Dios o el Rey bueno- todo está perdido. El déspota bueno, seductor, que nos domina con el discurso, que tras fijar la topografía de la virtud y el vicio nos ayuda a vivir en la virtud y alejarnos del vicio, que tras definir nuestras necesidades nos ayuda a satisfacerlas, que tras construir el mal nos ayuda a mitigar su dolor, que no sólo es amo de nuestras ideas sino de nuestros deseos, ese es el poder más perverso. Tanto, repite una y otra vez, que ni siquiera lo resistirían los ingleses, cuya monarquía es para muchos el paradigma de la libertad política: “Suponed a los ingleses tres Elisabeth seguidas y serán los últimos esclavos de Europa” [30].

En la Conversaciones con Catherine II, además de proponer la abolición de privilegios de nacimiento, el favor real, el clero, y defender la igualdad ante la ley y el impuesto, libertad de expresión, de comercio, abolición de cofradías y corporaciones…, Diderot irá más lejos: defenderá una representación nacional en el Parlamento y dirá, defendiendo la “igualdad de oportunidades o de méritos”, que el derecho a resistir al monarca, a oponerse, es irrenunciable: “Todo gobierno arbitrario es malo; no exceptúo el gobierno arbitrario de un buen amo, firme justo e ilustrado. En una sociedad de hombres, el derecho de oposición me parece un derecho natural y sagrado”.

Y en las Observaciones sobre el Nakaz dirá, en esta misma línea de denuncia del gobierno paternalista que ahoga el ansia de libertad cívica, connatural al ciudadano: “Quien puede conducirnos al bien, puede conducirnos también al mal. Un primer déspota justo, recto y esclarecido es una plaga; un segundo déspota justo, recto y esclarecido es una plaga más grande aún; un tercero parecido a los dos anteriores, al hacer olvidar al pueblo su privilegio, consumaría su esclavitud" [31].

Son muchos los textos de esta época donde vuelve una y otra vez sobre el tema del peligro del paternalismo, sobre la enfermedad antihumana de la obediencia voluntaria, como si sintiera la necesidad de subrayar este punto y final [32]. Y, claro está, en la misma medida en que deja el lastre de su fe en el príncipe se va abriendo entre la niebla una nueva figura de la esperanza, construida en torno a la hegemonía de las leyes y a la participación del pueblo. El proyecto ilustrado se ha revelado un fiasco; confiar la ilustración del género humano y la instauración de la sociedad justa, sin privilegios, respetuosa de los derechos, guiada por el criterio del mérito y la virtud, regida por las leyes…, es un sueño. Aunque no se vea su posibilidad, aunque sólo sea para soñarlo, hay que cambiar de escenario de representación, hay que mirar en otra dirección, tal vez hacia donde no se quería mirar; hay que incorporar nuevas imágenes, resignificar el contexto; hay que fingir otra estrategia, aunque se presente incierta y llena de peligros. Y en ese universo, con contornos borrosos, cada vez tiene más presencia, como actor y como destino, como sujeto y como fin, la figura del pueblo, con su derecho al pacto e incluso a la insurrección.


4.5. (El populacho y el pueblo). Entre 1770 y 1774 se ha cerrado el horizonte de esperanza. Catalina se desvanece como ilusión emancipadora y Diderot asume sin excepción que el despotismo ilustrado no es una vía política adecuada para realizar el programa de las luces. Es el momento de depositar las esperanzas en el pueblo, que hasta ahora se ha defendido como sujeto pasivo, como objeto de la acción política, pero rechazado como agente de la misma debido a prejuicios morales y estéticos, que ocultaban otros fantasmas. Una carta a Wilkes de 14 de noviembre de 1771 recoge una metáfora que Diderot usará en distintos textos de este periodo, y que visualiza el giro político que comentamos: la de Medea. Contesta a la pregunta de qué se necesita para devolver el vigor a una nación que lo ha perdido, y responde: “Como Medea devolvió la juventud a su padre, despedazándolo y haciéndolo hervir” [33].

Esta metáfora de la revolución no es usada accidentalmente. En la Histoire des deux Indes se defiende la legitimidad del derecho a la insurrección, cuando se dice de ella que es: “el ejercicio legítimo de un derecho inalienable y natural del hombre oprimido, incluso del hombre no oprimido” [34].

