¿QUÉ ME ES DADO ESPERAR... DE LA POLÍTICA?





Cuando me propuso Lluís que preparara una intervención en este auto-homenaje del Seminario, no pude menos que echar mano del recuerdo. Son muchos los que han pasado por aquí, pero hay alguien que se nos fue demasiado pronto. Me refiero a Evelio Moreno, y valga este recuerdo como homenaje al amigo. Y al recordarlo rememoré un diálogo entre ambos cuyo epitafio estuve a punto de ponerlo yo, al concluir con escepticismo con algo así como: “Ya ves, Evelio. ¿Qué cabe esperar de la filosofía?”; pero más bien el epitafio lo puso él, que con profunda y serena tristeza dijo, como hablando consigo mismo: “¿Qué cabe esperar de la ciencia?”. O tal vez los dos, con nuestra mirada en el silencio, temiendo la respuesta que ambos sabíamos. En cualquier caso, decidí que mi intervención hoy versaría, entre el pasado y el futuro, sobre la cuestión “¿Qué cabe esperar… del seminario?

Días después, cuando Lluís cambió el programa y me pidió que reconvirtiera la loa épica en conferencia, me fue fácil elegir el título: “¿Qué nos es dado esperar… de la política?”. Y aquí estoy, en el Seminario, celebrando los veinte años, pues aún nos quedan preguntas por hacer, buscando respuestas entre vosotros.


1. La pregunta “¿qué me es dado esperar?” es tal vez la más consustancial a la existencia humana; está presente, implícita, en silencio, en cada momento de autoconsciencia, ante cada proyecto de enjundia que emprendamos, ante cualquier búsqueda del sentido de las cosas. Qué me es dado esperar… de la amistad, del amor, de la filosofía, del derecho, de la democracia, del capitalismo, de la vida… Es una pregunta que nos la hacemos como seres humanos, con voluntad de autodeterminarnos con las respuestas, con voluntad de ser y hacer, de llegar a ser; una pregunta que ejercemos en los distintos ámbitos de nuestra existencia. Aquí la afrontaremos en uno de ellos, enfrentada a la política. ¿Qué me es dado esperar… de la política?

Basta oírla para oler el aroma kantiano de la misma. Y no es extravagante comenzar por ahí, por rememorar ese pasaje de la Crítica de la razón pura en que Kant la objetiva y explicita, aunque ya llevaba mucho tiempo planteada en su consciencia, inspirando su vida y sus obras; aunque ya llevaba mucho tiempo activa incluso en la propia Crítica de la razón pura, aparece cuando lleva ya medio millar de páginas escritas. Pero no la plantea y afronta directa y abiertamente hasta un momento preciso y en un contexto de pensamiento determinado, que me parece relevante aquí explicitar.

a). El momento elegido es cuando aborda el problema del método transcendental, la segunda parte de la Crítica, tras acabar la “Doctrina transcendental de los elementos”. Sí, cuando Kant se hace a sí mismo esas tres preguntas, tal vez las más comentadas en la historia de la filosofía, está ya muy avanzado en su Crítica de la razón pura, en la parte final, dedicada a la Doctrina transcendental del método, apenas una sexta parte del texto. Esta doctrina del método se distribuye en cuatro capítulos. Uno sobre la disciplina de la razón pura, otro sobre el canon de la razón pura, el tercero sobre la arquitectónica y el cuarto sobre la historia de la razón pura. Pues bien, en el segundo capítulo, sobre el canon, hay una sección, la segunda, que versa sobre “El ideal del bien supremo como fundamento determinante del fin último de la razón pura” [1]. Y es aquí, con la razón enfocada hacia el supremo bien, donde Kant plantea las tres preguntas diciendo: “Todo interés de mi razón (tanto el especulativo, como el practico) se reúne en las tres preguntas siguientes…”.

1. Was kann ich wissen? ...... ¿Qué puedo conocer?
2. Was soll ich tun? ...... ¿Qué debo hacer?
3. Was darf ich hoffen? ...... ¿Qué me es dado esperar? [2]

No es trivial que sea aquí donde formula las preguntas; no es trivial que relacione las tres preguntas con el fin último de la razón ideal, y que subordine este fin al ideal del bien supremo, como enseguida veremos; como no es trivial que sitúe ambos, el fin y el ideal, y las tres preguntas, en el terreno del uso práctico de la razón pura, tras recorrer los caminos del uso teórico sin resultados satisfactorios. Ni siquiera es trivial que aborde el método después de haber escrito buena parte de la “crítica”, rompiendo con el postulado sagrado de la filosofía moderna de revisar el navío, su potencia y resistencia adecuadas para hacer la travesía. Lo que hizo Descarte con su canónico Discurso del método; lo que hizo Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano, Hume con su Tratado sobre la naturaleza humana o Condillac con su Tratado de las sensaciones, por nombrar algunos de los más relevantes. Kant, que en cierto modo consolida ese postulado de empezar por la teoría del conocimiento antes de entrar en el conocimiento de lo real, como expresa que comenzara con la Crítica de la razón pura, aparca la cuestión del método y la pone al final de la obra.

No, tampoco es trivial que la razón tenga que buscar respuestas fuera del conocimiento teórico, rompiendo así con siglos de hegemonía del modelo platónico, que hace derivar el deber ser del ser, la perfección del hombre o de la ciudad del conocimiento de su esencia, lo que supone la determinación de la voluntad con el conocimiento. Hasta Kant el conocimiento teórico, que Kant llama “especulativo”, estaba en el puesto de mando; a partir de Kant el saber práctico se independiza, pretende su propio fundamento en el uso práctico, legislador en vez de cognitivo, de la razón. Acaba así con el reinado de la falacia naturalista, denunciada por D. Hume en su Tratado de la naturaleza humana, a quien Kant agradecía el haberle sacado del “sueño dogmático”.

b). El contexto teórico en que hace las preguntas viene determinado por una descripción de los fines (“intereses”, dice) de la razón pura, bajo la distinción entre los ya mencionados uso teórico y uso práctico de la misma y planteando la pertinencia de cada uno de ellos. En ese clima aparecen las tres preguntas, formando una unidad, la tercera bien ligada, entrelazada y subordinada a las otras dos, en una tríada constitutiva de un sistema. Las dos primeras preguntas quedan, contra la tradición filosófica, sin jerarquía entre sí; en rigor sin relación, sin depender una de la otra. Kant nos propone una unidad sistemática jerarquizada, en que las preguntas sobre el conocimiento y sobre la moral, sobre el ser y el deber ser o el hacer -de igual eminencia ontoepistemológica, claras y distintas en sentido riguroso, como exigía la modernidad cartesiana- tienen primacía sobre la tercera, a la que sirven de fundamento. Conforme a la tradición, las preguntas sobre lo que podemos conocer y lo que debemos hacer han de ser lógicamente anteriores a la pregunta por el ideal que nos está permitido esperar (se comprende así la pertinencia del lugar, del momento, del apartado en que se abordan las tres cuestiones), dado que las respuestas a las dos primeras son puestas como límites y determinaciones de la tercera.

Yo quisiera aquí invertir el enfoque y aportar argumentos para mostrar que también la respuesta a la tercera determina con fuerza las dos primeras, especialmente en nuestros días en que el humilde “qué me es dado esperar” se sustituye por “qué queremos esperar”, poniendo el deseo como fundamento de la moral, de la epistemología y del ser.

Tal vez convenga en esta descripción sintética del contexto de la argumentación insistir y precisar más algunos aspectos. Lo haré con cuatro breves comentarios, uno sobre cada una de las citas que he seleccionado del comienzo de esta Sección segunda:

“Una propensión de su naturaleza arrastra a la razón a ir más allá del uso en la experiencia; a aventurarse, en un uso puro, por medio de meras ideas, hasta los límites extremos de todo conocimiento, y a no encontrar reposo si no es en la consumación de su ciclo, en una totalidad sistemática subsistente por sí. ¿Este empeño se basa solamente en el interés especulativo de ella, o se basa más bien única y exclusivamente en su interés práctico?” [3].

Fijémonos en la pregunta. Se trata de decidir si ese empeño de la razón de sobrepasar los límites de la experiencia, de no reconocer tales limites, de vagar por el mundo de las ideas con la irrenunciable pretensión de poner orden, de sistematizar, en rigor, de actuar como organon y no como simple canon…; si esa hybris de la razón tiene su origen y fundamento en su interés especulativo (que podríamos llamar voluntad de conocer), o más bien procede de su interés práctico (que remite al ideal del bien supremo). Alguna pista nos la ofrece en la siguiente cita:

“En su uso especulativo, la razón nos condujo a través del campo empírico y, como en él nunca se halla plena satisfacción, nos llevó de ahí a las ideas especulativas, las cuales nos recondujeron, al fin, a la experiencia. Esas ideas cumplieron, pues, su objetivo de forma útil, pero no adecuada a nuestras expectativas. Ahora nos queda por hacer todavía una exploración, la de averiguar si no es igualmente posible que encontremos la razón pura en el uso práctico, si no nos conduce en este uso a las ideas que alcanzan los fines supremos de la misma –fines que acabamos de señalar-, si, consiguientemente, esa misma razón pura no puede brindarnos, desde el punto de vista de su interés práctico, aquello que nos niega en relación con su interés especulativo” [4].

