EL IDEAL DE SIMETRÍA COMO HUIDA DE LA REALIDAD DISIMÉTRICA





Las palabras tienen nacionalidad; basta decirlas o escribirlas para que la conozcamos (simetría, symétrie, symmetry, symmetrie) o casi (симметрия, 對稱, hangarite, ਸਮਮਿਤੀ, समरूपता) [1]; los concepto, en cambio, son apátridas. Pero no son nómadas, siempre tienen lugar de residencia. El de simetría, por ejemplo, vive de forma preferente en las matemáticas, en la música en las artes plásticas, en la biología, la química, la cristalografía…y en muchos más. Y también,  más camuflado, con menor concreción, en el complejo campo de la filosofía práctica (donde se disputan el territorio la estética, la ética, el derecho, la política y otras disciplinas más modernas). Y, como no podía ser de otra manera, si el hábito no hace al monje, el hábitat pesa lo suyo. Aquí también es oportuno aquello de “tants caps tants barrets”. Pero los filósofos somos los pastores de estos territorios, y debemos conocer y diferenciar los “conceptos” que los pueblan.  Tanto más necesario el empeño cuanto que son territorios de fuertes nieblas, que difuminan los contornos y, como si fueran aquellos entrañables personajes de Luigi Pirandello, anhelan existir, aspiran a ser aquello de lo que son meros fantasmas. Si los seis fantasmas buscaban un autor para llegar a ser personajes, los diversos “nombres” (el ser se dice de muchas maneras, decía Aristóteles) o perfiles con que se presenta la simetría parecen buscar sólo una combinación y ordenación de los mismos que permitan intuir qué hay dentro. Y eso es lo que aquí intentaré.


1. El término “simetría” nos evoca una pluralidad de referentes. Nos evoca belleza, para ser más preciso, un cierto sentido de la belleza; nos evoca virtud, o un cierto sentido de virtud; nos evoca el bien político, por ejemplo la libertad, el estado o el derecho, o más bien un sentido determinado de los mismos; nos evoca, en fin, justicia, sin duda un cierto sentido de la justicia. Y si pensamos con detenimiento lo que tienen en común la belleza, la virtud, el bien político y la justicia, muy posiblemente lleguemos a la conclusión que lo común entre ellos es que de una forma u otra contienen la igualdad, o al menos cierto sentido de la igualdad. Por tanto, “simetría” nos refiere siempre a valores universalmente deseables; es una manera peculiar de referirse a esos valores. Como éstos son nómadas y pueden presentarse con diversos “sentidos”, con diversas máscaras, una de ellas es la simétrica, vestuario adecuado para un momento oportuno. Por eso decimos que la simetría refiere a “cierta belleza”, cierta manera de expresarse o manifestarse ésta, distinta a la que encontramos en Dionisos, en Baco o en Antígona, por ejemplo; decimos que refiere a “cierta igualdad”, que no es la del contrato, la de la competencia del mercado, la del mérito, ni siquiera la igualdad de oportunidades, formas todas ellas condicionadas de expresar la igualdad, que no se libran de la sumisión a la fortuna o al hado. La simetría es belleza, y es igualdad, pero belleza e igualdad expresadas de un modo peculiar, un tanto misterioso e indescifrable.

Creo que el enigma filosófico de la simetría tiene mucho que ver con esas referencias mencionadas a la belleza y la igualdad y, en particular, a esa figura híbrida de la bella-igualdad, ciertamente inconcreta, ambigua, indefinida, pero que actúa como lugar sagrado, como Ítaca a la que se regresa con el cuerpo cargado de heridas y saciado de aventuras, cuando la inevitable insatisfacción de ese “proyecto inútil” que según J.P Sartre es el ser humano impone el regreso al retiro del guerrero. Si se me permite abusar de los conceptos kantianos, la simetría es lo bello (estético, moral, político, natural), siempre pospuesto por lo sublime, siempre esperando su momento de verdad. La simetría enuncia el valor de la igualdad bella; no de la igualdad sublime, absolutamente perfecta, insondable en su majestuosidad, sino de la igualdad humana, siempre insuficiente, de ahí su atractivo frente a la desigualdad insoportable y su límite como ideal insatisfactorio. Al fin la bella igualdad de la simetría nunca llega a ser ideal completo, cerrado y acabado, pues hasta en sus formas más definidas, como las que aparecen entre las figuras geométricas, los elementos simétricos “por definición” -y no hay acto más omnipotente que la definición- no pueden ser iguales. Esa insignificante diferencia de posición, esa diferencia meramente espacial -como la diferencia de tiempo entre los acordes simétricos-, intrínseca a la simetría, conditio sine qua non de la misma, al mismo tiempo que hace posible la simetría, una forma insuficiente de igualdad, hace imposible la igualdad absoluta. Tal vez ese sea el secreto de su atractivo, que como todo ideal no está hecho para existir en su forma pura sino en figuras imperfectas que nos empujan a superarlo.


