LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE AYER Y DE HOY:
DE LA VOLUNTAD CRÍTICA A LA PASIÓN NORMATIVA





1. De la crítica a la norma.

Creo que uno de los rasgos relevante de la filosofía política de nuestros tiempos es el de su visible desplazamiento de su forma crítica. Desde la década de los setenta del pasado siglo se ha ido restableciendo en ella la voluntad de verdad, maltratada en la época crítica precedente, de la mano de una insoportable voluntad de creer que ha restaurado la pereza y la ingenuidad filosóficas que creíamos perdidas para siempre. Estamos, pues, ante una época de restauración de la fe, en la cual la fe en el nihilismo sólo es una de sus más exquisitas figuras.

La historia, al menos en el campo del pensamiento, parece avanzar compulsivamente. Hay momentos realmente históricos, caracterizados no tanto por unos hechos relevantes, siempre subjetivos y de valor manipulable, cuanto porque en ellos se escriben algunas páginas decisivas para el decurso inmediato de la historia; momentos de ruptura, con frecuencia contingentes e impredecibles, en los que se quiebra el rumbo necesario y aparece un nuevo insólito horizonte de posibilidades. Son escasos momentos en que la subjetividad revela su poder, en que se decide el futuro inmediato, único futuro posible de decidir, en que se dibuja el contorno de alguno de los impredecibles meandros de la vida social. En esos momentos privilegiados de apertura creativa (Rorty diría de creación de una nueva metáfora) se clausura el marco de posibilidades del rumbo de tediosos períodos inertes, en los que la crítica había cedido el mando a la analítica, las metáforas a los conceptos (de nuevo Rorty: los poetas y forjadores de estado se retiran ante la entrada de los técnicos especialistas en la repetición), y la incerteza de la libertad de lo indeterminado a la seguridad que emana del orden y la norma consolidados. Voltaire, burlándose de Leibniz, en su Filosofía de la Historia (1765) contraponía a la optimista visión del progreso del pensador alemán su propia idea de la historia como sucesión espontánea de periodos de luces y sombras, los primeros escasos y breves, que así quedan sepultados y casi invisibles a la memoria, referentes inermes ante los prolongados y anodinos tiempos de oscuridad y de barbarie, de dominio de la identidad enmascarada en mil metamorfosis de lo mismo. En esos periodos sombríos de la repetición, refractarios al cambio, donde los verdaderos vencedores, sobrevivientes, recogen las cosechas sembradas por los otros indigentes, se recupera la fe perdida en el inhóspito tiempo creativo de la crítica y la revolución, renace la fe marginada en el trabajo de la negatividad del pensamiento. Son esos –éstos– tiempos de clausura y consolidación, en que toca ordenar y disciplinar el espíritu y el cuerpo, recuperar de nuevo el discurso del bien y del mal, dictar las virtudes y normalizar las conciencias; son tiempos de reconciliación con la positividad, aunque sea en su forma idealizada, única figura soportable de la realidad para el pensamiento, única estrategia de simulación que cubre exitosa la vergüenza de la rendición. Parece como si a los momentos de libertad y de duda, donde florece la crítica y la acción política e intelectual creadoras, les sucedieran inevitablemente los tiempos de la determinación y el orden; del ocaso de los ídolos se pasa sin solución de continuidad al culto a lo real existente y a lo irreal posible. Y en esa representación voltairiana del caprichoso devenir de la historia la conciencia filosófica, aireada por las olas, ve alternativamente insinuarse y esconderse la luz en los horizontes; ondeada entre la esperanza y la resignación, perpetúa su inevitable simulacro de rector de una historia en la que en realidad juega un papel de mero conserje.

Pues bien, conforme a esta ontología de la historia parece que la década de los setenta fue el cierre de uno de esos momentos de luz y libertad, el tiempo de la derrota de una batalla que clausuró nuestro presente. Y debo insistir: nuestro presente, no el futuro, siempre abierto, siempre cerrado, indecible, que no nos pertenece; nuestro presente, ayer nuestro futuro, ése del que se ha dicho, con lucidez, que no es lo que era. En esa batalla la filosofía crítica (de Sartre a Horkheimer, de Adorno a Foucault), poderosa en las décadas anteriores, será derrotada a manos de la nueva filosofía práctica (de Rawls a Levinas, de Habermas a Rorty). Toda aquella herencia crítica, derivada de los llamados maestros de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud), que había acabado con el ingenuo optimismo epistemológico positivista, último refugio regio de la voluntad de verdad, y que nos había ayudado a salir no sólo del “sueño dogmático”, al fin cosa de filósofos, sino de la adolescencia filosófica…; toda aquella herencia crítica, digo, ha sido arrojada por el desbarrancadero a su cementerio, a las cunetas yermas de una imprevisible historia que parece encontrarse más cómoda bajo la hegemonía del poder de la fe que arrastrando en si seno la agitación de la incerteza.

Una fe laica y progresista, sin hábitos ni liturgias, pero al fin fe, ha hecho acto de presencia y ejerce despótica su hegemonía sobre las conciencias, dominando la cultura (y ya se sabe, la cultura es la única mediación humana de la conciencia con lo universal). Una fe triunfante, bien adaptada a los tiempos, intrínsecamente contemporánea, que ha aparecido en la más soportable y odiosa de sus figuras, la más poderosa e implacable, la más atractiva e invencible: la que exhibe ostentosa su distancia respecto a lo sagrado, la que se muestra como genuina y espontáneamente humana, como simple libre “voluntad de creer”; o sea, una fe liviana y tolerante, paternalista y condescendiente, perfectamente adaptada a la sobrevivencia en una sociedad capitalista que ha hecho con la fe lo que con las culturas: destruir su esencia y recrearlas en realistas simulacros; es decir, destruirlas en su existencia real y conservarlas y venerarlas en su existencia imaginaria en los museos; quitarles la vida y revivir sus fantasmas. Una fe sin santidad, sin jerarquía, fe enaltecida al presentarse sólo como fe en este mundo, fe en lo humano como nuevo divino sobre la tierra; fe en una sociedad humanitarista, pues el humanismo, excesivamente racional y exigente, ha perdido valor de cambio en un mercado de medidas individualistas; fe en una sociedad tolerante, pues la justicia requiere excesiva energía y no es razonable una moral que muestre la finitud del alma humana y genere conciencia desgraciada; una fe en la vida pacífica y ecológica, de fácil venta, propuestas imaginativas para fascinar a un espíritu devenido pasivo flujo de imágenes; fe incluso en un capitalismo ético, tan ético que sus templos financieros exigen manifiestos rituales de inmolación de la miserable “riqueza colectiva” para contentar a sus dioses; fe en cualquier cosa, incluso en una sociedad liberal multicultural, donde el universalismo se redefine como pluralismo y las determinaciones ontológicas como elecciones de supermercado. Una fe, en definitiva, vaciada de valor de uso y recargada con valor de cambio, insinuando tras su disfraz el terrible poder de dominio del capitalismo, que ya no respeta lo otro de lo que se nutre. Una fe así, con sangre de simulacro, cuenta con todos los números de la fortuna, con todos los certificados de triunfo.

