LOS DERECHOS EMERGENTES:
¿DIGNIDAD O DEMOCRACIA?





Creo que el principal debate filosófico político que se está dirimiendo hoy –y digo “dirimiendo”, no digo “teniendo lugar”, pues se da en las sombras de la filosofía, en los oscuros dominios de la gestión política, donde real y lamentablemente suelen decidirse estas cosas importantes- es en torno a los derechos humanos universales, si se prefiere el vocabulario clásico, los derechos del hombre y del ciudadano. No sólo se confunden cada vez más unos y otros, con efectos teóricos y políticos preocupantes, sino que unos y otros, los del hombre y los del ciudadano, se ven sometidos a una silenciosa degradación en los dos elementos más genuinos de su esencia: su voluntad de universalidad y su pretensión de fundamentación. Creo que el no-debate filosófico sobre los derechos –si se quiere, el silencio de la crítica filosófica-, no es accidental, sino que forma parte de la batalla política por esa estratégica degradación. Si tenemos en cuenta la radical inconmensurabilidad que el pensamiento liberal establece entre derechos y poder, hay razones para pensar que la disolución de los derechos en su esencia (en su universalidad y su referencialidad) supone la liberación del poder de todos sus límites y subordinaciones; la fragmentación o particularización de los derechos los subvierte en simulacros de sí mismos, en máscaras de lo otro, los privilegios. A su vez, la proliferación de derechos inesenciales que inunda nuestras sociedades, simulacro de universalización del imaginario de la sociedad de consumo, implica el abandono ficticio de la humilde defensa de resistencia a la crueldad inhumana para vivir en la esperanza del otro lado inexistente del capitalismo, banalizando los derechos al devenir ambiciones utópicas y sospechosas. Y de una y otra forma, mediante la fragmentación que los transmuta en privilegios y la proliferación que los vacía de dimensión ética, la gestión de los derechos aparece como la forma del poder propia de nuestros tiempos ucrónicos.

Este trabajo responde, pues, a una preocupación filosófico política de fondo; pero también tiene sus determinaciones próximas o causas ocasionales. Si conviniera ponerle un origen tendría que fijarlo en 2004, en el Forum de las Culturas de Barcelona, donde el tema de los derechos se erigió en el principal frente de reflexión. El desarrollo de los debates, el análisis de los textos generados en los mismos, y el post-forum del proyecto me empujaron a esta reflexión, con una doble sospecha: una, que los derechos volvían a ser, como en su origen (en los orígenes del Estado moderno) el lugar privilegiado del ejercicio del poder; y otra, que a diferencia de aquellos tiempos, en que la crítica filosófica estuvo a la altura de las circunstancias (Burke, Bentham, Constant, Babeuf, Marx), en nuestros días el pensamiento –y era el pensamiento que se veía y se definía a sí mismo como “de izquierda”- no parecía gozar de buena salud.

Dado que algunos oyentes/lectores pueden no estar familiarizados con estos documentos, parece obligado recordar el contexto y posibilitar el acceso a los mismos. En el marco del Forum Universal de las Culturas Barcelona 2004, el Institut de Drets Humans de Catalunya (IDHC), como organizador del diálogo “Derechos Humanos, Necesidades Emergentes y Nuevos Compromisos”, constituyó en 2003 un Comité científico formado por académicos, activistas, políticos y miembros de organizaciones internacionales de reconocido prestigio. Durante un año debatieron y redactaron los anteproyectos que sirvieron de base para presentar un texto provisional de la entonces llamada Carta de Derechos Humanos Emergentes (CDHE) [1]. El proyecto fue debatido en las sesiones del Diálogo durante 4 días, y se incorporaron las ideas y sugerencias que emanaron de los 6 seminarios programados al efecto, donde debatieron más de un centenar de expertos de contrastada cualificación, y que contó con la participación de unas 1000 personas [2]. Por fin, el proyecto fue aprobado en el Plenario del Diálogo. Como ya he insinuado, lamento decir que de la cantidad y calidad de los participantes cabía esperar algo más consistente teórica y políticamente.

Desde ese momento se abrió lo que llamaron un “periodo de consultas con la sociedad civil”, con el objetivo de involucrar en la discusión de la CDHE a los agentes sociales, políticos, culturales y económicos que quisieran implicarse, y así conseguir primero su participación en las discusiones y enriquecimiento del texto con sus diferentes perspectivas y luego su apoyo político. El objetivo estratégico final era aprobarlo en la siguiente edición del Forum Internacional de las Culturas, que tendría lugar en Monterrey en 2007 [3]. Y, efectivamente, después de tres años de consultas y búsqueda de apoyos a la Carta, a finales de 2007, el IDHC participó en el Forum de las Culturas Monterrey 2007 [4] (México) en el marco del diálogo Gobernabilidad y participación. Derechos Humanos y justicia, donde se aprobó el texto definitivo. En el Forum de Monterrey se realizaron algunos cambios sencillos pero sustantivos en la CDHE, incorporando las conclusiones de las consultas realizadas con la sociedad civil. El más importante es el cambio de nombre de Carta de los Derechos Humanos Emergentes a Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes.

No obstante, hay que destacar que la DUDHE es solo un punto de partida en un proceso normativo amplio y aún sin conclusión. La pretensión de los redactores es que el texto se constituya en hoja de ruta o guía reivindicativa de una sociedad civil comprometida con el objetivo de alcanzar un mundo más justo y solidario. Los patrocinadores lo ven como “un instrumento programático de la sociedad civil internacional dirigido a los actores estatales y a otros foros institucionalizados para la cristalización de los derechos humanos en el nuevo milenio”.

Es decir, son conscientes, y lo enfatizan, que ponen a la “sociedad civil” como sujeto agente del texto, pero que su legitimación y eficiencia pasa por la aceptación política e institucional. Por eso, aunque en su documentos se reitera que “El punto de partida de la Declaración es la idea de que la sociedad civil desempeña un papel fundamental a la hora de afrontar los retos sociales, políticos y tecnológicos que plantea la sociedad global contemporánea. Para ello se dota de la DUDHE, un instrumento adicional para facilitar el conocimiento y el debate entorno de los derechos humanos”, se acaba con un “pero”: “La DUDHE no pretende sustituir ni cuestionar los instrumentos nacionales o internacionales de protección de los derechos humanos existentes en la actualidad. No pretende negar ni descalificar la vigencia general de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Más bien, pretende actualizarla y complementarla desde una nueva perspectiva, la de la ciudadanía participativa”.

Conviene tener muy en cuenta las circunstancias y la conciencia con que se pone en escena esta propuesta de nueva declaración de derechos. En cuanto a las circunstancias, tal vez la primera cuestión a resaltar es la potente organización del acontecimiento; en otro momento valoraremos si la misma es ajustada a la sensibilidad de construcción democrática de los derechos, pero sea cual sea la conclusión no afectará al hecho del potente despliegue de “recursos humanos” [5]. En cuanto a la conciencia, resalta la explícita manifestación del compromiso político, que plantea el problema de la articulación de su belleza ética con su ineficiencia práctica: “Pretendemos evidenciar los elementos ideológicos que den un impulso ético coherente al fenómeno de la mundialización, como eje de una perspectiva para mejorar la democracia a escala planetaria, y potenciar un marco educativo en derechos humanos en el que participen de forma activa las nuevas generaciones” [6].

Ese compromiso tiene en sí su propio atractivo; lo cuestionable es la oportunidad de su exhibición en el contexto de elaboración de una declaración de derechos. Si se leen con atención las La conclusiones del diálogo y, sobre todo, el “Manifiesto de Barcelona: Derecho a un orden internacional justo y a la democracia global” [7], se comprenderá mejor lo que quiero decir.

A pesar de la brevedad del texto, propio de una declaración de derechos, como la DUDHE, si se tiene en cuenta la reflexión que generó y, sobre todo, la ambición y oportunidad del proyecto, resulta acreedora de un análisis de extensión generosa; y en ello estamos comprometidos. Aquí, en esta ocasión, solo pretendo analizar y valorar un par de aspectos. Quiero decir que este artículo es una parte de un proyecto más amplio y ambicioso, pero no es una mera parte, una reflexión inacabada, sino que se presenta con voluntad de unidad y totalidad; es decir, una reflexión acabada (todo lo acabada que puede estar una cuestión que, por filosófica, está condenada a ser siempre una open question) sobre algunos aspectos paradigmáticos del pensamiento que está detrás de la DUDHE. El enfoque o método de exposición que he elegido ha sido la contraposición entre dos vocabularios del discurso sobre los derechos humanos, uno centrado en la idea de dignidad y otro articulado sobre la idea de democracia; si se quiere, un discurso más ético y otro más político; uno más presente en la Declaración de 1948 y otro en la DUDHE... En todo caso, posiciones ambas que se encuadran en el marco de reflexión democrático-liberal, insensibles a la dimensión de poder presente en toda relación jurídica (y los derechos son antes que nada relaciones jurídicas) y en toda valoración ética (y los derechos no transcienden una opción de valor).


1. El rostro jánico de los derechos.

Cualquier propuesta de declaración de derechos tiene el difícil problema final de fijar una lista de derechos necesariamente limitada y bien argumentada; por tanto, de una forma u otra ha de recurrir a un criterio desde donde seleccionar y justificar la elección. Y aunque en nuestros días damos por sentado que se renuncia a cualquier fundamento transcendente, y que el repertorio final se legitimará desde el acuerdo, para que éste sea posible a través del diálogo se necesita cierta vecindad cultural que posibilite el recurso a referentes compartidos y a argumentos razonables. Por tanto, toda declaración de derechos responderá a una opción de valor compartida; y tratándose de una declaración de derechos humanos universales, esa opción de valor será tanto más legítima cuanto mayor sea su aceptabilidad real y potencial; es decir, será más y más difícil consensuarla.

Cuando los representantes de los Estados tomaron en 1948 esa decisión de cerrar la lista de derechos universales, lo hicieron sin duda afectados por su conflicto a dos lealtades ampliamente compartidas: entre su voluntad ética (y no importan aquí las determinaciones de esa voluntad) de evitar futuras barbaries e injusticias vividas recientemente como insoportables y su voluntad política de defender y disfrutar la libre y absoluta soberanía de los estados que representaban. Puesto que fijar un repertorio de derechos, sancionarlos y comprometerse en su cumplimiento y defensa implica algo así como poner un límite exterior al poder del estado, a su soberanía, incluida su libertad de legislar, se comprende que tal subordinación suscitara recelos y que al fin se impusieran muchas cautelas al impulso ético. Tal vez por eso la D-1948 tiene las carencias que tiene, tanto en ausencias de algunos derechos cuanto en debilidad de los referentes de efectividad, es decir, de los compromisos de los estados en su defensa. Tenían que optar entre dos lealtades, tenían que definir la articulación de ambas como su compleja opción de valor, y salió lo que salió.

Por el contrario, cuando los actores del pacto no son los estados, sino un combinado de organizaciones políticas, movimientos sociales y asociaciones culturales, como es el caso del proyecto de declaración de derechos emergentes, colectivos sin compromiso inmediato de gobierno, caracterizados más bien por su experiencia e inercia de oposición y reivindicación, ese conflicto entre valores éticos y políticos debiera desaparecer, aunque puedan surgir otras contradicciones. Ciertamente, como se aprecia en el texto de la DUDHE, aquí no está presente la lealtad a la idea de soberanía del estado, que ponga límites al celo ético; al contrario, el arraigo entre sus miembros de la tradición de oposición, reivindicativa –y las reivindicaciones políticas suelen hacerse desde posiciones éticas-, arrastra a la caída en la tentación de acumular reivindicaciones de derechos sin límites, indiscriminadamente, fieles al slogan de cuantas más mejor, consiguiendo así una aparente identidad entre grupos y culturas en una opciones de valor compartida. Pero una unidad así construida, satisfaciendo las aspiraciones éticas, políticas y vitales de todos los actores por el generoso procedimiento de incluir en el paquete las reivindicaciones particulares de cada uno, no pasará de ser una totalidad grosera y contingente, resultado de poner la reivindicación meramente ética por encima de las posibilidades y límites políticos. La heterogeneidad fáctica hará que el resultado ni siquiera tenga la factura de utopía, que no es mucho pero sí algo.