2. Ya hace décadas que, de la mano de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, la filosofía contemporánea se emancipó de su sumisión al estricto canon de las etimologías y a la dogmática de las Academias de la Lengua para asumir que el significado de las palabras viene dictado por el uso que hacemos de ellas. Y no es que este nuevo señor de las palabras no sea arbitrario ni incómodo, pues si la ausencia de la norma nos libera del olor despótico que suele acompañarla, la coronación del uso como el nuevo rey de la semántica, que ni el nombre tiene bello, nos inquieta con su caprichosa, espontánea y dispersa casuística, sólo limitada por el imperativo de la comunicación; eso en el caso que se respete esa regla pragmatista según la cual cualquier uso lingüístico es legítimo mientras sirva para entendernos. En todo caso, y para lo que nos afecta, la identificación del significado con el uso nos evita la anacrónica tarea de fijar el significado original y canónico del término “simetría”, que nos llevaría a remontarnos a la Grecia clásica, a recurrir al recurrente “procede de συμμετρία, que literalmente significa con medida”… Ese “literalmente” no enuncia otra cosa sino que lo traducimos así, y oculta que tal vez si tradujéramos por “con mesura” nos acercaríamos más al sentido que el término tenía en el mundo helénico, que producía las palabras con más libertad y desparpajo que nosotros; y nos acercaríamos aún más si, en un acto de audacia poco académico, lo traducimos por “con proporción”; con lo cual sin apenas percibirlo nos acercamos a la idea del significado como uso.

Este nuevo enfoque no nos libera del todo de Grecia, pues para conocer la legitimidad de un uso sigue siendo útil remontarnos al origen, inventariar sus metamorfosis, e incluso seguir su historia, en definitiva, comprender el devenir semántico del término. Pero ya no vamos al pasado a recoger el dictado o la autorización del bien hablar, sino a encontrar horizontes, perspectivas, contextos diversos que nos ayuden a conocer el uso que hoy hacemos de las palabras. Y en esa vía a veces, como en este caso, nos llevamos sorpresas al comprobar que, contrariamente a lo que ocurriera al rostro de la estatua del dios Glauco, deformada por la erosión de las aguas donde estuvo siglos sumergida, los más de dos mil quinientos años de uso del término “simetría” han conservado los contenidos esenciales del concepto. No pretendo menospreciar el enorme enriquecimiento semántico del concepto “simetría” en determinadas ciencias, como la geometría, el álgebra, la física, la química, la biología, la cristalografía, etc.; ni siquiera infravaloraré el menos relevante que ha tenido lugar en otras disciplinas, como las arte plásticas, la música, la ética, el derecho o la política. Simplemente quiero argumentar que lo esencial del concepto, sea pensado como determinación ontológica o como canon ético o estético, como propiedad de la realidad o como ideal a realizar, se ha conservado a través de la erosión de la historia. Para ilustrar esta idea, y para que así nos sirva en la tarea de pensar la simetría como el (casi) ideal de la “igualdad insuficiente”, analizaremos su presencia en dos conceptos de justicia distanciados en el tiempo, pertenecientes a dos momentos de la filosofía, uno en el origen, concretado en la República de Platón, y otro en nuestros días, como aparece en Una teoría de la justicia de John Rawls.


3. La simetría, en cualquiera de sus usos en las disciplinas particulares, suele hacer referencia a la distribución de las partes en una totalidad. Estas partes pueden tener muy distinto rango ontológico, pero siempre tiene que ver con la distribución de posiciones o roles de los elementos que constituyen el conjunto. Se trate de las masas en una escultura, los volúmenes en arquitectura, los acordes en música, los colores en un óleo, los órganos en el ser vivo, los bienes materiales en una sociedad, los personajes en un escenario…, la simetría se refiere a la ordenación espacio temporal del todo, a la distribución de sus elementos en cantidades y posiciones determinadas. Y en estas composiciones de imagen simétrica, sean de un ser vivo, de una molécula, de una forma geométrica o de una constitución política, solemos ver los rasgos de la perfección de esos cuerpos; con cuantas imprecisiones, anomalías y excepciones sean pertinentes, pero apuntan a lo que el sentido común considera perfección. La simetría aparece como ideal, ideal del ser y de la norma, ideal ético y estético, ideal de mundo e ideal de vida; y, como todos los ideales, además de inalcanzable, escinde la conciencia y la voluntad. Ese ideal aparece en los mitos de la creación del mundo, que siempre parten de un insoportable caos inicial sobre el que se impone la ordenación, la proporción, el equilibrio y la armonía, todos ellos rostros de la simetría; ese ideal aparece en las ciencias, en su irrenunciable voluntad de representación del mundo en un marco legal, casi siempre simétrico, pues incluso cuando hay que representar el azar tienen armas legales de disciplina y orden la estadística y la probabilidad. Pero esa perfección que espontáneamente vemos o buscamos en lo simétrico parece volatilizarse ante otras figuras de la perfección, ante otros ideales; es la guerra eterna entre Apolos y Dionisos, entre Ares y Baco, entre el espíritu y la carne, entre la razón y la pasión, entre el deber uy el deseo. No es necesario ejercer violencia alguna sobre las representaciones de la historia como luchas del bien y el mal para reescribirlas como confrontación entre el orden y el desorden, entre simetría y disimetría [2].