En esta época de la fe renovada, de la fe ritornata, que diría Vico, la filosofía superviviente ha mutado de crítica a práctica, de negativa (de lo real) a constructiva (de lo ideal); y dentro de esta línea de pensamiento reconciliador-reconciliado ha optado por el encantamiento de figuras propositivas y normativa. Tal vez, como señalaba Kant, estamos condenados a ser arrastrados por la voluntad de legislar; pero hasta en la tarea legisladora hay momentos constituyentes (muchos de los cuales bien guardados en la memoria de los pueblos) y largos periodos de penosa y perversa gestión de lo constituido; si se prefiere, fugaces momentos reales de libertad política, de revolución, decíamos ayer, y periodos de control y determinación de la vida social, de conservación del establishment, que también decíamos ayer. La filosofía de nuestro tiempo ha roto su alianza con la función constituyente y se ha aliado con la gestión del edificio, definiendo espacios normativos que dignifiquen y mantengan el conjunto. La filosofía de nuestros días parece alejarse al máximo de la tarea negativa intrínseca al pensamiento libre, tanto que al asumir una función práctica, constructiva, ni siquiera privilegia el momento del diseño del mundo ideal, sino que apuesta más por tareas de mantenimiento, sacrificando retórica y orgullosamente, como quien da un gran salto hacia delante, los “grandes relatos” en nombre de la “ingeniería social”.

Aunque, pensándolo bien, tal vez no podía ser de otra manera. La derrota de la filosofía crítica enraizaba en la propia crítica de ésta –obsesiva, suicida, irreverente- a la Ilustración. Los filósofos de la crítica (o de la crisis) no sospecharon que, al desvelar cómo la Ilustración, esencial y originariamente antimítica, devenía ella mismo mito, escupían al cielo; al sacar a la luz de la superficie (¡siempre luz exterior, de lo otro!) que su voluntad de emancipación estaba contagiada, si no era mera máscara de ella, de voluntad de dominio, la crítica de la crítica se condenaba a dar origen a una “crítica de la crítica crítica”, como en otro contexto desvelaba Marx: la crítica absoluta, sin referente, sin punto de apoyo, sin compromiso, sin fin determinado, hecha desde el “entendimiento divino” o desde el “ojo de Dios”, o sea, hecha desde la nada, abonaba el camino del amor a la nada, que humanamente se expresa en indiferencia axiológica hacia las cosas. Rorty podía adorar la filosofía de Foucault (mientras odiaba su política) y la política de Habermas (al tiempo que menospreciaba su filosofía). La filosofía del francés aportaba belleza, vigor trágico, autenticidad existencial, pureza crítica. Bastaba aprovechar su “inconsistencia existencial”, que diría Hinticka, consumar su destino asumiendo que la reconstrucción radical nos retrotraía al origen, a la legitimación de los dos monstruos que la filosofía tuvo que vencer para abrir un espacio para su discurso: el eros y el nomos, el deseo y el sentido común. Y hoy el deseo y el sentido común elocuentemente imponen el modelo de vida liberal como factum que no necesita fundamentación una vez la fundamentación ha sido desvelada como retórica. Círculo cerrado: la crítica a la Ilustración deviene ilustrada, ya lo era en su origen, no pudo saltar sobre su sombra; y se hunde con el hundimiento de su presa.

Podíamos decir, cara a pensar la inevitabilidad de ese suicidio de la filosofía crítica como medio del inevitable retorno histórico de la fe en el devenir de la vida social, que llevaba en su seno la negación de sí misma. Jugando de lejos con el vocabulario heideggeriano, podríamos decir que criticaban el ser (de la modernidad) dando palos a algunas de sus formas de aparición, a algunos de sus entes. Como si el ser tuviera que aparecer en grandes astros (Kant, Hegel), olvidaban que, caprichoso, gusta de ocultarse a la mirada y se burla apareciendo en metamorfosis efímeras. Si hubieran mirado a Diderot o a Hume tal vez la batalla por la fe hubiera tenido otro desenlace. ¿Quién sabe?

Lo cierto es que Hume, en un áureo pasaje de su Treatise, nos da unas claves para interpretar esta historia (de la filosofía) como escenificación de una maldita lucha condenada a la ficción trágica: “Hay un primer momento, nos dice, en que la razón parece estar en posesión del trono: prescribe leyes e impone máximas con absoluto poder y autoridad. Por tanto, sus enemigos se ven obligados a ampararse bajo su protección, utilizando argumentos racionales para probar precisamente la falacia y necedad de la razón, con lo que en cierto modo consiguen un privilegio real firmado y sellado por la propia razón. Este privilegio posee al principio una autoridad proporcional a la autoridad presente e inmediata de la razón, de donde se ha derivado. Pero como se supone que contradice a la razón, hace disminuir gradualmente la fuerza del poder rector de ésta, y al mismo tiempo su propia fuerza, hasta que al final ambos se quedan en nada, en virtud de esa disminución regular y precisa. La razón escéptica y la dogmática son de la misma clase, aunque contrarias en sus operaciones y tendencias, de modo que cuando la última es poderosa se encuentra con un enemigo de igual fuerza en la primera; y lo mismo que sus fuerzas son en el primer momento iguales, continúan siéndolo mientras cualquiera de ellas subsista: ninguna pierde fuerza alguna en la contienda que no vuelva a tomar de su antagonista" [1]. No podía ser de otra manera, pues no se trata de dos facultades, sino de dos usos de la misma facultad: una espada manejada alternativamente con la izquierda y la derecha, o sucesivamente por dos contendientes (¿de izquierda y de derecha?) que se conceden oportunidades o se dan descanso recíproco. Las razones para dudar y las razones para creer dependen de la fuerza de la razón, del acero de la espada: por tanto, sus desequilibrios sólo son existenciales, y así garantizan la eternidad del conflicto. Esta es la lúcida advertencia del pensador escocés: la batalla es inacabable en el tiempo e inevitablemente infinita en sus figuras. La filosofía no va a ninguna parte, no avanza hacia ninguna parte; simplemente, escenifica el duelo interno de la razón [2]. Nietzsche sólo ve en la larga tradición metafísica, de la que al fin se sale con su nuevo discurso; pero Heidegger incluye a Nietzsche en la tradición metafísica, otorgándose a sí mismo a exterioridad. Vattimo se venga del vengador, y hace justicia con la hybris del alemán. Y Vattimo…, dejémoslo aquí. ¿Para qué seguir ilustrando lo que resulta obvio: que el eterno retorno es la ficticia manera de pensar lo infinito?

La imposibilidad de un final definitivo determina que no se consiga una evidencia desde la que construir el conocimiento absoluto y, al mismo tiempo, que no se consigan argumentos convincentes para el escepticismo, para renunciar a todo conocimiento. De esta forma se garantiza la eterna marcha del pensamiento, condenado a seguir escenificando su lucha. De forma definitiva, la luz encierra las sombras, el orden lleva en su seno el desorden, la certeza se deja acompañar por la sospecha. No obstante, la indeterminación de la victoria final no convierte en incertidumbre cada uno de los momentos, tal que el hombre se incapacitara para la conducta razonable. El filósofo escocés tiene un remedio contra la tentación de recaída en la melancolía: bajo la incerteza de la lucha, nos advierte, la naturaleza se encarga de decantar la balanza, siempre con carácter provisional, para dar consistencia a la acción: "Hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de todos los argumentos escépticos, evitando así que tengan un influjo considerable sobre el entendimiento (...)" [3]. Y también agradecerle que las del dogmatismo y la fe, frecuentes vencedores, no son victoria definitivas, aunque en su obstinación lo parezca.