Este discurso, situado en el Antiguo Régimen y en los círculos ilustrados, resultaba ciertamente provocador. El populacho de ayer, ignorante, grosero, promiscuo y fanático, que en el discurso ilustrado apenas era acreedor de caridad y beneficencia, ahora es invocado como instancia de regeneración política. Se trata de un cambio en el concepto y en el juicio de gran envergadura, que se daría con muchas cautelas. Los resabios anti-populacho permanecen y se manifiestan en dudas. Hay textos de Diderot de esta época donde apreciamos muchas cautelas; así, sobre la revolución, que ve con buenos ojos en países lejanos, pero no tanto referidas a Europa. Le resulta difícil poner la esperanza en un pueblo desilustrado, que pasa en un abrir de ojos de la esclavitud a la anarquía, que clama fácilmente por la libertad sin saber qué significa, sin saber ejercerla y defenderla; habla de la masa (l’homme-peuple) como pérdida de lo humano, ciega y peligrosa. No obstante, el pueblo y la revolución se van incorporando al nuevo imaginario que ha de ocupar el puesto del despotismo ilustrado. Ya es significativo que se plantee abierta y directamente el problema de la revolución, de su posibilidad, de su conveniencia, aunque sea para desvelar sus luces y sombras: “¿Es preciso sacrificar al azar de una revolución el bienestar de la generación presente por el bienestar de la generación futura?”

Los ilustrados oscilan entre, por un lado, su secreto deseo de revolución, vista como proceso regenerador, como instauración del derecho (deseo que se expresa en sus comentarios respecto a que el pueblo no reacciona, no se rebela, se deja engañar, tiende a la sumisión…); y, por otro, su miedo al desorden, al caos, a la arbitrariedad que conlleva (la insurrección de un pueblo sin “cabeza”, de una voluntad ciega, es una aventura a no se sabe donde). Una filosofía tan amante del concepto no podía pensar el desorden; desde la lógica jurídica no puede justificarse la revolución y, lo que es peor, de ella no se deriva nada, o sea, puede proceder todo. Para un ilustrado es difícil legitimar la revolución, aunque secretamente se la añore. Recordemos el caso de Kant. El conflicto de las Facultades (1794), último texto de Kant publicado en vida, es un texto de autodefensa tras haber caído en desgracia ante el nuevo gobierno de Federico-Guillermo II; un texto tras la experiencia del despotismo. El 14 de junio de 1792 la censura había prohibido la segunda parte de La religión dentro de los límites de la propia razón [35]. Pues bien, incluso en este contexto en que siente en sus carnes la censura y la resistencia del poder a servir de vía de emancipación de los hombres, el discreto pensador de Königsberg plantea sus reivindicaciones profesando abiertamente la necesidad del respeto al derecho y al monarca. Dirá que es lícito a la filosofía elaborar teorías de la libertad y hacer uso de esa libertad, pero que ha de hacerse ante todo “dirigiéndose al público letrado y al monarca, para su esclarecimiento, y no al pueblo, para incitarlo a la rebelión”. Y en otro momento, hablando del tipo de reforma que se necesita y que es posible conforme al derecho, dirá: “ciertamente es agradable elaborar mentalmente constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente desde el punto de vista del derecho); pero es presuntuoso proponerlas y culpable sublevar con ellas al pueblo para abolir las constituciones existentes”.

Kant rechaza incansable las rupturas revolucionarias y las movilizaciones populares, por ser contrarias a la razón, por suponer un punto de indeterminación absoluta (de libertad, dirían otros) en que se cierra un orden y se abre otro incontrolado y con destino u orientación desconocidos. En su Metafísica de las costumbres había dicho: “La empresa revolucionaria es en rigor absolutamente injustificable jurídicamente, puesto que el momento de creación de una legalidad nueva supone la liquidación de la antigua, por tanto, un momento de vacío legal, de discontinuidad radical en la esfera del derecho” [36].