Quiero resaltar de la cita que no contrapone razón pura a razón práctica; la partida se juega en el campo de la razón pura, y la contienda enfrenta el uso teórico o especulativo de la misma a su uso práctico. En ese contexto precisa la tarea de buscar la razón pura en el dominio del uso práctico de la razón, intento motivado por el viaje no satisfactorio antes descrito de la razón pura en su uso teórico o especulativo, a través de los territorios de la experiencia y de las ideas; aun siendo rentable dicho viaje, no ha cumplido con las expectativas que había suscitado, no ha colmado las esperanzas de acceder a lo absoluto, se ha encontrado con obstáculos insuperables. Por tanto, ante el fracaso en el uso especulativo, Kant considera que vale la pena buscar en el territorio del uso práctico aquellas ideas que puedan llevar a la razón hasta el sancta sanctorum de sus fines supremos, o sea a penetrar en los tres recintos sagrados hasta ahora vedados a la razón. Tres objetos de conocimiento inaccesibles al uso especulativo de la razón pero cuyo acceso se espera poder abrir desde el otro uso, el práctico. Dichos objetos son enunciados así:

“La especulación de la razón pura se dirige a tres objetos: libertad de la voluntad, inmortalidad del alma y existencia de Dios. Con respecto a los tres, el interés meramente especulativo de la razón es muy escaso, y por él difícilmente se habría emprendido un fatigoso trabajo de investigación transcendental, que lidia con interminables obstáculos; porque de todos los descubrimientos que sobre esto pudieran hacerse, no se puede hacer ningún uso que demuestre su utilidad in concreto, es decir en la investigación de la naturaleza” [5].

Creo que así queda bien contextualizado ese pasaje en que formula las tres preguntas; destaco del mismo la necesidad de las mismas en la búsqueda de acceso a los tres objetivos y en la necesidad de plantearlas en el dominio práctico. Sin esta perspectiva se desenfoca el sentido de las preguntas y, a mi entender, se pierde la fecundidad práctica de las mismas. Y, si creemos a Kant, se pierde la posibilidad misma de la filosofía, que no es amor especulativo al saber por el saber, aunque éste sea uno de sus irrenunciables dominios; no es la verdad su fin último y bien supremo. La filosofía se justifica en la necesidad de encontrar -mejor, de poner, de legislar- un orden del ser que dé sentido a nuestra existencia; si queremos expresarlo en forma transcendental, la filosofía, obra de la razón, es la tarea de diseñar un mundo pensable que sirva de ideal y de orientación a nuestra existencia. Y en esa tarea de construir los instrumentos encaja la que Kant se propone con formulación de las preguntas y la búsqueda de las respuestas que aquí nos ocupan:

“Así, pues, en el estudio que llamamos filosofía pura todos los preparativos se encaminan, de hecho, a los tres problemas mencionados. Estos poseen, a su vez, su propia finalidad remota, a saber: qué hay que hacer si la voluntad es libre, si existe Dios y si hay un mundo futuro” [6].

Como se puede apreciar, se trata de intentar encontrar la razón pura en el uso práctico de la razón, de intentar acceder a las ideas que pueden alcanzar los “fines supremos de la razón”; en definitiva, averiguar si la razón pura en su uso práctico, “desde el punto de vista de su interés práctico”, puede brindarnos aquello que nos niega en su uso teórico, “en relación con sus intereses especulativos” [7]. Y tras estas consideraciones es cuando dice: “Todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguiente: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué cabe esperar?


2. La respuesta kantiana, por tanto, al ¿qué me es dado esperar?, queda enmarcada en las dos respuestas previas, ¿qué puedo conocer? y ¿qué debo hacer? Y sin duda, muy consecuentemente, queda muy circunscrita y clausurada en la ontología en que estas cuestiones se abordan y resuelven, o sea, en la ontología que configura esa idea de la razón pura con sus dos usos, el teórico y el práctico. Podemos decir que está determinada de forma inmediata por ambas respuestas, y de forma mediata por la ontología transcendental kantiana.

Claro está, si quisiéramos plantear nuestra pregunta, “¿qué me es dado esperar… de la política?”, dentro del rigorismo transcendentalista kantiano, que no es el caso, nos exigiría la previa respuesta a las otras dos. Es decir, si a Kant le exigía la elaboración previa de una crítica de la razón pura teórica y una crítica de la razón pura práctica, a nosotros, en nuestra pretensión circunscrita a la política, nos exigiría la elaboración de una crítica de la razón política teórica y una crítica de la razón política práctica. Y, obviamente, no me siento capacitado ni interesado en hacer tal recorrido; no vamos a seguir el canon kantiano, ni su ontología transcendental, sólo tomamos sus preguntas y algunos elementos de su análisis y su ontología práctica que compartimos como fuente de inspiración.

Particularmente entiendo que estas tres preguntas, además de su forma y presencia filosóficas, tienen también un modo de ser existencial, acompañando al ser humano en su vida, en sus luchas, en sus entusiasmos y sus derrotas. No podemos vivir, al menos como seres humanos, sin preguntarnos por estas cuestiones, a veces precipitada y desordenadamente, otras con más calma y claridad. Además, considero que a lo largo del tiempo, ejerzamos o no de filósofos, vamos respondiendo a las tres precipitada y desordenadamente, influyendo en una las respuestas que demos a las otras e incluyendo las respuestas como elementos de las preguntas siguientes. Las tres se mueven, cambian, avanzan, en sus preguntas y respuestas, se condicionan, se obstaculizan, en una relación dialéctica; constituyendo, sí, cierta unidad, cierta sistematicidad, como dice Kant, pero sin jerarquía y subordinación fijas, como defiende el filósofo de Königsberg.

Las tres preguntas avanzan conectadas pero no sincronizadas. Y a veces las respuestas a una u otra no son del sujeto pensante filósofo, sino que las toma prestadas, usa las que otros han producido y le ofrecen, sin pasar por esa higiénica tarea crítica que acertadamente Kant exige a la filosofía. Quiero señalar a este respecto que no considero esa forma de vivir, usando las respuestas de otros, incumpliendo la máxima del “sapere aude” y por tanto limitando la propia autonomía, como una carencia excesivamente grave para la existencia humana, aunque lo sea para la existencia filosófica. Aunque siempre será preferible pensar por sí mismo, hemos de asumir nuestra finitud, y por tanto nuestros límites. La “mayoría de edad” que exige el ideal ilustrado es, sin duda, un bello ideal; pero los seres humanos han de vivir aunque los ideales no se cumplan, y no por ello dejan de ser humanos.

No, no considero excesivamente grave depender en nuestras respuestas de los otros, usar las suyas como nuestras; la vida en comunidad permite y exige estas cosas. Lo grave proviene siempre del mensaje de esas respuestas, el riesgo yace en el contenido y la función de las mismas. El peligro está en que sean productos del dogma y no de la crítica de la razón, sea en el uso teórico o en el uso práctico de ésta; en que las respuestas no sean elaboradas desde la libertad del pensamiento y para la libertad de pensamiento; o en que, siendo elaboradas desde la autonomía de la voluntad de unos, no estén afectadas de la “buena voluntad”, es decir, no persigan la universalidad de esa máxima.

En fin, recordar que, en la perspectiva kantiana, con frecuencia razonable, los enemigos de la libertad y la autonomía están tanto dentro como fuera de nosotros mismos; los deseos de dominio y servidumbre habitan en cualquier cuerpo, sea el nuestro o el de los otros. Por tanto, la enfermedad de las respuestas no está necesariamente en que las tomemos del “general intellect”, que diría Marx; en que las tomemos de la comunidad; el riesgo de no pensar por sí mismo, de no asumir nuestra mayoría de edad, está en la servidumbre voluntaria, en la sumisión a “nuestros” deseos o a los deseos perversos de los otros. A veces, muchas veces, es defendiendo “nuestros” deseos, sacralizados y en su nombre, como alegres e inconscientes asumimos la sumisión a los otros, como eslabones de la máquina deseante que liberándonos del humo nos mete en el horno.

Sea como sea, a lo largo del tiempo vamos dando nuestras sucesivas y diferenciadas respuestas a “¿qué me es dado esperar?”, y con ritmo de sincronización desfasada vamos asumiendo con resignación los límites de lo que podemos conocer; e incluso vamos burlando como podemos la cada vez más clara evidencia de lo que sabemos que debemos hacer y ya no estamos para ello. Ahora bien, en nuestro oficio de filósofo deberíamos abordar estas cuestiones de forma más intelectual y sistemática: en un momento u otro, o en ambos, habremos de elevar a consciencia nuestra existencia, conceptualizar nuestras prácticas, nuestras creencias, y someterlas a la crítica. Creo que debemos hacerlo; y creo que podemos llegar a hacerlo; y que así estaremos en mejor posición para situarnos ante nuestros ideales y preguntar: ¿qué nos cabe esperar?


3. Para hablar de la política y buscar en ella esas respuestas, haré algo que tal vez os sorprenda: hablaré de la historia. Tenéis derecho a exigirme las razones de ese desplazamiento; por tanto, aunque aquí no puedo extenderme en la justificación intentaré señalar un par de motivos.

El primero, que me limito a enunciar, es que lo político, realidad sobre la que cabría hacernos estas preguntas, -sobre la política como praxis, arte o técnica, excesivamente sometidas a la contingencia, no caben preguntas filosóficas substantivas-, está afectado de excesiva precariedad, volatilidad y provisionalidad, como si no tuviera existencia propia, como si careciera de substancia. Referir de forma inmediata la pregunta a la política equivaldría a atribuirle implícitamente susbtancia, función y destino propios, lo cual no me parece un postulado práctico asumible, dada la instrumentalidad que exhibe.