Y esta es la situación que debemos asumir: una filosofía que ha cuestionado su legitimidad para destituir el orden y el desorden, que encuentra igualmente legítimo por no fundado cualquier orden o su ausencia. Con otras palabras, el reto actual parece ser el de vivir sin fundamentos, que las filosofías “post” cultivan. En el orden político esto se traduce en la eufórica propuesta del pluralismo, interpretado como coexistencia de las diferencias, y que apenas enmascara el frío reconocimiento en la indiferencia. El pluralismo es leído por algunas miradas como orden de órdenes; otras lo codifican como desorden ordenado. En cualquier caso, es una manera, la última, de pensar la libertad. En rigor, una manera no filosófica de pensar la libertad. El precio pagado ha sido la deserción política de la filosofía, retirada del espacio público; es decir, una política sin filosofía, sin verdad. Aunque la filosofía fuera en rigor el precio a pagar por la libertad política, por la democracia, habría muchas y buenas razones para pensar que tal precio fuera excesivo; pero nos tememos que no sea así, pues al mismo tiempo que se silencia el dogmatismo filosófico, intransigente e intolerante, se silencia en el mismo acto la crítica filosófica, la rebelión contra toda exterioridad, que parece inseparable de la libertad. Nos tememos que el ostracismo filosófico sea estéril, que la crítica a la filosofía en nombre de la libertad y de los derechos sea una perversa falsificación de éstos.


2. Marcas de la derrota.

Como vengo diciendo, la batalla se pierde en los setenta, en que la filosofía crítica sucumbe ante la ofensiva de la filosofía práctica en diversos frentes. Las marcas de este giro a la fe aparecen en todos los debates relevantes de la filosofía de nuestro tiempo, que bajo sus variopintas apariciones hacen transparente el objetivo principal del nuevo discurso: invisibilizar el conflicto. No es extravagante que así sea: la fe en la posibilidad de un mundo reconciliado pasa por imponer una ontología en la que el conflicto es accidental y contingente, mera anomalía o error corregible con buena voluntad y buen método, sobre todo, con voluntad de consenso y con incansable diálogo. Sólo invisibilizando ontológicamente el conflicto y silenciándolo políticamente, es posible la fe en una sociedad armónica, pacificada; sólo así la fijación de las normas, que previenen las anomalías y las corrigen, pasan a ser el objetivo indiscutible de una filosofía práctica generadora del bien social. Esa invisibilización ontológica y ese silenciamiento político del conflicto aparecen en todos los debates sociales de nuestra época. Como ilustración de los mismos elegiremos dos, el que se ha dado, y se sigue dando, sobre la justicia, y el más reciente sobre la ciudadanía, que acotaremos a la particularidad de la ciudadanía republicana, empeñada en instaurar la virtud en el hombre y en el orden político.


2.1.(La justicia). Tal vez el más relevante de estos debates, primero en el tiempo, fue el abierto en torno a la sociedad justa, donde la filosofía se aboca al desbarrancadero del normativismo. Una vez más la filosofía olvida que sólo es una forma de la conciencia social y, por ello, sometida a las determinaciones y vaivenes de la sociedad; una vez más se aliena en el atractivo simulacro de sentirse sujeto pensante que, desde el ojo de Dios, dicta y propone normas y juicios; o sea, una vez más cae en la alienación, en la huída idealista, en su eterna secreta vocación demiúrgica. Pero incluso así, en su forma enajenada, hunde sus raíces en el presente que se obstina en ocultar. Y, cumpliendo la “ley de Hume”, persiste en los márgenes su tarea crítica, desmitificadora de la fe, orientada al desvelamiento del amo oculto al cual por encima de todo se sirve.

Aunque resulte insoportable para el desdivinizado y ególatra intelectual de nuestro tiempo, la filosofía contemporánea nace y vive en el capitalismo; sea como apología de la positividad, sea como crítica de la misma, hunde sus raíces en la sociedad capitalista, carece de esencia y de historia propias, se constituye en su relación dialéctica, tipo amo-siervo, con la realidad social que la alimenta. Desde esta toma de posición, conviene recordar que el estado capitalista burgués se presentó en la escena filosófica con el ideal de los derechos del hombre y del ciudadano, auténtica filosofía del estado burgués, como dijera Marx. Por eso el debate filosófico político por excelencia en el capitalismo ha sido y seguirá siendo el de los derechos. Ese debate directo en torno a los derechos, que se prorrogará en el tiempo en la medida en que éstos (que también en su seno encierra el conflicto) son a la vez defensa política del débil y forma político jurídica de dominación, en ocasiones cede el protagonismo a debates indirectos sobre los mismos. Tras las dos guerras mundiales y la barbarie fascista y nazi, era difícil seguir confiando en el orden liberal democrático, incapaz no ya de defender su ideal, los derechos de los individuos, sino de respetarlos. La “sociedad justa” exigía más, nuevos derechos, sin duda, pero también más igualdad y garantías de paz. ¿Qué otra cosa reclama Ernst Bloch en Derecho natural y dignidad humana, sino esta síntesis imposible?

En esos tiempos de postguerra el marxismo arraiga en el espacio intelectual académico y pone al descubierto las sombras de la sociedad capitalista. Y en esos momentos, cuando más lo necesitaba, y contra los recalcitrantes neoliberales que seguían con su vieja letanía de defensa a ultranza de los derechos de los individuos frente a la justicia (me refiero a los extravagantes “libertarianos”. aferrados a su fe, como ejemplifican los Nozick, los Friedman, los Rothbard [4]), irrumpe uno de los más fecundos debates filosófico políticos de la segunda mitad del siglo XX sobre la sociedad justa. Se inicia propiamente en los años setenta, con Una teoría de la justicia (1971), la afortunada obra de J. Rawls. Es un tanto enigmático que una obra de tan bajo perfil filosófico y político haya tenido tan enorme impacto, pero en nuestra sociedad capitalista las cosas ocurren así, enigmáticamente, ocultando la realidad y arrastrándonos a vivir en el simulacro. Basta una ojeada al libro publicado sólo un par de décadas más tarde por Philippe van Parijs, ¿Qué es la sociedad justa? (1991), que cataloga y resume decena de propuestas de “sociedad justa”, para comprobar que el mundo filosófico quedaba ordenado, clasificado y jerarquizado por la posición relativa de cada autor ante la propuesta normativa de Rawls, en una desbocada carrera por definir la verdadera justicia, por decir cómo los seres humanos deben vivir y actuar. La abundancia de teorías de la sociedad justa no impidió que la crítica mostrara los límites del debate: ya no se trataba de repartir justamente los bienes sociales en un estado, sino plantear otras cuestiones: justicia internacional, justicia como reconocimiento de las minorías, de las mujeres, problemas de identidad nacional y cultural… La vida buena no se reducía a la vida justa; o la justicia ya no podía reducirse a la redistribución de los bienes. Cualquier orden justo lo es (lo simula) en la medida en que logra silenciar lo que excluye, lo que deja fuera, lo que niega; y aunque en momentos de debilidad, la “razón crítica” ha ideo horadando esa fe e introduciendo lo que el orden normativo de la justicia no puede asimilar: esas “diferencias” que, por no ser de simple elección, reversibles, contingentes, y por arraigar en la ontología del ser social, no se dejan reducir sin violencia a la “paz perpetua”.