Y ese momento encierra el riesgo de regreso al mal absoluto, al estado de naturaleza hobbesiano [37]. Aunque, por otro lado, ese momento también hace posible el acontecimiento del derecho y de la libertad, nos dice en el Proyecto de Paz perpetua: “La sabiduría política considera como su deber, en el estado actual de cosas, realizar reformas conformes al ideal del derecho público y, en cuanto a las revoluciones, utilizarlas, si la naturaleza las ha producido espontáneamente, no sólo para paliar una opresión aún más fuerte, sino como un grito de la naturaleza (Ruf der Natur) para establecer gracias a una reforma fundamental una constitucional legal fundada sobre los principios de libertad como siendo la única duradera”

Kant no concebía una rebelión social jurídicamente legítima; la veía posible, como rebelión contra el derecho, como “grito de la naturaleza”, como irrupción de la violencia en la historia, en definitiva, contra derecho [38]. La pensaba como un mal, a veces inevitable, pero nunca justificable; la revolución era el camino malo, elegido por la historia, cuando la vía de la razón se estanca y obstina en cerrar el paso al reino del derecho. La veía como un proceso que puede comprenderse (como hecho natural), e incluso desearse (como salto adelante en la historia, en cuento abre la posibilidad del reino del derecho y de la libertad), pero siempre será exterior a la razón y al derecho, siempre será ajena a la ética: “Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento”.

Y estas dudas de Kant son las mismas que dominan el universo de la ilustración parisina. D´Holbach, un filósofo en ciertos aspectos provocador y revolucionario, tiene esta visión del poder político: "No vemos sobre la superficie del globo más que soberanos injustos, incapaces, reblandecidos por el lujo, corrompidos por la lisonja, depravados por la licencia y la impunidad, desprovistos de talento, de costumbres y de virtudes..." [39]. No obstante, ante el tema de la revolución toma distancias: "Las naciones deben soportar con magnanimidad las penas que no pueden obviar sin volverse más miserables. El perfeccionamiento de la política no puede ser más que el fruto lento de la experiencia de los siglos; ella madurará poco a poco las instituciones de los hombres, los volverá más sabios y con ello más felices" [40].

Y Condorcet, de posición política nada sospechosa, confía el progreso y la emancipación al conocimiento y la política: "sólo la fuerza irresistible de la verdad universalmente reconocida, sin estas crisis, sin estas agitaciones, que no hacen sino sustituir unos abusos por otros abusos y fatigar una generación que dejará a las generaciones siguientes otros desórdenes que combatir y otros males que destruir..." [41].

En ese contexto, a pesar de ciertas ambigüedades y de constante inseguridad, la posición política de Diderot se cuenta entre las más radicales, llegando a plantear la necesidad y la conveniencia de la revolución, cosa sólo explicable por su terrible decepción ante el déspota. Si todo lo que podía dar de sí la Emperatriz amiga del filósofo, la última figura del déspota ilustrado, era el Nakaz, sólo quedaba el pueblo, esa muchedumbre fanática y manejable en la que nunca había creído. A pesar de las dudas, era necesario pensar su posibilidad y definir el papel del filósofo en tal proceso; había que pensar la posibilidad misma de la rebelión; pueblos acostumbrados a la obediencia, a la sumisión debida a la violencia o la seducción, con almas entregadas a la servidumbre voluntaria, son presas fáciles de cualquier déspota. Aquí la tarea del filósofo es la de generar conciencia de sí. Marx decía al respecto que añadir a opresión la vergüenza de la conciencia de soportarla; Diderot dirá algo parecido, en claves metafísicas: “Si yo tuviera algo que pedir al cielo contra un soberano opresor de los pueblos, le diría: hazlo bromista, haz que mientras nos aplasta se siga burlando de nosotros. El hombre puede soportar el mal, pero no podría soportar el mal y el desprecio juntos. Tarde o temprano una ironía amarga es contestada con un puñetazo, y con un puñetazo mortal, pues se sabe que el (puñetazo) que solamente hiere sale de la mano de un estúpido y no produce ningún efecto”.

Vemos, pues, al ilustrado lúcido en busca de un nuevo sujeto histórico en quien confiar la transformación social. Mientras tanto, mientras ese pueblo despierta y llega la revolución (o mientras llega un rey milagroso, que nada se descarta a priori), el filósofo cumple como profeta con su misión de preparar el camino: “El filósofo esclarece a los hombres sobre sus derechos inalienables. Tempera el fanatismo religioso, Dice a los pueblos que ellos son los más fuertes y que, si van al matadero, es porque se dejan llevar. Prepara las revoluciones, que siempre llegan en el extremo del infortunio, para que tengan consecuencias que compensen la sangre derramada” [42].