Lo que quiero decir es que, en uno y otro caso, ante situaciones objetivas y subjetivas muy diferentes a la hora de formular una propuesta de declaración de derechos, se pone en evidencia que a la hora de la verdad, de fijar la lista de derechos universales, se recurre inevitablemente a una opción de valor, la cual tendrá sus efectos decisivos en la fijación de los mismos. Por ejemplo, la D-1948 asume los valores éticos propios de la sociedad cristiano burguesa y los limita con los valores políticos intrínsecos a la idea del estado, especialmente a su soberanía (pero, curiosa y significativamente, sin tomar en cuenta la forma del estado, su condición democrática o autoritaria); la DUDHE, en cambio, prima facie simula prescindir de los límites políticos y recurre a un discurso altamente ético.

Y decimos “prima facie”, pues en la realidad las cosas son más complejas. Una lectura más atenta y exhaustiva nos revela que la DUDHE sólo se ha liberado de la determinación exterior de lo político, de la “lealtad a la soberanía del estado” (con más precisión, al “estado soberano”), pero a cambio ha asumido una subordinación interna, al identificarse explícita y militantemente con una nueva forma de estado; bajo el simulacro de etización del discurso político en realidad ha politizado el discurso ético. En concreto, y adelantando el análisis, cuando los valores éticos son identificados con los contenidos de la democracia, elevando ésta a referente ético, en apariencia se está moralizando la política, pero de facto se politiza la moral. Con otras palabras, cuando los derechos humanos universales se identifican con los derechos convencionales de la democracia, aparentemente ésta es sacralizada, pero de facto aquellos son degradados.

En cualquier caso, tanto en una como en otra lectura, como reivindicación ética o como propuesta política, la DUIDHE responde también a una opción de valor, idea que pretendía ilustrar. Este segundo enfoque nos sirve, ademán, desde las paradojas de fondo, para formular una de las tesis de nuestra crítica interna, a saber, que la D-1948 es en rigor más ética y la DUDHE más política; lo que conlleva el corolario de que la primera sea más abierta (inclusiva) y asumible. Y ello es así aunque –como se revela a las lecturas de superficie- el discurso aparezca invertido: en la D-1948 lleno de cautelas o límites políticos (de la soberanía legislativa a la no ingerencia política), mientras que el discurso de la DUDHE suena libre y espontáneamente ético.

Ahora bien, de poco sirve insistir en la dependencia de toda declaración de derechos de una opción de valor, de un criterio de selección y argumentación de la lista de derechos; lo importante es mostrar y valorar los que están en la base de las dos declaraciones que aquí confrontamos. En este sentido, y esta es la clave de nuestra crítica externa, desde fuera, ambas comparten la voluntad de ordenar el mundo conforme a los derechos; ambas asumen en público someter el orden político –incluso la soberanía, la capacidad legisladora del estado- a una legislación superior, transcendente, de una forma u otra identificada como garantía del bien (o contra el mal).

Esta posición es hoy tan dominante que la encontramos natural, y en consecuencia no se exige que pase la prueba de la crítica. Marx decía que la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano es la filosofía del estado burgués. En consecuencia, abría otra perspectiva teórica al sembrar la sospecha de que los derechos humanos eran una forma de organizarse el poder, la propia del estado capitalista moderno. Por supuesto que podía valorar positivamente, y así lo hacía, el reinado temporal de los derechos; del mismo modo que reconocía que el modo de producción capitalista era un salto adelante en la historia. Así como el desarrollo del capitalismo era condición de posibilidad de la sociedad comunista, tanto porque creaba al proletariado como porque extendía la socialización (¿globalización?) de trabajo, así el estado burgués acabado, poder estructurado conforme a la doctrina de los derechos, era defendible frente a las anacrónicas figuras oligárquicas, autoritarias y parafeudales del mismo. Pero la presencia en su crítica de estos reconocimientos no le arrastraban a su legitimación abstracta: ni silenciaba su crítica a la explotación y su llamada a la superación, ni caía en la tentación babeuvista de negar los derechos porque eran “formales”, “vacíos”, abstractos”, es decir, ficticios (lo que revelaba que su apuesta era por los derechos reales, por hacer realidad los derechos), sino que insistía en que los derechos eran la forma del estado burgués, ajustado a la realidad del mercado y la vida en el capitalismo, por lo cual también debía se superados. Por decirlo con rudeza: el comunismo no era la sociedad de los derechos realizados, como suele entenderse; al contrario, la sociedad que hace efectivos los derechos del hombre y los derechos del ciudadano (incluidos los derechos sociales, económicos, del cuerpo….) es el capitalismo (ideal) de consumo.

Yo comprendo que en nuestro tiempo nos parezca insoportable la mera insinuación de que los derechos son cómplices de la dominación y la explotación; especialmente porque somos conscientes de que las mayores barbaries que nos ha regalado la historia de los estados modernos se han realizado como violación de los derechos humanos. Es decir, que tendemos a pensar que éstos son una barrera defensiva, aunque débil y vencible, contra el poder, pensamiento que comparto. Pero creo que no es contradictorio pensar que los derechos humanos son al mismo tiempo una defensa protectora (vulnerable) de los débiles contra el (abuso del) poder y un mecanismo de dominación y reproducción del sistema. Más aún, creo que esta idea, que revela el doble rostro de los derechos, es la que corresponde a una crítica filosófica radical, y aporta una mirada innovadora en el presente debate sobre los derechos humanos.

Tenemos tendencia, en este tema, a representarnos la dominación como obra de las fuerzas del mal (poderes económicos nacionales o internacionales, fuerzas políticas fascistas o despóticas); en los últimos tiempos se ha extendido la sospecha a otros agentes más dulces y soportables (medios de comunicación) e incluso seductores (consumo). Incluso, en la filosofía postnietzscheana, se ha apuntado al conocimiento, al saber, a la razón como lugares o agentes de la dominación. Foucault ha llevado la crítica hasta el límite, al extenderla al derecho, al discurso juridicista. Pero pocas veces se llega al sancta sanctorum del poder del estado, a lo derechos, a pesar de que es su horma normal (siendo el recurso a la violencia y a la manipulación estrategias excepcionales).

Pero yo creo que la filosofía no debe respetar los lugares sagrados, y debe afrontar esa crítica; y creo que debe afrontarla en esa esencia bifronte de los derechos: defensa de los débiles y estrategia de los fuertes. En cualquier caso, lo que no es filosóficamente tolerable es que silencie el problema por respeto del límite de lo sagrado. Recordemos al menos la posición de E. Bloch, cuya lucidez le obligaba a reconocer la trágica oposición entre los defensores de los derechos naturales del hombre, que perseguía defender u dignidad salvaguardando su libertad, y los defensores de la utopía social, que aspiraban a promover el bien del hombre creando una comunidad pacífica; dos corrientes que veía simbolizadas en dos revoluciones, la de 1789 y la de 1917; trágico desgarro que intentaba resolver “dialécticamente”, en tanto que “no hay verdadera instauración de los derechos del hombre sin el fin de la explotación, y no hay verdadero fin de la explotación sin la instauración de lo derechos del hombre” [8]. No sé si esa identidad superación dialéctica es posible; lo que si creo es que la reflexión sobre los derechos ha de mantener presente esa tensión, ha de tejerse entre esos dos abismos.

Eso es lo que podía esperarse de la DUDHE, una propuesta alternativa a la D-1948 tras una crítica seria y radical de la misma y coherente con esa crítica. No lo ha hecho y con ello no sólo ha perdido una gran ocasión, sino que ha reforzado el discurso acrítico de los derechos. Subjetivamente pretendía una alternativa al capitalismo neoliberal y, por su ceguera crítica, ha perfeccionado el discurso del capitalismo contemporáneo; o sea, ha combatido a un fantasma y se ha puesto al servicio del capitalismo real. Por eso no es una alternativa teórica a la D-1948, cosa que ni siquiera pretende con fe, pues a veces parece que se postula y otras dice recoger su herencia y seguir en su espíritu (que, en rigor, es lo que hace). En realidad es una variante del mismo modelo, pero atrapada en la misma matriz; sigue siendo, en analogía con lo que dijo Marx de las viejas declaraciones liberales, la filosofía del estado postburgués.

Se presenta, ciertamente, como una propuesta de izquierdas. Sinceramente, no veo en ella los rasgos clásicos de la izquierda; tal vez pudiera decirse que es una propuesta más “progresista”, y aunque en apariencias lo parece, y contiene elementos que la avalan, no estoy seguro de que merezca esta valoración, al menos antes de hacer un análisis exhaustivo. Parece, es cierto, que es progresista porque se adapta a los nuevos tiempos; pero se adapta tan bien a la positividad que en vez de propiciar su cambio está comprometida en su perfección y mantenimiento. No es “la filosofía del estado burgués”, pero, como hemos insinuado, se parece mucho a “la filosofía del estado de consumo”.

La idea jánica de los derechos que hemos apuntado nos sirve así para pensar la paradoja de la DUDHE, pues nos permite pensar valorar, por un lado, su progresismo, su actualidad, es decir, la adecuación del repertorio de derechos, la construcción de una muralla defensiva ajustada a los nuevos tiempos (su ajuste a las nuevas formas de dominación); y, por otro, su complicidad con la positividad, su respeto del orden existente, su papel en el embellecimiento y consolidación objetivos de la sociedad capitalista de consumo. En consecuencia, nuestra crítica externa, que reaparecerá de tanto en tanto, es ésta: el pensamiento de la DUDHE se mueve en la matriz del discurso de los derechos, sin traspasar el espejo que permitiera ver las sombras de los mismos. Pero regresemos a la crítica interna.


2. La dignidad y los derechos.

Cualquier proyecto de declaración de derechos ha de cumplir con una tarea esencial, ineludible: la de fijar un repertorio de derechos, la de cerrar una lista. Y la verdad es que, bien pensado, no es nada fácil cumplir esa tarea. Aunque se tenga la tentación –y al final se acabe cediendo a ella- de elaborar un inventario que recoja los tópicos culturales más aceptados y proponerlos como el repertorio de los derechos humanos universales; y aunque este método pueda parecer razonable a quienes asumen que la lista de derechos universales es el resultado de un pacto (entre los estados o entre la sociedad global, es indiferente al caso), lo cierto es que nuestra tradición argumentativa, antidogmática, logocéntrica, arrastrará a los autores a buscar –y encontrar- un criterio, un valor referencial, que ayude a ordenar, jerarquizar y, sobre todo, argumentar, las presencias y las ausencias; o sea, que permita el simulacro de una selección racional. Esta necesidad dialógica parecía incuestionable cuando se pensaba en el seno de filosofías transcendentales, con su exigencia de fundamentación metafísica; los “derechos naturales” no se elegían o pactaban, sino que se descubrían y se asumían. Pero incluso ahora que no queda otra vía que el fundamento político, es decir, el pacto, no parece posible renunciar al simulacro de un referente moral, de validez o legitimidad; para que el pacto no deje ver su verdadera faz –el interés, la benevolencia limitada, la piedad redentora...- ha de presentarse como resultado de un diálogo racional, respetuoso con las culturas e identidades de los sujetos. Sólo así, como pacto coherente con la aceptación de un criterio moral cuasi-absoluto, su rostro resulta aceptable, e incluso amable. Y esta exigencia de un referente compartido es tanto más necesaria y discutible cuanto más voluntad de inclusión tiene el pacto; en nuestro caso, voluntad de inclusión universal, pues se aspira a que la lista de derechos sea asumida por la inmensa mayoría del género humano.

Ciertamente, la simple enumeración de un repertorio de derechos, como hace la D-1948, sin criterio explícito, como mero resultado de un acuerdo positivo en torno a un discurso ético político ampliamente compartido por homogeneidad cultural de los estados hegemónicos en la redacción del texto, no podía resultar satisfactoria; por eso desde su origen se alzaron protestas y denuncias al texto acordado por su no neutralidad cultural. Una lista de derechos que aparezca como mero acuerdo contingente, posibilitado por vecindad cultural, será siempre sospechosa de mero pacto político en pos de intereses mutuos. Si la D-1948, siendo en-sí un simple pacto político, llegó a trascender el horizonte de los meros intereses comunes de los firmantes del pacto se debió a que estaba presente una opción de valor común a los países hegemónicos, a que la lista respondía a referentes éticos compartidos; no respondía a valores culturalmente neutrales y políticamente no contaminados, no respondía a una especie de escrupuloso overlapping consensus rawlsiano a nivel internacional; pero giraba en torno a un valor que, aunque multisémico, aunque interpretable en formas diversas desde distintas culturas y diversos proyectos políticos, presentaba potentes credenciales de universalidad. Ese valor es el de la dignidad.