El aura de perfección que compaña a la simetría tiene que ver con la igualdad; la simetría es una figura flexible y contaminada de la igualdad, pero a su modo es igualdad. Dos figuras simétricas, en el plano o en el espacio, tienen cierta igualdad, aunque difieran en posición; el tiempo de Penélope, en tejer de día y destejer de noche, tiene su igualdad bajo la radical oposición de las dos funciones, como el de Sísifo subiendo la piedra que regresa al valle. Tal vez por eso la simetría huele a perfección, porque la igualdad pertenece también a un cierto ideal; y tal vez por eso se vuelve aburrida, odiada e insoportable al ser humano, a cuya naturaleza pertenecen infinitos ideales, cual atributos de la substancia spinoziana.

Los griegos clásicos, identificados con una sociedad nada igualitaria, que relega a los márgenes de la ciudad a esclavos, mujeres y metecos, son muy sensibles a la igualdad que acompaña a la simetría. Es obvio este amor en las artes plásticas; pero también en la literatura, donde sus tragedias cabalgaban sobre el equilibrio y armonía de las fuerzas antagónicas. Y está igualmente presente en su ética, donde los rostros de la simetría, la proporción, el equilibrio y la armonía, formaba parte de ese ideal de vida griego que suele expresarse en la máxima del Meden agan (μηδὲν ἄγαν), nada en demasía, que describe Solón en su Eunomía o Elegía del Buen Gobierno. También, como ha puesto de relieve nuestro añorado E. Moreno, lo podemos encontrar en la teoría aristotélica del mesotes (μεσότης, justo medio), y en la aurea mediocritas cantada por Horacio, que tanto influirá en la máxima medieval “in medio virtus”, y que culminaría en las “ciudades ideales” del Cinquecento [3], donde se traduciría en el hoy intraducible concepto renacentista de la mediocrità. El “aura mediocritas” nada tiene que ver con la vulgaridad o la “mediocridad”. Tenía que ver con la sophrosyne, que es moderación, templanza, y con la phronesis, que alude a la prudencia y la mesura, y por esa vía se nos remite a formas de espíritu equilibradas y armónicas, las formas como el mundo griego proyectó su ideal de vida ética estética y política.

Pero tal vez la mejor ilustración de esta identificación de la simetría como perfección ética basada en cierta igualdad es la que nos ofrece Platón en su República. Este admirable texto, que suele interpretarse como descripción de un ideal de ciudad, se estructura como una reflexión sobre la justicia. De hecho el escenario es el de unos jóvenes helénicos que, en plenas fiestas de Atenea, están en el Pireo, en casa de uno de ellos, Polemarco, preparándose para salida nocturna. Aparece el padre, Céfalo, que a pesar de ser meteco (no era ateniense, procedía de Siracusa), era un comerciante acomodado, de impecable trayectoria familiar, que nunca se vio en litigios, que satisfacía oportunamente sus deudas, en fin “que estaba en paz con los dioses y con los hombres”. Lo saludan, se intercambian cortesías y ante la imagen de equilibrio y serenidad, de felicidad, que emanaba del venerable anciano surgen comentarios respecto a si aquella paz se debe a su fortuna o a su carácter. Y de este modo se llega, en cuanto sale de escena Céfalo, a la relación de la felicidad con el ser justo.

Las nociones de justicia que van apareciendo en el diálogo refieren a las relaciones entre los hombres: "dar a cada uno lo que se debe" [4], "dar a cada uno lo que se merece" [5], "hacer favores a los amigos y daños a los enemigos" [6], "no hacer daño a nadie" [7], "lo que conviene al más fuerte" [8], etc. etc. Todas resultan insuficientes a Sócrates, quien con astucia sugiere que el fracaso de la investigación se debe al escenario escogido, las relaciones exteriores entre los hombres, un lugar sin substancia, entre dos totalidades, la sociedad y el hombre. Para nuestro objetivo presente es muy importante esta propuesta de desplazamiento de la reflexión: la justicia hay que buscarla en las totalidades, el hombre, la sociedad, la humanidad o el cosmos, porque es una cualidad de las totalidades complejas. Se nos encienden las alarmas: ¿no se parece en esto la justicia a la simetría?