En cierto modo dar cabida al horizonte de la alternativa violenta es asumir el fracaso de la Ilustración, de su confianza en la filosofía y la política como medios de emancipación… Pero ha llegado ahí arrastrado por la vida y por su filosofía siempre elaborada al ritmo de la experiencia, hasta ver en la misma la única posibilidad de regeneración. Recordemos la metáfora de Medea con que iniciábamos este apartado, metáfora que usa repetidas veces en estos años: “Me preguntaron un día cómo se devolvía el vigor a una nación que lo ha perdido. Respondía: como Medea devolvía la juventud a su padre, descuartizándolo y poniéndolo a hervir” [43]. Hasta cierto punto, describir la revolución con metáforas es una manera de eludirla, una manera de no afrontar su rostro oscuro, cosa ésta insoportable para un ilustrado. Aunque Diderot, como Kant, la contempla como posible, incluso la desea, no puede cargarla en sus categorías teóricas y sus imperativos prácticos: una revolución es la antiilustración. No obstante, en los últimos textos diderotianos aparece cargada de moralidad. En su última obra, el Essai sur les règnes de Claude et de Néron, pregunta con la voz de “Séneca” si tiene el esclavo derecho de vida y muerte sobre su amo, a lo que responde con la voz de “Diderot”: “¿Quién lo dudaría? Ojalá que todos esos desventurados despojados, vendidos, comprados, revendidos y condenados al papel de bestias de carga estén un día tan fuertemente convencidos de ello como yo”.

Ya lo había dicho antes, al afirmar ante Catalina que el ajusticiamiento de un soberano, justo o injusto, que había gobernado contra la voluntad de los súbditos, no era un “parricidio”, que los autores no deberían ser condenados. Un delito contra la “voluntad general” es motivo justificado y legítimo de rebelión. El amo de los esclavos, pues, merece la muerte. Y Diderot espera que los esclavos un día asuman su condición y ejerzan los derechos que la ley de la naturaleza les da y la ley de los hombres les quita.

Poca o mucha, con más o menos recelo, la pérdida de la fe en el déspota hace brotar la confianza pesimista en el pueblo. No es fácil pensar la posibilidad misma de conseguir que los oprimidos se alcen e impongan su poder; pero no hay otra salida que defenderla. En los Fragmentos para la Historia de las dos Indias, de Raynal, encontramos bellas muestras de este entusiasmo forzoso. El 25 de mayo de 1781 el Parlamento condenó el libro, porque “tiende a sublevar a los pueblos”. El déspota tenía motivos para inquietarse, pues el libro es un desafío a su figura, una llamada desesperada a rebelarse en nombre de la vida: “Diría gustoso a los soberanos: si queréis que vuestras leyes sean observadas, haced que ellas nunca contraríen a la naturaleza. Diría a los sacerdotes: que vuestra moral no se oponga a los placeres inocentes. Tronad, amenazadnos tanto como os plazca; abrid cárceles a nuestros ojos, abrid los infiernos bajo nuestros pasos; no ahogaréis en mí el deseo de ser feliz. Querer ser feliz es el primer artículo de un código anterior a toda legislación, a todos sistema religioso”

Diderot parece agarrarse a la rebelión como último refugio que dé sentido al proyecto ilustrado, como única esperanza, aunque no le agrade su música y no la vea posible: “No, no; es preciso que tarde o temprano se haga justicia. Si no se consigue de otro modo, me dirigiré al populacho. Le diré: Pueblo, cuyos clamores han hecho temblar tantas veces a tus amos, ¿qué esperas?, ¿para qué momento reservas tus antorchas y las piedras que adoquinan las calles? Arráncalas,… Finalmente los ciudadanos honestos, si es que queda alguno, se levantarán”.

Qué bella manera de aparecer la sombra del pesimismo en ese tímido “Si es que queda alguno”. Tras repetir la imagen de Medea, para apoyar que “una nación sólo se regenera en un baño de sangre”, nos dice con la tristeza de reconocer que la filosofía puede poco, y debe ceder la bandera de la regeneración política nada menos a que a los pueblos, a las revoluciones: “Cuando una nación ha caído, no pertenece a un solo hombre levantarla. Parece que esa es la labor de una larga serie de revoluciones. El hombre de genio pasa demasiado rápido y no deja nada a la posteridad”.