En todo caso, ya es un tópico inamovible que la ofensiva de la filosofía práctica comienza con la publicación de la obra de J. Rawls, Una teoría de la justicia. Creo que estarán de acuerdo conmigo –sea cual fuera su juicio sobre este texto- que Rawls se ha convertido en un referente obligado de la filosofía política de nuestro tiempo. Y que se ha ganado ese puesto precisamente por esta obra, sin duda de menor calidad de otras como el Liberalismo político, más coherente aunque de más diluido perfil filosófico. Respetaré –no me queda otro remedio- cualquier valoración diferente que pueda hacerse de sus méritos, pero a mi entender es un texto pesado, reiterativo, desordenado, de escasa y trivial conceptualización filosófica. Y, sobre todo, es un texto de vuelo raso, que no pasa de ofrecernos como razonables y elegibles unos principios de justicia culturalmente triviales y que filosóficamente habrían de ser sospechosos. Su argumento latente es de una vulgaridad asombrosa. Nos viene a decir que en nuestro contexto liberal-democrático, y dado que la política no puede responder a una metafísica, a una filosofía, para cumplir con la exigencia del pluralismo, no cabe otro criterio de fundamentación que la voluntad de los individuos, o sea, la elección. Esta exquisitez liberal enseguida es acompañada por una argumentación personal que podríamos sintetizar así: “yo ofrezco un paquete de principios de justicia, para que compitan con otros, como las marcas en el supermercado, para conseguir mayor demanda, mayor “audiencia”; no puedo otorgar un certificado de validez absoluto, pero confío en mi producto y en mi intuición, que se rige por las ventas”. Claro, la filosofía no puede organizar un referéndum para verificarse, pero Rawls está convencido de que sus principios serán los más elegidos, lo capta en el ambiente del “pluralismo razonable” (y los no-razonables por definición deben ser excluidos). Se trata de un paquete de principios de justicia extendido por todo el mercado de nuestras sociedades democráticas (y las otras, exteriores al mercado, no interesan). Y tiene bastante razón; no toda, pero sí bastante, pues su elección de los principios está guiada por la técnica de marketing más consolidada: adecuar la demanda a la sensibilidad y los deseos actuales. Rawls se limita a proponer como “principios de justicia” los que de facto son dominantes en nuestra tradición cultural, es decir, en las democracias capitalistas occidentales; e incluso legitima la técnica de adecuación entre oferta y demanda en su inefable propuesta de “equilibrio reflexivo”. Reconoce con la humildad del poderoso que para otras culturas tal vez no sirvan, que en ellas tal vez se necesiten otros, que no pretende universalidad. Hume estaría encantado de oírle, pues el escocés consideraba que tan odioso es hacer política con un discurso filosófico (inevitablemente dogmático en tanto que leal a los unos principios) como filosofía con un discurso político (inevitablemente sometido a lo correcto y a la voluntad de pacto y conciliación). Pero Hume era un lúcido gran conservador, y sabía lo que quería; y comprendía que no todos quisieran lo mismo.

Del paquete rawlsiano de principios de la justicia –por cierto, asombrosamente disminuido- el más original y al que debe buena parte de su atractivo es el llamado “principio de la diferencia”. Este principio aporta a la propuesta, además de la originalidad del nombre, y el mayor contenido ético, el mayor corazón, el mayor atractivo moral que su competidor netamente liberal, el pack de Pareto. Éste, genuinamente liberal, consideraba aceptable cualquier desigualdad que se genere sin “perjudicar a los demás” (envidia excluida); Rawls, más humano, más “social liberal”, estrecha el límite y exige como criterio de legitimación suficiente de una política o de la acción individual que de su aplicación salgan beneficiados los más desfavorecidos. Por tanto, un mensaje más humano, más sensible a la desigualdad.

Pero, ¿es realmente esa diferencia filosóficamente relevante? ¿Justifica realmente tan simple y trivial propuesta de sociedad benevolente y humanitaria la sacralización de su autor como uno de los grandes clásicos de la filosofía política? ¿Realmente vale la pena seguir haciendo tesis de doctorado sobre la “posición original”, el “velo de la ignorancia”, el “equilibrio reflexivo”, la “razón pública” o el “overlapping consensus”? Creo que si seguimos leyéndolo, redescribiéndolo y “reconstruyéndolo” es por un mérito que procede del exterior de su discurso. Este mérito radica en que, tras décadas en las que ningún pensador honesto relevante se atrevía a legitimar el orden capitalista, un orden que había reinventado nuevas y sofisticadas formas de barbarie, que montaba su opulencia sobre la destrucción y la marginalidad, y que, del mismo modo que destruía las “otras” culturas, las exteriores, con que entraba en contacto, estaba destruyendo interiormente la cuya propia, disolviendo los vínculos sociales, condenando la existencia humana al desarraigo y la desafección políticos, a la indiferencia ante el dolor y la desigualdad, y al desierto cívico y ético. La obra de Rawls aparecía como un mensaje de esperanza, al traernos el mensaje de que podemos legitimar nuestro orden socio económico y los valores que lo acompañan y sostienen, que lejos de provocarnos mala conciencia debería fortalecer nuestro espíritu de orgullo y pasión. ¿Cómo es posible creer ese mensaje sin cerrar los ojos a la experiencia diaria? De la manera más simple y más tópica (y que, en el fondo, es sólo un modo de cerrar los ojos abriendo los más penetrantes de la filosofía): distinguiendo la esencia y la existencia, la idea y su realización. De este el modo, eliminado el mal de la esencia, queda como imperfección contingente en la existencia, como meramente fenoménico y transitorio. Orgullosos de nuestra esencia social, de nuestros valores, de nuestros derechos; tanto más orgulloso cuento esos valores que configuran nuestro orden (ideal) sirven para descubrir y criticar las deficiencias del nuestro mundo (real). Estamos en el mejor de los mundos posibles, pues es perfecto de la única manera que es posible la perfección, en la idea, y sirve para detectar la imperfección e impulsar a corregirla allí donde es inevitable su existencia, en la realidad, en las instituciones.

Con esa sutileza ontológica, de la que no es necesario ser consciente (para no cuestionarla en exceso), comienza la gran carrera práctica y afirmativa de la filosofía: la crítica anticapitalista cede terreno a la apología de un sistema económico y político que, en las propuestas normativas idealizadas que la teoría filosófica liberal de la justicia, se presenta como modelo en la idea y deseable o “menos malo” en su existencia. Una teoría de la justicia de Rawls es, antes que nada, una legitimación ideal de nuestras sociedades (y ya se encargaba de dejar claro que sólo le preocupaba la justicia en nuestras sociedades). Justificación “ideal”, que cubre y diluye la realidad, al presentar el mal como contingente y accidental. Lo importante es ahuyentar e invisibilizar la sospecha de que la barbarie pertenece a la esencia del capitalismo. Lo importante es proponer un modelo normativo en que el conflicto, la lucha de clases, las desigualdades insoportables…, sólo aparecen como momentos de disfunción, como anomalías; a partir de ese momento, la crítica, cualquier crítica, no afecta al modelo, sino que se hace en nombre del mismo. Misión cumplida de una filosofía práctica: se reconcilia con la “esencia” de la realidad reduciendo su existencia a mera contingencia. Su tarea se vuelve afirmativa: afirmar las reglas, la forma, el orden, contra sus enemigos. La crítica contra lo otro es, en el fondo, la afirmación ideal de lo existente; la filosofía se pone al servicio del modelo, de la norma, vigilando su cumplimiento como forma de su perfección. Y el debate “crítico” contra Rawls se reduce a corregir las erratas de imprenta, a retocar estéticamente el modelo ideal normativo.