A primera vista se trata de una idea vaga y flexible; y aunque en el texto se impone la interpretación liberal de la misma, lo cierto es que sirvió para dar cierta unidad a los derechos recogidos en la D-1948, y para justificar el cierre, las inclusiones y las censuras. La “vida digna” es un referente histórico y contextual, y sin duda cultural en sus interpretaciones concretas; por tanto, es un referente multisémico y ambiguo. Pero su ambigüedad no le ha restado operatividad; el uso polisémico o diseminado del término no le quita eficacia argumentativa. Nos entendemos bastante bien, a pesar de nuestras diferencias ideológicas y culturales, cuando hablamos de “vida digna”; y sobre todo en el diálogo somos capaces de acercarnos a una idea de “vida digna” que, por vía negativa, marque el límite de la humanidad, el mínimo soportable por nuestra conciencia, la indignidad, injusticia o dominación tolerables.

Pues bien, como decimos, la dignidad es el concepto guía, el referente de valor, en la D-1948. Ya en el “Preámbulo” declara que “el reconocimiento de la dignidad intrínseca” está en la base de “ la libertad, la justicia y la paz en el mundo”, que es como decir en la base del ideal político. Y en el Art. 1, sin esperar a más, se proclama que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

No es aquí el lugar apropiado para hacer el análisis y la crítica de la D-1948, pero se nos puede aceptar no sólo que la dignidad humana es el valor de referencia en torno al que giran los derechos, cosa visible en la lectura del texto, sino que éste, aunque no se diga explícitamente, parece responder a la idea de que los derechos están al servicio de la dignidad de los seres humanos. La dignidad aparece como una determinación esencial, “intrínseca”, de los seres humanos; y los derechos universales la garantizan y la definen. Por eso se insiste en la igualdad entre dignidad y derechos, en que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art.2), pues el conjunto de los derechos humanos es la descripción normativa de esa dignidad. Es decir, si sobrepasamos la literalidad del texto y las contaminaciones metafísicas esencialistas que arrastran a sustantivar la dignidad, se nos abre la posibilidad de pensar ésta como un conjunto de normas que regulan las relaciones y prácticas de los seres humanos. Podemos decir, por tanto, que la D-1948 ya apunta a la idea de que los derechos humanos universales delimitan y describen la vida digna (que no es la vida feliz, ni la vida perfecta, ni la buena vida, ni la vida ideal…); sólo la humilde vida digna, la que marca el límite de lo humano, la que cae bajo el manto de la dignidad.

La DUDHE también concede un gran valor a la dignidad. De hecho su redactado tiene muy presente el de la D-1948. Así, en la “Primera Parte. Marco general: valores y principios”, comienza con estas palabras: “Todos los seres humanos, libres, iguales y dotados de dignidad, somos acreedores de más derechos de los que tenemos reconocidos, protegidos y garantizados”. Aunque no se proclama explícitamente la “igualdad en dignidad”, ésta se afirma contextualmente. La dignidad aparece también aquí como una cualidad metafísica y sirve de referente de los derechos: si somos “acreedores” de derechos no es porque seamos libres e iguales (suponemos “que quiere decir iguales en derechos”), sino porque tenemos dignidad. A pesar de su mejorable redacción, creo que no forzamos el texto al pensarlo en estos términos. Por tanto, la dignidad aparece afirmada en la DUDHE casi en los mismos términos esencialistas que en la D-1948. Pero, como enseguida veremos, no está llamada a jugar el mismo papel referencial.

Dejemos de lado las carencias teóricas del concepto de dignidad que usa, y los efectos perversos del mismo, especialmente al reducir la dignidad a libre elección [9]; ese sería tema de otra reflexión aparte, y lo mencionamos porque está en línea con nuestra anterior crítica a la DUDHE de compartir la misma matriz ideológica liberal. Lo cierto es que, inmediatamente, ese valor netamente ético de la dignidad es desplazado por otro, de naturaleza política, el de la democracia. Comienza ese desplazamiento cuando, tras la afirmación anterior, sin solución de continuidad se dice: “La Declaración de Derechos Humanos Emergentes nace desde la sociedad civil global en los inicios del siglo XXI, con objeto de contribuir a diseñar un nuevo horizonte de derechos, que sirva de orientación a los movimientos sociales y culturales de las colectividades y de los pueblos y, al mismo tiempo, se inscriba en las sociedades contemporáneas, en las instituciones, en las políticas públicas y en las agendas de los gobernantes, para promover y propiciar una nueva relación entre sociedad civil global y el poder”.

La nueva declaración de derechos, por tanto, no tiene por objetivo inmediato garantizar la “vida digna”, sino servir de orientación en la lucha política. Es cierto que afirma que la defensa de los derechos es la mejor garantía para todos de “la paz, la justicia, la libertad y las condiciones de bienestar como base de una vida armoniosa y feliz”. Pero esos resultados, aparte de no ajustarse a la idea común de “vida digna”, son vistos como mediatos, sólo son asequibles cambiando la sociedad, rediseñándola con los derechos humanos emergentes. Éstos se presentan, pues, conforme a su esencia, como la forma -la filosofía, decía Marx- del nuevo estado, o del nuevo orden político global.

Yo no cuestiono la legitimidad de buscar un proyecto político compartible por los pueblos, las culturas, los movimientos sociales, en fin, el mundo de la izquierda del gran río; incluso comparto la idea de que la justicia, la paz y la vida buena (dejemos de lado la buena vida) sólo se conseguirá con un profundo cambio social, con una sociedad nueva y un orden político nuevo. Lo que trato de momento de poner de relieve es que, así planteado: primero, manteniéndome en los límites de la crítica interna, ese proyecto ha abandonado el humilde horizonte de la vida digna y lo ha sustituido por una opción (utópica?) política; y segundo, desde una crítica exterior, ese nuevo repertorio de derechos no son la forma de un orden alternativo, sino la forma idealizada del orden político del capitalismo de consumo.

Esta interpretación, en lo que respecta a la crítica interna, nos parece poco cuestionable, pues unos párrafos más adelante se recalca esta idea: “Esta Declaración corresponde a la idea reciente según la cual la humanidad entera formaría una comunidad política con el deber de asumir su destino en forma compartida”.

Es bien cierto que en otros momentos vuelve a pensar los derechos en un discurso ético, lo reconozco. Incluso llega a decir que esta declaración “debe de ser considerada para los individuos y los Estados como un nuevo imperativo ético del siglo XXI”. No obstante, ese “imperativo ético”, si ya no es el de la sociedad burguesa, no va más allá de la sociedad de consumo; en todo caso, en el texto domina el desplazamiento del ideal ético al ideal político o, si se prefiere, del referente de la dignidad o “vida digna” al de la democracia. En consecuencia, la DUDHE ha relajado una de las dos funciones históricas de los derechos, la meramente defensiva, orientada a salvaguardar lo humano, para dar total primacía a la otra, a la configuración de un orden social aceptable y, por tanto, incuestionado [10].


3. La democracia y los derechos.

No deja de ser curioso que el término “democracia” no aparece usado ni una sola vez de forma sustantiva en la D-1948; y sólo en un caso aparece la calificación “democrático/a”, en el penúltimo artículo de la declaración: “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática” (Art. 29.2).

Sin duda los derechos que en la misma se proclaman responden fielmente al formato de la sociedad democrática occidental, si se quiere, de la democracia liberal; no en vano la tradición de los derechos se identifica con el capitalismo burgués. Pero es de destacar esta voluntad de no confundir –o, si se prefiere, de ocultar- en el discurso la complicidad de los derechos con la democracia. Más aún, hay momentos en que se explicita esa idea de que el discurso de los derechos no es exclusivo de las democracias, sino aplicable a cualquier régimen político, y ahí estaría su peculiaridad. Así, tras afirmar rotundamente la universal igualdad de derechos, en un texto ya citado: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Art. 2.1), en el mismo artículo se precisa sin ninguna ambigüedad: “Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía” (Art. 2.2.).

Esa “no distinción” expresa la conciencia de que el discurso de los derechos no persigue prima facie la creación de sociedades democráticas en el mundo, sino garantizar la vida digna en cualquier orden político de cualquier condición. Y, si se quiere, dada esa aparente indisolubilidad entre la instauración del reino de los derechos y el de la democracia (insisto, mera apariencia, evidencia derivada de la identificación en nuestra cultura de ambos discursos); si se prefiere, digo, el discurso de los derechos prima facie persigue garantizar los “mínimos de democracia” intrínsecos a la “vida digna”. Y nada más.

De esa débil pretensión política implícita a la confesa voluntad de una democracia global, que asume la DUDHE, hay un trayecto que sólo se recorre a base de inconsistencias teóricas y aventuradas propuestas políticas. Ese recorrido es el que he identificado con el paso de un discurso de los derechos –y una propuesta política- basado en la dignidad y con la voluntad explícita de defensa de los débiles a otro discurso –y otra propuesta política- basado en la democracia y con la explícita voluntad de organizar la sociedad global.

Como hemos visto, ya en sus prolegómenos la DUDHE insiste de tal manera en la conveniencia de profundizar la democracia que confirma nuestra sospecha de que la intención originaria de elaborar una nueva declaración de derechos se asume como estrategia de un proyecto de llevar adelante una idea política particular y concreta. Pero donde realmente se hace visible este posicionamiento es en lo que podríamos llamar “método de exposición” de la lista de derechos. Como suele ocurrir, el método, con su simulacro de asepsia ética y política, siempre es esclavo de un patrón. En este caso, el patrón tiene rostro atractivo y amable, pues se trata nada menos que de la democracia. Pero si hay puntos privilegiados a los que dirigir la sospecha filosófica, creo que son los lugares de seducción. Y la democracia es hoy uno de ellos, un lugar sacralizado en cuyo nombre se sueña, se juzga y se mata.

Conviene insistir, contra nuestra tradición cultural, en la no identidad entre la sociedad de los derechos y la democracia. En la D-1948, que de nuevo tomamos como fondo de comparación, tras los considerandos, se presenta una lista lineal de unos cuarenta derechos recogidos en treinta artículos, aparentemente de igual rango, que deben ser reconocidos a todos los individuos; por tanto, se hace abstracción del régimen político en que éstos estén incluidos, en modo alguno exige que sea un régimen democrático, como acabamos de ver; más bien al contrario, aparecen claramente orientados a garantizar una vida digna en cualquier tipo de país, especialmente los de regímenes no democráticos (porque, claro está, a la democracia le es intrínseco el respeto de buena parte de los derechos humanos). Aunque el respeto a los derechos humanos implica pasos importantes hacia la democracia (pues, como hemos dicho, el discurso de los derechos nace y se desarrolla al ritmo de la democracia liberal), la D-1948 no pretende con su repertorio de derechos clonar los regímenes democráticos occidentales idealizados; al contrario, mientras ese proceso se da, plantea unas condiciones mínimas para la vida digna.

Si miramos la DUDHE desde el otro lado del espejo, procede de modo similar a la D-1948. Si ésta tomaba como ideal la sociedad burguesa, y ajustaba los derechos a ese ideal (tal vez sería más correcto decir que con él respondía a las necesidades del nuevo orden socio económico), la DUDHE hace lo propio en los nuevos tiempos, ante nuevas necesidades y nuevas formas sociales: hace un inventario de los derechos que ya disfrutan los ciudadanos de los países más ricos, añade los deseos de esos ciudadanos, suma algunos elementos de su conciencia (humanitarismo, sensibilidad ante el género, multiculturalidad…), y así construye la nueva propuesta (respuesta), que concreta en medio centenar de derechos. La exégesis (pendiente) de estos derechos seguramente nos evidenciará que la forma del orden político social que prescriben no pasa de ser la mera idealización del presente, aunque el ideal siempre es más atractivo y deseable.

Pero, si en el fondo hay esa coincidencia, el modo de exposición es radicalmente diferente. La DUDHE toma explícitamente el modelo democrático occidental contemporáneo como objetivo y, por tanto, instancia de legitimación; y ese modelo le sirve para la selección y ordenación de los derechos humanos universales. En la segunda parte del texto se relacionan, agrupados en seis títulos, que en conjunto formulan-describen una idea de democracia, un catálogo de alrededor de medio centenar de derechos humanos emergentes [11]. En el método de exposición los derechos aparecen como exigencias de la democracia, despliegue o desarrollo de esta idea, hasta el punto de que su legitimación es esa y sólo esa: normas configuradoras de la democracia. Por eso hablábamos antes de la politización del discurso de los derechos al subordinarlo al discurso de la democracia.