Si la justicia se lee en las totalidades, para tratar la cuestión del hombre justo se debería partir del alma humana como una totalidad de facultades. Pero Sócrates por razones metodológicas ofrece otra vía y dice: "La investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi entender, una persona de visión penetrante. Como nosotros carecemos de tal visión, me parece que lo mejor es seguir en esta indagación el método de aquél que, no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos unas letras pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están reproducidas las mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo más destacado. Este hombre consideraría una feliz circunstancia, creo yo, aquella que le permitiera leer primero estas últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran realmente las mismas" [9].

Curioso, la simetría de los mensajes bajo su diferencia tipográfica nos ayudará a resolver el concepto de justicia en el hombre. La estrategia de investigación queda establecida en dos etapas: una, leer la justicia en la pizarra grande, en la sociedad; luego, mostrar que el mensaje escrito en el hombre dice lo mismo, por ser simétrico. La primera tarea, claro está, exige una “construcción en idea de la ciudad perfecta”, que nos aseguraría que allí ha de estar presente la justicia; y ha de hacerse sin caer en una petitio principi, o sea, sin referencia alguna a la justicia, pues no la conocemos. Platón salva esta condición con elegancia, pues la ciudad perfecta responde a criterios propios; su fin no es la justicia, es otro.

No podemos reproducir aquí la descripción que lleva a cabo; nos basta con señalar que los griegos contaban con una idea universal de “perfección”, aplicable a todos los seres, y que identificaban con la potencia de éstos para permanecer en el ser, para subsistir. Esta perfección ontológica en el caso de la ciudad tomaba la forma de “autarquía”, que sigue teniendo valor para nosotros, aunque la división internacional del trabajo ha ido minando su rango, al final substituido por la “soberanía”, que también hoy declina…. Con esa idea Platón describe una ciudad que tiene todo lo que necesita para sobrevivir, para resistir y defenderse contra todo. Inventariadas todas las necesidades, todas las funciones, y seleccionados y repartidos los individuos por todas ellas conforme a las cualidades de sus almas, y educados adecuadamente para que cada uno llegara a virtuoso en su función, la ciudad no sólo cubría sus necesidades y devenía autárquica, sino que lograba la mayor perfección, por motivos: a) porque cada individuo llegaba a ser aquello para lo que estaba mejor dotado, y devenía perfecto y feliz entregado a una y una sola tarea, que así garantizaba su virtud (su virtuosismo); y b), porque de esa perfección-felicidad del individuo se desprendía su mayor productividad en cantidad y calidad (fuera produciendo zapatos, trigo, música, defensa de la ciudad o tareas de gobierno), de donde precisamente derivaba la riqueza de la ciudad.

Acabadas la minuciosa descripción, que es un auténtico ejercicio de producción de simetría, de construcción de un todo ordenado, armónico, equilibrado, compensado… en los más mínimos detalles, llega el momento de la verdad: leer en aquella ciudad en idea la presencia de la justicia. Sócrates comenta entonces que si la justicia ha de estar allí presente, como se supone en una ciudad perfecta, no puede ser ningún elemento de contenido de los mencionados, pues no ha salido su nombre; y sugiere que la justicia debe referirse a la forma, al orden de las partes en la ciudad, a que cada cosa esté en su lugar: "la ciudad nos pareció ser justa cuando los tres linajes naturales que hay en ella hacían cada uno lo propio suyo" [10]. Y añade: "Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad: a aquello para que su naturaleza esté mejor dotada" [11].

La justicia, por tanto, es la cualidad de una ciudad que permite y exige que cada uno ocupe su lugar: "hacer cada uno lo apropiado a su alma y no multiplicar sus actividades" [12]. La justicia de la ciudad reside en que cada una de sus partes se ordene a su fin: "la posesión y práctica de lo que a cada uno le es propio será reconocida como justicia" [13]. De este modo se logra la perfección ontológica del hombre y, en consecuencia, su virtud y su felicidad, y la perfección de la ciudad, su autarquía y estabilidad.

No son necesarios muchos comentarios para poner de relieve la vecindad conceptual entre la justicia en la ciudad y la simetría; y tampoco para reforzar la idea antes expuesta de que la simetría -como la justicia- es cierta perfección, y que se basa en cierta igualdad. Platón ha diseñado esta ciudad que a nosotros nos parece radicalmente antiigualitaria y jerarquizada usando una idea sofisticada de igualdad: todos los miembros de la ciudad son iguales entre sí y ante la ciudad en cuanto cada uno de ellos está destinado a hacer aquello que le permite realizar su eidos, desarrollar plenamente lo que es. Una igualdad, por cierto, parecida a la que Marx ve y denuncia en el mercado capitalista, todos iguales en tanto todos son propietarios, en tanto todos compran y venden, cada uno lo que tiene, unos sus mercancías y otros su fuerza de trabajo. Pero se trata de cierta igualdad….