2.2. (La virtud). Otro debate indirecto sobre los derechos, semejante al de la justicia, se abrió apenas unas décadas después, éste en torno a la ciudadanía. La recuperación del texto de Theodor Hunfrey Marshall, Ciudadanía y clases sociales (1949), serviría de referencia para, a partir de él o contra él, construir modelos de ciudadanía para nuestro tiempo. Cada filósofo satisfacía su secreta envidia demiúrgica proponiendo el formato de la vida buena, de la existencia ética, de la ciudadanía de calidad. ¿Quién de nosotros no ha tomado posición al respecto proponiendo cómo debe ser el hombre en sociedad?

Pues bien, dentro de esa necesidad de producir modelos éticos de ciudadanía se incluye, como una subclase, la recuperación de la ciudadanía republicana, que tiene entre sus notorios adalides a autores como Philip Pettit, gracias a su libro, que no merece mejor calificación que el de Rawls, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno (1997) y a M. Viroli; y en nuestros medios académicos a Victoria Camps y Salvador Giner, a Ovejero, a Toni Doménech y Raventós, entre otros muchos. En este resurgimiento del republicanicismo conviven no sin confusiones y contradicciones los modelos republicanos de izquierdas y de derechas, no siempre demarcados de las propuestas liberales y democráticas, o del humanismo cívico, el igualitarismo y el comunitarismo. Propuestas apenas discernibles en el cuerpo a cuerpo, en diálogo de amigos, pero que en la distancia resultan excesiva y sospechosamente indiscernibles como para no verlos como flores estacionales.

A estas alturas de los tiempos me preocupan muy poco los contenidos en juego en esos dos debates, del republicanismo de izquierdas, socio-igualitario, y del de derechas, humanista y liberal; me preocupa lo que comparten, la voluntad normativa que ha inundado nuestro espacio filosófico. Voluntad práctica que, bien sincronizada con la sacralización del criterio político del consenso, ya nos ha mostrado algunos de sus trágicos efectos: como empujar a la cuneta de la historia la filosofía crítica que, prefiriendo la lúcida desesperación a la ignominiosa reconciliación, arraigó en nuestra conciencia precisamente al anochecer, cuando la esperanza en una radical transformación social se perdía por el horizonte; o como borrar del horizonte político el referente de clase, incluso su inquietante sucedáneo en la figura de los bloques, representación que permitía con cierta claridad, aunque a veces de modo insuficiente, distinguir las dos orillas del río, el amigo y el enemigo [5]. A estas alturas de los tiempos deberían estar a la orden del día del discurso filosófico preguntarse si pensar la posibilidad de una sociedad capitalista justa no es una broma; si perseguir una ciudadanía ética en el capitalismo de consumo no es una burla, y, en definitiva, concretándonos en lo que aquí nos interesa, si postular una vida republicana en el capitalismo global no es en el mejor de los casos y con la mayor benevolencia de juicio un ingenuo anacronismo.

No logro pensar la posibilidad de arraigo del republicanismo sin sentimiento patriótico; y nada me parece más obvio que el deterioro del mismo, que la ausencia de patria. Los consumidores, tanto o más que los proletarios, no tienen patria, no pueden tenerla, ni la necesitan. Las “redes sociales”, alternativa identitaria cuyos efectos políticos hoy se nos escapan, no son propiamente inter ni multi, sino genuinamente trans-nacionales. Nuestros estados democráticos en el capitalismo de consumo se han liberado de los límites que ayer constituían su identidad y hoy los ahogan. La idea de patria, de Rousseau a Robespierre síntesis del ideal republicano, hoy sólo parece soportable en el marco teórico nacionalista. Sólo los nacionalistas tienen patria; sólo en el marco nacionalista tiene sentido y culto el patriotismo. Pero ese patriotismo de hoy no es el de ayer; es el patriotismo de la nación, en sentido de identificación prepolítica, de determinación ontológica, pensado y vivido como destino, como manera de ser; poco tiene que ver con el patriotismo del estado-nación, el “patriotismo constitucional” (que propone Habermas consciente de su ausencia, aunque no de su imposibilidad), pensado y vivido como identificación política racional, como elección libre de un proyecto de vida en común. Para los no nacionalistas, el referente de identificación es el estado-nación, es decir, un orden institucional que conforma una forma de vida; y éste ha perdido atractivo. Se ha debilitado la función de patria del estado-nación y, por tanto, la forma de identidad política, racional, esencial al republicanismo. Un republicanismo sin patria es, como el vino sin alcohol o el pan sin colesterol, algo muy propio de nuestro tiempo: simulacro y banalidad.

Si la vida republicana, en sentido sustantivo de vida cívica, virtuosa, patriótica, solidaria, horizonte de sentido de la vida individual, encuentra un mundo refractario que las impide, ¿qué sentido tiene el mensaje republicanista? La respuesta compleja exige abordar diversos registros. Pero, en los límites de este artículo, la perspectiva de respuesta arraiga en el ya anunciado renacimiento de la voluntad normativa, de la filosofía práctica. En el seno de ese éxito de la filosofía práctica normativa, convencida no sólo de que está en posesión de la idea de vida buena, sino que se siente capaz de diseñarla institucionalmente, de editar códigos deontológico y listados de virtudes morales y cívicas, de establecer las metodologías de producción del buen ciudadano…, en su seno ha crecido como una de sus manifestaciones la reelaboración del discurso republicano. El republicanismo es actualmente el discurso filosófico político regeneracionista más potente en los medios académicos y editoriales, disputando la hegemonía académica, ya que de momento no parece disputarles la hegemonía social, a las dos posiciones que dominan en las instituciones, en la realidad política y económica, que son el liberalismo y la socialdemocracia. Su expansión en las últimas décadas, sincronizado con el desprestigio creciente del neoliberalismo cínico y la paternalista socialdemocracia, potenciado por la creciente inquietud que genera el capitalismo de consumo y sus exigencias de globalización, la convierten en una propuesta ideológica relevante, que merece la atención crítica. Ante un mundo que parece perder su sentido y una patria que se desvanece hacia fuera y hacia dentro, resurgen las cálidas imágenes de una comunidad integrada, participativa y humanitaria de individuos libres y virtuosos.

En nuestros días y en nuestros espacios de pensamiento se llama incansablemente a “repolitizar la política”, incluso por los intelectuales “orgánicos” (por respeto a Gramsci) de los partidos que apolillaron la casaca tricolor; hoy, desde el liberalismo o desde la socialdemocracia, se propone como paliativo al mal presente una dieta de moralidad republicana, cual simulacro de recuperación del tiempo perdido. La paradoja de un pueblo, como el nuestro, que se acostó republicano y despertó monárquico, no puede menos que mantener viva la curiosidad; pero, además, si ese pueblo ya despierto de la noche militar no sólo reconoce al rey, sino que lo ama y lo respeta a distancia y por encima de las instituciones y figuras políticas democráticas, si sacraliza a “su” rey, lo adora y lo aclama en rituales públicos a la vieja usanza; y si los intelectuales y políticos de extracción republicana de ese pueblo, soportando los gritos de su oculta conciencia, recurren a discursos legitimistas pragmáticos (papel del rey en el 23F, papel simbólico de estabilización, discreción y campechanía de la familia real, etc.)…; si estas cosas pasan en un país, como ocurre en el nuestro, la curiosidad deviene un insoslayable reto intelectual. Porque, si no somos capaces de pensar estos procesos, si no somos capaces de interpretarlos como exigencias profundas de las formas sociales de producción y de vida, lo viviremos como anécdota, como anomalía, o como aberración, pero siempre como algo accesorio y contingente, negándonos a nosotros mismos el compromiso de pensarlo como una manifestación esencial de nuestro tiempo y, por tanto, como un lugar privilegiado para buscar las claves de comprensión de nuestro presente, que hoy es casi lo único a lo que la filosofía puede aspirar con dignidad.