Este procedimiento encierra al menos una doble problemática que no podemos pasar por alto por sus potentes implicaciones teóricas y prácticas:

- La primera problemática, la más abstracta, es genuinamente filosófica y surge al pretender organizar los derechos alrededor de un ideal de ciudadanía, de una concepción omnicomprensiva de la vida, con la consecuente confusión entre derechos y ciudadanía, que no sólo afecta a la idea de “derechos humanos” que pone en juego, sino al listado de los mismos que se selecciona; es decir, esta primera problemática surge por la confusión entre la exigencia de vida digna (un ideal mínimo y susceptible de pacto universal) y el ideal de buena vida (necesariamente particular a cada pueblo o cultura, según sus concepciones del bien) [12].

- La segunda problemática es más concreta e inmediatamente política, pues se genera al concretar ese ideal de vida en la ciudadanía democrática liberal, tal que los derechos pasan a ser pensados como la suma de privilegios y deseos que se disfrutan en los países occidentales ricos. De este modo se sacraliza una idea de democracia que, a pesar de sus virtudes, dicta de presentar credenciales teóricas y avales históricos de incuestionable valor universal; y se vuelve sospechoso el discurso de los derechos universales por su complicidad con un orden político particular.

No cabe duda de que la decisión de identificar el discurso de los derechos con las posibilidades de las democracias ricas suscita muchas complicidades, pues hoy parece que la democracia representativa es el ideal de existencia universal. Lógicamente, elevar el nivel de la “vida digna”, poner el discurso de los derechos en el nivel del estado de bienestar (debidamente aderezado e idealizado), como derecho al estado de bienestar y a la democracia participativa…, es en sí mismo atractivo. Si las declaraciones de derecho aspiran fundamentalmente a asegurar una vida digna a los más débiles, ¿cómo no sentirse embrujado por un discurso que eleve ese nivel de legitimación al de las sociedades opulentas? Yo entiendo este atractivo y comprendo la dificultad de oponerse a tal pretensión, especialmente porque, fuera del ámbito del discurso de los derechos, en el plano de la política, considero justa las luchas dirigidas a esa igualación entre los pueblos y las clases sociales; no obstante, insisto en que proponer como carta de derechos universales los privilegios de la sociedad capitalista de consumo tiene implicaciones perversas. Si se asume que los derechos humanos universales han de ser definidos e instituidos en un pacto, deben ajustarse a la idea compartible de una vida digna, y no pueden asimilarse a un modelo de ciudadanía particular, por muchos atractivos que presente para quienes disfrutamos del mismo.

Si la primera problemática señalada proviene de confundir derechos con ciudadanía (unas exigencias de vida digna con un ideal sustantivo de vida), la segunda es el efecto de identificar derechos con democracia, es decir, unas condiciones de vida aptas para resistir sin degradación humana y un ideal político particular; ambas confusiones plantean importantes problemas teóricos, éticos y políticos, como iremos viendo. En particular, y en la perspectiva de una nueva declaración, el efecto más inmediato y problemático derivado de la identificación de democracia y derechos, por decirlo con palabras radicales, es la sobrepolitización de los derechos. Cuando se reconoce que la declaración no tiene ni puede tener un fundamento exterior, absoluto, sino que su legitimidad se basa en su aceptación, en un pacto por los derechos con pretensiones de universalidad, la sobrepolitización será un obstáculo insalvable para la génesis de una declaración universalmente aceptada y efectiva. Si todos tenemos consciencia de que el mayor déficit de la D-1948 no procede del listado de derechos ausentes sino de la muy limitada efectividad en la universalización de los presentes, sería una burla plantear una nueva declaración de derechos opulenta sin asumir contingentemente las coordenadas de posibilidad. Por eso, aunque en una buena parte del mundo parezca obvio que “en los inicios de este siglo XXI parece demostrada la necesidad de profundización de nuestros sistemas democráticos haciendo incidencia en la mejora de su calidad y en la garantía de sus preceptos”, para una declaración que se declara sensible a la pluralidad y al multiculturalismo debería también ser evidente que los derechos no agotan los modelos de ciudadanía, y que la democracia es sólo uno de estos modelos. Puede ser que para gran parte del mundo occidental se identifique la lucha por los derechos y la lucha por la democracia de calidad; pero ese objetivo no es universalizable, y al identificar derechos y ciudadanía democrática se olvida el sentido y valor más importante de las declaraciones de derechos: ser un mínimo denominador que garantice la dignidad incluso en países pobres, oprimidos, en guerra...

Creemos, pues, que articular los derechos en seis grupos o títulos, cada uno ilustrando una característica distinta de un modelo particular de sistema democrático, se corren serios riesgos, tanto prácticos (su aceptabilidad universal) como teóricos (la argumentación de los mismos). Porque, al fin y al cabo, la DUDHE no ha pensado las condiciones de una idea de vida digna universalizable entre los seres humanos de lo que llama “sociedad global”, sino que ha asumido como referente universalizable el de los derechos del ciudadano de los países capitalistas ricos, convenientemente idealizado y con toques de sensibilidad humanitarista. Y así se constata que, en lugar de argumentar los derechos humanos universales sobre una concepción de la vida en la “sociedad global”, se limite a enumerar los derechos que deberían regir en una democracia occidental bien ordenada. Y así sale lo que sale.


4. Los seis rostros de la democracia.

En el texto de la declaración el listado de derechos universales se concreta en seis derechos básicos o fundamentales: Derecho a la Democracia igualitaria, Derecho a la Democracia plural, Derecho a la Democracia paritaria, Derecho a la Democracia participativa, Derecho a la Democracia solidaria y Derecho a la Democracia garantista. O sea, se mire como se mire, puesto que los seis derechos afectan a otros tantos rasgos de una idea particular de democracia, se trata de proclamar que los seres humanos tienen un sólo derecho: derecho a una idea particular (la nuestra) de democracia. De este modo, la selección de la lista de derechos, y su distribución en los seis títulos, acaba por ser la expresión de la suma de lo que ya tenemos (derechos de los ciudadanos de los países ricos), mejorado y perfeccionado con el complemento ideal proveniente de las reivindicaciones de los movimientos sociales, ONGs, instituciones humanitarias, voluntariado cívico, etc.; en definitiva, de todos aquellos que luchan por una sociedad mejor y más justa. El resultado de esta mezcla de derechos positivos y reivindicaciones o, dicho de una manera más polémica, el resultado de la mezcla entre el ideal realizado y el ideal negado por la sociedad de consumo, implica el abandono de los límites del discurso de los derechos para irrumpir en el de la lucha política.

Obviamente, en el terreno de la lucha política es oportuno, yo diría que inevitable, que cada sujeto colectivo marque sus objetivos, conforme a su idea del bien, en confrontación con los otros; en la lucha política tiene sentido –aunque no aval filosófico o ético absoluto- la pretensión de generalizar la sociedad de consumo y la democracia de opinión. Pero, no obstante, la lucha política, especialmente la lucha política de izquierdas –que la entiendo como defensa de las clases populares-, no debiera olvidar la experiencia histórica, que aconseja dos cosas cuyo olvido suele ser trágico:

- una, que cuando no se tiene fuerza para construir la sociedad ideal, para implantar la ciudad justa y la vida buena, es conveniente mientras tanto defender y garantizar la vida digna con la efectividad de los derechos humanos universales;

- otra, que cuando se tiene fuerza para hacer la revolución e imponer la propia verdad, como siempre habrá otros que no la compartan, seguirá siendo política y éticamente necesario seguir garantizando esos derechos.

O sea, aunque se sueñe con la cima, siempre hay que garantizar los mínimos: interesa en la derrota, pues protege a los derrotados del trato inhumano, y también en la victoria, por proteger a los vencedores de caer en la figura cruel e inhumana del fascismo y la dictadura. Por tanto, la función ética de los derechos, su defensa de los débiles, toma su sentido de la impotencia ante la injusticia y la dominación; es siempre un límite al poder. Un límite frágil, ideológico, pero un arma al fin con la que defenderse cuando no se tienen otras. En cambio, los derechos como formas de un orden político ideal, tal como los plantea la DUDHE, son cómplices de ese orden en lo bueno y en lo malo, en la medida en que contribuyen a su reproducción. Y esto debería llevar a una crítica más exigente de los postulados.

Desde cualquier punto de vista razonable parece una excesiva exigencia del discurso sistematicista reducir el repertorio de derechos de una declaración con pretensiones de universalidad a un modelo particular de democracia, por muy atractivo y seductor que nos resulte este modelo. Sin entrar en el problema genealógico del discurso de la DUDHE, para aclarar si el modelo de democracia descrito se ajusta a los derechos seleccionados como valores contextuales dominantes o si, por el contrario, se seleccionan desde una idea formal de democracia, problema tal vez insoluble; y sospechando que se genera en un feedback o “equilibrio reflexivo” rawlsiano, lo cierto es que al agrupar los derechos en el orden adecuado para mostrar su inclusión en la democracia de seis rostros, se fuerza su sentido y se comete un lamentable vicio: el vicio “imperialista” de universalizar el modelo cultural propio, si se prefiere, el eurocentrismo. Efectivamente, parece que el objetivo final no es garantizar de forma directa unas condiciones de vida digna de los seres humanos, la vida humana de los seres humanos, sino expandir de forma inmediata el ideal absoluto de la democracia de seis rostros, pluridefinida como igualitaria, plural, paritaria, participativa, solidaria y garantista.

En todo caso, no hay base objetiva alguna para interpretar el recurso al referente democrático como simple modo de exposición. Al contrario, el texto da a entender de forma reiterada que el objetivo de la declaración es la construcción de la sociedad democrática, tal que describiendo ésta se pondría en evidencia no sólo que los derechos humanos universales caben –o se dan necesariamente- en ella, sino que los derechos propios de los ciudadanos del modelo democrático defendido constituyen –o deben constituir- el repertorio de derechos humanos universales. O sea, para conseguir la lista basta describir la democracia de seis rostros.

Así se entiende que la declaración se resuma en seis derechos, que en conjunto configuran uno sólo: derecho a la democracia; y así se entiende que fuera de la democracia (completada) no tenga sentido hablar de vida digna. El discurso de los derechos queda así identificado a un modelo político; y, en la práctica, se acaba por confundir lo humano con la vida privilegiada en la sociedad (democrática) de consumo. Al mismo tiempo se cierra el sentido último del discurso de los derechos, que, como hemos dicho, estaba menos dirigido a defender a los ciudadanos que gozan de la democracia que a aquellos que sufrían sus carencias o su ausencia; y al ignorar ese destino y tejerse con fibras muy occidentales, se complica su posibilidad y su efectividad: posibilidad de ser asumido amplia e interculturalmente y efectividad sólo garantizada por la suma de las diferentes comunidades políticas al pacto. En consecuencia, al problema conceptual (filosófico) de que el cierre del discurso de los derechos en el de la democracia occidental no sirve ni para clarificar ni la vida digna ni el ideal de vida, pues esa democracia de seis rostros dista mucho de ser un modelo claro, se añade el problema estratégico (político) de la dificultad para universalizar la propuesta; o sea, a la no pertinencia, derivada de la parcialidad, se suma el no compromiso, derivado de la inviabilidad.

Basta un simple acercamiento a esos rostros para ver que, en conjunto, configuran la figura ecléctica y tópica de la democracia occidental idealizada, que no constituyen una alternativa a lo existente sino una reconciliación con la esencia de la positividad, en fin, que ponen de relieve que un discurso de los derechos, cualquier discurso de los derechos, sólo puede ser eso: la forma, la filosofía, de una u otra variante de la sociedad de los derechos; por tanto, el alma de una sociedad caracterizada por la individualización y el enfrentamiento de sus individuos, atravesada por la injusticia y la desigualdad, máscara celeste de una existencia terrenal egoísta, ilusión de unidad sagrada de una vida profana fragmentada.