Tal vez pude objetarse que tampoco es evidente que la historia tenga un sentido y una ley propia. Cierto, podemos admitir con Kant que la historia es un objeto inasequible al uso teórico de la razón, que escapa a nuestro conocimiento; pero aquí hablamos del uso práctico de la misma, y a ese respecto postular su sentido es más asumible que postularlo de la política, sumergida en la instrumentalidad y la contingencia. No en vano a lo largo de los tiempos se ha predicado uno u otro sentido de la historia y, en cambio, no así de la política, pensada siempre como arte o técnica instrumental. Aplicar las tres preguntas a la política puede hacerse, pero es cuando, conscientes o no, la pensamos como parte o dimensión de la historia.

Es cierto que la historia aparecía en la consciencia humana mastodóntica, pesada, implacable e invulnerable, mientras que hoy, bajo la gigantesca potencia del capitalismo en su domino del mundo, se presenta ágil, danzarina, gestionable y maleable. Es cierto que la historia, también obra humana, también asaltada por el poder del capital, parece hoy más que nunca en nuestras manos, a merced de nuestra voluntad, de nuestra “voluntad política”. Pero aquí vale el eslogan “Sous les pavés, laplage!". Bajo la fenomenología de los hechos históricos están las determinaciones que los sustentan, los límites que los encauzan, las resistencias en su interior y en sus márgenes; tiene substancia propia; bajo la apariencia de contingencia que cada vez más reina en su superficie me parece que aún persiste algo de substancia. Podríais decir que expreso más la voluntad que el ser; cierto, pero si creéis a Hegel, y en este punto valdría la pena creerle, el voluntarismo también expresa la realidad, también es la forma en que el mundo se expresa y aparece en la conciencia de los individuos, que con su consciencia satisfecha o su consciencia desgraciada también forman parte de la realidad. Y yo, desde mi autoconsciencia y la que percibo en los otros, confío más en la historia que en la política, porque pienso ésta como dominación y me represento aquella -el uso práctico de la razón me permite postularlo- aún como búsqueda de la justicia.

El segundo motivo de este desplazamiento de la política a la historia, para mí muy relevante, es que en nuestro tiempo las cuestiones políticas casi siempre, y cada vez más, se dan en otro lugar [8]. Las luchas políticas se escenifican fuera de ella, en la ética, en la economía, y muy enmascaradas en la ontología. Se dan disfrazadas, ocultando lo que está en juego. Pondré dos ejemplos.

Tal vez algunos recordéis aquella famosa sesión del Comité Central de PCF en Cericy, en 1965. Toda la cúspide de un partido comunista, poderoso en aquellos tiempos, discutiendo sobre marxismo y humanismo, sobre la distinción entre el Marx aún no marxista (humanista) y el Marx ya marxista (no humanista), sobre las virtudes y bondades del humanismo, sobre si el marxismo era compatible con el comunismo…. Allí L. Althusser. R. Garaudy, J. Semprún y tantos otros se entregaron a un debate filosófico y hermenéutico para decidir… ¿qué? ¿La verdad de Marx? ¿La bondad del humanismo sobre el antihumanismo? Tal vez, pero esas cuestiones filosóficas eran efectos de superficie; en el fondo se jugaba algo más importante, perteneciente al campo de lo político, a saber, si podía legitimarse la alianza entre los comunistas y los cristianos progresistas. Se jugaba la estrategia de PCF, pero también la del PCI de E. Berlinguer, que usaba a Gramsci para defender el “compromiso histórico”, estrategia que apostaba por esa misma alianza amplia; o la del PCE de S. Carrillo, que en aquellos momentos defendía, contra el marxismo de las corrientes leninistas y maoístas, la “alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura”, la versión española equivalente. Todo eso se jugaba en polémicas filosóficas y hermenéuticas.

El otro ejemplo de estas formas de la lucha política, que prefieren darse en lugares y con armas filosóficas que disimulen lo que en realidad se juega, lo encontramos a finales de siglo pasado en una larga y compleja batalla por la idea de la historia, en la que se ha decidido buena parte del actual rumbo y modo de ser de la política sin que la ciudadanía, ni siquiera buena parte de la académica, fuera consciente de lo que estaba en juego. Como después me referiré a ella, me ahorro aquí describirla. La cito simplemente como ilustración de las muchas luchas políticas que se dan y se deciden en la filosofía, desde la crisis de la ontología o “erosión del ser”, que dice G. Vattimo, a la fetichización de la hermenéutica tras los pasos de Gadamer, que reduce el mundo a representación, a perspectivas plurales, consiguiendo con increíble elegancia nuestra imposible reconciliación con la postverdad, la postmoral y hasta la posdata; y como indicación de las que se dan en otros lugares, en la economía, en la sociología (recordad la lucha por imponer la verdad de los sondeos de opinión), en la tecnología. No está lejos el día en que, ante el debate político en las alcaldías por la regulación en el uso del automóvil, la cuestión se desplace a una comisión de mecánicos, que al fin son quienes más y mejor saben del funcionamiento de los coches.

Estos son algunos de los motivos que me han llevado a buscar en la filosofía de la historia las respuestas a las preguntas hechas a la política. Opción animada porque la idea de la historia, reguladora como toda idea y mega-reguladora por determinar la condición humana, se expande por las tres preguntas. Preguntarle a la política nos desplaza a la historia, de la que forma parte. Esperar la justicia, los derechos, la democracia, e incluso “otra forma de hacer políticas”, nos empuja al escenario de la historia, sólo allí caben las respuestas, teóricas prácticas.

Permitidme una reflexión más sobre la estrecha dependencia de las ideas de política y de historia, que podríamos describir como relación de subsunción, y que me lleva a pensar que no puede responderse a “¿qué nos cabe esperar… de la política?” sin tener en su fondo la idea de historia, que al subsumir la política configura su campo de posibilidades. Para comprender esta relación basta comparar las idea de la política de Hobbes y de Rousseau, la primera construida desde una concepción del hombre naturalista, fundada en una ontología fijista de las especies, y la segunda anunciando el transformismo y el evolucionismo que científicos naturalistas como Buffon (Historia Natural,Las Épocas de la Naturaleza) o Robinet (De la Nature,) sacaban a la luz en otros lugares del conocimiento. La idea hobbesiana de la política, construida desde una teoría de la naturaleza humana en la que el ser es deseo -ser vivo es deseo de vivir, y el ser humano sólo un ser vivo que tiende a vivir y a poseer cuanto favorece su vida-, en la que el hombre no puede ir más allá de su lucha por la sobrevivencia y por los objetos y condiciones que la potencien, determinado a reducir los valores, el derecho, la ley, las instituciones o el estado a instrumentos al servicio de esa voluntad de poder vivir…; esa idea hobbesiana de la política está determinada a pensarla como poder y control por la ley y la espada, sin esperanza de que el hombre pueda llegar a elevarse sobre su natural egocentrismo y amar lo universal, lo común, ni que pueda nunca autodeterminar su voluntad en la autonomía.

Por contraste, en la idea rousseauniana de la política, construida no sobre una idea naturalista de la naturaleza humana sino sobre una idea histórica de la misma, la política puede pensarse sobre las bases del progreso moral de los seres humanos, sobre la génesis de su consciencia hacia la identidad en una cultura, en unos valores, en una comunidad de alegrías y penas, como decía Platón en la República. Por eso Rousseau piensa el Estado como una entidad moral, y piensa el ciudadano, a la vez súbdito y soberano, como resultado de un proceso de progreso en la autodeterminación, a través de su incorporación en la voluntad general. La presencia en el fondo de la idea de historia le permite a Rousseau ver la política como fábrica de ciudadanos, no como institución de límite y control. En la idea ilustrada, como señalara Helvétius en su De l’Esprit, la política era el arte de aplicar la Ciencia de la legislación, y esta ciencia era considerada como la verdadera pedagogía, el instrumento de producción de “hommes avec tête et cœur”, como decía Diderot.

Espero que los anteriores argumentos sean considerados suficientes para no considerar este desplazamiento de la política a la historia como lugar de la respuesta una mera extravagancia. Al fin el fundamento teórico del desplazamiento reside en que la idea de política está subsumida en la idea de historia, lo cual permite pasar de “¿Qué me es dado esperar de la política?” a “¿Qué política se nos permite desear desde “nuestra” idea de la historia?” Y así, como la historia es otro de esos objetos que se resisten al uso teórico de la razón pura, siguiendo con el flirteo kantiano deberíamos encomendarnos su uso práctico, y replantearnos así la pregunta: “¿Qué idea de historia hemos de postular para que la política “pueda” proporcionarnos aquello que esperamos de ella?”. Pregunta que, como puede verse, enhebra a la política con la historia, lo que nos cabe esperar de una por mediación de lo que nos cabe esperar de la otra. La respuesta a la segunda es de facto la respuesta a la primera. Y para explicitarlo más, y así cerrar esta justificación, formularemos la pregunta desplazada como sigue: “¿Qué idea de la historia hemos de postular para que nos sea dado esperar la realización (o el acercamiento al mismo) de “nuestro” (un nuestro abstracto) ideal político?


4. La historia, no pensada como relato de hechos que la ciencia de la historia con mayor o menor esfuerzo trata de describir y explicar, en los límites de la mera doxografía o conforme a sus causas próximas, sino como idea filosófica que pretende poner sentido a esos hechos, comprender sus determinaciones generales, la lógica y el fin a que responden…; la historia así concebida está estrechamente ligada a nuestra civilización moderna. Tal vez no es un privilegio de nuestra civilización; tal vez la nuestra no es la única que tiene una “concepción del mundo”, como defendiera Heidegger. En todo caso, nuestra civilización occidental está profundamente ligada a la idea de historia. No es difícil de percibir la conexión y dependencia que en nuestra civilización se da entre sus grandes ideales (el ideal de justicia, el reinado del derecho, la paz perpetua, la vida ética, el comunismo) y la idea de historia que ha usado al pensarlos; como no es difícil apreciar la relación entre los cambios que se han ido produciendo en uno y otro ámbito. Y es que la concepción de la historia expresa los límites en que podemos pensar y esperar la realización del ideal, de aquí que sea en la representación que nos hacemos de la historia donde se ponga en juego no sólo el bien posible sino la esperanza del mismo.