El resto del pasaje platónico simplemente cierra el relato y lo refuerza. Conocida la justicia como propiedad de la totalidad social, no es difícil, por analogía, encontrar el concepto de justicia aplicado al hombre como totalidad, pues las tres facultades del alma se corresponden con los tres linajes de la ciudad, pues a ésta no le llegan de otra parte sino de nosotros mismos. "En el alma de cada uno hay las mismas clases que en la ciudad y en el mismo número" [14]. El hombre justo es el bien ordenado, aquél en cuya alma el entendimiento, el valor, el deseo, ocupan cada uno su lugar. Desde luego que la ciudad justa, como el hombre justo, no son ideales finales; la ciudad perfecta tiene otras virtudes que la justicia; y el ideal humano no puede acabarse en ser justo; pero en ambos casos es condición de posibilidad. Lo reconoce Aristóteles, quien dirá que la justicia, como virtud moral, es inferior en perfección otras virtudes, como la amistad: "Cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, pero, aun siendo justos, sí necesitan de amistad" [15]. Por tanto para los griegos la virtud de la justicia -y con ella la simetría, si nuestra analogía es pertinente- es una cierta salud, belleza y bienestar del alma. Consideraban que no nos hace dioses, no disuelve nuestra finitud, pero su ausencia agrava nuestra existencia, y su presencia ocasional alimenta nuestras esperanzas.


4. Pasemos ahora a ver la simetría en la justicia moderna. Ya Th. Hobbes dejó establecido los fundamentos de la idea liberal de justicia, básicamente con dos principios: a) en el estado de naturaleza hay excesiva igualdad entre los hombres [16], lo que les lleva a la “bellum omnium contra omnes”, y a través de ésta al contrato social; y b) cualquier cosa que se pacte siempre será legítima, pues se hace libremente y para salir de una situación insoportable. De este modo podrá establecer como “tercera ley de la naturaleza” la siguiente: “que los hombres cumplan los pactos que han celebrado”, pues "la injusticia no es otra cosa que el no cumplimiento del pacto; y todo aquello que no es injusto es justo" [17]. Es fácil comprender que Hobbes, y con él toda la tradición liberal, al focalizar la justicia en el cumplimiento de los contratos silencian e invisibilizan los resultados del mismo; la justicia se define por las condiciones de su firma, por la ausencia de coacción, y se ignoran sus efectos en la totalidad, se olvida la desigualdad, la desarmonía, los desequilibrios, las disimetrías que se derivan de esa exigencia impar de cumplir los contratos.

No todos los liberales han sostenido planteamientos tan cínicos, es cierto; los más sensibles aceptan que no todas las desigualdades son justas [18]. Ahora bien, no ponen en duda que hay desigualdades justas, que la disimetría es bella, que de los vicios privados proceden las virtudes públicas, como defendía Mandeville, en fin, que cierto desorden es fecundo como la vida misma. De ahí que todas las teorías liberales, sin excepción, que han proliferado en nuestro espacio cultural desde la década de los setenta han enfocado la reflexión en la delimitación de las desigualdades legítimas y justas y en su justificación filosófico-moral. De todas ellas [19] la más relevante, la que ha creado escuela, es la “justicia como equidad”, que John Rawls argumentó en Una teoría de la justicia [20].

Pero antes de comentar su propuesta de sociedad justa debemos recordar que la irrupción del capitalismo alejó definitivamente, para bien y para mal, al mundo clásico y su ideal de vida. No incitamos a añorar aquella sociedad esclavista, aquellas polis cerradas, todo muy simétrico, tanto en los lugares sociales (ciudadanos o polítes, metecos, esclavos) como en lugares físicos, todo muy “anphi” (thalamus/anphi-talamus, gineceo o gineconitis/ andronnitis; pero sí a pensar el largo recorrido y las metamorfosis de ese ideal simétrico de belleza, de moral y de ciudad.

El capitalismo diluirá la primacía ontológica de la república y puso en el trono al individuo: hasta la justicia se predicará de lo que él hace, tendiendo a ignorar los efectos de sus acciones. Cierto que, en el mercado económico, defiende la tesis de que el cambio de mercancías es rigurosamente simétrico, por su valor; pero había motivos para la sospecha de que era retórica, simulacro, máscara del intercambio siempre desigual entre individuos, naciones, estados. En la contabilidad, espacio de la apariencia, se exigía rigurosa simetría entre el “debe” y el “haber”; pero en la cuenta de resultados se anhelaba la asimetría en azul. En lo público, exquisita igualdad de derechos y de trato; en la sociedad civil, bacanal de la diferencia. Y como en el campo de lo asimétrico todo puede ser superado, hasta la simetría sagrada del “estado” en su concepto moderno genuino acabará profanada en las cada vez más sonoras legitimaciones del estado asimétrico”.