La contextualización del debate republicanista requiere dos referentes, el propiamente político y el filosófico. Desde el referente político podríamos caracterizarlo, de forma provocativa, como “hijos de la derrota”. Considero que, políticamente, el resurgimiento del ideal republicano en nuestro tiempo es una fuga ilusoria de la conciencia forzada por la derrota de los dos ideales que han gestionado el capitalismo, el liberal (que en sus orígenes era republicano) y el socialdemócrata (que en sus orígenes era comunista). El originario liberalismo, que era en su esencia republicano (surgió contra el despotismo, paternalista o inhumano, de la monarquía), ha devenido neoliberalismo, imagen fea, insoportable para los liberales honestos, quienes horrorizados ante el monstruo huyen en fuga hacia el origen; huida radical, buscando un punto de la historia exento de la semilla del mal neoliberal, un pre-origen pre-liberal que sirva de refugio y de comienzo de una nueva historia de esperanza. Y lo encuentran en los republicanos liberales que teorizaron las revoluciones burguesa, la americana y la francesa.

Por su parte, el originario socialismo y comunismo marxista [6]; mutó de esencia anticapitalista a perversa socialdemocracia, representación de un confuso capitalismo social; y el marxista derrotado, definitivamente cerrada la “puerta staliniana” al socialismo, es también empujado a los orígenes en busca del punto cero desde el que reiniciar la historia, lugar que encuentra en ese momento de la conciencia en que la idea socialista era cosa del pueblo en vez de cosa de la clase obrera; o sea, en los republicanos demócratas que radicalizaron la revolución francesa [7].

Dos figuras de la derrota que vuelven su mirada atrás, al punto cero antes del error, antes de la deriva (de la deriva del liberalismo republicano al neoliberalismo sin alma, de la deriva del republicanismo igualitarista hacia la lucha de clases). ¿Para qué? ¿Para reiniciar el camino y repetir la historia, esta vez sin desviaciones? ¿Para vivir sin culpa, en la inocencia del origen? Como ya decía el joven Marx, el anacronismo expresa siempre impotencia de la conciencia; seguramente lleva la huella de la derrota que oculta.

Cara a lo que aquí pretendo, a saber, mostrar cómo el modelo de ciudadanía que proponen los nuevos republicanistas oculta el conflicto y asume acríticamente la posibilidad de una sociedad reconciliada, virtuosa, cívica y solidaria, dejaré para mejor ocasión el republicanismo de izquierdas y centraré la atención en la línea de neorrepublicanos de ascendencia liberal, formada en gran parte por liberales con corazón, que se sienten decepcionados por la deriva liberal hacia un neoliberalismo sin alma, que ha roto la identidad nacional, fragmentado la comunidad política y diseminado los proyectos de vida en la privacidad. El horror es el rostro neoliberal del liberalismo, tan antisocial, tan antirrepublicano, que los neorrepublicanos reniegan de su origen liberal, reniegan de su nombre y emplean buena parte de su esfuerzo en limpiar todo contagio.

Interpretados como figuras de la derrota, los diversos discursos republicanistas transparente su intrínseco anacronismo; pero no por su inactualidad dejan de estar presente y de tener efectos. Aunque sean interpretados como fugas a lo imaginario, como Marx interpretaba la religión, también como ésta tienen sus efectos en las conciencias y las posiciones de los hombres. Su anacronismo es sólo como proyecto alternativo, pero como forma de conciencia que trata de ganar espacio social es actual, muy actual, y en modo alguno neutral. Para comprenderlo, y desde la idea ya apuntada de invisibilización ontológica un silenciamiento político del conflicto como rasgo esencial y común a las filosofía prácticas de nuestro tiempo, no resulta difícil ver que el discurso republicanista cumple eficientemente esa función.

Y de eso se trata, del aspecto anacrónico de la propuesta de una república virtuosa en unos tiempos en que ya no hay propiamente república ni virtud. No hay república en sentido propio, como mero orden político fundado en la igualdad real de derechos; y mucho menos hay república en sentido ético, de vida o pathos republicano, de identidad colectiva basada en la igualdad profunda (de condiciones, de perspectivas, de horizontes). Y no hay virtud, ni como prácticas éticas ni como mera honestidad. No es extraño que algunos neorrepublicanos digan que sólo persiguen una sociedad decente. Tal vez por eso, porque no hay república ni hay virtud, tenga atractivo el discurso neorrepublicano que las reivindica. Pero su atractivo, su poder de seducción, no es ni filosófica ni políticamente una fuente de legitimación; incluso puede ser lo contrario.

¿Tiene sentido reivindicar la virtud? ¿No equivale a reivindicar el pasado? Bertolt Brecht advertía del peligro que el fuego nos hiciera añorar el humo, que asfixia igual aunque más dulcemente; o a la inversa. Venimos del pasado; venimos del mundo de las virtudes, que vivíamos como cadenas cubiertas de guirnaldas de flores. La historia tuvo que finiquitar ese mundo y sustituirlo por otro que se vivía como liberación. Luego resulta que este otro también ahoga, que también es cruel. ¿Otro salto adelante posiblemente con similares resultados? ¿Regreso al pasado idealizado desde la distancia? ¿O aceptar que no hay lugar adónde ir, ni hacia adelante ni hacia atrás?

Es de sobras conocido que la modernidad se constituyó desplazando una moral de las virtudes por otra del deber. La primera respondía a una especie de existencia en sí de la sociedad, de absoluta sumisión inconsciente a los lares, manes y penates; la idea del bien estaba establecida con precisión y la virtud expresaba la adecuación (sumisión espontánea) del individuo a esa idea. La modernidad irrumpe rompiendo con esa forma de conciencia: la emancipación del individuo era también y fundamentalmente emancipación de su inmersión en el mundo de las virtudes, es decir, escisión, fractura, negación, distanciamiento necesario para la toma de conciencia de sí. La alternativa a la ética de las virtudes fue la moral del deber (y su cara positiva, los derechos). Se trata de la ruptura con la costumbre y su sustitución por el derecho. La idea de una sociedad instituida en un pacto implicaba esa presencia imaginaria de individuos libres y despojados de sus casacas (también de sus costumbres y virtudes, como de su lengua, etnia, religión o genealogía) que libremente establecían un contrato (en la sociedad moderna no valen las costumbres, sino los contratos firmados y validados) que instauraba unos vínculos: unos derechos y unos deberes. Y es comprensible que así fuera, pues la modernidad cuenta como rasgo esencial de su cultura ser la alternativa a la sociedad de las virtudes (y de las costumbres), constituirse como sociedad de los derechos (y los deberes). Por simbolizarlo de modo fácilmente visible: de Hobbes a Kant se deja en la cuneta la moralidad de los antiguos, tejida en virtudes y costumbres, y se instituye la moralidad de los modernos, amasada en derechos y deberes, en leyes y normas. Y si queréis profundizar este tema, pensad a Hume, el gran liberal conservador, como la transición y sus contradicciones.