En ese sentido, no es difícil leer en el rostro igualitarista, siempre en los límites de la igualdad “formal” (igualdad de derechos, de trato, de oportunidades…), la vieja idea democrática liberal clásica, hoy menos cuestionada que nunca, más arraigada y triunfante, de la igualdad ante la ley, que delimita los espacios de libertad y propiedad privados; de igualdad de los hombres en su aislamiento, en su yo definido-conquistado en un heroico acto de ruptura con la comunidad.

En el rostro pluralista, tal como es descrito por medio de los derechos constituyentes del mismo, se ve la expresión de la presencia del elemento multicultural, plenamente asumido por nuestra cultura, aunque no siempre con claridad conceptual ni con coherencia política, aunque sea sólo como simulacro; el pluralismo es el liberalismo de nuestro tiempo, y aunque el multiculturalismo es su reto difícilmente asimilable, cabe en el interior del ecléctico y poco exigente discurso político de nuestro tiempo, como cabe confusa y contradictoriamente en una praxis política sin principios, que haciendo de la necesidad virtud sacraliza la ”ingeniería social” popperiana.

El rostro paritario, contra lo que pudiera pensarse por el significado habitual del término, no se centra en la paridad política en nuestras sociedades multiculturales; en el texto la “paridad” sólo expresa la sensibilidad hacia el tema de género, y se vincula exclusivamente a la igualdad de derechos entre la mujer y el hombre, pasando por alto otras relaciones apropiadas para aplicar este derecho (derecho a voto de los emigrantes…). Se trata de incorporar a la vieja y genéticamente machista democracia liberal elementos para su actualización, para su perfección, para su consolidación como ideal.

El rostro participativo, parece innecesario decirlo, recoge la constante reivindicación, como su seña de identidad, de las posiciones democráticas de izquierda, compensación a los riesgos de la mera representación que conviene a la posición liberal. Curiosamente se clama por la participación en una época en que sectores y fuerzas sociales, empujados a los márgenes, asumen políticamente su marginalidad, la exhiben y esgrimen como arma de lucha contra el sistema capitalista de consumo (antisistemas, barrios periféricos de París, de Atenas…), revelando así que su “participación” no es posible, ya que las reglas que la rigen excluyen a quienes no las respetan, como manifiesta la teoría del “pluralismo razonable” de Rawls, que sirve de fondo a la argumentación inclusivista. En la DUDHE la participación se considera un fin en sí mismo, un objetivo; no aparece la menor sospecha de que sea una estrategia, a usar y delimitar contextualmente, y mucho menos sospecha que pueda llegar a ser un mecanismo de dominación. Y esa falta de conciencia crítica es tanto más sorprendente cuanto que está a la orden del día la sustitución de la política liberal burguesa clásica, parlamentaria y de partidos (o sea, regida por la confrontación de posiciones y juego de las mayorías), por una política postliberal basada en el diálogo y el consenso (el diálogo es bueno en sí mismo, se dice, y el consenso es el referente de verdad en una política postmoderna sin verdad).

El rostro solidario, muy destacado en la democracia prescrita en la DUDHE, es el tic de la nueva cultura humanitarista, sensible a las catástrofes y al dolor, generosa en compasión y gestos indoloros, que se objetiva en movimientos sociales apolíticos, en ONGs, en activismo del voluntariado, etc.., generando así toda una cultura que ha hecho del pacifismo su bandera y de la compasión su única estrategia. Una solidaridad sin deber, como argumentaban Rorty o Lipovetsky; solidaridad líquida, a lo Bauman, apropiada a tiempos antropológicos de erosión del carácter (Sennet) e incluso del ser (Vattimo). Una solidaridad que, como decía un viejo amigo a quien no le gustaría verse nombrado, tolera el “no llevo suelo”.

Por último, el rostro garantista, oportuno a la hora de escribir una declaración de derechos, de la que se sabe que su gran riesgo es el de ser estéril. Pero que junto a esa conciencia lúcida recoge también, tal vez confusamente, esa generalizada necesidad de la sociedad capitalista opulenta de seguridad absoluta; por tanto, el rostro garantista de la democracia es la expresión de la creciente exigencia de tutela por la ley del individuo occidental, que exige el riesgo cero, que aspira a que cualquier contingencia esté sancionada por el estado. Esta sensibilidad, trasladada al marco internacional, se concreta en la declaración –y en el discurso reivindicativo cotidiano- en la exigencia de y reclamación por el individuo de todo tipo de derechos, incluido el derecho a que el mundo se organice políticamente de forma que no sólo garantice los derechos a una vida digna en cualquier parte del mundo, sino que garantice una larga vida y nuestra felicidad.

Obviamente, esos seis rostros son sin duda atractivos, a fuerza de familiares, pues no hacen sino recoger lo que el modelo de sociedad actual necesita para ser deseable y perfecta (o sea, reproducirse en paz gracias a la total aceptación); dibujan una opción política tendencialmente compartida por la mayoría de fuerzas políticas y sociales en el mundo capitalista occidental (Fukuyama no se equivocaba en eso, de ahí que nos irrite); exponen la filosofía –o una filosofía- de nuestra civilización occidental en una fase peculiar de su desarrollo. Un análisis detenido de estos rostros nos permitiría ver que, del mismo modo que la D-1948 era la propia de una burguesía con mala conciencia, que fiel a su moral ascética interpretaba los derechos como vida digna mínima, así la actual refleja la conciencia de una sociedad sin “clase dirigente”, sin cultura de clase, sustituida por una ideología populista activada por el modelo de consumo. Pero esta idea la dejamos pendiente, para otra ocasión.


5. El rostro igualitario de la democracia.

Aquí nos limitaremos –y con ello cerraremos esta reflexión- a comentar sólo uno de ellos, el “rostro igualitario”, que se trata en el Título I. Derecho a la democracia igualitaria, que nos servirá para ilustrar cómo funciona la reducción de los derechos a la democracia. Nótese que hemos elegido el más sensible a una declaración que se autoconfiesa de izquierdas, el lugar donde se deja ver mejor su esencia.

Pues bien, para contextualizar el tratamiento de la igualdad como rostro de la democracia por la DUDHE lo compararemos una vez más con el que hace la D-1948. En principio podríamos pensar que el “derecho a la democracia igualitaria” no debería distinguirse del “derecho a la igualdad” de la D-1948; pero no parece que sea así. En esta declaración ese derecho se formulaba directa e inmediatamente, desde el principio, en el Art. 1, afirmando simultáneamente la igualdad en dignidad (identidad de esencia) y derechos (igualdad política): “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Y en el Art. 2 se reitera la igualdad en derechos al decir que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Y el Art. 7 insiste y especifica en el igual trato ante la ley: “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley”.

La verdad es que en la mayoría de artículos se insiste, de una u otra forma, en que los derechos son los mismos para todos. La igualdad de derechos es algo sagrado y extendido por todo el articulado del texto de la D-1948, que no contempla excepción alguna, insensible a lo que hoy se llaman “discriminaciones positivas”

En el texto de la DUDHE, en cambio, para definir el derecho a la igualdad como rasgo propio de la democracia igualitaria, se elige un recorrido complejo. Comienza por dividir ese derecho a la democracia igualitaria en cuatro derechos “fundamentales”, cada uno formulado en un artículo de la declaración: derecho a la existencia en condiciones de dignidad (Art. 1), derecho a la paz (Art. 2), derecho a habitar el planeta y al medio ambiente (Art. 3) y derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva (Art. 4). De entrada sorprende esta caracterización de la democracia igualitaria, y nos hace sospechar que se está forzando la clasificación para sacar adelante una tipología forzada, sin otra ventaja que la estética de la teoría; es decir, parece como si se tuviera el listado de derechos en un cajón y hubiera que distribuirlos entre estos seis rostros de la democracia, tal que se forzaran sus límites y devinieran máscaras. Eso, o bien que se está poniendo en acción una idea de democracia muy peculiar, pensando en ella la igualdad fuera del discurso compartido. Porque en nuestra tradición cultural la “igualdad” suele presentarse, bien en su figura liberal republicana, como igualdad formal (igualdad de derechos, igualdad ante la ley…), bien su en figura socialista, que añade la voluntad de igualación económica. Esta última es la que cabía esperar expresada en el “rostro igualitario”, pero sorprentendemente no se dice ni una sola palabra sobre la propiedad privada [13]; por eso decimos que la idea de democracia igualitaria es realmente genuina.

De los cuatro derechos que la concretan (a la dignidad, a la paz, a habitar el planeta y la igualdad de derechos), sólo este último parece adecuarse correctamente; los otros tres sólo muy tangencialmente tienen algo que ver con el derecho clásico a la igualdad y con la idea extendida de democracia igualitaria, siendo insatisfactorios los esfuerzos que se hacen para encuadrarlos. Veámoslo separadamente.

El derecho a la existencia en condiciones de dignidad se explicita como el derecho de todos los seres humanos y todas las comunidades “a vivir en condiciones de dignidad”. No dudo que la dignidad humana incluya el derecho a la igualdad y que, si el discurso de los derechos tiene como sentido último la garantía de una vida digna, la igualdad es una exigencia irrenunciable. Lo que resulta más cuestionable es la identificación de la dignidad con la “democracia igualitaria”, cosa sólo evidente a quienes compartan el ideal de vida de la democracia de los seis rostros. Quiero decir que si bien hay razones para considerar “la existencia en condiciones de dignidad” un derecho fundamental, hay pocas para poner este derecho como un apartado del más amplio y básico “derecho a la democracia igualitaria”. La “vida digna” no es propiamente un derecho, sino el objetivo último y general del discurso de los derechos; más que un derecho es en el fondo el efecto global que esperamos de la instauración y respeto a los derechos humanos; es decir, la dignidad más que una norma de vida es un efecto global esperado de esas normas que llamamos derechos humanos. En cualquier caso, admitido como derecho peculiar o como paquete de derechos, como norma o como objetivo, lo que no resulta fácil es su identificación como contenido específico de la “democracia igualitaria”. En rigor la “vida digna” debe proponerse como límite (derecho u objetivo) de cualquier orden político; es el límite a respetar incluso en regímenes distantes de la democracia igualitarista...

Más inteligible sería afirmar que la democracia igualitarista define la dignidad; pero, en este caso, aparte de la necesidad de argumentarlo frente a gran cantidad de contrafácticos, está el hecho evidente de que de esta forma se defiende sin reservas un modelo de orden político concreto, no un pacto que regule las relaciones humanas (entre individuos, entre estados y entre individuos e instituciones) en comunidades políticas diferentes y entre ellas.

La confusión conceptual en torno a la vida digna, en torno a la “existencia en condiciones de dignidad”, como norma o como objetivo, se expresa al reconocer que se trata de una especie de derecho compuesto, o sea, un derecho que encierra, como las muñecas rusas, otros varios en su seno. Efectivamente, la DUDHE reconoce que este derecho humano fundamental comprende nada menos que otros siete derechos, que configurarían las condiciones de dignidad. Estos son: derecho a la seguridad vital (1.1), derecho a la integridad personal (1.2), derecho a la renta básica (1.3), derecho al trabajo (1.4), derecho a la salud (1.5), derecho a la educación (1.6) y derecho a la muerte digna (1.7). O sea, un paquete complejo y heterogéneo, de difícil articulación con la idea misma de dignidad, especialmente si, como hemos dicho, ha quedado anteriormente definida como libertad de elección: “La dignidad le viene dada al ser humano por su condición de agente libre”. Y aunque, es cierto, la idea de agente libre pueda entenderse en sentido material, en cuyo caso la libertad exige lo que Kant llamaba “independencia” (económica, ideológica…), la verdad es que de este modo la dignidad se identifica con la revolución: “quienes viven en la pobreza, quienes sufren enfermedades incurables, las personas con discapacidad independientemente de cuál sea la tipología de su discapacidad, las minorías nacionales, los pueblos indígenas. A todos ellos les falta las condiciones materiales y el reconocimiento de su capacidad de comportarse como agentes libres y de funcionar, por tanto, como seres humanos”

Pero, además de encajar mal esos cuatro derechos en una idea de dignidad con pretensiones de ser ampliamente compartida, resta el otro problema: ¿qué tienen que ver con la “democracia igualitaria”? La clasificación parece obedecer más a una agrupación casual de derechos para conseguir una tipología cerrada que a una ordenación y jerarquización de los mismos bien razonada.