Esta presencia de la idea filosófica de la historia en nuestra cultura occidental desde sus orígenes, y su relación con los sentimientos y esperanzas religiosos, éticos, sociales y políticos podemos ilustrarla de forma esquemática recurriendo a algunos de los modelos que han aparecido y dominado en ciertos momentos históricos; entre ellos no guardan un orden cronológico, sino que coexisten y conviven, con más o menos tensiones, que a su vez ayudan a sus reconfiguraciones internas. No los entiendo, en modo alguno, como fases de la evolución de una misma idea; los entiendo como productos del pensamiento, que cual medios de producción teórico son elaborados para comprender el mundo, interpretando esta tarea de comprensión como una función práctica, una manera de relacionarnos y posicionarnos ante el mismo.


4.1. En primer lugar, el modelo que llamaré del ciclo, del tiempo cíclico, que aparece en el mundo clásico. Tal vez deberíamos hablar aquí de tiempo y no de historia; en todo caso, como entiendo que las categorías son ellas misma históricas, tienen un desarrollo histórico, la de “historia” nos permite pensar esa diversidad de concepciones que van apareciendo desde sus orígenes hasta hoy, en nuestros tiempos sin historia tras el fin de la historia. En cualquier caso, es obvia la presencia del tiempo y la preocupación por su orden, por la sucesión de las formas en su seno, de las estaciones, de los ciclos biológicos de las especies, de los rituales enmarcados en los calendarios… No nos sorprende que los griegos tuvieran tres dioses del tiempo, Cronos, Aión y Kayros. El tiempo y sus dioses son indisociables del mito.

En los albores de la racionalidad, en la representación del mundo de los presocráticos, primeros pensadores de nuestra civilización occidental cuyos testimonios nos han llegado, el tiempo es ya la condición de posibilidad de la justicia, más aún, la necesidad de la misma. El tiempo acaba haciendo justicia, idea que se ha conservado en nuestra cultura. La justicia suele aparecer ligada a una representación cíclica del tiempo, haciendo que éste ya se nos aparezca como historia, con la forma de esta categoría, que desde los orígenes va unida a la función de restauración del orden perdido, al acceso a la moralidad. Podemos apreciarlo en el afortunado fragmento de Anaximandro, que nos habla ya de la injusticia como desajuste de las cosas en el todo, como individualización y desorden, y de la justicia como restitución de la armonía de la totalidad: "De allí de donde todas las cosas proceden, hacia allí tienden en su destrucción, según la necesidad; de este modo las cosas expían sus culpas y reparan las injusticias cometidas contra el todo según el orden del tiempo". El ciclo del tiempo restaura la justicia, la identidad, la igualdad originaria, rota por la individuación, por la escisión y la fragmentación, por la separación de lo común, en definitiva, por la hybris.

En cierto modo y disuelta en el mito la historia cíclica ya se encontraba en Hesíodo bajo la forma de “edades del hombre”; y está en los pitagóricos, y en las escuelas órficas que cultivaban la idea de transmigración de las almas. Y en los estoicos, y algunos dicen que en Ibn Khaldún, en los ciclos dinásticos de la cultura clásica china e incluso en los egipcios. Se trata en general de una visión del ciclo como realización de la justicia cósmica, aplicables a las cosas del mundo. Entre los clásico la encontramos viva en otros escenarios. Las naciones, como los individuos, siguen ciclos, y con sus hundimientos pagan sus propias hybris de la individuación prometeica. La encontramos en Platón y Aristóteles, como ciclos de corrupción de las formas de gobierno. Las formas de gobierno Monarquía, Aristocracia, Democracia, también circulan, y se trasforman unas en otra, condenadas a degenerar y desparecer como expiación, pasando por sus formas degradadas, Tiranía, Oligarquía y Oclocracia.

El ciclo del tiempo, en la medida en que adquiría un sentido expiatorio y permitía la realización de la justicia, caía dentro de la categoría de la historia, como una modalidad suya, la historia cíclica. Esa concepción cíclica determinó el pensamiento occidental al menos hasta Maquiavelo, y sigue presente y se manifiesta de forma particular en el napolitano Vico, en aquella hermosa descripción de la “historia ideal eterna” que inexorablemente recorren todas las naciones. Y se conserva a través de múltiples adaptaciones hasta el siglo XX, donde Oswald Spengler la exhibe en La decadencia de occidente, en que las grandes civilizaciones cumplen indefectiblemente su ciclo juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia,aunque en un universo desteologizado, donde el movimiento es tan indiferente a la redención y a la justicia como el ciclo biológico.

Por tanto, se puede decir que la concepción cíclica, dominante hasta la modernidad, languideciente y en la sombra se prolonga a través del tiempo; no es trivial la esperanza puntual, de sanción consoladora, que esta idea de historia abre en cuanto a la realización de la justicia, en la forma de derrota del poder. Y ello sin dejar de reconocer que el ciclo, el eterno retorno, no es la mejor representación de la historia, expresa un momento de muy poco desarrollo de esta categoría. Hasta cierto punto representa mejor su otro, la naturaleza, que sigue el orden del tiempo, en eterna repetición. La idea de historia propiamente dicha se irá desarrollando como progreso, material y moral, como finalidad, como destino y como referente normativo, ético y político, de la existencia humana. Aún hoy están vigentes las caracterizaciones de “progresista” versus “conservador”, “revolucionario” versus “reaccionario”, para calificar y valorar las leyes, las instituciones, las posiciones, las luchas sociales e incluso las ideas; todas ellas sobre el criterio de estar a favor o en contra de la historia.


4.2 Un segundo modelo a destacar, muy potente y que se prolonga hasta nuestros días, es el que llamaré del Juicio final, que aparece de la mano de las Religiones de salvación. La justicia cósmica que garantizaba el ciclo, pensada como equilibrio y orden de la totalidad, será puesta a prueba con las religiones de salvación, como el cristianismo, el judaísmo o el mahometismo. El modelo del ciclo podríamos pensarlo adecuado a una existencia en sí, de una realidad sin finalidad, en la que la totalidad fragmenta y reúne, disgrega y concentra, dispersa y reconcilia, sin origen ni destino. El modelo del Juicio Final no cabe en ese orden, necesita introducir la libertad y la finalidad en la individualización y redimirla o sancionarla en una valoración en destino; necesita introducir el para sí para poder juzgar. Sin juicio, no hay religión de salvación posible; toda ella, su función, su sentido, su doctrina exotérica y esotérica, pivota sobre el Juicio Final. Y para dar entrada a esta figura determinante debe romperse el eterno retorno, debe romperse el ciclo y coinvertirse en una línea con origen y final; hay que trasmutar el tiempo en finito, limitado, definitivo.

Este tipo de religiones ponen en manos del ser humano su propia salvación o condena, y abren la perspectiva de la justicia al individuo. Para ello necesitan un origen y un final, un momento para juzgar a los individuos, uno a uno; lo cual requiere que el movimiento, el cambio, salga del en sí y se instituya como para sí; deje de ser un movimiento de la totalidad para ser movimiento de los individuos en su lucha por la vida, la de aquí y la de allá, por su salvación; un movimiento en el marco de la redención y la justicia individualizadas.

Quiero aquí resaltar la función ontológica del Juicio Final. Aunque en el orden lógico sea pensado como una exigencia del mito de la caída, que reduce la vida a mera oportunidad de salvación, creo que ontológicamente el orden de determinación es el inverso: es el Juicio Final el que da sentido al mito de la caída, el que exige ese origen del mal. Es el Juicio Final el que exige el Fin del mundo, y por tanto un Fin de la Historia. Sin Juicio Final reinaría la inocencia, pues no tiene sentido ni el pecado, ni la redención, ni la virtud ni la justicia, si no hay un juicio donde se decide sobre ellas, donde se establece si caen del lado del bien o del mal, del coro de serafines o de la bestia ferina. En las religiones de salvación todo gira alrededor del Juicio Final, y éste se revela como un imperativo práctico. Ha de haber un Juicio Final para que la vida moral tenga sentido, para poder hablar del bien y del mal, para tener esperanza, para confiar en la justicia; la máxima más importante de las religiones de salvación: “actúa siempre como si tuvieras que someterte a un Juicio Final”.

En consecuencia, el Juicio Final no puede representarse en el marco de una historia cíclica; el círculo ha de ser roto, la historia ha de ser lineal y finita, con origen y fin; y esa idea exige en la vida práctica un orden moral y político subordinado a ella. Y del mismo modo que el Juicio Final exige el postulado de un origen y un fin del mundo, exige el fin de la historia, que de este modo pasa a expresar el tiempo de la indigencia ontológica del ser humano, tiempo del pecado y de la lucha por la redención, en rigor, tiempo del tiempo, del cambio y el progreso, que ha de desembocar en un final, el tiempo sin tiempo de la vida eterna.