La nueva sociedad capitalista mercantil es tan refractaria a las costumbres y a las virtudes como afín a los deberes. Kant, la moral kantiana, es el modelo: el individualismo como forma de conciencia capitalista es ajeno a la virtud y subsidiario del deber. Pensar el individuo libre es representarnos al hombre como sujeto de derechos y obligaciones. Eso es tan obvio que no merece la pena insistir. Los afortunados trabajos de Zera Fink [8], J. G. A. Pocop [9] y Q. Skinner [10] , los historiadores pioneros de este revival republicanista, han contribuido a ilustrar ese corte, ese cambio social; y el mismo McIntyre [11] desde su comunitarismo católico ha apostado fuerte por el mundo de las virtudes, viendo en el salto al mundo del deber el origen del mal humano y social [12] .

¿Por qué, entonces, el neorepublicanismo contemporáneo reinventa el ideal de la república de ciudadanos virtuosos? Creo que es una buena pregunta, especialmente si tenemos en cuenta que la república moderna, la república liberal, expresaba a la perfección ese cambio de paradigma ético político a su forma jurídica. Fue una república fundada en el derecho (por tanto, en el juego de derechos y deberes), y si el discurso moral mantuvo algún tiempo el vocabulario de las virtudes fue un efecto de inercia, decreciente, y metamorfoseado: el ciudadano “virtuoso” era ahora el que cumplía escrupulosamente con su deber, un deber prescrito explícitamente por las leyes positivas pero también por la voz de la propia conciencia, que en el silencio de las pasiones siempre hablaba como voz de la “voluntad general” o de la “razón práctica”, como subrayaban Rousseau y Kant. ¿Por qué, pues, esta anacrónica reivindicación? Pero, sobre todo, ¿por qué esta reivindicación del discurso de las virtudes, que el capitalismo mercantil expulsó de la historia, imponiendo el reino del deber como su propia alma, precisamente sin cuestionar en modo alguno la sociedad capitalista? ¿Tendrá algo que ver con el momento presente, con el capitalismo de consumo y su puesta en crisis de la moral del deber, sustituida por una moral sin deber, indolora, humanitarista, como dice Lipovetsky [13]? O es simple anacronismo, simple refugio ideal –que, como todos los mitos, buscan aval en el pasado, en el origen- ante la deriva de una sociedad que expulsó la virtud y fagocitó el deber? Son preguntas que debemos hacernos, e intentar contestarlas.

Creo que si hay un rasgo peculiar y común a la mayoría de las corrientes que comparten el republicanismo contemporáneo el mismo va ligado a la idea del ciudadano como “hombre virtuoso”. La producción y defensa de la virtud parece ser el fin último de la sociedad republicana, el que da sentido y legitimidad a la vida en común. En lugar de poner el acento en la felicidad, el bienestar, la independencia, el progreso, (sin que se opongan a ello) fijan el hombre virtuoso como objetivo de la comunidad. Las virtudes a las que se alude parecen ser muchas, diría que todas la que el sentido común aprueba. Javier Peña [14] se ha tomado la molestia de extraerlas de su dispersión en los textos de W.A. Galston y S. Macedo [15], y en una lista inacabada recoge entre otras las siguientes: Iniciativa, Perseverancia, Prudencia, Diligencia, Reflexión autocrítica, Disposición a experimentar lo nuevo, Autocontrol, Independencia de juicio, Discernimiento, Moderación, Autodisciplina..... Como puede apreciarse, se trata de echar al carro de la compra una selección imaginativa de productos (consejos) de consumo. Claro, el resultado es que uno no sabe qué tipo de virtudes son éstas, si son morales o estratégicas, si son virtudes éticas o capacidades-habilidades técnicas para triunfar en la vida. Y lo que en modo alguno se ve es su “republicaneidad”.

Como si el mismo Javier Peña se encontrara insatisfecho de esta anodina amalgama de bondades, se atreve a ofrecernos su selección, que si bien tiene más criterio adolece de la misma enfermedad, a saber, atribuir “virtudes” comunes a una forma específica de conciencia o de ser, la republicana: Disposición al diálogo, Justificación pública de las propias posiciones, Acatamiento de la ley, Respeto de los derechos, Imparcialidad, Civilidad... Bueno está, estas cosas no hacen mal a nadie, pero es difícil aceptar que son peculiares e intransferibles del almacén republicano.

La verdad es que si se trata de identificar una posición política, como el republicanismo, esta lista no es eficiente; son virtudes extraídas de nuestra cultura, donde lo liberal, lo cristiano, lo humanista, aparece indisolublemente emulsionado con lo republicano. Una identificación del republicanismo, si es eso lo que se pretende, ha de ser mucho más potente y radical, y sin duda más simple. Para fijar fronteras cartesianas, la distinción ha de ser nítida, sin contaminaciones ni impurezas; si no es así, el republicanismo no consigue su autodemarcación.

De entrada, buena parte de la confusión procede de que a veces parece que el hombre virtuoso es el producto de la república, y otras que la república sólo es posible con hombres virtuosos, lo cual plantea problemas de argumentación complicados. Aunque aquí no entremos en cuestiones epistemológicas, quiero hacer constar que aquí enraízan grandes cuestiones prácticas, como el debate sobre si ha de confiarse el futuro del ciudadano y de la república a la educación, al sistema educativo (creación del hombre honesto y cívico que posibilitará la ciudad republicana), o si la república hay que apoyarla en las instituciones y las leyes, que garantizarán su bondad y, al mismo tiempo, forzarán al hombre a ser un ciudadano honesto y virtuoso. Complejo problema, que ya plantearon los ilustrados, como Helvétius, y que aún no hemos sabido resolver.

Sin entrar en estas cuestiones, quiero subrayar la preocupación republicanista por la “sociedad decente”, que la denomina Salvador Giner y que otras veces se define como “democracia fraternal”, y que coexiste con otra reivindicación de regusto liberal, la “ausencia de dominación”. Pienso que la idea que manejan está próxima a la kantiana de “comunidad de hombres libres”, que une la dimensión fraternal, solidaria, comunitaria, con la liberal de la libertad individual. En todo caso, la república es para los republicanos antes que nada una sociedad virtuosa; y el ciudadano republicano es antes que nada un ciudadano virtuoso. Y como elaborar una lista de virtudes es poco relevante, prefieren identificar la virtud republicana por excelencia, que individualiza al ciudadano republicano: la virtud cívica, que en cierto modo las engloba a todas y a veces parece una virtud peculiar, aunque de contenido impreciso.

Baste la siguiente muestra, donde Viroli describe la virtud de la república virtuosa: “Se trata de una virtud civil para hombres y mujeres que quieren vivir con dignidad y, como saben que no se puede vivir con dignidad en una comunidad corrupta, hacen lo que pueden, cuando pueden, para servir a la libertad común: ejercen la profesión a conciencia, sin extraer de ello ventajas ilícitas ni aprovecharse de de las necesidades o debilidades de los otros; viven la vida familiar basada en el respeto recíproco, de manera que su casa parezca más una pequeña república que una monarquía o una reunión de extraños que se mantiene unida por interés o por la televisión; cumplen los deberes civiles, pero no son en absoluto dóciles; son capaces de movilizarse para impedir que se apruebe una ley injusta o para obligar a quien gobierna a afrontar los problemas de interés común; son miembros activos en asociaciones de diverso tipos (profesionales, deportivas, culturales, políticas, religiosas); siguen los acontecimientos de la política nacional e internacional; quieren entender las cosas y no quieren ser guiados o adoctrinados; desean conocer u discutir la historia de la república y reflexionar sobre las memorias histórica” [16].