El derecho a la seguridad vital es el más fácil de aceptar, tanto como exigencia de la democracia igualitaria cuanto como derecho humano universal apolítico. Ya la D-1948 lo asumía sin consideración alguna: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (Art. 3). Por tanto, es un derecho postulable al margen de la democracia igualitaria. En la DUDHE más que a la seguridad político-jurídica, se mira a las condiciones materiales de existencia; es decir, es un derecho económico, tendente a garantizar los medios básicos de subsistencia: “el derecho de todo ser humano y toda comunidad, para su supervivencia, al agua potable y al saneamiento, a disponer de energía y de una alimentación básica adecuada, y a no sufrir situaciones de hambre. Toda persona tiene derecho a un suministro eléctrico continuo y suficiente y al acceso gratuito a agua potable para satisfacer sus necesidades vitales básicas”.

Nada que objetar, excepto que este derecho ya aparecía en la D-1948: “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad” (Art. 23). Por tanto, no es un derecho nuevo; lo nuevo es presentarlo como condición de la democracia igualitaria. Hubiera sido preferible ahorrarse estos esfuerzos de presentación y centrarse en la más intensa y clara exigencia de explicitación de las instancias políticas responsables de su efectividad. ¿Cada Estado o comunidad local, con la ayuda de la caridad o solidaridad internacional, o todos los individuos e instituciones internacionales solidariamente? ¿Ante qué tribunal se rinde cuenta del cumplimiento?

El derecho a la integridad personal, que tiene sus objetivos más relevantes en la condena de la tortura, de la pena de muerte y de cualquier forma de crueldad, también es defendible como derecho universal, pues en torno al mismo hay un amplio consenso; lo arbitrario es considerarlo uno de los cuatro derechos que definen la dignidad; conforme a lo que ya hemos dicho, la dignidad es un concepto histórico, cultural, y su forma prescriptiva queda circunscrita por el conjunto de los derechos humanos universales. En todo caso, no vemos la manera de incluirlo como intrínseco a la democracia. De hecho, la D-1948, que no identificaba discurso de los derechos y discurso democrático, ya reconocía el derecho a la vida (Art. 3, ya citado), así como a la seguridad y la integridad personal: “Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas” (Art. 4); y “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (Art. 5).

La única novedad, y me parece razonable, es la interpretación del derecho a la vida en forma radical, incluyendo la abolición de la pena de muerte. La D-1948 silencia este aspecto, que sin duda habría dificultado mucho la aprobación del texto por algunos de los estados más influyentes. Creo que las circunstancias han cambiado y que hoy es legítimo presentar el derecho a la vida como límite de la ley positiva, o sea, excluir la condena a muerte de las legislaciones positivas.

La inclusión en el seno de la dignidad del derecho a la renta básica y del derecho al trabajo, aunque sorprendente, es propia del discurso de la DUDHE: incluir la diversidad de reivindicaciones, sin pararse a pensar en su consistencia. Claro, a nivel superficial siempre se puede decir: un derecho es sólo un título de propiedad, el propietario no está obligado a ejercerlo; por tanto, son exigibles ambos derechos: a la renta básica y al trabajo, para que cada cual los ejerza a conveniencia. Pero tal respuesta, además de excesivamente liberal sería excesivamente frívola.

A mi entender, el derecho a la renta básica [14] no puede tener hoy por hoy pretensiones de universalización; lo ven claro algunas corrientes intelectuales minoritarias, pero sus argumentaciones ni están suficientemente extendidas ni son del todo convincentes. Aunque pueda presentarse atractivo en determinadas propuestas políticas, es mucha pretenciosidad pensar que debe ser asumido por todos... Hoy por hoy cuenta con más aceptación la idea de que la forma digna de ganarse la vida es el trabajo, de ahí que el derecho al trabajo [15] nos parezca más aceptable. Pues, incluso si nos adentráramos en la problemática ontológica que se juega –y normalmente se silencia- en el debate sobre el derecho a la renta básica, que afecta al tipo de hombre que deseamos construir, hay muchas razones para pensar que fortalece más los vínculos comunitarios y la participación efectiva en la sociedad la “inclusión” forzada en el proceso de trabajo que la “elección” de la marginalidad respecto a mismo. (El tema se merece mejor debate).

De todas maneras, dejando de lado la originalidad de la formulación, el contenido de estos dos derechos tampoco es nada original, pues ya aparece en la D-1948, sin la exigencia de la democracia igualitaria. Efectivamente, allí se proclama el derecho al trabajo “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo” (Art. 23.1). Incluso se especifica, sin relacionarlo con la exigencia de la democracia igualitaria, que: “Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual” (Art. 23.2)

Y si bien no hay referencia alguna a la “renta básica”, que ciertamente responde a otra idea del ser y de la vida humana, además de a otra situación económica y social, se recoge como elemento de dignidad una remuneración satisfactoria: “Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social” (Art. 23.3). Y en general se garantiza el derecho a una vida material digna: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad” (Art. 25.1)

Se concede especial atención a los niños: “La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social” (Art. 25.2). Incluso se tiene en cuenta el aspecto físico del trabajo, exigiendo unas condiciones del mismo compatibles con una vida digna del hombre. “Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas” (Art. 24).

En cuanto al derecho a la salud y el derecho a la educación, en su formulación en la DUDHE responde a objetivos asumibles en el capitalismo desarrollado y, dada la interconexión económica y social del mundo globalizado, es razonable plantearlos como derechos universales. Nada relevante que objetar, excepto que, una vez más, estos derechos socioeconómicos, que afectan al bienestar, se proclaman con excesiva alegría, y en una retórica que, si bien los hace aceptables, al mismo tiempo silencia lo que afecta a su efectividad, al no fijar las instituciones responsables. El derecho a la educación ya se recogía en la D-48 [16]. Y allí se añadía: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” (Art. 26.3).

Pues bien, hubiera sido deseable que la DUDHE, ante el debate actual sobre el derecho de la comunidad a educar a los ciudadanos en sus valores, hubiera esclarecido esta cuestión, en lugar de despachar la cuestión reformulando el derecho a la educación como “derecho a la educación continuada”, y guardando silencio sobre la gratuidad (la D-1948 la defendía en la obligatoria: “La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental” (Art. 26.1). Pero sobre estas cosas y otras varias relacionadas con temas muy candentes se guarda silencio.

En cuanto al derecho a una muerte digna, la verdad, no veo mucha conexión con la vida digna. Aunque me parezca un derecho de nueva generación, exigible en nuestros tiempos, no debería mezclarse con los derechos al bienestar. El derecho al suicidio, personal o asistido, corresponde a los márgenes del derecho a la libertad, cae dentro de los límites de la privacidad que la democracia, y cualquier régimen no teológico, puede reconocer y defender. Tal vez podría decirse: no hay existencia digna sin el derecho a ponerla fin, sin el cual sería una existencia impuesta. La verdad es que lo considero un concepto de dignidad muy exigente; además, una cosa son los derechos a exigir a los otros –al menos a quienes los comparten con nosotros- condiciones para la vida digna y otra defender el derecho a que nadie coarte nuestra libertad para elegir el día y la forma de morir... cuando esa decisión esté en nuestras manos. Aquí se exige respeto a nuestra libertad; allá se reivindica ayuda, colaboración, solidaridad.

En todo caso, y volviendo a la cuestión de fondo, estos derechos no son, en su totalidad y como queda descritos, elementos intrínsecos e individualizadores de la idea de “vida digna” ni de la noción común de democracia igualitaria. Su mayor o menor aceptabilidad, pues, debe asumirse en otra argumentación; el recurso de declararlos intrínsecos a la democracia igualitaria (aunque sea a costa de hacer de ésta su máscara), para así elevarlos a derechos humanos universales, es artificioso e ingenuo, y políticamente irrelevante.

El segundo derecho fundamental incluido en el derecho a la democracia igualitaria es el derecho a la paz (Art. 2). Pienso que la paz, como la dignidad, no son propiamente derechos, sino objetivos o ideales que legitiman los derechos y en gran medida efectos de los mismos. La D-1948 no lo trata como derecho, sino como un beneficio derivado de su cumplimiento. Hasta Kant, en cuya obra encontramos las raíces históricas del discurso de los derechos, había de reconocer al fin que la guerra está siempre en el horizonte, quedando la paz perpetua como ideal inalcanzable que da sentido a nuestra condición ética. Aún así, considerando la paz un objetivo (incluso, si se prefiere, un valor), habría que distinguirla del pacifismo esteticista que nos acosa. ¿Cómo se puede luchar contra determinadas formas de opresión y de dominación, incluso de ocupación del territorio por otro estado, o de usurpación del poder político por un dictador, con el diálogo? Creo, por tanto, que habría de plantearse con valentía si no hay derechos cuya exigencia y efectividad, en determinados contextos, hacen inevitable el recurso a la violencia y la guerra. Si nuestra percepción es correcta, en la DUDHE no aparece en absoluto contemplado el “derecho a la rebelión”; la D-1948 al menos hacía una referencia, en uno de sus considerandos, y si bien no lo formulaba como un derecho, lo contemplaba como un legítimo “recurso supremo”: “considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”;

La DUDHE reconoce que en el mundo hay violencia, guerras, opresión…, pero no contempla que en esos escenarios los seres humanos tengan derecho al recurso a la violencia, a la lucha armada, a la rebelión. En cambio, dentro del derecho a la paz incluye el derecho a la objeción de conciencia frente a las obligaciones militares: “Este derecho humano fundamental comprende el derecho de toda persona a la objeción de conciencia frente a las obligaciones militares. Toda persona integrada en un ejército tiene derecho a rechazar el servicio militar en operaciones armadas, internas o internacionales, en violación de los principios y normas del derecho internacional humanitario, o que constituyan una violación grave, masiva y sistemática de los derechos humanos” (Art. 2).

Sorprende que, desde posiciones de izquierda, se defienda la objeción de conciencia pacifista y se silencien otras formas de objeción, que hoy aparecen en el escenario público. La declaración de derechos no pede confundirse con una profesión (particular) de fe pacifista. Es en condiciones de conflicto, tal vez de conflictos irremediables, donde tiene sentido el discurso de los derechos. Si se cae en la tentación de soñar con la posibilidad de “un sistema social en el que los valores de paz y solidaridad sean esenciales y en el que los conflictos se resuelvan mediante el diálogo y otras formas de acción social pacíficas” (Art. 2), en tal caso no hay que proponerlo como derecho, ni hay ya necesidad de ningún derecho. Una sociedad donde todo se solucione con el diálogo, y por tanto con el acuerdo, ¿no es ya una sociedad de amigos? Y, si es así, ¿tiene sentido entre amigos protegerse unos de los otros fijando derechos? La DUDHE, en su deriva utopista a la ciudad ideal, olvida algo básico: los derechos sólo tienen sentido en un mundo en conflicto, donde hay desigualdad, dominación, violencia, injusticias. Es en ese contexto, y como pretensión de fijar unos límites a las diversas formas del mal social y político, como mínimos de existencia de una vida digna entre enemigos, donde cobran vida y eficiencia los derechos. En el cielo no se necesitan derechos humanos; allí todo debe ser divino. Por eso, si se sueña con una sociedad celeste, aunque sea sólo un sueño, no vale la pena imaginarla como ciudad de los derechos, sino como ciudad donde los derechos ya no son necesarios.

En cuando al “derecho a la objeción de consciencia”, que aquí se introduce de la mano del derecho a la paz, también requeriría mejores argumentos. Yo veo coherente una posición política que abogue por el fin de los ejércitos y de las armas; coherente pero angélica. No veo coherencia, y a veces responde al mero cinismo, defender o consentir los ejércitos (que supone aceptar la posibilidad de una guerra justa o necesaria) al tiempo que se exime a los ciudadanos del compromiso de empuñar las armas. Si la decisión es democrática, la decisión de ir a la guerra expresa la voluntad del pueblo, como cualquier ley; pertenecer a una comunidad exige un precio. Otra cosa es la legitimad de la defensa de una ley que reconozca la objeción de conciencia o la insumisión. Pero, mientras no sea reconocida, poner la conciencia por encima de la voluntad del pueblo no me parece realmente muy “igualitarista”.

Más exótico, respecto a la igualdad, es el “derecho a habitar el planeta y al medio ambiente”. Decir que “todo ser humano y toda comunidad tienen derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro, a disfrutar de la biodiversidad presente en el mundo y a defender el sustento y continuidad de su entorno para las futuras generaciones” (Art. 3), no queda mal... como sueño final de la historia, al menos como sueño de nuestra sociedad consumista, que no puede silenciar el efecto de su potente consumo y genera reflejos éticos étnicos y ecológicos.