5. Con la temprana modernidad, y de la mano del capitalismo, hace su aparición en tercer modelo de historia que con diversas variantes llegará a nuestros días. Lo llamaré en general el modelo del progreso, que en su concepto desarrollado expresa la idea de historia indeterminada, abierta, sin finalidad transcendente, sin otro destino y misión que la de permanecer en el ser, la de autoreproducirse. Es un idea de historia que se irá desarrollando enfrentado al del Juicio Final, que coexiste en el tiempo, muy arraigado en la existencia humana por su contenido escatológico.

La consciencia moderna, subsumida en, y movida por, el capitalismo, se concreta en una creciente radicalización de la hegemonía del para sí, del “individualismo posesivo”, del sujeto que se siente y se cree, incluso se sabe, capaz de llevar a buen fin el reto de Prometeo, desafiando a los dioses, naturales y sobrenaturales. El poder que irá desarrollando el capitalismo es tan enorme, que todas las barreras naturales, transcendentales o sobrenaturales, lógicas u ontológicas, están a su alcance, puede destruirlas, puede prescindir de ellas, puede hacer un mundo (social, político, moral e incluso “natural”- tecnológico) a su gusto. A un sujeto así le ahogan los límites, tanto los del ciclo del tiempo como los del universo físico, los de la naturaleza o los de la historia, los de cualquier modelo de historia, en especial el todopoderoso Juicio Final. El sujeto que surge en el capitalismo, en el límite, no podría soportar una historia finalista, que determinara la existencia y estableciera el bien y el mal; y mucho menos podría soportar un final de la historia, que secuestrara el sentido de su existencia, el progreso ilimitado, la acumulación infinita, la voluntad de voluntad como expresión de la victoria final de la indeterminación, de la negación de toda determinación o límite.

Ese sujeto, desdivinizado o desencantando el mundo y erigiéndose en demiurgo, señor de la determinaciones, en su borrachera de poder parecía condenado a no soportar ni siquiera su autodeterminación. Por eso, aunque Kant lo liberara de la objetividad exterior, reducida a límite mínimo y abstracto en la cosa en sí, acabaría enfrentándose a su propia hipóstasis en el sujeto trascendental, como si no pudiera soportarse a sí mismo bajo ningún modo, bajo ninguna forma constituida, destinándose a sí mismo a ser fuerza eternamente constituyente. Cualquier límite, real, lógico, ontológico o transcendental, le estorba y obstaculiza; y necesita disolverlos en la inmediatez y la contingencia.

Sí, el Juicio Final no sólo ponía el fin de la historia, sino que privaba a ésta de substantividad, un destino y un juicio al final del camino niega la libertad de ese sujeto ensimismado, que intuye que su poder le permite erguirse en el señor de los fines, que a la potestad de seleccionarlos añade la de abandonarlos a su antojo, de no quedar ligado por su elección. Como se dice ahora con lenguaje republicano: ser poder constituyente, no meramente constituido. Al fin, quien pone el destino impone el camino; y el sujeto libre aspira a vivir sin camino trazado, para así poder hacerlo sobre la marcha. Esa independencia o espontaneidad y no la autonomía, que vuelve a uno siervo de sí mismo, es para el sujeto cuya génesis se inicia en el capitalismo la verdadera libertad; pero ese sujeto sólo brillará al final, en los límites de la modernidad, en la postmodernidad. Durante su largo recorrido constituyente por la modernidad ofreció figuras constituidas más determinadas, más adecuadas a cada tiempo.


5.1. Ese proceso se recorrería a lo largo de los siglos. En el nacimiento de la modernidad se comienza por romper con la asfixiante idea de la historia cíclica, que pone el poder fuera del hombre, y por reconvertir el finalismo, liberándose de la función escatológica del Juicio Final y poniendo el motor de la historia en fines laicos, instrumentales y contingentes, compatibles con la libertad como autonomía. Enfatizo la ruptura con la “función escatológica” del Juicio Final, como instrumento teológico, pues en figuras laicas sigue siendo útil. La verdad es que no fue fácil liberar a la historia occidental de esa figura apocalíptica. Podemos pensar que esa supervivencia está unida a la potencia política y espiritual de la religión cristiana; tal vez es una buena explicación. Pero no deberíamos menospreciar la mirada inversa, y ver en los primeros siglos del capitalismo la potencia religiosa como un instrumento útil al capital. Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, nos dejó una lúcida descripción de cómo podía ser usada la “gracia” divina, que al fin se decide en un Juicio Final con sentencia anticipada, como fuerza productiva al servicio de la reproducción del capital. He ahí los individuos luchando a muerte por conseguir los signos de que el juez les ha elegido y, en secreto, les ha ungido con su gracia. Se goza más y mejor de los bienes del capital cuando se consideran queridos, otorgados, por el Señor.

La modernidad se pone a sí misma la tarea de pensar una historia abierta e indeterminada; y para ello ha de asumir de forma consecuente el origen y la linealidad, lo que equivale a pensarla como proceso de progreso infinito, sin destino cualificado, sin otra finalidad que el progreso por el progreso, sin misión redentora, sin cargar sobre las espaldas de la historia una ontología práctica que cumplir. El capital, nos dirá Marx, trabaja para sí mismo; a la levita no le importa quien la use. Pero el capital necesita trabajar, necesita valorizarse para ser. Y el “espíritu protestante” parece la fuerza productiva adecuada para la valorización acelerada.

La literatura filosófica nos ha dejado bellas páginas sobre la irrupción de esta nueva consciencia y sus efectos desgarradores en los humanos, que siempre encuentran descanso en los órdenes cerrados y consuelo, especialmente de sus miserias, en el Juicio Final. No es extraño que la literatura ilustrada progresista abriera un frente de lucha contra las religiones positivas. Los enciclopedistas y librepensadores teorizaron cómo la religión, y sus promesas de salvación, respondían a la necesidad de esperanza de quien, en la ignorancia, sufría la miseria y la opresión. La idea de Dios nacía de ese barro de la historia; y, para hacer soportable la historia real, era útil repensarla con un final redentor, con un Juicio Final que compense de la vida.

No era fácil asumir la existencia en un mundo indeterminado, sin orden y fin bien establecidos. Podemos apreciarlo en otros lugares de representación, como en la filosofía natural que se abrió paso con la revolución científica. Los filósofos de la modernidad rompieron con el universo encantado, con sus misteriosos lugares naturales, sus jerarquías y su accesibilidad mediante rituales e invocaciones, para suplirlo con un mundo homogéneo, abstracto, de átomos en movimientos indiferentes a la cualidad, que con gran belleza nos ha descrito A. Koyré en Del mundo cerrado al universo infinito. No debía ser fácil vivir imaginariamente en ese universo sin norte ni sur, en esa pluralidad de mundos sin jerarquía ni destino. Intentemos comprender la alucinación de aquella Marquesa del Diálogos sobre la pluralidad de los mundos, de Fontenelle, cuando sentía vértigo en un universo sin norte ni sur, sin izquierda y derecha, sin arriba y abajo, es decir, sin orden y jerarquía, sin referencias fijas. Pues bien, algo equivalente debía sentir aquel gran mundo ilustrado -el pueblo seguía flotando inerme en la historia cíclica o deambulando en la inquietante del Juicio Final- al pensar su vida -al hacerse nuestra tres preguntas- en una historia humana donde se va disolviendo el sentido, donde se debilita la finalidad para que los seres humanos puedan vivir en la inmediatez y precariedad de su razón instrumental; no era fácil asumir la libertad de elegir los fines supremos, de instituir y dar nombre al bien y al mal, sin ninguna referencia transcendente. Sólo los farsantes y los cínicos, o los muy grandes como Nietzsche, pueden situarse “más allá del bien y del mal”; sólo ellos pueden reconciliarse con ese mundo recalificado reino de la inocencia, ajeno a la moral y a la virtud, que convive con la barbarie y la violencia como nosotros con las tempestades o la sequía. La inmensa mayoría de los hombres, por ser humanos o por ser hijos de nuestra civilización, tendemos a ver esa inocencia como impunidad, sentimos vértigo como la Marquesa y buscamos una solución en otro imaginario.

En la aurora de la modernidad, abierta por y sobre el capitalismo, se necesitaba romper y se rompió el orden cerrado y escatológico instituto en la figura del Juicio Final. El mundo newtoniano o hobbesiano: átomos en movimiento de cuya interrelación de fuerzas surge su orden como equilibrio; individuos enfrentados en una bellum omnium contra omnes, que arrastrados por la misma ley natural que los enfrenta en su lucha por la vida llegan a pactar la ley racional que los sujeta para que puedan cumplirla y seguir vivos. En la filosofía hobbesiana no hay historia, sólo hay naturaleza, repetición. Vivir es luchar por la vida. No hay progreso ontológico, el ser es siempre lo mismo, sea átomo físico o individuo humano. Donde domina la naturaleza desaparece la historia; la historia es un modo de existencia que se contrapone a la naturaleza como otro modo de existencia; el ser histórico sustituye al ser natural. El ser natural es un ser acabado, inscrito en la repetición como modo de ser, como modo de vivir, como modo de perseverar. El ser histórico es un ser in fieri, haciéndose, persiguiendo hacerse a sí mismo, persiguiendo ser realmente; ser en tránsito, que tiene su destino fuera de sí, en el exterior. Recordad la idea Heideggeriana de humanismo: una idea del hombre corriendo en pos de su esencia. Recordad a Hegel: ser en sí y ser para sí; ser como estar instalado en la indiferencia de ser y ser como estar instalado en la pretensión de ser algo, de llegar a ser como se quiere o como se debe ser. Recordad, en fin, la imagen del funambulista que nos ofrece Nietzsche, del hombre en tránsito hacia el superhombre.