La revolución es tarea de otros. Pero Diderot, sólo philosophe, no milita en una filosofía de la historia que, al modo hegeliano, a través de océanos de sangre prometa la reconciliación final; ni cuenta con una concepción económica de la sociedad que, al modo marxiano, permita pensar el surgimiento de un nuevo sujeto histórico, de un pueblo organizado destinado a instaurar la justicia y la paz. No tenía en sus manos estos instrumentos de esperanza; y si los vislumbró los descartó en consecuencia, pues nada hay menos filosófico que buscarse consuelos.


Conclusión.

En septiembre de 1774 escribe a Catalina: “Tenemos una vieja nación para rejuvenecer. Nuestra tarea es tal vez imposible”. Lo imposible, hemos de precisar, es construir una sociedad ilustrada, una sociedad justa; pero esa imposibilidad no hace imposible la lucha contra el despotismo y la irracionalidad.

Y así llegamos a donde queríamos llegar: Diderot, intelectual radical y sinceramente comprometido con el pensamiento (y, ya se sabe, el pensamiento digno de sí está hecho para negar la realidad), a pesar del pesimismo acumulado en su vida no podía desertar. La deserción política de la filosofía es posible, sin duda, en el fenómeno; pero no es posible su justificación. No es posible en el concepto del filósofo. El compromiso político, cuando ha sido auténtico, consciente, lúcido, filosófico, siempre deja cenizas calientes prontas a reavivarse, liberadas de las contingencias que lo silenciaron. Como diría Foucault, siempre nos queda la resistencia. Invenciones como la del “Fin de la Historia” en el fondo persiguen la impunidad, silenciando el “Juicio de la Historia”, de la “posteridad” que preocupaba a Diderot, y que en su idea es para el filósofo ateo lo que el “Juicio Final” para el cristiano. Diderot, y esta es una lección que legó al pasado, perdida la ilusión cumplió con la filosofía hasta el final, resistiendo sin entusiasmo, luchando sin esperanzas. Tal vez sea éste el destino del hombre ilustrado: luchar por lo infinito tras declararlo humano y tras declararse finito. “Pasión inútil”, que diría Sartre.

Atisbó el reino de los derechos y de las leyes, vislumbró entre la niebla la posibilidad de la esperanza a través de un pueblo capaz de autogobernarse. Pero un hombre, aunque lúcido, de su tiempo, un hombre al fin del Antiguo Régimen, difícilmente podía comprender la posibilidad y la bondad de la democracia. Otros tras él estaban destinados a pensarla y creer en ella, a renovar la doble ilusión, la doble fe en la filosofía y la política como armas de emancipación; y otros, a su vez, volverían al círculo de la desilusión y la deserción. Hasta hoy, en que bien podríamos preguntarnos, ¿en qué lugar de esa deriva nos encontramos?


J.M.Bermudo (2013)




[1] Ver Paul Vernière, "Introduction" a D. Diderot, Œuvres politiques. París, Garnier, 1963, XL.

[2] En cierta manera la pequeña-burguesía es la burguesía naciente, la burguesía antes de llegar al poder, antes de ser clase dominante; cuando es una clase reivindicativa, igualitaria, porque ve en la igualdad su ascenso, su provecho. En el poder, dueña de la propiedad, la igualdad se le vuelve amenaza. Claro, las clases no son homogéneas, y sociológicamente buena parte de la burguesía seguir sin conseguir sus deseos incluso en pleno dominio burgués, de ahí su tendencia a radicalizarse.

[3] J. M. Bermudo, “Diderot, la filosofía insatisfecha”, en J. M. Bermudo (ed.), Los filósofos y sus filosofías. Barcelona, Viçens Vives, 1982.

[4] A. Badiou, “Contre la philosophie politique”, en Abrégé de métapolitique. París, Seuil, 1998, 19 ss

[5] Ibid., 19.

[6] Ibid., 25.

[7] En OC, III, 248.

[8] J. M. Bermudo, Diderot, Barcelona, Barcanova, 1981, 37-8.