No es extraño, por tanto, que nada menos que James Buchanan [21], gurú de la teoría de la public choice, premio Nobel en 1986, tenga la audacia de defender como justicia la “situación de equilibrio” a la que se llega en las negociaciones entre individuos o grupos usando cada uno los recursos que tenga a su mano. La justicia surge así directamente del mercado, sin edulcorantes; del enfrentamiento asimétrico (que llama “situación de desigualdades múltiples”, porque unos son más fuertes en dinero, otros en información, en astucia, en resistencia….) surgiría la justicia, pues desembocaría en una situación de equilibrio, que se alcanza cuando se igualan para los guerreros las utilidades y los costos marginales de su enfrentamiento. El mercado repone la paz, y la misma coincide con una situación razonable para todos. Ni vencedores ni vencidos; todos ganan por plantarse en ese sagrado límite a partir del cual todos pierden si continúan la lucha. Lo justo, pues, es lo que resulte de las sucesivas batallas. Lo justo es esa simetría de los costos marginales, esa igualación de las voluntades de parar ante el abismo, esa armonía que surge ante la inminencia de la muestre. ¿Y qué es esto sino un breve descanso antes de volver al muy simétrico anfiteatro?

No todos los economistas filósofos sostienen tal audacia. Como señalaba anteriormente, la lejanía histórica y ética del ideal griego no ha impedido la conservación de algunos contenidos. Intuitivamente, aunque en nuestra cultura juridicista la justicia se aplica a los hechos, y se valoran en referencia a la ley, no se ha perdido del todo cierta sensibilidad a los resultados globales de los hechos, a sus efectos en la totalidad, a lo que se llama “estados finales”. Es decir, junto a esa idea jurídica de la justicia se ha mantenido también la vieja justicia moral, que nos lleva a rechazar comportamientos privados o públicos que, siendo conformes a la legalidad que rige las relaciones personales, tienen efectos sociales globales perniciosos, en especial excesivas desigualdades, desequilibrios, desarmonía, en fin, todo ese conjunto de rasgos que de forma genéricas adjuntamos a la disimetría. Podemos decir que nuestra alma arrastra aún cierto amor a la simetría.

La propuestas rawlsiana de “justicia como equidad” (Justice as Fairness) responde a estas consideraciones que venimos haciendo [22]. En primero lugar, define un sistema de relaciones de referencia simétrica. La sociedad se escinde en dos esferas que se reparten la existencia humana. La primera es la de los “bienes sociales primarios”, bienes universalmente deseables socialmente controlados, tal que su distribución entre los ciudadanos responde a la equidad. Esa distribución se hace en base a reglas morales y con un solo criterio: la razonable igualación entre los seres humanos en sus expectativas de vida. En esa esfera de distribución equilibrada y armónica se pretende conseguir una vida de la misma dignidad para todos, entendiendo por “vida digna” tanto el acceso a los bienes materiales necesarios como las libertades, las oportunidades, la autoestima, etc. Esta es la esfera de la justicia en sentido propio, que podemos llamar la esfera política, regulada por el estado, y que responde a ese sutil sentido de la igualdad que relacionamos con la simetría.

Pero la sociedad tiene otra esfera, que podríamos llamar esfera del mercado, donde Rawls considera que debe reinar la máxima libertad compatible, donde reina la desigualdad y la disimetría. Está convencido de que en nuestra cultura liberal democrática occidental una sociedad se considera justa si y sólo si cuida y coordina adecuadamente ambas esferas. Está convencido de que, si en un punto cero, en el origen, en lo que llama “posición original”, nos dan a elegir modelo de sociedad de forma imparcial, (es decir, “tras el velo de la ignorancia”, ignorando el lugar que ocuparemos en ella, ignorando nuestras capacidades y carencias naturales, etc.), elegiríamos ese modelo: la sociedad que nos garantizara ampliamente los bienes sociales primarios y que al mismo tiempo nos abriera la posibilidad de medir nuestras fuerzas, de procurar nuestra individualización, nuestra diferencia, nuestra distinción cualitativa y cuantitativa. Y está convencido, además, de que eso es bueno para la sociedad, pues la seguridad que da la igualdad es bien complementada con la voluntad de iniciativa e innovación que estimula la desigualdad. De este modo, las dos esferas, la en sí simétrica de la igualdad y la disimétrica de la librea adquisición, juntas forman una totalidad superior simétrica; igualdad y desigualdad, simetría y disimetría, se armonizan y equilibran, generan una simetría de orden superior, una simetría asimétrica, ordenada y fecunda.