5.2. En la sociedad capitalista, aunque ontológicamente el reino del capital sea refractario a la historia, se desarrollaron dos tipos de filosofía de la historia, desarrollados por las dos filosofías de las luces que llegaron a ser hegemónicas, la Illustration y la Aufklärung, de muy distinta densidad. Los ilustrados franceses, con filósofos de la historia tan destacados Voltaire, Condorcet o Turgot, fueron los más coherentes y radicales a la hora de pensar una historia lineal, abierta e indeterminada. Entendieron que la apertura de la historia lineal es una liberación ontológica, una emancipación de los límites al ser humano que las religiones de salvación imponían. El hombre moderno, para hacerse a sí mismo, había de construir su ciudad, su república, su sistema de derecho, su religión, su verdad, su manera de ser; en definitiva, había de devenir sujeto en todos los dominios del pensamiento y la praxis. Y eso exige una idea de historia abierta, sin futuro definido, en blanco, por escribir; exige que el final no esté determinado ni previsto. Ahora bien, esa emancipación ontológica perseguida, que nos permite vernos autores y creadores de y en la historia, ha de pasar la prueba de su compatibilidad con el juicio moral y político; buena parte de los ilustrados franceses se declaran ateos, pero hacen de la moral cívica su verdadera religión. Al respecto es ejemplar Pierre Bailey, que en Pensées diverses sur la comète (1680), de gran impacto, defendía la republica de ateos honestos. La filosofía de esa ilustración materialista y enciclopedista era fuertemente moralista.

Voltaire -Filosofía de la Historia(1765)-,que en muchos aspectos puede pasar por figura del cinismo moral lúcido, que cuando miraba la historia veía una inmensa noche de sombras, barbarie, sangre e irracionalidad salpicada de breves y débiles momentos luminosos (la Atenas de Pericles, el Renacimiento italiano, el corto siglo de Luis XIV y para de contar), proponía una idea de historia del tipo Juicio Final para la canaille popular y una historia abierta, como constante progreso, para que le grand monde pudiera escribir otro punto de luz en la noche oscura de los tiempos. Voltaire, moralista tras su disfraz, sabía que las ideas tardan tiempo en abrirse paso, y que algunas nunca lo consiguen; mientras tanto, religión para el pueblo y filosofía para la gens honnête, capaz de resistir la caída de los dioses y autodeterminarse.

Diderot, más lúcido si cabe y nada cínico, también comprendió que el Juicio Final había de ser negado, pero de forma concreta, convertido en otra figura con otro sentido y otra función. La historia debería seguir cumpliendo su función moral, era un imperativo práctico. Ya no era ni podía ser magistra vitae, por su carácter de progreso abierto al infinito, pero debía continuar su función de referente ético. La historia podía y debía ser el tribunal ético de la existencia humana; para ello había que sustituir el escatológico Juicio Final por el laico y humano Juicio de la Historia, en el que en lugar de jugarse el cielo o el infierno se jugaba la “posteridad” (otra forma de vida post mortem, otra forma de gloria) o el olvido. Diderot lo llamaba el “Juicio de la Posteridad”, haciendo así de la historia el juez supremo de la conducta honesta. Es un tipo de juicio más débil, más cercano y versátil, más flexible y subjetivo, pero con suficiente entidad para fortalecer la responsabilidad de los hombres ante los otros. Diderot, uno de los hombres más lúcidos del XVIII, el único ateo en una comunidad de filósofos que profesaban el ateísmo como autodeterminación (a decir de D. Hume), en su correspondencia con su amigo Falconet confesaba su voluntad de no renegar de su respeto a ese débil y un tanto efímero juicio de la historia que es el Juicio de la Posteridad. “¡Oh posteridad, santa y sagrada, sostén de los pobres y de los oprimidos! Tú que eres justa, que no estás corrompida, que vengas al honrado, desenmascaras al hipócrita y condenas al tirano, consoladora constante… ¡no me abandones nunca!. La posteridad es para el filósofo lo que el cielo para el hombre religioso”. Sin ella, ¿qué significa la batalla por las luces? ¿Por qué enfrentarse al poder y a la injusticia? ¿Por qué luchar por el derecho y la igualdad? Creer en la posteridad es una exigencia racional, un imperativo práctico, que Diderot defiende con ardor, pero fuera de toda escatología: “El fuego caerá algún día en la Biblioteca Real. Un día las nubes de humo y el fuego dispersarán en el aire las cenizas y las páginas de los antiguos y de los modernos. Una pena por el público, por la nación, por el monarca; pero Homero, Virgilio, Corneille, Racine, Voltaire, no sufrirán ningún daño. Sus obras se continuarán leyendo en cien lugares de la tierra en el momento mismo del incendio” [9]. En una historia abierta cabe el Juicio de la Historia, no ya como un Juicio Final, obviamente, pero sí como Juicio de la Posteridad. El Juicio de la Historia, de una historia que no tiene fin, no puede ser nunca Juicio Final, siempre podrá ser revisable, la historia puede ser redescrita. Pero ese Juico de la Posteridad diderotiano tiene suficiente fuerza para mantener el juicio ético, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, la grandeza y la vileza; es un antídoto contra el nihilismo e inspira una comunidad republicana.

En esta línea de reflexión no es necesario el Fin de la Historia; en rigor, es muy sano que siempre esté abierta, tanto en el momento de crearla como en el de relatarla. Sólo los poderes oscuros tienen necesidad de cerrar las historias; sólo quienes dominan el mundo tiene interés en fijar la dominación. Los débiles, las víctimas, los excluidos, viven mejor en la perspectiva de una historia abierta. Y no es cierto que esta cuestión del “fin de la historia” no sea una cuestión de elección; lo es en todo su recorrido.

En conclusión, esta ilustración parisina, sin duda sometida a la fuerte determinación del progreso capitalista, con su moralidad burguesa ponía límites a la idea de historia. Si nos esforzáramos en pensar tanto la clase burguesa como el movimiento filosófico cultural ilustrado subsumidos en la forma capital, podríamos comprender que no hay paradoja, en ser ambos expresiones de una época, la capitalista, y sujetos de la misma, pues, como realidades subsumidas, a la vez subordinadas y resistentes al capital, tienen esa doble función de avanzar en el camino de la indeterminación de la historia y de ponerle un límite, un freno, para resistir el vértigo del nihilismo al que se asoma.


5.3. Las otras luces, la Aufklärung alemana de los grandes relatos de filosofía de la historia, nos ofrece una profunda lección de historia. A simple vista parece volver a la historia cerrada y redentora del Juicio Final, de difícil encaje en el capitalismo; pero mirado más de cerca nos revela que es compatible con la lógica del capital, en tanto que hace suya la idea de progreso, material y moral. Pueden recorrer un camino juntos, aunque el Estado universal hegeliano negara la idea liberal del mismo, y aunque el comunismo marxiano pusiera en cuestión el reinado del capital.

La lustración alemana retejió una idea de historia limitada, cerrada, finita, finalista, orientada a un destino, pero dando a éste un aire nuevo, más ético que teológico, sea el estado de derecho, la vida ética o el comunismo. En ella el Juicio Final, definitivamente mutado en Juicio de la Historia, no es propiamente un “juicio”, una valoración de los sujetos, sino una expresión del triunfo de la historia misma, una exhibición de su irresistible poder, una manifestación de que ha llevado a donde debía llevar a los individuos, los pueblos y las naciones; una evidencia de que nos ha forzado a ir a donde debíamos querer ir, determinando nuestra voluntad (con la fuerza, la violencia, incluso la crueldad) cuando ésta era refractaria a la razón. La “insociable sociabilidad” que veía Kant en su maquinaria, versión refinada de la máxima de Mandeville “vicios privados, virtudes públicas”, mueve a los pueblos y hace justicia, de modo semejante a como el capital crea y refuerza al proletariado que un día exigirá rendir cuentas. La historia no lleva a un Juicio Final donde rendir cuentas, sino que ella misma, a lo largo de su camino, impone su resolución haciendo efectivo el progreso.

¿Es real esta alternativa o es mera retórica? Sea cual fuere la respuesta, lo cierto es que la historia abierta e indeterminada, presupuesto ontológico para pensarla como escritura del hombre, se vivía con inquietud y siempre se buscaban límites conciliables con la libertad subjetiva. Y esta historia historicista, que refuerza al máximo la objetividad y la densidad de la determinación histórica, ¿es compatible con el capitalismo del que he dicho que en su ADN lleva la necesidad de oponerse y destruir la historia en cualquiera de sus versiones? Claro que sí, del mismo modo que necesita producir mercancías, al fin valor de uso, cuando no se alimenta de éste; o como desarrolla la megamáquina que sacrifica el trabajo humano cuando es de éste que extrae el valor. No podemos aquí entrar en estos “enigmas”, que la crítica ha convenientemente descifrado. Recordemos simplemente que cuando Fucuyama pone el fin de la historia en la asunción de la democracia liberal como destino universal compartido, esa historia no viene mal al capital; cuando la idea de historia se instituye sobre el desarrollo constante de las fuerzas productivas, tampoco le va mal en una perspectiva de tiempo razonable. ¿Y qué ocurre cuando la idea de historia se monta sobre la lucha de clases y dialécticas semejantes? Bueno, en ese caso habrá que optar por el zafarrancho de combate y declararle la guerra a la idea. Al fin, como ya nos había advertido G. Lukács en La destrucción de la razón, llegará en día en que la racionalidad que puso en marcha con sacrificios y aciertos la clase burguesa un día, aunque siguiera siendo eficiente para la producción económica, la ciencia y la cultura, pero no siéndolo ya para la dominación política, la negaría como Pedro al Maestro, y trataría de persuadir de los encantos hechiceros de la irracionalidad.