Ya acabo, pero vale la pena terminar: “Para algunos, la motivación que prevalece en el compromiso procede de un sentido moral y, más exactamente, del desdén contra las prevaricaciones, las discriminaciones, la corrupción, la arrogancia y la vulgaridad; en otros `prevalece un deseo estético de decencia y de decoro; otros, aún, se sienten movidos por intereses legítimos: quieren calles seguras, parques agradables, plazas bien cuidadas, monumentos respetados, escuelas serias, hospitales auténticos; otros, finalmente, se esfuerzan porque quieren ganar estima y aspiran a los honores públicos, sentarse a la mesa de la presidencia, hablar en público, estar en primera fila en las ceremonias. En muchos casos, estos motivos actúan simultáneamente, y se retroalimentan” [17].

Ciertamente, este discurso, en la misma medida que parece no hacer mal a nadie, se vuelve absolutamente prescindible para la filosofía. Los conceptos, le agraden o no a Viroli y los republicanistas, junto a su potencia de definir y demarcar llevan indisociada la de excluir y segregar. Un discurso trivial, que no hace mal a nadie, como él reconoce, es incoloro, inodoro e insípido, o sea, acuoso, líquido como corresponde a la modernidad de Bauman. Puede esforzarse Viroli en defender que “Este tipo de virtud civil no es imposible ni peligrosa, y es republicana más que ninguna otra”. Pero la respuesta que nos da ante el hecho de la ausencia de virtud y las dificultades para reconquistarla nos deja desencantados: “El problema es que en nuestro país (Italia) este tipo de cultura civil está eclipsada por otras muchas maneras de vivir, sobre todo por la cultura de la arrogancia y del servilismo. Si quien gobierna y quien hace las leyes premiase más frecuentemente a quienes se lo merecen y quien hace el bien por la república, en lugar de cubrir de honores a los espabilados, la cultura civil de nuestro país ganaría fuerza” [18]. Tal vez sí, si los hombres y los gobernantes fueran honestos y virtuosos todo iría mejor. Pero eso no tiene que enseñárnoslo Viroli. Valdría más la pena que intentara comprender por qué la república italiana, y tantas otras repúblicas y monarquía, repiten con personajes como Berlusconi, perfecto anticristo del republicanismo.

Ahora bien, si nos entretenemos en comentar los aciertos y desaciertos de estas descripciones, de éstas propuestas, de estas valoraciones, caemos inevitablemente en la función práctica de la filosofía, en el enredo del discurso normativista. Y esto no nos lleva a ninguna parte, sino a reproducir el discurso de la fe. Entiendo que, para quien mantenga la voluntad crítica, es preferible abandonar el “diálogo” o la conversación y tomar el discurso de los republicanistas como producto histórico, y por tanto político, de nuestra época. Y entonces podemos ver que, a la hora de la explicación de esa ausencia de virtud que el republicanista persigue, de dar cuanta de las resistencias y obstáculos que impiden abrirse paso a la conciencia republicana, no hay ni una palabra sobre el sistema de producción, la desigualdad social, la división en clases, los conflictos sociales. Ya lo hemos visto: el origen del mal está en la falta de método en el reparto de honores y reproches, de privilegios y sanciones. Parece que si los ciudadanos son virtuosos, la virtud les pone por encima de todas esas contaminaciones; parece que la república virtuosa es, precisamente, la que supera esas escisiones y esas luchas, incluso esas representaciones y esa conciencia. Todo se supera con virtud. Ya Spinoza decía que el mal derivaba del punto de vista particular; desde la totalidad no hay mal, sólo necesidad y perfección. Tal vez por eso reduzcan todas las virtudes públicas a una: el amor a la patria, por si es verdad que el amor todo lo puede.


J.M.Bermudo (2009)




[1]Treatise, 187.

[2] A. Flew, Hume's Philosophy of Belief. Londres, Macmillan, 1969, 23 ss.

[3]Treatise, 187.

[4] R.Nozick, Anarquía, Estado y Utopía. México, FCE, 1988; D. Friedmann, The Machinary of Freedom. La Rochelle, Arlington House, 1973; M. Friedmann, Capitalism and Freedom Chicago U.P., 1962: M. Rothbard, For a New Liberty. The Libertarian Manifesto. New Yoek, Collier, 1978

[5] Hoy se condena de forma unánime a Carl Schmitt no por su posición política (que se estudia poco y que ciertamente merece el rechazo) sino por su “ontología” política, la tópica distinción amigo/enemigo. Resulta insoportable a nuestros oídos poner el conflicto en el fondo de nuestro ser.

[6] Hannah Arendt, John Dewey, Charles Taylor, Jürgen Habermas, Carole Pate­man.

[7] En España entre los autores republicanistas de ascendencia liberal cito a Victoria Camps y Salvador Giner; con origen socialista, el grupo de FP en torno a Fernando Quesada y la Revista Internacional de Filosofía, el de Antoni Doménech (Eclipse de la fraternidad) y Daniel Raventós en torno a Sin Permiso, o J. I. Lacasta, Félix Ovejero.*

[8] (The Classical Republicans: an Essay in the Recovery of a Pattern of Thought in Seventeenth-Century England. Evanston: Northwestern Univ. Press, 1962);

[9] The Machiavellian moment. Florentine Political Theory and the Atlantic Recpublican Tradition. Princeton U. P., 1975; en castellano en Tecnos, 2002).

[10] The Foundations of Modern Political Thought: I: The Renaissance; II: The Age of Reformation (Cambridge U. P., 1978). Ver también Machiavelli (Oxford U. P., 1981); Liberty before Liberalism (Cambridge U. P. 1998); Visions of Politics. 3 vol., (Cambridge U. P., 2002); y Hobbes and Republican Liberty. (Cambridge University Press, 2008).

[11] A. C., MacIntyre, Tras la virtud (Barcelona, Crítica, 2001), Animales racionales (Barcelona, Paidós, 2001); Is patriotism a virtue? Lawrence (Kan.), University of Kansas, 1984.

[12]  Sobre el republicanismo en las ciudadaes italianas, un texto clásico, excelente, es el de H. Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance: Civic Humanism and Republican Liberty in an Age of Classicism and Tyranny (Princeton: 1966; 1955); In Search of Florentine Civic Humanism: Essays on the Transition from Medieval to Modern Thought, 2 vols. (Princeton: 1988).

[13] G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democrácticos. Barcelona, Anagrama, 2005

[14] J. Peña, “El retorno de la virtud cívica”, en Rubio Carracedo et al. (edis.), Educar para la cidadanía, Contrastes, Revista Internacional de Filosofía (2003):81-105.

[15] W. A. Galston, Liberal purposis: Goods, virtues and diversity in the liberal state. CUP, 1991; S. Macedo, Liberal virtues: Citizenship, Vurtue and Community in liberal Constitutionalism. Oxford, Clarendon Press, 2000.

[16] Republicanismo, 107

[17] Ibid., 107-108.

[18] Ibid., 108.