Esa simetría de lo diferente, que parece una contradicción en los términos, no debería sorprendernos, pues abunda en el imaginario liberal, y es del mismo rango que la armonización entre intereses privados e interés público, entre bien particular y bien común, etc.. Rawls, que se limita a elevar a concepto lo que considera una sensibilidad y voluntad muy extendida, tan extendida que le parece un universal concreto (el mundo occidental), se atreve a “clarificar” ese vínculo invisible y sospechoso con su popularizado “principio de la diferencia”. Este principio, que junto al derecho individual al máximo paquete de libertades compatibles define su propuesta de sociedad justa, y que Rawls formula con diversos matices en distintos pasajes de sus obras, viene a decir lo siguiente: "las desigualdades económicas y sociales deben ser estructuradas de manera que: a) sean para el mayor beneficio de los menos favorecidos, consistente con el principio del ahorro justo; y b) los cargos y posiciones estén abiertos a todos bajo condiciones de igualdad equitativa de oportunidades (fair equality of opportunity)" [23].

El principio de la diferencia pone un límite a la disimetría social, regulando las desigualdades justas en la esfera del mercado; pero también introduce cierta disimetría en la esfera política, pues permite una cierta desigualdad en la distribución de los bienes primarios, que reconoce así: "Todo bien social primario -libertad y oportunidad, ingresos y riquezas y las bases de la autoestioma- tiene que ser distribuido con igualdad, al menos que una desigual distribución proporcione ventajas a cada uno de ellos" [24].

Como vemos, incluso en las concepciones liberales más sensibles a la igualdad, el elemento simétrico que aporta belleza moral y bien político aparece “sobredeterminado”. La vida descansa en sus momentos de simetría, pero ama el desorden; la sociedad necesita armonía, pero es la negatividad, según Hegel (la “guerra” según Heráclito, la pasión según Hume…), la que la empuja a realizar su esencia.

José Luís Borges, en uno de sus cuentos, El Sur, nos dice que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” [25]. Tal vez sí, tal vez sea un capricho de su demiurgo. Aunque me inclino a pensar, por analogía con la idea de Marx sobre la levita, indiferente a ser portada por el aristócrata o el burgués, que a la realidad le da igual el disfraz que la pongamos. Como somos transgénicos de la antigua cultura griega, nos han acostumbrado a creer, con Pitágoras, que las proporciones matemáticas ponen en las cosas al mismo tiempo su existencia y su belleza. Pero si aquellos pioneros de la filosofía occidental veían orden, medida y equilibrio en el mundo, ¿adónde miraban? ¿Es eso lo que nos muestra el mundo? Ni Voltaire ni Hegel veían esas cosas. El francés, que no gustaba observar los cielos, miraba la historia y veía sólo sombras, confusión, barbarie, fanatismo, agitación…, todo menos proporción, orden y armonía, todo menos luces [26]. Hegel, cuya mirada abarcaba los cielos y la tierra, lo divino y lo humano, sólo veía escisión, conflicto y lucha en las cosas, en los hombres, en las instituciones, en los pueblos, en la naturaleza y en el espíritu; sólo veía confrontación, desorden, dominación y negación, tanto es así que asignó a la filosofía nada más y nada menos que la ingente tarea de comprender el sentido de esa inmensa disimetría. Su dialéctica –dialéctica no de la síntesis, sino de la negación de la negación- sería la perceptiva hermenéutica desde la cual ver el sentido de la infinita agitación del mundo, el orden y el equilibrio oculto en las profundidades.

Voltaire soportaba el caos de la historia porque en su inmenso mar de tempestades aparecían de vez en cuando momentos de luz, de racionalidad; ciertamente, muy de vez en cuando, pues apenas distinguía tres o cuatro de esos momentos de la historia, fugaces y locales, como la Atenas de Pericles, el Renacimiento de algunas ciudades italianas y –no sé si por estrategia de salvación o por patriotismo- el siglo de Luís XIV. Por su parte Hegel soportaba tanta escisión y lucha porque consiguió pensar los “océanos de sangre” como precio de la futura vida ética, reino genuino de la simetría. Lo dijo con estas palabras [27], y no debiéramos sorprendernos, pues así hemos justificado muchas veces la “revolución”, y así justificaban los teólogos católicos las ordalías o “juicios de Dios”, de los cuales las piras de la Inquisición sólo son uno de sus modelos más groseros.