Esta idea de historia que prolifera en la Aufklärung es la historia historicista por excelencia, inmanente, con origen y fin, llena de sentido, que sirve de referente de las conductas éticas y pragmáticas. Aparece en el gran momento de las grandes filosofías de la historia, escritas desde el pensamiento romántico (Goethe, Schiller, Holderling, Novalis) y de la llamada filosofía de la libertad. Toma fuerza en el debate entre J. G. Herder, con su Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791) y I. Kant, especialmente con su Idea de una historia universal en clave cosmopolita (1784); y adquiere su mayor densidad y coherencia con G. W. F. Hegel, con obras como su Fenomenología del espíritu, sus Lecciones sobre la historia de la filosofía y sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Por suerte son textos bien conocidos, pues aquí no podemos ir más allá de un par de comentarios sobre las propuestas más relevantes y distintas entre sí, la de Kant y la de Hegel.

Kant y Hegel, una filosofía transcendental crítica y una filosofía de la substancia-sujeto, proponen sendas ideas de historia con funciones prácticas muy coincidentes: ambas propuestas apuestan por el sentido de la historia, ambas la cargan con una misión, con un fin (Kant recurriendo al uso práctico de la razón y Hegel confiando en el uso teórico, en uno por compromiso moral, por imperativo, y en el otro por exigencia racional nacida del saber absoluto), y ambas le confían la tarea de llevar a los pueblos la racionalidad política (expresada en el reino de los fines, del derecho, o en la vida ética). Desde la razón práctica o desde la razón teórica, sus historias se alinean con el progreso, y con la producción colectiva del mismo; ambas apuntan a destinos sociales liberados, pacificados y reconciliados.

La propuesta de Kant en su Idea de una historia universal en clave cosmopolita es muy elocuente, pues tras decirnos que no es posible, no está al alcance de la razón, en su uso teórico, conocer si la historia tiene un sentido, por tanto, si existe o no la historia, si podemos hablar de ella qua historia, se propone mostrarnos que esa misma razón, en su uso práctico, está legitimada a decidir si tiene o no sentido. El uso práctico implica imponer racionalmente, no dogmática y arbitrariamente, postulados e imperativos. Y aquí “racionalmente” no equivale a imponer la verdad, sino a determinar la voluntad de forma racional, o sea, conseguir que el otro la acepte por sí mismo. El argumento de Kant para ello es paradigmático: o postulas el sentido de la historia, y a partir de ahí operas en consecuencia, o lo rechazas, y habrás de atenerte a lo que del rechazo se derive.

El sentido de la historia no es una cuestión teórica, de conocimiento, sino una exigencia práctica, para que la vida humana tenga sentido. Además, nos dice Kant, que al final la historia tenga o no sentido dependerá de que lo hayamos o no postulado: si asumimos que su finalidad es el reino del derecho y la vida republicana, si determinamos nuestra voluntad con esa creencia, nos comportaremos conforme a esa determinación y, al final, la historia caminará en ese sentido y habremos elegido lo que debíamos elegir. Si, por el contrario, decidimos que no tiene sentido, o que no podemos saberlo, nuestras prácticas se dispersarán en el individualismo y la guerra de todos contra todos, y al final…, también habremos tenido razón. Lo dice así de claro:

“En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro recurso -puesto que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún propósito racional propio- que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la Naturaleza”. [10]

La decisión la deja en nuestra voluntad. Asumiendo el sentido de la historia nos autodeterminamos, nos limitamos, nos imponemos el deber; renunciando al sentido, optamos por la vida en estado de naturaleza, libres… hasta donde llega nuestro poder para defender nuestra independencia. En leguaje popular, “que cada palo aguante su vela”. De ahí que con mucha razón se haya dicho que renunciar al deber moral de pensar que la historia es y tiene un sentido es una inmoralidad.

La filosofía de la historia más potente de este momento, y tal vez de todos los tiempos, es la de Hegel; a diferencia de Kant, que la basaba en imperativos de la voluntad, el filósofo de Stuttgart la basa en el conocimiento, pues el espíritu subjetivo tiene acceso al saber absoluto. Ese momento, en que el espíritu logra el acceso a la verdad, consiste en que se le revela el sentido de la historia, el sentido de la totalidad y de cada uno de sus pasos. Es el momento en que comprende el origen y el final de la totalidad, su destino, que en el plano del espíritu objetivo es la idea de ese estado universal, racional, ético, y en el del espíritu subjetivo es la autoconciencia, el saber absoluto, en el que se superan las anteriores figuras de la conciencia, en particular la representación de la sociedad civil como estado exterior, la oposición yo/nosotros.

Ese momento de lucidez, que corresponde a un momento de la historia universal, que lo lleva a cabo un pueblo por mediación de un filósofo, es el “Fin de la Historia”, pensada como aventura de una existencia en-sí a otra en-sí-y-para-sí, pasando por el caos de la escisión, la fragmentación y la particularidad del para-sí. Es desde el saber absoluto que la historia se comprende propiamente como ese momento del para-sí en el desarrollo de la totalidad; momento que expresa la indigencia, la parcialidad, la lucha de todos contra todos, la impotencia para determinar la conciencia con lo universal. La modernidad, pues, recupera el cierre de la historia, se libera del vértigo de la indeterminación que implica lo infinito, pero sin restarle sustantividad, sin vaciarla de sentido, sin subordinarla a un fin prescrito y conocido que anule la libertad. Como el fin o destino de la historia sólo aparece ante el saber absoluto, y éste está en el final de la historia, toda ella discurre como proceso continuo de elaboración, como escritura. Su fin se conoce al final, y lo que se revela es que el ser es la historia del ser.

En la solución hegeliana no había Juicio Final; los hombres no eran juzgados pues sus vidas no eran las de sujetos libres [11]. Ni siquiera había propiamente justicia, pues los individuos, las clases y los pueblos sacrificados en el presente no eran compensados en ninguna “otra vida”. Si acaso la historia se redime a sí misma llegando a su final, consiguiendo que la humanidad salga de su historia, deje atrás el dolor, la miseria, el fanatismo, la barbarie, los “océanos de sangre” que hubo de recorrer para llegar al final. La “otra vida” prometida en el Juicio Final tenía más peso como justicia que esa pobre compensación del Estado hegeliano, comunidad política.


5.4. Llegamos al final de la historia. El siglo XX puso a prueba esta representación hegeliana de la historia y todas las filosofías del “progreso”. Las concepciones de la historia de la Illustration y de la Aufklärung dejaron paso a un tiempo sin historia, el que corresponde al capitalismo desarrollado. Las guerras mundiales, Auschwitz o el Gulag fueron barbaries excesivas para la capacidad de “comprensión” de cualquier filosofía de la historia. Sólo una historia sin sentido, sin destino, sin orden ni ley, mera contingencia y arbitrariedad, parece coherente con esos hechos, que ninguna justicia justifica. Y con este paisaje de fondo empírico irán surgiendo las propuestas de demolición de la historia, centrando los ataques en los dos modelos dominantes, el hegeliano y el marxista, especialmente éste, con la particularidad de que en gran medida fue protagonizado por la disidencia postmarxista [12].

Como si el capital no pudiera ya realizar los ideales con los que había ejercido su seducción y su dominación, como si no le fuera posible sobrevivir en las sobreestructuras ideológicas, jurídicas y políticas que esas concepciones de la historia expresan y reproducen, ahora se ve arrastrado a asaltar y destruir cualquier idea de historia con las que había cohabitado y de la que se había nutrido. Desde hace medio siglo, abriendo diversos frentes, nuestra sociedad capitalista parece haber declarado la guerra definitiva a la historia. Bajo ese rechazo, argumentado de mil maneras, se esconde un nuevo “ideal” de vida y de racionalidad, que por fin parece desvelar la esencia del capital, definitivamente forzado a aparecer tal cual es. Ese nuevo ideal es el de la inmediatez, el presentismo, la realidad diseminada en acontecimientos, la consciencia como colección de percepciones, la identidad entendida como fragmentos de memoria zurcidos en relatos provisionales y revisables. No podemos entrar en el fondo de esta cuestión, ante la cual la política ha claudicado sin apenas batalla; pero parece obvio que es el desenlace al que apuntaba el subjetivismo hegemónico y la forma de consciencia adecuada, “orgánica”, al capital en esta fase del consumo. Ya lo sabemos, el buen consumidor -y ahora es la hora de crear buenos consumidores, como ayer buenos ingenieros- es el que vive la vida como “menú degustación”.

Si repasamos el panorama filosófico y literario de estos tiempos constaremos la aparición y creciente arraigo de una diversidad de discursos que desde el marxismo o en sus fronteras se revuelven contra la idea marxiana de la historia, curiosamente la única que había identificado el fin de la historia con el fin del capitalismo. De las dos ideas marxianas, la historia como lucha de clases ya había sido silenciada tras la segunda gran guerra; la otra, encabalgada sobre la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, resultaba más tolerable a la hegemonía del capital, pero también le llegó su hora. Se comenzó por cuestionar su linealidad, por romperla y fragmentarla, por introducir en su seno la discontinuidad, y así se cuestionaba su sentido; y se acabó disgregándola, reduciéndola a sucesión de acontecimientos, a conglomerados de contingencia, que no sólo permiten, sino que exigen, una existencia en la inmediatez, diluyendo la responsabilidad moral y política y, en el horizonte y sin voz, reivindicando la impunidad. El fin de la historia implica la impunidad del capital, que ya no puede esconder su verdad, que Marcuse viera con lucidez, a saber, que habiendo hecho posible el final de la utopía retrasa implacable su advenimiento con el nuevo poder que ha descubierto, no el de ayer sino el de hoy, la banalización de las sobreestructuras. Cuando objetivamente es posible y necesario otro orden económico y social, la mejor manera de impedirlo es banalizando la subjetividad y sus creaciones, sus fines y sus valores, y entre ellos están, sin duda, dos muy conocidos en la filosofía: la verdad y la historia, que en su banalización devienen post-verdad y post-historia. Ya veis, ni siquiera han buscado un nombre nuevo y propio, como si hicieran ostentación del simulacro.