[9] En el artículo “Encyclopédie”, comentando la difusión de la obra por toda Europa, la grandeza de Francia como educadora del mundo, se pregunta con irónica retórica si no sería preferible mantener a los otros pueblos en la ignorancia en vez de comunicarles los conocimientos, las artes, las habilidades técnicas; si no sería más útil para Francia, el lugar de ilustrar al extranjero, arrojar sobre él las tinieblas y sumir el mundo en la barbarie “a fin de dominarlo con mayor facilidad y seguridad” (Encyclopédie, V, 647). Este argumento, de mentes estrechas, extendido entre algunos sectores del Ancien Régime, es ridiculizado por un Diderot que en coherencia con el universalismo ilustrado asume la tarea de ilustrar al género humano. Sobre la difusión europea de l’Encyclopédie ver el artículo de Arsenio Ginzo, “Diderot y la Europa ilustrada”, en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 2003, 20 (107-143).

[10] Ver J. M. Bermudo, "Introducción" a D. Diderot, Historia de la Filosofía de l'Encyclopédie, 2 Vols. Barcelona, Editorial Horsori, 1987.

[11] Diderot, Oeuvres politiques. París, Garnier, 1966, 262 (Ed. de P. Vernière)

[12] Oeuvres, 591.

[13] Correspondance, A-T, XVIII, 1876, 99. Ver el interesante artículo de Marc Buffat, “Diderot, Falconet et l’amour de la posterité”, en Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédie, 43 (2008).

[14] Ref. Ph. Blom, 358.

[15] Ibid., 359

[16] Cf., Paul Garnier, Op. cit., XXIV.

[17] EP, 40.

[18] EP, 42.

[19] Observaciones sobre el Nakaz, en EP, 195.

[20] EP, 184-5.

[21] Ibid., 205-6.

[22] Ibid., 183.

[23] Ibid., 184.

[24] Observaciones sobre el Nekaz, en EP, 300.

[25] ON, en EP, 184.

[26] Conversaciones… en EP, 127.

[27] Réfutation d´Helvétius, en A-T, Œuvres, II, 381.

[28] Diderot llega a decir que el gobierno paternalista es un delito: “Un déspota, aún si fuere el mejor de los hombres, gobernando según su capricho comete un delito. Es un buen pastor que reduce a sus súbditos a la condición de animales. Al hacerles olvidar el sentimiento de libertad –sentimiento tan difícil de recobrar una vez perdido- les procura una felicidad de diez años que pagarán con veinte siglos de miseria” (Conversaciones…, en EP, 128).

[29] Réfutation…, ed. Cit., 382

[30] Ibid., 382.

[31] Diderot, OC, AT, III, 265.

[32] “Tres déspotas excelentes habituarían a la nación a una obediencia ciega; bajo sus reinados sus pueblos olvidarían sus derechos inalienables; caerían en una seguridad y una apatía funestas; dejarían de experimentar esa alarma continua, necesaria para conservar la libertad. Ese poder absoluto que, en manos de un buen amo, procuraba tanto bien, el último de estos amos buenos lo transmitiría a uno malvado, y se lo transmitiría consolidado por el tiempo y el uso; y todo estaría perdido. Le decía a la Emperatriz que si Inglaterra hubiera tenido tres soberanos buenos seguidos, como Isabel, Inglaterra estaría sojuzgada por siglos; a lo que ella me respondió: seguro”(ON en EP, 194).

[33] Correspondencia de Wilkes en el British Museum, 30.877, fol. 88 (Ref. Paul Vernière, Op, cit, XXXII). La misma metáfora en la Refutation d’Helvétius y en la Histoire des deux Indes.

[34] Histoire des deux Indes. Genève, 1780, IV, 393; la misma idea en la Réfutation d’Helvétius. A-T, II, 276.

[35] Aunque en 1793 logrará publicarla completa aprovechando las fracturas del poder.

[36] Kant, Metafísica de las costumbres, §52.

[37] Ibid., §59. Ver también Sobre el tópico: esto puede ser correcto en la teoría pero no vale en la práctica.

[38] Ver al respecto Metafísica de las costumbres, §§ 49-52; Proyecto de Paz Perpetua y El conflicto de las facultades.

[39] D´Holbach, Système de la Nature, Londres, 1775, vol. I, 316.

[40] D´Holbach, Politique naturelle ou discours sur les vrais principes du gouvernement. Londres, 1744, 2 vols., I, 83.

[41] Condorcet, Essais sur les Assemblées provinciales (En OC, T-XIV, Paris, 1804)

[42] Conversaciones…, 234 ss.

[43] Carta a Wilkes de 14-11-1771.