Todo por la simetría, podríamos decir. No, sólo dos muestras de la necesidad antropológica de la simetría, que así nos aparece como huida de la realidad, obstinadamente asimétrica, desigual y jerárquica. No deja de ser curioso observar que cuando el pensamiento humano establece los medios u objetivos importantes para nuestras vidas siempre nos lleva a un escenario de lucha, competición, jerarquía, agitación, desproporción. El mismo ideal democrático acaba travestido en confrontación legítima, lucha por el poder legítima, fijación de la desigualdad legítima desequilibrios, uso legítimo de la “regla de la mayoría”. En cambio, cuando el pensamiento se siente cansado o vencido, o cuando ha logrado liberarse de la hybris y del eros, de la superbia y la vanitas, vuelve a ese retiro del guerrero que le brinda la simetría, busca la paz en la proporción, equilibrio y armonía que ésta le brinda, como si fuera su verdad a la que siempre da la espalda.

Tal vez la relación del hombre con la simetría esté condenada a este destino trágico de ideal del vencido. La simetría como el poético retiro del guerrero, o la simetría como el más humilde y prosaico descanso de los sentidos, del pensamiento y de la vida. Después de la excitación, la calma; tras la batalla, la paz, aunque sólo sea breve armisticio. Simetría como la proporción que se anhela tras el exceso insoportable; la catarsis que culmina la tragedia; el llanto plácido del duelo que nos protege de la muerte. Tras el vértigo heracliteo, el orden del paisaje eidético platónico; tras la dialéctica de la negación incansable hegeliana, la intuición sin destino husserliana. El momento apolíneo que hace soportable las convulsiones dionisíacas; la vieja razón objetiva que nos hace añorar el domino de la razón instrumental. Tras las pasiones divinas, las simplemente humanas. Tras lo sublime, lo simplemente bello.

Sí, si prestamos atención, encontraremos que hay un enigma en esa función consoladora de la simetría. Tal vez era lo que U. Eco pretendía decir sin lograrlo cuando en su Historia de la Belleza [28] desglosando su sentido acumulaba términos, necesariamente siempre imprecisos (“mensurado”, “adecuado”, “proporcionado”, “de medida conveniente”…); tal vez sólo quería decir que la simetría en la belleza, y nosotros añadimos en la ética, en el derecho, en la matemática, en la cristalografía, en la vida misma, es sólo el ideal del hombre a escala humana, es decir, el ideal insatisfactorio de este ser natural que se resiste a abandonarse a la finitud.


J.M.Bermudo (2016)




[1] Ruso, chino, maorí, punjabí y hindi, respectivamente.

[2] No entraré en la cuestión, pero uso “disimetría” porque el uso actual de “asimetría” está conceptualmente contaminado de “simetría”.

[3] Una parte de esta tesis fue publicada en Evelio Moreno Chumillas, Las ciudades ideales del siglo XVI, Barcelona, Ed. Sendai, 1991.

[4] República, 331d.

[5] Ibid., 332 c.

[6] Ibid., 332d.

[7] Ibid., 335e.

[8] Ibid., 338c ss.

[9] Ibid., 368 c-d.

[10] Ibid., 435 b.

[11] Ibid., 433a.

[12] Ibid., 423b.

[13] Ibid., 433e.

[14] Ibid., 441 c.

[15] Ibid., 1155a.

[16] Leviathan, I, xiii, 226 (Citamos de la edición de C. Moya y A. Escohotado en Editora Nacional, Madrid, 1979).

[17] Ibid., I, xv, 243-244.

[18] Ver Philip Pettit, Judging Justice. An Introduction to Contemporary Political Philosophy. Londres, Routledge & Kegan Paul, 1980.

[19] En línea rawlsiana, con mayor sensibilidad social, se sitúa Ph. Van Parijs en su obra ¿Qué es una sociedad justa? Barcelona, Ariel, 1993.

[20] J. Rawls, Teoría de la Justicia, México, FCE, 1976

[21] Ver J. M. Buchanan & G. Tullock, El cálculo del consenso. Fundamentos lógicos de una democracia constitucional. Madrid, Espasa Calpe, 1980. También de J. M. Buchanan, The Limits of Liberty: Between Anarchy & Leviathan. Chicago, Univ. of Chicago Press, 1975; y sobre todo The Bases for Collective Action. Nueva York, General Learning Press., 1971. .

[22] J. Rawls, Teoria de la justicia. México, FCE, 1985

[23] Ibid., §§ 46-47.

[24] Ibid., § 46.

[25] “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución”. J. L. Borges, Ficciones. Buenos Aires, Sur, Ediciones de la Cueva, 1944, 83.

[26] Voltaire, “ Introduction“, Essai sur les mœurs et l’esprit des nations. Paris, Garnier, 1878.

[27] “Lo que os oprime es que la más rica figura, la vida más bella, encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos sobre la ruina de lo egregio. La historia nos arranca lo más noble y más hermoso por lo que nos interesamos. Las pasiones lo han hecho sucumbir. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esta melancolía” (Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid, Alianza Universidad, 1989, 47.

[28] U. Eco, Historia de la Belleza, Barcelona, Lumen, 2004, 438.