Lamentablemente los ajustes de cuenta con la historia en nuestros días suelen hacerse de manera rápida y frívola, postulando la idea de una historia indeterminada y neutral como última figura de la emancipación humana, o una historia diseminada en acontecimiento y liberada de la determinación gracias a la contingencia, o simplemente por una no-historia, la historia como ilusión de progreso. En ese magma se movieron los primeros movimientos de rebelión contra la historia, como el de los nouveaux philosophes [13], creadores de la pub-philosophie [14], a quienes corresponde el mérito de haber abierto a los textos de filosofía un lugar en los supermercados, al precio de ser tan fugaces como las marcas de moda; y ahí se mueven los grupos que a falta del concepto que justifique un nombre se denominan genéricamente “postmodernos”, que con el relato de la “erosión del ser” arropa consciente o inconscientemente su voluntad de erosionarlo.

Recuerdo un eminente profesor que repetía incansable que “los paranoicos al final acaban teniendo razón”; el club del ser erosionado, en esa línea, acaba erosionándolo. Permitidme recordar una vez más la lección rousseauniana que echa mano de aquel rostro erosionado de la escultura de Glauco,"que el tiempo, el mar y los huracanes habían desfigurado hasta tal punto que parecía más el de una bestia feroz que el de un dios". ¿Era desgaste físico irreversible o desfiguración restaurable debida a acumulación de impurezas? Incapaz la razón teórica de decidir entre naturaleza oculta o naturaleza perdida, definitivamente degradada y corrompida por el tiempo, el ginebrino nos remitía antes de Kant a echar mano del uso práctico de la razón; nos retaba a postular el imperativo.

Para acabar, y aunque de forma precipitada, permitidme esbozar una tesis que aquí no puedo desarrollar, pero que considero pertinente para cerrar esta reflexión. He dicho que el capital conforme a su concepto es enemigo de la historia (como lo es del tiempo de Cronos aunque su substancia sea tiempo de trabajo); y he dicho que no obstante se ha desarrollado de la mano de dos potentes concepciones de la misma, de la ilustración francesa y alemana; pues bien, de modo semejante al de Cronos, comiéndose a sus hijos para prevenir que acabaran con él, el capital acaba con sus creaciones para sobrevivir a cualquier precio. Convive con ideas de historia contrarias a su concepto como convive con elementos y relaciones sociales y políticas que le ofrecen resistencias, porque a pesar de la misma le están subordinados, vive de ellos. En definitiva, el capital es una forma subsuntiva que vive de lo subsumido, que, como el aire para la paloma kantiana, a un tiempo es su resistencia, su obstáculo, y su condición de existencia. Por tanto, si en nuestro tiempo la sobreestructuras se vacían de historia, si el derecho, los valores, la cultura y la política se liberan de la idea de historia, tal vez ello conlleve o sea expresión del final del capitalismo (que Marx interpretaba como final de la historia). Lo cual podría ser esperanzador, si no fuera porque con la idea de historia parece haberse disipado el sujeto histórico, el de Marx y el de Marcuse.

La verdad es que el panorama filosófico invita a pensar que quizás haya llegado la hora final, que el asalto a la historia parece definitivo. Llega por diversas vías, y a caballo de la ontología del relato. Unas veces como apología piadosa del acontecimiento y la contingencia; otras como el lenguaje descargado de representación y coronado en su máscara de dispositivo de intervención pragmática; aquí como profesión de fe en la construcción directa de la subjetividad, ahorrándose el viejo trabajo prometeico de transformar las condiciones materiales de existencia; allá como estetización de la moral, con el corolario de la fetichización del sentimentalismo moral frente a la norma racional coercitiva; y al lado como sacralización de la moral indolora frente a la exigencia imperativa del deber universal; o como la consagración de la verdad como aplauso de la audiencia; e incluso como excitante y cálida entrega a la construcción de universales concretos, de “nosotros plurales, móviles, transversales y efímeros”… Todos estos enfoques y planteamientos que hegemonizan hoy el “espacio público” filosófico, que se autodenominan “no ontológicos”, que sacralizan las perspectivas y las interpretaciones, abnegados productores de subjetividad y de espacios con pintorescos relatos…, son otros tantos frentes de rebelión contra la historia, contra cualquier rastro o presencia de la misma. Se comenzó por criticar la historia lineal e introducir la discontinuidad y las rupturas, posición que me parece seria y correcta, y se llegó a la exigencia de fragmentarla, diseminarla en événements, transmutarla en relatos permanentemente reciclables y revisables, en definitiva, convertirla en el espejo encantado que confirme nuestras pulsiones inmediatas.

Me temo, pues, que este contexto de hegemonía del subjetivismo reinante no es la forma de consciencia adecuada para responder las dos primeras preguntas kantianas; al menos no es adecuado para conseguir respuestas que ayuden a responder a la tercera pregunta. Disuelta la historia, ¿qué sentido tiene intentar conocerla o escuchar sus prescripciones? Pero disuelta la historia tampoco tiene sentido comenzar por preguntarnos “¿qué nos es dado esperar?”, como yo pretendía. Y no debiéramos olvidar que con la historia y su sentido se va la política y toda esperanza en la misma. Con la historia se va el ideal, incluso los ideales realistas, como el de la simple vida decente. Y así no ha lugar a esperar nada de la política. Y si no nos está dado esperar nada decente, ¿qué sentido tienen las preguntas sobre el conocimiento y el deber? No, la conclusión no es el escepticismo pirrónico; la conclusión es que no demos por perdida la batalla por la idea de historia. Y mucho menos que aceptemos la derrota sin resistencia. Si la consideramos condición de posibilidad -sólo de posibilidad- de una vida decente (y que cada uno rellene el cesto), siempre dispondremos de la máxima kantiana de postular un imperativo práctico, por si acaso sirve de algo.


J.M.Bermudo (2019)




[1] La sección primera versa sobre “El objetivo final del uso práctico de nuestra razón pura”, y la tercera sobre “La opinión, el saber y la creencia”.

[2] Nótese que “kann“ es una forma del verbo modal “können”, que habitualmente se traduce por “poder”, en el sentido de capacidad para hacer algo; “darf” es forma verbal (3ª persona) de “dürfen”, y se traduce por variantes matizadas de “poder”, en el sentido de “tener permiso”, “estarme permitido”, “estar a nuestro alcance”. Siempre es un poder determinado, circunscrito a un contexto. Lo más correcto en castellano sería usar fórmulas como “qué me cabe esperar”, “qué me es dado esperar”, “qué tiene sentido que espere”....

[3] “Del fin último del uso puro de nuestra razón”, en I. Kant, Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 814.

[4] Ibid., 456.

[5] Ibid., 815.

[6] Ibid., 816.

[7] Esos fines quedan bien fijados en la sección anterior, la primera de este capítulo: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Respecto a los mismos, el interés especulativo de la razón es mínimo, y tan lleno de obstáculos que difícilmente justifica una investigación a fondo. En cambio, el interés práctico de esos fines es potente, irrenunciable.

[8] Recordad la conferencia de I. Cuenca cuando, al describir la tecnocracia, enfatizaba la tendencia a sacar los problemas de los lugares de decisión política para desplazarlos a organismos exteriores, “despolitizados”, donde los argumentos políticos son silenciados para pasar a la hegemonía los técnicos.

[9] D. Diderot, Correspondence, A-T, XVIII, 1876, 99. Ver el interesante artículo de Marc Buffat, “Diderot, Falconet et l’amour de la posterité”, en Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédie, 43 (2008). Kant también hace referencia al Juicio de la Posteridad en el párrafo que finaliza sus Ideas para una historia universal: “Pero todavía queda otro pequeño motivo a tenir en cuenta para intentar esta Filosofía de la historia: encauzar tanto la ambición de los jefes de Estado como la de sus servidores hacia el único medio que les puede hacer conquistar un recuerdo glorioso en la posteridad”. (I.Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita u otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Madrid, Tecnos, 1987, 23).

[10] I.Kant, Ideas…, 5.

[11] Recordemos que un rasgo del saber absoluto era precisamente la superación de la oposición sujeto/objeto, o sea, la superación de la visión subjetivista del mundo y de la historia.

[12] El fin de la historia proclamado fuera del marxismo, como el teorizado por Fucuyama, es una versión frívola y paródica del modelo hegeliano.

[13] Ver particularmente el libro de Guy Lardreau y Christian Jambet, Ontologie de la révolution. I. L'Ange: Pour une cynégétique du semblant. París, Grasset, 1976. De Bernard Henry Lévy, La Barbarie à visage humain (1977), Le Testament de Dieu (1979) y Le Jugement dernier (1992), todas ellas en Paris, Grasset. Y de André Glucksmann, Les Maitres Penseurs. Paris Grasset, 1977.

[14] El témino es del excelente libro de F. Aubral y X. Delcourt, Contre la nouvelle philosophie. París, Gallimard, 1977.