Podríamos aplicar el principio de caridad e interpretar que, aunque silenciado e implícito, en este derecho a habitar el planeta se proclama lo que hemos llamado en otro lugar “el derecho olvidado”, es decir, el derecho a elegir ciudadanía, a elegir el lugar y la comunidad en la que integrarse y construir una vida en común. Pero tanta benevolencia hermenéutica no es soportable ante la evidencia de la primera gran ausencia de la declaración: los nuevos derechos que pueden prescribirse alrededor del tema de la ciudadanía global, ante la inevitabilidad de enormes movimientos demográficos y de la irreversible multiculturalidad de amplias zonas de nuestras sociedades.

En cuanto al cuarto derecho, el “derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva”, la verdad es que se trata del derecho igualitario por excelencia. Si algo hay moralmente indigno es un orden social que consienta en la desigualdad de derechos de sus ciudadanos; y si algo hay inaceptable en el contexto de una declaración de derechos humanos universales que piensa los mismos como pacto o acuerdo, es una desigualdad en derechos. Igualdad formal, por supuesto; pero requisito imprescindible para aceptar un proyecto común entre hombre libres. Ahora bien, tras la formulación abstracta que aquí se hace (“Todos los seres humanos y toda comunidad tienen derecho a la igualdad de derechos plena y efectiva”) se pasa a darle contenido, describiendo los diferentes derechos subsumidos, y las cosas de nuevo se confunden. Por ejemplo, podemos pensar que el “derecho a la igualdad de oportunidades” es un corolario del derecho a la igualdad de derechos, que conlleva el rechazo de toda discriminación “por razón de raza, etnia, color, género u orientación sexual, características genéticas, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier índole, origen nacional o social, pertenencia a una minoría, fortuna, nacimiento, discapacidad, edad, o cualquier otra condición” (Art. 4.1); pero no queda tan claro que la igualdad de derechos sea consistente con las muchas referencias del texto a “discriminaciones positivas”, o políticas sociales de corrección de las desigualdades reales, etc. Proteger a los débiles (inmigrantes, minusválidos, niños...) son sin duda políticas igualitarias, que hablan de la calidad de la ciudadanía de una sociedad, pero no debieran confundirse con el derecho a la igualdad de derechos. Del mismo modo me parece que la no discriminación, exigida por el derecho a la igualdad de derechos, no puede llegar a la discriminación positiva y utópica de pretender que “para la realización de la igualdad, se tomará en consideración la existencia y superación de las desigualdades de hecho que la menoscaban, así como la importancia de identificar y satisfacer necesidades particulares de grupos humanos y comunidades, derivadas de su condición o situación, siempre que ello no redunde en discriminaciones contra otros grupos humanos” (Art. 4.1).

El salto del nivel del discurso de los derechos al de la ciudadanía celestial puede ser tentador, e incluso éticamente defendible; pero traducir a derecho universal las necesidades o voluntades de particulares, creo que es superar la barrera de lo razonable. Considero que este es un problema teórico y político grave de la declaración, que unas veces lleva a proclamar derechos éticamente compartibles, aunque políticamente inviables, y otras a defensas angélicas de situaciones innombrables. Así ocurre, por ejemplo, con el llamado “derecho a la protección de los colectivos en situación de riesgo o de exclusión”, que pretende reconocer “a toda persona perteneciente a una comunidad en riesgo o a un pueblo en situación de exclusión el derecho a una especial protección por parte de las autoridades públicas” (Art. 4.2).

Cuando esta formulación abstracta se concreta, nos encontramos con casos triviales, aunque poco o nada tengan que ver con la igualdad (que “los niños, las niñas y los adolescentes tienen derecho a la protección y cuidados necesarios para su bienestar y pleno desarrollo”, que “las personas mayores tienen el derecho a una vida digna y autónoma, así como los derechos a la protección de su salud y a participar en la vida social y cultural”, o que “las personas con discapacidad (...) tienen derecho a participar y formar parte activa de la sociedad...”, con otros tan obvios como el derecho de los inmigrantes, cualquiera que sea su estatuto legal en el Estado de inmigración, “al reconocimiento y disfrute de los derechos proclamados en esta Declaración, así como a la tutela efectiva por parte del Estado de inmigración de los derechos y libertades fundamentales establecidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos”. Pues, obviamente, la declaración trata de los “derechos humanos”, que deben ser respetados por todos los firmantes del pacto.

Como vemos, una y otra vez aparece en la DUDHE esta confusión conceptual de una declaración de derechos como descripción de la ciudad ideal (eurocéntrica), y no como ideal mínimo para la existencia de una ciudad que garantice a sus ciudadanos una vida digna. Claro está, desde la conciencia ética de quienes nos preocupamos por estas cosas es fácil caer en la tentación de considerar que, en “derechos humanos, cuanto más, mejor”; al fin, no sólo estamos comprometidos con sacar adelante el discurso de los derechos de la forma más progresistas, incluyendo su mayor efectividad, sino que nos sentimos militantes en la lucha por un mudo más igualitario y justo; no sólo estamos comprometidos con la dignidad, sino con la justicia e incluso con la bondad. Por tanto, tenderemos a asumir con más satisfacción psicológica las propuestas máximas, las declaraciones de derechos que se acerquen a nuestra idea política del mundo. Ahora bien, siendo conscientes de esta tentación, y sobre todo siendo conscientes de que si tiene interés la lucha por una declaración de derechos es sólo en la medida en que el mundo ideal se mantiene siempre alejado, hemos de imponer un límite político a nuestra exigencia ética; hemos de asumir que una declaración de derechos no es un ideal máximo, sino un ideal mínimo. “Mínimo”, sin duda, pero “ideal”: es decir, enormemente difícil de conseguir. La vida digna no es la vida perfecta; pero se muestra tan lejana que a veces resulta casi la única utopía razonable.

Lo que quiero decir es que una declaración actualizada no pasa necesariamente por añadir derechos, en la deriva hacia una ciudadanía óptima (entre otras cosas porque desde posiciones pluralistas, y esta declaración asume esta perspectiva, no hay manera de decidir teóricamente el ideal de ciudadanía); pasa por identificar estratégicamente las necesidades y posibilidades actuales y centrar la mirada en la efectividad. Es sin duda más fácil aprobar en nuestras sociedades desarrolladas una declaración de derecho a la ciudad ideal que conseguir que en amplias capas del mundo se hagan efectivos los derechos humanos más básicos; y es un gran error, si no una máscara cínica, considerar que son dos procesos paralelos, que no tiene nada que ver la ampliación de derechos en occidente y la pertinaz negación de los derechos elementales en otras partes del mundo. Por tanto, una declaración de derechos no es indigna por renunciar a la ciudad ideal; lo es, en cambio, si por no renunciar hace irrealizable la expansión universal de los mismos.

Pues, en definitiva, no todo el bien tiene que estar registrado en derechos, como tendemos a presentar en el seno del “estado de bienestar”, que acaba confundiendo los privilegios que concede el poder con derechos del hombre. Los derechos definen un espacio de relaciones éticas; pero luego la sociedad contiene también negocios, políticas, gestión de cosas y sentimientos y emociones, etc.. La vida no queda inscrita en el marco regulador de los derechos humanos, quedando fuera de los mismos un amplio espectro de relaciones y prácticas, unas reguladas por el derecho positivo de cada país, otras mantenidas como zonas de libre transacción, y algunas, me temo, condenadas a ser gestionadas por formas ocultas y seductoras del poder.

En fin, como comentario final, creo que los redactores de la DUDHE han silenciado absolutamente la otra función de los derechos, la de reproducción de un modelo particular de sociedad, la sociedad capitalista. Al ignorarlo, su discurso reivindicativo optimista contribuye a fortalecer la creencia en que los males de este orden social son accidentales y superables, invitando así a mejorar la sociedad, a reproducir su sistema de detonación; se cierra así la puerta a un discurso crítico dirigido a mostrar, primero, que la lucha por los derechos, en el plano de la vida digna, es justa e insuficiente, y se da en los límites del orden existente, para resistirlo mientras no se cuenta con fuerzas para subvertirlo; segundo, que la lucha por la sociedad de los derechos, que convierte a los derechos en medida de la calidad de la ciudadanía, es contradictoria y objetivamente cómplice de la consagración y reproducción del sistema. Eso es, al menos, lo que creo.


J.M.Bermudo (2009)




[1] El proyecto de la CDHE fue elaborado por un Comité de Redacción a partir de los anteproyectos realizados por el Comité Científico.

[2] El Diálogo sobre los derechos emergentes se llevó a cabo del 18 al 21 de septiembre del 2004, bajo el formato de Conferencia Internacional estructurada en seis Seminarios de debate en paralelo:

Seminario I: Derecho a la renta básica: democracia igualitaria
Seminario II: Adelanto de los derechos políticos y sociales de la mujer: democracia paritaria
Seminario III: Derecho a la identidad individual y colectiva: democracia plural
Seminario IV: Derecho a la ciudad: democracia participativa
Seminario V: Derecho al desarrollo: democracia solidaria
Seminario VI: Derecho a la protección jurídica internacional: democracia garantista.

[3] “Així doncs, oferim com a resultat del Diàleg un projecte de “Carta de Drets Humans Emergents”; un catàleg de valors, principis i drets humans emergents, per ser debatuts per la societat civil internacional. Obrim el projecte de Carta a tots els participants en el Diàleg i els animem a fer aportacions, tant metodològiques com de contingut, per fer possible l’adopció final de la Carta en la propera sessió del Fòrum Social Mundial, a Porto Alegre, el gener de 2005. (Institut de Drets Humans de Catalunya).”

  En realidad la pretensión era más ambiciosa, pues se aspiraba a un viaje con final (imaginario) político institucional: la aprobación en la ONU. Así lo manifestaría Joan Saura, presidente del Instituto de Derechos Humanos de Cataluña y director de este diálogo, en su discurso de clausura. Y así se infiere de la idea defendida por Joan Clos, alcalde Barcelona, de la necesidad de una reforma de la ONU que contemple la jurisdicción obligatoria del Tribunal Penal Internacional y de la Corte Internacional de Justicia que vele por el cumplimiento de las declaraciones de derechos humanos por encima de la soberanía de los estados.

[4] Celebrado del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2007.

[5] “Organització:

Direcció: José Manuel Bandrés, president d’honor de l’Institut de Drets Humans de Catalunya.
Direcció executiva: Jaume Saura, president de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; Carmen Márquez, professora de dret internacional públic, Universitat de Sevilla; Gloria Ramírez, càtedra UNESCO de la Universitat Autònoma Mèxic; José Manuel Pureza, Centre d’Estudis Socials, Universitat de Coimbra; Mireia Belil, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004; Cristina Gabarró, Fòrum Universal de les Cultures, Barcelona 2004
Direcció tècnica: Rosa Bada, directora gerent de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Secretaria tècnica: Aida Guillén, tècnica de l’Institut de Drets Humans de Catalunya.
Comitè assessor: Josep Maria Solsona, vicepresident primer de l’Institut de Drets Humans de Catalunya ; Miguel Ángel Gimeno, vicepresident segon de l’Institut de Drets Humans de Catalunya; David Bondia, director de l’Institut de Drets Humans de Catalunya
Comitè científic: Victoria Abellán, catedràtica de dret internacional públic, Universitat de Barcelona; Jordi Borja, urbanista i sociòleg; Victòria Camps, catedràtica d’ètica i filosofia de la Universitat Autònoma de Barcelona; Ignasi Carreras, director d’Intermón Oxfam; Juan Antonio Carrillo Salcedo, catedràtic de dret internacional públic, Universitat de Sevilla; Eduardo Cifuentes, director de la Divisió de Drets Humans i Lluita contra la Discriminació de la UNESCO; Monique Chemillier-Gendreau, catedràtica de dret internacional públic, Universitat de París VII; Cándido Grzybowski, director de l’IBASE (Brasil); Montserrat Minobis, directora de les Emissores de Ràdio de la Generalitat de Catalunya; Sonia Picado, presidenta de l’Institut Interamericà de Drets Humans; Gloria Ramírez, Càtedra UNESCO, Universitat Nacional Autònoma de Mèxic; Daniel Raventós, president de l’associació Xarxa de Renda Bàsica (RRB); Boaventura De Sousa, catedràtic d’economia i estudis sociològics, Universitat de Coimbra; Guy Standing, copresident de la Xarxa Europea Renda Bàsica (BIEN); Joan Subirats, catedràtic de ciència política, Universitat Autònoma de Barcelona; Xavier Vidal-Folch, director adjunt d’El País; Michael Walzer, catedràtic de ciències socials, Institut d’Estudis Avançats, Princeton; Gita Welch, coordinadora del Grup de Desenvolupament Institucional, PNUD; Joanna Weschler, representant de Human Rights Watch davant Nacions Unides.”

[6] “Presentación” a “Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos”, programada en los Diálogos del Forum Universal de las Culturas (Barcelona 2004).

[7] “Perquè tots naixem de la mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i feliçment junts en la nostra terra comuna. Manifestem el nostre compromís pels drets humans com un missatge d’esperança als éssers humans, que colpegen les portes dels mecanismes i institucions encarregats de la custòdia dels drets humans sense obtenir-ne resposta. Per això reivindiquem el principi d’exigibilitat dels drets, perquè la seva universalitat significa que tots els drets humans han de ser garantits per a tothom.

  Reiterem com a activistes militants dels drets humans la nostra adhesió a la Declaració universal de drets humans i als pactes i altres tractats internacionals, patrimoni polític i cultural de la humanitat, que ens aporta les senyes d’identitat a la nostra comunitat política, i ens comprometem a estendre els valors de llibertat, igualtat i solidaritat i a aprofundir-hi perquè la globalització dominant es transformi en la globalització de la dignitat i la justícia. Manifestem la necessitat de construir polítiques i estratègies globals des d’una concepció activa de ciutadania, perquè formem part de la comunitat política global, per tal que els milers d’éssers humans que pateixen actualment situacions extremes de fam i de pobresa puguin gaudir plenament de tots els drets i participar en les decisions que els afecten.

  Instem la comunitat internacional, els estats, entitats subestatals, regionals i locals, agents econòmics i socials per tal que afavoreixin de manera activa el desenvolupament dels drets polítics, socials, econòmics, culturals i mediambientals de les generacions presents i futures.

  Afirmem que qualsevol manifestació d’obstrucció a la realització d’aquests drets ha de ser denunciada i sancionada. Reivindiquem l’exigència de completar els instruments, els mecanismes i procediments de protecció dels drets humans, perquè cap violació dels drets humans quedi impune i cap víctima quedi sense reparació. Recordem el deure dels estats de ratificar sense reserves els tractats de drets humans i d’acceptar la jurisdicció de la cort tribunal penal internacional. I vigilarem que la promesa de pau i l’obligació de desarmament contingudes en la Carta de les Nacions Unides es concretin en l’eliminació de la guerra i els conflictes armats.

   Reclamem el dret universal a una educació permanent en drets humans per a tots i totes i en tots els nivells d’ensenyament com a obertura a l’exercici ple dels drets. La Carta de drets humans emergents constitueix un instrument cultural de transformació social posat a disposició de la societat civil global per enfortir la universalitat i l’efectivitat dels drets humans. Perquè tots naixem de la mateixa font. Perquè tots som iguals en dignitat i drets. Tots tenim dret a viure fraternalment i feliçment junts en la nostra terra comuna” (Aquest manifest fou llegit per en David Selvas durant la cloenda del diàleg “Dret humans, necessitats emergents i nous compromisos" del proppassat dia 21 de setembre de 2004)”

[8] E. Bloch, Derecho natural y dignidad humana. Madrid, Aguilar, 1980, 15.

[9] Citando a Kant dirá que “El ser humano tiene dignidad porque no tiene precio. El ser humano tiene dignidad porque es un fin en sí mismo y no sólo un medio para los fines de otras personas” Y citando a Pico “la dignidad humana como la posibilidad del individuo de decidir sobre su propia vida, de poder escoger cómo vivir”. No es difícil poner de relieve la debilidad e incoherencias de ese recurso al argumento de la tradición humanista, mucho más contaminado de liberalismo de lo que gustaría reconocer a los redactores, al considerar que la dignidad en esencia es la libertad y que la libre elección como la figura paradigmática de la libertad, con lo cual la dignidad se reduce a libre elección: “En ambos casos, la dignidad va intrínsecamente unida a la libertad. La dignidad le viene dada al ser humano por su condición de agente libre. Dado que todo individuo es merecedor de la misma dignidad, ésta debe entenderse hoy como un derecho y, a la vez, como una obligación: el derecho a ver reconocida la libertad y la obligación de ejercer la libertad responsablemente y sin menosprecio de la libertad de los demás”.

   Esta tópica identificación entre libertad y dignidad, tan tópica que parece una impostura traerla a la mesa de la crítica, tiene efectos profundos en el discurso de los derechos, por lo cual merece ser examinada. La identificación entre dignidad y libre elección responde a dos presupuestos que, bajo su verosimilitud cultural, esconden su contradicción junto a profundos problemas ideológicos. Efectivamente, el primer presupuesto, según el cual la dignidad es considerada una cualidad metafísica del ser humano (derivada-confundida con la concepción del mismo como fin en sí mismo), es discordante con el segundo presupuesto, que concibe la dignidad derivada de la libertad, entendida ésta como capacidad de libre elección. No es fácil, aunque sea atractivo, asumir el primer presupuesto, la concepción ontológica de la dignidad. Definir la dignidad como esencia del ser humano, y en base a esa idea justificar los derechos como defensa y realización de esa dignidad, es realmente seductor; pero hay que asumir esa posición filosófica metafísica, hoy poco creíble, y hay que diferir numerosos “contrafácticos”. ¿Dado que es ontológica, pueden perderla la víctima y el verdugo? ¿Tenía Hitler dignidad o era la figura de lo inhumano? ¿Acaso la dignidad no hace referencia a una manera de vivir, de comportarse, de actuar, con lo cual se da a entender que se conquista? Entonces, ¿es cuantificable, hay grados, hay tipos?. No sería más coherente pensar la dignidad como el proyecto político de trato igual, como ideal u objetivo a conseguir para el cual se necesitan normas, entre ellas los “derechos” (y otras cosas), pero también “deberes”?. Eso nos permitiría pensar que hay condiciones de vida indignas: pobreza, tortura, marginación..., y que hay seres “humanos” sin dignidad, en tanto ejercen la dominación, la opresión, el maltrato.... Pero nos exigiría pensar que los derechos, la justicia o el buen trato no se derivan de la “dignidad” inscrita en la esencia humana; al contrario, los derechos, la justicia y el trato igual son las condiciones de posibilidad de la dignidad humana.

   La DUDHE, aunque por momentos se aleja del discurso metafísico de los derechos y hace suyo el fundamento político de los mismos, con frecuencia se refugia en la idea metafísica de dignidad, en lugar de cuidar la construcción de la idea, histórica, adaptada a las nuevas necesidades y posibilidades. Y, claro está, si los derechos describen las condiciones de la vida digna, difícilmente pueden fijarse y ordenarse desde una idea metafísica de dignidad. Esa idea de vida digna es eso, una idea, no una esencia humana; una idea revisable, ajustable y siempre en tensión con la realidad histórica.

   Por otro lado, ¿está realmente la dignidad tan indisolublemente unida a la libertad como para considerarla su esencia? ¿No es esta la forma de entender la dignidad genuinamente liberal? ¿No hay otras ideas de dignidad defendibles? ¿Acaso ejerciendo la libre elección no se cometen atrocidades y desvergüenzas? ¿No puede haber dignidad en seres humanos cuyas vidas están privadas de muchas cosas, incluso la libertad? La verdad es que la dignidad, como el ser aristotélico, se dice de muchas maneras; a efectos de esta reflexión lo único que queremos es mostrar que la manera liberal de decir la dignidad, reduciéndola a libre elección, no tiene suficientes credenciales teórica ni políticas para presentarse como la única. La sociedad liberal no es la única sociedad digna, si es que lo es. El mismo texto de la declaración sobrepasa esta reducción liberal de la dignidad que acata al decir “En nuestro mundo, se hacen acreedores de tal dignidad muy en especial las personas y grupos más vulnerables: los que viven en la pobreza, los que sufren enfermedades incurables, las personas con discapacidad independientemente de cuál sea la tipología de su discapacidad, las minorías nacionales, los pueblos indígenas. A todos ellos les falta las condiciones materiales y el reconocimiento de su capacidad de comportarse como agentes libres y de funcionar, por tanto, como seres humanos”.

   Si son acreedores de la dignidad es porque la han perdido, porque la buscan; luego la dignidad en este texto no apunta a una determinación ontológica, sino a un estatus, unas condiciones de vida aceptables. Por tanto, podemos pensar la dignidad como un ideal mínimo de la vida humana, como el mínimo histórico de vida humana, condición y límite último de cualquier orden político. Disfrutar de esas condiciones mínimas, de ese trato umbral de lo humano, es lo que llamamos dignidad. Y los derechos humanos universales deberían pensarse como la configuración de esa mínima vida humana digna. Y, claro está, todo cuanto supere este mínimo, todo cuanto haga al hombre más dueño de su destino, será más humano; y así se justificará la lucha por más derechos, que tal vez podríamos llamar “derechos del ciudadano”, derechos para una ciudadanía más completa; pero sin caer en la bella tentación de confundirlos con los derechos humanos universales, los derechos de la dignidad. No tienen más dignidad quienes tienen más derechos; el referente de dignidad lo ponen los derechos humanos universales, un referente histórico, o sea, a construir.

   Lo curioso es que esta idea de dignidad que postulamos también aparece en el texto, pues en el mismo, olvidándose de la perspectiva ontológica, la dignidad también se presenta como algo adquirido por ciertas personas en función de su lugar en el cuerpo social. Se habla de “acreedores de dignidad”, con lo cual parece que la dignidad sea un “premio” o “reconocimiento” a unas virtudes, al sufrimiento, a las vejaciones, a las injusticias sufridas... Claro, hay un problema: si la dignidad define un estatus, todos esos individuos y pueblos que no pueden comportarse como “agentes libres”... carecen de dignidad?. Todo esto me hace pensar que el concepto de “dignidad” debe salir de la ambigüedad y pasar a describir una idea de un estatus socio moral de las personas: se tiene dignidad antes, pues se merece, responde a un acuerdo de mínimos, al pacto de los derechos, y después, cuando se vive conforme a esos derechos, cuando se goza de ellos.

[10] Tal vez sería más correcto decir que ha fusionado ambas funciones, con el resultado de inversión entre ellas (merece más reflexión).

[11] Este listado genera alguna confusión, pues no queda suficientemente claro si pretende sustituir al listado de la D-1948, ya que buena parte de aquellos derechos permanecen, aunque a veces implícitos o con nueva redacción, o si se trata de una actualización, un apéndice, tal que las repeticiones quedarían justificadas por añadirse nuevos matices, énfasis, concreciones u orientaciones. (En su momento tendremos que hacer una comparación literal de ambas declaraciones).

[12] En cierto modo estamos aquí ante el tema clave del pluralismo rawlsiano: la necesidad de distinguir lo correcto o justo (universalizable, compartible) del bien (irreductiblemente plural).

[13] Para ser rigurosos, el término aparece una sola vez en toda la declaración: “El derecho al trabajo, en cualquiera de sus formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición de respeto a los intereses generales de la comunidad” (Art. 1,4). Ciertamente, en la D-48 tampoco se prodigan, como si quisieran disimularlo, pero lo afrontan con toda claridad al formular el derecho de todos a la propiedad privada: “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente. 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad” (Art. 17).

[14] El derecho a la renta básica o ingreso ciudadano universal, que asegura a toda persona, con independencia de su edad, sexo, orientación sexual, estado civil o condición laboral, el derecho a vivir en condiciones materiales de dignidad. A tal fin, se reconoce el derecho a un ingreso monetario periódico incondicional sufragado con reformas fiscales y a cargo de los presupuestos del Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro residente de la sociedad, independientemente de sus otras fuentes de renta, que sea adecuado para permitirle cubrir sus necesidades básicas” (Art. 1,3)

[15] “El derecho al trabajo, en cualquiera de sus formas, remuneradas o no, que ampara el derecho a ejercer una actividad digna y garante de la calidad de vida. Toda persona tiene derecho a los frutos de su actividad y a la propiedad intelectual, bajo condición de respeto a los intereses generales de la comunidad” (Art.1,4)

[16] “Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos” (Art. 26.1). “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz” (Art. 26.2).